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La penitencia, de Saki

Octavian Ruttle era uno de los individuos vivaces y alegres en quienes la amabilidad ha puesto su sello inconfundible, y como la mayoría de gente de su clase, la paz de su alma dependía en gran medida de la aprobación de sus semejantes. Un día persiguió a un pequeño gatito atigrado al que le había dado caza, era algo terrible que a el mismo le resultaba difícil de aprobar, y se sintió alegrado cuando el jardinero había enterrado el cuerpo en una tumba cavada apresuradamente, bajo la sombra de un solitario roble en el prado. El mismo árbol al que el objeto de la cacería trepara desesperadamente en un último intento por salvar la vida. Había sido un acto de mal gusto y aparentemente cruel, pero las circunstancias habían exigido que se hiciera.
Octavian criaba pollos, por lo menos intentaba criar algunos, por que varios de ellos desaparecían dejando como único testimonio de su existencia, unas cuantas plumas manchadas de sangre, lo que indicaba la forma de su desaparición. Los empleados habían sido testigos de varias visitas furtivas a los gallineros, de un gato atigrado de la gran mansión de color gris que se encontraba a espaldas del prado, y después de las debidas negociaciones, con las autoridades de la mansión gris, una sentencia de muerte había sido acordada. “A los niños no les gustaría, pero no tienen por qué enterarse”. Estas habían sido las últimas palabras sobre el asunto. Los niños en cuestión eran un completo enigma para Octavian, el creía que en el curso de unos meses, él ya sabría sus nombre, edades, las fechas de sus cumpleaños y que seguramente le habrían mostrado ya sus juguetes favoritos. Sin embargo divulgaban tan poca información sobre ellos o sus sentimientos, como aquel solemne gran muro blanco que los separaba en la pradera. Una gran muro sobre el cual a veces sus tres cabezas aparecían inesperadamente. Sus padres estaban en la India; Era todo lo que había logrado averiguar con los vecinos, Mas allá del dato revelado por su vestimenta que indicaba que estaban divididos por sexo. Una niña y dos varones, los niños no le habían dejado saber nada más sobre su vida. Y ahora parecía que estaba involucrado en algo que les afectaba de cerca, pero que había que ocultarles. Los pobres pollos indefensos se había ido uno por uno a su destino fatal, por lo que era justo que su verdugo deba sufrir de un final violento, sin embargo Octavian se sintió intranquilo tras participar en ese acto de violencia. El pequeño gato, ahuyentado de sus acostumbradas rutas de escape, había corrido de refugio en refugio, y su final ha sido bastante lamentable. Octavian caminaba por la hierba de la pradera con un paso menos alegre que de costumbre. Y al pasar bajo la sombra del gran muro blanco, levantó la vista y se dio cuenta de que su casería había tenido testigos indeseados. Tres rostros blancos enojados lo miraban desde lo alto, y si alguna vez un artista quería un modelo triple del más gélido odio humano, impotente pero implacable, furioso pero enmascarado en la quietud, lo habría encontrado en las tres miradas, con las que se cruzaron los ojos de Octavian. ”Lo siento, pero no había más remedio”, dijo Octavian, con voz de genuina disculpa. ”Bestia!” Fue la respuesta que vino de las tres gargantas con sorprendente intensidad. Octavian sintió que el solemne muro blanco no sería más impenetrable a sus explicaciones que la mole de hostilidad humana que lo miraba desde su borde superior, por lo que decidió inteligentemente reservar sus disculpas para una ocasión más propicia. Dos días después Octavian registro minuciosamente la mejor confitería del pueblo más cercano, en busca de una caja de chocolates que por su tamaño y contenido resultara una buena compensación, por el horrible hecho sucedido bajo el roble del prado. Rechazo inmediatamente las dos primeras cajas que le fueron mostradas, una tenía un grupo de pollitos pintados en la tapa, y la otra llevaba el retrato de un gato atigrado. La tercera caja era más sencilla, adornada con un ramo de amapolas, y Octavian acogió las flores del olvido como un feliz presagio. Se sintió aliviado cuando el imponente paquete había sido enviado a la mansión gris, y tras recibir mensaje de que había sido debidamente dado a los niños. A la mañana siguiente caminaba despacio pero con paso firme a lo largo del gran muro blanco. Camino hacia los gallineros y las pocilgas que estaban en el extremo del prado. Los tres niños estaban encaramados en su acostumbrado puesto de observación, y su mirada no parecía haber cambiado tras la presencia de Octavian. Este al tiempo que llegaba a una deprimente convicción acerca de lo indiferente de sus miradas, comenzó a advertir un extraño jaspeado en la hierba a sus pies, era un área considerable de pasto que mostraba manchas y salpicaduras de un granizo color de chocolate, alegrado aquí y allá por envolturas de papel aluminio de vivos colores o la reluciente malva de las violetas azucaradas. Era como si el paraíso de los cuentos de hadas de un niño goloso hubiera tomado forma y cuerpo en la vegetación del prado. Este era el precio que Octavian pagara por la sangre derramada que le había sido devuelto con desprecio. Para aumentar su desconcierto el curso de los acontecimientos tendía a exonerar de culpas por los estragos causados a los pollitos, al reo que ya había pagado con su vida. Los pollitos jóvenes seguían desapareciendo, y parecía muy probable que el gato atigrado solo acechaba los gallineros para hacer presa de las ratas que encontraban cobijo en ellos. Merced a los desbordantes canales de la conversación de los sirvientes, los niños se enteraron tardíamente de la pena impuesta al gato, y un día Octavian encontró una hoja de cuaderno en la que estaba escrito trabajosamente. ”Bestia, las ratas se comieron tus pollitos”. Con más ardor que nunca deseo una oportunidad para expiar sus culpas, y ganarse un apodo más feliz que aquel que había recibido de sus tres jueces. Y un día tuvo la inspiración, Olivia su hija de dos años de edad, era la clave, su hija estaba acostumbrada a pasar la hora del mediodía hasta la una con su padre, mientras la niñera engullía y digería su almuerzo junto con la lectura de una novela romántica. A esa misma hora aquel solemne muro blanco, solía adornarse con las tres pequeñas figuras de los niños. Que pasaban el tiempo, vigilantes aparentemente sin ningún propósito en mente. Octavian, con aparente descuido de ello, trajo a Olivia y habiéndola colocado en un punto que quedara perfectamente visible por sus observadores. Comenzó a notar un creciente interés que nacía en ese grupo tan cerrilmente hostil hasta entonces. Su pequeña Olivia, con sus maneras placidas y somnolientas, habría de triunfar donde él, con sus aproximaciones nerviosas y bien intencionadas, había fracasado rotundamente. Él le trajo una gran dalia amarilla, que Olivia agarró con fuerza en una mano y miró con una mirada de aburrimiento de beneficencia, como la que suele darse a la danza clásica interpretada por aficionados. En beneficio de una organización de caridad que merece la ayuda. Luego se volvió tímidamente hacia el grupo encaramado en la pared y le preguntó con fingida indiferencia, “¿Les gustan las flores?”. Las tres cabezas asintieron solemnemente como recompensa a su iniciativa. “¿Cuáles les gustan más?” -preguntó, esta vez con una voz que lo traicionaba y mostraba su ansiedad. “Las que tienen todos los colores, por ahí.” Tres brazos regordetes apuntaban a una maraña de guisantes de olor. Como suelen hacer los niños, habían pedido lo que estaba más lejos de la mano, pero Octavian trotando alegremente se dirigió a obedecer a sus instancias de bienvenida. Tiró y tiró con implacable mano, arrancando todas las variedades de color que podía ver convirtiéndose no en un manojo si no en una brazada de flores. Luego giro para volver sobre sus pasos y encontró el muro más inexpresivo y solitario que nunca, mientras que en el primer plano todo rastro de Olivia había desparecido. Allá a lo lejos en el prado tres niños estaban empujando un carrito a la mayor velocidad posible. En dirección a las pocilgas de los cerdos, era el coche de Olivia, y Olivia estaba sentada en él. Se veía como se golpeaba un poco y se sacudía al ritmo en que era empujada, pero parecía mantener la calma acostumbrada. Octavian contemplo por unos momentos al grupo que se movía velozmente y después se echó a correr en pos de ellos a todo lo que daban sus piernas, derramando a su paso una lluvia de flores de la masa de guisantes que aun tenia aferradas en sus manos. Aunque corrió muy rápido, los niños habían llegado a la pocilga antes de que lograra alcanzarlos, pero llego a tiempo para ver a Olivia, curiosa, sin protestar, pese a los tirones y empujones que reciba para subirla al techo de la pocilga mas cercana. Eran edificios antiguos necesitados de alguna reparación, y el techo desvencijado, ciertamente no podría soportar el peso de Octavian si hubiera tratado de seguir a su hija y sus captores hasta una nueva posición más ventajosa. “¿Qué van a hacer con ella?” jadeó. No había equivocación posible sobre la firme decisión de llevar a cabo una trastada que denotaban esos jóvenes rostros congestionados, pero que mostraban una severa serenidad. “Colgarla con cadenas arriba de un fuego lento”, dijo uno de los chicos. Era evidente que había estado leyendo la historia inglesa. “Tirarla allá abajo para que los cerdos se la coman todita, menos las palmas de las manos”, dijo el otro chico. También era evidente que habían estudiado la historia bíblica. La última propuesta fue la que más alarmó a Octavian, ya que podría ejecutarse de inmediato, recordó casos de cerdos que habían devorado bebes. “Ustedes seguramente no podrán tratar a mi pobre Olivia de esa manera?” – suplico “Tú mataste a nuestro pobre gatito”, se produjo en severo recordatorio proveniente de las tres gargantas. “Lamento mucho haberlo hecho”, dijo Octavian, y si hay una escala para medir las verdades, la afirmación de Octavian era sin duda un gran nueve. “Nosotros también vamos a lamentarlo mucho, cuando matemos a Olivia, pero no podemos lamentarnos hasta que no lo hayamos hecho”, dijo la niña. La inexorable lógica infantil se levantó como una muralla inquebrantable ante los ruegos de Octavian. Antes de que pudiera pensar en una nueva suplica, sus energías fueron requeridas en otra dirección. Olivia se había deslizado desde el techo y cayó suavemente en un cenagal de lodo y paja en descomposición. Octavian escalo apresuradamente por encima del muro de la pocilga a su rescate, y una vez se dentro se encontró con un lodazal que envolvió a sus pies. Olivia, después de la primera sensación de sorpresa tras la caída, se había sentido medianamente a gusto de encontrarse en contacto con el pegajoso elemento que estaba a su alrededor, pero cuando ella comenzó a hundirse lentamente en el lodo se sintió súbitamente angustiada y poco feliz, y se echó a llorar. Cómo cuando un niño quiere atención. Octavian, luchaba contra el lodo, que parecía haber aprendido el arte de apresar, parecía que no cedía ni una pulgada que lo dejara avanzar, Octavian vio a su hija desaparecer por el lodo que la chupaba lentamente. Con la cara distorsionada ante la desesperación, lloriqueaba mientras miraba que desde el techo de la pocilga los tres niños miraban hacia abajo con una mirada fría e indiferente, tan despiadada como la de las hermanas Parcas. “No puedo llegare a ella a tiempo”, exclamó Octavian, “Se ahogara en el fango. ¿Acaso no la van a ayudar?” “Nadie ayudó a nuestro gato”, fue el recordatorio de lo inevitable. “Haré cualquier cosa para demostrarles cuánto lo siento”, exclamó Octavian, con un desesperado paso, que le llevó apenas dos pulgadas hacia delante. “ Te Pondrás junto a la del tumba del gato, vestido con una sábana blanca “ “Sí”, gritó Octavian. “con una vela en la mano” “Y diciendo soy una bestia repugnante” Octavian dijo que si a ambas sugerencias. “Durante mucho tiempo, mucho tiempo” “Durante media hora”, dijo Octavian. Esto último no era precisamente un grito de ansiedad, porque Octavian sabia del precedente de un rey alemán que hizo al aire libre penitencia por varios días y noches en época de Navidad vestido sólo con su camisa? Afortunadamente los niños no parecen haber leído la historia de Alemania, y media hora les pareció mucho tiempo. “Muy bien”, llegó la triple aceptación desde la azotea, y un momento después una pequeña escalera de mano le fue entregada, Octavian la apoyo contra el pequeño muro de la pocilga trepo sobre el rodeando el lodazal para colocar nuevamente la escalera en el lodo, deslizándose cuidadosamente a lo largo de sus peldaños, así pudo acortar la distancia que lo separaba de su hija, la visón era como el extracto de un naufragio. Después Octavian saco poco a poco a Olivia como un corcho que se reúsa a salir. Unos minutos más tarde estaba escuchando el testimonio de la niñera, que en sus experiencias previas, ante espectáculos mugrientos, se había desarrollado en escalas notablemente menores. Esa misma noche, cuando el crepúsculo se profundizaba en la oscuridad Octavian tomó posesión de su cargo como penitente bajo el roble solitario, después de haber cubierto cuidadosamente su cuerpo desnudo. Estaba vestido con una camisa de céfiro, que en esta ocasión bien merecía su nombre. En una mano tenia la vela encendida y en la otra un reloj, en el cual parecía haber transmigrado el alma de un fontanero difunto. Una caja de cerillas yacía a sus pies a la cual recurría en frecuentes ocasiones, cuando la vela sucumbía ante la brisa de la noche. La mansión se alzaba inescrutable en la mediana distancia, pero Octavian estaba seguro de que tres pares de ojos solemnes le contemplaban. Por lo que cumplió su penitencia gritando “soy una bestia repugnante” Ya a la mañana siguiente sus ojos se alegraron al encontrar una hoja de cuaderno, tirada junto al gran muro blanco, La hoja tenia escrito. YA NO BESTIA.

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