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Autobiografía de mi madre (fragmento inicial), Jamaica Kincaid

 Mi madre murió en el momento en que yo nací, y así, durante toda mi vida, no hubo nunca nada entre yo y la eternidad; a mi espalda soplaba siempre un viento negro y desolado. Al principio de mi existencia, yo no podía saber que iba a ser así; no lo supe hasta llegar a la mitad de mi vida, justo en aquel tiempo en que había dejado de ser joven y descubrí que algunas de las cosas que siempre había tenido dé sobra ahora eran menos abundantes, y que poseía más de algunas otras de las que apenas había disfrutado en absoluto. Y ese descubrimiento de pérdida y de recompensa me hizo reflexionar acerca del pasado y del futuro: en mi origen estaba esa mujer cuyo rostro yo nunca había visto, pero al final no había nada, nadie entre mi persona y ese negro espacio que es el mundo. Sentí entonces que durante toda mi vida había estado al borde de un precipicio, que mi pérdida me había hecho vulnerable, dura y desvalida; tomar conciencia de ello me permitió vencer la tristeza, la vergüenza y la autocompasión.


Cuando mi madre murió dejándome a mí, una vulnerable criatura, enfrentada al mundo entero, mi padre me puso al cuidado de la misma mujer a la que pagaba para que le lavase la ropa. Cabe la posibilidad de que le recalcara la diferencia entre los dos bultos: uno de ellos era su hija, no el único hijo que había traído al mundo, pero sí el único que tenía con la única mujer con la que se había casado hasta entonces; el otro contenía su ropa sucia. Habría llevado con más suavidad uno que el otro, le habría dado a ella instrucciones precisas de que fuera más cuidadosa con uno que con el otro, habría esperado que se tratara con mayor delicadeza uno que el otro, pero no sé cuál de los dos le habría preocupado más, porque era un hombre muy vanidoso, su aspecto era algo muy importante para él. El hecho de que yo constituía una carga lo sé; sé que también su ropa sucia constituía una carga; y sé que no era capaz de cuidar de mí, y tampoco de lavar su propia ropa.


Había vivido con mi madre en una casa muy pequeña. Era pobre, pero no porque fuera una buena persona; aún no había cometido suficientes maldades como para hacerse rico. La casa estaba en una colina, y él había bajado por la ladera llevando en equilibrio en una mano a su hija y en la otra su ropa; y había entregado los dos bultos, el fardo de ropa y el bebé, a una mujer que no era familiar de él ni de mi madre; se llamaba Eunice Paul, y tenía ya seis hijos, el último de los cuales era todavía un recién nacido. Por eso le quedaba todavía algo de leche en los pechos para darme, pero a mí me sabía amarga y no la mamaba. Vivía en una casa alejada de todas las demás, desde la que se divisaba una amplia vista del mar y las montañas, y, cuando yo me mostraba irritable y desconsolada, me envolvía en trapos viejos y me dejaba apoyada a la sombra de un árbol, y, ante la panorámica de aquel mar y aquellas montañas, inconsolable, yo me deshacía en lágrimas hasta quedar exhausta.


Ma Eunice no era mala: me trataba exactamente igual que a sus propios hijos… aunque eso no significa que fuera precisamente tierna con sus propios hijos. En un lugar como ese, la brutalidad es la única herencia verdadera, y a veces la crueldad es lo único que se ofrece con franqueza. A mí ella no me gustaba, y echaba de menos el rostro que nunca había visto; miraba por encima del hombro para ver si se acercaba alguien, como si esperase que fuera a llegar alguien, y Ma Eunice me preguntaba qué estaba mirando, al principio en broma, pero poco tiempo después, cuando empecé a hacerlo continuamente, creyó que eso significaba que era capaz de ver espíritus. Yo no veía en absoluto espíritus o fantasmas, simplemente estaba buscando aquel rostro, el rostro que jamás vería, aunque viviera eternamente.


Nunca llegué a querer a esa mujer con la que me dejó mi padre, esa mujer que no era mala conmigo, pero que tampoco era capaz de demostrar ternura porque no sabía cómo hacerlo… y quizá no pudiese quererla porque tampoco yo sabía cómo hacerlo. Me alimentó con papillas cuando rechazaba su leche y todavía no tenía dientes; cuando me salieron los dientes, lo primero que hice fue hundírselos en la mano mientras me daba de comer. De su boca brotó un sonido sofocado, más de sorpresa que de dolor, y supo interpretar aquello como lo que realmente era —mi primera manifestación de ingratitud—, lo que la puso en guardia contra mí para el resto del tiempo en que tuvimos relación.


No hablé hasta cumplir los cuatro años. Eso no enturbió la felicidad de nadie ni por un segundo; no había nadie que fuera a preocuparse por ello. Yo sabía que podía hablar, pero no quería hacerlo. Veía a mi padre cada quince días, cuando venía a recoger su ropa limpia. Nunca se me ocurrió pensar que fuera allí para verme; mi idea de las cosas era que venía a recoger su ropa limpia. Cuando aparecía, me llevaban con él y él me preguntaba cómo estaba, pero solo era una formalidad; nunca me tocaba ni me miraba a los ojos. ¿Acaso había algo que ver en mis ojos? Eunice lavaba, planchaba y plegaba su ropa; la envolvía en tela de nanquín como si se tratara de un regalo, en dos pulcros e impecables paquetes que colocaba sobre una mesa, la única mesa de la casa, en la que permanecían hasta que él venía a recogerlos. Hacía sus visitas con bastante regularidad, de manera que, cuando una vez no apareció como solía, lo noté y dije: «¿Dónde está mi padre?».


Lo dije en inglés —no en criollo francés ni en criollo inglés, sino en inglés puro y llano—, y eso hubiera debido ser lo sorprendente: no el hecho de que hablara, sino de que lo hiciera en inglés, una lengua en la que nunca había oído hablar a nadie. Ma Eunice y sus hijos hablaban en la lengua de Dominica, el criollo francés, y en cuanto a mi padre, cuando hablaba conmigo, también se dirigía a mí en esa lengua, no por ofenderme, sino porque creía que era lo único que yo entendía. Pero nadie se dio cuenta; todos se limitaron a maravillarse de que por fin hubiera hablado y hubiera preguntado por la ausencia de mi padre. El hecho de que las primeras palabras que articulé en mi vida fueran dichas en la lengua de un pueblo que nunca me gustaría y al que jamás apreciaría ya no constituye ahora ningún misterio para mí; todo en mi vida, bueno o malo, todo aquello a lo que estoy inextricablemente atada, es fuente de dolor.


Entonces tenía cuatro años de edad y veía el mundo como una serie de líneas suaves y difuminadas unidas entre sí, como un esbozo en carboncillo; así, cuando mi padre venía a llevarse su ropa, lo único que veía era que aparecía de repente en el estrecho sendero que conducía desde el camino principal hasta la puerta de la casa en la que yo vivía y que luego, hecho lo que había venido a hacer, desaparecía de nuevo tras la curva en el cruce de caminos. Yo no sabía qué había más allá del sendero, no sabía si cuando le perdía de vista continuaba siendo mi padre o se desvanecía para convertirse en algo completamente distinto y no volvería a verle nunca bajo la forma de mi padre. Era algo que habría aceptado sin más. Podría haber llegado a creer que así era como funcionaba el mundo. Yo no hablaba y no tenía intención de hablar.


Un día, sin querer, rompí un plato, el único plato de aquel tipo que Eunice había tenido nunca, un plato de porcelana fina, y mis labios no pronunciaron las palabras «lo siento». La tristeza que ella expresó ante esa pérdida me fascinó; era una aflicción tan concentrada, tan abrumadora, tan profunda como si hubiera muerto un ser querido. Se pellizcó los gruesos y fláccidos pliegues del vientre, se tiró de los pelos, se dio golpes en el pecho; de sus ojos manaron grandes lagrimones que se deslizaron por sus mejillas, tan profusamente que para mi mente infantil no habría sido ninguna sorpresa ver que de ellas brotaban de repente sendos manantiales de agua, como en una fábula o un cuento de hadas. Me había advertido en repetidas ocasiones que no tocara aquel plato, pues me había visto observarlo con una curiosidad obsesiva. Yo lo miraba y pensaba en el dibujo pintado en su superficie, la imagen de un paisaje campestre repleto de hierba y flores, con los más delicados matices de amarillo, rosa, azul y verde; el cielo estaba iluminado por un sol reluciente pero no abrasador; las nubes eran delgadas, desvaídas y dispersas a modo de detalle decorativo, no densos cúmulos amenazadores, no el presagio de un desastre. Aquella imagen no representaba más que un campo lleno de hierba y flores en un día soleado, pero de ella emanaba cierta atmósfera de secreta exuberancia, felicidad y sosiego; en la parte inferior había una sola palabra escrita en letras doradas: PARAÍSO. Naturalmente, no se trataba en absoluto de ninguna alegoría del paraíso; era una imagen idealizada de la campiña inglesa, pero eso yo no lo sabía; no sabía siquiera que tal cosa, la campiña inglesa, existiera. Y tampoco lo sabía Eunice; ella creía que aquella pintura era una imagen del paraíso que le ofrecía secretamente la promesa de una vida libre de preocupaciones, responsabilidades y deseos.


Cuando rompí el plato de porcelana en el que estaba pintada esa imagen y cuya pérdida hizo llorar tanto a Ma Eunice, no sentí la necesidad de pedir perdón de forma inmediata, ni sentí la necesidad de pedir perdón al poco rato. No sentí la necesidad de perdirle perdón hasta mucho tiempo después, y para entonces ya era demasiado tarde para decírselo, porque había muerto; quizá fue al paraíso y vio realizada la promesa que simbolizaba aquel plato. Cuando rompí el plato y no pedí perdón, maldijo a mi madre muerta, maldijo a mi padre, me maldijo a mí. Las palabras que utilizó no significaban nada; las comprendí, pero no me hirieron, porque no sentía afecto por ella. Y ella no sentía afecto por mí. Me hizo poner de rodillas sobre un montón de piedras que estaban apiladas, como debía ser, en un lugar en el que daba el sol durante todo el día, con las manos levantadas por encima de la cabeza y sosteniendo en cada una de ellas un enorme pedrusco. Su intención era tenerme en esa postura hasta que dijera las palabras «lo siento», pero yo no las pronuncié, no pude pronunciarlas. Era más fuerte que mi propia voluntad; aquellas palabras no podían salir de mis labios. Permanecí en aquella posición hasta que a ella ya no le quedaron fuerzas para seguir maldiciéndome a mí y a todos mis antepasados.


¿Por qué aquel castigo habría de causar en mí una impresión tan imborrable, impregnado como estaba en todos sus aspectos del aroma que envuelve la relación existente entre el carcelero y el cautivo, el amo y el esclavo, con su patente simbolismo acerca del grande y el pequeño, el poderoso y el desvalido, el fuerte y el débil, y enmarcado en un escenario de tierra, mar y cielo, y Eunice en pie ante mí, mostrándose en una sucesión de metamorfosis que la convertían en un ser más furioso e inhumano a cada palabra que salía de sus labios, con su raído vestido de algodón mal tejido cuya parte superior era de un color y dibujo que no iban a tono con la falda, su pelo enmarañado y sin lavar desde hacía muchos meses envuelto en un pedazo de tela vieja que llevaba sin lavar aún más tiempo que el cabello? El vestido, otra vez: en algún momento había estado nuevo y limpio, y la suciedad lo había ajado, pero la propia suciedad había hecho que fuera nuevo una vez más, al proporcionarle una pátina de sombras y colores que no había tenido antes, y esa misma suciedad acabaría desintegrándolo por completo, aunque ella no era una mujer sucia: se lavaba los pies todas las noches.


El día estaba despejado, no era tiempo de lluvias; había algunos hombres en el mar lanzando las redes, aunque no iban a tener buena pesca precisamente porque era un día claro. Tres de sus hijos estaban comiendo pan y formaban con la miga pequeñas bolitas que me arrojaban como si fueran piedras mientras estaba allí arrodillada, riéndose de mí; y en el cielo no había una sola nube y no corría ni una brizna de aire; y una mosca volaba sin cesar por delante de mi cara, a veces posándose en la comisura de mi boca; un fruto demasiado maduro cayó de un árbol del pan, y el sonido que produjo al caer fue como el de un puño golpeando una zona blanda y carnosa del cuerpo. Todo eso, todo eso lo recuerdo… ¿Por qué aquello habría de causar en mí una impresión tan imborrable?


Mientras estaba allí arrodillada, vi tres tortugas de tierra entrando y saliendo lentamente del pequeño espacio que quedaba bajo la casa, y me enamoré de ellas; quería tenerlas cerca, quería hablar solo con ellas todos los días durante toda mi vida. Mucho después de que finalizara mi tormento —zanjado de un modo que no gustó a Ma Eunice, puesto que yo no había pedido perdón—, cogí las tres tortugas y las coloqué en un espacio cercado del que no podían entrar y salir a su antojo, de forma que su existencia dependía por completo de mí. Yo les llevaba hojas de hortalizas y agua en pequeñas conchas marinas. Me parecían hermosas, con sus caparazones de color gris oscuro con pálidos círculos amarillos, sus largos cuellos, sus ojos de mirada impasible, su manera lenta y deliberada de moverse. Pero se escondían en el interior de sus caparazones cuando yo no quería que lo hicieran, y, cuando las llamaba, no salían. Para darles una lección, cogí un poco de barro del lecho del río, tapé con él los pequeños orificios por los que sacaban el cuello y dejé que se secara. Cubrí con piedras el lugar en el que vivían y durante bastantes días me olvidé de ellas. Cuando las recordé de nuevo, fui a echarles un vistazo al lugar en que las había dejado. Para entonces estaban todas muertas.


📘 Guía de comprensión lectora

(Fragmento inicial de Autobiografía de mi madre, Jamaica Kincaid)

1. ¿Qué revela la narradora sobre el momento de su nacimiento y cómo transforma ese hecho en una marca identitaria?

2. ¿Cómo se articula en el fragmento la relación entre ausencia y transmisión? ¿Por qué la narradora dice que no puede ser madre?

3. ¿Qué peso tiene la frase “una madre que fuera mía”? ¿Qué sentidos emocionales, simbólicos o incluso sociales puede tener esa expresión?

4. ¿Cuál es el efecto de la lógica que usa la narradora para hablar de su identidad? ¿Te resulta convincente, inquietante, dolorosa?

5. ¿Qué tono predomina en el fragmento? ¿Cómo influye ese tono en tu lectura y en lo que provoca emocionalmente?


✍️ Respuestas y análisis con citas

1.

¿Qué revela la narradora sobre el momento de su nacimiento, y cómo transforma ese hecho en una marca identitaria?
La narradora dice:

“Mi madre murió al momento de darme a luz.”
Esto no es solo un dato biográfico: es un origen trágico. La muerte de la madre no es un evento más, sino el instante fundacional de su existencia. Al señalarlo con esa frialdad, la narradora está mostrando que su vida comienza con una pérdida, y no cualquier pérdida, sino la de quien se supone debía cuidarla y darle un sentido inicial. Esto marca no solo su infancia, sino toda su identidad:
“Así que toda mi vida no he tenido una madre.”
Desde el nacimiento, la narradora es lo que falta, o lo que queda después de una muerte.


2.

¿Cómo se articula en el fragmento la relación entre ausencia y transmisión? ¿Por qué la narradora dice que no puede ser madre?
Ella construye una lógica de herencia inversa. Como no recibió lo que una madre transmite, no puede ella misma darlo. Lo dice así:

“De esto se sigue naturalmente que no puedo ser madre. No puedo ser madre porque no tuve una madre que fuera mía.”
El uso de “naturalmente” revela una deducción fría y contundente. La capacidad de maternar no es presentada como algo biológico, sino simbólico: se recibe (por amor, por presencia, por vínculo) y luego se da. La ausencia, entonces, no es solo pérdida, sino una interrupción de la cadena afectiva. En esta visión, nadie puede dar lo que no recibió.


3.

¿Qué peso tiene la frase “una madre que fuera mía”? ¿Qué sentidos emocionales, simbólicos o incluso sociales puede tener esa expresión?
La frase no dice simplemente que no tuvo madre, sino que no tuvo “una madre que fuera mía”. Hay muchas madres posibles (la madre biológica, la madre cuidadora, la figura materna simbólica), pero ninguna de ellas fue “suya”.

“No puedo ser madre porque no tuve una madre que fuera mía.”
La palabra “mía” encierra deseo, pertenencia, refugio, identidad. Es también una forma de marcar lo que el mundo le negó: un vínculo seguro. En lo social, podría leerse como una crítica a los sistemas que no amparan a los más vulnerables (una niña sin madre), o como una alusión a una infancia abandonada por figuras protectoras.


4.

¿Cuál es el efecto de la lógica que usa la narradora para hablar de su identidad? ¿Te resulta convincente, inquietante, dolorosa?
La narradora usa una especie de silogismo: no tuve madre → no puedo ser madre. El efecto es desolador porque elimina la posibilidad de ruptura o de transformación. La identidad se vuelve una cárcel heredada.

“De esto se sigue naturalmente que no puedo ser madre.”
Esto puede generar en el lector distintas reacciones: tal vez rechazo, por lo determinista; tal vez empatía, si se reconoce el dolor detrás de esa afirmación. Lo inquietante es cómo la ausencia se convierte en destino, sin posibilidad de redención. Es un pensamiento seco, pero que encierra una herida muy profunda.


5.

¿Qué tono predomina en el fragmento? ¿Cómo influye ese tono en tu lectura y en lo que provoca emocionalmente?
El tono es austero, sobrio, sin adornos. Las frases son breves, cortantes, sin adornos sentimentales. Ejemplo:

“Mi madre murió al momento de darme a luz. Así que toda mi vida no he tenido una madre.”
No hay exclamaciones, ni lamentos, ni dramatismo. Pero en esa frialdad se escucha un eco más fuerte que el llanto: la resignación de quien no espera consuelo. El efecto es demoledor porque obliga al lector a completar lo que no se dice, a imaginar lo que esa pérdida significó sin que se lo cuenten directamente.


ORACIONES PARA ANALIZAR

Dejo diez oraciones sencillas, sacadas directamente del fragmento de Autobiografía de mi madre con estructuras claras para hacer sintaxis básica:

  1. Me acuerdo de mi madre.

  2. Mi padre trabajaba en la plantación.

  3. Yo tenía miedo de la tormenta.

  4. El mar estaba muy bravo ese día.

  5. Los niños jugaban en la playa.

  6. Ella cantaba canciones antiguas.

  7. Nosotros comíamos frutas frescas.

  8. El sol calentaba la arena.

  9. Mi abuela contaba historias largas.

  10. La casa era pequeña y sencilla.


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