Son las siete de la tarde de un viernes y en un aula de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, Sofía Egaña y Mariana Selva dan una clase sobre huesos en general, lesiones en particular, a un grupo pequeño de estudiantes.
—El hueso fresco tiene contenido de humedad y reacciona distinto a la fractura que el hueso seco. El hueso se mantiene fresco aún después de la muerte. Entonces el diagnóstico se hace según la forma de la fractura, la coloración –dice Mariana Selva mientras proyecta imágenes de huesos rotos y secos, rotos y húmedos, rotos y blancos.
—Los rastros de la vida se ven en los huesos —dirá después, sobre un esqueleto extendido, Sofía Egaña—. ¿Ven los picos de artrosis? ¿Cómo verían a esta mandíbula?
Tóquenla, agárrenla. ¿Qué les puede decir esta dentición?
Cuando el equipo se formó, la antropología forense no existía como disciplina en el país. Ellos aprendieron en los cementerios, desenterrando personas de su edad —vomitando al descubrir que tenían sus mismas zapatillas—, leyendo el rastro verde de la pólvora en la cara interna de los cráneos. Y después, todavía, se enseñaron entre ellos. Ahora son generosos: aquí comparten el conocimiento. Esparcen lo que les sembraron.
El día es gris. Patricia Bernardi toma el teléfono, marca un número, alguien atiende.
—Sí, buenas tardes, estoy buscando a la señora X.
–…
—Ah, buenas tardes, señora, habla Patricia Bernardi, del Equipo Argentino de Antropología Forense. No sé si sabe a qué se dedica esta institución.
—…
—Bueno, muchas gracias, adiós.
El tono de Patricia es dulce y no hay fastidio cuando cuelga: cuando no la quieren atender.
En 2007, cuando se cumplieron años de la muerte del Che, los medios sacaron sus máquinas de hacer efemérides y todas apuntaron a los miembros del equipo que, convocados por el gobierno cubano, habían estado allí.
—A veces me siento obligada a decir que fue un orgullo haber participado en esa exhumación, pero era todo muy tenso. Nosotros estuvimos cinco meses, nos retiramos, y volvimos cuando los cubanos encontraron la fosa del Che, en julio de 1997. Me llamaron a mí, era un sábado. No me acuerdo si llamó el cónsul o el embajador de Cuba, y me dijo «Encontraron unos huesos». Cuando llegamos ya había dos o tres peleándose por ver quién sacaba la foto. A mí lo que sí me marcó un antes y un después fue El Petén, en Guatemala. Ahí en 1982 un pelotón del ejército ejecutó a cientos de pobladores. Nosotros sacamos ciento sesenta y dos cuerpos. En su mayoría chicos menores de doce años. Y no tenían heridas de bala porque para ahorrar proyectiles les daban la cabeza contra el borde del pozo y los arrojaban. Llega un momento que te acostumbrás a los huesitos chiquitos, porque son muy lindos, hermosos, perfectos. Pero lo que te traía a la realidad era lo asociado.
Lo asociado.
—Los juguetes.
En el edificio contiguo hay un instituto de peluquería y depilación. Desde las ventanas se pueden ver, todos los días, señoras cubiertas por mantelitos de plástico y pelos envueltos en cáscaras de nylon como merengues flojos. Pero da igual: aquí nadie las mira.
En la oficina de Carlos Somigliana —Maco— hay profusión de papeles, dibujos de niños, pilas de cosas que buscan su lugar como en un camarote chico. Desde que entró en el equipo, en 1987, se dedicó a atar cabos y a enseñar a los demás a hacer lo mismo: entrevistar familiares, buscar testimonios, cruzar información.—Mientras el Estado llevaba adelante una campaña de represión clandestina, seguía registrando cosas con su aparato burocrático. Es como una rueda grande y una rueda pequeña. Vos podés conocer lo que pasa en la primera por lo que pasa en la segunda. Ahora hay una urgencia con respecto al trabajo que no aparecía tan fuerte cuando éramos más jóvenes, y que tiene que ver con la sobrevida de la gente a la que le vamos a contar la noticia de la identificación. Llegás a una familia para contar que identificaste al familiar y te dicen «Ah, mi padre se murió hace un año». Y cuando te empieza a pasar seguido decís «me tengo que apurar».—¿Podrías dejar de hacer este trabajo?—Sí. Yo quiero terminar este trabajo. Para mí es importante creer que puedo prescindir. Este trabajo ha sido muy injusto en términos de otras vidas posibles para muchos de nosotros.—¿Y afectó tu vida privada?—Sí.—¿De qué forma?—Ninguna que se pueda publicar.—Entonces tiene partes malas.—Por supuesto que tiene partes malas. Cuando vos sos el familiar de un desaparecido, tuviste que aceptar la desaparición, la aceptaste, estuviste treinta años con eso. Te acostumbraste. De golpe viene alguien y te dice no, mire, eso no fue como usted pensaba, y además encontramos los restos de su hijo, su hija. Es una buena noticia. Pero te hace mierda. Es como una operación, es para algo bueno. Pero te lastima. Cuando vos te das cuenta que la lastimadura es muy fuerte, hasta qué punto no estás haciendo cagada al remover esas cosas. Pero no hay nada bueno sin malo. Lo cual te lleva a la otra posibilidad mucho más perturbadora: no hay nada malo sin bueno. En alguna parte una mujer dice «Mi hermano desapareció el cinco del diez del setenta y ocho» y entonces alguien, discretamente, cierra una puerta.***
—Mi nombre es Margarita Pinto y soy hermana de María Angélica y de Reinaldo Miguel Pinto Rubio, los dos son chilenos, militantes de Montoneros. Desaparecieron en 1977. Mi hermana tenía veintiún años. Mi hermano, veintitrés.
Margarita Pinto dice eso en el espacio para fumadores de la confitería La Perla, del Once, a cuatro cuadras de las oficinas del equipo. Después dice que los restos de su hermana fueron identificados por los antropólogos en 2006.
—El dolor de tener un familiar desaparecido es como una espinita que te toca el corazón, pero te acostumbrás. Y cuando me dijeron que habían encontrado los restos, yo estuve con una depresión grande. No quise ir a verlos. Fui nada más al homenaje que le hicimos en el cementerio. Esto es como una segunda pérdida, pero después es un alivio. Los antropólogos hablan de mi hermana como si la hubiesen conocido. Y yo la busqué tanto. Cuando desapareció yo era chica, y empecé a visitar a los padres de algunos compañeros de ella. Una vez fui a ver a un matrimonio grande. En un momento, la señora se levantó y se fue y el hombre me dijo que disculpara, que la señora estaba muy mal. Que todos los días se levantaba muy temprano para desarmar la cama de su hijo. Y yo ahí, preguntando por mi hermana. Uno a veces hace daño sin darse cuenta.
El cielo gris. Brilla en sus ojos.
***
El veintiséis de septiembre de 2007, Mercedes Doretti recibió una beca de la fundación MacArthur dotada de quinientos mil dólares y, como hacen e hicieron siempre con las becas, los premios y los sueldos de las misiones internacionales, donó el dinero al fondo común con que el equipo se financia.
—La beca es personal —dice Mercedes Doretti— pero yo no trabajo sola.
Ella fue la primera mujer miembro del equipo en ser madre, un año atrás. La segunda fue Anahí Ginarte, que vive en la ciudad de Córdoba desde 2003, cuando viajó allí para trabajar en la fosa común del cementerio de San Vicente, un círculo de infierno con cientos de cadáveres, y conoció al hombre que les alquilaba la pala mecánica para remover la tierra, se enamoró, tuvo una hija.
—Es mucha adrenalina, muy romántico, pero también es ver la vida de los otros y no tener una vida propia —dice Anahí Ginarte—. Yo estuve un año sin pasar un mes entero en Buenos Aires. Tenía un departamento donde no había nada, ni una planta, cerraba con llave y me iba. Pero decidí parar. Salvo ellas dos —Mercedes, Anahí— ninguna de las mujeres que llevan años en el equipo tiene hijos.
***
A mediados de 2007, el equipo, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Ministerio de Salud firmaron un convenio para crear un banco de datos genéticos de familiares de desaparecidos a través de una campaña que solicita una muestra de sangre para cotejar el ADN con el de seicientos restos que todavía no han podido ser identificados. El proyecto se llama Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas Desaparecidas, y hace días que aquí no se habla de otra cosa: de la iniciativa que se iniciará.
Esta mañana, Mercedes Salado y Sofía Egaña revolotean alrededor de un hombre encargado de instalar la impresora de códigos de barras de la que saldrán miles de etiquetas que identificarán la sangre de los familiares.
—A ver, vamos a probar –dice el hombre.
Aprieta un comando y la pequeña impresora se estremece, tiembla como un hámster y escupe uno, dos, diez, veinte códigos de barras.
—Es muy emocionante —dice Mercedes—. Llevamos años esperando esto.
En las semanas que siguen todos se dedican a una tarea cándida: ensobran formularios para enviar a los cuatro rincones del país. Un día, ya de noche, Mercedes Salado, descalza, sentada en el piso junto a una caja repleta de sobres que dicen Tu sangre puede ayudar a
identificarlo, fuma y conversa con Patricia Bernardi.
—Si logran identificar a todos, se van a quedar sin trabajo.
—Ojalá.
Una radio vieja esparce la canción “I Will Survive”.
***
Miércoles. Nueve y media de la mañana. Desde una de las oficinas del primer piso llegan ráfagas de conversación:
—El hermano de ella está desaparecido.
—No puede haber un estudiante de medicina de sesenta años. ¿Por qué no volvemos a mirar la información?
—Ese Citroën rojo… alguien dijo algo de ese Citröen rojo.
Ines Sánchez, Maia Prync y Pablo Gallo trabajan haciendo investigación preliminar: a través de fuentes escritas, orales, diarios, generan hipótesis de identidad para los huesos.
Inés Sánchez, apenas más de veinte, es hija de desaparecidos.
—Yo llegué al equipo hace dos años, más o menos. Nuestra tarea es hacer hipótesis de identidad sobre un conjunto de personas en base a exhumaciones que ya se hicieron. Para eso vemos qué centro clandestino utilizaba un determinado cementerio, en qué fechas hubo traslados.
Selva Varela tiene porte de bailarina, pelo largo, ojos claros, gafas. Está inclinada sobre una de las mesas. En el hueco de la mano, apretado contra el pecho, abraza un cráneo como quien acuna. Tiene treinta años y está en el equipo desde 2003. Sus padres fueron secuestrados por los militares y ella adoptada por compañeros de militancia que, a su vez, fueron secuestrados en 1980. Se crió con vecinos, abuela, una tía, y en 1997 llegó al equipo buscando a sus padres.
—Después estudié medicina, antropología, y cuando me dijeron que acá faltaba gente, vine y quedé. Pero no estoy acá buscando a mis viejos. Pienso en los familiares de las víctimas, pienso que está bueno que la sociedad sepa lo que pasó.
En un rato habrá clima de euforia y desconcierto: un cráneo al que creían un error no resultó lo que pensaban: un intruso. La buena noticia —la mala noticia— es que es el cráneo de un desaparecido. Lo levantan, lo miran como a una fruta mágica, magnífica.
—¿Y si es el padre de…?
Es una buena tarde. Por tanto. Por tan poco.
***
Diez de la mañana: el cielo sin una nube.
El cementerio de La Plata se prodiga en bóvedas, después en lápidas, después en cruces. Y allí, entre esas cruces, hay dos tumbas abiertas y el rayo negro del pelo de Inés Sánchez. El sol chorrea sobre su espalda que se dobla. Alrededor, pilas de tierra, baldes, palas: cosas con las que juegan los niños.
—Vamos bien. Encontramos los restos de las tres mujeres que veníamos a buscar —dice Inés.
Limpia con un pincel el fondo, los pies abiertos para no pisar los huesos: un cráneo, las costillas.
Al otro lado de un muro de bóvedas, en una zona de sombras frescas, Patricia Bernardi, tres sepultureros, un hombre y dos mujeres rodean a Maco que —bermudas, sandalias— saca tierra a paladas de una fosa. Los sepultureros se mofan: dicen que no debe cavarse con sandalias, que va a perder un dedo. Él sonríe, suda. Cuando bajo la pala aparece un trapo gris —la ropa— Maco se retira y Patricia se sumerge. Cerca, entre los árboles, una mujer de rasgos afilados camina, fuma. Está aquí por los restos de Stella Maris, veintitrés años, estudiante de medicina, desaparecida en los años setenta: su hermana. Patricia saca tierra con un balde y los huesos aparecen, enredados en las raíces de los árboles.
—Está boca arriba y tiene una media.
Las medias son valiosas: bolsas perfectas para los carpos desarmados.
—El cráneo está muy estallado. Acá hay un proyectil. En el hemitórax izquierdo, parte inferior. Tiene las manos así, sobre la pelvis.
Después, levantan el esqueleto de su tumba: hueso por hueso, en bolsas rotuladas que dicen pie, que dicen dientes, que dicen manos. La mujer de rasgos afilados se asoma.
—No sé si es mi hermana —dice—. Tiene los huesos muy largos.
—No te guíes por eso –le dice Maco.
En otra de las fosas alguien encuentra un suéter a rayas, un cráneo con tres balazos, redondos como tres bocas de pez: los huesos de mujer son gráciles.
Mañana, en un cuarto discreto del barrio de Once, sobre los diarios con noticias de ayer y bajo la luz grumosa de la tarde, se secarán los huesos, el suéter roto, el zapato como una lengua rígida.
Pero ahora, en el cementerio, la tarde es un velo celeste apenas roto por la brisa fina.
Preguntas:
1-¿En qué barrio de la ciudad de Buenos Aires se ubica el departamento donde comienza la narración?
2-¿Qué característica de los huesos señala Patricia Bernardi cuando toma un fémur?
3-¿Quién fue Clyde Snow y qué experiencia relevante tenía antes de llegar a la Argentina en 1984?
4-¿Cómo conoció Morris Tidball Binz a Clyde Snow?
5-¿Qué sensaciones tenían los primeros estudiantes que aceptaron participar en las exhumaciones con Clyde Snow?
6-¿Por qué algunos sectores, como parte de las Madres de Plaza de Mayo, desconfiaban de Clyde Snow y su equipo en 1985?
7-¿Qué objetivo tuvo la creación del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en 1987?
8-Menciona al menos tres países o regiones fuera de Argentina en los que trabajó el EAAF.
9-Según Mercedes Salado, ¿qué rasgo del trabajo del EAAF lo convierte más en una forma de vida que en un empleo común?
10-¿Qué significa para el equipo la identificación de una persona desaparecida, tanto para los familiares como para ellos mismos?
1-En el barrio de Once, donde se abre la crónica, el relato instala desde el principio su atmósfera urbana y cotidiana; el autor lo deja claro con la imagen del cuarto «un departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires», y esa localización funciona como ancla: un lugar concreto, cercano, donde lo extraordinario (los huesos) se cruza con lo cotidiano (diarios, un suéter) y desde allí comienza a desplegarse la historia del equipo.
2-Patricia Bernardi, en un gesto simple y clínico, observa una cualidad estética y técnica del material con que trabaja: «Los huesos de mujer son gráciles.» Esa frase, breve y repetida por el narrador («Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles»), sirve doblemente: describe una observación anatómica y dota a la escena de una belleza triste, subrayando la mezcla de ciencia y humanidad que atraviesa el trabajo del equipo.
3-Clyde Snow entra en la crónica como el especialista reconocido que desencadena el proyecto: es «un antropólogo forense» con experiencia internacional y un antecedente contundente —«había identificado los restos de Josef Mengele en Brasil»—, dato que explica tanto su prestigio como la razón por la que su presencia movilizó a estudiantes y familias hacia las exhumaciones.
4-El encuentro entre Morris Tidball Binz y Snow fue fortuito y prosaico: durante la conferencia la traductora renunció y «un hombre rubio, todo carisma, dijo ‘yo puedo: yo sé inglés’», así Morris se cruza con Snow y pasa de oyente a colaborador; la anécdota subraya lo improvisado del comienzo y cómo pequeñas decisiones personales pueden desencadenar proyectos mayores.
5-Los jóvenes que se sumaron al trabajo sintieron miedo y compromiso a la vez; lo confiesa el relato con honestidad: «Pero teníamos miedo. El país estaba muy inestable», y sin embargo volvieron al día siguiente. Esa tensión —temor por la violencia política y, al mismo tiempo, la voluntad de ayudar— marca el tono de sacrificio y responsabilidad que sostuvo al grupo en sus inicios.
6-La desconfianza hacia Snow por parte de sectores como las Madres se explica por el contexto político y el recelo ante intervenciones externas: «Decían que Snow era un agente de la CIA y que el gobierno estaba tratando de tapar las cosas entregando bolsas con huesos.» Ese miedo a la manipulación demuestra cómo, en procesos de memoria, la legitimidad se juega tanto en la práctica técnica como en la percepción social.
7-La constitución formal del grupo en 1987 cristalizó un propósito explícito: convertirse en una institución que practicara «la antropología forense aplicada a los casos de violencia de Estado, violación de derechos humanos, delitos de lesa humanidad». Esa misión institucionaliza la vocación ética y científica del equipo: identificar víctimas, documentar crímenes y aportar pruebas en procesos judiciales y de memoria.
8-El alcance internacional del EAAF queda descrito con ejemplos concretos: trabajaron para «el Tribunal Criminal Internacional para la ex Yugoslavia», en «Timor», en «Sudáfrica», y en misiones vinculadas al Che en Bolivia o a desapariciones en Chipre. Esas referencias muestran que la experiencia nacida en Buenos Aires se transformó en un saber exportable y solicitado en situaciones semejantes alrededor del mundo.
9-Mercedes Salado sintetiza por qué el oficio trasciende un empleo: en su descripción «esto no es un trabajo, sino una forma de vida. Está por encima de tu familia, de tu pareja, por encima de tu perspectiva de tener hijos.» Ese énfasis en el compromiso total —fondos comunes, viajes constantes, renuncias personales— explica la intensidad y el costo humano que implica dedicar la vida a la identificación de desaparecidos.
10- La identificación de restos tiene para los familiares y para el equipo una dimensión ambivalente: trae alivio y reparación pero también reabre heridas. El texto lo expresa así: «aun cuando es doloroso recibir la noticia de una identificación, también es reparador»; para el equipo representa «una dignificación del muerto, pero también del vivo». Identificar un nombre significa devolver memoria y justicia, aun cuando ese acto de verdad sea doloroso y transformador para todos los involucrados.
Otras preguntas
1. ¿Cómo se representa la relación entre los restos humanos y la identidad de las personas desaparecidas en el trabajo del equipo?
- La relación es central en el trabajo del equipo, ya que su labor consiste en dar identidad a aquellos que han sido violentamente despojados de ella. Mercedes Salado menciona que su trabajo "no es un trabajo, sino una forma de vida," y que cada vez que logran identificar los restos, están en realidad "encontrando la identidad de una persona." Esto resalta la importancia de devolver la dignidad y la memoria a quienes han sido olvidados.
2. ¿Qué desafíos emocionales enfrentan los miembros del equipo al realizar identificaciones y notificar a las familias sobre el hallazgo de sus seres queridos?
- Carlos Somigliana habla abiertamente sobre los desafíos emocionales, indicando que "cuando te empieza a pasar seguido" el dar malas noticias a las familias, sientes una presión urgente porque "llegás a una familia para contar que identificaste al familiar y te dicen 'Ah, mi padre se murió hace un año'." Esto subraya la carga emocional que llevan, ya que deben lidiar no solo con la pérdida, sino también con la tristeza de las familias que han estado esperando respuestas por tanto tiempo.
3. ¿De qué manera se manifiestan las diferencias en la percepción del trabajo del equipo a lo largo del tiempo, tanto en la sociedad como en la familia de los integrantes?
- Al inicio, Mercedes se enfrentó a la incredulidad de sus padres, quienes creían que su trabajo "no era honesto," pero con el tiempo, su perspectiva cambió. "Ahora en Madrid los vecinos me saludan, como 'uau, es legal.'" Esto refleja un cambio en la percepción social sobre la importancia y legitimidad de su trabajo, así como el reconocimiento del significado detrás de la recuperación de los restos de desaparecidos.
4. ¿Qué implicaciones tiene el trabajo de identificación de restos humanos para los familiares de las víctimas, según el testimonio de diferentes personajes?
- El acto de identificar los restos tiene un profundo efecto sobre los familiares. Como menciona Carlos, aunque la identificación "es una buena noticia," también "te hace mierda," porque implica confrontar un dolor que ya habían aprendido a aceptar. Esto expresa la complejidad emocional de tener que lidiar con el regreso de un dolor que se había estado "acostumbrando" a vivir.
5. ¿En qué sentido el trabajo del equipo se presenta como un compromiso más allá de lo profesional?
- Mercedes explica que el trabajo "está por encima de tu familia, de tu pareja, por encima de tu perspectiva de tener hijos." Esta dedicación total sugiere que el trabajo no es solo una ocupación, sino un compromiso moral y emocional que consume sus vidas y prioridades de forma más amplia.
6. ¿Cómo se refleja la urgencia en el trabajo del equipo a medida que pasan los años, y cuál es su impacto en su desempeño?
- Carlos Somigliana comenta sobre la "urgencia" que siente en su trabajo, indicando que "ahora hay una urgencia con respecto al trabajo que no aparecía tan fuerte cuando éramos más jóvenes." Esta sensación de apresuramiento puede generar una presión adicional sobre el equipo, ya que sienten la necesidad de cumplir con su deber antes de que las oportunidades de hacer identificaciones se desvanecen por el paso del tiempo.
7. ¿Cuál es el papel emocional que juegan las mujeres que trabajan en el equipo, y cómo afecta su capacidad para manejar su labor?
- Las mujeres que integran el equipo, como Mercedes y Sofía, expresan diferentes reacciones emocionales al realizar su trabajo. Sofía menciona que, aunque hay un clima de euforia y desconcierto cuando hay identificaciones, "no te podés poner a llorar." Esto muestra la dificultad de equilibrar su propio dolor con el deber de ser profesionales y brindar apoyo a las familias a la vez.
8. ¿Qué importancia tiene la personalización del trabajo en el contexto de las identificaciones y el tratamiento de los restos?
- Silvana Turner destaca que “nunca hacemos algo que un familiar no quiera,” reflejando el respeto por los deseos de las familias en el proceso de identificación y restitución. Esta personalización implica que el equipo no solo ve los restos como objetos de estudio, sino que reconoce su humanidad y la historia detrás de cada uno.
9. ¿Cómo el trabajo del equipo significa un acto de resistencia a la impunidad y al olvido en contextos de violencia política?
- Luis Fondebrider menciona: "para nosotros, todos son personas. El Che o Juan Pérez." Esta afirmación refleja la visión de que cada identificación es una forma de resistencia contra la impunidad y el olvido, desafiando la injusticia del pasado y haciendo visible la memoria de aquellos que fueron víctimas.
10. ¿Cuál es el impacto de las identidades recuperadas sobre el trabajo comunitario y la construcción de memoria histórica en la sociedad?
- Los esfuerzos del equipo ayudan a construir una memoria colectiva. Inés, al encontrar los restos de "tres mujeres que veníamos a buscar," está actuando en un contexto que no solo busca justicia personal, sino que también simboliza el esfuerzo por mantener viva la memoria de las víctimas frente a una sociedad que podría preferir olvidar. Esto implica que, a través de la identidad recuperada, también se propicia un diálogo más amplio sobre la historia y la justicia social