El tercer cigarrillo del insomnio se quemaba en la boca de Horacio Oliveira
sentado en la cama; una o dos veces había pasado levemente la mano por el
pelo de la Maga dormida contra él. Era la madrugada del lunes, habían dejado
irse la tarde y la noche del domingo, leyendo, escuchando discos, levantándose
alternativamente para calentar café o cebar mate. Al final de un cuarteto de
Haydn la Maga se había dormido y Oliveira, sin ganas de seguir escuchando,
desenchufó el tocadiscos desde la cama; el disco siguió girando unas pocas
vueltas, ya sin que ningún sonido brotara del parlante. No sabía por qué pero
esa inercia estúpida lo había hecho pensar en los movimientos aparentemente
inútiles de algunos insectos, de algunos niños. No podía dormir, fumaba
mirando la ventana abierta, la bohardilla donde a veces un violinista con joroba
estudiaba hasta muy tarde. No hacía calor, pero el cuerpo de la Maga le
calentaba la pierna y el flanco derecho; se apartó poco a poco, pensó que la
noche iba a ser larga.
Se sentía muy bien, como siempre que la Maga y él habían conseguido
llegar al final de un encuentro sin chocar y sin exasperarse. Le importaba muy
poco la carta de su hermano, rotundo abogado rosarino que producía cuatro
pliegos de papel avión acerca de los deberes filiales y ciudadanos malbaratados
por Oliveira. La carta era una verdadera delicia y ya la había fijado con scotch
tape en la pared para que la saborearan sus amigos. Lo único importante era la
confirmación de un envío de dinero por la bolsa negra, que su hermano llamaba
delicadamente «el comisionista». Oliveira pensó que podría comprar unos libros
que andaba queriendo leer, y que le daría tres mil francos a la Maga para que
hiciese lo que le diera la gana, probablemente comprar un elefante de felpa de
tamaño casi natural para estupefacción de Rocamadour. Por la mañana tendría
que ir a lo del viejo Trouille y ponerle al día la correspondencia con
Latinoamérica. Salir, hacer, poner al día, no eran cosas que ayudaran a
dormirse. Poner al día, vaya expresión. Hacer. Hacer algo, hacer el bien, hacer
pis, hacer tiempo, la acción en todas sus barajas. Pero detrás de toda acción
había una protesta, porque todo hacer significaba salir de para llegar a, o mover
algo para que estuviera aquí y no allí, o entrar en esa casa en vez de no entrar o
entrar en la de al lado, es decir que en todo acto había la admisión de una
carencia, de algo no hecho todavía y que era posible hacer, la protesta tácita
frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad del
presente. Creer que la acción podía colmar, o que la suma de las acciones podía
realmente equivaler a una vida digna de este nombre, era una ilusión de
moralista. Valía más renunciar, porque la renuncia a la acción era la protesta
misma y no su máscara. Oliveira encendió otro cigarrillo, y su mínimo hacer lo
obligó a sonreírse irónicamente y a tomarse el pelo en el acto mismo. Poco le
importaban los análisis superficiales, casi siempre viciados por la distracción y
las trampas filológicas. Lo único cierto era el peso en la boca del estómago, la
sospecha física de que algo no andaba bien, de que casi nunca había andado
bien. No era ni siquiera un problema, sino haberse negado desde temprano a las
mentiras colectivas o a la soledad rencorosa del que se pone a estudiar los
isótopos radiactivos o la presidencia de Bartolomé Mitre. Si algo había elegido
desde joven era no defenderse mediante la rápida y ansiosa acumulación de una
«cultura», truco por excelencia de la clase media argentina para hurtar el cuerpo
a la realidad nacional y a cualquier otra, y creerse a salvo del vacío que la
rodeaba. Tal vez gracias a esa especie de fiaca sistemática, como la definía su
camarada Traveler, se había librado de ingresar en ese orden fariseo (en el que
militaban muchos amigos suyos, en general de buena fe porque la cosa era
posible, había ejemplos), que esquivaba el fondo de los problemas mediante una
especialización de cualquier orden, cuyo ejercicio confería irónicamente las más
altas ejecutorias de argentinidad. Por lo demás le parecía tramposo y fácil
mezclar problemas históricos como el ser argentino o esquimal, con problemas
como el de la acción o la renuncia. Había vivido lo suficiente para sospechar
eso que, pegado a las narices de cualquiera, se le escapa con la mayor
frecuencia: el peso del sujeto en la noción del objeto. La Maga era de las pocas
que no olvidaban jamás que la cara de un tipo influía siempre en la idea que
pudiera hacerse del comunismo o la civilización cretomicénica, y que la forma
de sus manos estaba presente en lo que su dueño pudiera sentir frente a
Ghirlandaio o Dostoievski. Por eso Oliveira tendía a admitir que su grupo
sanguíneo, el hecho de haber pasado la infancia rodeado de tíos majestuosos,
unos amores contrariados en la adolescencia y una facilidad para la astenia
podían ser factores de primer orden en su cosmovisión. Era clase media, era
porteño, era colegio nacional, y esas cosas no se arreglan así nomás. Lo malo
estaba en que a fuerza de temer la excesiva localización de los puntos de vista,
había terminado por pesar y hasta aceptar demasiado el sí y el no de todo, a
mirar desde el fiel los platillos de la balanza. En París todo le era Buenos Aires
y viceversa; en lo más ahincado del amor padecía y acataba la pérdida y el
olvido. Actitud perniciosamente cómoda y hasta fácil a poco que se volviera un
reflejo y una técnica; la lucidez terrible del paralítico, la ceguera del atleta
perfectamente estúpido. Se empieza a andar por la vida con el paso pachorriento
del filósofo y del clochard, reduciendo cada vez más los gestos vitales al mero
instinto de conservación, al ejercicio de una conciencia más atenta a no dejarse
engañar que a aprehender la verdad. Quietismo laico, ataraxia moderada, atenta
desatención. Lo importante para Oliveira era asistir sin desmayo al espectáculo
de esa parcelación Tupac-Amarú, no incurrir en el pobre egocentrismo
(criollicentrismo,
suburcentrismo,
cultucentrismo,
folklocentrismo)
que
cotidianamente se proclamaba en torno a él bajo todas las formas posibles. A
los diez años, una tarde de tíos y pontificantes homilías histórico-políticas a la
sombra de unos paraísos, había manifestado tímidamente su primera reacción
contra el tan hispanoítalo-argentino «¡Se lo digo yo!», acompañado de un
puñetazo rotundo que debía servir de ratificación iracunda. Glielo dico io! ¡Se
lo digo yo, carajo! Ese yo, había alcanzado a pensar Oliveira, ¿qué valor
probatorio tenía? El yo de los grandes, ¿qué omnisciencia conjugaba? A los
quince años se había enterado del «sólo sé que no sé nada»; la cicuta
concomitante le había parecido inevitable, no se desafía a la gente en esa forma,
se lo digo yo. Más tarde le hizo gracia comprobar cómo en las formas
superiores de cultura el peso de las autoridades y las influencias, la confianza
que dan las buenas lecturas y la inteligencia, producían también su «se lo digo
yo» finamente disimulado, incluso para el que lo profería: ahora se sucedían los
«siempre he creído», «si de algo estoy seguro», «es evidente que», casi nunca
compensado por una apreciación desapasionada del punto de vista opuesto.
Como si la especie velara en el individuo para no dejarlo avanzar demasiado
por el camino de la tolerancia, la duda inteligente, el vaivén sentimental. En un
punto dado nacía el callo, la esclerosis, la definición: o negro o blanco, radical o
conservador, homosexual o heterosexual, figurativo o abstracto, San Lorenzo o
Boca Juniors, carne o verduras, los negocios o la poesía. Y estaba bien, porque
la especie no podía fiarse de tipos como Oliveira; la carta de su hermano era
exactamente la expresión de esa repulsa.
«Lo malo de todo esto», pensó, «es que desemboca inevitablemente en el
animula vagula blandula. ¿Qué hacer? Con esta pregunta empecé a no dormir.
Oblomov, cosa facciamo? Las grandes voces de la Historia instan a la acción:
Hamlet, revenge! ¿Nos vengamos, Hamlet, o tranquilamente Chippendale y
zapatillas y un buen fuego? El sirio, después de todo, elogió escandalosamente a
Marta, es sabido. ¿Das la batalla, Aduna? No podés negar los valores, rey
indeciso. La lucha por la lucha misma, vivir peligrosamente, pensá en Mario el
Epicúreo, en Richard Hillary, en Kyo, en T.E. Lawrence... Felices los que
eligen, los que aceptan ser elegidos, los hermosos héroes, los hermosos santos,
los escapistas perfectos».
Quizá. ¿Por qué no? Pero también podía ser que su punto de vista fuera el
de la zorra mirando las uvas. Y también podía ser que tuviese razón, pero una
razón mezquina y lamentable, una razón de hormiga contra cigarra. Si la lucidez
desembocaba en la inacción, ¿no se volvía sospechosa, no encubría una forma
particularmente diabólica de ceguera? La estupidez del héroe militar que salta
con el polvorín, Cabral soldado heroico cubriéndose de gloria, insinuaban quizá
una supervisión, un instantáneo asomarse a algo absoluto, por fuera de toda
conciencia (no se le pide eso a un sargento), frente a lo cual la clarividencia
ordinaria, la lucidez de gabinete, de tres de la mañana en la cama y en mitad de
un cigarrillo, eran menos eficaces que las de un topo.
Le habló de todo eso a la Maga, que se había despertado y se acurrucaba
contra él maullando soñolienta. La Maga abrió los ojos, se quedó pensando.
—Vos no podrías —dijo—. Vos pensás demasiado antes de hacer nada.
—Parto del principio de que la reflexión debe preceder a la acción, bobalina.
—Partís del principio —dijo la Maga—. Qué complicado. Vos sos como un
testigo, sos el que va al museo y mira los cuadros. Quiero decir que los cuadros
están ahí y vos en el museo, cerca y lejos al mismo tiempo. Yo soy un cuadro,
Rocamadour es un cuadro. Etienne es un cuadro, esta pieza es un cuadro. Vos
creés que estás en esta pieza pero no estás. Vos estás mirando la pieza, no estás
en la pieza.
—Esta chica lo dejaría verde a Santo Tomás —dijo Oliveira.
—¿Por qué Santo Tomás? —dijo la Maga—. ¿Ese idiota que quería ver para
creer?
—Sí, querida —dijo Oliveira, pensando que en el fondo la Maga había
embocado el verdadero santo. Feliz de ella que podía creer sin ver, que formaba
cuerpo con la duración, el continuo de la vida. Feliz de ella que estaba dentro de
la pieza, que tenía derecho de ciudad en todo lo que tocaba y convivía, pez río
abajo, hoja en el árbol, nube en el cielo, imagen en el poema. Pez, hoja, nube,
imagen: exactamente eso, a menos que...
 
