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El héroe que arde y el héroe que resiste: Aquiles y Héctor en la Ilíada

En el corazón de la Ilíada, la epopeya que canta la cólera de Aquiles y el destino de Troya, se enfrentan dos figuras que encarnan modelos opuestos de heroicidad: Aquiles y Héctor. Uno, semidiós de furia abrasadora, rey de un enjambre temido; el otro, hombre de carne y deber, defensor de los suyos. La comparación entre ambos no sólo revela los distintos ideales de gloria de la Grecia arcaica, sino también las tensiones entre el impulso individual y la responsabilidad común, entre la destrucción fulminante y la resistencia trágica.

Aquiles es hijo de Peleo, rey de los mirmidones, y de Tetis, una nereida inmortal. Esta mezcla de linaje lo convierte en un ser liminal, a medio camino entre lo divino y lo humano. Su heroicidad es, en parte, herencia celestial: ningún guerrero lo iguala en velocidad ni en fuerza. Pero su temperamento revela otra herencia, menos noble: la furia, el orgullo herido, el retiro del combate cuando su honor es mancillado. Aquiles pelea no por deber, sino por su gloria personal, por su timé (honor) y su kleos (fama).

Detrás de él, obedecen los mirmidones, su ejército. Pero no son un ejército cualquiera. Según el mito, los mirmidones fueron creados por Zeus a partir de hormigas (myrmekes, en griego) para repoblar la isla de Egina. Este origen etimológico y mítico no es un simple artificio poético: define su naturaleza simbólica. Los mirmidones son una colmena de hombres, un enjambre de obediencia ciega, guerreros nacidos no del deseo ni del amor, sino de la necesidad y el castigo. Pelean sin preguntar, matan sin cuestionar, siguen a Aquiles como si él fuera su reina-hormiga, el centro de voluntad que los convoca y dirige. No tienen voz propia en el poema; son extensión de su rey.

En contraposición está Héctor, príncipe de Troya, hijo de Príamo y esposo de Andrómaca. No tiene armas divinas ni armadura forjada por Hefesto. No es invulnerable, ni hijo de dioses. Es, en todo, humano. Pero es justamente esa humanidad la que hace de Héctor una figura más admirable: lucha por su ciudad, por su esposa, por su hijo pequeño, Astianacte. Es plenamente consciente de que Troya caerá y de que él probablemente morirá, pero no por eso elude su responsabilidad. Su coraje no nace del orgullo ni de la ira, sino del amor y la lealtad.

Cuando Héctor se enfrenta a Aquiles en el canto XXII, sabe que enfrenta no solo al mejor guerrero, sino a una máquina de muerte, a un ser casi inhumano que ha dejado atrás la piedad. La muerte de Héctor es el punto culminante de la Ilíada: no por su espectacularidad, sino por su significado. Muere el hombre íntegro, y triunfa el héroe desencadenado, consumido por la venganza.

Y sin embargo, esa victoria no es total. Porque Aquiles, luego de arrastrar el cadáver de Héctor con saña inhumana, siente por fin el eco de la humanidad en su pecho. Cuando Príamo, anciano y dolido, se arrodilla ante él para pedir el cuerpo de su hijo, Aquiles llora. Se reconoce en el viejo troyano. Recuerda a su propio padre, Peleo, y por un instante la llama de su cólera se apaga. Ese gesto final —la devolución del cuerpo de Héctor— es el único atisbo de redención en la figura de Aquiles.

Así, la Ilíada no presenta simplemente una historia de vencedores y vencidos. Presenta dos formas de heroicidad: Aquiles, el héroe absoluto, aislado, divino, que arde como un relámpago pero deja a su paso desolación; y Héctor, el héroe comunitario, humano, que resiste como el roble ante el viento, y que cae, sí, pero sin haberse traicionado. Los mirmidones, en su silenciosa presencia hormigueante, nos recuerdan que el poder de Aquiles no era sólo suyo: era el de un ejército sin voluntad, una colmena sin voz, arrastrada por la furia de un solo hombre.

En esa tensión entre la voluntad individual y la dignidad colectiva, entre el rayo y la raíz, entre el fuego y el muro, se juega la grandeza trágica de la Ilíada.

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