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Septiembre de 2005 — El marciano (Crónicas Marcianas fragmento), de Ray Bradbury


Las montañas azules se alzaban en la lluvia y la lluvia caía en los largos canales, y el viejo La Farge y su mujer salieron de la casa a mirar. —La primera lluvia de la estación —señaló La Farge. —Qué bien —dijo la mujer. —Bienvenida, de veras. Cerraron la puerta. Dentro se calentaron las manos junto a las llamas. Se estremecieron. A lo lejos, a través de la ventana, vieron que la lluvia centelleaba en los costados del cohete que los había traído de la Tierra. —Sólo falta una cosa —dijo La Farge mirándose las manos. —¿Qué? —preguntó su mujer. —Me gustaría haber traído a Tom con nosotros. —Oh, por favor, Lafe. —Sí, no empezaré otra vez. Perdona. —Hemos venido a disfrutar en paz nuestra vejez, no a pensar en Tom. Murió hace tanto tiempo... Tratemos de olvidarnos de Tom y de todas las cosas de la Tierra. La Farge se calentó otra vez las manos, con los ojos clavados en el fuego. —Tienes razón. No hablaré de eso nunca más. Pero echo de menos aquellos domingos, cuando íbamos en automóvil a Green Lawn Park, a poner unas flores en su tumba. Era casi nuestra única salida. La lluvia azul caía sobre la casa. A las nueve se fueron a la cama y se tendieron en silencio, tomados de la mano, él de cincuenta y cinco años, y ella de sesenta en la lluviosa oscuridad. —¿Anna? —llamó La Farge
suavemente. —¿Qué? —¿Has oído algo? Los dos escucharon la lluvia y el viento. —Nada —dijo ella. —Alguien silbaba. —No lo he oído. —De todos modos voy a ver. La Farge se levantó, se puso una bata, atravesó la casa y llegó a la puerta de la calle. La abrió titubeando, y la lluvia fría le cayó en la cara. En la puerta del patio había una figura. Un rayo agrietó el cielo; una ola de color blanco iluminó un rostro que miraba fijamente a La Farge. —¿Quién está ahí? —llamó La Farge, temblando. No hubo respuesta. —¿Quién es? ¿Qué quiere? Silencio. La Farge se sintió débil, cansado, entumecido. —¿Quién eres? —gritó, Anna se le acercó y lo tomó por el brazo. —¿Por qué gritas? —Hay un chico ahí fuera en el patio y no me contesta —dijo La Farge, estremeciéndose—. Se parece a Tom. —Ven a acostarte, estás soñando. —Pero mira, ahí está. Y La Farge abrió un poco más la puerta para que también ella pudiera ver. Soplaba un viento frío y la lluvia fina caía sobre el patio, y la figura inmóvil los miraba con ojos distantes. La vieja se adelantó hacia el umbral. —¡Vete! —gritó agitando una mano—. ¡Vete! —¿No se parece a Tom? —preguntó La Farge. La figura no se movió. —Tengo miedo —dijo la vieja—. Echa el cerrojo y ven a la cama. Deja eso, déjalo. Y se fue, gimiendo, hacia el dormitorio. El viejo se quedó, y el viento le mojó las manos con una lluvia fría. —Tom —llamó La Farge en voz baja—. Tom, si eres tú, si por un azar eres tú, no cerraré con llave. Si sientes frío y quieres calentarte, entra más tarde y acuéstate junto a la chimenea; hay allí unas alfombras de piel. Cerró la puerta, pero sin echar el cerrojo. La mujer sintió que La Farge se metía en la cama y se estremeció. —Qué noche horrible. Me siento tan vieja... —dijo sollozando. —Bueno, bueno —la calmó él, abrazándola—. Duerme. Al cabo de un rato la mujer se durmió. Y entonces La Farge alcanzó a oír que la puerta se abría, casi en silencio, dejaba entrar el viento y la lluvia, y se cerraba otra vez. Luego oyó unos pasos blandos que se acercaban a la chimenea, y una respiración muy suave. —Tom —dijo. Un rayo estalló en el cielo y abrió en dos la oscuridad. A la mañana siguiente, el sol calentaba. El señor La Farge abrió la puerta de la sala y miró rápidamente alrededor. No había nadie sobre la alfombra. La Farge suspiró: —Estoy envejeciendo. Salía de la casa hacia el canal, en busca de un balde de agua clara, cuando casi derribó a Tom, que ya traía un balde lleno. —Buenos días, papá. El viejo se tambaleó. —Buenos días, Tom. El chico, descalzo, cruzó de prisa el cuarto, dejó el balde en el suelo y se volvió sonriendo. —¡Qué día más hermoso! —Sí —dijo La Farge, estupefacto. El chico actuaba con naturalidad. Se inclinó sobre el balde y comenzó a lavarse la cara. La Farge dio un paso adelante. —Tom, ¿cómo viniste aquí? ¿Estás vivo? El chico alzó la mirada. —¿No tendría que estarlo? —Pero, Tom... Green Lawn Park todos los domingos, las flores y.. La Farge tuvo que sentarse. El chico se le acercó y le tomó la mano. La mano de Tom era cálida y firme. —¿Estás realmente aquí? ¿No es un sueño? —Tú quieres que esté aquí, ¿no? —El chico parecía preocupado. —Sí, sí, Tom. —Entonces, ¿por qué me preguntas? Acéptame... —Pero tu madre... la impresión... —No te preocupes. Estuve a vuestro lado, cantando, toda la noche, y me aceptaréis, especialmente ella. Espera a que venga y lo verás. Tom se echó a reír sacudiendo la cabeza de rizado pelo cobrizo. Tenía ojos muy azules y claros. La madre salió del dormitorio recogiéndose el pelo. —Buenos días. Lafe, Tom. ¡Qué hermoso día! Tom se volvió hacia su padre y se le rió en la cara. —¿Ves? Almorzaron muy bien, los tres, a la sombra de detrás de la casa. La señora La Farge descorchó una vieja botella de vino de girasol, que había apartado en otro tiempo, y todos bebieron un poco. El señor La Farge nunca la había visto tan contenta. Si Tom la preocupaba, no lo demostró. Para ella era algo completamente natural. La Farge comenzó a pensar también que era natural. Mientras mamá lavaba los platos, La Farge se inclinó hacia su hijo y le preguntó con aire de confidencia: —¿Cuántos años tienes, hijo? —¿No lo sabes? Catorce, por supuesto. —¿Quién eres, realmente? No es posible que seas Tom, pero eres alguien. ¿Quién? Atemorizado, el chico se llevó las manos a la cara. —No preguntes. —Puedes decírmelo —dijo el hombre—. Lo comprenderé. Eres un marciano, ¿no es cierto? He oído historias de los marcianos, pero nada definido. Dicen que son muy raros y que cuando andan entre nosotros parecen terrestres. Hay algo en ti... Eres Tom y no eres Tom. —¿Por qué no me aceptas y callas? —gritó el chico hundiendo la cara entre las manos—. No dudes, por favor, ¡no dudes de mi! Se levantó de la mesa y echó a correr. —¡Tom, vuelve! El chico corrió a lo largo del canal, hacia el pueblo lejano. —¿Adónde va Tom? —preguntó Anna que regresaba a buscar el resto de los platos. Miró atentamente a su marido—. ¿Le has dicho algo desagradable? —Anna —dijo el señor La Farge tomándole una mano—. Anna, ¿te acuerdas de Green Lawn Park, del mercado, de Tom enfermo de neumonía? La mujer se echó a reír. —¿Qué dices? —No importa —contestó La Farge en voz baja. A lo lejos, el polvo se posaba a orillas del canal por donde había pasado Tom. Tom volvió a las cinco de la tarde, cuando el sol se ponía. Miró indeciso a su padre. —¿Me vas a preguntar algo? —quiso saber. —Nada de preguntas —dijo La Farge. El chico sonrió con una sonrisa blanca. —Estupendo. —¿Dónde has estado? —Cerca del pueblo. Casi no vuelvo. He estado a punto de caer en una... —el chico buscaba la palabra exacta—, en una trampa. —¿Cómo en una trampa? —Pasaba al lado de una casita de chapas de zinc, cerca del canal y de pronto pensé que me perdía y que no volvería a veros. No sé cómo explicártelo, no encuentro cómo, ni siquiera yo mismo lo sé. Es raro, pero prefiero no hablar de eso ahora. —No hablemos entonces. Lávate las manos, es hora de cenar. El chico corrió a lavarse. Unos diez minutos más tarde, una lancha se acercó por la serena superficie de las aguas. Un hombre alto y flaco, de pelo negro, la impulsaba con una pértiga, moviendo lentamente los brazos. —Buenas tardes, hermano La Farge —dijo deteniéndose. —Buenas tardes, Saul. ¿Qué se cuenta por aquí? —Esta noche, muchas cosas. ¿Conoces a un tal Nomland que vive al borde del canal en una casa de chapas? La Farge se enderezó. —Sí. —¿Sabías que era un granuja? —Se dijo que salió de la Tierra porque había matado a un hombre. Saul se apoyó en la pértiga mojada y miró a La Farge. —¿Recuerdas el nombre del muerto? —Gillings, ¿no? —Sí, Gillings. Pues bien, hace unas dos horas el señor Nomland llegó al pueblo gritando que había visto a Gillings, vivo, aquí, en Marte, hoy, esta misma tarde. Nomland quería esconderse en la cárcel, pero no lo dejaron. De modo que volvió a su casa y veinte minutos después, dicen, se pegó un tiro. Vengo ahora de allí. —Bueno, bueno —dijo La Farge. —Ocurren unas cosas... —dijo Saul—. En fin, buenas noches, La Farge. —Buenas noches. La lancha se alejó por las serenas aguas del canal. —La cena está lista —llamó la mujer. El señor La Farge se sentó a la mesa y cuchillo en mano miró a Tom. —Tom, ¿qué has hecho esta tarde? —Nada —contestó Tom con la boca llena—. ¿Por qué? —Quería saber, nada más —dijo el viejo poniéndose la servilleta. A las siete, aquella misma tarde, la señora La Farge dijo que quería ir al pueblo. —Hace tres meses que no voy. Tom se negó. —El pueblo me da miedo —dijo—. La gente. No quiero ir. —Pero cómo —dijo Anna—, qué palabras son ésas para tamaño grandullón. No te haré caso. Vendrás con nosotros. Yo lo digo. —Pero Anna, si el chico no quiere... —farfulló La Farge. Pero era inútil discutir. Anna los empujó a la lancha y remontaron el canal bajo las estrellas nocturnas. Tom estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados; era imposible saber si dormía o no. El viejo lo miraba fijamente. ¿Qué criatura es ésta, pensaba, tan necesitada de cariño como nosotros? ¿Quién es y qué es esta criatura que sale de la soledad, se acerca a gentes extrañas y asumiendo la voz y la cara del recuerdo se queda al fin entre nosotros, aceptada y feliz? ¿De qué montaña procede, de qué caverna, de qué raza, aún viva en este mundo cuando los cohetes llegaron de la Tierra? El viejo meneó la cabeza. Era imposible saberlo. Por ahora aquello era Tom. El viejo miró con aprensión el pueblo lejano, y pensó otra vez en Tom y en Anna. Quizá nos equivoquemos al retener a Tom, se dijo a sí mismo, pues de todo esto no saldrá otra cosa que preocupaciones y penas, pero cómo renunciar a lo que hemos deseado tanto aunque se quede sólo un día y desaparezca, haciendo el vacío más vacío, y las noches más oscuras y las noches lluviosas más húmedas. Quitarnos esto sería como quitarnos la comida de la boca. Y miró al chico, que dormitaba pacíficamente en el fondo de la lancha. El chico se quejó, como en una pesadilla. —La gente. Cambiar y cambiar. La trampa. —Calma, calma —dijo La Farge acariciándole el pelo rizado. Tom se calló. La Farge ayudó a Anna y a Tom a salir de la lancha. —¡Aquí estamos! Anna sonrió a las luces, escuchó la música de los bares, los pianos, los gramófonos, observó a la gente que paseaba tomada del brazo por las calles animadas. —Quiero volver a casa —dijo Tom. —Antes no hablabas así —dijo Anna—. Siempre te gustaron las noches de sábado en el pueblo. —No te apartes de mí —le susurró Tom a La Farge—. No quiero caer en una trampa. Anna alcanzó a oírlo. —¡Deja de decir esas cosas! Vamos. La Farge advirtió que Tom le había tomado la mano. —Aquí estoy, Tom —dijo apretando la mano del chico. Miró a la muchedumbre que iba y venía y sintió, también, cierta inquietud—. No nos quedaremos mucho tiempo. —No digas tonterías, no nos iremos antes de las once —dijo Anna. Cruzaron una calle y tropezaron con tres borrachos. Hubo un momento de confusión, una separación, una media vuelta, y La Farge miró consternado alrededor. Tom no estaba entre ellos. —¿Adónde ha ido? —preguntó Anna, irritada—. Aprovecha cualquier ocasión para escaparse. ¡Tom! El señor La Farge corrió entre la muchedumbre, pero Tom había desaparecido. —Ya volverá. Estará en la lancha cuando nos vayamos —afirmó Anna, guiando a su marido hacia el cinematógrafo. De pronto, hubo una conmoción en la muchedumbre, y un hombre y una mujer pasaron corriendo junto a La Farge. La Farge los reconoció. Eran Joe Spaulding y su mujer. Antes de que pudiera hablarles, ya habían desaparecido. Sin dejar de mirar ansiosamente hacia la calle, compró las entradas y entró de mala gana en la poco acogedora oscuridad. A las once, Tom no estaba en el embarcadero. La señora La Farge se puso muy pálida. —No te preocupes. Yo lo encontraré. Espera aquí —dijo La Farge. —Date prisa. La voz de Anna murió en la superficie rizada del agua. La Farge caminó por las calles nocturnas, con las manos en los bolsillos. Las luces de alrededor se iban apagando, una a una. Unas pocas gentes se asomaban todavía a las ventanas pues la noche era calurosa, aunque unas nubes de tormenta pasaban de vez en cuando por el cielo estrellado. Mientras caminaba, La Farge pensaba en el chico, en sus constantes alusiones a una trampa, en el miedo que tenía a las muchedumbres y las ciudades. Esto no tiene sentido, reflexionó con cansancio. Tal vez el chico se ha ido para siempre, tal vez no ha existido nunca. La Farge dobló por una determinada callejuela, observando los números. —Hola, La Farge. Un hombre estaba sentado en el umbral de una puerta, fumando una pipa. —Hola, Mike. —¿Has peleado con tu mujer? ¿Estás calmándote con una caminata? —No, paseo nada más. —Parece que se te hubiera perdido algo. A propósito. Esta noche encontraron a alguien. ¿Conoces a Joe Spaulding? ¿Te acuerdas de su hija Lavinia? —Sí. La Farge se sintió traspasado de frío. Todo era como un sueño repetido. Ya sabía qué palabras vendrían ahora. —Lavinia volvió a casa esta noche —dijo Mike, y arrojó una bocanada de humo—. ¿Recuerdas que se perdió hace cerca de un mes en los fondos del mar muerto? Encontraron un cadáver que podría ser el suyo y desde entonces la familia Spaulding no ha estado bien. Spaulding iba de un lado a otro diciendo que Lavinia no había muerto, que aquel cadáver no era ella. Parece que tenía razón. Lavinia apareció esta noche. La Farge sintió que le faltaba el aire, que el corazón le golpeaba el pecho. —¿Dónde? —En la calle principal. Los Spaulding estaban comprando entradas para una función y de pronto vieron a Lavinia entre la gente. Qué impresión la de ellos, imagínate. Al principio Lavinia no los reconoció; pero la siguieron calle abajo y le hablaron y entonces ella recobró la memoria. —¿La has visto? —No, pero la he oído cantar. ¿Recuerdas con qué gracia cantaba Las bonitas orillas del lago Lomond? La oí hace un rato allá en la casa gorjeando para su padre. Es muy agradable oírla. Una muchacha encantadora. Era lamentable que se hubiera muerto. Ahora que ha regresado, todo es distinto. Pero oye, qué te pasa, no te veo muy bien. Entra y te serviré un whisky. —No, gracias, Mike. La Farge se alejó calle abajo. Oyó que Mike le daba las buenas noches y no contestó. Tenía la mirada fija en una casa de dos plantas con el techo de cristal donde serpenteaba una planta marciana de flores rojas. En la parte trasera de la casa, sobre el jardín, había un retorcido balcón de hierro. Las ventanas estaban iluminadas. Era muy tarde, y La Farge seguía pensando: «¿Cómo se sentirá Anna si no vuelvo con Tom? ¿Cómo recibirá este segundo golpe, esta segunda muerte? ¿Se acordará de la primera y a la vez de este sueño y de esta desaparición repentina? Oh Dios, tengo que encontrar a Tom, ¿o qué va a ser de Anna? Pobre Anna, me está esperando en el embarcadero». La Farge se detuvo y levantó la cabeza. En alguna parte, allá arriba, unas voces daban las buenas noches a otras voces muy dulces. Las puertas se abrían y cerraban, se apagaban las luces y continuaba oyéndose un canto suave. Un momento después una hermosa muchacha, de no más de dieciocho años, se asomó al balcón. La Farge la llamó a través del viento que comenzaba a levantarse. La muchacha se volvió y miró hacia abajo. —¿Quién está ahí? —Yo —dijo el viejo La Farge, y notando que esta respuesta era tonta y rara, se calló y los labios se le movieron en silencio. ¿Qué podía decir? ¿«Tom, hijo mío, soy tu padre»? ¿Cómo le hablaría? La muchacha pensaría que estaba loco y llamaría a la familia. La figura se inclinó hacia delante, asomándose a la luz ventosa. —Sé quién eres —dijo en voz baja—. Por favor, vete. No hay nada que pueda hacer por ti. —¡Tienes que volver! —Las palabras se le escaparon a La Farge. La figura iluminada por la luz de la luna se retiró a la sombra, donde no tenía identidad, donde no era más que una voz. —Ya no soy tu hijo. No teníamos que haber venido al pueblo. —¡Anna espera en el embarcadero! —Lo siento —dijo la voz tranquila—. Pero ¿qué puedo hacer? Soy feliz aquí; me quieren tanto como vosotros. Soy lo que soy y tomo lo que puedo. Ahora es demasiado tarde. Me han atrapado. —Pero, y Anna... Piensa qué golpe será para ella. —Los pensamientos son demasiado fuertes en esta casa; es como estar en la cárcel. No puedo cambiar otra vez. —Eres Tom, eras Tom, ¿verdad? ¡No estarás bromeando con un viejo! ¡No serás realmente Lavinia Spaulding! —No soy nadie; soy sólo yo mismo. Dondequiera que esté soy algo, y ahora soy algo que no puedes impedir. —No estás seguro en el pueblo. Estarás mejor en el canal, donde nadie puede hacerte daño —suplicó el viejo. —Es cierto. —La voz titubeó—. Pero he de pensar en ellos. ¿Qué sentirían mañana al despertar cuando vieran que me fui de nuevo, y esta vez para siempre? Además, la madre sabe lo que soy; lo ha adivinado como tú. Creo que todos lo adivinaron, aunque no hicieron preguntas. Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños. No soy quizá la muchacha muerta, pero soy algo casi mejor, el ideal que ellos imaginaron. Tendría que elegir entre dos víctimas: ellos o tu mujer. —Ellos son cinco, lo soportarían mejor que nosotros. —¡Por favor! —dijo la voz—. Estoy cansada. La voz del viejo se endureció. —Tienes que venir. No puedo permitir que Anna sufra otra vez. Eres nuestro hijo. Eres mi hijo, y nos perteneces. La sombra tembló. —¡No, por favor! —No perteneces a esta casa ni a esta gente. —No. No. —Tom, Tom, hijo mío, óyeme. Vuelve. Baja por la parra. Ven, Anna te espera; tendrás un hogar, y todo lo que quieras. El viejo alzaba los ojos esperando el milagro. Las sombras se movieron, la parra crujió levemente. Y al fin la voz dijo: —Bueno, papá. —¡Tom! La ágil figura de un niño se deslizó por la parra a la luz de las lunas. La Farge abrió los brazos para recibirlo. Una habitación se iluminó arriba, y en una ventana enrejada dijo una voz: —¿Quién anda ahí? —Date prisa, hijo mío. Más luces, más voces: —¡Alto o hago fuego! ¿No te ha pasado nada, Vinny? El ruido de pasos precipitados. El hombre y el chico corrieron por el jardín. Sonó un disparo. La bala dio en la pared en el momento en que cerraban el portón. —Tom, vete por ahí. Yo iré por aquí para despistarlos. Corre al canal. Allí estaré dentro de diez minutos. Se separaron. La luna se ocultó detrás de una nube. El viejo corrió en la oscuridad. —Anna, ¡aquí estoy! La vieja, temblando, lo ayudó a salvar a la lancha. —¿Dónde está Tom? —Llegará en un minuto —jadeó La Farge. Se volvieron y miraron las calles del pueblo dormido. Aún había alguna gente: un policía, un sereno, el piloto de un cohete, varios hombres solitarios que regresaban de alguna cita nocturna, dos parejas que salían de un bar riéndose. Una música sonaba débilmente en alguna parte. —¿Por qué no viene? —preguntó la vieja. —Ya vendrá, ya vendrá. Pero La Farge estaba inquieto. ¿Y si el niño hubiera sido atrapado otra vez, de algún modo, en alguna parte, mientras corría hacia el embarcadero, por las calles de medianoche, entre las casas oscuras? Era un trayecto muy largo, aun para un chico; sin embargo ya tenía que haber llegado. Y entonces, lejos, en la avenida iluminada por las lunas alguien corrió. La Farge gritó y calló en seguida, pues allá lejos resonaron también unas voces y otros pasos apresurados. Las ventanas se iluminaron una a una. La figura solitaria cruzó rápidamente la plaza, acercándose al embarcadero. No era Tom; no era más que una forma que corría, una forma con un rostro de plata que resplandecía a la luz de las lámparas, agrupadas en la plaza. Y a medida que se acercaba, la forma se hizo más y más familiar, y cuando llegó al embarcadero ya era Tom. Anna le tendió los brazos. La Farge se apresuró a desanudar las amarras. Pero ya era demasiado tarde. Un hombre, otro, una mujer, otros dos hombres y Spaulding aparecieron en la avenida y atravesaron de prisa la plaza silenciosa. Luego se detuvieron, perplejos. Miraron asombrados alrededor, como si quisieran volverse atrás. Todo les parecía ahora una pesadilla, una verdadera locura. Pero se acercaron, titubeando, deteniéndose y adelantándose. Era ya demasiado tarde. La noche, la aventura, todo había terminado. La Farge retorció la amarra entre los dedos. Se sintió desalentado y solo. La gente alzaba y bajaba los pies a la luz de la luna, acercándose rápidamente, con los ojos muy abiertos, hasta que todos, los diez llegaron al embarcadero. Se detuvieron, lanzaron unas miradas aturdidas a la lancha, y gritaron. —¡No se mueva, La Farge! Spaulding tenía un arma. Todo era evidente ahora. Tom atraviesa rápidamente las calles iluminadas por las lunas, solo, cruzándose con la gente. Un policía descubre la figura veloz. El policía gira sobre sí mismo, ve el rostro, pronuncia un nombre y echa a correr. ¡Alto! Había reconocido a un criminal. Y en todo el trayecto, la misma escena: hombres aquí, mujeres allá, serenos, pilotos de cohete. La fugitiva figura era todo para ellos, todas las identidades, todas las personas, todos los nombres. ¿Cuántos nombres diferentes se habían pronunciado en los últimos cinco minutos? ¿Cuántas caras diferentes, ninguna verdadera, se habían formado en la cara de Tom? Y en todo el trayecto el perseguido y los perseguidores, el sueño y los soñadores, la presa y los perros de presa. En todo el trayecto la revelación repentina, el destello de unos ojos familiares, el grito de un viejo, viejo nombre, los recuerdos de otros tiempos, la muchedumbre cada vez mayor. Todos lanzándose hacia delante mientras, como una imagen reflejada en diez mil espejos, diez mil ojos, el sueño fugitivo viene y va, con una cara distinta para todos, los que le preceden, los que vienen detrás, los que todavía no se han encontrado con él, los aún invisibles. Y ahora todos estaban allí, al lado de la lancha, reclamando sus sueños. «Del mismo modo —pensó La Farge—, nosotros queremos que sea Tom, y no Lavinia, no William, ni Roger, ni ningún otro. Pero todo ha terminado. Esto ha ido demasiado lejos.» —¡Salgan todos de la lancha! —les ordenó Spaulding. Tom saltó al embarcadero. Spaulding lo tomó por la muñeca. —Tú vienes a casa conmigo. Lo sé todo. —Espere —dijo el policía—. Es mi prisionero. Se llama Dexter. Lo buscan por asesinato. —¡No! —sollozó una mujer—. ¡Es mi marido! ¡Creo que puedo reconocer a mi marido! Otras voces se opusieron. El grupo se acercó. La señora La Farge se puso delante de Tom. —Es mi hijo. Nadie puede acusarlo. ¡Ya nos íbamos a casa! Tom, mientras tanto, temblaba y se sacudía con violencia. Parecía enfermo. El grupo se cerró, exigiendo, alargando las manos, aferrándose a Tom. Tom gritó. Y ante los ojos de todos, comenzó a transformarse. Fue Tom, y James, y un tal Switchman, y un tal Butterfield; fue el alcalde del pueblo, y una muchacha, Judith; y un marido, William; y una esposa, Clarisse. Como cera fundida, tomaba la forma de todos los pensamientos. La gente gritó y se acercó a él, suplicando. Tom chilló, estirando las manos, y el rostro se le deshizo muchas veces. —¡Tom! —gritó La Farge. —¡Alicia! —llamó alguien. —¡William! Le retorcieron las manos y lo arrastraron de un lado a otro, hasta que al fin, con un último grito de terror, Tom cayó al suelo. Quedó tendido sobre las piedras, como una cera fundida que se enfría lentamente, un rostro que era todos los rostros, un ojo azul, el otro amarillo; el pelo castaño, rojo, rubio, negro, una ceja espesa, la otra fina, una mano muy grande, la otra pequeña. Nadie se movió. Se llevaron las manos a la boca. Se agacharon junto a él. —Está muerto —dijo al fin una voz. Empezó a llover. La lluvia cayó sobre la gente, y todos alzaron los ojos. Lentamente, y después más de prisa, se volvieron, dieron unos pasos, y echaron a correr, dispersándose. Un minuto después, la plaza estaba desierta. Sólo quedaron el señor La Farge y su mujer, horrorizados, cabizbajos, tomados de la mano. La lluvia cayó sobre el rostro irreconocible. Anna no dijo nada, pero empezó a llorar. —Vamos a casa, Anna. No hay nada que podamos hacer —dijo el viejo. Subieron a la lancha y se alejaron por el canal, en la oscuridad. Entraron en la casa, encendieron la chimenea y se calentaron las manos. Se acostaron, y juntos, helados y encogidos, escucharon la lluvia que caía otra vez sobre el techo. —¡Escucha! —dijo La Farge a medianoche—. ¿Has oído algo? —Nada, nada. —Voy a mirar, de todos modos. Atravesó a tientas el cuarto oscuro, y esperó algún tiempo al lado de la puerta de la calle. Al fin abrió y miró afuera. La lluvia caía desde el cielo negro, sobre el patio desierto, sobre el canal y entre las montañas azules. La Farge esperó cinco minutos y después, suavemente, con las manos húmedas, entró en la casa, cerró la puerta y echó el cerrojo.

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