El encuentro, de J. L. Borges

A Susana Bombal

Quien recorre los diarios cada mañana lo hace para el olvido o para el diálogo casual de
esa tarde, y así no es raro que ya nadie recuerde, o recuerde como en un sueño, el caso
entonces discutido y famoso de Maneco Uriarte y de Duncan. El hecho aconteció, por lo
demás, hacia 1910, el año del cometa y del Centenario, y son tantas las cosas que desde
entonces hemos poseído y perdido. Los protagonistas ya han muerto; quienes fueron
testigos del episodio juraron un solemne silencio. También yo alcé la mano para jurar y
sentí la importancia de aquel rito, con toda la romántica seriedad de mis nueve o diez
años. No sé si los demás advirtieron que yo había dado mi palabra; no sé si guardaron la
suya. Sea lo que fuere, aquí va la historia, con las inevitables variaciones que traen el
tiempo y la buena o la mala literatura.
Mi primo Lafinur me llevó esa tarde a un asado en la quinta de Los Laureles. No puedo
precisar su topografía; pensemos en uno de esos pueblos del Norte, sombreados y
apacibles, que van declinando hacia el río y que nada tienen que ver con la larga ciudad
y con su llanura. El viaje en tren duró lo bastante para que me pareciera tedioso, pero el
tiempo de los niños, como se sabe, fluye con lentitud. Había empezado a oscurecer
cuando atravesamos el portón de la quinta. Ahí estaban, sentí, las antiguas cosas
elementales: el olor de la carne que se dora, los árboles, los perros, las ramas secas, el
fuego que reúne a los hombres.
Los invitados no pasaban de una docena; todos, gente grande. El mayor, lo supe
después, no había cumplido aún los treinta años. Eran, no tardé en comprender, doctos
en temas de los que sigo siendo indigno: caballos de carrera, sastrería, vehículos,
mujeres notoriamente costosas. Nadie turbó mi timidez, nadie reparó en mí. El cordero,
preparado con diestra lentitud por uno de los peones, nos demoró en el largo comedor.
Las fechas de los vinos se discutieron. Había una guitarra; mi primo, creo recordar,
entonó La tapera y El gaucho de Elías Regules y unas décimas en lunfardo, en el
menesteroso lunfardo de aquellos años, sobre un duelo a cuchillo en una casa de la calle
Junín. Trajeron el café y los cigarros de hoja. Ni una palabra de volver. Yo sentía (la
frase es de Lugones) el miedo de lo demasiado tarde. No quise mirar el reloj. Para
disimular mi soledad de chico entre mayores, apuré sin agrado una copa o dos. Uriarte
propuso a gritos a Duncan un póker mano a mano. Alguien objetó que esa manera de
jugar solía ser muy pobre y sugirió una mesa de cuatro. Duncan lo apoyó, pero Uriarte,
con una obstinación que no entendí, ni traté de entender, insistió en lo primero. Fuera
del truco, cuyo fin esencial es poblar el tiempo con diabluras y versos y de los modestos
laberintos del solitario, nunca me gustaron los naipes. Me escurrí sin que nadie lo
notara. Un caserón desconocido y oscuro (sólo en el comedor había luz) significa más
para un niño que un país ignorado para un viajero. Paso a paso exploré las habitaciones;
recuerdo una sala de billar, una galería de cristales con formas de rectángulos y de
rombos, un par de sillones de hamaca y una ventana desde la cual se divisaba una
glorieta. En la oscuridad me perdí; el dueño de casa, cuyo nombre, a la vuelta de los
años, puede ser Acevedo o Acebal, dio por fin conmigo. Por bondad o para complacer
su vanidad de coleccionista, me llevó a una vitrina. Cuando prendió la lámpara, vi que
contenía armas blancas. Eran cuchillos que en su manejo se habían hecho famosos. Me
dijo que tenía un campito por el lado de Pergamino y que yendo y viniendo por la
provincia había ido juntando esas cosas. Abrió la vitrina y sin mirar las indicaciones de
las tarjetas, me refirió su historia, siempre más o menos la misma, con diferencias de
localidades y fechas. Le pregunté si entre las armas no figuraba la daga de Moreira, en
aquel tiempo el arquetipo del gaucho, como después lo fueron Martín Fierro y Don
Segundo Sombra. Hubo de confesar que no, pero que podía mostrarme una igual, con el
gavilán en forma de U. Lo interrumpieron unas voces airadas. Cerró inmediatamente la
vitrina; yo lo seguí.
Uriarte vociferaba que su adversario le había hecho una trampa. Los compañeros los
rodeaban, de pie. Duncan, recuerdo, era más alto que los otros, robusto, algo cargado de
hombros, inexpresivo, de un rubio casi blanco; Maneco Uriarte era movedizo, moreno,
acaso achinado, con un bigote petulante y escaso. Era evidente que todos estaban ebrios;
no sé si había en el piso dos o tres botellas tiradas o si el abuso del cinematógrafo me
sugiere esa falsa memoria. Las injurias de Uriarte no cejaban, agudas y ya obscenas.
Duncan parecía no oírlo; al fin, como cansado, se levantó y le dio un puñetazo. Uriarte,
desde el suelo, gritó que no iba a tolerar esa afrenta y lo retó a batirse.
Duncan dijo que no, y agregó a manera de explicación:
—Lo que pasa es que le tengo miedo.
La carcajada fue general.
Uriarte, ya de pie, replicó:
—Voy a batirme con usted y ahora mismo.
Alguien, Dios lo perdone, hizo notar que armas no faltaban.
No sé quién abrió la vitrina. Maneco Uriarte buscó el arma más vistosa y más larga, la
del gavilán en forma de U; Duncan, casi al desgaire, un cuchillo de cabo de madera, con
la figura de un arbolito en la hoja. Otro dijo que era muy de Maneco elegir una espada.
A nadie le asombró que le temblara en aquel momento la mano; a todos, que a Duncan
le pasara lo mismo.
La tradición exige que los hombres en trance de pelear no ofendan la casa en que están
y salgan afuera. Medio en jarana, medio en serio, salimos a la húmeda noche. Yo no
estaba ebrio de vino, pero sí de aventura; yo anhelaba que alguien matara, para poder
contarlo después y para recordarlo. Quizá en aquel momento los otros no eran más
adultos que yo. También sentí que un remolino, que nadie era capaz de sujetar, nos
arrastraba y nos perdía. No se prestaba mayor fe a la acusación de Maneco; todos la
interpretaban como fruto de una vieja rivalidad, exacerbada por el vino.
Caminamos entre árboles, dejamos atrás la glorieta. Uriarte y Duncan iban a la cabeza;
me extrañó que se vigilaran, como temiendo una sorpresa. Bordeamos un cantero de
césped. Duncan dijo con suave autoridad:
—Este lugar es aparente.
Los dos quedaron en el centro, indecisos. Una voz les gritó:
—Suelten esa ferretería que los estorba y agárrense de veras.
Pero ya los hombres peleaban. Al principio lo hicieron con torpeza, como si temieran
herirse; al principio miraban los aceros, pero después los ojos del contrario. Uriarte
había olvidado su ira; Duncan, su indiferencia o desdén. El peligro los había
transfigurado; ahora eran dos hombres los que peleaban, no dos muchachos. Yo había
previsto la pelea como un caos de acero, pero pude seguirla, o casi seguirla, como si
fuera un ajedrez. Los años, claro está, no habrán dejado de exaltar o de oscurecer lo que
vi. No sé cuánto duró; hay hechos que no se sujetan a la común medida del tiempo.
Sin el poncho que hace de guardia, paraban con el antebrazo los golpes. Las mangas,
pronto jironadas, se iban oscureciendo de sangre. Pensé que nos habíamos engañado al
presuponer que desconocían esa clase de esgrima. No tardé en advertir que se
manejaban de manera distinta. Las armas eran desparejas. Duncan, para salvar esa
desventaja, quería estar muy cerca del otro; Uriarte retrocedía para tirarse en puñaladas
largas y bajas. La misma voz que había indicado la vitrina gritó:
—Se están matando. No los dejen seguir.
Nadie se atrevió a intervenir. Uriarte había perdido terreno; Duncan entonces lo cargó.
Ya casi se tocaban los cuerpos. El acero de Uriarte buscaba la cara de Duncan.
Bruscamente nos pareció más corto, porque había penetrado en el pecho. Duncan quedó
tendido en el césped. Fue entonces cuando dijo con voz muy baja:
—Qué raro. Todo esto es como un sueño.
No cerró los ojos, no se movió y yo había visto a un hombre matar a otro.
Maneco Uriarte se inclinó sobre el muerto y le pidió que lo perdonara. Sollozaba sin
disimulo. El hecho que acababa de cometer lo sobrepasaba. Ahora sé que se arrepentía
menos de un crimen que de la ejecución de un acto insensato.
No quise mirar más. Lo que yo había anhelado había ocurrido y me dejaba roto. Lafinur
me dijo después que tuvieron que forcejear para arrancar el arma. Se formó un
conciliábulo. Resolvieron mentir lo menos posible y elevar el duelo a cuchillo a un
duelo con espadas. Cuatro se ofrecieron como padrinos, entre ellos Acebal. Todo se
arregla en Buenos Aires; alguien es siempre amigo de alguien.
Sobre la mesa de caoba quedó un desorden de barajas inglesas y de billetes que nadie
quería mirar o tocar.
En los años siguientes pensé más de una vez en confiar la historia a un amigo, pero
siempre sentí que ser poseedor de un secreto me halagaba más que contarlo. Hacia
1929, un diálogo casual me movió de pronto a romper el largo silencio. El comisario
retirado don José Olave me había contado historias de cuchilleros del bajo del Retiro;
observó que esa gente era capaz de cualquier felonía, con tal de madrugar al contrario, y
que antes de los Podestá y de Gutiérrez casi no hubo duelos criollos. Le dije haber sido
testigo de uno y le narré lo sucedido hace tantos años.
Me oyó con atención profesional y después me dijo:
—¿Está seguro de que Uriarte y el otro no habían visteado nunca? A lo mejor, alguna
temporada en el campo les había servido de algo.
—No —le contesté—. Todos los de esa noche se conocían y todos estaban atónitos.
Olave prosiguió sin apuro, como si pensara en voz alta:
—Una de las dagas tenía el gavilán en forma de U. Dagas como ésas hubo dos que se
hicieron famosas: la de Moreira y la de Juan Almada, por Tapalquén.
Algo se despertó en mi memoria; Olave prosiguió:
—Usted mentó asimismo un cuchillo con cabo de madera, de la marca de Arbolito.
Armas como ésas hay de a miles, pero hubo una...
Se detuvo un momento y prosiguió:
—El señor Acevedo tenía su establecimiento de campo cerca de Pergamino.
Precisamente por aquellos pagos anduvo, a fines del siglo, otro pendenciero de mentas:
Juan Almanza. Desde la primera muerte que hizo, a los catorce años, usaba siempre un
cuchillo corto de ésos, porque le trajo suerte. Juan Almanza y Juan Almada se tomaron
inquina, porque la gente los confundía. Durante mucho tiempo se buscaron y nunca se
encontraron. A Juan Almanza lo mató una bala perdida, en unas elecciones. El otro,
creo, murió de muerte natural en el hospital de Las Flores.
Nada más se dijo esa tarde. Nos quedamos pensando.
Nueve o diez hombres, que ya han muerto, vieron lo que vieron mis ojos—la larga
estocada en el cuerpo y el cuerpo bajo el cielo— pero el fin de otra historia más antigua
fue lo que vieron. Maneco Uriarte no mató a Duncan; las armas, no los hombres,
pelearon. Habían dormido, lado a lado, en una vitrina, hasta que las manos las
despertaron. Acaso se agitaron al despertar; por eso tembló el puño de Uriarte, por eso
tembló el puño de Duncan. Las dos sabían pelear —no sus instrumentos, los hombres—
y pelearon bien esa noche. Se habían buscado largamente, por los largos caminos de la
provincia, y por fin se encontraron, cuando sus gauchos ya eran polvo. En su hierro
dormía y acechaba un rencor humano.
Las cosas duran más que la gente. Quién sabe si la historia concluye aquí, quién sabe si
no volverán a encontrarse.
FIN

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