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El misterio del parque abandonado y otros ejemplos simples de policiales

 El misterio del parque abandonado

Era una mañana gris cuando el inspector Gutiérrez fue llamado de urgencia al parque abandonado de la ciudad. Un vagabundo había encontrado el cuerpo de una joven en la fuente central, ya vacía y llena de hojas secas. Nadie la reconocía, y su cartera estaba intacta, lo que descartaba un robo. Gutiérrez encendió un cigarrillo y miró alrededor. El parque era solitario, un lugar donde nadie en su sano juicio querría pasar la noche.

El detective comenzó su investigación con el poco material que tenía: la posición del cuerpo y una marca en el cuello que indicaba estrangulamiento. Pero lo que realmente le llamó la atención fue un detalle: las uñas de la chica estaban impecablemente pintadas, sin una sola rotura, algo raro para una víctima de un ataque tan violento.

Decidió interrogar a los pocos testigos que pudo encontrar. El vagabundo que descubrió el cuerpo no parecía saber nada más que lo que ya había dicho, pero una señora mayor que paseaba por la zona todos los días mencionó haber visto a la chica la tarde anterior. “Estaba con un hombre, bastante bien vestido. Caminaban rápido, como si discutieran”.

Gutiérrez siguió esa pista y comenzó a investigar a los habitantes de los edificios cercanos. Nadie conocía a la víctima, hasta que, por fin, la joven fue identificada como Luisa Torres, estudiante de arte, que vivía a unas cuadras de allí. Al indagar en su círculo cercano, apareció el nombre de Martín, su exnovio, alguien a quien varios describían como "obsesivo". Martín fue interrogado, pero tenía una coartada sólida: estaba fuera de la ciudad la noche del asesinato.

Sin embargo, Gutiérrez no se convenció. Algo no encajaba. Revisó nuevamente las pruebas y decidió buscar en el departamento de Luisa, donde encontró un pequeño cuaderno escondido entre sus libros. En él había anotaciones sobre un proyecto de arte conceptual, y la última página le dio la clave: una cita escrita con tinta roja decía "En el parque, a las 7 pm, finaliza nuestra historia".

Gutiérrez entendió que no era Martín quien había matado a Luisa, sino su profesor de arte. El proyecto en el que trabajaba Luisa lo involucraba a él, y al parecer, ella había descubierto algo que no debía. El profesor, temiendo que Luisa lo denunciara por malversar fondos de la beca universitaria que ella había ganado, la citó en el parque para confrontarla. En medio de la discusión, la asesinó y la dejó en el parque, creyendo que sería solo otro crimen sin resolver.

Finalmente, Gutiérrez arrestó al profesor, quien, al verse acorralado, confesó todo. El parque abandonado volvió a la normalidad, pero el inspector sabía que las cicatrices de ese lugar oscuro nunca desaparecerían del todo.

Fin


El Silencio en la Biblioteca

La biblioteca estaba vacía, como de costumbre. Apenas un par de estudiantes aburridos hojeaban libros, pero en el rincón más oscuro, junto a las estanterías de historia, alguien yacía sin vida. Clara, la bibliotecaria, fue la primera en encontrarlo. Al ver el cuerpo de su compañero de trabajo, Miguel, se le heló la sangre. Sin pensarlo, llamó a la policía.

Sara Gutiérrez, una alumna de último año, se enteró del crimen en cuanto llegó a la escuela esa mañana. A pesar del caos que reinaba en los pasillos, ella mantenía la calma. Se dirigió directo a la biblioteca, dispuesta a colaborar. Era la mejor alumna de la clase de criminología, y este era su momento. Siempre había querido demostrar que podía resolver un caso real, algo que incluso la policía se le escapara. En casa, su madre apenas notaba su presencia; su padre se había marchado hacía años, y la poca atención que recibía era solo por sus buenas calificaciones. Pero eso no era suficiente. Sara quería ser vista.

Cuando el detective a cargo, el veterano Sosa, llegó a la escena del crimen, Sara ya estaba allí, tomando notas en su libreta. Él, con la experiencia de alguien que había visto demasiados casos, no le prestó demasiada atención. “Dejá el trabajo serio para los adultos, nena”, dijo Sosa, sin mirar siquiera a Sara. Pero ella no se dio por vencida. Sabía que podía hacerlo mejor que cualquiera.

Miguel había sido apuñalado, pero no había signos de lucha, lo que indicaba que conocía a su agresor. El arma del crimen, un cuchillo de cocina, había sido abandonada junto al cuerpo. Para Sosa, esto parecía un típico caso de una discusión que se salió de control. Pero Sara no estaba de acuerdo. Había algo más.

Decidió interrogar a algunos estudiantes por su cuenta, aquellos que solían pasar mucho tiempo en la biblioteca. Un chico de primer año mencionó algo extraño: había visto a Miguel en los días previos al asesinato discutir con una joven, muy discreta y reservada, que siempre estaba en la sección de literatura. “Parecía que ella estaba enojada por algo que él le dijo”, le contó.

Sara tomó esa pista y comenzó a seguirla. Revisó los registros de préstamos de libros, y allí encontró un nombre que destacaba: Valeria, una estudiante que también trabajaba en la biblioteca, alguien que apenas hablaba con nadie. Sara la había visto alguna vez, siempre sola, siempre absorta en los libros, como si el mundo exterior no existiera para ella.

Sin perder tiempo, Sara fue a buscar a Valeria. La encontró en la cafetería, sentada en silencio, mirando fijamente su celular. Al principio, Valeria negó haber tenido cualquier tipo de problema con Miguel, pero Sara notó un pequeño detalle: sus manos temblaban cuando hablaba de él.

Finalmente, tras insistir y dejar claro que no pensaba darse por vencida, Valeria confesó. Miguel la había estado acosando durante meses, aprovechando su posición en la biblioteca para hacer comentarios inapropiados. Valeria, harta de su comportamiento, lo enfrentó una tarde, pero él la ignoró, riéndose de sus intentos de detenerlo. Esa noche, en un arrebato de desesperación, Valeria lo esperó en la biblioteca, decidida a poner fin a todo.

Cuando el detective Sosa finalmente arrestó a Valeria, Sara no se sintió aliviada. Aunque había resuelto el caso, lo había hecho por razones más profundas que simplemente querer justicia. Quería demostrar que no era invisible, que podía ser mejor, que podía brillar en un mundo que le había dado la espalda. El reconocimiento que tanto anhelaba no llegó de la manera que esperaba, pero Sara sabía que su habilidad, su esfuerzo y su mente aguda habían marcado la diferencia.

Mientras veía a Valeria ser llevada por la policía, no podía evitar pensar en su propio padre, ausente y distante. Tal vez él nunca la vería, tal vez nadie lo haría. Pero, al menos, ahora sabía de lo que era capaz.

Fin


**El Caso del Barrio Olvidado**


Cuando encontraron el cuerpo de la señora Gómez en su propia casa, el barrio entero ya había dictado sentencia: "Seguro fue el Negro Juárez". Vivía en una villa al borde de la ciudad, donde las calles se volvían peligrosas y nadie entraba sin razón de peso. Era fácil acusarlo, más aún cuando siempre lo veían merodeando por los alrededores, pidiendo changas o simplemente vagando. Para todos, el culpable estaba claro desde el principio.


Pero Clara, una alumna de secundaria, que también venía de un barrio marginal, no estaba tan segura. Ella sabía cómo funcionaban las cosas en esos lugares. Sabía cómo la gente miraba con desconfianza a los que venían de su mundo. Lo había vivido con sus propios maestros, los mismos que la miraban con sorpresa cuando mencionaba dónde vivía. La misma sorpresa con la que miraban ahora al Negro Juárez.


Clara observaba desde la esquina, callada, mientras la policía se llevaba a Juárez esposado. Los vecinos susurraban entre ellos, y los medios ya lo pintaban como el criminal perfecto. No importaba que no hubiera pruebas claras, ni testigos que lo hubieran visto. Era suficiente con que fuera de la villa para que todo encajara.


Al día siguiente, en clase, Clara decidió llevar el tema al frente. Sabía que su profesor no tardaría en decir algo sobre el crimen. Lo hacía siempre que pasaba algo relevante en el barrio, como si con eso pudiera acercarse un poco a entender lo que ocurría en la periferia. Sin embargo, Clara notaba la incomodidad en su mirada cada vez que ella mencionaba dónde vivía. Ese era su terreno, y quería que lo sintiera.


—¿Ya supieron lo de la señora Gómez? —preguntó el profesor, como si hubiera caído en la trampa de Clara. Algunos compañeros murmuraron, pero la mayoría parecía ajena.


—Dicen que fue el Negro Juárez, ¿no? —respondió Clara, con una voz que cortaba el aire. Sabía exactamente lo que estaba haciendo. Quería ver la reacción en los ojos de su profesor.


—Sí, parece que... bueno, la policía lo detuvo —dijo el docente, incómodo. No quería hablar del tema demasiado. Era como si, al reconocerlo, aceptara que sabía tan poco sobre el mundo de Clara.


Clara no se detuvo. Esa misma tarde, decidió pasar por la villa y hablar con los amigos de Juárez. Sabía que ellos no confiaban en la policía ni en nadie que viniera de afuera, pero a ella la respetaban, porque también era de ahí. Fue entonces cuando se enteró de algo que le cambió la perspectiva del caso: la señora Gómez estaba teniendo problemas con una deuda importante, pero no con cualquier prestamista. El jefe de la policía local, el comisario Fernández, estaba metido en varios "negocios paralelos", y uno de ellos involucraba el dinero que la señora Gómez debía.


Clara sabía que nadie creería esa historia. Nadie sospecharía de un hombre como Fernández, un comisario respetado, con familia, hijos y una reputación intachable. Pero en su barrio, todos sabían que la gente con más poder era la que manejaba los hilos. Solo que cuando los problemas llegaban, los culpables siempre eran los mismos: los pobres, los marginales, los olvidados.


Decidida a llegar al fondo, Clara empezó a investigar más sobre el caso. Una tarde, mientras caminaba por los alrededores de la comisaría, escuchó a dos agentes hablando sin cuidado: "El comisario va a estar tranquilo. Le metieron el muerto a Juárez, y ese no sale más", dijo uno. Clara sintió cómo la rabia se le acumulaba en el pecho. Todo era una trampa, un montaje para proteger a Fernández. Y Juárez, por ser quien era, pagaría por un crimen que no cometió.


La impotencia la devoraba. ¿Quién iba a creerle a una piba de la villa, sin más pruebas que su intuición y algunos rumores? Pero no se quedó de brazos cruzados. Decidió enviar un correo anónimo a un periodista de investigación, detallando todo lo que había descubierto, incluidos los rumores sobre los negocios turbios de Fernández. Sabía que ese tipo de cosas, cuando se sacaban a la luz, podían hacer tambalear hasta al más intocable.

Semanas después, la noticia explotó: el comisario Fernández había sido detenido por corrupción y vínculos con el crimen organizado. Las pruebas empezaron a salir, y con ellas, la verdad sobre el asesinato de la señora Gómez. Juárez fue liberado, pero el daño ya estaba hecho. Nadie iba a devolverle la dignidad perdida.

Clara no buscaba reconocimiento, pero dentro de ella había una mezcla de satisfacción y tristeza. Sabía que, para muchos, los prejuicios nunca cambiarían. Pero al menos, en ese caso, la verdad había salido a la luz. Y mientras caminaba de vuelta a su casa, en su barrio olvidado por todos, se sentía un poco más fuerte, sabiendo que su voz, aunque pequeña, había logrado hacer la diferencia.

Fin

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