Los heraldos negros, de Cesar Vallejo

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé.
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé.

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes ... Yo no sé!

Dos hombres rememoran sus vidas, Jorge L. Borges

Empédocles de Agrigento, del siglo v antes de Cristo:

"Yo he sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar"

Taliessin, bardo galense del siglo v de la era cristiana:

"Yo he sido la hoja de una espada,

Yo he sido una gota en el aire,

Yo he sido una estrella luciente,

Yo he sido una palabra en un libro,

Yo he sido un libro en el principio,

Yo he sido una luz en una linterna,

Yo he sido un puente que atraviesa sesenta ríos,

Yo he viajado como un águila,

Yo he sido una barca en el mar,

Yo he sido un capitán en la batalla,

Yo he sido una espada en la mano,

Yo he sido un escudo en la guerra,

Yo he sido la cuerda de un arpa,

Durante un año estuve hechizado en la espuma del agua"

El último discurso de Satanás, de John Milton

(párrafo extraido del "Paraíso Perdido")

¡Legiones de espíritus inmortales! ¡Dioses con quienes sólo puede igualarse el Omnipotente! No dejó aquel combate de ser glorioso, por más que el resultado fuera adverso, como lo atestigua este lugar y este terrible cambio sobre el que es odioso discurrir. Pero ¿qué espíritu, por previsor que fuera, y por más que tuviera profundo conocimiento de lo pasado y de lo presente, habría temido que la fuerza unida de tantos dioses como estos, llegaría a ser rechazada? ¿Quién podría creer, aun después de nuestra derrota, que todas estas poderosas legiones, cuyo destierro ha dejado desierto el cielo, no volverían en sí, levantándose a recobrar su primitiva morada? En cuanto a mí, todo el ejército celeste es testigo de que ni las opiniones contrarias a la mía, ni los peligros en que me he visto han podido frustrar mis esperanzas; pero Aquel que reinando como monarca en el cielo, había estado hasta entonces seguro sobre su trono, sostenido por una antigua reputación, por el consentimiento o la costumbre, hacía ante nosotros ostentación de su pompa regia, mas nos ocultaba su fuerza, con lo que nos alentó a la empresa que ha sido causa de nuestra ruina. Ahora ya sabemos cuál es su poder y cuál el nuestro, de modo que si no provocamos, tampoco tememos que se nos declare una nueva guerra. Lo mejor que podemos hacer es fomentar algún secreto designio para obtener por astucia o por artificio lo que no hemos conseguido por la fuerza, para que al fin podamos probarle que el que vence por la fuerza, no triunfa sino a medias sobre su enemigo. El espacio puede producir nuevos mundos, y sobre esto circulaba en el cielo hace tiempo un rumor, respecto a que el Omnipotente pensaba crear en breve una generación que sus predilectas miradas contemplarían como igual a la de los hijos del cielo. Contra ese mundo podríamos intentar nuestra primera agresión, tan siquiera como ensayo; contra ese o cualquier otro, porque este antro infernal no retendrá cautivos para siempre a los espíritus celestiales, ni estarán sumidos mucho tiempo en las tinieblas del abismo. Tales proyectos, sin embargo, deben madurarse en pleno consejo. Ya no queda esperanza de paz, porque, ¿quién pensaría en someterse? ¡Habrá guerra! ¡Guerra franca o encubierta es lo que debemos determinar!

El emperador de China, de Marco Denevi

Cuando el emperador Wu Ti murió en su vasto lecho, en lo más profundo del palacio imperial, nadie se dio cuenta. Todos estaban demasiado ocupados en obedecer sus órdenes. El único que lo supo fue Wang Mang, el primer ministro, hombre ambicioso que aspiraba al trono. No dijo nada y ocultó el cadáver. Transcurrió un año de increíble prosperidad para el imperio. Hasta que, por fin, Wang Mang mostró al pueblo el esqueleto pelado, del difunto emperador. ¿Veis? -dijo- Durante un año un muerto se sentó en el trono. Y quien realmente gobernó fui yo. Merezco ser el emperador.
El pueblo, complacido, lo sentó en el trono y luego lo mató, para que fuese tan perfecto como su predecesor y la prosperidad del imperio continuase.

Capítulo 22 de la Segunda Parte del Quijote (Cueva de Montesinos).

De las admirables cosas que el estremado don Quijote contó que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa


Las cuatro de la tarde serían cuando el sol, entre nubes cubierto, con luz escasa y templados rayos, dio lugar a don Quijote para que, sin calor y pesadumbre, contase a sus dos clarísimos oyentes lo que en la cueva de Montesinos había visto. Y comenzó en el modo siguiente:
- A obra de doce o catorce estados de la profundidad desta mazmorra, a la derecha mano, se hace una concavidad y espacio capaz de poder caber en ella un gran carro con sus mulas. éntrale una pequeña luz por unos resquicios o agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra. Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo cuando ya iba cansado y mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura región abajo, sin llevar cierto ni determinado camino; y así, determiné entrarme en ella y descansar un poco. Di voces, pidiéndoos que no descolgásedes más soga hasta que yo os lo dijese, pero no debistes de oírme. Fui recogiendo la soga que enviábades, y, haciendo della una rosca o rimero, me senté sobre él, pensativo además, considerando lo que hacer debía para calar al fondo, no teniendo quién me sustentase; y, estando en este pensamiento y confusión, de repente y sin procurarlo, me salteó un sueño profundísimo; y, cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto; con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora. Ofrecióseme luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados; del cual abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacía mí se venía un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el suelo le arrastraba: ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura; no traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz; el continente, el paso, la gravedad y la anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y admiraron. Llegóse a mí, y lo primero que hizo fue abrazarme estrechamente, y luego decirme: ''Luengos tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte, para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña sólo guardada para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo stupendo. Ven conmigo, señor clarísimo, que te quiero mostrar las maravillas que este transparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre''. Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fue verdad lo que en el mundo de acá arriba se contaba: que él había sacado de la mitad del pecho, con una pequeña daga, el corazón de su grande amigo Durandarte y llevádole a la Señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte. Respondióme que en todo decían verdad, sino en la daga, porque no fue daga, ni pequeña, sino un puñal buido, más agudo que una lezna.
- Debía de ser -dijo a este punto Sancho- el tal puñal de Ramón de Hoces, el sevillano.
- No sé -prosiguió don Quijote-, pero no sería dese puñalero, porque Ramón de Hoces fue ayer, y lo de Roncesvalles, donde aconteció esta desgracia, ha muchos años; y esta averiguación no es de importancia, ni turba ni altera la verdad y contesto de la historia.
- Así es -respondió el primo-; prosiga vuestra merced, señor don Quijote, que le escucho con el mayor gusto del mundo.
- No con menor lo cuento yo -respondió don Quijote-; y así, digo que el venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde en una sala baja, fresquísima sobremodo y toda de alabastro, estaba un sepulcro de mármol, con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a un caballero tendido de largo a largo, no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe hecho, como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros huesos. Tenía la mano derecha (que, a mi parecer, es algo peluda y nervosa, señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta sobre el lado del corazón, y, antes que preguntase nada a Montesinos, viéndome suspenso mirando al del sepulcro, me dijo: ''éste es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo; tiénele aquí encantado, como me tiene a mí y a otros muchos y muchas, Merlín, aquel francés encantador que dicen que fue hijo del diablo; y lo que yo creo es que no fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo. El cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe, y ello dirá andando los tiempos, que no están muy lejos, según imagino. Lo que a mí me admira es que sé, tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque, según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que le tiene pequeño. Pues siendo esto así, y que realmente murió este caballero, ¿cómo ahora se queja y sospira de cuando en cuando, como si estuviese vivo?'' Esto dicho, el mísero Durandarte, dando una gran voz, dijo:
''¡Oh, mi primo Montesinos!
Lo postrero que os rogaba,
que cuando yo fuere muerto,
y mi ánima arrancada,
que llevéis mi corazón
adonde Belerma estaba,
sacándomele del pecho,
ya con puñal, ya con daga.''
Oyendo lo cual el venerable Montesinos, se puso de rodillas ante el lastimado caballero, y, con lágrimas en los ojos, le dijo: ''Ya, señor Durandarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me mandastes en el aciago día de nuestra pérdida: yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que os dejase una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de puntas; yo partí con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto en el seno de la tierra, con tantas lágrimas, que fueron bastantes a lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que tenían, de haberos andado en las entrañas; y, por más señas, primo de mi alma, en el primero lugar que topé, saliendo de Roncesvalles, eché un poco de sal en vuestro corazón, porque no oliese mal, y fuese, si no fresco, a lo menos amojamado, a la presencia de la señora Belerma; la cual, con vos, y conmigo, y con Guadiana, vuestro escudero, y con la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, y con otros muchos de vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquí encantados el sabio Merlín ha muchos años; y, aunque pasan de quinientos, no se ha muerto ninguno de nosotros: solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió de tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de Ruidera; las siete son de los reyes de España, y las dos sobrinas, de los caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan. Guadiana, vuestro escudero, plañendo asimesmo vuestra desgracia, fue convertido en un río llamado de su mesmo nombre; el cual, cuando llegó a la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero, como no es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus aguas las referidas lagunas, con las cuales y con otras muchas que se llegan, entra pomposo y grande en Portugal. Pero, con todo esto, por dondequiera que va muestra su tristeza y melancolía, y no se precia de criar en sus aguas peces regalados y de estima, sino burdos y desabridos, bien diferentes de los del Tajo dorado; y esto que agora os digo, ¡oh primo mío!, os lo he dicho muchas veces; y, como no me respondéis, imagino que no me dais crédito, o no me oís, de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo sabe. Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en ninguna manera. Sabed que tenéis aquí en vuestra presencia, y abrid los ojos y veréislo, aquel gran caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín, aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros fuésemos desencantados; que las grandes hazañas para los grandes hombres están guardadas''. ''Y cuando así no sea -respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja-, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar''. Y, volviéndose de lado, tornó a su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra. Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos, acompañados de profundos gemidos y angustiados sollozos; volví la cabeza, y vi por las paredes de cristal que por otra sala pasaba una procesión de dos hileras de hermosísimas doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes blancos sobre las cabezas, al modo turquesco. Al cabo y fin de las hileras venía una señora, que en la gravedad lo parecía, asimismo vestida de negro, con tocas blancas tan tendidas y largas, que besaban la tierra. Su turbante era mayor dos veces que el mayor de alguna de las otras; era cejijunta y la nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes, que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien puestos, aunque eran blancos como unas peladas almendras; traía en las manos un lienzo delgado, y entre él, a lo que pude divisar, un corazón de carne momia, según venía seco y amojamado. Díjome Montesinos como toda aquella gente de la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejor decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su primo; y que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la fama, era la causa las malas noches y peores días que en aquel encantamento pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza. ''Y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil, ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aun años, que no le tiene ni asoma por sus puertas, sino del dolor que siente su corazón por el que de contino tiene en las manos, que le renueva y trae a la memoria la desgracia de su mal logrado amante; que si esto no fuera, apenas la igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan celebrada en todos estos contornos, y aun en todo el mundo''. ''¡Cepos quedos! -dije yo entonces-, señor don Montesinos: cuente vuesa merced su historia como debe, que ya sabe que toda comparación es odiosa, y así, no hay para qué comparar a nadie con nadie. La sin par Dulcinea del Toboso es quien es, y la señora doña Belerma es quien es, y quien ha sido, y quédese aquí''. A lo que él me respondió: ''Señor don Quijote, perdóneme vuesa merced, que yo confieso que anduve mal, y no dije bien en decir que apenas igualara la señora Dulcinea a la señora Belerma, pues me bastaba a mí haber entendido, por no sé qué barruntos, que vuesa merced es su caballero, para que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo''. Con esta satisfación que me dio el gran Montesinos se quietó mi corazón del sobresalto que recebí en oír que a mi señora la comparaban con Belerma.
- Y aun me maravillo yo -dijo Sancho- de cómo vuestra merced no se subió sobre el vejote, y le molió a coces todos los huesos, y le peló las barbas, sin dejarle pelo en ellas.
- No, Sancho amigo -respondió don Quijote-, no me estaba a mí bien hacer eso, porque estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque no sean caballeros, y principalmente a los que lo son y están encantados; yo sé bien que no nos quedamos a deber nada en otras muchas demandas y respuestas que entre los dos pasamos.
A esta sazón dijo el primo:
- Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de tiempo como ha que está allá bajo, haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto.
- ¿Cuánto ha que bajé? -preguntó don Quijote.
- Poco más de una hora -respondió Sancho.
- Eso no puede ser -replicó don Quijote-, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y amanecer tres veces; de modo que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra.
- Verdad debe de decir mi señor -dijo Sancho-, que, como todas las cosas que le han sucedido son por encantamento, quizá lo que a nosotros nos parece un hora, debe de parecer allá tres días con sus noches.
- Así será -respondió don Quijote.
- Y ¿ha comido vuestra merced en todo este tiempo, señor mío? -preguntó el primo.
- No me he desayunado de bocado -respondió don Quijote-, ni aun he tenido hambre, ni por pensamiento.
- Y los encantados, ¿comen? -dijo el primo.
- No comen -respondió don Quijote-, ni tienen escrementos mayores; aunque es opinión que les crecen las uñas, las barbas y los cabellos.
- ¿Y duermen, por ventura, los encantados, señor? -preguntó Sancho.
- No, por cierto -respondió don Quijote-; a lo menos, en estos tres días que yo he estado con ellos, ninguno ha pegado el ojo, ni yo tampoco.
- Aquí encaja bien el refrán -dijo Sancho- de dime con quién andas, decirte he quién eres: ándase vuestra merced con encantados ayunos y vigilantes, mirad si es mucho que ni coma ni duerma mientras con ellos anduviere. Pero perdóneme vuestra merced, señor mío, si le digo que de todo cuanto aquí ha dicho, lléveme Dios, que iba a decir el diablo, si le creo cosa alguna.
- ¿Cómo no? -dijo el primo-, pues ¿había de mentir el señor don Quijote, que, aunque quisiera, no ha tenido lugar para componer e imaginar tanto millón de mentiras?
- Yo no creo que mi señor miente -respondió Sancho.
- Si no, ¿qué crees? -le preguntó don Quijote.
- Creo -respondió Sancho- que aquel Merlín, o aquellos encantadores que encantaron a toda la chusma que vuestra merced dice que ha visto y comunicado allá bajo, le encajaron en el magín o la memoria toda esa máquina que nos ha contado, y todo aquello que por contar le queda.
- Todo eso pudiera ser, Sancho -replicó don Quijote-, pero no es así, porque lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas manos. Pero, ¿qué dirás cuando te diga yo ahora cómo, entre otras infinitas cosas y maravillas que me mostró Montesinos, las cuales despacio y a sus tiempos te las iré contando en el discurso de nuestro viaje, por no ser todas deste lugar, me mostró tres labradoras que por aquellos amenísimos campos iban saltando y brincando como cabras; y, apenas las hube visto, cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea del Toboso, y las otras dos aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hablamos a la salida del Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía, respondióme que no, pero que él imaginaba que debían de ser algunas señoras principales encantadas, que pocos días había que en aquellos prados habían parecido; y que no me maravillase desto, porque allí estaban otras muchas señoras de los pasados y presentes siglos, encantadas en diferentes y estrañas figuras, entre las cuales conocía él a la reina Ginebra y su dueña Quintañona, escanciando el vino a Lanzarote,
cuando de Bretaña vino.
Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio, o morirse de risa; que, como él sabía la verdad del fingido encanto de Dulcinea, de quien él había sido el encantador y el levantador de tal testimonio, acabó de conocer indubitablemente que su señor estaba fuera de juicio y loco de todo punto; y así, le dijo:
- En mala coyuntura y en peor sazón y en aciago día bajó vuestra merced, caro patrón mío, al otro mundo, y en mal punto se encontró con el señor Montesinos, que tal nos le ha vuelto. Bien se estaba vuestra merced acá arriba con su entero juicio, tal cual Dios se le había dado, hablando sentencias y dando consejos a cada paso, y no agora, contando los mayores disparates que pueden imaginarse.
- Como te conozco, Sancho -respondió don Quijote-, no hago caso de tus palabras.
- Ni yo tampoco de las de vuestra merced -replicó Sancho-, siquiera me hiera, siquiera me mate por las que le he dicho, o por las que le pienso decir si en las suyas no se corrige y enmienda. Pero dígame vuestra merced, ahora que estamos en paz: ¿cómo o en qué conoció a la señora nuestra ama? Y si la habló, ¿qué dijo, y qué le respondió?
- Conocíla -respondió don Quijote- en que trae los mesmos vestidos que traía cuando tú me le mostraste. Habléla, pero no me respondió palabra; antes, me volvió las espaldas, y se fue huyendo con tanta priesa, que no la alcanzara una jara. Quise seguirla, y lo hiciera, si no me aconsejara Montesinos que no me cansase en ello, porque sería en balde, y más porque se llegaba la hora donde me convenía volver a salir de la sima. Díjome asimesmo que, andando el tiempo, se me daría aviso cómo habían de ser desencantados él, y Belerma y Durandarte, con todos los que allí estaban; pero lo que más pena me dio, de las que allí vi y noté, fue que, estándome diciendo Montesinos estas razones, se llegó a mí por un lado, sin que yo la viese venir, una de las dos compañeras de la sin ventura Dulcinea, y, llenos los ojos de lágrimas, con turbada y baja voz, me dijo: ''Mi señora Dulcinea del Toboso besa a vuestra merced las manos, y suplica a vuestra merced se la haga de hacerla saber cómo está; y que, por estar en una gran necesidad, asimismo suplica a vuestra merced, cuan encarecidamente puede, sea servido de prestarle sobre este faldellín que aquí traigo, de cotonía, nuevo, media docena de reales, o los que vuestra merced tuviere, que ella da su palabra de volvérselos con mucha brevedad''. Suspendióme y admiróme el tal recado, y, volviéndome al señor Montesinos, le pregunté: ''¿Es posible, señor Montesinos, que los encantados principales padecen necesidad?'' A lo que él me respondió: ''Créame vuestra merced, señor don Quijote de la Mancha, que ésta que llaman necesidad adondequiera se usa, y por todo se estiende, y a todos alcanza, y aun hasta los encantados no perdona; y, pues la señora Dulcinea del Toboso envía a pedir esos seis reales, y la prenda es buena, según parece, no hay sino dárselos; que, sin duda, debe de estar puesta en algún grande aprieto''. ''Prenda, no la tomaré yo -le respondí-, ni menos le daré lo que pide, porque no tengo sino solos cuatro reales''; los cuales le di (que fueron los que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna a los pobres que topase por los caminos), y le dije: ''Decid, amiga mía, a vuesa señora que a mí me pesa en el alma de sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar para remediarlos; y que le hago saber que yo no puedo ni debo tener salud careciendo de su agradable vista y discreta conversación, y que le suplico, cuan encarecidamente puedo, sea servida su merced de dejarse ver y tratar deste su cautivo servidor y asendereado caballero. Diréisle también que, cuando menos se lo piense, oirá decir como yo he hecho un juramento y voto, a modo de aquel que hizo el marqués de Mantua, de vengar a su sobrino Baldovinos, cuando le halló para espirar en mitad de la montiña, que fue de no comer pan a manteles, con las otras zarandajas que allí añadió, hasta vengarle; y así le haré yo de no sosegar, y de andar las siete partidas del mundo, con más puntualidad que las anduvo el infante don Pedro de Portugal, hasta desencantarla''. ''Todo eso, y más, debe vuestra merced a mi señora'', me respondió la doncella. Y, tomando los cuatro reales, en lugar de hacerme una reverencia, hizo una cabriola, que se levantó dos varas de medir en el aire.
- ¡Oh santo Dios! -dijo a este tiempo dando una gran voz Sancho-. ¿Es posible que tal hay en el mundo, y que tengan en él tanta fuerza los encantadores y encantamentos, que hayan trocado el buen juicio de mi señor en una tan disparatada locura? ¡Oh señor, señor, por quien Dios es, que vuestra merced mire por sí y vuelva por su honra, y no dé crédito a esas vaciedades que le tienen menguado y descabalado el sentido!
- Como me quieres bien, Sancho, hablas desa manera -dijo don Quijote-; y, como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles; pero andará el tiempo, como otra vez he dicho, y yo te contaré algunas de las que allá abajo he visto, que te harán creer las que aquí he contado, cuya verdad ni admite réplica ni disputa.

El señor León enamorado, de Angela Carter

Del otro lado de la ventana de su cocina, los árboles de la alameda resplandecían como si la nieve irradiara una luz propia; hacia el anochecer, mientras el cielo se poblaba de sombras y la nieve caía aún en copos trémulos, un albor de una palidez feérica reverberó sobre el paisaje invernal. La bella adolescente que, con la piel nimbada por esa misma luz interior, se hubiera dicho también ella hecha de nieve, hace un alto en sus quehaceres en la humilde cocina para escudriñar el camino. Nada ni nadie ha pasado por allí en todo el día, y se despliega blanco e impoluto a través de los campos como una ancha cinta de raso nupcial.
Padre dijo que estaría de vuelta antes del anochecer.
La nieve ha derribado todos los cables de teléfono; no podrá llamar, ni aun con las mejores noticias.
Los caminos están malos. Espero que no haya tenido ningún contratiempo.

Pero el viejo automóvil se ha atascado en una huella, no va ni para atrás ni para adelante; el motor rechina, tose, se apaga, y él está lejos de casa. Arruinado ya una vez; y ahora, como se lo anunciaran esa misma mañana sus abogados, de nuevo en la ruina; al término de lentos, dilatados trapicheos tendientes a recuperar su fortuna, ha vaciado sus bolsillos y no ha encontrado en ellos más que el dinero apenas suficiente para la gasolina que lo devolverá a casa. No le ha quedado ni siquiera con qué comprarle a Bella, su hija, la niña de sus ojos, esa rosa blanca que ella dijo desear; el único regalo que ha pedido, cualquiera que fuese el resultado de la transacción, por muy rico que a su regreso volviera a ser. Tan poco ha pedido y él no podrá ofrecérselo. Maldijo el automóvil inservible, la gota que había colmado el cáliz de su amargura; qué otro remedio que ceñirse la vieja pelliza, abandonar el montón de chatarra y echarse a andar por el camino cubierto de nieve en busca de auxilio.
Detrás de un portón de hierro forjado, un corto sendero conducía, describiendo bajo la nieve un reticente floreo, a la entrada de la perfecta réplica en miniatura de una mansión paladiana que parecía ocultarse, tímida, tras las faldas cuajadas de nieve de un añoso ciprés. Era casi de noche; y aquella casa, con su gracia serena, retraída, melancólica, se hubiera dicho desierta a no ser por una lucecita temblorosa, allá arriba, en una ventana, tan tenue como el reflejo de una estrella, si acaso alguna estrella hubiera podido filtrarse a través de la nieve que caía en remolinos cada vez más espesos. Helado hasta los huesos, empujó el cerrojo y, con un aguijonazo de dolor, vio que del mustio fantasma de una maraña de espinas pendía aún el andrajo marchito de una rosa blanca.
Ruidoso, demasiado ruidoso, como una campanada, resonó el portón al cerrarse detrás de él, y las resonancias parecieron por un instante irrevocables, enfáticas, ominosas, como si el portón ahora cerrado aislara del mundo de afuera todo cuanto contenía el amurallado jardín invernal. Y a cierta distancia, aunque a qué distancia no pudo precisarlo, oyó el rumor más extraño del mundo: un rugido potente, como de una bestia carnicera.
Demasiado afligido para permitir que nada lo intimidase, se encaminó resueltamente hacia la puerta de caoba. Esta puerta estaba provista de una aldaba en forma de cabeza de león, con una argolla a través de los ollares; cuando alzó la mano para llamar se percató de que esa cabeza de león no era de bronce, como le pareció al principio, sino de oro macizo. Sin embargo, antes de que pudiera anunciar su presencia, la puerta se abrió hacia adentro, silenciosa, sobre sus aceitados goznes y se encontró en un salón blanco donde las bujías de una araña enorme derramaban su luz benigna sobre tantas, tantísimas flores en grandes ánforas de cristal, que fue como si la primavera misma, toda ella, al inhalar una profunda bocanada del aire perfumado, lo aspirase a su tibieza. Pero en aquel vestíbulo no había alma viviente.
Tan silenciosa como se abriera, la puerta se cerró detrás de él, pero esta vez ya no sintió temor alguno, si bien por la insoslayable atmósfera de irrealidad que allí reinaba comprendió que acababa de entrar a un lugar de privilegio en donde no tenían por qué regir las leyes del mundo conocido, dado que los muy ricos suelen ser muy excéntricos y aquélla era, a todas luces, la morada de un hombre de inmensa fortuna. Al ver que nadie acudía para ayudarlo con su abrigo, él mismo se lo quitó. Y entonces los caireles de la araña tintinearon levemente como soltando una risita de complacencia, y la puerta de un guardarropa se abrió por propia voluntad. En ese guardarropa no había sin embargo prenda alguna, ni siquiera el impermeable de rigor en toda casa solariega para acoger su pelliza de castellano. Pero cuando de nuevo salió al vestíbulo alguien lo esperaba al fin; y era, ni más ni menos, una spaniel King Charles bermeja y blanca, echada, la inteligente cabeza alerta, sobre el caminero Kelim. Una vez más tuvo la reconfortante prueba de la riqueza y excentricidad de su invisible anfitrión al ver que la perra llevaba, en vez de dogal, un collar de diamantes.
La perra al verlo se levantó de un salto, lo saludó con alborozo y luego lo guió, diligente (¡qué divertido!), hasta un pequeño y confortable estudio artesonado en cuero, en el primer piso, donde junto a un chisporroteante fuego de leña una mesa baja, ya tendida, parecía estar esperándole. Encima de la mesa, una bandeja de plata; rodeando el cuello del botellón de whisky, un collarín de plata con la leyenda Bébeme y en la tapadera de la fuentecilla, también de plata, grabada en elegante cursiva, la exhortación Cómeme. La fuentecilla contenía emparedados de gruesas tajadas de rosbif todavía sangrantes. Bebió el whisky con soda y comió los emparedados con una excelente mostaza que habían tenido la buena idea de proveer en un cuenco de gres, y la perra, satisfecha de que se hubiera servido, se marchó al trote a ocuparse de sus propios asuntos.
Para que el padre de Bella se sintiera enteramente a gusto sólo bastó que encontrase ahora, en un nicho detrás de una cortina, no sólo un teléfono sino también la tarjeta de un garaje que ofrecía servicio de auxilio durante las veinticuatro horas; luego de un par de llamadas pudo confirmar que, gracias a Dios, la avería no era grave, nada más que la vejez del coche y el frío... ¿Podría él recogerlo en la aldea dentro de una hora? E instrucciones para llegar a la aldea, a apenas media milla de distancia, le fueron suministradas en un nuevo tono de deferencia, tan pronto como él describió la mansión desde donde llamaba.
Y oyó con desconcierto pero, dada su indigente situación, con profundo alivio, que la factura correría por cuenta de su hospitalario aunque ausente anfitrión. Ningún problema, aseguró el mecánico; era la costumbre del dueño de casa.
Tiempo para otro whisky mientras intentaba sin éxito telefonear a Bella para decirle que llegaría con retraso; pero las líneas todavía estaban interrumpidas, si bien al salir la luna la borrasca se había despejado milagrosamente y una rápida mirada por entre los cortinados de terciopelo le reveló un paisaje como de marfil con incrustaciones de plata. Entonces la perra apareció de nuevo trayendo con delicadeza su sombrero en la boca, y meneando alegremente la cola para hacerle saber que ya era hora de marcharse, que esa mágica hospitalidad había concluido.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, pudo ver que los ojos del león eran dos ágatas.
Grandes guirnaldas de nieve cuajaban ahora precariamente los rosales y cuando en su camino hacia el portón rozó una rama, una fría brazada chocó con suavidad contra el suelo para revelarle, milagrosamente incólume, una última rosa, solitaria y perfecta, que bien podía ser la última rosa viva en todo el blanco invierno. Y de tan intensa y a la vez tan delicada fragancia que parecía vibrar como un dulcémele en el aire escarchado.
¿Podría acaso su anfitrión, tan misterioso, tan magnánimo, negar a Bella su regalo?
No distante esta vez sino cercano, cercano como aquella puerta de caoba, se elevó un rugido potente, furibundo; el jardín pareció contener, atemorizado, la respiración. Pero aun así, porque amaba a su hija, el padre de Bella robó la flor.
Súbitamente todas las ventanas de la casa ardieron con una luz furiosa y, precedido por una fuga de ladridos como de una jauría de leones, apareció su anfitrión.

Una gran corpulencia irradia, siempre, un halo de dignidad, de prestancia, una sensación de estar allí más que la mayoría de nosotros. La criatura que ahora enfrentaba al padre de Bella le parecía a éste, en su turbación, más vasta que la casa que poseía, maciza pero ágil, y la luz de la luna refulgía en la profusa y revuelta melena, en los ojos verdes como el ágata, en los pelos dorados de las grandes zarpas que ahora, mientras lo zamarreaba como una niña enfadada zamarrea a su muñeca, le atenaceaban la carne a través de su pelliza.
Esta aparición leonina sacudió al padre de Bella hasta que el buen hombre empezó a dar diente con diente, y sólo entonces lo dejó caer, inerme, de rodillas, en tanto la perra, que había salido al jardín veloz como una flecha, bailaba en torno de ellos, aullando con desesperación como una dama en cuya fiesta dos invitados se agarran a golpes.
—Mi buen amigo —balbuceó el padre de Bella; pero la única respuesta fue un nuevo rugido.
—¿Buen amigo? ¡Yo no soy ningún buen amigo! Yo soy la Bestia, y así deberás llamarme, en tanto yo a ti te llamaré Ladrón.
—Perdonadme, Bestia, que haya robado en vuestro jardín.
Cabeza de león; melena y afiladas garras de león; erguido sobre sus patas traseras como un león enfurecido, y sin embargo vestía un smoking de opaco brocado rojo, y era el dueño de aquella hermosa casa y de las lomas circundantes.
—Era para mi hija —dijo el padre de Bella—. Todo cuanto ella deseaba en el mundo era una rosa blanca, perfecta.
La Bestia le arrebató con rudeza la fotografía que había sacado de su cartera y la inspeccionó, al principio de mal talante, luego con una suerte de extraño asombro, casi al despertar de un presentimiento. La cámara había captado cierta expresión que ella tenía, a veces, de absoluta dulzura y absoluta gravedad, como si sus ojos pudieran atravesar las apariencias y ver las almas. Cuando le devolvió la foto, la Bestia tuvo cuidado de no arañar la superficie con sus garras.
—Llévale su rosa, entonces. Pero tráela a cenar —gruñó.
¿Y qué otra cosa podía hacer él?

Aunque su padre le había anticipado cuál era la naturaleza del ser que la esperaba, Bella no pudo reprimir, al verlo, un estremecimiento de terror, porque un león es un león y un hombre es un hombre, y si bien los leones son muchísimo más hermosos que nosotros, pertenecen a un distinto orden de belleza, y no nos tienen, por lo demás, respeto alguno; ¿por qué habrían de tenerlo? Más aún, las criaturas salvajes sienten un miedo de nosotros mucho más racional que el que nosotros sentimos de ellas, y una cierta tristeza en esos ojos de ágata, que parecían casi ciegos, como hastiados de mirar, la conmovió.
Sentado a la cabecera, hierático como un mascarón de proa, presidió la cena; el comedor era Reina Ana, cubierto de tapices, una joya. Salvo una sopa aromática que una lamparilla de alcohol mantenía caliente, la comida, aunque exquisita, era fría, un ave fría, un soufflé frío, queso. La Bestia pidió al padre de Bella que sirviera las viandas de un trinchante, pero él, él mismo no probó bocado. Admitió a regañadientes lo que Bella ya había sospechado: que la presencia de criados le desagradaba porque una presencia humana constante le recordaría demasiado amargamente su diferencia, pero la perra permaneció echada a sus pies durante toda la comida, levantándose de tanto en tanto para estar segura de que todo marchaba a pedir de boca.
Qué extraño era. Tan extraño, tan distinto de ella que su diferencia le resultaba casi intolerable; su presencia la ahogaba. Sentía como una presión intensa, insonora en esa casa, como si estuviera debajo del agua, y cuando vio las grandes zarpas posadas en los brazos del sillón, pensó: son la muerte de todo tierno herbívoro; y así se sentía ella: la víctima propiciatoria, la impoluta Niña Cordera.
No obstante, allí estaba y sonreía, porque ése era el deseo de su padre; y cuando la Bestia explicó cómo habría de ayudarle en la apelación de la sentencia, ella sonrió no sólo con los labios sino con los ojos. Pero luego, a la hora del coñac, cuando la Bestia con ese ronroneo difuso, cavernoso que era su forma de hablar, sugirió con un dejo de timidez, de temor al rechazo, que mientras su padre volvía a Londres para reanudar los forcejeos legales ella se quedara allí con él, Bella pudo a duras penas forzar una sonrisa. Pues al instante comprendió, con un ramalazo de pavor, que debería hacerlo y que su visita a la Bestia habría de ser, en una escala mágicamente recíproca, el precio de la buena fortuna de su padre.
No penséis que Bella era una joven sin voluntad propia; nada de eso, pero un inusual sentido del deber la impulsaba a consentir; además, por su padre, a quien amaba entrañablemente, hubiera ido con placer al fin del mundo.
Bella tenía en su alcoba una maravillosa cama de cristal; disponía además de un cuarto de baño con toallas tupidas como vellón y redomas de suaves ungüentos; y de una salita con un empapelado antiguo de aves del paraíso y figuras chinescas, y libros y cuadros preciosos y flores, flores que crecían cultivadas por jardineros invisibles en los invernáculos de la Bestia. A la mañana siguiente su padre la besó y partió para la ciudad con un fulgor de renovado optimismo en la mirada, y Bella se alegró por él pese a que añoraba el humilde hogar de su pobreza. Todo ese lujo inusitado era a sus ojos una amarga ironía pues no proporcionaba placer alguno a su dueño, a quien, por lo demás, ella no había visto en todo el día como si —extraña paradoja— él, él tuviera miedo de ella, pero la perra en cambio había venido a sentarse a sus pies para hacerle compañía. Hoy llevaba un dogal de turquesas.
¿Quién preparaba sus comidas? Qué soledad la de la Bestia; durante todo el tiempo que permaneció en la casa Bella no vio indicio alguno de otra presencia humana, a no ser por las bandejas de comida que iban llegando por un montaplatos hasta un armario de caoba de la salita. La cena consistió en huevos Benedict y ternera asada; Bella comió mientras hojeaba un libro que había encontrado en la biblioteca giratoria de palo de rosa, una elegante y cortesana colección de cuentos de hadas franceses, con historias de gatas blancas que eran princesas hechizadas y de duendes que eran pájaros. Luego arrancó una ramita de uva moscatel del enorme racimo que le trajeron de postre, y empezó a bostezar. Descubrió que estaba aburrida. Y la perra, al percatarse de ello, se prendió con su hocico aterciopelado al ruedo de su falda, y le dio un tirón suave pero firme. La perra, trotando delante de ella, la condujo hasta el estudio en que su padre había sido agasajado, y allí, con una angustia que disimuló lo mejor que pudo, Bella encontró a su anfitrión sentado junto al fuego y a su lado sobre una bandeja una cafetera de la que ella debía servir.
Su voz, esa voz que parecía surgir de una caverna poblada de ecos, ese gruñido sordo, suave, ronroneante; después de un día de ocio de colores pastel, cómo podría platicar con el dueño de una voz que parecía un instrumento creado para inspirar el terror que producen los acordes de los grandes órganos. Fascinada, casi reverente contemplaba el juego de la luz de las llamas en los mechones dorados de su melena; un aura lo envolvía, una suerte de halo, y ella pensó en la primera gran bestia del Apocalipsis, el león alado con la zarpa sobre el Evangelio, San Marcos. En boca de Bella la charla trivial se convertía en polvo; nunca, en verdad, había sido su fuerte, y tenía poca práctica en ella.
Pero la Bestia, titubeando, como si también él estuviera deslumbrado en presencia de esa joven que se hubiera dicho tallada en una sola perla, le interrogó sobre el pleito de su padre; le preguntó por su madre muerta; y cómo ellos, que habían sido tan ricos, habían llegado a ser tan pobres. Se esforzaba por dominar su timidez, que era la de una criatura salvaje, y así fue como ella consiguió vencer la suya; de modo que pronto se encontró charlando con él como si lo conociera de toda la vida. Cuando el pequeño cupido del reloj dorado sobre la chimenea golpeó su diminuta pandereta, Bella se sorprendió al descubrir que lo había hecho doce veces.
—¡Tan tarde! Y tú querrás dormir —dijo él.
Y los dos quedaron en silencio, como si esos extraños compañeros se sintieran de pronto anonadados por encontrarse juntos, solos, en esa estancia y en lo más profundo de la noche invernal. Y en el momento en que ella se disponía a levantarse, él se arrojó a sus pies y hundió la cabeza en su regazo; ella, Bella, quedó inmóvil, inmóvil como una estatua; sentía en los dedos el aliento ardiente de él, las duras cerdas de su hocico rozándole la piel, las ásperas lamidas de su lengua, y de pronto, transida de dolor y de piedad, comprendió: sólo está besando mis manos.
Él echó la cabeza hacia atrás y la contempló un momento con sus ojos verdes, inescrutables, y Bella vio en ellos dos veces repetido su propio rostro, pequeño como un botón de rosa. Luego, sin una palabra más, él huyó de la habitación y Bella vio con indescriptible asombro que se alejaba en cuatro patas.

Al día siguiente, durante todo el día, el rugido cavernoso de la Bestia retumbó en las colinas todavía cubiertas de nieve: ¿el amo ha salido de caza?, preguntóle a la spaniel, pero la perra gruñó casi malhumorada como diciendo que aun cuando pudiera responderle, no lo haría.
Bella pasó el día en sus aposentos, leyendo o quizá bordando un poco; tenía a su disposición una caja de sedas de colores y un bastidor. O, bien abrigada, deambuló por el amurallado jardín entre los rosales sin hojas con la perra a sus talones; y hasta hizo un poco de jardinería. Un apacible rato de ocio, una tregua. La magia de aquel lugar luminoso, triste, encantador empezó a envolverla y descubrió que, contra lo que temía, era feliz allí. Ya no sentía ningún temor ante la perspectiva de los coloquios nocturnos con la Bestia. Allí todas las leyes del mundo estaban en suspenso, allí, donde una legión de invisibles velaba por ella y, bajo el paciente chaperonage de la perra de ojos castaños, Bella conversaba con el león acerca de la naturaleza de la luna y de su luz prestada, de las estrellas y las substancias que la componen, de las múltiples transformaciones de la atmósfera. No obstante, la extrañeza de la Bestia la hacía temblar; y cuando él caía rendido a sus pies y le besaba las manos, como lo hacía cada noche al despedirse, ella se encogía dentro de su piel, nerviosa, como si rehuyera su contacto.
Chilló el teléfono; para ella. Su padre. ¡Y qué noticias!
La Bestia hundió la enorme cabeza entre las zarpas. ¿Volverás? ¡Qué soledad, sin ti, la de esta casa!
Que tanto significara ella para él la conmovió casi hasta las lágrimas. En lo más profundo de su corazón sintió el súbito impulso de dejar caer un beso sobre la desgreñada melena, y hasta extendió la mano hacia él, pero no se animó a tocarlo; era tan distinto de ella... Pero sí, dijo; volveré. Pronto, antes de que concluya el invierno. Entonces llegó un taxi y se la llevó.

En Londres, donde el apiñado calor de humanidad funde la nieve antes aun de que haya tenido tiempo de asentarse, nunca se está a merced de los elementos; y su padre era rico una vez más ya que los abogados de su hirsuto amigo manejaban sus negocios con tanta eficiencia que sólo le deparaban lo mejor. Un hotel espléndido; la ópera, teatros; un guardarropa nuevo para su adorada, para que pudiera entrar de su brazo a fiestas, recepciones y restaurantes, una vida que Bella nunca había conocido pues su padre se había arruinado antes de que ella al nacer matara a su madre.
Pese a que la Bestia era la fuente de esta nueva prosperidad y a que hablaran de él con frecuencia, ahora que se hallaban tan lejos del sortilegio intemporal de su mansión, ésta parecía participar de la cualidad radiante y finita de los sueños. Y la Bestia misma, tan monstruosa, tan magnánima, una especie de espíritu del bien que les hubiera sonreído y los dejara en libertad; ella le envió flores, rosas blancas, en retribución de las que él le ofreciera; y al salir de la tienda de la florista experimentó una súbita sensación de perfecta libertad, como si acabara de escapar de algún peligro ignoto, como si la posibilidad de algún cambio la hubiese rozado pero la dejara al fin intacta. No obstante, en el fondo de esa sensación de bienestar, un vacío desolador. Pero su padre la esperaba en el hotel: habían proyectado una deliciosa excursión por las peleterías y Bella estaba tan impaciente por esa fiesta como podría estarlo cualquier otra joven.
Y como en la tienda las flores eran siempre las mismas durante todo el año, nada en el escaparate le sugirió que el invierno estaba a punto de acabar.

Al volver de la cena, después del teatro, se quitó delante del espejo sus pendientes de diamantes: Bella. Le sonrió a su imagen, complacida. Empezaba a saber, al final de su adolescencia, lo que significa ser una niña malcriada; y esa tez suya, nacarina, empezaba ya a arrebolarse con la buena vida y los halagos. Una cierta presunción empezaba a transformar las comisuras de su boca, esos signos de la personalidad, y su gravedad y su dulzura podían, a veces, volverse un tanto petulantes cuando las cosas no eran exactamente como ella las deseaba. No se hubiera podido decir que su pureza estaba ya agostándose, pero ahora sonreía con demasiada frecuencia ante su imagen reflejada en los espejos y ese rostro que le devolvía la sonrisa no era el mismo que había visto reflejado en los ojos de ágata de la Bestia. Su rostro adquiría, en lugar de belleza, una pátina de esa invencible coquetería que caracteriza a ciertas gatas de raza, exquisitas, consentidas.
La suave brisa primaveral llegaba desde el parque a través de las ventanas abiertas. Y Bella no sabía por qué le daba ganas de llorar.
De pronto un rasguido apremiante en su puerta, como de garras.
Su éxtasis frente al espejo se quebró; al instante lo recordó todo. La primavera ya estaba aquí y ella había faltado a su promesa. ¡Y ahora él, la Bestia, venía a reclamarla! En un primer momento temió su cólera; luego, misteriosamente alborozada, corrió a abrir la puerta. Pero fue la perra, la spaniel blanca y bermeja, quien se echó en sus brazos en una confusión de ladridos entrecortados y murmullos roncos, de lloriqueos y suspiros de alivio.
¿Qué había sido de la perra peripuesta y enjoyada que se sentaba en aquella salita al pie de su bastidor mientras en las paredes las aves del paraíso meneaban complacidas la cabeza? Esta tenía las orejas encostradas de barro, el manto desgreñado y cubierto de polvo, el cuerpo escuálido como si hubiese venido corriendo desde muy lejos y los ojos, de no ser los de un perro, habrían estado arrasados en lágrimas.
Después de tan impetuoso saludo, no esperó a que la joven ordenase para ella agua y alimento; mordió el ruedo de terciopelo de su vestido de noche, gimió, y tironeó de él. Echó la cabeza hacia atrás, aulló, y de nuevo gimió y tironeó.
Había un tren lento, tardío que la llevaría a la estación de donde tres meses antes partiera para Londres. Bella escribió de prisa una nota para su padre y se echó un abrigo sobre los hombros.
De prisa, de prisa, urgía en silencio la perra; y Bella supo que la Bestia se moría.
En la densa oscuridad que precede al alba, el jefe de estación despertó para ella a un soñoliento taxista. Tan rápido como pueda.

Diciembre parecía haberse demorado en su jardín. El suelo estaba aún duro como el hierro, las faldas del oscuro ciprés se agitaban en el viento glacial con un susurro lúgubre y no había retoños en los rosales, como si este año no fueran a florecer. Y ni una sola luz en las ventanas, salvo allá arriba, en la cumbrera, un atisbo de claridad tras el cristal, el tenue espectro de una llama a punto de extinguirse.
La perra había dormido un rato entre sus brazos porque la pobrecita estaba exhausta. Pero ahora su agitación, su premura atizaban la ansiedad de Bella, y cuando por fin abrió la puerta principal vio, con un ramalazo de culpa, que un grueso crespón negro asordinaba el llamador de oro.
La puerta no se abrió, como antes, en silencio, sino con un doliente quejido de los goznes, y esta vez a una perfecta oscuridad. Bella encendió su mechero de oro; las bujías de la gran araña habíanse ahogado en su propia cera y los caireles estaban embozados en arabescos de telaraña. En las ánforas de cristal había flores secas como si nadie, desde que ella se marchara, hubiese tenido ánimo para reemplazarlas por otras. Polvo, polvo por doquier; y hacía frío. Una atmósfera de cansancio, de desesperanza flotaba en la casa y, peor aún, una suerte de desilusión física, como si su antiguo encanto se hubiese preservado gracias al conjuro barato de un ilusionista que, fracasado en su intento de atraer muchedumbres, se hubiese ido a probar fortuna en otra parte.
Bella se procuró una vela para alumbrar el camino y subió las escaleras tras de la perra fiel, más allá del estudio, más allá de sus aposentos, a través de una casa sólo poblada de ecos, hasta una escalerilla trasera habitada por arañas y ratones, tropezando, desgarrándose, en su prisa, el ruedo del vestido.
¡Qué cuarto tan modesto! Una buhardilla, con el techo en declive, que bien hubiera podido pertenecer a una doncella si la Bestia hubiese tenido servidumbre. Un candil en el manto de la chimenea, ni cortinas en las ventanas, ni una estera en el suelo, y una angosta cama de hierro sobre la que él yacía, tristemente empequeñecido, abultando apenas bajo el edredón de retazos; la melena era un grisáceo nido de ratas, y tenía los ojos cerrados. Sobre la silla de madera en que había dejado caer sus ropas, las rosas que ella le enviara emergían de la jarra del lavatorio, pero estaban muertas.
La spaniel saltó a la cama y se abrió paso bajo las escasas cobijas, plañendo suavemente.
—Oh Bestia —dijo Bella—. He vuelto.
Los párpados de él se entreabrieron trémulos. ¿Era posible que ella nunca hubiese advertido que sus ojos color ágata tenían párpados, como los de un hombre? ¿Sería acaso porque sólo había contemplado, reflejado en ellos, su propio rostro?
—Me muero, Bella —dijo él en un murmullo exangüe, una sombra de su antiguo ronroneo—. Desde que tú me abandonaste he estado enfermo, no podía salir de caza, descubrí que no tenía estómago para matar a las pequeñas alimañas, no podía comer. Estoy enfermo y he de morir; pero moriré feliz porque tú has venido a decirme adiós.
Bella se arrojó sobre él con tanto ímpetu que la cama gimió, y cubrió de besos aquellas pobres zarpas.
—No te mueras, Bestia. Si me aceptas, nunca más te abandonaré.
Cuando los labios de Bella tocaron los garfios de las garras, éstas se replegaron y ella vio cómo él, que siempre había tenido los puños cerrados, empezaba ahora tentativa, dolorosamente a estirar los dedos. Sus lágrimas caían como nieve sobre el rostro de él y, en lenta transformación, bajo el pelaje fueron apareciendo los huesos, la carne bajo la ancha frente bronceada. Y de pronto ya no fue un león lo que ella tenía entre sus brazos sino un hombre, un hombre con una desgreñada mata de pelo y, ¡qué extraño!, una nariz rota como la de los boxeadores retirados que le otorgaba un parecido distante, heroico con la más hermosa de todas las bestias.
—¿Sabes una cosa? —dijo el señor León—. Creo que esta mañana podría tolerar un pequeño desayuno, si tú me acompañas, Bella.

El señor León y su esposa pasean por el jardín; la vieja spaniel dormita sobre la hierba bajo una lluvia de pétalos.

Limericks de Maria Elena Walsh

El formato del limerick irlandés y el genio inigualable de nuestra querida María Elena Walsh dio como resultado este magnífico libro llamado "Zoo Loco". Un "limerick" es un poema de  una sola estrofa compuesto por cinco versos: dos grandes, dos chiquitos y otro más grande. Las rimas se dan entre los versos semejantes, se busca lo gracioso, lo absurdo, y hasta pueden ilustrarse.
Dejo en el blog algunos ejemplos para quienes quieran hacer los suyos. En el taller también tendremos, por supuesto, producción de nuestros propios limericks.

Un Hipopótamo tan chiquitito 
que parezca de lejos un Mosquito, 
que se pueda hacer upa 
y mirarlo con lupa, 
debe de ser un Hipopotamito.


Un Gato concertista toca Liszt, 
una Lechuza va y le dice: -Chist, 
me aburres por demás, 
cambia ya de compás 
que tengo ganas de bailar el twist.


Una Vaca que come con cuchara 
y que tiene un reloj en vez de cara, 
que vuela y habla inglés, . 
sin duda alguna es 
una Vaca rarísima, muy rara. 



Dios se desnuda en la lluvia, de Juan L. Ortiz

Dios se desnuda en la lluvia
como una caricia
innumerable.
Cantan los pájaros entre la lluvia.
Las plantas bailan de alegría mojada.

La tierra
como una hembra
se disuelve en los dedos penetrantes
con una palidez de mil ojos desmayados.

Camino bajo la lluvia, todo mojado, cantando,
hacia mirajes que huyen en un rumoroso sueño.

Lluvia, lluvia!
Desnudez del dios
primaveral,
que baja danzando, danzando,
a fecundar la amada
toda abierta de espera, quebrada ya de ardor
amarillo y largo.

El manto, la barca, y las sandalias, de William Buttler Yeats


¿Qué es lo que haces tan bello y brillante?
Hago el manto del Dolor:
Hermoso de ver a los ojos de todos
Será el manto del Dolor,
A los ojos de todos.

¿Qué construyes con velas para volar?
Construyo la barca del Dolor:
Veloz, día y noche, por los mares
Navega el Dolor errabundo,
Día y noche.

¿Qué tejes con lana tan blanca?
Tejo las sandalias del Dolor:
Nadie escuchará
El paso ligero del Dolor,
Súbito y ligero.

La violencia de las horas, de Cesar Vallejo

Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: "Buenos días, José! Buenos días, María!"
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.

La ciudad en el mar, de Edgar Allan Poe

¡Mira! La muerte se ha izado un trono
en una extraña y solitaria ciudad
allá lejos en el sombrío Oeste,
donde el bueno y el malo y el mejor y el peor
han ido a su reposo eterno
Allí capillas y palacios y torres
(torres devoradoras de tiempo que no se estremecen)
no se asemejan a nada que sea nuestro.
En los alrededores, olvidadas por vientos inquietos
resignadamente bajo el cielo
las melancólicas aguas reposan.

No bajan rayos de luz del santo cielo
a esta ciudad de la eterna noche.
Pero una luz interior del lívido mar
proyecta silenciosas torrecillas
-resplandecen los pináculos por todas partes-
Cúpulas-agujas, salones reales
pórticos, paredes estilo babilónico,
sombrías y olvidadas glorietas
de hiedra esculpida y flores pétreas,
y muchos, muchos maravillosos santuarios
cuyos ensortijados frisos entrelazan
la viola, la violeta y la vid.

Resignadamente bajo el cielo
las melancólicas aguas reposan.
Tanto se mezclan allí las torres y las sombras
que parecen péndulos en el aire
mientras que desde una altiva torre en la ciudad
la muerte mira hacia abajo como desde una enormidad.

Allí los tiempos abiertos y las descubiertas tumbas
bostezan a nivel con las luminosas olas,
pero no las riquezas que allí yacen
en cada uno de los ojos de diamante del ídolo
-los muertos alegrementes enjoyados no
tientan las aguas desde sus lechos-;
pues no se rizan las ondas, ¡ay!,
en este desierto de cristal-
Ninguna agitación dice que los vientos pueden estar
en algún mar lejano y más feliz-.
Ninguna ola sugiere que los vientos han estado
en mares menos espantosamente serenos.

¡Pero, mira! ¡Algo se agita en el aire!
La ola. ¡Hay un movimiento allí!,
como si las torres se hubieran apartado,
sumergiéndose lentamente, la lenta marea,
como si sus cimas débilmente hubieran dejado
un vacío en el brumoso cielo.
Las olas tienen ahora un brillo rojizo
las olas respiran desmayadas y lentas.
Y cuando ya no hay lamentos terrenales
baja, baja esta ciudad hasta donde se quedará desde ahora.
El infierno, elevándose desde mil tronos,
le hará reverencias

Sentí un funeral en mi cerebro, de Emily Dickinson

Sentí un funeral en mi cerebro,
los deudos iban y venían
arrastrándose -arrastrándose -hasta que pareció
que el sentido se quebraba totalmente -
y cuando todos estuvieron sentados,
una liturgia, como un tambor -
comenzó a batir -a batir -hasta que pensé
que mi mente se volvía muda -
y luego los oí levantar el cajón
y crujió a través de mi alma
con los mismos botines de plomo, de nuevo,
el espacio -comenzó a repicar,
como si todos los cielos fueran campanas
y existir, sólo una oreja,
y yo, y el silencio, alguna extraña raza
naufragada, solitaria, aquí -
y luego un vacío en la razón, se quebró,
caí, y caí -
y di con un mundo, en cada zambullida,
y terminé sabiendo -entonces -

Traducción: Silvina Ocampo

Entre perro y lobo, de Olga Orozco

Me clausuran en mí.        
Me dividen en dos. 
Me engendran cada día en la paciencia 
y en un negro organismo que ruge como el mar.        
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla 
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:        
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la furia a solas,        
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes manadas. 
No consigo saber quién es el amo aquí.        
Cambio bajo mi piel de perro a lobo. 
Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas        
las planicies del porvenir y del pasado; 
yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños muertos entre celestes pastizales. 
Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera que vaya,        
o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la 
invasión del enemigo.        
Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al corazón, 
y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia en el lomo.        
Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara, 
y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los hombres        
un aterciopelado veneno de piedad que raspa en las entrañas. 
He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:        
he ganado mi cetro de bestia en la intemperie, 
y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.        
Pero ¿quién vence en mí? 
¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la sábana del sueño?        
¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis propios dientes?

El hombre que rie, de J. D. Salinger


En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park.

El rey Lear, de Geoffrey de Monmouth


Se cumplieron los días de Bladud, y Lear, su hijo, accedió a la dignidad real, gobernando enérgicamente el país por espacio de sesenta años. En el curso de su reinado construyó a orillas del río Soar una ciudad que en lengua británica se llama, de su nombre, Kaerleir, y en lengua sajona, Leicester. No tuvo hijos varones y sí tres hijas, llamadas Goneril, Regan y Cordelia, a quienes su padre quería entrañablemente, en especial a la menor; es decir, a Cordelia. Cuando llegó a la antesala de la vejez, pensó dividir el reino entre sus hijas y casarlas con maridos tales que fuesen dignos de ellas y de poseer la parte de Britania que les correspondiera.
Y, para decidir cuál de ellas debía por sus méritos recibir la parte mejor, las llamó por separado para saber cuál de las tres lo amaba más. Se lo preguntó, primero, a Goneril, y ésta puso a los dioses del cielo por testigos de que amaba a su padre más que a su propia alma, que dentro de su cuerpo habitaba. A lo cual dijo Lear:
—«Puesto que has preferido mi vejez a tu propia vida, queridísima hija, te casaré con quien tú misma elijas y te daré la tercera parte del reino de Britania».
Le llegó el turno a Regan, que era la segunda. Siguiendo el ejemplo de su hermana y queriendo granjearse el favor de su padre, respondió, con solemne juramento, que no le era posible expresarse de otra manera que no fuese diciéndole que lo amaba más que a nada y a nadie en el mundo. El crédulo Lear le prometió casarla con la misma dignidad que a su hermana mayor, con otra tercera parte del reino como dote.
Cordelia, la menor, al ver cómo sus hermanas habían engatusado con lisonjas y adulaciones a su padre, quiso ponerlo a prueba, respondiéndole de manera bien diferente:
—«Padre mío, ¿hay en alguna parte una hija que pretenda amar a su padre más de lo que se ama a un padre? Pienso que no hay ninguna que se atreva a afirmar una cosa así, salvo que intente ocultar la verdad por pura broma. En cuanto a mí, siempre te he amado como se ama a un padre y no he cambiado nunca de sentimiento. Por mucho que me insistas, sólo oirás de mí la certeza del amor que te tengo. No me preguntes más: te amo en lo que tienes y en lo que vales».
El rey, pensando que había hablado así por mezquindad de corazón, se indignó mucho y no tardó en manifestar la que sería su respuesta:
—«Puesto que así desprecias la vejez de tu padre y no te dignas profesarme el mismo amor que tus hermanas, te despreciaré yo a mi vez y no tendrás parte en mi reino. Sin embargo, como eres mi hija, te casaré, pero con un extranjero, si es que el azar te lo depara. Y de una cosa puedes estar segura: no me molestaré nunca en casarte con los mismos honores que a tus hermanas, pues, aunque yo hasta hoy te he amado más a ti que a las otras, tú has demostrado amarme menos que ellas».
Sin demora, y siguiendo el consejo de los nobles del reino, dio a Goneril y Regan a dos duques, el de Cornubia y el de Albania, con la mitad tan sólo de la isla como dote mientras él viviese, pero, a su muerte, les prometió que poseerían la totalidad de Britania. Sucedió después que Aganipo, rey de los Francos, habiendo oído hablar de la belleza de Cordelia, envió al punto mensajeros a su padre, pidiéndole la mano de su hija para unirse con ella bajo la antorcha conyugal. Lear, persistiendo todavía en su cólera, respondió que con gusto se la concedería, pero sin tierra alguna y sin dote, pues había repartido su reino, junto con todo su oro y su plata, entre Regan y Goneril, hermanas de Cordelia. Aganipo recibió esta respuesta y, como ardía de amor por la doncella, envió otro mensaje al rey Lear, diciéndole que ya tenía suficiente oro, plata y otras posesiones, pues era dueño de una tercera parte de Galia, y que quería desposar a la joven para tener hijos con ella que heredasen su reino. No había ya motivo para no llegar a un acuerdo: Cordelia fue enviada a Galia y se casó con Aganipo.
Mucho tiempo después, cuando Lear empezó a debilitarse por razón de la edad, se rebelaron contra él los antedichos duques, esposos de sus hijas, con los que había repartido Britania. Lo despojaron de su reino y le arrebataron el poder de reinar que, hasta entonces, había ostentado con tanta energía como gloria. Se restableció, sin embargo, la concordia, y uno de sus yernos, Maglauno, duque de Albania, accedió a mantenerlo a su lado, concediéndole una guardia de cuarenta caballeros, para que conservara una apariencia de grandeza. Tras dos años de estancia en casa de su yerno, su hija Goneril se indignó a causa del número de sus caballeros, que no dejaban de quejarse ante la escasez de su ración diaria; después de hablar con su marido, ordenó que su padre se contentara con veinte hombres de escolta y que se despidiese a los demás.
Furioso Lear por este hecho, dejó la corte de Maglauno y recurrió a Henvino, duque de Cornubia, con el que su segunda hija, Regan, se había casado. Aquí, al principio, fue recibido con todos los honores, pero no había pasado todavía un año cuando surgió la discordia entre los miembros de la casa del rey y los de la del duque, y Regan, indignada, redujo el séquito de su padre a cinco caballeros.
Muy agraviado se sintió Lear y regresó de nuevo a la corte de su primogénita, pensando que podía moverla a compasión y que lo recibiría a él y a su comitiva. Pero Goneril se indignó aún más que la vez anterior y juró por los dioses del cielo que nunca admitiría a su padre consigo si no se contentaba con un solo caballero a su servicio y si no despedía inmediatamente a los demás. Le echaba en cara, además, al anciano el que, sin tener nada propio, viajara con un séquito tan numeroso. De manera que Lear, viendo que no podía esperar nada de su hija, obedeció y, despidiendo al resto, se quedó con un solo caballero.
Pero cuando volvía a su mente el recuerdo de su pasada grandeza se desesperaba pensando en su estado actual, por lo que comenzó a pensar en cruzar el estrecho y refugiarse en la corte de su hija menor. Lo atormentaba, sin embargo, la duda de que estuviera dispuesta a recibirlo, después de haberse comportado con ella tan deshonrosamente en el asunto de su matrimonio, como ya quedó dicho. Pero no podía soportar por más tiempo su miseria, de manera que decidió hacerse a la mar rumbo a las Galias. Cuando vio que otros dos príncipes cruzaban el canal al mismo tiempo que él, y que a él le habían asignado la tercera plaza, pronunció entre lágrimas y sollozos las siguientes palabras:
—«¡Destinos que proseguís vuestros usuales cursos, fijados desde siempre por una ley irrevocable! ¿Por qué quisisteis concederme otrora una felicidad transitoria cuando es mayor suplicio recordar la felicidad perdida que sufrir la presencia de la infelicidad subsiguiente? Pues el recuerdo de los días en que, rodeado de cientos de miles de guerreros, solía yo destruir murallas de ciudades y devastar los campos de mis enemigos, me duele hoy más que la calamidad de mi actual miseria, que ha incitado a aquellos que hace poco se arrastraban bajo mis pies a abandonarme en mi debilidad. ¡Oh tú, destino airado! ¿Llegará el día en que pueda pagarles con la misma moneda a aquellos que así han descuidado mi edad y mi pobreza? ¡Oh Cordelia, hija mía, qué verdad encerraban las palabras que me dijiste cuando te pregunté cuánto amor me tenías! Dijiste: “Te amo en lo que tienes y en lo que vales.” Mientras tuve algo que ofrecer, fui valioso para ellas, pues lo que amaban era aquello que de mí recibían, no su padre. Me quisieron quizá algunas veces, pero no con la intensidad con que apreciaban mis regalos. Ahora no tengo nada que ofrecerles, y me han dejado solo. ¿Con qué rostro, queridísima hija, me atreveré a llegar a tu presencia, yo que, irritado por tu respuesta, pensé en casarte peor que a tus hermanas, las mismas que, después de todos los beneficios que de mí han obtenido, no hacen nada por evitar mi exilio y mi pobreza?».
Tales cosas revolvía en su mente cuando desembarcó y llegó a Karitia[33], donde su hija vivía. Esperando él fuera de la ciudad, envió un mensajero a palacio para que transmitiese a Cordelia la indigencia en que se encontraba, sin tener qué comer ni con qué vestirse, e implorase su misericordia. Mucho se conmovió Cordelia al recibir el mensaje, y amargas lágrimas derramó. Cuando preguntó cuántos caballeros llevaba su padre consigo, el mensajero respondió que nadie lo acompañaba, excepción hecha de un único hombre armado que con él esperaba fuera de la ciudad. Entonces tomó ella oro y plata —cuanto era menester— y, entregándolo al mensajero, le ordenó conducir a Lear a otra ciudad donde, con el pretexto de tomar las aguas, debería bañarlo, vestirlo y alimentarlo. Mandó también que lo acompañaran cuarenta caballeros bien equipados, y que sólo entonces comunicase al rey Aganipo y a ella la noticia de su llegada. El mensajero condujo al rey Lear adonde le habían ordenado, manteniendo el incógnito hasta haber hecho todo lo que Cordelia había dispuesto\2\1
Tan pronto como Lear se vio investido de las enseñas de la realeza y acompañado de una escolta digna de su rango, comunicó oficialmente a Aganipo y a su hija que había sido expulsado de Britania por sus yernos y que se encontraba allí en busca de ayuda para recuperar su reino. Cordelia y Aganipo salieron a su encuentro con toda la corte y le dispensaron la más respetuosa de las acogidas, concediéndole provisionalmente el poder sobre toda Galia, en tanto lo restituían a su dignidad anterior.
En el ínterin, Aganipo envió legados a lo largo y ancho de Galia en busca de hombres de armas que lo ayudaran en su tarea de devolver el reino de Britania a Lear, su suegro. Cuando todo estuvo dispuesto, Lear llevó a su hija y a la hueste así reunida a Britania, presentó batalla a sus yernos y se alzó con el triunfo, sometiéndolos a ambos bajo su yugo. Dos años después, Lear murió. También murió Aganipo, rey de los Francos. Cordelia, ahora dueña de Britania, hizo sepultar a su padre en una cámara subterránea que había ordenado construir bajo el río Soar, en Leicester. Esta cámara subterránea fue fundada en honor de Jano Bifronte, y era costumbre que allí, el día de la fiesta del dios, todos los obreros de la ciudad comenzasen a trabajar en la obra que los iba a mantener ocupados a lo largo del año.

Una pequeñez, de Anton Chejov


Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún -treinta y dos años-, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de vida e interés, habían sido saboreadas, hacía mucho tiempo, y las que las seguían sucedíanse sin interrupción, monótonas y grises.
Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.
- ¡Buenas noches, Nicolás Ilich! -le dijo una voz infantil-. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con Sonia a casa de la modista.

Un sueño donde el silencio es oro, de Alejandra Pizarnik


   El perro del invierno dentellea mi sonrisa. Fue en el puente. Yo estaba desnuda y llevaba un sombrero con flores y arrastraba mi cadáver también desnudo y con un sombrero de hojas secas.

   He tenido muchos amores —dije— pero el más hermoso fue mi amor por los espejos.

Gorilas, de Osvaldo Soriano


Nunca olvidaré aquellos lluviosos días de setiembre del 55. Aunque para mí fueron de viento y de sol porque vivíamos en el Valle de Río Negro y los odios se atemperaban por la distancia y la pesadumbre del desierto. Mandaba el General y a mí me resultaba incomprensible que alguien se opusiera a su reino de duendes protectores. Mi padre, en cambio, llevaba diez años de amargura corriendo por el país del tirano que no lo dejaba crecer. Una vez me explicó que Frondizi había tenido que huir en calzoncillos al Uruguay para salvarse de las hordas fascistas. Y se quedó mirándome a ver qué opinaba yo, que tendría nueve o diez años. A mí me parecía cómico un tipo en calzoncillos a lunares nadando por el río de la Plata, perseguido por comanches y bucaneros con el cuchillo entre los dientes.
No nos entendíamos. Mi peronismo, que duró hasta los trece o catorce años, era una cachetada a la angustia de mi viejo, un sueño irreverente de los tiempos de Evita Capitana. Años después me iba a anotar al lado de otros perdedores, pero aquel año en que empezó la tragedia escuchaba por la radio la Marcha de la Libertad y las bravuconadas de ese miserable que se animaba a levantarse contra la autoridad del General. El tipo todavía era contraalmirante y no se sabía nada de él. Ni siquiera que había sido cortesano de Eva. Todavía no había fusilado civiles ni prohibido a la mitad del país. Era apenas un fantasma de anteojos negros que bombardeaba Puerto Belgrano y avanzaba en un triste barco de papel. Era una fragata bien sólida, pero a mí me parecía que a la mañana siguiente, harto de tanta insolencia, el General iba a hundirlo con sólo arrojar una piedra al mar.
Recuerdo a mi padre quemando cigarrillos, con la cabeza inclinada sobre la radio enorme. Lo sobresaltaban los ruidos de las ondas cortas y quizás un vago temor de que alguien le leyera el pensamiento. A ratos golpeaba la pared y murmuraba: "Cae el hijo de puta, esta vez sí qué cae". Yo no quería irme a dormir sin estar seguro de qué el General arrojaría su piedra al mar. Tres meses atrás la marina había bombardeado la Plaza de Mayo a medio día, cuando la gente salía a comer, y el odio se nos metió entre las uñas, por los ojos y para siempre. A mi padre por el fracaso y el bochorno, a mí porque era como si un intruso viniera a robarme los chiches de lata. Me cuesta verme así: ¿qué era Perón para mí? ¿Una figurita del álbum, la más repetida?, ¿los juguetes del correo?, ¿la voz de Evita que nos había pedido cuidarlo de los traidores? Se me iba la edad de los Reyes Magos y no quería aceptar las razones de mi padre ni los gritos de mi madre.
Creo que allá en el Valle no se suspendieron las clases. Una tarde vinieron unos milicos que destrozaron a martillazos la estatua de Evita. Al salir del colegio vi a un montón de gorilas que apedreaban una casa. Los chicos bajábamos la cabeza y caminábamos bien cerca de la pared. El día que Perón se refugió en la cañonera paraguaya mi madre preparó ravioles y mi padre abrió una botella de vino bueno. "Lo voy a cagar a Domínguez", dijo, ya un poco borracho, y buscó los ojos de mi madre. Domínguez era el capataz peronista que le amargaba la existencia. El tipo que me dejaba subir a la caja del camión cuando salían a instalar el agua. Creo que mamá le hizo una seña y el viejo me miró, afligido. "¿Por qué me salió un hijo así?", dijo y me ordenó arrancar el retrato de Evita que tenía en mi pieza. Lonardi hablaba por radio pero el héroe era Rojas. Para convencerme, mi padre me contaba de unos comunistas asesinados y otra vez de Frondizi en calzoncillos. No les tenía simpatía a los comunistas pero ya que estaban muertos, ¿por qué no acordarse de ellos? Yo no quise bajar el retrato y mi padre no se atrevió a entrar en mi cuarto. "Está bien, pero deja la puerta cerrada, que yo no lo vea", me gritó y fue a terminar el vino y comerse los ravioles.
Fue un año difícil. Terminé mal la primaria y empecé mal el industrial de Neuquén. Hasta que Rodolfo Walsh publicó Operación Masacre no supimos de los fusilamientos clandestinos de José León Suárez, ordenados por Rojas. Mi viejo seguía enojado con Perón pero se amigó con el capataz Domínguez. Alguien vino a tentarlo en nombre de Balbín. En ese entonces yo me había puesto del lado de Frondizi, tal vez por aquella imagen del tipo en calzoncillos que se aleja nadando hacia la costa del Uruguay, y entonces mi padre se negó a entrar en política.
En el verano del 58 empecé a trabajar en un galpón donde empacaban manzanas para la exportación y en febrero se largó la huelga más terca de los tiempos de la Libertadora. Largas jornadas en la calle, marchas, colectas y asados con fútbol mientras el sindicato prolongaba la protesta. Un judío de traje polvoriento nos leía presuntos mensajes de Perón. Un día cayó con un Geloso flamante y un carrete de cinta en el bolsillo. Le decían El Ruso; tenía unos anteojos sin marco que dos por tres se le caían al suelo y había que alcanzárselos porque sin ellos quedaba indefenso. Desde la cinta hablaba Perón, o alguien con voz parecida. El General anunciaba un regreso inminente y los rojos ya no eran sus enemigos, decía. Al final de la cinta nos hablaba al oído y decía que se le encogía el corazón al pensar en esa heroica huelga nuestra ahí entre las bardas del desierto.
Alguien, un italiano charlatán, sospechó que el que hablaba no era el General. En aquel tiempo no conocíamos los grabadores y la máquina que reproducía la voz parecía demasiado sorprendente y perfecta para ser auténtica. El Ruso no tenía pinta de peronista y la gente empezaba a desconfiarle. Mi padre y yo no nos hablábamos, o casi, pero si existía alguien en aquellos parajes capaz de confirmar que la máquina y la voz eran confiables, ése era él. Le conté lo que pasaba y en nombre de la asamblea le pedí que verificara si era auténtico el Geloso del Ruso. Todavía lo veo llegar, levantando polvareda con la Tehuelche que me había ayudado a comprar. Esquivó las barreras que habíamos colocado para cortar el camino y se metió en un pajonal porque venía clandestino. Al principio todos lo miraron feo por su aspecto de radical del pueblo. Un chileno bajito lo trató de profesor y eso contribuyó a que se agrandara un poco. Se puso los anteojos, saludó al Ruso y pidió ver el aparato.
Era una joya. Apenas conocíamos el plástico y aquello era todo de plástico. Mi viejo lo miraba como aturdido, con cara de no entender un pito de voces grabadas y perillas de colores. El Ruso desenrolló un cable que había enchufado en la oficina tomada y colocó la cinta con cuidado, como si agarrara un picaflor por las alas. Y Perón habló de nuevo. Sinarquía, imperialismo, multinacionales, algo que hoy sonaría como una sarta de macanas. El General recordó la Constitución justicialista, que impedía la entrega al capitalismo internacional de los servicios públicos y las riquezas naturales. Todos miraban a mi padre que escuchaba en silencio. Ensimismado, sacó los carretes y tocó la banda marrón con la punta de la lengua. Después pidió un destornillador y desarmó el aparato. Yo sabía que estaba deslumbrado y que alguna vez, en el taller del fondo, intentaría construir uno mejor. Pero esa tarde, mientras el Ruso se sostenía los anteojos con un dedo, mi viejo levantó la vista hacia la asamblea y murmuró: "Es Perón, no tengan duda". Rearmó el Geloso pieza por pieza mientras escuchaba la ovación sonriente, como si fuera para él. Yo le miraba la corbata raída y las uñas limpias. Aquel hombre podía reconocer la voz de Perón entre miles, con ruido de fondo y bajo fuego de morteros. Tanto lo había odiado, admirado quizás.
Dos días después llegaron los cosacos y nos molieron a palos. Así era entonces la vida. El Ruso perdió los lentes y el Geloso. Mientras corría no paraba de cantar La Internacional. A mí me hicieron un tajo en la cabeza y a los chilenos los metieron presos por agitadores. Al volver a casa, de madrugada, encontré a mi padre en su escritorio, dibujando de memoria los circuitos del grabador. Me hizo señas de que fuera al lavadero para no despertar a mi madre y puso agua a calentar. Allá en el patio, frente al taller en el que iba a reinventar el Geloso, me ayudó a lavar la herida y me hizo un vendaje a la bartola, porque no sabía de esas cosas. "Parece mentira —me dijo— antes cada cosa estaba en su lugar; ahora, en cambio, me parece que son las cosas las que están en lugar nuestro." Y no me habló más del asunto.