A los
veinticinco años yo era capitán de los guardias del rey de Nápoles. Llevábamos
una vida de camaradería y como jóvenes que éramos, nos dedicábamos a las
mujeres y al juego en la medida en que lo permitía nuestra bolsa, y
filosofábamos en los cuarteles cuando no nos quedaba otro recurso.
Una noche
después de habernos agotado en razonamientos de toda índole alrededor de un
pequeño frasco de vino de Chipre y algunas castañas secas, la conversación
recayó sobre la cábala y los cabalistas.
Uno de
nosotros pretendía que era una ciencia real y cuyas operaciones eran seguras;
cuatro de los más jóvenes sostenían que era un montón de absurdos, una fuente,
de picardías propias para engañar a las gentes crédulas y divertir a los niños.
El mayor de todos nosotros, flamenco de origen, fumaba una pipa con aire
distraído y no decía palabra. Su aspecto frío y su distracción me servían de
espectáculo a través de aqu el discordante guirigay que nos aturdía y me
impedía tomar parte en una charla demasiado desordenada como para que pudiese
interesarme.
Estábamos en
el cuarto del fumador; la noche avanzaba. La tertulia se disolvió y nos
quedamos solos nuestro hombre y yo.
Continuó
fumando flemáticamente; yo me quedé apoyado con los codos sobre la mesa, sin
decir nada. Finalmente, fue él quien rompió el silencio.
«Joven –me
dijo–, acabáis de oír mucho ruido. ¿Por qué os habéis mantenido al margen de la
barahúnda?
–Prefiero callarme
–le respondí– antes que aprobar o censurar algo que no conozco. Ni siquiera sé
lo que, quiere decir la palabra cábala.
–Tiene varios
significados –me dijo–, pero no se trata de ellos, sino de la cosa en sí.
¿Creéis que pueda existir una ciencia que enseñe a transformar los metales y a
reducir a los espíritus bajo vuestra obediencia?
–Nada conozco
de los espíritus, comenzando por el mío, salvo que estoy seguro de su
existencia. En cuanto a los metales, sé el valor de, un carlín en el juego, en
la posada y en otros lugares, y nada puedo afirmar ni negar acerca de la
esencia de unos y otros, de las modificaciones e impresiones de que son
susceptibles.
–Mi joven
amigo, mucho me complace vuestra ignorancia; es tan valiosa como la doctrina de
los demás: al menos no vivís en el error y, si bien no estáis instruido, sois
susceptible de estarlo. Vuestro natural, la franqueza de vuestro carácter, la
rectitud de vuestro espíritu, me agradan. Sé algo más que el común de los
mortales; juradme el mayor secreto empeñando vuestra palabra de honor, prometed
conduciros con prudencia y seréis mi discípulo.
–El
ofrecimiento que me hacéis, mi querido Soberano , me resulta muy agradable. La
curiosidad es mi pasión más fuerte. Os confesaré que, por naturaleza,me han
despertado poco interés los conocimientos ordinarios; siempre me han parecido
demasiado limitados, y he adivinado esa esfera elevada a la que queréis
ayudarme a subir. Pero, ¿cuál es la primera clave de la ciencia a que os
referís? Según lo que decían nuestros compañeros en la discusión, son los
propios espíritus quienes nos instruyen. ¿Es posible relacionarse con ellos?.
–Vos lo habéis
dicho, Alvaro: nada aprenderíamos por nosotros mismos. En cuanto a la
posibilidad de nuestras relaciones con ellos, voy a daros una prueba que no
admite réplica.»
Mientras decía
estas palabras, daba fin a su pipa. La golpea tres veces para hacer salir un
poco de ceniza que quedaba en el fondo, la coloca sobre la mesa, bastante cerca
de mí, y alza la voz, diciendo: «Calderón, ven a buscar mi pipa, enciéndemela y
tráemela de nuevo.»
Apenas
terminaba el mandato cuando vi desaparecer la pipa; y, antes de que hubiese
podido razonar sobre los medios, ni preguntar quién era ese Calderón encargado
de sus órdenes, la pipa encendida había regresado y mi interlocutor había
reemprendido su ocupación.
Continuó en
ella por algún tiempo, menos para saborear el tabaco que para disfrutar de la
sorpresa que me ocasionaba. Luego, levantándose, dijo: «Entro de guardia al
amanecer; debo descansar. Id a acostaros; sed prudente y volveremos a vernos.»
Me retiré
lleno de curiosidad y hambriento de las ideas nuevas que muy pronto colmarían
mi espíritu con la ayuda del Soberano. Lo vi al otro día, y los siguientes: no
tuve otra pasión; me convertí en su sombra.
Le hacía mil
preguntas; él eludía unas y respondía a otras con un tono de oráculo.
Finalmente, lo urgí sobre el asunto de la religión de sus iguales. «Es –me
respondió– la religión natural.»
Entramos en
algunos detalles. Sus decisiones cuadraban mejor con mis inclinaciones que con
mis principios, pero quería llegar a mi objetivo y no debía contrariarlo.
«Mandáis a los
espíritus –le decía–. Quiero, como vos, tener trato con ellos. Lo quiero. ¡Lo
quiero!
–Sois
impulsivo, compañero. Aún no habéis superado vuestro tiempo de prueba; no
habéis satisfecho ninguna de las condiciones bajo las cuales se puede abordar
sin temor esa sublime categoría.
–¿Y me falta
mucho tiempo?
–Quizá dos
años.
–Abandono este
proyecto –exclamé–. Moriría de impaciencia en el intervalo. Sois cruel,
Soberano. No podéis concebir la violencia del deseo que habéis creado en mí: me
quema...
–Joven, os
creía más prudente, me hacéis temblar, por vos y por mí. ¿Os expondríais acaso
a evocar a los espíritus sin ninguna de las preparaciones...?
–¿Y qué podría
sucederme?
–No digo que
necesariamente os suceda algo malo. Si tienen poder sobre nosotros es porque
nuestra
debilidad,
nuestra pusilanimidad, se lo otorga; en el fondo, hemos nacido para mandarlos.
–¡Ah! ¡Los
mandaré!
–Sí, tenéis un
corazón ardiente. Pero si perdéis la cabeza, si os asustan hasta el punto de
que...
–Si basta con
no temerlos, no les será fácil asustarme.
–¿Y si vierais
al Diablo?
–Le tiraría de
las orejas al gran Diablo del infierno.
–¡Bravo! Si
estáis tan seguro de vos, podéis arriesgaros, y os prometo mi asistencia. El
viernes próximo os invito a cenar con dos de los nuestros. Llevaremos a cabo la
aventura.»
II
Estábamos
todavía a martes: nunca cita galante fue esperada con tanta impaciencia.
El plazo se
cumple por fin; encuentro en casa de mi camarada a dos hombres de una fisonomía
poco obsequiosa: cenamos. La conversación gira en torno a cosas indiferentes.
Después de
cenar, proponen un paseo a pie hasta las ruinas de Portici. Nos ponemos en
marcha. Llegamos. Esos restos de los monumentos más augustos derrumbados,
rotos, dispersos, cubiertos de abrojos, despiertan en mi imaginación ideas que
no me eran usuales. «He aquí –me dije– el poder del tiempo sobre las obras del
orgullo y de la industria de los hombres.» Avanzamos entre las minas y,
finalmente, arribamos casi a tientas, a través de esos restos, a un lugar tan
oscuro que ninguna luz exterior podía penetrar en él.
Mi camarada me
llevaba del brazo; deja de caminar, y yo me detengo. Entonces, alguien de la
compañía golpea un pedernal y enciende, una vela. La estancia donde nos
encontrábamos se ilumina, aunque débilmente, y descubro que estamos bajo una
bóveda bastante bien conservada, de veinticinco pies cuadrados aproximadamente,
y con cuatro salidas.
Guardábamos el
más completo silencio. Mi camarada, con una caña que había utilizado como
bastón durante la marcha, traza un círculo alrededor suyo sobre la fina arena
que cubría el terreno, y sale de él después de haber dibujado en el suelo
algunos caracteres. «Entrad en este pentáculo, amigo mío –me dice–, y no
salgáis hasta haber recibido buenas señales.
–Explicaos
mejor: ¿tras qué señales debo salir?
–Cuando todo
se os haya sometido; pero antes de ello, si el miedo os hiciese dar un paso en
falso, podríais correr los mayores riesgos.»
Me da entonces
una fórmula de evocación corta, perentoria, mezclada con algunas palabras que
nunca olvidaré.
«Recitad –me
dice– este conjuro con firmeza y llamad a continuación claramente, por tres
veces, a Belcebú, y sobre todo no olvidéis lo que habéis prometido hacer.»
Recordé que me
había jactado de que le tiraría de las orejas. «Mantendré mi palabra –le digo,
esperando no verme desmentido por los hechos.
–Os deseamos
mucho éxito –me dice–. Cuando hayáis terminado, avisadnos. Estáis exactamente
enfrente de la puerta por la que debéis salir para reuniros con nosotros.» Se
retiran.
Ningún
fanfarrón se encontró nunca en crisis tan delicada. Estuve a punto de
llamarlos, pero eso me habría avergonzado demasiado; por otra parte,
significaba renunciar a todas mis esperanzas. Me mantuve firme en el lugar
donde estaba y reflexioné por un instante.
«Han querido
asustarme –me dije–. Quieren ver si soy pusilánime. Quienes me ponen a prueba
están a dos pasos de aquí, y después de la evocación debo esperar alguna
tentativa de su parte para aterrorizarme. Tengámonos firmes; volvamos la burla
contra los malos bromistas.»
La
deliberación fue bastante corta, aunque un poco turbada por el canto de los
búhos y los autillos que habitaban los alrededores e incluso el interior de la
caverna.
Algo
tranquilizado por estas reflexiones, me siento y relajo mis piernas. Luego,
pronuncio la evocación con voz clara y firme, y, aumentando el sonido, llamo
tres veces y a intervalos muy breves: «¡Belcebú!»
Un temblor
recorría todas mis venas y los cabellos se erizaban en mi cabeza.
Apenas hube
terminado, una ventana de dos batientes se abre frente a mí, en lo alto de la
bóveda: un torrente de luz más deslumbrante que la del día prorrumpe por esa
abertura; una cabeza de camello, horrible tanto por su tamaño como por su
forma, aparece en la ventana; tenía, sobre todo, unas orejas desmesuradas. El
odioso fantasma abre la boca y, con un tono acorde con el resto de la
aparición, me responde: «Che voi?»
Todas las
bóvedas, todas las cavernas de los alrededores resonaron a porfía con el
terrible Che vuoi?
No sabría
describir mi situación; no sabría decir quién sostuvo mi coraje y me impidió
caer desfallecido
ante la visión
de semejante cuadro, ante el ruido más espantoso aún que retumbaba en mis
oídos.
Un sudor frío
iba a disipar mis fuerzas: hice un supremo esfuerzo para recobrarlas.
El alma humana
debe ser muy vasta y tener un prodigioso mecanismo: una multitud de
sentimientos, ideas y reflexiones se agolpan en mi corazón, pasan a mi espíritu
y me impresionan al mismo tiempo.
E1 giro
anímico se produce: logro dominar el terror. Me encaro intrépidamente con el
espectro.
«¿Qué
pretendes, temerario, al mostrarte, bajo esa forma repelente?»
El fantasma
vacila por un momento.
«Vos me habéis
llamado –dice con un tono de voz más bajo.
–¿El esclavo
–le digo– intenta asustar a su amo? Si vienes a recibir mis órdenes, adopta una
forma conveniente y un tono sumiso.
–Amo –me dice
el fantasma–, ¿bajo qué forma debo presentarme para resultaros agradable?»
La primera
idea que, me vino a la cabeza fue la de un perro: «Ven –le dije– bajo el
aspecto de un perro de aguas.»
Apenas había
formulado esta orden cuando el espantoso camello alarga el cuello de dieciséis
pies de longitud, baja la cabeza hasta el centro de la sala y vomita un perro
de aguas blanco, de pelo sedoso, fino y brillante, con las orejas colgándole,
hasta el suelo.
La ventana se
ha vuelto a cerrar, cualquier otra visión ha desaparecido y no quedamos bajo la
bóveda, suficientemente iluminada, más que el perro y yo.
Giraba
alrededor del círculo moviendo la cola haciéndome fiestas.
–Amo –me
dice–, quisiera lameros la punta de los pies, pero el círculo temible que os
rodea me rechaza.»
Mi confianza
se había transformado en audacia: salgo del círculo, estiro el pie, el perro me
lo lame; hago un gesto para tirarle de las orejas, se tiende él sobre el lomo
como para pedirme perdón; vi entonces que se trataba de una hembra.
«Levántate –le
digo–, te perdono. Ves que he venido acompañado; los señores esperan a cierta
distancia de aquí; el paseo ha debido fatigarlos y quiero darles otra colación:
necesito frutas, conservas, helados, vinos de Grecia, ¿entiendes? Ilumina y
adorna la sala sin ostentación, pero con decoro. Hacia el final de la colación te
presentarás como un virtuoso de primera fila y traerás un arpa contigo; yo te
avisaré cuándo debes aparecer. Cuida de desempeñar bien tu papel, pon expresión
en tu canto, decencia, discreción en tu actitud...
–Obedeceré,
amo, pero ¿bajo qué condición?
–Bajo la de
obedecer, esclavo. Obedece sin réplica o...
–No me
conocéis, amo; me trataríais con menos rigor. La única condición que pondría
sería, quizá, templar vuestra cólera y complaceros.»
Apenas había
dicho el perro estas palabras cuando, girando sobre sus talones, veo mis
órdenes ejecutarse con más justeza que el cambio de un decorado en la Opera.
Las paredes de la bóveda, hasta entonces negras, húmedas y cubiertas de musgo,
adquirían un color suave, formas agradables; estábamos ahora en mi salón de mármol
jaspeado. La arquitectura presentaba una cintra sostenida por columnas. Ocho
candelabros de cristal, cada uno con tres velas, difundían una luz viva,
distribuida por igual.
III
Un momento
después, quedan listos la mesa y el ambigú, cargados con todos los elementos de
nuestro festín; las frutas y los dulces eran de la especie más rara, más
sabrosa y de más hermosa apariencia. La porcelana empleada en el servicio y en
el ambigú era del Japón. La perrita daba mil vueltas por la sala, haciéndome
mil carantoñas, como para acelerar el trabajo y preguntarme si estaba
satisfecho.
«Muy bien,
Biondetta –le dije–; ponte una librea y ve a decir a esos señores que están
cerca de aquí que los espero y que están servidos.»
Apenas había
vuelto la mirada cuando veo salir a un paje con mi librea pulcramente vestido,
llevando una antorcha encendida; poco después volvía, guiando a mi camarada el
flamenco y a sus dos amigos.
Preparados a
algo extraordinario por la llegada y los cumplidos del paje, no lo estaban al
cambio que se había producido en el lugar donde me habían dejado. Si no hubiese
tenido la cabeza ocupada, me habría divertido más aún con su sorpresa, que
estalló en sus gritos y se manifestó en la alteración de sus rasgos y en sus
actitudes.
«Señores –les
dije–, habéis hecho un largo camino por mi causa y aún os queda un buen trecho
para regresar a Nápoles. He pensado que este pequeño festín no os desagradaría
y que sabríais disculpar la escasa selección y la falta de abundancia, dado que
se trata de una improvisación.
Mi soltura los
desconcertó más aún que, el cambio del escenario y la vista de la elegante
colación a que se veían invitados. Me apercibí de ello y, resuelto a terminar
rápidamente una aventura de la que en mi interior desconfiaba, quise sacar todo
el partido posible, forzando incluso la alegría que forma el fondo de mi
carácter.
Los invité a
sentarse a la mesa; el paje acercó los asientos con una prontitud maravillosa.
Estábamos sentados; llené los vasos, repartí la fruta; mi boca era la única que
se abría para hablar y comer: los demás permanecían boquiabiertos; sin embargo,
los animé a probar las frutas, y mi confianza los decidió a ello. Bebo a la
salud de la cortesana más bonita de Nápoles; bebemos por ella. Hablo de una
nueva ópera, de una improvisatrice romana recientemente llegada y cuyo talento
da que hablar en la corte.
Insisto en los
talentos agradables, la música, la escultura y, de paso, obtengo su aprobación
sobre la belleza de algunos mármoles que adornan el salón. Una botella se vacía
y otra mejor la sustituye. El paje se multiplica y el servicio no languidece un
solo instante. Me fijo en él a hurtadillas: imaginaos al Amor vestido de paje;
mis compañeros de aventura, por su parte, lo miraban de reojo con una cara en
la que se pintaban la sorpresa, el placer y la inquietud. La monotonía de esta
situación me desagradó; vi que había llegado el momento de romperla.
«Biondetto
–dije al paje–, la signora Fiorentina me ha prometido concederme un instante;
mira a ver si ha llegado.» Biondetto sale de la pieza.
Mis huéspedes
no habían tenido aún el tiempo necesario para extrañarse ante la extravagancia
del mensaje, cuando se abre una puerta del salón y Fiorentina entra con su
arpa; llevaba un vestido modesto, un sombrero de viaje y un velo muy claro frente
a los ojos; coloca el arpa a su lado, saluda con soltura, con gracia: «Señor
don Alvaro –dice–, ignoraba que estuvieseis acompañado; no me habría presentado
vestida de esta guisa; los señores tengan a bien disculpar a una viajera.»
Se sienta, y a
porfía le ofrecemos los restos de nuestro pequeño festín, que ella prueba
complaciente.
«¡Cómo,
señora! –le digo–––, ¿no hacéis más que pasar por Nápoles? ¿No sería posible
haceros permanecer aquí?
–Un compromiso
previo me obliga, señor; tuvieron muchas atenciones conmigo en Venecia, en el
carnaval pasado me hicieron prometer que volvería, y he recibido incluso un
adelanto por mi actuación; de no ser así, no habría podido negarme a las
ventajas que me ofrece aquí la corte y a la esperanza de merecer los aplausos
de la nobleza napolitana, distinguida por su buen gusto por encima de toda la
del resto de Italia. »
Los dos
napolitanos se inclinan para responder al elogio, estupefactos ante la realidad
de la escena hasta el punto de frotarse los ojos. Invité a la virtuosa a
hacernos escuchar una muestra de su talento. Estaba resfriada, fatigada; temía,
con justicia, disminuir en nuestra opinión. Finalmente, se decidió a
interpretar un recitativo obligado y una arieta patética que clausuraban el
tercer acto de la ópera en que iba a debutar.
Toma su arpa,
preludia con una mano larga, bien torneada, a la vez blanca y púrpura, de dedos
insensiblemente redondeados en la punta y uñas de forma y gracia inconcebibles.
Estábamos sorprendidos; creíamos asistir al más delicioso de los conciertos. La
dama canta. No hay voz, ni alma, ni expresión como la suya: no se puede dar más
esforzándose menos. Yo estaba emocionado hasta el fondo de mi corazón, y olvidé
casi que era el creador del hechizo que me encantaba.
La cantante me
dirigía las tiernas expresiones de su recitado y de su canto. El fuego de sus
miradas, atravesaba el velo; tenía una intensidad y una dulzura inconcebibles;
esos ojos no me eran desconocidos. Finalmente, reuniendo los rasgos que el velo
me dejaba percibir, reconocí en Fiorentina al bribón de Biondetto: pero la
elegancia, los atractivos del talle se hacían notar mucho más bajo la
indumentaria de mujer que bajo el hábito de paje.
Cuando la
cantatriz hubo terminado de cantar, le dispensamos justas alabanzas. Quise comprometerla
a interpretarnos una arieta alegre para permitirnos admirar la diversidad de
sus talentos.
«No
–respondió–; mal podría ejecutarla en la disposición de ánimo en que me
encuentro; por lo demás, debéis haber advertido el esfuerzo que he hecho por
complaceros. Mi voz se resiente del viaje, está empañada. Ya sabéis que parto
esta noche. Me ha traído hasta aquí un cochero de alquiler y dependo de él; os
pido que aceptéis mis disculpas y me permitáis retirarme.» Dicho esto, se
levanta, quiere coger el arpa. Se lo impido y, después de haberla acompañado
hasta la puerta por donde había entrado, vuelvo junto a mis compañeros.
Tenía que
haber inspirado alegría, y veía temor en las miradas. Recurrí al vino de
Chipre; lo había encontrado delicioso; me había devuelto las fuerzas, la
presencia de espíritu; doblé la dosis. Como el tiempo pasaba, dije a mi paje
que había vuelto a ocupar su puesto detrás de mi asiento que hiciese preparar
mi carruaje. Biondetto sale inmediatamente, va a cumplir mis órdenes. «¿Tenéis
aquí carruaje?», me dice Soberano.
«Sí –le
respondo–––, me hice seguir e imaginé que, si vuestra partida se prolongaba, no
os opondríais a un regreso cómodo. Bebamos otra copa. No corremos el riesgo de
dar pasos en falso por el camino.»
No había
acabado la frase cuando el paje regresa, seguido de dos corpulentos lacayos,
soberbiamente vestidos con mi librea. «Señor don Alvaro –me dice Biondetto–, no
he podido acercar hasta aquí vuestro coche; está más allá, pero cerca de las
ruinas que rodean estos lugares.» Nos levantamos; Biondetto y los lacayos nos
preceden; nos ponemos en marcha.
Como no
podíamos caminar los cuatro en una misma línea entre basas y columnas rotas,
Soberano, que se encontraba a mi lado, me estrechó la mano. «Nos habéis dado un
buen festín, amigo; os costará caro.
–Amigo
–repliqué–, me satisface mucho que os haya gustado; cuésteme lo que deba
costarme.»
Llegamos al
carruaje: encontramos otros dos lacayos, un cochero, un postillón, un coche de
campo a mis ordenes con todas las comodidades deseables. Le hago los honores y,
velozmente, tomamos el camino de Nápoles.
IV
Durante algún
tiempo guardamos silencio. Finalmente, uno de los amigos de Soberano lo rompe.
«No os pido vuestro secreto, Alvaro, pero me consta que habéis tenido que
llegar a tratos singulares. Nadie fue servido nunca como vos y, en cuarenta
años de trabajo, no he obtenido ni la cuarta parte de los favores que os han
sido concedidos a vos en una sola noche. No hablo de la más celestial visión
que, pueda tenerse, cuando afligimos nuestros ojos más a menudo que los
alegramos. En fin, vos conocéis vuestros asuntos, sois joven: a vuestra edad se
desea demasiado para dar tiempo a la reflexión y se buscan con prisa los
placeres.»
Bernadillo,
tal era el nombre de este hombre, se escuchaba al hablar y me daba tiempo para
pensar en la respuesta.
«Ignoro –le
repliqué– por qué causa he podido ganarme favores distinguidos; auguro que,
serán muy cortos, y mi consuelo consistirá en haberlos compartido todos con
buenos amigos.» Vieron que mantenía mis reservas, y la conversación decayó.
Sin embargo,
el silencio trajo consigo la reflexión: recordé cuanto había hecho y visto;
comparé los discursos de Soberano y de Bernadillo, y concluí que acababa de
salir del peor paso en que una vana curiosidad y la temeridad hubiesen puesto
nunca a un hombre de mi clase. No carecía de instrucción; había sido educado
hasta los trece años bajo la mirada de don Bernardo Maravillas , mi padre,
gentilhombre sin tacha, y por doña Mencía, mi madre, la mujer más religiosa,
más respetable de toda Extremadura. «¡Ah, madre mía! –me decía yo–, ¿qué
pensaríais de vuestro hijo si lo hubieseis visto, si lo vieseis todavía? Pero
esto no durará, me lo prometo.»
Entre tanto,
el carruaje llegaba a Nápoles. Dejé en sus respectivas casas a los amigos de
Soberano. El y yo regresamos a nuestro acuartelamiento. El brillo del coche
deslumbró no poco a la guardia, a la que pasamos revista, pero las gracias de
Biondetto, que ocupaba la parte delantera de la carroza, impresionaron aún más
a los espectadores.
El paje
despide el carruaje y a la servidumbre, toma una antorcha de mano de los
lacayos y atraviesa los cuarteles para llevarme a mis habitaciones. Mi ayuda de
cámara, aún más sorprendido que los otros, quería hablar para pedirme explicaciones
acerca de mi nuevo tren de vida. «Basta por hoy, Carlo –le dije, entrando en mi
cuarto–, no te necesito. Ve a descansar, te hablaré mañana.»
Estamos solos
en mi alcoba, y Biondetto ha cerrado la puerta tras de nosotros; mi situación
era menos embarazosa en medio de la compañía que acababa de abandonar y del
tumultuoso lugar que acababa de atravesar. Con ánimo de terminar la aventura,
me concentré por un instante. Dirijo la mirada al paje, que mantiene, la suya
fija en el suelo; un rubor le asoma sensiblemente por el rostro: su actitud
revela embarazo Y mucha emoción; finalmente tomo la iniciativa de hablarle.
«Biondetto, me
has servido bien, y lo has hecho poniendo tu mejor voluntad en ello; pero, como
te había pagado por adelantado, imagino que estamos en paz.
–Don Alvaro es
demasiado noble como para creer que ha podido pagar ese precio. –Si has hecho
más de lo que me debías, si estoy, en deuda contigo, dame tu cuenta; pero no
respondo de pagarte inmediatamente: he gastado ya mi último sueldo, debo en el
juego, en la posada, al sastre...
–Vuestras
bromas están fuera de lugar.
–Si dejo de
hablar en broma, será para rogarte que te retires, pues es tarde y debo
acostarme.
–¿Y tendríais
la descortesía de echarme a la hora que es? No esperaba semejante trato de
parte de un caballero español. Vuestros amigos saben que he venido aquí;
vuestros soldados, vuestros hombres me han visto y han adivinado mi sexo. Si yo
fuese una vil cortesana, no dejaríais de tener alguna consideración hacia el
decoro de mi estado; pero vuestro proceder conmigo es infamante, ignominioso:
cualquier mujer en mi situación se sentiría humillada.
–¿Así que
ahora te gusta ser mujer para ser objeto de atenciones? Pues bien, para evitar
el escándalo de tu partida, ten contigo misma la deferencia de salir por el
agujero de la cerradura.
–¡Cómo! En
serio, sin saber quién soy..........
–¿Puedo,
acaso, ignorarlo?
–Lo ignoráis,
os digo, no escucháis más que vuestras prevenciones; pero, quienquiera que sea,
estoy a vuestros pies, con las lágrimas en los ojos, implorándoos a título de
deudor. Una imprudencia mayor que la vuestra, excusable quizá, puesto que vos
sois su objeto, me ha hecho hoy desafiarlo todo, sacrificarlo todo para
obedeceros, entregarme a vos y seguiros. He levantado contra mí las pasiones
más crueles, más implacables; no me queda más protección que la vuestra, más
asilo que vuestra alcoba. ¿Vais a cerrarme vuestra puerta, Alvaro? ¿Se dirá,
acaso, que un caballero español haya tratado con tal rigor, con semejante
indignidad a alguien que ha sacrificado por él un alma sensible, a un ser
débil, desprovisto de cualquier otra ayuda que no sea la suya, en una palabra,
a una persona de mi sexo?»
Retrocedía yo
tanto corno me era posible, para salir de aquella embarazosa situación; pero
ella se abrazaba a mis rodillas y me seguía, moviendo las suyas; finalmente,
quedé pegado contra la pared. «Levántate –le dije–; sin pensarlo, acabas de
recordarme un juramento. Cuando mi madre me dio mi primera espada, me hizo
jurar sobre su guarda que serviría toda mi vida a las mujeres y que no
ofendería a ninguna. Cuando pienso en qué ha parado hoy aquel juramento...
–Pues bien,
cruel, a cualquier título que sea, permitid que me quede en vuestra alcoba.
–Lo acepto por
lo raro del caso y para llevar al colmo lo insólito de mi aventura.
Arréglatelas de manera que ni te vea ni te oiga; a la primera palabra, al
primer movimiento capaces de inquietarme, aumento el sonido de mi voz para
preguntarte a mi vez: Che vuoi?»
Le doy la
espalda y me acerco a la cama para desvestirme. «¿Puedo ayudaros?», me dice.
«No, soy militar y me sirvo a mí mismo.» Me acuesto.
V
A través de la
gasa de mi cortina, veo cómo el supuesto paje extiende en un rincón de mi
dormitorio una estera usada que ha encontrado en un armario, se sienta encima,
se desviste por completo, se envuelve en una de mis mantas, que estaba sobre
una silla, apaga la luz, y la escena termina allí por el momento; pero pronto
volvió a empezar en mi cama, donde yo no podía conciliar el sueño.
Parecía como
si el retrato del paje estuviese pegado al techo de la cama y a las cuatro
columnas; no veía otra cosa. Me esforzaba en vano por vincular ese objeto
maravilloso con la idea del horrible fantasma que había visto; la primera
aparición servía para realzar los encantos de la última.
Aquel canto
melodioso que había oído bajo la bóveda, aquel sonido encantador de voz,
aquellas palabras que parecían surgir del corazón retumbaban aún en el mío y
producían en él un estremecimiento singular.«¡Ah, Biondetta –me decía a mí
mismo–, si no fueses un ser fantástico, si no fueses aquel espantoso
dromedario! Pero ¿por qué impulso me dejé llevar? He vencido el miedo;
extirpemos un sentimiento más peligroso. ¿Qué ternura puedo esperar de ella?
¿Renunciaría,
acaso, a su origen? El fuego de sus miradas tan conmovedoras, tan dulces, es un
cruel veneno. Esa boca tan bien formada, tan coloreada, tan fresca y en
apariencia tan ingenua no se abre más que para engaños e imposturas. Ese
corazón, si lo fuese, no se encendería sino para una traición.» Mientras me
abandonaba a las reflexiones ocasionadas por los diversos impulsos que me
agitaban, la luna, llegada a lo alto del hemisferio y en un cielo sin nubes,
flechaba mi alcoba con sus rayos a través de tres grandes ventanas.
Yo hacía
movimientos prodigiosos en mi cama, que no era nueva: la madera se separa, y
las tres tablas que sostenían mi colchón se desploman estrepitosamente.
Biondetta se
levanta, corre hacia mí, aterrorizada. «Don Alvaro, ¿qué desgracia acaba de
sucederos?»
Como no la
perdía de vista, a pesar de mi accidente, la vi levantarse, acudir a mi lado;
llevaba una camisa de paje y, al pasar, la luz de la luna iluminó sus muslos,
que, aún parecieron más hermosos con el reflejo. Muy poco afectado por el mal
estado de mi cama, que, sólo me exponía a dormir con un poco más de
incomodidad, me afectó mucho más el encontrarme entre los brazos de Biondetta.
«No me ha
sucedido nada –le dije–, retírate. Corres por las baldosas sin zapatillas, vas
a resfriarte; retírate...
–Pero estáis
en una posición incómoda.
–Sí, en la que
tú ahora me colocas; retírate o, puesto que quieres acostarte en mi cama y a mi
lado, te ordenaré ir a dormir a la tela de araña que hay en ese rincón de mi
dormitorio.» No esperó al final de la amenaza y se fue a acostar sobre su
estera, sollozando muy quedo.
La noche se
acaba y la fatiga se apodera de mí, proporcionándome algunos momentos de sueño.
Cuando me desperté, ya era de día. Adivinad la dirección que tomaron mis
primeras miradas: busqué a mi paje con los ojos.
Estaba sentado,
completamente vestido a excepción de su jubón, en un pequeño taburete; sus
cabellos caían sueltos hasta el suelo, cubriéndole de bucles flotantes y
naturales la espalda y los hombros, e incluso toda la cara.
No sabiendo
qué hacer, se desenredaba la cabellera con los dedos. Jamás peine de un marfil
tan hermoso paseó por floresta tan tupida de cabellos color rubio ceniza; su
fineza igualaba todas sus otras perfecciones. Un pequeño movimiento que hice le
anunció mi despertar, y entonces separó con sus dedos los bucles que le
ocultaban la cara.
Imaginaos la
aurora primaveral surgiendo de entre los vapores de la mañana con su rocío, su
frescor y todos sus perfumes.
«Biondetta –le
digo–, coge un peine; hay uno en el cajón de ese escritorio.» Obedece. Muy pronto,
con ayuda de una cinta, su pelo queda atado sobre la cabeza con tanta habilidad
como elegancia. Coge su jubón, remata su aderezo y se sienta sobre su asiento
con un aspecto, tímido, apurado, inquieto, que inspiraba una viva compasión. Si
es preciso –me dije a mí mismo– que vea a lo largo del día mil escenas a cuál
más picante, seguramente no resistiré; provoquemos el desenlace, si es posible.
Le dirijo la
palabra:
«Ya es de día,
Biondetta. Hemos cumplido con las debidas conveniencias; puedes salir de la
alcoba sin temor al ridículo.
–Estoy ahora
–me responde– por encima de ese temor; pero vuestros intereses y los míos me
inspiran otro mucho más fundado: no permiten que nos separemos.
–Explícate –le
digo.
–Voy a
hacerlo, Alvaro. Vuestra juventud, vuestra imprudencia, os cierran los ojos
ante los peligros que hemos congregado en torno nuestro. Apenas os vi bajo la
bóveda, cuando aquella actitud heroica frente a la más horrible aparición
decidió mis inclinaciones. Si para lograr la felicidad, me dije a mí misma,
debo unirme a un mortal, tomemos un cuerpo: ha llegado la hora. Este es el
héroe digno de mí. Indígnense los despreciables rivales que por él sacrifico;
véame yo expuesta a su resentimiento, a su venganza; ¿qué me importa? Amada por
Alvaro, unida a Alvaro, ellos y la naturaleza se nos someterán. Lo que siguió
vos lo habéis visto; éstas son las consecuencias. La envidia, los celos, el
desprecio, la cólera me preparan los castigos más crueles a que pueda verse
sometido un ser de mi especie, degradado por propia elección; tan sólo vos
podéis protegerme. Apenas ha amanecido y ya los delatores se han puesto en
camino para denunciaros como nigromante a ese tribunal que vos conocéis. Dentro
de una hora...
–Detente
–exclamé–; poniéndome, los puños cerrados en los ojos, eres el más hábil, el
más insigne de los falsarios. Hablas de amor, presentas su imagen, envenenas su
idea; te prohíbo decir una palabra más. Deja que me calme lo suficiente, si soy
capaz para poder tomar una resolución. Si debo caer en manos del tribunal, no
vacilo por el momento entre tú y él; pero si me ayudas a largarme de aquí, ¿a
qué me comprometeré con ello? ¿Puedo separarme de ti cuando quiera? Te conmino
a que me respondas con claridad y precisión.
–Para
separaros de mí, Alvaro, bastará con un acto de vuestra voluntad. Lamento,
incluso, que mi sumisión sea forzada. Si más tarde no agradecéis mi celo,
seréis imprudente, ingrato...
–Nada creo,
salvo que debo partir. Voy a despertar a mi ayuda de cámara. Tengo que
conseguir dinero, ir a la posta. Me dirigiré a Venecia a ver a Bentinelli,
banquero de mi madre.
–¿Necesitáis
dinero? Afortunadamente, he tomado mis precauciones; tengo a vuestra
disposición...
–Guárdatelo.
Si fueses una mujer, al aceptarlo cometería una bajeza.
–No es mi
regalo, sino un préstamo, lo que os propongo. Dadme un poder para actuar ante
vuestro banquero; haced un balance de lo que debéis aquí. Dejad sobre vuestro
escritorio una orden a Carlo para que pague. Disculpaos por carta a vuestro
comandante, alegando un compromiso ineludible que os obliga a partir sin
licencia previa. Iré a la posta, a buscaros un carruaje y caballos. Pero antes,
Alvaro, obligada a separarme de vos, vuelvo a caer en todos mis temores. Decid:
Espíritu que no te has unido a un cuerpo más que para mí, y sólo para mí,
acepto tu vasallaje y te otorgo mi protección.»
Mientras me
indicaba esta fórmula, se había arrojado a mis rodillas, me tenía cogida la
mano, me la apretaba, me la mojaba con sus lágrimas.
Yo estaba
fuera de mí, no sabiendo qué partido adoptar; le dejo que me bese la mano y
balbuceo las palabras que le parecían tan importantes. Apenas he terminado,
vuelve a ponerse en pie: «Soy vuestra –exclama arrebatada–; podré llegar a ser
la más feliz de todas las criaturas.»
En un momento,
se cubre con una larga capa, se cala un gran sombrero sobre los ojos y sale de
mi habitación.
Quedé sumido
en una especie de estupidez.
Encuentro un
balance de mis deudas; pongo al pie la orden a Carlo para que las pague; cuento
el dinero necesario; escribo al comandante y a uno de mis amigos más íntimos
sendas cartas, que debieron encontrar particularmente extraordinarias. Ya el
coche y el látigo del postillón se hacían oír en la puerta.
Biondetta, con
la nariz siempre hundida en su capa, regresa y me lleva consigo. Carlo,
despertado por el ruido aparece en camisa. «Vete –le digo– a mi escritorio;
encontrarás allí mis ordenes.» Subo al carruaje. Parto.
VI
Biondetta
había entrado conmigo en el carruaje, instalándose en la parte delantera.
Cuando salimos de la ciudad, se quitó el sombrero que la ocultaba. Tenía los
cabellos recogidos en una redecilla carmesí; no se les veía más que la punta:
eran perlas dentro de un coral. Su rostro, despojado de todo adorno, brillaba
sólo con sus perfecciones. Había como una transparencia en el color de su cara;
no podía concebirse cómo la dulzura, el candor, la ingenuidad podían unirse al
rasgo de fineza que brillaba en sus miradas. Me sorprendí haciendo, a pesar
mío, estas observaciones y, juzgándolas peligrosas para mi descanso, cerré los
ojos para tratar de dormir.
Mi intento no
fue vano: el sueño se apoderó de mis sentidos y me ofreció las ensoñaciones más
agradables, las más apropiadas para distraer a mi alma de las ideas espantosas
y extravagantes que tanto la habían fatigado. Mi sueño fue, por lo demás, muy
largo, y mi madre, reflexionando más tarde sobre mis aventuras, llegó a la
conclusión de que semejante sopor no había sido natural. Finalmente, cuando me
desperté, estaba a orillas del canal en el que se embarca para dirigirse a
Venecia. Era noche cerrada. Sentí que alguien me tiraba de la manga: era un
mozo de cuadra; quería encargarse de mis bultos. No tenía ni siquiera un gorro
de dormir.
Biondetta, se
presentó por otra portezuela para decirme que el barco que me llevaría estaba
listo. Desciendo maquinalmente, entro en la falúa y vuelvo a caer en mi
letargo.
¿Qué diré? Al
día siguiente por la mañana me encontraba alojado en la plaza de San Marcos, en
las habitaciones más hermosas de la mejor posada de Venecia. Las conocía; las
reconocí inmediatamente. Veo ropa blanca, una bata bastante rica junto a la
cama. Sospeché que podía ser una atención del huésped a cuya casa había llegado
desprovisto de todo.
Me levanto y
miro si soy el único ser vivo que había en el cuarto; buscaba a Biondetta.
Avergonzado de ese primer impulso, di gracias a mi buena suerte. «Ese espíritu
y yo no somos, pues, inseparables; me, he librado de él y, después de mi
imprudencia, si no pierdo más que mi empleo, en la guardia, debo considerarme
muy feliz. Valor, Alvaro –continué––; hay otras cortes, otros soberanos además
del de Nápoles. Esto debe corregirte, si es que no eres incorregible, y así te
portarás mejor. Si tus servicios son rechazados, una madre tierna, Extremadura
y un patrimonio honesto te tienden los brazos. Pero, ¿qué querría de ti ese
diablillo que no te ha abandonado en veinticuatro horas? ¡Había tomado una
apariencia muy seductora! Me dio dinero, quiero devolvérselo...» No había
terminado de hablar cuando veo llegar a mi acreedor; me traía dos criados y dos
gondoleros.
«Debéis ser
servido hasta que llegue Carlo –dice– Me han respondido en la posada de la
inteligencia y fidelidad de éstos, y estos otros son los más audaces patrones
de la república.
–Me doy por
satisfecho con tu elección, Biondetta –le digo– ¿Estás alojado aquí?
–He tomado –me
responde el paje con los ojos bajos–, en las propias habitaciones de Vuestra
Excelencia, la pieza más alejada de la que ocupáis, a fin de causaros la menor
molestia posible.»
Encontré tacto
y delicadeza en esa atención de poner espacio entre ella y yo. Se lo agradecí
por añadidura.
«En el peor de
los casos –me decía a mí mismo– no podría expulsarla del aire, si decidiese
quedarse allí, invisible, para obsesionarme. Al estar en un cuarto concreto,
podré, calcular mi distancia.» Contento, con mis razonamientos, di ligeramente
mi aprobación a todo.
Quería salir
para ir a ver al corresponsal de mi madre. Biondetta dio las órdenes oportunas
para mi aseo y, cuando hubo terminado, me dirigí adonde tenía intención de ir.
El negociante
me brindó una acogida que me sorprendió. Estaba en su banco; de lejos me
acaricia con la mirada, viene hacia mí.
«Don Alvaro
–me dice– no os creía aquí. Llegáis muy a propósito para impedir que cometa un
error; iba a enviaros dos cartas y dinero.
–¿El de mi
pensión? –respondí.
–Sí –replicó–,
y algo más. Aquí tenéis doscientos cequíes que llegaron esta mañana. Un viejo
gentilhombre a quien entregué el recibo me los dio de parte de doña Mencia. Al
no recibir noticias vuestras, os creyó enfermo y encargó a un español conocido
vuestro que me los diese para hacéroslos llegar.
–¿Os ha dicho
su nombre?
Lo escribí en
el recibo; es don Miguel Pimientos , quien dice haber sido escudero en vuestra
casa. Como ignoraba vuestra llegada aquí, no le pregunté su dirección.
Cogí el
dinero. Abrí las cartas: mi madre se quejaba de su salud y de mi negligencia, y
ni siquiera hablaba de los cequíes que enviaba, lo que me hizo aún más sensible
a sus bondades.
Viéndome con
la bolsa repleta, regresé alegremente a la posada; me costó trabajo encontrar a
Biondetta en la especie de habitáculo en que se había refugiado. Se llegaba a
él por un pasadizo que estaba lejos de mi puerta; me aventuré al azar por allí
y la vi inclinada junto a una ventana, muy ocupada en reunir y pegar los restos
de un clavicordio.
«Tengo dinero
–le dije– y te traigo lo que me has prestado.» Enrojeció, como siempre le
ocurría antes de hablar; buscó mi obligación, me la entregó, tomó la suma y se
limitó a decirme que era demasiado exacto y que hubiese deseado gozar durante
mas tiempo del placer de tenerme obligado.
«Pero aún
estoy en deuda contigo –le dije–, puesto que has pagado las postas.» Tenía el
recibo sobre la mesa. Lo pagué. Me retiraba con aparente sangre fría; me
preguntó cuáles eran mis órdenes, no tenía ninguna que darle y volvió
tranquilamente a su tarea, dándome la espalda. La observé durante algún tiempo;
parecía muy ocupada y ponía en su trabajo tanta destreza como actividad.
Regresé a mi
cuarto, a soñar. «Este es –me decía– el igual de aquel Calderón que encendía la
pipa de Soberano, y, aunque tenga un aspecto muy distinguido, no es de mejor
casa. Si no se vuelve exigente ni incómodo, si no tiene pretensiones, ¿por qué
no guardarlo? Por otra parte, me asegura que para despedirlo basta con un acto
de mi voluntad. ¿Por qué apresurarme a querer en seguida lo que puedo querer en
todos los instantes del día?» Mis reflexiones se vieron interrumpidas por el
anuncio de que estaba servido.
Me senté a la
mesa. Biandetta, con librea de gala, estaba detrás de mi asiento, atenta a
prevenir mis necesidades. No tenía que darme la vuelta para verla: tres espejos
dispuestos en el salón repetían todos sus movimientos. Terminada la cena,
quitan la mesa; ella se retira.
Sube a mis
habitaciones el posadero, a quien conocía de antes. Estábamos en carnaval; mi
llegada no tenía nada de sorprendente. Me felicitó por el aumento de mi tren de
vida, que suponía mi mejor estado de mi fortuna, y se deshizo en alabanzas de
mi paje, el joven más guapo, más cariñoso, más inteligente, más dulce que había
visto en su vida. Me preguntó si pensaba tomar parte en los placeres del
carnaval; ésa era mi intención. Me disfracé y subí a bordo de mi góndola.
Recorrí la
plaza; fui al espectáculo, al ridotto. Jugué, gané cuarenta cequíes y regrese
bastante tarde, luego de haber buscado disipación en todos los lugares
apropiados al caso.
Mi paje, con
una antorcha en la mano, me recibe al pie de la escalera, me entrega a los
cuidados de un ayuda de cámara y se retira, después de haberme preguntado a qué
hora ordenaba que entrasen en mi alcoba. «A la hora de siempre», respondí sin
saber lo que decía, sin pensar que nadie, estaba al corriente de mis
costumbres.
Me desperté
tarde al día siguiente y me levante en seguida. Dirigí por azar los ojos hacia
las cartas de mi madre, que aún permanecían sobre la mesa. «¡Digna mujer!
–exclamé– ¿qué hago yo aquí? ¿Es que no voy a colocarme, bajo la protección de
vuestros sabios consejos? Iré, ¡ah!, iré, es la única decisión que puedo
tomar.»
Como hablaba
alto, se dio cuenta de que me había despertado; entró en mi cuarto y volví a
ver el escollo de mi razón. Tenía un aspecto desinteresado, modesto, sumiso,
pareciéndome por ello más peligroso. Me anunciaba la llegada de un sastre y
telas. Hechas las compras, desapareció con él hasta la hora del almuerzo.
Comí poco y
corrí a precipitarme a través del torbellino de diversiones de la ciudad.
Busqué las máscaras; escuché, hice frías bromas y rematé la noche en la ópera
y, sobre todo, en el juego, hasta entonces mi pasión favorita. Gané mucho más
en esta segunda sesión que en la primera.
VII
Pasé diez días
en la misma situación de corazón y espíritu y, poco más o menos, en
disipaciones similares. Encontré antiguos conocidos, hice algunos nuevos. Fui
presentado en las tertulias más distinguidas, admitido en las partidas de los
nobles en sus casinos.
Todo habría
ido bien si mi fortuna en el juego no hubiese desaparecido; pero perdí en el
ridotto, en una noche, mil trescientos cequíes que había acumulado. Nadie jugó
nunca con tan mala suerte. A las tres de la mañana me retiré desplumado,
debiendo cien cequíes a unos conocidos. Mi pesadumbre estaba escrita en mis
miradas y en toda mi apariencia exterior. Biondetta me pareció afectada, pero
no abrió la boca.
Al día siguiente
me levanté tarde. Me paseaba a largas zancadas por mi cuarto, golpeando con los
pies. Me sirven, no como. Retirado el servicio, Biondetta se queda, contra su
costumbre. Me mira un instante, deja escapar algunas lágrimas: «Habéis perdido
dinero, don Alvaro; quizá más del que podéis pagar.
–Y si así
fuera, ¿dónde encontraría el remedio?
–Me ofendéis;
mis servicios aún os pertenecen al mismo precio; pero no irían lejos si se
limitasen a haceros contraer conmigo obligaciones que os creeríais en la necesidad
de satisfacer inmediatamente. Permitid que tome asiento; estoy tan emocionada
que no podría sostenerme de pie; además, tengo cosas importantes que, deciros.
¿Queréis arruinaros?... ¿Por qué jugáis con ese furor si no sabéis jugar?
–¿No conoce
todo el mundo los juegos de azar? ¿Podría enseñármelos alguien?
–Sí. Prudencia
aparte, pueden enseñarse los juegos de probabilidad que vos llamáis
impropiamente juegos de azar. No existe el azar en el mundo; en él todo ha sido
y será siempre, una serie de combinaciones necesarias que sólo pueden ser
entendidas a través de la ciencia de los números, cuyos principios son al mismo
tiempo tan abstractos y tan profundos que no pueden ser aprendidos si no se es
guiado por un maestro; pero es preciso haber sabido proporcionárselo y unirse a
él. No puedo describiros este conocimiento sublime, más que por una imagen. El
encadenamiento de los números forma la cadencia del universo, regala los
llamados sucesos fortuitos y supuestamente determinados obligándolos mediante
balancines invisibles a caer cada uno a su vez, desde lo que de importante
ocurre en las esferas alejadas hasta las miserables pequeñas probabilidades que
hoy os han despojado de vuestro dinero.
Esta perorata
científica en una boca infantil, esta propuesta un poco brusca de ofrecerme un
maestro, me ocasionaron un ligero temblor, un poco de aquel sudor frío que se
había apoderado de mí bajo la bóveda de Portici. Miro a Biondetta, que bajaba
la vista. «No quiero ningún maestro –le digo–; me da miedo aprender demasiado;
pero trata de demostrarme que un gentilhombre puede saber un poco más que el
juego y utilizarlo sin comprometer su carácter. Aceptó el reto y éste, es, en
sustancia, el resumen de su demostración.
«La banca está
combinada sobre la base de una ganancia exorbitante que se renueva en cada
lance del juego; si no corriese riesgos, la república estaría robando de modo
manifiesto a los particulares. Pero los cálculos que podemos hacer son
supuestos, y la banca gana siempre, teniendo enfrente a una persona instruida
por cada diez mil incautos.»
La convicción
fue llevada más lejos. Me enseñó una sola combinación, muy simple en
apariencia: no adiviné los principios en que se fundaba, pero esa misma noche
el éxito me hizo conocer su infalibilidad.
En una
palabra: siguiéndola, recuperé todo lo que había perdido, pague mis deudas de
juego y devolví, al regresar, el dinero que Biondetta me había prestado para
intentar la aventura.
Tenía fondos,
pero me encontraba más molesto que nunca. Mis recelos acerca de las intenciones
del peligroso ser cuyos servicios había aceptado se habían renovado. Ya no
sabia a ciencia cierta si podría alejarlo de mí; en todo caso, no tenía fuerzas
para desearlo. Desviaba los ojos para no ver dónde estaba y lo veía en todos
los lugares donde no estaba.
El juego dejó
de ofrecerme una disipación atractiva. El faraón, que me gustaba
apasionadamente, al no estar sazonado por el riesgo, había perdido todo lo que
de picante tenía para mí. Las mascaradas del carnaval me aburrían; los
espectáculos me parecían insípidos. Aunque hubiera tenido el corazón lo
suficientemente libre como para desear establecer relaciones con mujeres de
alto linaje, me hallaba desanimado de antemano por la languidez, el ceremonial
y la obligación del chichisbeo. Me quedaba el recurso de los casinos de los
nobles, donde ya no quería jugar, y el trato con las cortesanas.
Entre las
mujeres de esta última especie, había algunas más distinguidas por la elegancia
de su fasto y la jovialidad de su compañía que por sus atractivos personales.
Encontraba en sus casas una libertad real de la que me gustaba gozar, una
alegría ruidosa que podía aturdirme si no llegaba a agradarme, un abuso
continuo de la razón que me libraba por algunos momentos de las trabas de la
mía. Me mostraba galante con todas las mujeres de este género en cuyas casas
era admitido, sin abrigar proyectos respecto a ninguna; pero la más célebre de
ellas tenía planes respecto a mi persona que pronto se manifestaron.
La llamaban
Olimpia. Tenia veintiséis años, mucha belleza, talento y gracia. Pronto me dejó
percibir el gusto que sentía por mí y, sin sentirlo yo por ella, me puse en sus
manos para liberarme en cierto modo de mí mismo.
Nuestra
relación comenzó bruscamente y, como no hallaba en ella muchos encantos, juzgué
que terminaría de la misma manera y que Olimpia, aburrida de mis desatenciones
para con ella, buscaría pronto un amante que le hiciese mayor justicia, tanto
más cuanto que nuestro vínculo se basaba en la pasión más desinteresada; pero
muy otra fue la decisión de nuestro planeta. Para castigar a esta mujer
soberbia e impulsiva, y para sumirme en problemas de otra índole, era necesario
que ella concibiese un amor desenfrenado hacia mi persona.
Ya no era
dueño de regresar por la noche a mi posada y me agobiaban durante el día sus
billetes, mensajes y vigilantes.
Se quejaba de
mi frialdad. Sus celos, que aún no habían encontrado un objeto preciso, se
volcaban en todas las mujeres que podían atraer mis miradas, y me habría
exigido incluso descortesías hacia ellas si hubiese podido hacer mella en mi
carácter. Me disgustaba aquel tormento perpetuo, pero había que vivir en él. De
buena fe buscaba amar a Olimpia por amar algo y distraerme del gusto peligroso
que me conocía. Entre tanto, una escena más viva aún se preparaba.
En mi posada
me veía sometido a secreta vigilancia por órdenes de la cortesana.
«¿Desde cuándo
–me dijo un día– tienes a ese hermoso paje que tanto te interesa, a quien
dispensas tantas atenciones y a quien no dejas de seguir con los ojos cuando su
servicio lo llama a tus habitaciones? ¿Por qué le haces observar tan austero
retiro? No se le ve nunca por Venecia.
–Mi paje
–respondí– es un joven bien nacido de cuya educación me he hecho cargo. Es...
–Es, traidor
–replicó ella con los ojos inflamados de ira, ¡es una mujer! Uno de mis espías
lo ha visto mientras se aseaba por el agujero de la cerradura
–Te doy mi
palabra de honor de que no es una mujer.
–No añadas la
mentira a la traición. Esa mujer lloraba, la han visto; no es feliz. No sabes
más que atormentar los corazones que se te entregan. Has abusado de ella, como
abusas de mí, y la abandonas Devuelve a sus padres a esa joven; y si tus
prodigalidades no te permiten hacerle justicia, la obtendrá de mi parte. Le
debes un destino: yo se lo daré; pero quiero que desaparezca mañana.
–Olimpia
–repliqué lo más fríamente posible–, te he jurado, te lo repito y te juro otra
vez que no es una mujer. Ojalá lo fuera.
–¿Qué quieren
decir esas mentiras y ese "ojalá lo fuera”, monstruo? Devuélvela, te digo,
o... Pero tengo otros recursos; te desenmascararé y ella sí se avendrá a
razones, si tú no eres capaz de hacerlo.»
Superado por
tal torrente de injurias y de amenazas, pero simulando no estar afectado, me
retiré a mi casa, aunque ya era tarde. Mi llegada pareció sorprender a mis
criados y, sobre todo, a Biondetta: mostró cierta inquietud por mi salud:
respondí que no estaba alterada en absoluto.
No le hablaba
casi nunca desde mi relación con Olimpia y no había habido ningún cambio en su
conducta para conmigo, pero sí en sus rasgos: había en el tono general de su
fisonomía un matiz de abatimiento y de melancolía.
Al día
siguiente, apenas me había despertado cuando Biondetta entra en mi alcoba con
una carta abierta en la mano. Me la entrega y leo.
AL SUPUESTO
BIONDETTO
No sé quién
sois, señora, ni qué podéis hacer en casa de don Alvaro; pero sois demasiado
joven como para que no se os pueda perdonar y estáis en demasiado malas manos
para no despertar la compasión. Ese caballero os habrá prometido lo que promete
a todo el mando, lo que aún mejora todos los días, aunque decidido a
traicionamos. Se dice que sois tan juiciosa como bella; seréis capaz de recibir
un buen consejo. Estáis en edad, señora, de reparar el perjuicio que podéis
haberos hecho; un alma sensible os ofrece los medios para ello. No vamos a
discutir acerca de la fuerza del sacrificio que debe hacerse para asegurar
vuestro descanso; debe ser proporcional a vuestro estado, a las perspectivas
que os han hecho abandonar, a las que podéis tener para el futuro y, en
consecuencia, vos misma lo arreglaréis todo. Si persistís en querer ser
engañada e infeliz r en hacer que otras lo sean, esperad de mí la mayor
violencia que la desesperación puede sugerir a una rival. Aguardo vuestra
respuesta.
Después de
haber leído esta carta, se la devolví a Biondetta. «Responde –le dije– a esa
mujer que está loca y que tú sabes mejor que yo hasta qué punto...
–¿La conocéis,
don Alvaro? ¿No teméis nada de ella?
–Temo que me
siga aburriendo. Por lo tanto, la dejo y, para librarme de ella con mayor
seguridad, voy a alquilar esta misma mañana una bonita casa que me ofrecieron a
orillas del Brenta.» Me vestí inmediatamente y fui a concluir la transacción.
De camino pensaba en las amenazas de Olimpia. «¡Pobre loca! –me decía–, quiere
matar al... » Nunca pude, sin saber por qué, pronunciar esa palabra.
En cuanto
terminé el asunto, volví a casa, cené y, temiendo que la fuerza de la costumbre
me condujese a casa de la cortesana, decidí no salir en todo el día. Cojo un
libro. Incapaz de concentrarme en la lectura, lo dejo. Voy a la ventana, y la
multitud, la variedad de los objetos me disgusta en vez de distraerme. Me paseo
a largas zancadas por todas mis habitaciones, buscando la tranquilidad del
espíritu en la agitación continua del cuerpo.
VIII
Durante este
paseo indefinido, mis pasos se dirigen hacia un sombrío guardarropa donde mi
gente guardaba las cosas de mi servicio que no debían encontrarse al alcance de
la mano. Nunca había entrado en él. Me agrada la oscuridad del lugar. Me siento
sobre un cofre y allí me quedo unos minutos. Al cabo de ese corto espacio de
tiempo, oigo ruido en una pieza contigua; un rayo de luz que me da en los ojos
me atrae hacia una puerta condenada: se escapaba por el agujero de la
cerradura; aplico el ojo allí. Veo a Biondetta sentada frente a su clavicordio
con los brazos cruzados, en la actitud de una persona entregada a profundas
ensoñaciones. Rompió el silencio.
«¡Biondetta!
Biondetta! –dice– Me llama Biondetta. Es la primera, la única palabra cariñosa
que ha salido de su boca.»
Se calla y
parece volver a caer en su ensoñación. Coloca finalmente las manos sobre el
clavicordio que yo le había visto arreglar. Tenía delante suyo un libro cerrado
sobre el atril. Preludia y canta a media voz acompañándose.
Distinguí
inmediatamente que lo que cantaba no era una composición determinada.
Escuchando con mayor atención, oí mi nombre, el de Olimpia.
Improvisaba en
prosa sobre su supuesta situación, sobre la de su rival, que consideraba mucho
más feliz que la suya y, finalmente, sobre los rigores que yo empleaba con ella
y las sospechas que provocaban una desconfianza que me alejaba de la felicidad.
Ella me habría guiado por el camino de la grandeza, de la fortuna y de las
ciencias, y yo la habría hecho dichosa. « ¡Ay! –decía–. Pero es imposible.
Aunque me conociese como soy, mis débiles encantos no podrían detenerlo;
otra...»
La pasión la
arrebataba y las lágrimas parecían sofocarla. Se levanta, va a buscar un
pañuelo, se enjuga el rostro y torna a su instrumento; quiere sentarse de nuevo
y, como si la escasa altura del asiento la hubiese tenido hasta entonces en una
posición demasiado molesta, coge el libro que había sobre el atril, lo pone
sobre el taburete, se sienta y preludia otra vez. Pronto comprendí que la
segunda escena musical no sería del mismo tipo que la primera. Reconocí el tono
de una barcarola muy en boga entonces en Venecia. La repitió dos veces;
después, con una voz más clara y firme, cantó la letra siguiente:
¡Ay! ¡Cómo es
mi quimera!
Hija del cielo
y los aires,
por Alvaro y
por la tierra
abandono el
universo;
sin brillo y
sin poderío,
me humillo
hasta las cadenas;
y ¿cuál es mi
recompensa?
Me desprecian
y obedezco.
Corcel, la
mano que os guía
se apresura a
acariciaros;
os cautivan,
os molestan,
pero temen
lastimaros.
De los
esfuerzos que hacéis
vos recibís
los honores
y el mismo
freno que os templa
no os envilece
jamás.
Alvaro, otra
te persigue
y me aleja de
tu pecho.
Dime con qué
atractivos
ha vencido tu
frialdad.
Todos la
juzgan sincera,
se remiten a
su fe;
gusta, yo no
puedo hacerlo:
para mí sólo
hay sospecha.
La cruel
desconfianza
envenena el
beneficio.
Me temen en mi
presencia,
en mi ausencia
me aborrecen.
Mis tormentos
los supongo;
gimo, pelo sin
razón;
si hablo,
infundo respeto;
si me callo,
es traición.
Amor, creaste
la impostura;
me toman por
impostor.
Para vengar
esta injuria,
disipa por fin
su error.
Que el ingrato
me conozca
y, sea cual
sea el motivo,
que deteste
una flaqueza
de la que no
soy objeto.
Mi rival es la
que triunfa,
ella decide mi
suerte
y me coloca a
la espera
del destierro
o de la muerte.
No rompáis
vuestra cadena,
impulsos de un
pecho ansioso;
despertaríais
el odio...
Yo me reprimo,
¡calláos!
El sonido de
la voz, el canto, el sentido de los versos, sus giros, me sumen en un desorden
que no puedo expresar. «¡Ser fantástico, peligrosa impostura! –exclamé,
saliendo rápidamente del lugar en que había permanecido durante demasiado
tiempo–, ¿pueden imitarse mejor los rasgos de la verdad y de la naturaleza? ¡Qué
feliz me siento de no haber conocido hasta hoy el agujero de esta cerradura!
¡Cómo habría venido a embriagarme! ¡Cómo habría contribuido a engañarme a mí
mismo! Salgamos de aquí. Mañana iremos a orillas del Brenta. Vamos esta misma
noche.»
Llamo inmediatamente
a un criado y hago enviar en una góndola todo lo necesario para pasar la noche
en mi nueva casa.
Me habría
resultado demasiado difícil esperar la noche en la posada. Salí. Caminé, al
azar. Al doblar una esquina, creí ver entrar en un café a aquel Bernadillo que
acompañaba a Soberano en nuestra excursión a Portici. «¡Otro fantasma! –me
dije–; me persiguen.» Entré en mi góndola y recorrí toda Venecia de canal en
canal. Eran las once, cuando regresé. Quise partir rumbo al Brenta y, como mis
fatigados gondoleros se regaran a llevarme, me vi obligado a recurrir a otros.
Llegaron y mi gente, advertida de mis intenciones, me precede en la góndola,
cargada con sus propios efectos.
Biondetta me
seguía.
Apenas he
puesto los pies en el barco, oigo gritos que me obligan a girar el rostro. Una
persona enmascarada apuñalaba a Biondetta: «¡Me lo arrebatas! ¡Muere, muere,
odiosa rival!»
IX
La ejecución
fue tan rápida que uno de los gondoleros que había quedado en la orilla no pudo
impedirla. Quiso atacar al asesino golpeándole con la antorcha en los ojos,
pero acudió otro enmascarado que lo rechazó con acción amenazadora y una voz de
trueno en la que creí reconocer la de Bernadillo. Fuera de mí, me precipito
fuera de la góndola. Los asesinos han desaparecido. Con ayuda de la antorcha
veo a Biondetta pálida, bañada en su sangre, moribunda.
No sabría
describir mi estado. Las demás ideas se borran. No veo más que a una mujer
adorada, víctima de una prevención ridícula, sacrificada a mi vana y
extravagante confianza y abrumada por mí, hasta entonces, con los más crueles
ultrajes.
Corro hacia
ella, pido al mismo tiempo socorro y venganza. Un cirujano, atraído por el
clamor de esta aventura, se presenta. Hago transportar a la herida a mis
habitaciones y, por temor a que no la cuiden lo suficiente, me encargo yo mismo
de la mitad del bulto.
Cuando la
desvistieron, cuando vi aquel hermoso cuerpo ensangrentado con dos enormes
heridas que parecían querer atacar ambas las fuentes de la vida, dije e hice
mil extravagancias.
Biondetta,
presuntamente sin conocimiento, no debió oírlas; pero el posadero y su gente,
un cirujano y dos médicos que habían sido llamados consideraron que era
peligroso para la malherida que me dejaran a su lado. Me arrastraron fuera de
la alcoba.
Mis criados me
acompañaban. Pero como uno de ellos cometiera la torpeza de decirme que los
facultativos habían considerado que las heridas eran mortales, me puse a gritar
con todas mis fuerzas. Finalmente, cansado por mis arrebatos, caí en un
abatimiento que se convirtió más tarde en sueño. Creí ver a mi madre en sueños;
le contaba mi aventura y, para hacérsela más patente, la llevaba a las ruinas
de Portici.
«No vayamos
allí, hijo mío –me decía–; estás en un peligro evidente.» Al pasar por un
estrecho desfiladero en el que me introducía con seguridad, una mano me empuja
de repente a un precipicio; la reconozco, es la de Biondetta. En mi caída, otra
mano me sostiene y me encuentro entre los brazos de mi madre. Me despierto,
jadeante aún por el terror. «¡Tierna madre! –exclamé–, ni siquiera en sueños me
abandonáis. Biondetta, quieres perderme. Pero este sueño es fruto de la
perturbación de mi mente. ¡Ah!, liberémonos de las ideas que me impedirían
cumplir con la gratitud y la humanidad.»
Llamo a un
criado y lo envío en busca de noticias. Dos cirujanos velan; ha perdido mucha
sangre; temen la fiebre,.
Al día
siguiente, después de retirarle el vendaje, decidieron que las heridas no eran
peligrosas más que por su profundidad, pero sobreviene la fiebre que al ir en
aumento, obliga a agotar a la paciente con nuevas sangrías.
Tanto insistí
para entrar en la alcoba que fue imposible negármelo.
Biondetta
deliraba y repetía sin cesar mi nombre. La miré; nunca me había parecido tan
hermosa.
«Esta es –me
decía a mí mismo– lo que yo tomaba por un fantasma coloreado, un montón de
vapores brillantes, reunidos únicamente para equivocar mis sentidos. Tenía la
misma vida que yo tengo, y la pierde porque nunca quise escucharla, porque la
expuse voluntariamente. Soy un tigre, un monstruo. Si mueres tú, el objeto más
digno de ser querido y cuyas bondades he reconocido tan indignamente, no quiero
sobrevivirte. Moriré tras haber sacrificado sobre tu tumba a la bárbara
Olimpia. Si me eres devuelta, seré tuyo, reconoceré tus beneficios, coronaré tus
virtudes, tu paciencia; me ligo a ti con lazos indisolubles y cumplirá con mi
deber de hacerte feliz mediante el sacrificio ciego de mis sentimientos y
voluntades.»
No describiré
los penosos esfuerzos del arte y de la naturaleza para reclamar a la vida un
cuerpo que parecía destinado a sucumbir bajo los recursos puestos en práctica
para aliviarlo.
Veintiún días
transcurrieron sin que pudiéramos decidirnos entre el temor y la esperanza.
Finalmente, la fiebre se disipó y pareció que la enferma recobraba el conocimiento.
La llamaba mi
querida Biondetta; me tomó la mano. Desde ese instante, reconoció todo lo que
la rodeaba. Yo estaba a la cabecera de su cama: sus ojos se volvieron hacia mí;
los míos estaban bañados en lágrimas.
No sabría
describir la gracia, la expresión de su sonrisa cuando me miró. «¡Querida
Biondetta! –musitó–; yo soy la querida Biondetta de Alvaro.»
Quería decirme
algo más: nuevamente me obligaron a alejarme.
Decidí
quedarme en su cuarto, en un lugar donde ella no pudiera verme. Finalmente, me
permitieron acercarme. «Biondetta –le dije, he ordenado perseguir a tus
asesinos.
–¡Oh, no os
molestéis! –dijo–; me han dado la felicidad. Si muero, será por vos; si vivo,
será para amaros.»
Tengo razones
para abreviar estas escenas de ternura que se sucedieron entre nosotros hasta
el momento en que los médicos me aseguraron que podía trasladar a Biondetta a
orillas del Brenta, donde el aire sería más apropiado para devolverle las
fuerzas. Allí nos instalamos.
Había puesto
dos mujeres a su servicio desde el primer instante en que, su sexo se reveló
por la necesidad de vendar sus heridas. Reuní alrededor suyo todo lo que podía
contribuir a su comodidad y no me ocupé sino en solazarla, divertirla y
complacerla.
X
Sus fuerzas se
restablecían a ojos vistas y su belleza parecía adquirir cada día un nuevo
brillo. Finalmente, creyendo poder conducirla a una conversación bastante larga
sin mengua de su salud, le dije: «¡Oh Biondetta!, estoy colmado de amor,
persuadido de que no eres un ser fantástico, convencido de que me amas pese al
indignante proceder que he tenido contigo en el pasado. Pero bien sabes hasta
qué punto mis inquietudes eran fundadas. Revélame el misterio de la extraña
aparición que afligió mis miradas en la bóveda de Portici. ¿De dónde venían, en
qué se transformaron aquel horrible monstruo, aquella perrita que precedieron
tu llegada? ¿Cómo, por qué los reemplazaste para unirte a mí? ¿Quiénes eran?
¿Quién eres tú? Acaba de tranquilizar un corazón que es tuyo por entero y que
quiere consagrarse a ti para toda la vida.
–Alvaro
–respondió Biondetta–, los nigromantes, sorprendidos por vuestra audacia,
quisieron jugar con vuestra humillación y lograr reduciros, por la vía del
terror, al estado de vil esclavo de sus voluntades. Os preparaban de antemano
al temor incitándoos a la evocación del más poderoso y temible de todos los
espíritus; y, con el concurso de aquellos cuya categoría les está sometida, os
presentaron un espectáculo que os habría hecho morir de horror si el vigor de
vuestra alma no hubiese hecho volver contra ellos su propia estratagema.
»Ante, vuestra
actitud heroica, los silfos, las salamandras, los gnomos, las ondinas,
encantados con vuestro coraje, resolvieron daros todas las ventajas sobre
vuestros enemigos.
«Soy sílfide
de origen y una de las mas considerables de ellas. Me presenté bajo la forma de
la perrita; recibí vuestras órdenes y todos a porfía nos apresuramos a
cumplirlas. Cuanta más altivez, resolución, soltura, inteligencia poníais en
regir nuestros movimientos, mayor admiración sentíamos por vos y más celo en
obecederos.
»Me
ordenasteis serviros como paje, entreteneros como cantatriz. Me sometí con
alegría y gusté, de tales encantos en mi obediencia que resolví consagrárosla
para siempre.
«Decidamos –me
decía a mí misma– mi estado y mi felicidad. Abandonada en el vacío del aire a
una incertidumbre necesaria, sin sensaciones, sin goces, esclava de las
evocaciones de los cabalistas, juguete de sus fantasías, necesariamente
limitada tanto en mis prerrogativas como en mis conocimientos, ¿vacilaré en lo
sucesivo ante la elección de los medios por los que puedo ennoblecer mi
esencia?
»Me permiten
tomar un cuerpo para asociarme a un sabio: helo aquí. Si me reduzco al simple
estado de mujer, si pierdo con ese cambio voluntario el derecho natural de las
sílfides y la asistencia de mis compañeras, gozaré de la felicidad de amar y de
ser amada. Serviré a mi vencedor; lo instruiré acerca de la sublimidad de su
ser cuyas prerrogativas ignoro: nos someterá, junto con los elementos cuyo imperio
habré abandonado, los espíritus de todas las esferas. Está hecho para ser el
rey del mundo, y yo seré, la reina, y la reina adorada por él.
«Estas
reflexiones, más repentinas de lo que podéis creer en una sustancia liberada de
órganos, me decidieron inmediatamente. Conservando mi figura, tomo un cuerpo de
mujer que no abandonaré más que con la vida.
«Cuando tomé
un cuerpo, Alvaro, me di cuenta de que tenía un corazón, os admiré, os amé;
¡pero en qué me convertí cuando no vi en vos sino repugnancia y odio! No podía
cambiar, ni siquiera arrepentirme; sometida a todos los infortunios a que están
sujetas las criaturas de vuestra especie, habiéndote ganado la indignación de
los espíritus y el odio implacable de los nigromantes, me convertía sin vuestra
protección en el ser más desgraciado que hubiese bajo el cielo: ¿qué digo?, aún
lo sería sin vuestro amor. »
Mil gracias
derramadas por el rostro, la acción, el sonido de la voz, se añadían al
prestigio de tan interesante relato. No concebía nada de lo que oía. Pero,
¿había algo concebible en mi aventura?
–Todo esto me
parece un sueño –me decía a mí mismo– Pero, ¿qué, es la vida humana sino un
sueño? El mío es más extraordinario que los de los demás, eso es todo. La he
visto con mis propios ojos, esperando que el arte la socorriese., llegar casi a
las puertas de la muerte, pasando por todos los términos del agotamiento y del
dolor. El hombre fue una mezcla de un poco de barro y de agua. ¿Por qué una
mujer no va a estar hecha de rocío, de vapores terrestres y rayos de luz, de
los restos condensados de un arco iris? ¿Dónde está lo posible?... ¿Dónde lo
imposible.?
El resultado
de mis reflexiones fue entregarme aún más a mi debilidad creyendo consultar mi
razón. Colmaba a Biondetta de atenciones, de caricias inocentes. Se prestaba a
ello con una franqueza que hacía mis delicias, con ese pudor natural que no es
producto de las reflexiones ni del temor.
XI
Un mes había
transcurrido en medio de las dulzuras que me tenían embriagado. Biondetta,
totalmente restablecida, podía seguirme a todas partes en mis paseos. Le había
hecho hacer un traje de amazona con el cual, bajo un gran sombrero cubierto de
plumas, atraía todas las miradas, y nunca aparecíamos sin que mi felicidad
despertara la envidia de todos esos felices ciudadanos que pueblan, los días de
buen tiempo, las riberas encantadas del Brenta; incluso las mujeres parecían
haber renunciado a esos celos de que se las acusa, subyugadas por una
superioridad que no podían negar o desarmados por un porte que anunciaba el
olvido de todos sus atractivos.
Conocido por
todo el mundo como el amante amado de un objeto tan arrebatador, mi orgullo
igualaba a mi amor, y me elevaba aun más cuando se me ocurría vanagloriarme del
brillo de su origen.
No podía dudar
que poseyese los conocimientos más raros y suponía con razón que su objetivo
era adornarme con ellos; pero no me hablaba más que de cosas ordinarias y
parecía haber perdido de vista su propósito. -Biondetta –le dije una tarde en
que nos paseábamos por la terraza de mi jardín–, cuando una inclinación
demasiado halagüeña para mí te decidió a unir tu suerte a la mía, te prometiste
hacerme digno de ella dándome conocimientos que no están reservados al común de
los hombres. Te parezco ahora indigno de tus cuidados? Un amor tan tierno, tan
delicado como el tuyo, ¿puedo, no desear ennoblecer su objeto?
–¡Oh Alvaro!
–me respondió ella–, soy mujer desde hace seis meses y me parece que mi pasión
no ha durado un día. Perdona si la más dulce de las sensaciones embriaga un
corazón que nunca experimentó nada. Querría enseñarte a amar como yo y
estarías, por ese sentimiento solo, por encima de todos tus semejantes; pero el
orgullo humano aspira a otros goces. La inquietud natural no le permite
disfrutar de una felicidad si no puede prever una mayor en perspectiva. Sí, te
instruiré, Alvaro. Olvidaba gustosamente mi interés; él lo quiere, puesto que
debo recuperar mi grandeza en la tuya; pero no basta que me prometas ser mío,
debes entregarte a mí sin reservas y para siempre.
Estábamos
sentados en un banco de césped, bajo un abrigo de madreselva, al fondo del
jardín. Me arrojé a sus rodillas. -Querida Biondetta –le dije, te juro una
fidelidad a toda prueba.
-No-me decía
ella-, no me conoces, no me conoces. Necesito un abandono absoluto; sólo é
puede tranquilizarme y bastarme. »
Le besaba la
mano apasionadamente y repetía mis juramentos; ella me oponía sus temores. En
el fuego de la conversación, nuestras cabezas se inclinan, nuestros labios se
encuentran En ese momento, siento que me tiran del faldón de la casaca y que
una extraña fuerza me sacude...
Era mi perro,
un danés joven que me habían regalado. Todos los días lo hacía jugar con mi
pañuelo. Como la víspera se había escapado de casa, lo había hecho atar para
prevenir una segunda evasión. Acababa de romper su atadura; guiado por el
olfato, me había encontrado y me tiraba de la casaca para mostrarme su alegría
e incitarme a jugar con él. Por más que lo espanté con la mano, con la voz, me
fue imposible apartarlo: corría, volvía a mí ladrando; finalmente, vencido por
su inoportunidad, lo tomé por el collar y lo llevé a casa de nuevo. Cuando
regresaba a la glorieta para reunirme con mi amada, un criado que me pisaba los
talones nos avisó que estábamos servidos y fuimos a ocupar nuestros puestos en
la mesa. Biondetra parecía molesta. Afortunadamente, éramos tres: un joven
noble había venido a cenar con nosotros.
Al día
siguiente, entré en la alcoba de Biondetta dispuesto a hacerla partícipe de las
serias reflexiones que, me habían ocupado durante la noche. Estaba todavía en
la cama y me senté junto a ella. Ayer–le dijeestuvimos a punto de cometer una
locura de la que me habría arrepentido Por el resto de mis días. Mi madre está
decidida a que me case. –No podría pertenecer a otra que no fueses tú y no puedo
comprometerme seriamente sin su consentimiento. Al mirarte ya como mi mujer,
querida Biondetta, mi deber es respetarte.
–¿Y no debo
acaso respetarte yo a ti, Alvaro? Pero ese sentimiento ¿no sería el veneno del
amor?
–Te equivocas
–repuse–; es su condimento
¡Buencondimento,
que te devuelve a mí con un aire glacial y me petrifica a mí misma! ¡Mi,
Alvaro, Alvaro! Felizmente no tengo nada en el mundo, padre ni madre, y quiero
amar con todo mi corazón –sin ese condimento de que me hablas. Debes
consideración a tu madre: es natural; basta con que su voluntad ratifique la
unión de nuestros corazones: ¿por qué debe, precederla?
Los prejuicios
han nacido en ti a falta de luces y, sea razonando, sea sin razonar hacen que
tu conducta sea tan inconsecuente como extraña. Sometido a verdaderos deberes,
te impones otros con los que es imposible o inútil cumplir finalmente, buscas
hacerte separar del camino en la persecución del objeto cuya posesión te parece
más deseable. Nuestra unión, nuestros vínculos pasan a depender de una voluntad
ajena.
¿Quién sabe si
doña Mencía considerará que mi casa es lo bastante buena como para entrar en la
de Maravillas? ¿Me veré despreciada? En lugar de obtenerte de ti mismo, ¿voy a
tener que obtenerte de ella? ¿Es un hombre destinado a la alta ciencia quien me
habla o un niño que sale de las montañas de Extremadura? ¿Y debo ser indelicada
cuando veo que la delicadeza de las otras recibe más cuidados que la mía?
¡Alvaro! ¡Alvaro! Alaban el amor de los españoles, siempre tendrán más orgullo
y altanería que amor, había visto escenas muy extraordinarias, pero no estaba
preparado para ésta. Quise disculpar mi respeto hacia mi madre; el deber me lo
prescribía, y el reconocimiento y el cariño, más fuertes todavía que aquél. No
me escuchaba. -No me he transformado en mujer porque sí, Alvaro: tú me tienes a
mí, yo quiero tenerte a ti. Doña Mencía desaprobará después, si está loca. No
me hables más de ello. Desde que me respetan y todo el mundo es respetado, me
vuelvo más infeliz que cuando me odiaban, y rompió a llorar.
Afortunadamente
soy orgulloso, y ese sentimiento me protegió del impulso de debilidad que me
arrastraba a los pies de Biondetta para tratar de desarmar aquella cólera
irracional y hacer cesar unas lágrimas cuya sola vista me conducía a la
desesperación. Me retiré. Pasé, a mi gabinete. Si me hubiesen encadenado allí,
me habrían hecho un favor. Finalmente, temiendo que surgieran al exterior los
combates que experimentaba, corro a mi góndola: una de las criadas de Biondetta
se encuentra en mi camino. -Voy a Venecia –le digo–––. Soy necesario allí a
consecuencia del proceso incoado a Olimpia.Y parto inmediatamente, presa de las
más devoradoras inquietudes, descontento de Biondetta y más aún de mí mismo,
viendo que no podía tornar más que decisiones cobardes o desesperadas.
XII
Llego a la
ciudad , desciendo en la primera calle; recorro con un aire aturdido todas las
que se encuentran a mi paso, sin darme cuenta de que una tormenta atroz me va a
caer encima y de que debo preocuparme de encontrar refugio.
Era a mediados
del mes de julio. Pronto descargó sobre mí una lluvia abundante mezclada con
mucho granizo.
Veo ante mi
una puerta abierta: la de la iglesia del gran convento de los Franciscanos; me
refugio allí.
Mi primera
reflexión fue que había sido necesario un accidente semejante para hacerme
entrar en una iglesia desde mi llegada a los estados de Venecia; la segunda,
fue hacerme justicia sobre ese completo olvido de mis deberes.
Finalmente,
para arrancarme de mis pensamientos, considero los cuadros y trato de ver los
monumentos de la iglesia: era una especie de viaje curioso que hacía alrededor
de la nave y del coro.
Llego por fin
a una capilla interior iluminada por una lámpara, pues la luz exterior no podía
penetrar hasta allí; algo sorprendente me llama la atención en el fondo de la
capilla: era un monumento.
Dos genios
descendían a una tumba de mármol negro con una figura de mujer.
Otros dos
genios lloraban junto a la tumba. Todas las figuras eran de mármol blanco y su
brillo natural, realzado por el contraste, al reflejar intensamente la débil
luz de la lámpara, parecía hacerlas brillar con una luz que les fuese propia e
iluminar el fondo de la capilla.
Me acerco,
observo las figuras; me parecen dotadas de las más bellas proporciones, llenas de
expresión y ejecutadas cabalmente. Detengo mis ojos en la cabeza de la figura
principal. ¿Qué me ocurre? Creo ver el retrato de mi madre. Un dolor vivo y
tierno y un santo respeto se apoderaron de mí.
«¡.Madre mía!
¿Es para advertirme que mi poca ternura y el desorden de mi vida os conducirán
a la tumba para lo que este frío simulacro asume aquí vuestra querida imagen?
¡Oh tú, la más digna de las mujeres! Por extraviado que esté, vuestro Alvaro os
ha conservado todos vuestros derechos sobre su corazón. Antes de apartarse de
la obediencia que os debe preferiría morir mil veces: sea testigo de ello este
mármol insensible. Ay! Me devora la más tiránica de las pasiones; me es
imposible ya dominarla. Acabáis de hablar a mis ojos; hablad, ¡ah!, hablad a mi
corazón y, si debo desterrarla, enseñadme cómo podré hacerlo sin que me cueste
la vida,
Al pronunciar
con fuerza esta acuciante invocación, me había prosternado con la cara pegada
al suelo y esperaba en esa actitud la respuesta que estaba casi seguro de
recibir: tal era mi entusiasmo.
Reflexiono
ahora –entonces no estaba en condiciones de hacerlo– que en todas las ocasiones
en que necesitamos socorros extraordinarios para ordenar nuestra conducta, si
los pedimos con fuerza, aunque no sean dispensados, al recogernos para
recibirlos al menos nos ponemos en condiciones de utilizar todos los recursos
de nuestra propia prudencia. Merecía ser abandonado a la mía y esto fue lo que
me sugirió:
Pondrás un
deber que cumplir y un espacio considerable entre tu pasión y tú; los
acontecimientos te iluminarán, «Vamos –me dije, mientras me levantaba
precipitadamente–––, vamos a abrir mi corazón a mi madre y pongámonos una vez
más bajo esa querida protección.~
Regreso a mi
posada habitual, busco un coche y, sin procurarme equipaje ni servidumbre, tomo
el camino de Turín para llegar a España por Francia; pero antes pongo en un
paquete una nota por trescientos vequíes contra el banco y la carta que sigue:
A MI QUERIDA
BIONDETTA
Me arranco de
tu lado, mi querida Biondetta,y sería arrancarme la vida si la esperanza del
más pronto regreso no consolase mi corazón..Voy a ver a mi madre; animado por
tu encantadora idea, obtendré su consentimiento y volveré para formar con su
beneplácito una unión destinada a hacer mi felicidad. Feliz por haber cumplido
con mis deberes antes de darme por entero al amor, sacrificaré a los pies el
resto de
mi vida.
Conocerás a un español, Biondetta mía; juzgarás de acuerdo con su conducta que,
si obedece los deberes del honor y de la sangre, sabe igualmente satisfacer los
demás. Al ver el feliz resultado de sus prejuicios, no llamarás orgullo al
sentimiento que a ellos lo une. No puedo dudar de tu amor: me había consagrado
una total obediencia; lo reconoceré mejor aún por esta débil condescendencia
con propósitos que no tienen otro objetivo que nuestra felicidad común. Te
envío lo que puede ser necesario para el mantenimiento de nuestra casa. Te
enviaré desde España lo que crea menos indigna de ti, esperando que la mas viva
ternura que nunca haya existido te devuelva para siempre a tu esclavo.
Estoy en
camino hacia Extremadura. Estábamos en la estación más hermosa y todo parecía
contribuir a mi impaciencia por llegar a la patria.
Ya descubría
los campanarios de Turín cuando, una silla de posta adelanta desordenadamente
mi carruaje, se detiene y me deja ver, a través de una portezuela, a una mujer
que hace señales y se precipita para salir.
Mi postillón
opta por detenerse. Desciendo y recibo a Biondetta en mis brazos; en ellos
queda, desfallecida, sin conocimiento; no había podido decir más que estas
pocas palabras: « ¡Alvaro, me has abandonado!
La conduzco a
mi coche, único lugar donde puedo sentarla cómodamente: afortunadamente, tenía
dos plazas. Hago todo lo posible para facilitarle la respiración, aflojándole
las ropas que la oprimen Y sosteniéndola entre mis brazos, prosigo mi camino en
la situación que podéis imaginar.
XIII
Nos detenemos
en la primera posada de cierta apariencia. Hago llevar a Biondetta a la
habitación más cómoda, la hago poner sobre, la cama y me siento a su lado. Me
había hecho traer aguas espirituosas, elixires propios para disipar un
desvanecimiento. Finalmente, abre los ojos.
Has querido mi
muerte una vez más –dice–––;estarás satisfecho.
–¡Qué
injusticia! –le digo–; un capricho hace que te niegues a gestiones sentidas y
necesarias para mí. Me arriesgo a faltar a mi deber si no sé resistirte y me
expongo a disgustos, a remordimientos que turbarían la tranquilidad de nuestra
unión. Tomo la decisión de escaparme en busca del consentimiento de mi madre...
–¿Y por qué no
me das a conocer tu voluntad, cruel? ¿No he sido hecha acaso para obedecerte?
Te habría seguido. Pero abandonarme sola, sin protección, a la venganza de los
enemigos que me granjeado por ti, verme expuestapor tu culpa a las más
humillantes afrentas............
-Explícate,
Biondetta. ¿Acaso se ha atrevido alguien a........?
¿Y qué riesgos
podía correr un ser de mi sexo, desprovisto de opinión y de toda asistencia? El
indigno Bernardillo nos había seguido hasta Venecia;apenas desapareciste
cuando, al dejar de temerte, impotente contra mí desde que soy tuya, pero con
poder para perturbar la imaginación de las gentes a mi servicio, hizo sitiar
por fantasmas de su creación tu casa del Brenta. Mis sirvientas, aterradas, me
abandonan. Según es rumor general, autorizado por muchas cartas, un diablillo
ha raptado a un capitán de la guardia del rey de Nápoles y lo ha conducido a
Venecia. Aseguran que yo soy ese diablillo, tal y como certifican los indicios.
Todo el mundo se aparta de mí con temor. Imploro asistencia, compasión; no las
encuentro. Finalmente, el oro obtiene lo que se niega a la humanidad: me venden
muy cara una mala silla de posta. Encuentro guías, postillones- te sigo ... »
Mi firmeza
creyó derrumbarse ante el relato de las desventuras de Biondetta. «No podía -le
dije- prever acontecimientos de esa naturaleza. Te había visto objeto de
miramientos y respecto por parte de todos los habitantes de las orillas del
Brenta; lo que parecía tan bien adquirido, ¿podía yo imaginar que te lo
disputarían en mi ausencia? ¡Oh Biondetta! Tú eres una mujer instruida. ¿No
debías prever que, al contrariar propósitos tan razonables como los míos, me
llevarías a resoluciones desesperadas? ¿Por qué?
-¿Somos
siempre dueños de no contrariar? Soy mujer por propia elección, Alvaro, pero
mujer al fin, expuesta a sentir todo género de impresiones; no soymármol. He
escogido entre las zonas la materia elemental que compone mi cuerpo: es muy
susceptible; si no lo fuese, carecería de sensibilidad, no me harías sentir
nada y me volvería insípida para ti. Perdóname por haber corrido el riesgo de
tomar todas las imperfecciones de mi sexo para reunir, si podía, todas sus
gracias; pero la locura ya está hecha y, constituida como lo estoy ahora, mis
sensaciones son de una vivacidad a la que nada se acerca: mi imaginación es un
volcán. Tengo, en una palabra, pasiones de una violencia tal que debería
asustarte, si no fueses el objeto de la más arrebatada de todas y si no
conociésemos mejor los principios y efectos de esos impulsos naturales de lo
que se los conoce en Salamanca. Allí les dan nombres odiosos; hablan, por lo
menos, de reprimirlos. ¡Reprimir una llama celeste, resorte único mediante el
cual el alma y el cuerpo pueden actuar recíprocamente uno sobre otro y forzarse
a colaborar en el mantenimiento necesario de su unión! ¡Es una completa
idiotez, mi querido Alvaro! Debemos controlar esos impulsos, pero de cuando en
cuando debemos ceder ante ellos, si los contrariamos, si los sublevamos,
escapan todos a la vez y la razón no sabe ya dónde sentarse para gobernar.
Cuida de mí en estos momentos, Alvaro; no tengo más que seis meses, estoy
entusiasmada con todo lo que siento; piensa que una de tus negativas, una
palabra que me digas desconsideradamente indignan al amor, rebelan al orgullo,
despiertan el desprecio, la desconfianza, el temor. ¿Qué digo? ¡Veo desde aquí
mi pobre cabeza perdida y a mi Alvaro tan desdichado como yo!
-¡Oh
Biondetta! -repliqué-, no cesan las sorpresas a tu lado; pero creo ver la
propia naturaleza en la confesión que haces de tus inclinaciones. Encontraremos
recursos contra ellas en nuestro mutuo cariño. ¿Que no debemos esperar, por
otra parte, de los consejos de la madre que va a recibirnos en sus brazos? Te
querrá, todo me lo asegura, y todo contribuirá a que pasemos días felices...
-Debo querer
lo que tú quieras, Alvaro.
Conozco mejor
mi sexo y no espero tanto como tú; pero quiero obedecerte para agradarte y me
entrego.
Satisfecho de
encontrarme en camino hacia España, hacia el consentimiento materno y
encompañía del objeto que había cautivado mi razón y mis sentidos, me apresuré
abuscar el paso de los Alpes para llegar a Francia; pero parecía que el cielo
se volvía contra mí desde que no estaba solo: tormentas espantosas interrumpen
mi ruta, haciendo malos los caminos y los pasos impracticables.
Los caballos
se desploman; mi coche, que parecía nuevo y bien armado, desmiente su
apariencia en cada posta y falla por el eje, o por el tren, o por las ruedas.
Finalmente, después de infinitos obstáculos, llego al puerto de montaña de
Tende.
Entre los
motivos de inquietud y las molestias que me proporcionaba un viaje tan
accidentado, admiraba la persona de Biondetta. Ya no era aquella mujer tierna,
triste o impulsiva que había conocido; parecía que quisiese aliviar mi fastidio
entregándose a los arranques de la más viva alegría y persuadirme de que las
fatigas no la afectaban lo más mínimo.
Todo ese juego
agradable se mezclaba con caricias demasiado seductoras como para que pudiese
negarme a ellas: las aceptaba, pero con reservas; mi orgullo comprometido
servía de freno a la violencia de mis deseos.Ella leía demasiado bien en mis
ojos como para no percibir mi desorden y tratar de aumentarlo. Hubo una ocasión
en particular en la que, sin no se hubiese roto una rueda, no sé en qué habría
parado el pundonor. Esto me puso un poco más en guardia para el provenir.
XIV
Después de
increíbles fatigas, llegamos a Lyon. Consentí, en atención a Biondetta, en
descansar allí algunos días. Interrumpía ella mis puntos de vista sobre la
soltura, la facilidad de costumbres de la nación francesa. «En París, en la
corte, es donde querría yo verte instalado. No te faltaran recursos de ninguna
especie; te considerarán como quieras ser considerado, y tengo los medios
necesarios para que desempeñes el mejor papel. Los franceses son galantes: si
no presumo demasiado de mi figura, lo más granado de su sociedad vendrá a
rendirme homenaje y a todos los sacrificaré en aras de mi Alvaro. ¡Hermoso
motivo de triunfo para una vanidad española!»
Tomé su
propuesta como un juego. «No-dijo ella-, realmente tengo esa fantasía...
-Partamos,
pues, lo antes posible hacia Extremadura –repuse- y volveremos para hacer
presentar en la corte de Francia a la esposa de don Alvaro Maravillas; no te
convendría mostrarte como una simple aventurera.......
Estoy en
camino hacia Extremadura –me dice- y debo considerar mi destino como el término
en el que voy a encontrar mi felicidad.
¿Cómo haría
para que nunca finalizara el viaje? »
Oía, veía su
repugnancia, pero iba hacia mí meta y pronto me encontré en territorio español.
Los obstáculos imprevistos, los baches, los carriles impracticables, los
arrieros borrachos, las mulas reacias me daban menos tregua aún que en el
Piamonte y en Saboya.
Suele hablarse
muy mal de las posadas españolas, y con razón; sin embargo, me consideraba
feliz cuando las contrariedades sufridas durante el día no me obligaban a pasar
una parte de la noche en medio del campo o en un granero aislado.
«¿Qué país
vamos a buscar -decía Biondetta- a juzgar por lo que estamos padeciendo?
¿Estamos muy lejos aún?
Estás
-respondí- en Extremadura, y a diez leguas todo lo más del castillo de
Maravillas...
-Seguro que no
llegaremos; el cielo nos impide acercarnos. Mira los vapores conque se carga.
Miré el cielo:
nunca me había parecido tan amenazador. Hice observar a Biondetta que el
granero en que nos encontrábamos podía protegernos de la tormenta. ¿Nos
protegerá también de los rayos? -me dijo.
- ¿Qué te
importan los rayos a ti, acostumbrada a vivir en el aire, que tantas veces lo
has visto formarse y tan bien debes conocer su origen físico?
- Si no lo
conociese tan bien, no tendría miedo: me he sometido a las causas físicas y las
temo porque matan y porque son físicas. »
Estábamos
sobre dos montones de paja en los dos extremos del granero. En el ínterin, la
tormenta, tras haberse anunciado desde lejos, se acerca y muge de una manera
espantosa. El cielo parecía un brasero agitado por los vientos en mil sentidos
enfrentados; los truenos, repetidos por los antros de las montañas vecinas,
retumbaban horriblemente en torno nuestro. No se sucedían, parecían
entrechocarse. El viento, el granizo, la lluvia se disputaban entre ellos el
honor
de añadir más
horror al pavoroso cuadro que afligía nuestros sentidos. Surge un relámpago que
parece abrasar nuestro refugio; lo sigue un trueno pavoroso. Biondetta, con los
ojos cerrados y los dedos en los oídos, se precipita en mis brazos. ¡Ah!
¡Alvaro, estoy perdida!...............
Quiero
tranquilizarla. Pon la mano sobre mi corazón, me decía. Me la coloca sobre su
garganta y, aunque se equivocase haciéndomela apoyar sobre un lugar donde los
latidos no debían ser fácilmente perceptibles, pude comprobar que el movimiento
era extraordinario. Me abrazaba con todas sus fuerzas redoblando su pasión a
cada relámpago. Finalmente, se deja oír un trueno aun más tremendo que los
anteriores. Biondetta se sustrae a mi abrazo de manera
que en caso de
accidente el rayo no pudiese golpearla sin haberme alcanzado a míprimero.
Este efecto
del miedo me pareció singular, y comencé a temer no las consecuencias de la
tormenta, sino las de una conspiración formada en su cabeza para vencer mi
resistencia a sus designios. Aunque más emocionado de lo que puedo decir, me
levanto: «Biondetta -le digo---, no sabes lo que haces. Domina ese temor, este
estruendo no nos amenaza ni a ti ni a mi . »
Mi flema debió
sorprenderla; pero podía sustraerme sus pensamientos si continuaba afectando
turbación. Afortunadamente la tormenta había hecho su último esfuerzo. El cielo
se limpiaba y pronto la claridad de la luna nos anunció que nada teníamos que
temer ya del desorden de los elementos.
Biondetta
permanecía en el lugar donde se había colocado. Me senté a su lado sin proferir
una sola palabra; fingió dormir y yo me puse a soñar, más tristemente que nunca
desde el comienzo de mi aventura, con las consecuencias necesariamente enojosas
de mi pasión.No daré más que un esbozo de mis reflexiones. Mi amante era
encantadora, pero yo quería convertirla en mi mujer.
La luz del día
me sorprendió sumergido en estos pensamientos, y me levantépara ir a ver si
podía proseguir mi camino. Por el momento, era imposible. El mulero que
conducía mi calesa me dijo que sus mulas estaban fuera de servicio. Mientras me
hallaba en semejante apuro, Biondetta se me acercó.
Ya empezaba a
perder la paciencia cuando un hombre de siniestra fisonomía, pero de vigorosa
talla, apareció frente a la puerta del granero, aguijando dos mulas que tenían
buen aspecto. Le propuse que me llevara hasta mi casa. Conocía el camino, nos
pusimos de acuerdo en el precio.
Iba a subir al
coche cuando creí reconocer a una campesina de mis tierras que atravesaba el
camino, seguida de un gañán. Me acerco, la miro. Es Berta, honrada granjera de
mi pueblo y hermana de mi nodriza. La llamo; se detiene, me mira a su vez, pero
con aire de consternación. ¡Cómo! ¡Sois vos, señor don Alvaro! –me dice- ¿Qué
venís a buscar en un lugar donde vuestra pérdida ha sido jurada, donde habéis
sembrado la desolación?......
-¡Yo! ¿Y qué
he hecho yo, querida Berta?.....
¡Ah! Señor
Alvaro, ¿no es remuerde la conciencia por la triste situación a que se ve
reducida vuestra digna madre, nuestra buena señora?
-Se está
muriendo... ¿Se está muriendo? grité.
-Si -
-prosiguió-, y es por culpa de la pena que vos le habéis causado. En el momento
en que os hablo, no debe estar ya con vida. Le han llegado cartas de Nápoles,
de Vénecia. Le han escrito cosas que hacen temblar. Nuestro buen señor, vuestro
hermano, está furioso: dice que va a solicitar de todas partes órdenes contra
vos, que os denunciara, que él mismo os entregará...
-Vete, Berta,
y si vuelves a Maravillas y llegas antes que yo, anuncia a mi hermano que
pronto me verá.»
XV
Inmediatamente,
una vez enganchada la calesa, le presento la mano a Biondetta, ocultando el
desorden de mi alma bajo una apariencia de firmeza. Ella se muestra
atemorizada: ¡Cómo! –dice- ¿Vamos a entregarnos a tu hermano? ¿Vamos a amargar
con nuestra presencia a una familia irritada, a vasallos afligidos?...
-No puedo
temer a mi hermano, Biondetta. Si me imputa culpas que no tengo, es importante
que lo desengañe; si las tengo, debo excusarme y, como no proceden de mi
corazón, tengo derecho a su compasión y a su indulgencia. Si he llevado a mi
madre a la tumba por la irregularidad de mi conducta, debo reparar el escándalo
y llorar tan vivamente su pérdida que la verdad, la publicidad de mi
arrepentimiento borren a los ojos de toda España la mancha que la falta de
naturalidad grabaría en mi sangre. -¡Ah, don Alvaro! Corres a tu perdición y a
la mía. Esas cartas escritas de todas partes, esos prejuicios extendidos con
tanta presteza y afectación, son consecuencia de nuestras aventuras y de las
persecuciones que padecí en Venecia. El traidor Bernadillo, a quien aún no
conoces lo suficiente, obsesiona a tu hermano; lo inducirá........
-¡Eh! ¿Y qué
tengo yo que temer de Bernardillo y de todos los cobardes de la tierra? Mi
único enemigo temible soy yo mismo. Nadie inducirá jamás a mi hermano a la
venganza ciega, a la injusticia, a acciones indignas de un hombre de cabeza y
coraje, en una palabra, de un caballero. (1)
El silencio
sucedió a esta conversación bastante fuerte; habría podido resultar embarazoso
para uno y otra, pero después de unos instantes Biondetta se adormece poco a
poco y termina por dormirse del todo. ¿Podía no mirarla? ¿Podía contemplarla
sin emoción? Sobre ese rostro que resplandecía con todos los tesoros, con la
pompa y con la juventud, el sueño añadía a las gracias naturales del descanso
esa frescura deliciosa, animada, que proporciona armonía a todos los rasgos; un
nuevo hechizo se apodera de mí: aleja mis desconfianzas; mis inquietudes quedan
en suspenso o, si hay una que permanece, es que la cabeza del objeto, que me
enamora, sacudida por el traqueteo del carruaje, no experimente incomodidad
alguna por la brusquedad o la rudeza de los zarandeos. Mi única ocupación es
sostenerla, protegerla. Pero experimentamos una sacudida tan fuerte que me
resulta imposible dominarla. Biondetta lanza un grito y volcamos. Se había roto
el eje. Afortunadamente las mulas se habían detenido. Me libero, me precipito
hacia Biondetta, presa de las más vivas alarmas. Sólo tenía una ligera
contusión en el codo, y pronto nos encontramos de pie en pleno campo, pero
expuestos al ardor del sol de mediodía, a cinco leguas del castillo de mi
madre, sin medios aparentes para poder llegar hasta allí, pues no se ofrecía a
nuestras miradas ningún lugar que pareciese habitado.
Sin embargo, a
fuerza de mirar con atención, creo distinguir a una legua de distancia una
humareda que se eleva tras unos matorrales, con los que, se mezclaban algunos
árboles bastante altos; entonces, confiando el carruaje al cuidado del mulero,
insto a Biondetta a caminar conmigo hacia el lugar que me ofrece la posibilidad
de algún socorro.
Cuanto más
avanzamos, mas se fortalece nuestra esperanza; el bosquecillo parece dividirse
en dos: forma pronto una vereda al fondo de la cual se distinguen viviendas de
modesta estructura; finalmente, una granja considerable termina nuestra
perspectiva. Todo parece estar en movimiento en ese habitáculo, por lo demás
aislado. En cuanto nos ven, un hombre se adelanta y se dirige hacia nosotros.
Nos aborda con
cortesía. Tiene un aspecto honrado: lleva un jubón de satén negro tallado en
color fuego, adornado con algunos pasamanos de plata. Aparenta tener de
veinticinco a treinta años. Tiene la tez de un campesino; la frescura se
trasluce bajo el bronceado, revelando vigor y salud
Le pongo al
corriente del accidente que me ha traído a su casa. “Señor caballero –me
responde-, sois siempre bien venido, y enuna casa llena de gente de buena
voluntad Tengo aquí una fragua y arreglaremos vuestro eje; pero aunque me
dieseis hoy todo el oro del señor duque de Medina Sidonia, mi amo, ni yo ni
ninguno de los míos podría ponerse a trabajar. Llegamos de la iglesia mi mujer
y yo: es nuestro día más hermoso. Entrad. Al ver a la recién casada, a mi
parentela, a mis amigos, a quienes debo festejar juzgaréis si me es posible
hacerlos trabajar ahora. Por lo demás, si ni la señora ni vos despreciáis una
compañía compuesta por gentes que subsisten con su trabajo desde los comienzos
de la monarquía vayamos a sentarnos a la mesa, que hoy andamos todos muy
felices; de vuestras mercedes depende compartir nuestra satisfacción. Mañana abordaremos
los asuntos pendientes. »
Al mismo
tiempo, ordena que vayan a buscar mi carruaje.
Heme aquí,
pues, huésped de Marcos, el granjero del señor duque. Entramos en el salón
preparado para el banquete de bodas. Adosado al edificio principal, ocupa todo
el fondo del patio es una enramada dispuesta en arcos, adornada con guirnaldas
de flores, desde donde la vista, interrumpida primero por los dos bosquecillos,
se pierde agradablemente en el campo a través del intervalo que forma la
vereda.
La mesa estaba
servida. Luisa, la recién casada, se sienta entre Marcos y yo; Biondetta, al
lado de Marcos. Los padres y las madres y demás parientes se sientan unos
frente a otros; la juventud ocupa los dos extremos.
La novia
bajaba dos grandes ojos negros que no estaban hechos para mirar hacia abajo;
todo lo que le decían, incluso las cosas indiferentes, la hacían sonreír y
ruborizarse.
La gravedad
preside los comienzos de la comida: es el carácter de la nación; pero, a medida
que los odres dispuestos alrededor de la mesa se desinflan, las fisonomías
pierden su seriedad.
Empezábamos a
animarnos cuando de repente aparecen en torno a la mesa los poetas
improvisadores de la región. Son ciegos que cantan las coplas siguientes,
acompañándose de sus guitarras:
Marcos a dicho
a Luisa:
¿Quiere
corazón y fe?
Responde ella:
“Sígueme,
hablaremos en
la iglesia.”
Allí, con boca
y con ojos,
se han
prometido los dos
una llama viva
y pura.
Si sentís
curiosidad
por ver
esposos felices,
venios a
Extremadura.
Luisa es
discreta y es bella,
a Marcos lo
envidian muchos,
pero los
desarma a todos
mostrándose
digno de ella;
y aquí al
unísono todo,
aplaudiendo su
elección,
elogia llama
tan pura.
Si sentís
curiosidad
por ver
esposos felices,
venios a
Extremadura.
¡Con qué dulce
simpatía
están sus pechos
unidos!
Sus rebaños se
han reunido
en una misma
majada;
sus penas y
sus placeres,
sus afanes y
deseos
siguen el
mismo compás.
Si sentís
curiosidad
por ver
esposos felices,
venios a
Extremadura.
Mientras
escuchábamos estas canciones, tan sencillas como aquellos para quienes parecían
estar hechas, todos los gañanes de la granja que ya no eran necesarios para el
servicio se reunían alegremente para comer las sobras del banquete; mezclados
con gitanos y gitanas llamados para aumentar el júbilo de la fiesta, formaban
bajo los árboles de la vereda grupos tan variopintos como animados y
embellecían nuestra perspectiva.
Biondetta
buscaba continuamente mis miradas y las obligaba a dirigirse hacia los objetos
que tanto parecían entretenerla, como sí me reprochara no compartir con ella
toda la diversión que le proporcionaban.
XVI
El banquete ya
dura demasiado para la juventud, que espera el baile. Las personas de edad
madura deben mostrarse complacientes. Se desarma la mesa: los tablones que la
forman, los toneles que la sostienen, se trasladan al fondo de la enramada;
convertidos en tablado, sirven de escenario -a los músicos. Se tocan fandangos
sevillanos; Jóvenes gitanas los ejecutan con sus castañuelas y sus panderetas;
los invitados se mezclan con ellas y la imitan; el baile se generaliza.
Biondetta parecía devorar con los ojos el espectáculo. Sin salir de su lugar,
ensaya todos los movimientos que ve hacer.
“Creo –dice-
que el baile me gustaría con furor”. Pronto se lanza a ello y me obliga a
bailar. Muestra de entrada cierta timidez y hasta un poco de torpeza, pero en
seguida parece acostumbrarse y unir la gracia y la fuerza a la ligereza, a la
precisión. Se calienta: necesita su pañuelo, el mío, el que caiga en sus manos;
no se detiene más que para enjugarse el sudor.
El baile nunca
fue mi pasión y mi alma no estaba tan a gusto como para que yo pudiera
entregarme a un entretenimiento tan vano. Me escapo y llego a uno de los
extremos de la enramada, buscando un lugar donde poder sentarme y reflexionar.
Un parloteo
muy ruidoso me distrae y, casi pesar mío, reclama mi atención. Dos voces se han
alzado a mis espaldas. « Sí, sí -decía una-, es un hijo del planeta. Entrará en
su casa. Fíjate, Zoradilla, nació el 3 de mayo a las tres de la mañana...
-¡Oh!,
realmente, Lelagisa -respondía la otra-, ¡pobres de los hijos de Saturno! Este
tiene - a Júpiter de ascendiente, Marte y a Mercurio en conjunción trina con
Venus. ¡Qué
hermoso joven! ¡Qué prendas naturales! ¡Qué esperanzas podría concebir! ¡Qué
fortuna debería hacer! Pero........” Yo sabía la hora de mi nacimiento y la oía
detallar con la más singular precisión. Me doy la vuelta y observo a las dos
charlatanas.
Veo a dos
viejas gitanas menos sentadas que en cuclillas sobre sus talones. Una tez más
que olivácea, ojos profundos y ardientes, boca hundida, nariz fina y
desmesurada que, partiendo de lo alto de la cabeza, llega curvándose a tocar el
mentón; un pedazo de tela que tuvo rayas blancas y azules gira dos veces en
torno a un cráneo semipelado, cae sobre el hombro y desde allí se prolonga
hasta la cintura que, de este modo, queda medio desnuda; en una palabra,
objetos casi tan repugnantes como ridículos.
Las abordo.
«¿Hablabais de mí, señoras?», les digo, viendo que me seguían mirando sin dejar
de hacerse señas...
«¿Nos
escuchabais entonces, señor caballero?
Sin duda
-repliqué ¿Y quién os ha enseñado tan bien la hora de mi nacimiento?...
-Muchas más
cosas podríamos deciros, joven afortunado, pero debéis empezar por poner la
señal en la mano.
Que no quede
por eso -respondí, e inmediatamente les di un doblón.
-Mira,
Zoradilla –dijo la de más edad-, mira qué noble es, cómo está hecho para gozar
de todos los tesoros que le están destinados. Vamos, rasguea la guitarra y
sígueme”. Canta:
España os ha
dado el ser,
Parténope, la
crianza;
la tierra en
vos ve a su dueño; del cielo, si queréis serlo,
el favorito
seréis.
La dicha que
os auguramos
voluble es,
puede dejaros,
sólo la tenéis
al paso:
es preciso, si
sois sabio,
cogerla sin
vacilar.
¿Cuál es ese
objeto amable
que se rindió
a vuestro imperio?
Es...
Las viejas
estaban en vena. Yo era todo oídos. Biondetta deja el baile; corre hacia mí, me
toma del brazo, me obliga a alejarme. « ¿Por qué me has abandonado, Alvaro?¿Qué
haces aquí?
-Escuchaba
-respondí.
-¡Cómo -me
dijo, mientras me arrastraba-, ¿escuchabas a esas monstruosas viejas?...
-En realidad,
mi querida Biondetta, esas criaturas son singulares; tienen más conocimientos
de los que les suponemos; me decían............
-Sin duda- me
replicó con ironía- hacían su trabajo, te decían la buenaventura. ¿Les dabas
crédito? Eres, a pesar de tu inteligencia, simple como un niño. ¿Y esas son las
cosas que te impiden ocuparte de mi?....
-Al contrario,
mi querida Biondetta: iban a hablarme de ti.
-¡Hablar de
mí!- replicó vivamente, con una especie de inquietud- ¿qué saben de mí ellas?,
¿qué pueden decir? Desvarías. Bailarás conmigo toda 1a noche para hacerme
olvidar tu espantada.»
La sigo, entro
de nuevo en el corro, pero sin prestar atención a lo que ocurre alrededor mío.
Sólo pensaba en escaparme para reunirme otra vez, donde pudiera, con mis
echadoras de buenaventura. Finalmente, creo ver un momento favorable: lo
aprovecho. En un abrir y cerrar de ojos me escabullo en busca de mis brujas,
las encuentro y las llevo a una pequeña glorieta donde termina el huerto de la
granja. Una vez allí, les suplico que me digan, en prosa, sin enigma, muy
sucintamente, en fin, todo lo que puedan saber de interés sobre mi persona. Mis
ruegos causaron su efecto, pues tenía las manos llenas de oro. Se consumían
tanto por hablar como yo por escucharlas. Pronto no pude ya dudar de que
conociesen las particularidades más secretas de mi familia y, confusamente,mis
relaciones con Biondetta, mis temores, mis esperanzas; creía enterarme de
muchas cosas, me preciaba de enterarme de otras aún más importantes; pero
nuestro Argos me vuelve a pisar los talones.
Esta vez
Biondetta no corre hacia mí, sino que voló. Quise hablar. «Nada de excusas
-dijo-, la reincidencia es imperdonable... -¡Ah! Me la perdonarás -le dije-,
estoy seguro de ello. Aunque me hayas impedido enterarme de todo lo que podía
saber, ya sé , lo suficiente...
-Para hacer
alguna extravagancia. Estoy furiosa, pero no es éste el momento de pelearse;
aunque nosotros nos hayamos faltado al respeto, se lo debemos a nuestros
anfitriones. Vamos a sentarnos a la mesa, y yo me colocaré a tu lado: no pienso
aguantar más que te me escapes. »
En la nueva
disposición del banquete, estábamos sentados enfrente de los reciéncasados.
Ambos están animados por los placeres de la jornada: Marcos tiene la mirada
encendida y Luisa mira con menos timidez que antes, pero el pudor se venga y le
cubre las mejillas del más vivo encarnado. El vino de Jerez da la vuelta a la
mesa y parece haber desterrado hasta cierto punto la reserva: hasta los viejos,
animándose con el recuerdo de sus placeres pasados, provocan a la juventud con
ocurrencias que demuestran menos viveza que petulancia. Este cuadro tenía ante
mis ojos, pero había otro más movido y más variado junto a mí.
Biondetta, que
parecía alternativamente entregada a la pasión y al despecho, luciendo una boca
armada con las gracias altivas del desdén o embellecida por la sonrisa, me
importunaba, me ponía mala cara, me pellizcaba hasta sangrar, y terminaba por
pisarme suavemente los pies. En una palabra, se sucedían en un mismo instante
el favor y el reproche, el castigo y la caricia, de modo que, entregado a tal
vicisitud de sensaciones, me hallaba en un desorden inconcebible.
XVII
Los novios han
desaparecido; una parte de los invitados los han seguido por una u otra razón.
Abandonamos la mesa. Una mujer, que sabíamos era la tía del granjero, coge una
vela de cera amarilla, nos precede y, siguiéndola llegamos a un pequeño
dormitorio de doce pies cuadrados: una cama que no llega a los cuatro de ancho,
una mesa y dos sillas constituyen todo el mobiliario. “Señor y señora –nos dice
nuestra guía-, éste es el único cuarto que podemos proporcionaros”. Pone la
vela sobre la mesa y nos deja solos.
Biondetta baja
la vista. Le dirijo la palabra: “¿Les has dicho que estábamos casados? –Sí-
responde-, no podía decir más que la verdad. Tengo tu palabra, tú tienes la
mía. Eso es lo esencial. Vuestras ceremonias son sólo precauciones contra la
mala fe y no me conciernen en absoluto. Lo demás no han dependido de mí.Por
otra parte, si no quieres compartir la cama que nos ofrecen, me darás la
mortificación de verte pasar la noche muy incómodamente. Necesito descanso:
estoy rendida, agotada en todos los aspectos. » mientras pronunciaba estas
palabras con un tono muy excitado, se tiende en la cama con la cara vuelta
hacia la pared. « ¡Cómo!-grite-,Biondetta, te he disgustado, estás realmente
enfadada. ¿Cómo puedo expiar mi falta? Pídeme la vida. -Alvaro -me responde sin
alterarse-, ve a consultar a tus gitanas de qué manera puede volver la calma a
mi corazón y al tuyo.
-¿Cómo? ¿La
conversación que mantuve con esas mujeres es el motivo de tu cólera? ¡Ah! Ya
verás cómo me disculpas, Biondetta. Si Supieras hasta qué punto las opiniones
que me han dado coinciden con las tuyas..!Me han decidido incluso a no regresar
al castillo de Maravillas! Sí, ya está hecho , mañana partimos hacia Roma,
Venecia, París, a cualquier lugar en que quieras que viva contigo. Allí
esperaremos el consentimiento de mi familia...”
Al oír estas
palabras, Biondetta se vuelve. Su rostro muestra una expresión seria e incluso
severa. “¿Recuerdas, Alvaro, lo que soy, lo que esperaba de ti, lo que te
aconsejaba hacer? ¡Y qué! Cuando, utilizando con discreción las luces de que
estoy dotada, no he podido llevarte a nada razonable, ¡va a resultar que la
regla de mi conducta y de la tuya van a basarse en las declaraciones de dos de
los seres más peligrosos para ti y para mi, por no decir los más despreciables!
Sí -exclamó, en un arrebato de dolor-, he temido siempre a los hombres; he
vacilado durante siglos antes de tomar una decisión- está tomada y es
irreversible. ¡Qué desdichada soy! » Prorrumpe entonces en sollozos, que
procura ocultar a mi vista. Combatido por las más violentas pasiones, caigo a
sus rodillas: « ¡Oh, Biondetta! -exclamé-, ¡no ves mi corazón! Dejarías, si lo
vieras, de desgarrarlo. -No me conoces Alvaro y me harás sufrir cruelmente
antes de conocerme. Es necesario que un último esfuerzo te revele mis recursos
y cautive a tal punto tu estima y tu confianza que ya no me vea expuesta a
peticiones humillantes o peligrosas; tus pitonisas están demasiadode acuerdo
conmigo como para que no me inspiren justos terrores ¿Quién me asegura que
Soberano, Bernadillo, tus enemigos y los míos, no estén ocultos bajo esas
máscaras? Acuérdate de Venecia. Opongamos a sus argucias un tipo de prodigios,
que, sin duda, no esperan de mí. Mañana llego a Maravillas, de donde su
política busca alejarme, las más envilecedoras y abrumadoras sospechas me recibirán
allí, pero doña Mencía es una mujer justa, estimable; tu hermano tiene el alma
noble: a ellos me abandonaré. Seré un modelo de dulzura, de complacencia, de
obediencia, de paciencia; saldré al paso de todas las pruebas. »
Se detiene un
momento. «¿Será rebajarte lo suficiente, desdichada sílfide? », exclama con
doloroso tono de voz.
Quiere
proseguir, pero la abundancia de las lágrimas le priva del uso de la palabra.
¿En que me
transformo yo ante estos testimonios de pasión, estas señales de dolor, estas
resoluciones dictadas por la prudencia, estos impulsos de un coraje que se me
antojaba heroico? Me siento a su lado: trato de calmarla con mis caricias.
Primero, me rechaza; poco después ya no encuentro resistencia, pero no hay
motivo para felicitarme por ello, la respiración se le hace difícil, tiene los
ojos semicerrados, el cuerpo no obedece sino a movimientos convulsivos, un frío
sospechoso se le propaga por la piel, el pulso apenases perceptible y el cuerpo
parecería totalmente inanimado si el llanto no fluyera con la misma abundancia.
¡Oh poder de
las lágrimas, sin duda el más poderoso de todos los rasgos del amor! Mis
desconfianzas, mis resoluciones, mis juramentos, todo queda olvidado. Queriendo
secar el manantial de aquel precioso rocío, me había acercado demasiado a
aquella boca donde la frescura se unía al dulce perfume de la rosa; y, aunque
quiero alejarme, dos brazos, cuya blancura, suavidad y forma no sabría
describir, actúan como lazos de los que no me puedo desprender . . .
.......................................................................................................................................
«!Oh Alvaro
mío! -exclama Biondetta-, he triunfado: soy el más feliz de todos los seres. »
Yo me sentía
incapaz de hablar: experimentaba una turbación extraordinaria; diré más: estaba
avergonzado, inmóvil. Se precipita fuera de la cama, se arroja a mis rodillas,
me descalza. « ¡Cómo! Querida Biondetta -exclamé ¡cómo!, ¿tú rebajarte?...
-¡Ah!- me
responde-, ingrato, te servía cuando no eras más que mi déspota: déjame servir
a mi amante”
En un momento
me hallo despojado de mis ropas; mis cabellos, recogidos con orden, son
depositados en una red que ella ha encontrado en un bolsillo.
Su fuerza, su
actividad, su habilidad han triunfado sobre todos los obstáculos que yo quería
oponer. Con igual ligereza, lleva a cabo su aseo nocturno, apaga la vela que
nos alumbraba y corre las cortinas.
Entonces, con
una voz cuya dulzura no podría compararse a la más deliciosa de las músicas, me
dice: « ¿He hecho feliz a mi Alvaro como él me ha hecho a mí feliz? Pero no,
todavía soy yo la única feliz: él lo será, quiero que lo sea; lo embriagaré de
delicias, lo colmaré de ciencias, lo elevaré al pináculo de las grandezas.
¿Querrás, corazón mío, querrás tú ser la criatura mas privilegiada, someter
conmigo a los hombres, los elementos, la naturaleza entera?
¡Oh, mi
querida Biondetta! -le dije, aunque forzándome un poco-, tú me bastas, tú
colmas todos los deseos de mi corazón...
No, no
-replicó vivamente Biondetta no debe bastarte: no es ése mi nombre; tú me lo
habías dado, me halagaba, lo llevaba con placer; pero debes saber quién soy...
Soy el diablo,
mi querido Alvaro, soy el diablo......”
Al pronunciar
esta palabra con un tono de dulzura tan encantadora, cerraba más que
exactamente el paso a las respuestas que hubiese querido darle. En cuanto pude
romper el silencio, le dije: “Deja mi querida Biondetta, o quienquiera que
seas, de pronunciar ese nombre fatal y de recordarme un error del que he
abjurado hace mucho tiempo.
-No, mi
querido Alvaro, no era ningún error; he tenido que hacértelo creer así, querido
hombrecito. Era necesario engañarte para que te volvieras, por fin, razonable.
Tu especie huye de la verdad: cegarte es la única manera de hacerte feliz. ¡Ah,
cuánto lo serás si quieres serlo! Me propongo colmarte de felicidad. Convendrás
conmigo en que no soy tan repugnante como me pintan ... »
Su juego me
tenía totalmente desconcertado. Me negaba a jugarlo, y la ebriedad de
mis sentidos
ayudaba a mi distracción voluntaria.
« ¡Vamos,
respóndeme! », me dijo.
«¡Eh! ¿Y qué
quieres que te responda?... -Ingrato, coloca la mano sobre este corazón que te
adora; que el tuyo se anime, si es posible, con la más ligera de las emociones
que tan sensibles son en el mío. Deja que fluya por tus venas un poco de esa
llama deliciosa que abrasa las mías; suaviza, si puedes, el sonido de esa voz
tan propia para inspirar amor y de la que no te sirves, y en exceso, más que
para asustar mi alma tímida; dime, en fin, si te es posible, pero con la misma
ternura que yo siento por ti: mi querido Belcebú, te adoro......”
XVIII
Ante este
nombre fatal, aunque tan tiernamente pronunciado, un terror mortal se apodera
de mi; el asombro, el estupor abruman mí alma: la creería aniquilada si la voz
sorda del remordimiento no gritase en el fondo de mi corazón. Sin embargo, la
rebelión de mis sentidos subsiste tanto más imperiosamente cuanto que no puede
ser reprimida por la razón. Me entrega sin defensa a mi enemigo, que abusa de
mí y me muestra a su antojo su conquista.
No me concede
tiempo para volver en mí, para reflexionar sobre la falta, de la que es mucho
más autor que cómplice. «Ya están arreglados nuestros asuntos -me dice, sin
alterar sensiblemente ese tono de voz al que me tiene acostumbrado-. Acudiste
en mi busca: te he seguido, servido, favorecido; he obrado, en fin, según tu
voluntad. Deseaba tu posesión y, para conseguirla, necesitaba que me ofrecieras
un libre abandono de ti mismo. Sin duda, debo a ciertos artificios la primera
complacencia; en cuanto a la segunda, yo había descubierto mi nombre: sabías a
quién te entregabas y de nada te valdría ahora alegar ignorancia. Desde este
instante, Alvaro, nuestro vínculo es indisoluble; pero, para cimentar nuestra
sociedad, es importante que nos conozcamos mejor. Como yo te sé ya casi de
memoria, para que las ventajas sean recíprocas debo mostrarme a ti tal como
soy”
Sin darme
tiempo para reflexionar sobre tan singular discurso, suena un silbido muy agudo
a mi lado. Al punto, la oscuridad que me rodea se disipa- la cornisa que remata
el artesonado del techo se cubre de gruesas babosas: sus cuernos basculan con
viveza y se convierten en chorros de luz fosfórica cuyo fulgor y efecto se ven
incrementados por la agitación y el alargamiento.
Casi
deslumbrado por esa iluminación súbita, dirijo la vista a mi lado; en lugar de
una figura encantadora, ¿qué veo? ¡Oh, cielos! La espantosa cabeza de camello.
Articula con una voz de trueno aquel tenebroso Che vuoi que tanto me había
aterrorizado en la gruta, suelta una carcajada humana más horrorosa todavía,
saca una lengua desmesurada......
Corro, me
escondo debajo de la cama, con los ojos cerrados y la cara contra el suelo.
Sentía latir mi corazón con una fuerza terrible: el sofoco amenazaba con
hacerme perder la respiración.
No puedo
calcular el tiempo que pasé entan inenarrable situación. De pronto, siento que
me tiran del brazo, mi terror crece. Obligado, no obstante, a abrir los ojos,
una luz muy intensa los ciega.
No era la de
las babosas, que ya no estaban sobre las cornisas; a cambio, el sol caía plomo
sobre mi cara. Una vez más me tiró del brazo: insiste; reconozco a Marcos. «
¡Eh, señor caballero! -me dice - ¿a qué hora pensáis salir? Si queréis llegar
hoy a Maravillas, no tenéis tiempo que perder, es casi mediodía. »
Como yo no
respondo, me examina: « ¿Cómo? Os habéis acostado completamente vestido...
¿Habéis pasado catorce horas seguidas durmiendo? Debíais tener una gran
necesidad de descanso. Vuestra señora esposa ya se lo figuraba: sin duda por
temor a molestaros fue a pasar la noche con una de mis tías; pero ha sido más
diligente que vos: muy de mañana dio órdenes para que repararan vuestro coche,
y podéis subir en él. En cuanto a la señora, no la encontraréis aquí: le hemos
dado una buena mula; ha querido aprovechar el fresco de la mañana; os precede y
debe esperaros en el primer pueblo que encontréis en vuestro camino” Marcos
sale. Maquinalmente me froto los ojos y me paso las manos por la cabeza en
busca de aquella red que debía envolver mis cabellos.....
La tengo
desnuda, en desorden; la trenza se mantiene igual que la víspera: un lazo la
sigue sujetando. “¿Estaría dormido? –me digo entonces- ¿He dormido? ¿Seré lo
Suficientemente
afortunado como para quetodo no haya sido más que un sueño? Vi como apagaba la
luz...La apagó.. Aquí está...”
Marcos vuelve
a entrar. “Si queréis comer algo, señor caballero, está preparado. Vuestro
coche está listo”
Bajo de la
cama; apenas puedo sostenerme, se me doblan las piernas. Acepto tomar algún
alimento, pero me es imposible tragarlo. Quiero entonces mostrar mi gratitud al
granjero e indemnizarlo por los gastos que le he ocasionado, pero él rehúsa.
“La señora –me
responde- nos ha recompensado y más que noblemente; vos y yo, señor caballero,
tenemos dos buenas esposas”. Tras estas palabras, a las que no responde, subo
al carruaje, que se pone en marcha.
No describiré
la confusión de mis pensamientos: era tal que la idea del peligro en que me
disponía a encontrar a mi madre no se reflejaba sino débilmente en ellos. Con
los ojos alejados y la boca abierta, era menos un hombre que un autómata.
Mi conductor
me despierta. “Señor caballero, debemos recoger a la señora en este pueblo”
No le
respondo. Atravesábamos una especie de aldea; en cada casa indaga si han visto
pasar a una dama joven con tales y cuales señas. Les responden que allí no se
ha detenido. Se vuelve, como queriendo leer en mi rostro mi inquietud al
respecto. Y, si no sabía más que yo, debí parecerle muy perturbado.
Estamos fuera
del pueblo y empiezo a acariciar la idea de que el objeto actual de mis temores
se haya alejado, al menos por algún tiempo. “!Ah! Si pudiese llegary echarme a
las rodillas de doña Mencía –me digo a mí mismo-, si pudiera ponerme bajo la
salvaguardia de mi respetable madre, fantasmas, monstruos que os habéis
ensañado conmigo, ¿os atreveréis a violar ese asilo? Allí volveré a encontrar,
junto con los sentimientos de la naturaleza, los principios saludables de los
que me he apartado; ellos serán mi escudo frente a vosotros.
“Pero si las
penas ocasionadas por mis desórdenes me han privado de ese ángel tutelar..!ah!,
entonces no quiero vivir más que para vengarla de mí mismo. Me sepultaré en un
claustro...!Eh!, ¿quién me librará allí de las quimeras que engendre mi
cerebro? Con todo, abrazaré el estado eclesiástico. Sexo encantador, debo
renunciar a ti: una larva infernal se ha revestido con todas las gracias que yo
idolatraba; lo más conmovedor que viese en ti me recordaría..”
XIX
En medio de
estas reflexiones en las que mi atención se halla concentrada, el coche entra
en el gran patio del castillo. Oigo una voz: «¡Es Alvaro! ¡Es mi hijo! »
Levanto la vista y reconozco a mi madre en el balcón de su aposento.
Nada iguala
entonces la dulzura, la viveza del sentimiento que me embarga. Mi alma parece
renacer, todas mis fuerzas se reaniman al mismo tiempo. Me precipito, vuelo
hacia los brazos que me esperan. Me prosterno. « ¡Ah! -exclamé, con los ojos
bañados en lágrimas y la voz entrecortada por los sollozos- ¡madre mía!, ¡madre
mía! ¿No soy, pues, vuestro asesino? ¿Me reconoceréis como hijo vuestro? ¡Ah!,
madre mía, me abrazáis.....”
La pasión que
me transporta, la vehemencia de mis acciones han alterado de tal manera mis
rasgos y el sonido de mi voz que doña Mencía concibe cierta inquietud. Me
levanta con bondad, me abraza de nuevo, me obliga a sentarme. Quise hablar,
pero me fue imposible hacerlo; me arrojé sobre sus manos bañándolas en
lágrimas, cubriéndolas con las caricias más arrebatadas.
Doña Mencía me
observa sorprendida: supone que debe haberme sucedido algo extraordinario; teme
incluso algún trastorno de mi razón. Mientras su inquietud, su curiosidad, su
bondad, su ternura se hacen visibles en sus complacencias y en sus miradas, su
previsión ha puesto al alcance! de mi mano cuanto puede aliviar las necesidades
de un viajero fatigado por un camino largo y penoso.
Los criados se
apresuran a servirme. Mojo mis labios por complacerlos. Mis miradas distraídas
buscan a mi hermano; alarmado al no verlo, digo: «Señora, ¿dónde está el
estimable don Juan?
-Se pondrá muy
contento cuando sepa que estás aquí, pues te escribió para que vinieras; pero
como sus cartas, fechadas en Madrid, no pueden haber salido hasta hace nos
días, no te esperábamos tan pronto.
Eres coronel
del regimiento que él mandaba y el rey acaba de nombrarlo para un virreinato en
las Indias.
-¡Cielos!
–exclamé-, ¿será entonces totalmente falso el espantoso sueño que acabo de
tener? Pero es imposible...
-¿De qué sueño
hablas, Alvaro?
-Del más
largo, del más extraño, del más terrible que pueda tenerse”. Entonces,
superando orgullo y vergüenza, le cuento detalladamente cuanto me había
sucedido desde mi entrada en la gruta de Portici hasta el feliz momento en que
pude abrazarme a sus rodillas.
Aquellamujer
respetable me escucha con una atención, una paciencia, una bondad
extraordinarias. Como yo conocía ya la gravedad de mi falta, vio que era inútil
exagerármela.
«Querido hijo,
has corrido tras las mentiras y, al instante, ellas te han rodeado. Júzgalo tu
mismo a través de la noticia de mi indisposición y del enojo de tu hermano
mayor. Berta, a quien creíste hablar, se halla postrada en cama desde hace
tiempo sin poderse mover, nunca pensé en enviarte doscientos cequíes de más,
aparte de tu pensión. Habría temido que sirvieran para alimentar tus desórdenes
o sumergirte en ellos por una liberalidad mal entendida. El honrado escudero
Pimientos ha muerto hace ocho meses. Y de los mil ochocientos campanarios que
tal vez posea en todas las Españas el señor duque de Mendina Sidonia, no hay
una pulgada de tierra ene l lugar que indicas: lo conozco perfectamente, y
habrás soñado esa granja y todos sus habitantes.
-¡Ah! Señora
–repuse-, el mulero que me ha traído lo vio igual que yo. Bailó en la boda”
Mi madre
ordena que hagan venir a mulero, pero éste había desenganchado las mulas al
llegar, sin pedir su salario.
Esta fuga
precipitada, que no dejaba ninguna pista, provocó algunas sospechas en mi
madre. «Nuñez -le dijo a un paje que cruzaba la habitación-, vete a decirle al
venerable don Quebracuernosque mi hijo Alvaro y yo lo esperamos aquí .
«Es
-prosiguió- un doctor de Salamanca; tiene mi confianza y la merece: puedes
otorgarle la tuya. Hay en el final de tu sueño una particularidad que me
preocupa; don Quebracuernos conoce los términos y definirá esas cosas mucho
mejor que yo.»
El venerable
doctor no se hizo esperar; era persona que imponía, incluso antes de hablar,
por la gravedad de su porte. Mi madre me hizo repetir ante él la
confesiónsincera de mi atolondramiento y las consecuencias que había traído
consigo. El me escuchaba con una atención mezclada con asombro y sin
interrumpirme. Cuando hube terminado, después de haber meditado unos instantes,
tomó la palabra en estos términos:
“Ciertamente,
Señor Alvaro, acabáis de escapar al mayor peligro a que puede exponerse un
hombre por su culpa. Habéis provocado al espíritu maligno y lo habéis provisto,
mediante una serie de imprudencias de todos los disfraces que necesitaba para
conseguir engañaros y perderos. Vuestra aventura es realmente extraordinaria;
no he leído nada semejante en laDemonomaníá * de Bodin ni en el Mundo encantado
** de Bekker. Y hemos de convenir en que, desde que esos grandes hombres
escribieron sus obras, nuestro enemigo se ha refinado prodigiosamente en manera
de formar sus ataques, aprovechando las astucias que los hombres del siglo
emplean recíprocamente para corromperse. Copia fielmente la naturaleza, y
sabiendo elegir; emplea el recurso de los talentos amables, da fiestas de buen
tono, hace hablar a las pasiones su lenguaje más seductor; imita incluso, hasta
cierto punto, la virtud. Esto me abre los ojos sobre muchas cosas que ocurren;
veo desde aquí muchas grutas más peligrosas que las de Portici, y una multitud
de endemoniados que, por desgracia, no sospechan serlo. Respecto a vos, tomando
sabias precauciones para el presente y para el porvenir, os creo totalmente
liberado. Vuestro enemigo se ha retirado, de eso no cabe duda. Os sedujo, es
cierto, pero no logró corromperos; vuestras intenciones, vuestros
remordimientos os han salvado con la ayuda de los socorros extraordinarios que
recibisteis; así, su pretendido triunfo y vuestra derrota no han sido, para vos
y para él, más que una ilusión de la que vuestro arrepentimiento terminará de
lavaros. En cuanto a él, le ha correspondido una retirada forzosa; pero
admiraos de cómo ha sabido cubrirla y dejar, al partir, la duda sembrada en
vuestro espíritu y señales en vuestro corazón para poder renovar el ataque si
le dais ocasión de hacerlo. Después de haberos deslumbrado cuanto le habéis
permitido, obligado a mostrarse a vos en toda su deformidad, obedece como el
esclavo que prepara la rebelión; no quiere dejaros ninguna idea razonable y
clara, mezclando lo grotesco con lo terrible, lo pueril de sus babosas
luminosas con el espantoso descubrimiento de su horrible cabeza, la mentira, en
fin, con la verdad, el descanso conla vigilia, de manera que vuestro confundido
espíritu no distinga nada y que podáis creer que la visión que os asaltó era
menos efecto de su malicia que sueño ocasionado por los vapores de vuestro
cerebro. Sin embargo, aisló cuidadosamente la idea de ese agradable fantasma
del que se sirvió durante tanto tiempo para extraviaros, si se lo permitís, lo
volverá a sacar a escena. Con todo, no creo que la barrera del claustro o de
nuestro estado sea la que debáis oponerle. Vuestra vocación no está
suficientemente decidida; las personas instruidas por su experiencia son
necesarias en el mundo. Creedme, estableced vínculos legítimos con una dama que
os merezca; que vuestra respetable madre presida vuestra elección, y, aunque la
que obtengáis de su mano tenga unas gracias y unos talentos celestiales, nunca
sentiréis la tentación de confundirla con el Diablo.»
Epílogo de El
diablo enamorado
Cuando
apareció la primera edición de El Diablo enamorado, los lectores encontraron el
desenlace demasiado brusco. Los más de ellos habrían deseado que el héroe
cayese en una trampa cubierta con las flores suficientes para salvarlo de los
sinsabores de la caída. Finalmente, les parecía que la imaginación había
abandonado al autor al llegar a los tres cuartos de su. carrera; entonces la
vanidad, que no quiere perder nada, sugirió a éste, para vengarse del reproche
de esterilidad y justificar su propio gusto, que leyese a las personas de su
conocimiento toda la novela, tal v como había sido concebida en su primera luz.
En ella Alvaro era engañado por su enemigo y entonces la obra, dividida en dos
partes, terminaba en la primera con esta enfadosa catástrofe, cuyas
consecuencias eran desarrolladas en la segunda; de endemoniado que era, Alvaro
se convertía en poseído y no era más que un instrumento en manos del Diablo,
que lo utilizaba para sembrar el desorden por todas partes. La urdimbre de esta
segunda parte, al dar mucho mayor impulso a la imaginación, abría una cantera
más extensa a la crítica, al sarcasmo, a la licencia.
Este relato
suscitó opiniones diferentes: nos pretendían que Alvaro debía ser conducido
hasta la caída, inclusive, y detenerse ahí; otros, que no debían escamotearse
las consecuencias.
Hemos tratado
de conciliar las ideas de los críticos en esta nueva edición. Alvaro es
engañado en ella hasta cierto punto, pero sin convertirse en víctima; su
adversario, para engañarlo, se ve obligado a mostrarse honrado y casi mojigato,
lo que destruye los efectos de su propio sistema y hace que su éxito sea
incompleto. Finalmente, a su víctima le sucede lo que podría sucederle a un
hombre galante seducido por las más honradas apariencias; sufriría sin duda
algunas perdidas, pero salvaría el honor, si fuesen conocidas las
circunstancias de su aventura.
Se adivinarán
fácilmente las razones que hicieron suprimir la segunda parte de la obra: si
era susceptible de un cierto tipo de comicidad suelta, picante, aunque forzada,
presentaba también ideas negras que no deben ser ofrecidas a una nación de la
que puede decirse que, si la risa es un carácter distintivo del hombre como
animal, es en ella donde más agradablemente se ha desarrollado.
No tiene menos
gracias en la ternura; pero, ya se la divierta o se la interese, debemos cuidar
su bello natural y ahorrarle convulsiones.
La obrita que
entregamos hoy reimpresa y aumentada, aunque poco importante, tuvo en un
principio motivos razonables, y su origen es lo suficientemente noble como para
que no debamos hablar de él aquí si no es con los mayores cuidados. Fue
inspirada por la lectura de un pasaje de un autor infinitamente respetable, en
el que se habla de las artimañas que puede emplear el Demonio, cuando quiere
agradar y seducir. Las hemos reunido, en la medida de lo posible en una
alegoría en la que los principios se enfrentan con las pasiones: el alma es el
campo de batalla; la curiosidad provoca la acción; la alegoría es doble y los
lectores lo percibirán fácilmente.
No iremos mas
lejos en esta explicación: recordamos que, a los veinticinco años, recorriendo
la edición completa de las obras de Tasso, cayó en nuestras manos un volumen
que no contenía más que la aclaración de las alegorías de la Jerusalén
libertada. Mucho nos guardamos abrirlo. Estábamos apasionadamente enamorados de
Armida, de Herminia, de Clorinda; perdíamos quimeras demasiado agradables si
aquellas princesas quedaban reducidas a la condición de simples emblemas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario