Aguafuerte de los dos templos: Boca y River, la guerra santa del domingo

Para la Adru, la mejor bostera que tuve la felicidad de conocer:

Hay domingos en que la ciudad no respira: aguanta la exhalación como quien espera un veredicto o una confesión. Buenos Aires se parte al medio, no por política ni por religión, sino por algo más serio: el superclásico.

En una esquina del mundo, allá donde el Riachuelo huele a herrumbre y recuerdos, emerge la Bombonera como un monstruo dormido que sólo despierta con cantos de guerra. Los bosteros bajan en oleadas: vienen de todos lados, de casitas bajas, de conventillos, del tren que rechina, del bondi que vibra con el grito contenido. Huelen a barrio, a lucha, a camiseta con barro, a un Diego con los botines desatados. Dicen que la cancha tiembla, pero no es la estructura: son las almas que patean desde la tribuna. La Bombonera no tiembla, late, como un corazón con arritmia gloriosa.

Del otro lado, por Núñez, se alza el Monumental, majestuoso, prolijo, como un templo griego pasado por escuadra. Allí no se baja: se desfila. El hincha de River camina derecho, elegante, con la remera bien planchada y una copa Libertadores tatuada en la mirada. No grita: declama. No putea: analiza. El gol se celebra como se sirve un vino caro: con elegancia medida y cierto desdén hacia el que no entiende de paladar.

Pero no te confundas, que el millonario también sangra. Cuando le meten un gol en el último minuto, tira el vino al piso, se arranca la camisa y grita con la misma desesperación con la que el bostero se cuelga del alambrado. En el fondo, el fútbol nos iguala: todos lloramos, todos puteamos, todos creemos que el árbitro está comprado cuando nos cobra un penal en contra.

Los bosteros llevan el barro con orgullo. “Somos grasa, pero tenemos aguante”, te dicen con una sonrisa torcida y una bandera de Maradona colgando del alma. Los millonarios, en cambio, se creen herederos de una aristocracia que viste de rojo y blanco. Se jactan de ser el club más grande, el más copero, el más educado. Se burlan de la bosta, pero no soportarían un domingo sin tener un bostero al cual cargar.

Y entonces pasa: se cruzan. En la cancha, en la tele, en la calle. El clásico. El mito. El ring de la patria. No importa si sos kirchnerista o macrista, obrero o abogado, hincha de Chacarita o neutral por cobardía. Todos tienen que tomar partido. Porque en la guerra santa del domingo, nadie es inocente.

Y yo, que no soy ni uno ni otro, que crecí con un viejo que escuchaba los partidos por radio mientras se afeitaba con espuma de jabón, los miro a los dos con ternura. Porque son el reflejo perfecto de esta ciudad rota y maravillosa: River con su obsesión por el estilo, y Boca con su obsesión por la sangre.

Dicen que el cielo es azul y oro, pero los de Núñez aseguran que Dios lleva una banda roja. Tal vez los dos tengan razón. O tal vez el cielo sea el grito de gol de cualquiera de los dos un domingo a las cinco, con el sol bajo y la radio encendida.

Porque en Buenos Aires, el fútbol no se juega, se respira. Y aunque uno pierda y el otro gane, el verdadero triunfo es que esta ciudad, caótica y hermosa, siga latiendo al ritmo de una pelota que no para de rodar.

La voz de los huesos, por Leila Guerriero

No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la que entra una luz grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes blancas, sin mucho esmero. El cuarto —un departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires— es discreto: nadie llega aquí por equivocación. El piso de madera está cubierto por diarios y, sobre los diarios, hay un suéter a rayas —roto—, un zapato retorcido como una lengua negra —rígida—, algunas medias. Todo lo demás son huesos.
Tibias y fémures, vértebras y cráneos, pelvis, mandíbulas, los dientes, costillas en pedazos.
Son las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi está parada en el vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un fémur lacio y lo apoya sobre su muslo.
− Los huesos de mujer son gráciles.
Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles.

***

Entre 1976 y diciembre de 1983 la dictadura militar en la Argentina secuestró y ejecutó a miles de personas que fueron enterradas como NN en cementerios y tumbas clandestinas.
En mayo de 1984, ya en democracia, convocados por Abuelas de Plaza de Mayo (una agrupación de mujeres que busca a sus nietos, hijos de sus hijos desaparecidos durante la dictadura) siete miembros de la Asociación Americana por el Avance de la Ciencia llegaron al país. Entre ellos, un antropólogo forense —un especialista en la identificación de restos óseos: alguien que puede leer allí los rastros de la vida y de la muerte— llamado Clyde Snow. Nacido en 1928 en Texas, Snow tenía su prestigio: había identificado los restos de Josef Mengele en Brasil. Por lo demás, bebía como un cosaco, fumaba habanos, usaba sombrero texano, botas ídem y estaba habituado a vivir en un país donde los criminales eran individuos que mataban a otros: no una máquina estatal que tragaba personas y escupía sus huesos. En ese viaje —el primero de muchos— dio una conferencia sobre ciencias forenses y desaparecidos en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, y la traductora, abrumada por la cantidad de términos técnicos, renunció en la mitad. Entonces un hombre rubio, todo carisma, dijo «yo puedo: yo sé inglés». Y así fue como Morris Tidball Binz, veintiséis años, estudiante de medicina y dueño de un inglés perfecto, se cruzó en la vida de Clyde Snow.
Durante las semanas que siguieron Clyde Snow participó de algunas exhumaciones a pedido de jueces y familiares de desaparecidos, siempre en compañía de su nuevo traductor. En el mes de junio, cuando tuvo que exhumar siete cuerpos de un cementerio del suburbio, decidió que iba a necesitar ayuda y envió una carta al Colegio de Graduados en Antropología solicitando colaboración. Pero no tuvo respuesta. Y fue entonces cuando Morris Tidball Binz dijo: «Yo tengo unos amigos».
Los amigos de Morris eran uno: se llamaba Douglas Cairns, estudiaba antropología en la Universidad de Buenos Aires, y esparció el mensaje — “Hay un gringo que busca gente para exhumar restos de desaparecidos” — entre sus compañeros de estudio.
−Yo estoy habituada a desenterrar guanacos, no personas— dijo Patricia Bernardi, veintisiete años, estudiante de antropología, huérfana de padres, empleada en la empresa de transporte de su tío.
—A mí los cementerios no me gustan— puede haber dicho Luis Fondebrider, estudiante de primer año de antropología, empleado de una empresa de fumigación de edificios.
—Yo nunca hice una exhumación— dijo Mercedes Doretti, estudiante avanzada de antropología, fotógrafa y empleada de una biblioteca circulante.
Pero después pensaron que no perdían nada si iban a escuchar, y así fue como a las siete de la tarde del catorce de junio de 1984, Patricia Bernardi, Mercedes Doretti, Luis Fondebrider — y Douglas Cairns— se encontraron con Clyde Snow —y Morris Tidball Binz— en un hotel del centro de Buenos Aires llamado Hotel Continental.
—Clyde nos pareció un tipo raro, pensábamos «Cómo toma este viejo, cómo fuma» —dice Patricia Bernardi—. Nos invitó un trago, y cuando nos explicó lo que quería hacer creí que se nos iba a ir el apetito. Pero después nos llevó a comer, y nosotros éramos estudiantes,
nunca habíamos ido a un restaurante elegante. Comimos como bestias. Pero teníamos miedo. El país estaba muy inestable, y pensábamos «Si acá vuelve a pasar algo, este gringo se va a su país, pero nosotros nos tenemos que quedar».
Esa noche se despidieron de Clyde Snow con la promesa de pensar y darle una respuesta.
«Me sentí conmovido, pero no tenían experiencia —contaba Clyde Snow años después al diario Página/12—. Les dije que el trabajo iba a ser sucio, deprimente y peligroso. Y que además no había plata. Me dijeron que lo iban a discutir y que al día siguiente me iban a
dar una respuesta. Pensé que era una manera amable de decirme ‘chau, gringo’. Pero al día siguiente estaban ahí».
Al día siguiente estaban ahí.
—Decidimos que íbamos a probar con esa exhumación, y que después veíamos si seguíamos con otras —dice Patricia Bernardi—. Nos encontramos temprano, en la puerta del hotel, y nos llevaron al cementerio en los autos de la policía. Fue raro subirnos a esa cosa. Y después nos íbamos a subir a esos autos tantas veces. Yo nunca había estado en un enterratorio, pero con Clyde lo difícil pareció ser un poco más fácil. Él se tiraba con nosotros en la fosa, se ensuciaba con nosotros, fumaba, comía dentro de la fosa. Fue un buen maestro en momentos difíciles, porque una cosa es levantar huesos de guanaco o de lobos marinos y otra el cráneo de una persona. Cuando empezaron a aparecer los restos, la ropa se me enganchaba en el pincel, y yo preguntaba «¿Qué hago con la ropa?». Y Clyde me miraba y me decía «Seguí, seguí». Ese día levantamos los restos, nos fuimos a la morgue, y resultó que no eran los que buscábamos. Clyde se puso a discutir algo sobre la trayectoria de un proyectil con el personal de la morgue. Nosotros no entendíamos nada. Estaban los familiares ahí, y yo le dije al juez “Digalé que no son los restos, esta gente ya pasó por mucho”. Cuando les dijo, el llanto de los familiares fue algo que… Salimos de ahí a las tres de la mañana. Fue la exhumación más larga de mi vida.
Pero siguieron tantas. Entre 1984 y 1989 Clyde Snow pasó más de veinte meses en la Argentina, y en cada uno de sus viajes los estudiantes lo acompañaron a hacer exhumaciones, internándose de a poco en las aguas de esa profesión que no tenía —en el país— antecedentes ni prestigio.
—Nadie entendía lo que hacíamos. ¿Sepultureros especializados, médicos forenses? —dirá Mercedes Doretti desde Nueva York—. La academia nos miraba de reojo porque decían que no era un trabajo científico.
Con poco más de veinte años, empleados mal pagos de empleos absurdos, estudiantes de una carrera que no los preparaba para un destino que de todos modos no podían sospechar, pasaban los fines de semana en cementerios de suburbio, cavando en la boca todavía fresca de las tumbas jóvenes bajo la mirada de los familiares.
—La relación con los familiares de los desaparecidos la tuvimos desde el principio –dirá Luis Fondebrider—. Teníamos la edad que tenían sus hijos en el momento de desaparecer y nos tenían un cariño muy especial. Y estaba el hecho de que nosotros tocábamos a sus muertos. Tocar los muertos crea una relación especial con la gente.
Como tenían miedo, iban siempre juntos. Y, como iban siempre juntos, empezaron a llamarlos «el cardumen». No hablaban con nadie acerca de lo que hacían y, para hablar de lo que hacían, se reunían en casa de Patricia, de Mercedes.
—Todos soñábamos con huesos, esqueletos —dirá Luis Fondebrider— Nada demasiado elaborado. Pero nos contábamos esas cosas entre nosotros.
—Todos teníamos pesadillas —dirá Mercedes Doretti—. Un día me desperté a los gritos, soñando con una bala que salía de una pistola, y me desperté cuando la bala estaba por impactarme en la cabeza. La sensación que tuve fue que me estaba muriendo y pensaba «¿Cómo no me di cuenta de que esto venía, cómo no me di cuenta de que me estoy muriendo inútilmente, cómo no me di cuenta de que no tenía que meterme acá?».
En 1985 viajaron a la ciudad de Mar del Plata, a exhumar los restos de una desaparecida, seguros como estaban de estar del lado de los buenos. Las Madres de Plaza de Mayo, la agrupación de mujeres que busca a sus hijos desaparecidos, los estaban esperando.
—Querían frenar la exhumación —dirá Mercedes Doretti—. Decían que Snow era un agente de la CIA y que el gobierno estaba tratando de tapar las cosas entregando bolsas con huesos. Hubo insultos, fue duro. Ver que ellas, que eran nuestras heroínas, estaban en contra fue muy fuerte. Finalmente exhumamos, y después nos fuimos a la playa. Nos sentamos ahí, mirando el mar, compungidos.
Ese mismo año, Clyde Snow declaró en el Juicio a las Juntas —donde se juzgaba a los militares que habían estado en el poder durante la dictadura—, y proyectó una diapositiva de esa exhumación en Mar del Plata: una mujer joven llamada Liliana Pereyra, el cráneo pleno de balas.
«Lo que estamos haciendo —decía Snow en Página/12— va a impedir a futuros revisionistas negar lo que realmente pasó. Cada vez que recuperamos un esqueleto de una persona joven con un orificio de bala en la nuca, se hace más difícil venir con argumentos».
El tiempo pasó, consiguieron financiación, alguna beca, y cuando quedó claro que quizás podrían vivir de eso, algunos abandonaron sus empleos. En 1987 se inscribieron como asociación civil sin fines de lucro bajo el nombre de Equipo Argentino de Antropología Forense, con el objetivo de practicar «la antropología forense aplicada a los casos de violencia de Estado, violación de derechos humanos, delitos de lesa humanidad». Después se unieron al grupo Darío Olmo, estudiante de arqueología, empleado municipal; Alejandro Incháurregui, estudiante de antropología y vendedor de boletos en el hipódromo; Carlos Somigliana (Maco), estudiante de antropología y derecho, ayudante de los fiscales Moreno Ocampo y Strassera durante el Juicio a las Juntas; Silvana Turner, estudiante de antropología social, y Anahí Ginarte, estudiante de antropología.
En 1988, cuando fueron convocados como peritos para excavar en el sector 134 del cementerio de Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires donde los militares habían enterrado a cientos, pocos de ellos tenían más de veintidós.
La fosa de Avellaneda permaneció abierta dos años y sacaron de allí trecientos treinta y seis cuerpos, casi todos con heridas de bala en el cráneo, muchos todavía sin identificar.

***
El Equipo Argentino de Antropología Forense tiene sus oficinas en dos departamentos idénticos, primer y segundo piso de un edificio antiguo de estilo francés en el barrio de Once. Alrededor, vendedores ambulantes, autos, buses, los peatones: la banda de sonido de una ciudad en uno de sus puntos álgidos. El segundo piso no tiene nombre. El primer piso sí, y se llama Laboratorio. Por lo demás, ambos tienen la misma cantidad de cuartos, los mismos baños, cocina al fondo, y casi ninguna evidencia de vida privada. Los muebles son nuevos y viejos, chicos y grandes, de maderas nobles y de fórmica. Hay un cuadro, un póster del Metropolitan Museum, pero son cosas que llevan demasiado tiempo allí: cosas que ya nadie ve. Hay pizarras, paneles de corcho con tarjetas de delivery y postales de esqueletos bailando: las fiestas latinoamericanas de la muerte. En un alféizar hay dos cactus pequeños y, en todas las paredes, una profusión de planos y de mapas. Algunos, no todos, tienen marcas. Algunas de esas marcas, no todas, señalan los centros clandestinos de detención: sitios de los que proviene el objeto que aquí se estudia.

La oficina donde trabaja Luis Fondebrider está en el segundo piso. Él, Mercedes Doretti y Patricia Bernardi son los únicos que quedan del grupo original: Douglas Cairns sólo ayudó, al principio, en un par de exhumaciones; Morris Tidball Binz marchó en 1990 a trabajar en la Cruz Roja y vive en Ginebra desde entonces. A fines de los noventa se unieron otras personas —Miguel Nievas, Sofía Egaña, Mercedes Salado— y, durante mucho tiempo, no fueron más de doce. Pero a principios del nuevo siglo la posibilidad de aplicar la técnica de ADN a los huesos obligó a muchas incorporaciones, y ahora son treinta y siete. En todos estos años, el equipo intervino en más de treinta países, contratado por el Tribunal Criminal Internacional para la ex Yugoslavia; la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas; las Comisiones de la Verdad de Filipinas, Perú, El Salvador y Sudáfrica; las fiscalías de Etiopía, México, Colombia, Sudáfrica y Rumania; el Comité Internacional de la Cruz Roja; la comisión presidencial para la búsqueda de los restos del Che Guevara y la Comisión Bicomunal para los desaparecidos de Chipre.
—Todos los salarios que recibimos por esas misiones internacionales van a un fondo común —dice Luis Fondebrider—. No les cobramos a los familiares por lo que hacemos. Nos sostenemos con la financiación de unos veinte donantes privados europeos y norteamericanos y de algunos gobiernos europeos. No tenemos apoyo de donantes privados ni asociaciones civiles argentinas. Las asociaciones civiles apoyan eventos de Julio Boca, pero no proyectos como este.
Ocultos, discretos, cada tanto la identificación de alguien —en 1989 la de Marcelo Gelman, el hijo de Juan Gelman, el poeta argentino radicado en México; en 1997 la del Che Guevara, en Bolivia; en 2005 la de Azucena Villaflor, la fundadora de Madres de Plaza de mayo, desaparecida en 1977— los empuja a la primera plana de los diarios.
—Pero para nosotros —dice Luis Fondebrider— todos son personas. El Che o Juan Pérez. Cuando fue lo del hijo de Gelman, fuimos Morris, Alejandro y yo a Nueva York a recibir un premio de una fundación, y lo fuimos a ver a Gelman que vivía allá para contarle que habíamos identificado a su hijo. A mí me resultó una figura muy intimidante, serio, parco. Nos quedamos a dormir en su casa. Él se quedó toda la noche despierto, leyendo el expediente, y al otro día nos hizo millones de preguntas. Fue raro. Yo nunca me había quedado a dormir en la casa de una persona a la que hubiera ido a darle una noticia así.
—¿Podrías imaginarte sin hacer este trabajo?
—Sí. No sé qué haría. Pero sí.
Todos dicen —dirán— lo mismo. Como si marcharan orgullosos hacia el único futuro posible: la extinción.

***

En el piso inferior hay varios cuartos con mesas largas y angostas cubiertas por papel verde. En la oficina donde suele trabajar Sofía Egaña cuando está en Buenos Aires —treinta y seis años, llegada al equipo en 1999 cuando le propusieron una misión en Timor Oriental y ella
dijo sí y se marchó dos años a una isla sin luz ni agua donde el ejército indonesio, en 1991, había matado a docientos mil— hay un escritorio, una computadora.

Click y una foto se abre: un cráneo. Otro click: el cráneo y su orificio.
—Entró directo: una ejecución así, tuc, de atrás. ¿Tenemos dientes? ¿Cómo lucen los dientes?
En dos días más, Sofía Egaña estará en Ciudad Juárez, donde el equipo trabaja en la identificación de cuerpos de mujeres no identificadas o de identificación dudosa y, hasta entonces, debe resolver algunas cuestiones urgentes: tratar de vender la casa donde vive, quizás pedir un préstamo bancario, quizás mudarse. En un panel de corcho, a sus espaldas, hay una mariposa dibujada y una frase que dice Sofi te quiero con caligrafía de sobrina infantil. Hay, también, una foto tomada durante su estadía en Timor:
—Esos son mis caseros. Ellos me alquilaban la casa donde vivíamos. Cada tanto me llaman, para saber cómo estoy. Como yo no tengo teléfono estable, tienen que llamar a casa de mis padres. Hace más de once años que estoy viajando. No tengo placard. Tengo dos maletas. Pero cuando se junta el hueso con la historia, todo cobra sentido. Delante de los familiares soy la médica, el doctor. A llorar, me voy atrás de los árboles. No te podés poner a llorar.
—¿Y con el tiempo uno no se acostumbra?
—No. Con el tiempo es peor.
Al final de un pasillo hay un cuarto oscuro, fresco, las paredes cubiertas por estantes que trepan hasta el techo y, en los estantes, cajas de cartón de tamaño discreto con la leyenda Frutas y Hortalizas.
—Cada caja es una persona. Ahí guardamos los huesos. Todas están etiquetadas con el nombre del cementerio, el número de lote.
Al frente, en dos o tres habitaciones luminosas, cinco mujeres jóvenes se inclinan sobre las mesas cubiertas con papel. Sobre las mesas hay —claro— esqueletos.

***

El escritorio de Silvana Turner, en el piso superior, está rodeado de cajas que dicen Kosovo, Togo, Sudáfrica, Timor, Paraguay: la ruta de las mejores masacres del siglo que pasó. Silvana Turner lleva el pelo corto, el rostro limpio. Llegó al equipo en 1989.
—Si el familiar no tiene deseos de recuperar lo restos, no intervenimos. Nunca hacemos algo que un familiar no quiera. Pero aun cuando es doloroso recibir la noticia de una identificación, también es reparador. En otros ámbitos esto suele hacerse como un trabajo más técnico. Es impensable que la persona que estudia los restos haya hecho la entrevista con el familiar, haya ido a campo a recuperar los restos, y se encargue de hacer la devolución. Nosotros hemos hecho eso siempre.
En todos estos años lograron trescientas identificaciones con restitución de restos y —cruzando datos, rastreando documentación— pudieron conocer y notificar el destino de trescientas personas más cuyos restos nunca fueron encontrados.
—Si yo tuviera que definir un sentimiento con respecto al trabajo es frustración. Uno quisiera dar respuestas más rápido.
A metros de aquí hay otro cuarto donde las cajas llevan el nombre de cementerios argentinos: La Plata, San Martín, Ezpeleta, Lomas de Zamora, Ezeiza.
La tarea fue amplia. La obra puede ser interminable.

***

Llueve, pero adentro es seco, tibio. Es martes, pero es igual.
En una de las oficinas del laboratorio habrá, durante días, un ataúd pequeño. Lo llaman urna. En urnas como esa devuelven los huesos a sus dueños.
—¿Ves? —dice una mujer con rostro de camafeo, una belleza oval—. Esto, la parte interna, se llama hueso esponjoso. Y hueso cortical es la externa.
Bajo sus dedos, el esqueleto parece una extraña criatura de mar, al aire sus zonas esponjosas.
—Esto es un pedacito de cráneo. En el cráneo, el hueso esponjoso se llama diploe.
Cuando termine de reconstruir —de numerar sus partes, sus lesiones, de extender lo que queda de él sobre la mesa— el esqueleto volverá a su caja, y esa pequeña paciencia de mujer oval terminará, años después —si hay suerte— con un nombre, un ataúd del tamaño de un fémur y una familia llorando por segunda vez: quizás por última.
En el vidrio de una de las ventanas que da a la calle hay un papel pegado: la cuadrícula de una fosa y el dibujo de dieciséis esqueletos. Al pie de cada uno hay anotaciones: cinco postas más tapón de Itaka, desdentado en maxilar superior, cinco proyectiles. Ninguno tiene
nombre, pero sí edad —treinta en promedio— y sexo: casi todos hombres. Desde la calle, cualquiera que mire hacia arriba puede ver ese papel pegado a la ventana. Pero lo que se vería desde allí es una hoja en blanco. Y, de todos modos, nadie mira.

***

Una puerta se abre como un suspiro, se cierra como una pluma. Mercedes Salado deja una caja liviana —que reza Frutas y Hortalizas— sobre un escritorio. Después dice buendía y enciende el primero de la hora. Es española, bióloga, trabajó en Guatemala desde 1995, forma parte del equipo desde 1997 y durante mucho tiempo sus padres, dos jubilados que viven en Madrid, creyeron que el oficio de la hija no era un oficio honesto
—Un día me llaman y me preguntan: «Oye, Mercedes, lo que tú haces… ¿es legal?». Claro, cuando yo empecé con esto no se sabía muy bien qué cosa era Latinoamérica, y meterse en las montañas a sacar restos de guatemaltecos… Mis padres tendrían miedo de que los llamaran diciendo «Su hija está presa porque se ha robado a uno». Ahora en Madrid los vecinos me saludan, como «uau, es legal». Lo que me sorprende del equipo es la coherencia. Se mantiene con proyectos, pero también hay un fondo común. Cada uno que sale de misión internacional pone ese salario en el fondo común. Y es un sistema comunista que funciona. Se hace porque se cree en lo que se hace. Nadie hubiera estado veinte años cobrando lo que se cobra si esto no le gusta. Pero este trabajo tiene una cosa que parece como muy romántica, como muy manida. Y es que esto no es un trabajo, sino una forma de vida. Está por encima de tu familia, de tu pareja, por encima de tu perspectiva de tener hijos. Nos hemos olvidado de cumpleaños, de aniversarios de boda, pero no nos hemos olvidado de una cita con un familiar. Y en el fondo es tan pequeño. ¿Qué haces? Encuentras la identidad de una persona. Es la respuesta que la familia
necesitaba desde hace tanto tiempo… y ya. Y eso es todo. Pero cuando le ves el rostro a la gente, vale la pena. Es una dignificación del muerto, pero también del vivo.
Después, con una sonrisa suave, dirá que tiene un trauma: que no puede meter cráneos dentro de bolsas de plástico, y cerrarlas.
—Me da angustia. Es estúpido, pero siento que se ahogan.

***
Es viernes. Pero es igual.
Mujeres jóvenes, vestidas con diversas formas de la informalidad urbana —piercings, pantalones enormes, camisetas superpuestas— se afanan sobre las mesas del laboratorio. Semana a semana, como si una marea caprichosa interminable los llevara hasta ahí —más
y menos enteros, más y menos lustrosos— los esqueletos cambian.
—Están mezclados. Ya tengo cinco mandíbulas, cinco individuos por lo menos –dice Gabriela, mientras pega dos fragmentos de hueso.
Son horas de eso: mirar y pegar, y después todavía rastrear lesiones compatibles con golpes o balas, y después aplicar la burocracia: tomar nota de todo en fichas infinitas.
Mariana Selva —los ojos claros, las uñas cortas, rojas— prepara unos restos para llevar a rayos: un cráneo, la mandíbula.
—A veces ves los huesos de un chico de veinte años con nueve balazos en la cabeza y decís ay, dios, pobre chico, qué saña. Pero no podés estar llorando, ni pensando en cómo fueron todas esas muertes, porque no podrías trabajar.
Analía González Simonett lleva un aro en la nariz, casi siempre vincha. Es, con Mariana, una de las últimas en llegar al equipo.
—A mí lo que me sigue pareciendo tremendo es la ropa. Abrir una fosa y ver que está con vestimenta. Y las restituciones de los restos a los familiares. Acá una vez hubo una restitución a una madre. Ella tenía dos hijos desaparecidos, y los dos fueron identificados por el equipo. La llevamos donde estaban los restos. Antes de ponerlos en una urna los extendemos, en una mesa como esas. «Josecito», decía, y tocaba los huesos. «Ay, Josecito, a él le gusta…». La forma de tocar el hueso era tan empática. Y de repente dice «¿Le puedo dar un beso en la frente?».
El seis de enero de 1990 los restos de Marcelo Gelman fueron velados en público. Pero antes su madre, Berta Schubaroff, quiso despedirse a solas. A puertas cerradas, en las oficinas del equipo, trece años después de haberlo visto por última vez, al fruto de su vientre lo besó en los huesos.
***
En el escritorio de Miguel Nievas hay un cráneo de plástico que es cenicero, un dactilograma, un esquema de ADN nuclear, una biblioteca, libros, mapas. Es un cuarto interno, con una sola ventana y poca luz. Miguel Nievas tiene apenas más de treinta. Vivía en Rosario, una ciudad del interior, y entró al equipo a fines de los años noventa.
—Yo trabajaba en la morgue de Rosario, estaba estudiando unos restos óseos y necesitaba ayuda. Llamé por teléfono. Me atendió Patricia, me preguntó si podía viajar con los huesos a Buenos Aires. Y vine. Seguí colaborando en algunas cosas desde allá y después, en el 2000, me preguntaron si podía ir a Kosovo. Yo dije que sí, pero la verdad es que no sabía dónde iba. Cuando el avión aterrizó en Macedonia, y vi tanques, soldados, pensé «Dónde carajo me metí». No hablaba una palabra de inglés y en la morgue hacíamos treinta o cuarenta autopsias todos los días. Nos habían dado un curso obligatorio de explosivos, pero yo no hablaba inglés y lo único que entendí fue don’t touch. Cuando volví me quedé trabajando acá. Me enganché con el trabajo en la Argentina. Cuando empezás a investigar un caso terminás conociendo a la persona como si fuera un amigo tuyo. Necesitás poner distancia, porque todo el día relacionado con esto, te termina brotando.

Cada uno tiene su forma de brotarse.
—¿Y la tuya es…?
—La soriasis. Y hace años que no recuerdo un sueño.
***

Patricia Bernardi dice que tiene deformaciones profesionales. La más notoria: le mira los dientes a las personas.
—No me doy cuenta. Hablo y les miro la dentadura. Porque nosotros siempre andamos buscando cosas en los dientes. Y el otro día vino el contador con una radiografía, y le dije «Che, por qué no dejás alguna acá, por las dudas».
Se ríe. Pero siempre se ríe.
—Yo nunca pude aguantar a los muertos. Les tengo pánico. A mí me hacés cortar un cadáver fresco y me muero. Pero con los huesos no me pasa nada. Los huesos están secos. Son hermosos. Me siento cómoda tocándolos. Me siento afín a los huesos.

Pasa las páginas de un álbum de fotos.
—Este es el sector 134, en Avellaneda.
Un terreno repleto de maleza. Después, la tierra cruda. Después abierta. Después los huesos. Y un edificio viscoso con paredes cubiertas de azulejos.
—Esa es la morgue donde trabajaban ellos.
Ellos.
—Habían hecho un portón que daba a la calle, para poder entrar los cuerpos directamente desde ahí. En la puerta de la morgue había un cartel que decía «No cague adentro». Cuando empezamos a trabajar no lo hicimos público. Nos daba miedo. Teníamos un policía de seguridad de la misma comisaría que antes tenía la llave para meter cuerpos en esa fosa.
En un rato tocarán el timbre y Patricia bajará las escaleras con una urna pequeña. Allí, en esa urna, llevará los restos de María Teresa Cerviño, que en mayo de 1976 apareció colgada de un puente con un cartel, una inscripción —Yo fui montonera—, la cabeza cubierta por una bolsa, los ojos y la boca tapados con cinta adhesiva. Todas las pistas indicaban que había terminado en la fosa común de Avellaneda. Su madre nombró al equipo como perito en la causa judicial que inició en 1988 buscando los restos de su hija. Durante todos estos años, Patricia supo que María Teresa Cerviño estaba ahí, era alguno de todos esos huesos.
—Yo decía «Sé que está, pero dónde, cuál será». Y el año pasado, diecinueve años después, apareció.
Hay sitios así. Sitios donde todas las cosechas son tardías.
***
Cuando Darío Olmo llegó al equipo, invitado por Patricia Bernardi en 1985, era un estudiante de antropología de veintiocho años, agonizando en manos de un empleo que lo frustraba: recibir expedientes en la mesa de entrada de una dependencia de gobierno.
—Me cayó muy bien el viejo Snow. Yo no entendía una palabra de inglés, pero nos entendíamos en el idioma universal de los vasos. Este trabajo me salvó. Yo tomaba bastante, trabajaba caratulando expedientes, no era un buen alumno en la facultad. Esto era lo opuesto a la rutina. Un trabajo entre amigos, y enseguida creamos una relación rara, inusual. Cuando la compañera de uno de nosotros estuvo enferma, Patricia tenía el dinero de un departamento que había vendido y le llevó toda la plata. «Hacé lo que necesites», le dijo. Esta gente es la que yo más conozco y la que más me conoce. Para bien y para mal. A mí el trabajo este no me daña. Al contrario. Esto es lo más interesante que me pasó en la vida. ¿Qué posibilidades tiene un estudiante de arqueología como yo de conocer el Congo más que con un trabajo demencial como este? La gente se horroriza. Vos le decís que viajás a ver fosas comunes y morgues y cementerios, y a la gente la
parece horroroso. Pero a mí me resultaría difícil sentarme en un kiosco de dos metros cuadrados y esperar que me vengan a comprar caramelos. La verdad es que la única parte mala del laburo son los periodistas. Un periodista es una persona que llega al tema y tiene que hacer una especie de curso intensivo, hacer su nota, y es difícil que capte esta complejidad. Me gustaría que, simplemente, no les interese.
***

Son las siete de la tarde de un viernes y en un aula de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, Sofía Egaña y Mariana Selva dan una clase sobre huesos en general, lesiones en particular, a un grupo pequeño de estudiantes.
—El hueso fresco tiene contenido de humedad y reacciona distinto a la fractura que el hueso seco. El hueso se mantiene fresco aún después de la muerte. Entonces el diagnóstico se hace según la forma de la fractura, la coloración –dice Mariana Selva mientras proyecta imágenes de huesos rotos y secos, rotos y húmedos, rotos y blancos.
—Los rastros de la vida se ven en los huesos —dirá después, sobre un esqueleto extendido, Sofía Egaña—. ¿Ven los picos de artrosis? ¿Cómo verían a esta mandíbula?
Tóquenla, agárrenla. ¿Qué les puede decir esta dentición?
Cuando el equipo se formó, la antropología forense no existía como disciplina en el país. Ellos aprendieron en los cementerios, desenterrando personas de su edad —vomitando al descubrir que tenían sus mismas zapatillas—, leyendo el rastro verde de la pólvora en la cara interna de los cráneos. Y después, todavía, se enseñaron entre ellos. Ahora son generosos: aquí comparten el conocimiento. Esparcen lo que les sembraron.

***

El día es gris. Patricia Bernardi toma el teléfono, marca un número, alguien atiende.
—Sí, buenas tardes, estoy buscando a la señora X.
–…
—Ah, buenas tardes, señora, habla Patricia Bernardi, del Equipo Argentino de Antropología Forense. No sé si sabe a qué se dedica esta institución.
—…
—Bueno, muchas gracias, adiós.
El tono de Patricia es dulce y no hay fastidio cuando cuelga: cuando no la quieren atender.
En 2007, cuando se cumplieron años de la muerte del Che, los medios sacaron sus máquinas de hacer efemérides y todas apuntaron a los miembros del equipo que, convocados por el gobierno cubano, habían estado allí.
—A veces me siento obligada a decir que fue un orgullo haber participado en esa exhumación, pero era todo muy tenso. Nosotros estuvimos cinco meses, nos retiramos, y volvimos cuando los cubanos encontraron la fosa del Che, en julio de 1997. Me llamaron a mí, era un sábado. No me acuerdo si llamó el cónsul o el embajador de Cuba, y me dijo «Encontraron unos huesos». Cuando llegamos ya había dos o tres peleándose por ver quién sacaba la foto. A mí lo que sí me marcó un antes y un después fue El Petén, en Guatemala. Ahí en 1982 un pelotón del ejército ejecutó a cientos de pobladores. Nosotros sacamos ciento sesenta y dos cuerpos. En su mayoría chicos menores de doce años. Y no tenían heridas de bala porque para ahorrar proyectiles les daban la cabeza contra el borde del pozo y los arrojaban. Llega un momento que te acostumbrás a los huesitos chiquitos, porque son muy lindos, hermosos, perfectos. Pero lo que te traía a la realidad era lo asociado.
Lo asociado.
—Los juguetes.
En el edificio contiguo hay un instituto de peluquería y depilación. Desde las ventanas se pueden ver, todos los días, señoras cubiertas por mantelitos de plástico y pelos envueltos en cáscaras de nylon como merengues flojos. Pero da igual: aquí nadie las mira.

***
En la oficina de Carlos Somigliana —Maco— hay profusión de papeles, dibujos de niños, pilas de cosas que buscan su lugar como en un camarote chico. Desde que entró en el equipo, en 1987, se dedicó a atar cabos y a enseñar a los demás a hacer lo mismo: entrevistar familiares, buscar testimonios, cruzar información.
—Mientras el Estado llevaba adelante una campaña de represión clandestina, seguía registrando cosas con su aparato burocrático. Es como una rueda grande y una rueda pequeña. Vos podés conocer lo que pasa en la primera por lo que pasa en la segunda. Ahora hay una urgencia con respecto al trabajo que no aparecía tan fuerte cuando éramos más jóvenes, y que tiene que ver con la sobrevida de la gente a la que le vamos a contar la noticia de la identificación. Llegás a una familia para contar que identificaste al familiar y te dicen «Ah, mi padre se murió hace un año». Y cuando te empieza a pasar seguido decís «me tengo que apurar».
—¿Podrías dejar de hacer este trabajo?
—Sí. Yo quiero terminar este trabajo. Para mí es importante creer que puedo prescindir. Este trabajo ha sido muy injusto en términos de otras vidas posibles para muchos de nosotros.
—¿Y afectó tu vida privada?
—Sí.
—¿De qué forma?
—Ninguna que se pueda publicar.
—Entonces tiene partes malas.
—Por supuesto que tiene partes malas. Cuando vos sos el familiar de un desaparecido, tuviste que aceptar la desaparición, la aceptaste, estuviste treinta años con eso. Te acostumbraste. De golpe viene alguien y te dice no, mire, eso no fue como usted pensaba, y además encontramos los restos de su hijo, su hija. Es una buena noticia. Pero te hace mierda. Es como una operación, es para algo bueno. Pero te lastima. Cuando vos te das cuenta que la lastimadura es muy fuerte, hasta qué punto no estás haciendo cagada al remover esas cosas. Pero no hay nada bueno sin malo. Lo cual te lleva a la otra posibilidad mucho más perturbadora: no hay nada malo sin bueno. En alguna parte una mujer dice «Mi hermano desapareció el cinco del diez del setenta y ocho» y entonces alguien, discretamente, cierra una puerta.

***

—Mi nombre es Margarita Pinto y soy hermana de María Angélica y de Reinaldo Miguel Pinto Rubio, los dos son chilenos, militantes de Montoneros. Desaparecieron en 1977. Mi hermana tenía veintiún años. Mi hermano, veintitrés.
Margarita Pinto dice eso en el espacio para fumadores de la confitería La Perla, del Once, a cuatro cuadras de las oficinas del equipo. Después dice que los restos de su hermana fueron identificados por los antropólogos en 2006.
—El dolor de tener un familiar desaparecido es como una espinita que te toca el corazón, pero te acostumbrás. Y cuando me dijeron que habían encontrado los restos, yo estuve con una depresión grande. No quise ir a verlos. Fui nada más al homenaje que le hicimos en el cementerio. Esto es como una segunda pérdida, pero después es un alivio. Los antropólogos hablan de mi hermana como si la hubiesen conocido. Y yo la busqué tanto. Cuando desapareció yo era chica, y empecé a visitar a los padres de algunos compañeros de ella. Una vez fui a ver a un matrimonio grande. En un momento, la señora se levantó y se fue y el hombre me dijo que disculpara, que la señora estaba muy mal. Que todos los días se levantaba muy temprano para desarmar la cama de su hijo. Y yo ahí, preguntando por mi hermana. Uno a veces hace daño sin darse cuenta.
El cielo gris. Brilla en sus ojos.

***

El veintiséis de septiembre de 2007, Mercedes Doretti recibió una beca de la fundación MacArthur dotada de quinientos mil dólares y, como hacen e hicieron siempre con las becas, los premios y los sueldos de las misiones internacionales, donó el dinero al fondo común con que el equipo se financia.
—La beca es personal —dice Mercedes Doretti— pero yo no trabajo sola.
Ella fue la primera mujer miembro del equipo en ser madre, un año atrás. La segunda fue Anahí Ginarte, que vive en la ciudad de Córdoba desde 2003, cuando viajó allí para trabajar en la fosa común del cementerio de San Vicente, un círculo de infierno con cientos de cadáveres, y conoció al hombre que les alquilaba la pala mecánica para remover la tierra, se enamoró, tuvo una hija.
—Es mucha adrenalina, muy romántico, pero también es ver la vida de los otros y no tener una vida propia —dice Anahí Ginarte—. Yo estuve un año sin pasar un mes entero en Buenos Aires. Tenía un departamento donde no había nada, ni una planta, cerraba con llave y me iba. Pero decidí parar. Salvo ellas dos —Mercedes, Anahí— ninguna de las mujeres que llevan años en el equipo tiene hijos.

***

A mediados de 2007, el equipo, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Ministerio de Salud firmaron un convenio para crear un banco de datos genéticos de familiares de desaparecidos a través de una campaña que solicita una muestra de sangre para cotejar el ADN con el de seicientos restos que todavía no han podido ser identificados. El proyecto se llama Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas Desaparecidas, y hace días que aquí no se habla de otra cosa: de la iniciativa que se iniciará.
Esta mañana, Mercedes Salado y Sofía Egaña revolotean alrededor de un hombre encargado de instalar la impresora de códigos de barras de la que saldrán miles de etiquetas que identificarán la sangre de los familiares.
—A ver, vamos a probar –dice el hombre.
Aprieta un comando y la pequeña impresora se estremece, tiembla como un hámster y escupe uno, dos, diez, veinte códigos de barras.
—Es muy emocionante —dice Mercedes—. Llevamos años esperando esto.
En las semanas que siguen todos se dedican a una tarea cándida: ensobran formularios para enviar a los cuatro rincones del país. Un día, ya de noche, Mercedes Salado, descalza, sentada en el piso junto a una caja repleta de sobres que dicen Tu sangre puede ayudar a
identificarlo, fuma y conversa con Patricia Bernardi.
—Si logran identificar a todos, se van a quedar sin trabajo.
—Ojalá.
Una radio vieja esparce la canción “I Will Survive”.

***

Miércoles. Nueve y media de la mañana. Desde una de las oficinas del primer piso llegan ráfagas de conversación:
—El hermano de ella está desaparecido.
—No puede haber un estudiante de medicina de sesenta años. ¿Por qué no volvemos a mirar la información?
—Ese Citroën rojo… alguien dijo algo de ese Citröen rojo.
Ines Sánchez, Maia Prync y Pablo Gallo trabajan haciendo investigación preliminar: a través de fuentes escritas, orales, diarios, generan hipótesis de identidad para los huesos.
Inés Sánchez, apenas más de veinte, es hija de desaparecidos.
—Yo llegué al equipo hace dos años, más o menos. Nuestra tarea es hacer hipótesis de identidad sobre un conjunto de personas en base a exhumaciones que ya se hicieron. Para eso vemos qué centro clandestino utilizaba un determinado cementerio, en qué fechas hubo traslados.
Selva Varela tiene porte de bailarina, pelo largo, ojos claros, gafas. Está inclinada sobre una de las mesas. En el hueco de la mano, apretado contra el pecho, abraza un cráneo como quien acuna. Tiene treinta años y está en el equipo desde 2003. Sus padres fueron secuestrados por los militares y ella adoptada por compañeros de militancia que, a su vez, fueron secuestrados en 1980. Se crió con vecinos, abuela, una tía, y en 1997 llegó al equipo buscando a sus padres.
—Después estudié medicina, antropología, y cuando me dijeron que acá faltaba gente, vine y quedé. Pero no estoy acá buscando a mis viejos. Pienso en los familiares de las víctimas, pienso que está bueno que la sociedad sepa lo que pasó.
En un rato habrá clima de euforia y desconcierto: un cráneo al que creían un error no resultó lo que pensaban: un intruso. La buena noticia —la mala noticia— es que es el cráneo de un desaparecido. Lo levantan, lo miran como a una fruta mágica, magnífica.
—¿Y si es el padre de…?
Es una buena tarde. Por tanto. Por tan poco.

***

Diez de la mañana: el cielo sin una nube.
El cementerio de La Plata se prodiga en bóvedas, después en lápidas, después en cruces. Y allí, entre esas cruces, hay dos tumbas abiertas y el rayo negro del pelo de Inés Sánchez. El sol chorrea sobre su espalda que se dobla. Alrededor, pilas de tierra, baldes, palas: cosas con las que juegan los niños.
—Vamos bien. Encontramos los restos de las tres mujeres que veníamos a buscar —dice Inés.
Limpia con un pincel el fondo, los pies abiertos para no pisar los huesos: un cráneo, las costillas.
Al otro lado de un muro de bóvedas, en una zona de sombras frescas, Patricia Bernardi, tres sepultureros, un hombre y dos mujeres rodean a Maco que —bermudas, sandalias— saca tierra a paladas de una fosa. Los sepultureros se mofan: dicen que no debe cavarse con sandalias, que va a perder un dedo. Él sonríe, suda. Cuando bajo la pala aparece un trapo gris —la ropa— Maco se retira y Patricia se sumerge. Cerca, entre los árboles, una mujer de rasgos afilados camina, fuma. Está aquí por los restos de Stella Maris, veintitrés años, estudiante de medicina, desaparecida en los años setenta: su hermana. Patricia saca tierra con un balde y los huesos aparecen, enredados en las raíces de los árboles.
—Está boca arriba y tiene una media.
Las medias son valiosas: bolsas perfectas para los carpos desarmados.
—El cráneo está muy estallado. Acá hay un proyectil. En el hemitórax izquierdo, parte inferior. Tiene las manos así, sobre la pelvis.
Después, levantan el esqueleto de su tumba: hueso por hueso, en bolsas rotuladas que dicen pie, que dicen dientes, que dicen manos. La mujer de rasgos afilados se asoma.
—No sé si es mi hermana —dice—. Tiene los huesos muy largos.
—No te guíes por eso –le dice Maco.
En otra de las fosas alguien encuentra un suéter a rayas, un cráneo con tres balazos, redondos como tres bocas de pez: los huesos de mujer son gráciles.
Mañana, en un cuarto discreto del barrio de Once, sobre los diarios con noticias de ayer y bajo la luz grumosa de la tarde, se secarán los huesos, el suéter roto, el zapato como una lengua rígida.
Pero ahora, en el cementerio, la tarde es un velo celeste apenas roto por la brisa fina.



Preguntas:

1-¿En qué barrio de la ciudad de Buenos Aires se ubica el departamento donde comienza la narración?

2-¿Qué característica de los huesos señala Patricia Bernardi cuando toma un fémur?

3-¿Quién fue Clyde Snow y qué experiencia relevante tenía antes de llegar a la Argentina en 1984?

4-¿Cómo conoció Morris Tidball Binz a Clyde Snow?

5-¿Qué sensaciones tenían los primeros estudiantes que aceptaron participar en las exhumaciones con Clyde Snow?

6-¿Por qué algunos sectores, como parte de las Madres de Plaza de Mayo, desconfiaban de Clyde Snow y su equipo en 1985?

7-¿Qué objetivo tuvo la creación del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en 1987?

8-Menciona al menos tres países o regiones fuera de Argentina en los que trabajó el EAAF.

9-Según Mercedes Salado, ¿qué rasgo del trabajo del EAAF lo convierte más en una forma de vida que en un empleo común?

10-¿Qué significa para el equipo la identificación de una persona desaparecida, tanto para los familiares como para ellos mismos?




  • 1-En el barrio de Once, donde se abre la crónica, el relato instala desde el principio su atmósfera urbana y cotidiana; el autor lo deja claro con la imagen del cuarto «un departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires», y esa localización funciona como ancla: un lugar concreto, cercano, donde lo extraordinario (los huesos) se cruza con lo cotidiano (diarios, un suéter) y desde allí comienza a desplegarse la historia del equipo.

  • 2-Patricia Bernardi, en un gesto simple y clínico, observa una cualidad estética y técnica del material con que trabaja: «Los huesos de mujer son gráciles.» Esa frase, breve y repetida por el narrador («Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles»), sirve doblemente: describe una observación anatómica y dota a la escena de una belleza triste, subrayando la mezcla de ciencia y humanidad que atraviesa el trabajo del equipo.

  • 3-Clyde Snow entra en la crónica como el especialista reconocido que desencadena el proyecto: es «un antropólogo forense» con experiencia internacional y un antecedente contundente —«había identificado los restos de Josef Mengele en Brasil»—, dato que explica tanto su prestigio como la razón por la que su presencia movilizó a estudiantes y familias hacia las exhumaciones.

  • 4-El encuentro entre Morris Tidball Binz y Snow fue fortuito y prosaico: durante la conferencia la traductora renunció y «un hombre rubio, todo carisma, dijo ‘yo puedo: yo sé inglés’», así Morris se cruza con Snow y pasa de oyente a colaborador; la anécdota subraya lo improvisado del comienzo y cómo pequeñas decisiones personales pueden desencadenar proyectos mayores.

  • 5-Los jóvenes que se sumaron al trabajo sintieron miedo y compromiso a la vez; lo confiesa el relato con honestidad: «Pero teníamos miedo. El país estaba muy inestable», y sin embargo volvieron al día siguiente. Esa tensión —temor por la violencia política y, al mismo tiempo, la voluntad de ayudar— marca el tono de sacrificio y responsabilidad que sostuvo al grupo en sus inicios.

  • 6-La desconfianza hacia Snow por parte de sectores como las Madres se explica por el contexto político y el recelo ante intervenciones externas: «Decían que Snow era un agente de la CIA y que el gobierno estaba tratando de tapar las cosas entregando bolsas con huesos.» Ese miedo a la manipulación demuestra cómo, en procesos de memoria, la legitimidad se juega tanto en la práctica técnica como en la percepción social.

  • 7-La constitución formal del grupo en 1987 cristalizó un propósito explícito: convertirse en una institución que practicara «la antropología forense aplicada a los casos de violencia de Estado, violación de derechos humanos, delitos de lesa humanidad». Esa misión institucionaliza la vocación ética y científica del equipo: identificar víctimas, documentar crímenes y aportar pruebas en procesos judiciales y de memoria.

  • 8-El alcance internacional del EAAF queda descrito con ejemplos concretos: trabajaron para «el Tribunal Criminal Internacional para la ex Yugoslavia», en «Timor», en «Sudáfrica», y en misiones vinculadas al Che en Bolivia o a desapariciones en Chipre. Esas referencias muestran que la experiencia nacida en Buenos Aires se transformó en un saber exportable y solicitado en situaciones semejantes alrededor del mundo.

  • 9-Mercedes Salado sintetiza por qué el oficio trasciende un empleo: en su descripción «esto no es un trabajo, sino una forma de vida. Está por encima de tu familia, de tu pareja, por encima de tu perspectiva de tener hijos.» Ese énfasis en el compromiso total —fondos comunes, viajes constantes, renuncias personales— explica la intensidad y el costo humano que implica dedicar la vida a la identificación de desaparecidos.

  • 10- La identificación de restos tiene para los familiares y para el equipo una dimensión ambivalente: trae alivio y reparación pero también reabre heridas. El texto lo expresa así: «aun cuando es doloroso recibir la noticia de una identificación, también es reparador»; para el equipo representa «una dignificación del muerto, pero también del vivo». Identificar un nombre significa devolver memoria y justicia, aun cuando ese acto de verdad sea doloroso y transformador para todos los involucrados.

    Otras preguntas

    1. ¿Cómo se representa la relación entre los restos humanos y la identidad de las personas desaparecidas en el trabajo del equipo?

       - La relación es central en el trabajo del equipo, ya que su labor consiste en dar identidad a aquellos que han sido violentamente despojados de ella. Mercedes Salado menciona que su trabajo "no es un trabajo, sino una forma de vida," y que cada vez que logran identificar los restos, están en realidad "encontrando la identidad de una persona." Esto resalta la importancia de devolver la dignidad y la memoria a quienes han sido olvidados.


    2. ¿Qué desafíos emocionales enfrentan los miembros del equipo al realizar identificaciones y notificar a las familias sobre el hallazgo de sus seres queridos?

       - Carlos Somigliana habla abiertamente sobre los desafíos emocionales, indicando que "cuando te empieza a pasar seguido" el dar malas noticias a las familias, sientes una presión urgente porque "llegás a una familia para contar que identificaste al familiar y te dicen 'Ah, mi padre se murió hace un año'." Esto subraya la carga emocional que llevan, ya que deben lidiar no solo con la pérdida, sino también con la tristeza de las familias que han estado esperando respuestas por tanto tiempo.


    3. ¿De qué manera se manifiestan las diferencias en la percepción del trabajo del equipo a lo largo del tiempo, tanto en la sociedad como en la familia de los integrantes?

       - Al inicio, Mercedes se enfrentó a la incredulidad de sus padres, quienes creían que su trabajo "no era honesto," pero con el tiempo, su perspectiva cambió. "Ahora en Madrid los vecinos me saludan, como 'uau, es legal.'" Esto refleja un cambio en la percepción social sobre la importancia y legitimidad de su trabajo, así como el reconocimiento del significado detrás de la recuperación de los restos de desaparecidos.


    4. ¿Qué implicaciones tiene el trabajo de identificación de restos humanos para los familiares de las víctimas, según el testimonio de diferentes personajes?

       - El acto de identificar los restos tiene un profundo efecto sobre los familiares. Como menciona Carlos, aunque la identificación "es una buena noticia," también "te hace mierda," porque implica confrontar un dolor que ya habían aprendido a aceptar. Esto expresa la complejidad emocional de tener que lidiar con el regreso de un dolor que se había estado "acostumbrando" a vivir.


    5. ¿En qué sentido el trabajo del equipo se presenta como un compromiso más allá de lo profesional?

       - Mercedes explica que el trabajo "está por encima de tu familia, de tu pareja, por encima de tu perspectiva de tener hijos." Esta dedicación total sugiere que el trabajo no es solo una ocupación, sino un compromiso moral y emocional que consume sus vidas y prioridades de forma más amplia.


    6. ¿Cómo se refleja la urgencia en el trabajo del equipo a medida que pasan los años, y cuál es su impacto en su desempeño?

       - Carlos Somigliana comenta sobre la "urgencia" que siente en su trabajo, indicando que "ahora hay una urgencia con respecto al trabajo que no aparecía tan fuerte cuando éramos más jóvenes." Esta sensación de apresuramiento puede generar una presión adicional sobre el equipo, ya que sienten la necesidad de cumplir con su deber antes de que las oportunidades de hacer identificaciones se desvanecen por el paso del tiempo.


    7. ¿Cuál es el papel emocional que juegan las mujeres que trabajan en el equipo, y cómo afecta su capacidad para manejar su labor?

       - Las mujeres que integran el equipo, como Mercedes y Sofía, expresan diferentes reacciones emocionales al realizar su trabajo. Sofía menciona que, aunque hay un clima de euforia y desconcierto cuando hay identificaciones, "no te podés poner a llorar." Esto muestra la dificultad de equilibrar su propio dolor con el deber de ser profesionales y brindar apoyo a las familias a la vez.


    8. ¿Qué importancia tiene la personalización del trabajo en el contexto de las identificaciones y el tratamiento de los restos?

       - Silvana Turner destaca que “nunca hacemos algo que un familiar no quiera,” reflejando el respeto por los deseos de las familias en el proceso de identificación y restitución. Esta personalización implica que el equipo no solo ve los restos como objetos de estudio, sino que reconoce su humanidad y la historia detrás de cada uno.


    9. ¿Cómo el trabajo del equipo significa un acto de resistencia a la impunidad y al olvido en contextos de violencia política?

       - Luis Fondebrider menciona: "para nosotros, todos son personas. El Che o Juan Pérez." Esta afirmación refleja la visión de que cada identificación es una forma de resistencia contra la impunidad y el olvido, desafiando la injusticia del pasado y haciendo visible la memoria de aquellos que fueron víctimas.


    10. ¿Cuál es el impacto de las identidades recuperadas sobre el trabajo comunitario y la construcción de memoria histórica en la sociedad?

        - Los esfuerzos del equipo ayudan a construir una memoria colectiva. Inés, al encontrar los restos de "tres mujeres que veníamos a buscar," está actuando en un contexto que no solo busca justicia personal, sino que también simboliza el esfuerzo por mantener viva la memoria de las víctimas frente a una sociedad que podría preferir olvidar. Esto implica que, a través de la identidad recuperada, también se propicia un diálogo más amplio sobre la historia y la justicia social

  • CLASE: LAS PREPOSICIONES



    ¿Qué es una preposición?

    Una preposición es una palabra invariable que sirve para unir palabras dentro de una oración, mostrando una relación de dependencia o vínculo de lugar, tiempo, causa, modo, compañía, entre otros.

    Ejemplo:

    • El libro de Juan. → “de” une “libro” y “Juan”, mostrando pertenencia.


    Principales grupos de preposiciones

    Las preposiciones se pueden organizar en grupos semánticos para facilitar su comprensión.


    A) Preposiciones de lugar o posición

    Indican dónde ocurre algo, la dirección o la relación espacial.

    Ejemplos:

    • a (Voy a casa)

    • en (Está en la mesa)

    • entre (Está entre amigos)

    • sobre (El gato sobre el techo)

    • bajo (La caja bajo la cama)

    • tras (Se escondió tras la puerta)


     Preposiciones de tiempo

    Indican cuándo sucede algo.

    Ejemplos:

    • antes de (Salí antes de la lluvia)

    • después de (Volvió después de cenar)

    • durante (Estudia durante la noche)

    • hasta (Me quedo hasta las ocho)

    • desde (Trabajo desde temprano)


     Preposiciones de causa o propósito

    Explican por qué o para qué.

    Ejemplos:

    • por (Lo hago por ti)

    • para (Estudia para aprobar)


    Preposiciones de modo, compañía, instrumento

    Indican cómo, con quién o con qué se hace algo.

    Ejemplos:

    • con (Vino con amigos)

    • sin (Fue sin dinero)

    • según (Según lo previsto)


    E) Preposiciones de relación o pertenencia

    Marcan posesión, relación o tema.

    Ejemplos:

    • de (Casa de Luis)

    • sobre (Charla sobre política)

    • respecto a (Habló respecto a su trabajo)


    3️⃣ Ejercitación

    A) Completa con la preposición adecuada:
    Opciones: a, en, con, por, para, de, sobre, entre, tras

    1. Salí ____ casa temprano.

    2. Viajó ____ tren ____ sus amigos.

    3. La película trata ____ animales salvajes.

    4. Estuvo escondido ____ la cortina.

    5. Este regalo es ____ ti.


    B) Redacta 3 oraciones usando preposiciones de distintos grupos

    1. Una oración con preposición de lugar: ______________________________

    2. Una oración con preposición de tiempo: _____________________________

    3. Una oración con preposición de causa o propósito: ____________________


    Cierre práctico

    La clave no es memorizar la lista entera, sino entender la relación que crean entre palabras.
    Úsalas, léelas en contexto, subráyalas en textos reales: así se vuelven naturales.

    Cuadro comparativo de preposiciones

    Preposiciones: una definición