Varios cuentos de saki

EL ALCE                                                           
Teresa, viuda de Thropplestance, era la anciana más rica y la más intratable del condado de Woldshire. Por su manera de relacionarse con el mundo en general, parecía una mezcla de ama de guardarropa y perrero mayor, con el vocabulario de ambos. En su círculo doméstico se comportaba en la forma arbitraria que uno le atribuye, acaso sin la menor justificación, a un jefe político norteamericano en el interior de su comité. El difunto Theodore Thropplestance la había dejado, unos treinta años atrás, en absoluta posesión de una considerable fortuna, muchos bienes raíces y una galería repleta de valiosas pinturas. En el transcurso de esos años había sobrevivido a su hijo y reñido con el nieto mayor, que se había casado sin su consentimiento o aprobación. Bertie Thropplestance, su nieto menor, era el heredero designado de sus bienes; y en calidad de tal era el centro de interés e inquietud de casi medio centenar de madres ambiciosas con hijas casaderas. Bertie era un joven amable y despreocupado, muy dispuesto a casarse con cualquiera que le recomendaran favorablemente, pero no iba a perder el tiempo enamorándose de ninguna que estuviera vetada por la abuela. La recomendación favorable tendría que venir de la señora Thropplestance.
Las recepciones en casa de Teresa estaban siempre decoradas con un amplio surtido de jóvenes bonitas y madres muy despiertas y obsequiosas, pero la vieja dama se mostraba enfáticamente desalentadora cuandoquiera que alguna de las muchachas invitadas dejaba ver alguna probabilidad de sobrepujar a las demás como futura nuera. Sobre el tapete estaba la sucesión de su fortuna y propiedades, y era claro que estaba dispuesta a ejercer al máximo su poder de selección o rechazo. Los gustos de Bertie no importaban mayor cosa; era uno de esos tipos que se contentan sin chistar con cualquier clase de esposa. Toda la vida se había soportado de buen grado a su abuela, así que no iba a mostrar disgusto e impaciencia por lo que le tocara en cuestión de consorte.
La compañía reunida en casa de Teresa para la semana de Navidad del año mil novecientos y pico era más reducida que de costumbre, y la señora Yonelet, que se contaba entre los invitados, se inclinaba a deducir buenos augurios de esa circunstancia. Era obvio que Dora Yonelet y Bertie estaban hechos el uno para el otro, según le confió a la señora del pastor; y si la vieja dama se acostumbraba a verlos juntos cantidad de veces, bien podía formarse la opinión de que conformarían una satisfactoria pareja de casados.
-La gente no tarda en acostumbrarse a una idea si a todas horas se la ponen delante de los ojos -dijo la señora Yonelet, con optimismo-; y mientras más frecuentemente Teresa vea juntos a esos dos jóvenes, felices el uno con el otro, más se va a interesar a favor de Dora como esposa posible y conveniente para Bertie.
-Querida -dijo la señora del pastor con resignación-, a mi Sybil la juntamos casualmente con Bertie bajo las circunstancias más románticas (algún día te lo cuento todo), pero eso no surtió el más mínimo efecto en Teresa. La dama se plantó de la manera más intransigente y Sybil acabó casándose con un súbdito de la India.
-Hizo muy bien -dijo la señora Yonelet, con dudosa aprobación-. Es lo que cualquier muchacha de carácter hubiera hecho. Sin embargo, eso fue hace uno o dos años, me parece. Bertie está más viejo ahora; y Teresa también. Es natural que esté ansiosa por verlo instalado.
La mujer del pastor se hizo la reflexión de que Teresa parecía ser la única persona que no mostraba ninguna urgencia de conseguirle esposa a Bertie, pero no abrió la boca.
La señora Yonelet era una mujer llena de iniciativa y don de mando. Involucraba a los otros invitados, al peso muerto, por decirlo así, en toda clase de ejercicios y ocupaciones que los separaran de Bertie y Dora, que de este modo podían ajustarse a sus propios planes; es decir, a los planes de Dora, con la pasiva aquiescencia de Bertie. Dora ayudaba en la decoración navideña de la iglesia parroquial, y Bertie le ayudaba a ayudar. Juntos daban de comer a los cisnes, hasta que las aves entraron en huelga por dispepsia; jugaban billar juntos, fotografiaban juntos los orfanatos de la población y, desde una prudente distancia, el alce domesticado que pastaba altivo y solitario por el parque. Era "domesticado" en el sentido de que hacía tiempo había perdido el último vestigio de temor a la raza humana; pero nada en su pasado alentaba a los vecinos humanos a sentir una confianza recíproca.
No importa qué deporte, ejercicio u ocupación practicaran juntos Dora y Bertie, era sin falta relatado y ensalzado por la señora Yonelet para correcta ilustración de la abuela de Bertie.
-Ese par de inseparables acaban de llegar de un paseo en bicicleta -anunciaba-. ¡Qué linda imagen forman, frescos y rozagantes después de dar una vueltecita!
-Una imagen en busca de palabras -comentaba Teresa en privado.
Y en lo tocante a Bertie, estaba decidida a que las palabras siguieran sin decirse.
En la tarde siguiente al día de Navidad la señora Yonelet irrumpió en el salón, en donde la anfitriona recibía en la mitad de un círculo de invitados, tazas de té y platos de repostería. El destino había puesto lo que parecía ser una carta de triunfo en las manos de la paciente e intrigante madre. Con ojos que relumbraban de excitación y una voz fuertemente salpicada de signos de admiración, hizo un anuncio dramático:
-¡Bertie salvó a Dora del alce!
En frases vivas y agitadas, trémulas de emoción maternal, dio ulterior información sobre cómo el traicionero animal había acorralado a Dora cuando ésta buscaba una bola de golf extraviada, y cómo Bertie se había lanzado al rescate armado con un horcón de establo y había espantado a aquella bestia justo a tiempo.
-¡Estuvo a punto de ocurrir! Ella le arrojó el palo de golf, pero eso no lo detuvo. Otro segundo y la habría aplastado con los cascos -dijo, acezante, la señora Yonelet.
-Ese animal no es digno de confianza -dijo Teresa, mientras le tendía a su agitada huésped una taza de té-. No recuerdo si le pones azúcar. Supongo que la vida solitaria que lleva aquí le agrió el carácter. Hay muffins en la parrilla. No es culpa mía; hace tiempos que trato de encontrarle pareja. No sabrán de alguien que tenga un alce hembra en venta o cambio, ¿no? -preguntó en forma general.
Pero la señora Yonelet no estaba de humor para oír hablar de matrimonios de alces. El casamiento de dos seres humanos era el tema predominante en su cabeza, y la oportunidad de promover su proyecto favorito era demasiado valiosa para dejarla pasar por alto.
-¡Teresa -exclamó con grandilocuencia-, hora que esos dos jóvenes han sido reunidos en forma tan dramática, nada podrá volver a ser lo mismo entre ellos! Bertie ha hecho más que salvarle la vida a Dora: se ha ganado su afecto. No puedo menos que pensar que el destino los ha consagrado al uno para el otro.
-Es exactamente lo mismo que dijo la esposa del pastor cuando Bertie salvó a Sybil del alce hace dos años -comentó Teresa, en calma-. Y a ella le señalé que había salvado a Mirabel Hicks del mismo apuro unos meses antes, y que la prioridad en realidad le tocaba al hijo del jardinero, que había sido salvado en enero de aquel año. Hay mucha monotonía en la vida rural, ya ves.
-El animal parece ser muy peligroso -dijo uno de los huéspedes.
-Eso dijo la señora del jardinero -observó Teresa-. Quería que yo me deshiciera de él, pero le hice notar que ella tenía once niños y yo un solo alce. También le regalé una falda de seda negra; andaba diciendo que, aunque no había habido un luto en su familia, se sentía como que sí lo hubiera habido. De todos modos nos despedimos como amigas. No te puedo ofrecer una falda de seda, Emily, pero puedes tomarte otra taza de té. Como ya dije, hay muffins en la parrilla.
Teresa concluyó la discusión, tras habérselas arreglado hábilmente para transmitir la impresión de que consideraba que la mujer del jardinero se había mostrado harto más razonable que las madres de otras víctimas embestidas por el alce.
-Teresa no tiene sentimientos -dijo después la señora Yonelet a la esposa del pastor-. ¡Mira que quedarse ahí sentada, hablando de muffins, cuando nos acabábamos de librar por un pelo de una horrible tragedia!
-Ya sabrás, desde luego, con quién quiere ella que se case Bertie -dijo la esposa del pastor-. Yo lo noté desde hace días: con la institutriz alemana de los Bickelby.
-¡Una institutriz alemana! ¡Qué ocurrencia! -exclamó la señora Yonelet, boquiabierta.
-Viene de una familia irreprochable, según entiendo -dijo la esposa del pastor-, y no es ni sombra de la mosquita muerta que se supone debe ser una institutriz. De hecho, después de Teresa, bien puede ser la personalidad más dominante y combativa de la vecindad. Le ha señalado toda clase de errores a los sermones de mi marido y le dio a sir Laurence una reprimenda pública sobre cómo se debe manejar a los perros. Ya sabes lo sensible que es sir Laurence con las críticas a su cargo de jefe de traílla; y que una institutriz le hablara en forma autoritaria estuvo a punto de producirle un ataque. Se ha comportado así con todo el mundo, excepto, claro, con Teresa; y, por desquite, todo el mundo se ha mostrado descortés y a la defensiva con ella. Ahora bien, ¿no es ésa precisamente la clase de mujer que a Teresa le encantaría entronizar como sucesora? Imagínate el disgusto y la incomodidad en el condado si descubriéramos que ella iba a ser la futura anfitriona de la mansión. Lo único que le pesaría a Teresa sería no vivir para verlo.
-Pero -objetó la señora Yonelet- seguramente Bertie no ha dado la menor seña de sentirse atraído en esa dirección.
-Oh, ella es bonita en cierto modo, se viste bien y es capaz de jugar un buen partido de tenis. Con frecuencia viene del otro lado del parque con recados de la mansión de los Bickelby. Y un día de estos Bertie la va a salvar del alce, cosa que en él se ha vuelto casi un hábito, y Teresa dirá que el destino los ha consagrado al uno para el otro. Puede que Bertie no esté muy dispuesto a prestarle mucha atención a las consagraciones del destino, pero ni en sueños se opondría a los designios de su abuela.
La esposa del pastor había hablado con la tranquila autoridad de quien posee el don del conocimiento intuitivo; y en lo más recóndito de su corazón la señora Yonelet sabía que había dicho la verdad.
Seis meses más tarde tuvieron que deshacerse del alce. En un ataque de extremo malhumor había matado a la institutriz alemana de los Bickelby. La ironía de su suerte fue alcanzar la popularidad en los últimos momentos de su carrera. Pero de todos modos fue el único ser vivo que frustró de modo permanente los planes de Teresa Thropplestance.
Dora Yonelet rompió su compromiso con un súbdito de la India y se casó con Bertie tres meses después de fallecer la abuela de éste. Teresa no sobrevivió mucho tiempo al fiasco de la institutriz alemana. Cada año por Navidades la joven señora de Thropplestance cuelga una guirnalda de pinos extra grande en los cuernos de alce que decoran el vestíbulo.
-Era una bestia terrible -le dice a Bertie-, pero siempre he creído que ayudó a juntarnos.
Lo cual es cierto, desde luego.


EL ALMA DE LAPLOSHKA                                   
Laploshka fue uno de los tipos más mezquinos que yo haya conocido, y uno de los más divertidos. Decía cosas horribles de la otra gente, con tal encanto que uno le perdonaba las cosas igualmente horribles que decía de uno por detrás. Puesto que odiamos caer en nada que huela a maledicencia, agradecemos siempre a quienes lo hacen por nosotros y lo hacen bien. Y Laploshka lo hacía de veras bien.
Naturalmente, Laploshka tenía un vasto círculo de amistades; y como ponía cierto esmero en seleccionarlas, resultaba que gran parte de ellas eran personas cuyos balances bancarios les permitían aceptar con indulgencia sus criterios, bastante unilaterales, sobre la hospitalidad. Así, aunque era hombre de escasos recursos, se las arreglaba para vivir cómodamente de acuerdo a sus ingresos, y aún más cómodamente de acuerdo a los de diversos compañeros de carácter tolerante.
Pero con los pobres o los de estrechos fondos como él, su actitud era de ansiosa vigilancia. Parecía acosarlo el constante temor de que la más mínima fracción de un chelín o un franco, o cualquiera que fuera la moneda de turno, extraviara el camino de su bolso o provecho y cayera en el de algún compañero de apuros. De buen grado ofrecía un cigarro de dos francos a un rico protector, bajo el precepto de obrar mal para lograr el bien; pero me consta que prefería entregarse al paroxismo del perjurio antes que declararse en culpable posesión de un céntimo cuando hacía falta dinero suelto para dar propina a un camarero. La moneda le habría sido debidamente restituida a la primera oportunidad -él habría tomado medidas preventivas contra el olvido de parte del prestatario-, pero a veces ocurrían accidentes, e incluso una separación temporal de su penique o sou era una calamidad que debía evitarse.
El conocimiento de esta amable debilidad daba pie a la perpetua tentación de jugar con el miedo que Laploshka tenía de cometer un acto de largueza involuntaria. Ofrecerse a llevarlo en un coche de alquiler y fingir no tener dinero suficiente para pagar la tarifa, o confundirlo pidiéndole prestados seis peniques cuando tenía la mano llena de monedas de vuelta, eran algunos de los menudos tormentos que sugería el ingenio cuando se presentaba la ocasión. Para hacer justicia a la habilidad de Laploshka, hay que admitir que, de una forma u otra, solucionaba los dilemas más embarazosos sin comprometer en absoluto su reputación de decir siempre "No". Pero, tarde o temprano, los dioses brindan una ocasión a la mayoría de los hombres, y la mía me llegó una noche en que Laploshka y yo cenábamos juntos en un barato restaurante de bulevar. (A no ser que estuviera expresamente convidado por alguien de renta intachable, Laploshka acostumbraba refrenar su apetito por la vida lujosa; y sólo en tan felices ocasiones le daba rienda suelta). Al final de la cena recibí aviso de que se requería mi presencia con cierta premura y, sin hacer caso a las agitadas protestas de mi compañero, alcancé a gritarle, con sevicia: "¡Paga lo mío; mañana arreglaremos!". Temprano en la mañana, Laploshka me atrapó por instinto mientras yo caminaba por una callejuela que casi nunca frecuentaba. Tenía cara de no haber dormido.
-Me debes dos francos de anoche -fue su saludo jadeante.
Le hablé evasivamente de la situación en Portugal, donde al parecer se fermentaban más conflictos. Pero Laploshka me escuchó con la abstracción de una víbora sorda y pronto volvió al tema de los dos francos.
-Me temo que quedaré debiéndotelos -le dije, con tanta ligereza como brutalidad-. No tengo ni un centavo.
Y añadí, falsamente:
-Me marcho por seis meses, si no más.
Laploshka no dijo nada, pero sus ojos se abultaron un poco y sus mejillas adquirieron los abigarrados colores de un mapa etnográfico de la península balcánica. Ese mismo día, al ocaso, falleció. "Ataque al corazón", dictaminó el doctor. Pero yo, que estaba más al tanto, supe que había muerto de aflicción.
Surgió el problema de qué hacer con sus dos francos. Una cosa era haber matado a Laploshka; pero haberme quedado con su dinero habría sido muestra de una dureza de sentimiento de la que soy incapaz. La solución usual de dárselo a los pobres de ningún modo se habría acomodado a la presente situación, ya que nada habría afligido más al difunto que semejante malbaratamiento de sus posesiones. Por otra parte, la donación de dos francos a los ricos era una operación que requería cierto tacto. No obstante, una manera fácil para salir de apuros pareció presentarse al domingo siguiente, estando yo apiñado entre la multitud cosmopolita que atestaba la nave lateral de una de las más populares iglesias parisinas. Un bolso de limosnas, para "los pobres de Monsieur le Curé", bregaba por cumplir su tortuoso derrotero a través de la aparentemente impenetrable marejada humana; y un alemán que había frente a mí y que evidentemente no deseaba que el pedido de una contribución le estropeara el disfrute de la sublime música, expresaba en voz alta a un compañero sus críticas sobre la validez de dicha caridad.
-No necesitan el dinero -dijo-; ya tienen demasiado. Y no tienen pobres. Están ahítos.
Si en realidad eso era cierto, mi camino se hallaba despejado. Dejé caer los dos francos de Laploshka en el bolso y musité una bendición para los ricos de Monsieur le Curé.
Al cabo de unas tres semanas el azar me había llevado a Viena, en donde me deleitaba yo una noche en una modesta pero excelente Gasthaus en el barrio de Wäringer. El decorado era algo primitivo, pero las chuletas de ternera, la cerveza y el queso eran inmejorables. La buena mesa traía buena clientela y, a excepción de una mesita junto a la puerta, todos los puestos estaban ocupados. A mitad de la cena miré por casualidad en dirección de la mesa vacía y descubrí que ya no lo estaba. La ocupaba Laploshka, que estudiaba el menú con el absorto escrutinio del que busca lo más barato de lo más barato. Reparó en mí una sola vez, abarcó de un vistazo mi convite como si quisiera decir: "Te estás comiendo mis dos francos", y desvió rápidamente la mirada. Evidentemente, los pobres de Monsieur le Curé eran pobres auténticos. Las chuletas se me volvieron de cuero en la boca, la cerveza se me hizo insulsa; no toqué el Emmenthaler. Sólo se me ocurrió alejarme del recinto, alejarme de la mesa donde eso estaba sentado; y al huir sentí la mirada de reproche que Laploshka dirigió a la suma que le di al piccolo... sacada de sus dos francos. Al día siguiente almorcé en un costoso restaurante, en donde estaba seguro de que el Laploshka vivo jamás habría entrado por cuenta propia. Tenía la esperanza de que el Laploshka muerto observara las mismas restricciones. No me equivoqué; pero al salir lo encontré leyendo con rostro miserable el menú pegado en el portón. Y luego echó a andar lentamente hacia una lechería. Por vez primera fui incapaz de experimentar la alegría y encanto de la vida vienesa.
De allí en adelante, en París, en Londres o dondequiera que estuviese, seguí viendo con frecuencia a Laploshka. Si estaba sentado en el palco de un teatro, tenía la permanente sensación de que me echaba vistazos furtivos desde un oscuro rincón de la galería. Al entrar a mi club en una tarde de lluvia, lo alcanzaba a ver precariamente guarecido en un portal de enfrente. Incluso si me daba el modesto lujo de alquilar una silla en el parque, él por lo general me confrontaba desde uno de los bancos públicos, sin fijar nunca en mí la vista pero en actitud de estar siempre al tanto de mi presencia. Mis amigos empezaron a comentar lo desmejorado de mi aspecto y me aconsejaron olvidarme de montones de cosas. A mí me hubiera gustado olvidar a Laploshka.
Cierto domingo -probablemente de Resurrección, pues el hacinamiento era peor que nunca- me encontraba otra vez apiñado entre la multitud que escuchaba la música en la iglesia parisina de moda, y otra vez el bolso de limosnas se abría paso a través de la marejada humana. Detrás de mí había una dama inglesa que en vano trataba de hacer llegar una moneda al apartado bolso, de modo que tomé la moneda a petición suya y le ayudé a alcanzar su destino. Era una pieza de dos francos. Se me ocurrió de pronto una idea brillante: dejé caer sólo mi sou en el bolso y deslicé la moneda de plata en mi bolsillo. Les quité así los dos francos de Laploshka a los pobres, que nunca debieron haber recibido ese legado. Mientras retrocedía para alejarme de la multitud, oí una voz femenina que decía: "No creo que haya puesto mi dinero en el bolso. ¡París está repleto de gente así!". Pero salí con la conciencia más liviana que había tenido en mucho tiempo. Todavía quedaba por delante la delicada misión de donar la suma recuperada a los ricos que la merecían. Otra vez puse mi confianza en la inspiración del momento y otra vez el destino me sonrió. Un aguacero me obligó, dos días después, a refugiarme en una de las iglesias históricas de la orilla izquierda del Sena, en donde me encontré, dedicado a escudriñar las viejas tallas de madera, al barón R., uno de los hombres más ricos y más zarrapastrosos de París. O era ahora, o nunca. Dándole un fuerte acento americano al francés que yo solía hablar con inconfundible acento británico, interrogué al barón sobre la fecha de construcción de la iglesia, las dimensiones y demás pormenores que con seguridad desearía conocer un turista americano. Tras recibir la información que el barón estuvo en condiciones de suministrar sin previo aviso, con toda seriedad le puse la moneda de dos francos en la mano y, afirmándole cordialmente que era pour vous, di media vuelta y me marché. El barón se quedó un poco desconcertado, pero aceptó la situación de buen talante. Caminó hasta una cajita adosada a la pared y echó por la ranura los dos francos de Laploshka. Encima de la caja había un letrero: Pour les pauvres de M. le Curé. Aquella noche, en el hervidero de la esquina del Café de la Paix, avisté fugazmente a Laploshka. Me sonrió, alzó un poco el sombrero y se esfumó. No volví a verlo nunca. Después de todo, el dinero había sido donado a los ricos que lo merecían, y el alma de Laploshka descansaba en paz.


LA RETICENCIA DE LADY ANNE                        
Egbert entró en la amplia sala oscura con el aire de quien no sabe si entra a un palomar o a un polvorín y viene preparado para ambas contingencias. No habían rematado la pequeña disputa doméstica sostenida durante el almuerzo, y ahora la cuestión era tantear hasta qué punto lady Anne estaba de humor para renovar o abandonar las hostilidades. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaborada y tiesa; y en la penumbra de la tarde decembrina los quevedos de Egbert no ayudaban gran cosa a discernir la expresión de su cara.
Para romper el hielo superficial que pudiera existir, Egbert dijo algo sobre lo tenue y místico de la poca luz. Alguno de los dos solía hacer esta observación Entre las 4.30 y las 6 en las tardes de invierno y finales del otoño; hacía parte de su vida conyugal. Carecía de respuesta fija, y lady Anne no adelantó ninguna. Don Tarquinio se encontraba tendido sobre la alfombra persa, calentándose a la lumbre del hogar con majestuosa indiferencia por el posible mal humor de lady Anne. Su pedigree era tan intachablemente persa como la alfombra, y su pelaje entraba ya en el esplendor de un segundo invierno. El criado, que tenía inclinaciones renacentistas, lo había bautizado Don Tarquinio. De ser por ellos, Egbert y lady Anne de seguro lo habrían puesto Pelusa; pero no eran personas obstinadas.
Egbert se sirvió el té. Como nada indicaba que el silencio fuera a ser roto por iniciativa de lady Arme, se dispuso a realizar otro esfuerzo heroico.
-Lo que dije al almuerzo tenía intenciones puramente académicas -anunció-; pero parece que le das un sentido innecesariamente personal.
Lady Anne continuó atrincherada en el silencio. El pinzón real llenó aquel vacío con una perezosa melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció al punto, puesto que era la única tonada que el pinzón sabía silbar, y les había llegado con fama de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne habrían preferido algo salido de The Yeoman ofthe Guard, la ópera favorita de ambos. En cuestiones artísticas tenían gustos similares. Se inclinaban por lo honesto y explícito en el arte: una lámina, por ejemplo, que pusiera una historia delante de los ojos, con la ayuda generosa del título. Un corcel de guerra sin jinete y con los arreos en patente desorden, que entra trastabillando a un patio lleno de pálidas mujeres al borde del desmayo, y con la anotación marginal de "Malas Nuevas", les sugería la clara lectura de algún desastre militar. No les costaba ver lo que quería comunicar y podían explicarlo a otros amigos de inteligencias más obtusas.
Persistía el silencio. Por regla general, los disgustos de lady Anne se volvían verbales y pronunciadamente desbocados tras cinco minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y vertió parte de su contenido en el platillo de Don Tarquinio. Como el platillo estaba lleno hasta el borde, el resultado fue un feo derrame. Don Tarquinio lo miró con sorprendido interés, que se desvaneció en una esmerada indiferencia cuando Egbert lo llamó a que lamiera algo del líquido rebosado. Don Tarquinio estaba dispuesto a desempeñar muchos papeles en la vida, pero el de aspiradora de alfombras no era uno de ellos.
-¿No crees que nos estamos comportando como un par de tontos? -dijo él de buen humor.
Si lady Anne pensaba igual, no lo expresó.
-Supongo que yo en parte he tenido la culpa? -prosiguió Egbert, mientras se le iba evaporando el buen humor-. Mira, después de todo soy humano. Pareces olvidar que soy un ser humano. Insistía en ello como si corrieran rumores infundados de que tuviese contextura de sátiro, con prolongaciones cabrunas donde la parte humana terminaba.
El pinzón volvió a entonar la melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert se iba sintiendo deprimido. Lady Anne no bebía su té. Tal vez se sentía indispuesta. Pero cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reservada al respecto. "Nadie sabe lo que me hace sufrir la mala digestión" era una de sus afirmaciones favoritas. Ahora bien, esta ignorancia sólo podía deberse a oídos defectuosos: la información disponible pobre el tema habría suministrado material suficiente para una monografía.
Era evidente que lady Anne no se sentía indispuesta.
Egbert empezaba a creer que recibía un trato irracional; y, naturalmente, comenzó a hacer concesiones.
-Tal vez -observó, centrándose en la alfombra hasta donde se dignó permitirle Don Tarquinio- toda la culpa ha sido mía. Estoy dispuesto a emprender una vida mejor, si con eso las cosas recuperan las buenas perspectivas.
Se preguntó vagamente cómo podría lograrlo. Ya entrado en años, las tentaciones le llegaban de modo vacilante y sin mucha insistencia, como un recadero de la carnicería que pide un aguinaldo en febrero con la débil excusa de que olvidaron dárselo en diciembre. No tenía más planes de sucumbir a ellas que de comprar las boas de piel y los cubiertos de pescado que algunas damas se ven forzadas a ofrecer con pérdida, mediante el expediente de las columnas de avisos, durante el año entero. Con todo, había algo impresionante en aquella espontánea renuncia a posibles monstruosidades soterradas.
Lady Anne no dio señas de estar impresionada.
Egbert la miró con inquietud a través de los espejuelos. Llevar la peor parte en una discusión con ella no era nada nuevo. Llevar la peor parte en un monólogo era una humillante novedad.
-Voy a cambiarme para la cena -anunció, con voz a la que pretendió dar una sombra de dureza.
En la puerta, un ataque postrero de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento.
-¿No estamos siendo muy absurdos?
"¡Qué idiota!", fue el comentario mental de Don Tarquinio cuando la puerta se cerró tras la retirada de Egbert; y luego alzó en el aire las aterciopeladas zarpas delanteras y saltó ágilmente a una estantería que estaba justo bajo la jaula del pinzón. Por vez primera parecía notar la existencia del pájaro, pero en realidad llevaba a efecto un viejo plan de ataque, madurado hasta la precisión. El ave, que se había creído una especie de déspota, se comprimió de súbito a un tercio de su porte normal; y echó a batir las alas desesperadamente y a emitir chirridos estridentes. Aunque había costado veintisiete chelines sin la jaula, lady Anne no dio señal de intervenir. Llevaba ya dos horas muerta.


EL BUEY CEBADO                                               
Theophil Eshley era artista de profesión y pintor de ganado por fuerza del entorno. No ha de suponerse que viviera de la cría de reses o de la lechería, en una atmósfera saturada de cuernos y pezuñas, banquillos para ordeño y hierros de marcar. Residía en una zona que parecía un parque salpicado de quintas y que escapaba por un pelo al deshonor de los suburbios. Un lado del jardín lindaba con un pradito pintoresco, en donde un vecino emprendedor apacentaba unas vaquitas pintorescas de pura cepa Jersey. En las tardes de verano, hundidas hasta las rodillas en el pasto crecido y a la sombra de un grupo de nogales, las vacas descansaban mientras la luz del sol caía en parches sobre sus lisas pieles leonadas. Eshley había concebido y ejecutado una linda pintura de dos vacas licheras reposando en un marco de nogales, pasto y rayos de sol filtrados, y la Royal Academy la había colgado como correspondía en las paredes de la Exhibición de Verano. La Royal Academy fomenta hábitos ordenados y metódicos en sus pupilos. Eshley había pintado un cuadro pasablemente bien logrado de unas vacas que dormitaban de modo pintoresco bajo unos nogales; y así como empezó, así, por necesidad, hubo que continuar. Su Paz del mediodía, un estudio de dos vacas pardas a la sombra de un nogal, fue seguido por Refugio canicular, un estudio de un nogal que daba sombra a dos vacas pardas. A su debido turno aparecieron Donde los tábanos dejan de fastidiar, El asilo del hato y Sueño en la vaquería, todos ellos estudios de vacas pardas y nogales. Los dos intentos que hizo por romper con su propia tradición fueron grandes fracasos: Tórtolas espantadas por el gavilán y Lobos en la campiña romana fueron devueltos a su taller bajo el baldón de abominables herejías; y Eshley fue elevado otra vez al favor y la gracia del público con Un rinconcito umbrío donde sueña el letargo de las vacas.
Una bonita tarde de finales de otoño, cuando daba los últimos toques a un estudio sobre las yerbas del potrero, su vecina, Adela Pingsford, asaltó la puerta del taller con golpes duros y perentorios.
-Hay un buey en mi jardín -anunció, a modo de explicación por aquel allanamiento tempestuoso.
-Un buey... -dijo Eshley, en tono indiferente y harto presumido- ¿Qué clase de buey?
-¡Oh, no sé de qué clase! -respondió con brusquedad la dama-. Un buey común, o de jardín, como se dice en jerga. Y lo del jardín es lo que me molesta. Al mío acaban de ponerlo en orden para el invierno, y un buey vagando por ahí no va a mejorar las cosas. Además, los crisantemos están empezando a florecer.
-¿Cómo se metió al jardín? -preguntó Eshley.
-Me figuro que por la puerta -dijo la dama, llena de impaciencia-. No puede haber escalado los muros, y no creo que lo hayan tirado de un avión para anunciar el caldo Bovril. La pregunta importante por ahora no es cómo entró, sino cómo sacarlo.
-¿Y no quiere irse? -dijo Eshley.
-Si estuviera muy ansioso por hacerlo -dijo Adela Pingsford con bastante enfado-, yo no habría venido aquí a charlar con usted al respecto. Estoy prácticamente sola; la criada tiene la tarde libre y la cocinera anda postrada con un ataque de neuralgia. Si algo aprendí en la escuela o después en la vida sobre como se saca un buey enorme de un jardín pequeño, se me acaba de borrar de la memoria. Sólo se me ocurrió pensar que usted es mi vecino y que es pintor de reses, presumiblemente más o menos versado en los temas que pinta, y que tal vez podría darme una ayuda mínima. A lo mejor me equivoqué.
-Pinto vacas lecheras, en efecto -admitió Eshley-, pero no podría afirmar que haya tenido la menor experiencia en arrear bueyes extraviados. Lo he visto hacer en el cine, por supuesto, pero siempre había caballos y muchos otros accesorios. Además, nunca se sabe qué tanto es simulacro en esas cintas.
Adela Pingsford no dijo nada, limitándose a guiarlo hasta el jardín. En condiciones normales era un jardín de tamaño aceptable, pero se veía pequeño comparado con el buey, una gran bestia manchada, de un rojo opaco en la zona del cerro y la cabeza, pasando al blanco sucio en los lados y cuartos traseros, con orejas hirsutas y grandes ojos inyectados de sangre. Su parecido con las delicadas novillas de corral que Eshley estaba acostumbrado a pintar era el mismo que habría entre el jefe de un clan de kurdos nómadas y la empleada japonesa de una casa de té. Eshley permaneció muy cerca del portillo mientras examinaba la apariencia y actitud del animal. Adela Pingsford seguía sin decir nada.
-Se está comiendo un crisantemo -dijo al fin Eshley, cuando el silencio se volvió insoportable.
-¡Qué detallista es! -dijo Adela, con sorna-. ¡Como que usted lo nota todo! De hecho, ahora mismo el buey tiene seis crisantemos en la boca.
Iba siendo imperioso hacer algo. Eshley dio un paso o dos en dirección al animal, dio algunas palmadas e hizo algunos ruidos del tipo "¡sus!" y "¡uste!". Si el buey los escuchó, no dio señas externas de ello.
-Si algún día se cuelan las gallinas en mi jardín -dijo Adela-, con toda seguridad mandaré por usted para que las espante. Hace "¡sus!" divinamente. Pero, por el momento, ¿le importaría tratar de echar a ese buey? Mire: acaba de emprenderla con un Mademoiselle Louise Bichot -añadió, con una calma glacial, mientras la enorme boca trituraba un ramo de color naranja encendido.
-Ya que ha sido tan franca respecto a la variedad del crisantemo -dijo Eshley-, no tengo inconveniente en informarle que éste es un buey de raza Ayrshire.
La calma glacial se descompuso. Adela Pingsford utilizó palabras que lo obligaron a dar otros dos o tres pasos instintivos hacia el buey. El artista recogió una varita para enredar arvejas y la arrojó con cierta decisión contra el moteado costillar del animal. La operación de machacar la ensalada de pétalos del Mademoiselle Louise Bichot se vio suspendida por un largo instante, empleado por el buey para clavar una mirada inquisitiva y concentrada en el lanzador de varitas. Adela dirigió una mirada igual de concentrada y más abiertamente hostil al mismo foco. Como la bestia no había bajado la cabeza ni pisoteado contra el suelo, Eshley se arriesgó a hacer un nuevo ejercicio de jabalina con otra varita para enredar arvejas. De pronto el buey pareció darse cuenta de que debía marcharse. Dio un último y apresurado tirón al cuadro donde habían estado los crisantemos y empezó a cruzar el jardín a paso largo. Eshley corrió a arrearlo hacia el portillo, pero sólo consiguió que acelerara el paso hasta un trote lerdo. Con ciertos aires de pesquisa, pero sin verdaderos titubeos, el animal atravesó la diminuta franja de césped que los caritativos llamaban campo de croquet y se metió a la salita matinal por la puerta vidriera abierta. Había por el cuarto algunos jarrones con crisantemos y demás plantas de estación, y el animal reanudó los trabajos de poda. De todos modos, a Eshley le pareció que en sus ojos empezaba a brillar una mirada de bestia acorralada, una mirada que aconsejaba respeto. Suspendió todo intento de interferir en sus preferencias ambientales.
-Señor Eshley -dijo Adela con voz trémula-, pedí que sacara a esa bestia de mi jardín, pero no le pedí que la metiera en mi casa. Si tengo que tenerlo en cualquier parte de la propiedad, prefiero el jardín a la salita matinal.
-La arriería no es mi especialidad -aclaró Ashley-. Si no recuerdo mal, se lo conté desde el principio.
-Estoy totalmente de acuerdo -replicó la dama-. Usted está bueno para pintar lindos cuadritos de lindas novillitas. ¿No le apetecería hacer un buen boceto de ese buey poniéndose a sus anchas en mi sala?
Pareció que esta vez sí lo había tocado en la herida. Eshley hizo ademán de marcharse.
-¿Adonde va? -gritó Adela.
-A traer utensilios -fue la respuesta.
-¿Utensilios? No voy a permitir que use un lazo. Destrozarán el cuarto si hay un forcejeo.
Pero el artista se marchó del jardín. En un par de minutos regresó, cargando caballete, banquillo y materiales de pintura.
-¿Quiere decir que pretende sentarse tranquilamente a pintar esa bestia mientras acaba con mi sala? -resolló Adela.
-Fue sugerencia suya -dijo Eshley, al tiempo que preparaba el lienzo.
-¡Se lo prohíbo! ¡Se lo prohíbo terminantemente! -bramó Adela.
-No veo qué injerencia tenga usted en el asunto -dijo el artista-. Le costaría alegar que el buey es suyo, ni siquiera por adopción.
-Parece olvidar que está en mi sala, comiéndose mis flores -fue la iracunda réplica.
-Y usted parece olvidar que la cocinera tiene neuralgia -respondió Eshley-. Puede ser que ella ahora se esté hundiendo en un sueño reparador y que su alboroto la despierte. La consideración por los demás debería ser el principio rector de las personas de nuestra posición.
-¡El tipo está loco! -exclamó Adela en tono trágico.
Un instante después fue Adela quien pareció volverse loca. El buey había dado remate a las flores de los jarrones y a las tapas de Israel Kalisch, y daba muestras de estar pensando en abandonar su más bien restringido alojamiento. Eshley le notó cierta inquietud y corrió a tirarle unos manojos de hojas de enredadera de Virginia como aliciente para seguir posando.
-Se me olvida cómo dice el refrán -comentó-. Algo por el estilo de: "es mejor una cena de hierbas que buey cebado donde reina el odio". Al parecer tenemos a mano todos los ingredientes para ello.
-Voy a la biblioteca pública para que llamen a la policía- anunció Adela; y, rabiando sonoramente, se marchó.
Minutos después el buey, acaso entrando en la sospecha de que en algún establo bien abastecido lo esperaban tortas de lino y forraje picado, salió con bastante cuidado de la sala, dirigió una mirada grave e inquisitiva al humano que había dejado de molestarlo y lanzarle varitas, y a un trote pesado pero rápido abandonó el jardín. Eshley guardó los utensilios y siguió el ejemplo del animal. Y la quinta Larkdene, quedó en manos de la neuralgia y de la cocinera.
El episodio marcó el momento crucial de la carrera artística de Eshley. Su notable pintura Buey en una salita matinal, finales de otoño, fue uno de los grandes éxitos y sensaciones del siguiente Salón de París; y en una posterior exhibición en Munich fue comprada por el gobierno bávaro, a despecho de las jugosas ofertas de tres firmas productoras de extracto de carne. A partir de entonces tuvo asegurada una larga serie de éxitos; y la Royal Academy tuvo el agrado, dos años después, de colgar en lugar prominente su gran lienzo Macacos destrozando un tocador.
Eshley le obsequió a Adela Pingsford un nuevo ejemplar de Israel Kalisch y dos plantas de linda floración, de la variedad Madame André Blusset. Pero nada por el estilo de una verdadera reconciliación ha tenido lugar entre ellos dos.


TENDENCIAS ENCONTRADAS                            
Vanessa Pennington tenía un marido que era pobre, con pocos atenuantes, y un enamorado que, si bien era holgadamente rico, tenía el inconveniente de ser escrupuloso. Su fortuna lo hacía aceptable a los ojos de Vanessa, pero su código de honor lo impulsaba a alejarse y olvidarla, o cuando más a recordarla al hacer una pausa entre las muchas otras ocupaciones que tenía. Y aunque Alaric Clyde amaba a Vanessa y creía que la amaría por siempre, sin darse cuenta se fue dejando cortejar y conquistar por una amante más seductora: se figuraba que su continua huida del trato de los hombres era un exilio que él mismo se había impuesto, pero su corazón estaba preso en el hechizo de la naturaleza, y la naturaleza se le mostraba amable y bella. Cuando se es libre, joven y robusto, las tierras primitivas pueden ser muy amables y muy bellas. Lo prueban las legiones de hombres que una vez fueron libres, jóvenes y robustos, y que ahora sacan de la basura el alimento de sus almas; porque, habiendo antaño conocido y amado a la naturaleza, se desprendieron de sus lazos y se desviaron por caminos trillados.
Clyde vagaba, cazaba y soñaba por las altas estepas del planeta, agraciado y letal como un dios de la Hélade. Iba de un campamento a otro con sus sirvientes, sus caballos y demás seguidores cuadrúpedos, huésped bienvenido de burdos aldeanos y de nómadas, amigo y verdugo de las ariscas y veloces bestias del entorno. En las orillas de los brumosos lagos de la altiplanicie derribó aves silvestres que llegaban allí luego de atravesar al vuelo la mitad del Viejo Mundo; más allá de Bujará presenció las piruetas de los bravíos jinetes arios; y presenció también, en la luz mortecina de una casa de té, una de esas hermosas y misteriosas danzas que jamás se olvidan por completo; o, dando un amplio rodeo para bajar al valle del Tigris, se sumergió y meció en sus corrientes, enfriadas por las nieves. Mientras tanto, Vanessa, en una callejuela de Bayswater, hacía la lista semanal de la lavandería, asistía a las ventas de saldos y, en los momentos de mayor audacia, ensayaba nuevas maneras de cocinar merluza. De vez en cuando iba a reuniones de bridge, en donde, si bien el juego no era muy instructivo, por lo menos se aprendía mucho acerca de la vida privada de algunas casas reales e imperiales. En cierto modo, Vanessa estaba contenta de que Clyde hubiera hecho lo correcto. Tenía una fuerte propensión hacia el decoro, aunque habría preferido ser decorosa en un ambiente de mejor tono, donde su ejemplo habría servido más. Ser intachable ya era algo. Pero ser intachable en las vecindades de Hyde Park habría sido más grato.
Entonces sucedió que, súbitamente, sus consideraciones por el decoro y por el sentido del honor de Clyde fueron a dar al vertedero de las cosas inservibles. Habían sido útiles y de suma importancia en su momento, pero la muerte del marido de Vanessa les quitó su carácter perentorio.
La noticia de las cambiadas condiciones siguió el rastro de Clyde con despaciosa persistencia de un campamento a otro, hasta que le dio alcance y lo hizo detenerse en algún sitio de la estepa de Orenburg. Le habría resultado en extremo difícil analizar sus sentimientos al recibir las nuevas. Las Parcas, inesperada y acaso un poco oficiosamente, habían removido un obstáculo de su camino. Suponía que estaba lleno de alegría, pero no experimentaba la exaltación que había sentido unos cuatro meses atrás, cuando había cazado una onza con un tiro feliz que coronaba todo un día de infructuoso acecho. Regresaría, por supuesto, y le pediría a Vanessa que fuera su mujer, pero estaba decidido a imponer una condición: por ningún motivo abandonaría a su amor más reciente. Vanessa tendría que acceder a compartirlo con la naturaleza.
La dama saludó el regreso de su enamorado con más alivio incluso del que le había proporcionado su partida. La muerte de John Pennington había dejado a la viuda en circunstancias más apuradas que nunca, y el parque se había alejado hasta de sus esquelas, en donde lo había conservado largo tiempo a título de cortesía, según la norma de que las direcciones sirven para ocultar nuestros paraderos. Ciertamente, gozaba de más independencia que antes; pero la independencia, que significa tanto para tantas mujeres, tenía poco palor para Vanessa, quien cabía bajo el simple rótulo de "persona de sexo femenino". Aceptó sin mayor alboroto la exigencia de Clyde y se declaró dispuesta a seguirlo hasta el fin del mundo. Como éste era redondo, alimentaba la reconfortante idea de que en el curso ordinario de las cosas se encontraría tarde o temprano en el vecindario de Hyde Park Corner, no importa qué tan lejos se desviara.
Al oriente de Budapest su complacencia empezó a esfumarse; y cuando vio que su marido trataba al mar Negro con una confianza que ella misma había sido incapaz de tomarse con el canal de la Mancha, los recelos comenzaron a asediarla. Las aventuras, a las que una mujer de mejor crianza les habría encontrado un lado divertido y seductor, apenas despertaban en Vanessa la doble sensación de miedo y de fastidio. La picaban las pulgas, y estaba convencida de que únicamente el puro hastío impedía que los camellos obraran de igual modo. Clyde hacía lo posible y lo imposible por darle un toque de banquete a las dilatadas comidas del desierto; y hasta el heidsieck granizado en nieve perdía el gusto cuando se tenía la convicción de que el moreno escanciador que lo servía con tal gracia y respeto sólo esperaba la ocasión propicia de degollarlo a uno. En vano intentaba Clyde recomendar la lealtad de Yussuf, difícil de encontrar en un sirviente occidental. Vanessa tenía la suficiente instrucción para saber que todas las personas de piel morena matan con la misma frescura con que la gente de Bayswater toma clases de canto.
Y a la par que se iba haciendo cada vez más irritable y quejicosa, vino otro desencanto, nacido de la incapacidad de los esposos para encontrar temas comunes de interés. Las migraciones y hábitos de las gangas, el folklore y costumbres de tártaros y turcomanos, los cuartos de un caballo cosaco, eran asuntos que sólo despertaban en Vanessa una aburrida indiferencia. Por su parte, Clyde no vibraba de emoción al enterarse de que la reina de España detestaba el color malva, o que cierta duquesa real, cuyos gustos no era probable que él tuviera que saciar alguna vez, abrigaba una pasión violenta pero perfectamente respetable por las aceitunas.
Vanessa empezó a sacar en claro que un marido que sumaba un talante errabundo a una renta fija era una dudosa bendición. Una cosa era ir hasta el fin del mundo; y otra muy distinta era sentirse en casa allí. Incluso el decoro parecía perder algo de su virtud cuando se practicaba en una tienda.
Aburrida y desilusionada con el rumbo de su nueva vida, Vanessa no ocultó su complacencia cuando la distracción se le apareció en la persona del señor Dobrinton, a quien toparon por casualidad en la rústica hostería de una olvidada población del Cáucaso. Dobrinton se esmeraba en ser británico, acaso por consideración a la memoria de su madre, cuyo ancestro decían que derivaba en parte de una institutriz inglesa que había llegado a Lemberg allá por el siglo pasado. Si alguien lo hubiera llamado Dobrinski estando él desprevenido, es probable que hubiera contestado sin vacilación; pero juzgando, sin lugar a dudas, que la puntada final es la que importa, se había tomado una pequeña libertad con el patronímico de la familia. De aspecto, el señor Dobrinton no era un ejemplar masculino demasiado atractivo; pero a los ojos de Vanessa era un vínculo con la civilización que Clyde parecía tan dispuesto a dejar y olvidar. Sabía cantar Yip-I-Addy y hablaba de varias duquesas como si las conociera y, en los momentos de mayor inspiración, como si ellas lo conocieran a él. Llegaba incluso a señalarles tachas a las cocinas o las cavas de algunos de los más venerables restaurantes londinenses, en una suerte de "crítica superior" que Vanessa escuchaba llena de anonadada admiración. Y, sobre todo, compartía, al principio con discreción, después con mayor desparpajo, su irritable desagrado por los instintos trashumantes de Clyde. Ciertos negocios relacionados con pozos de petróleo llevaron a Dobrinton a las inmediaciones de Bakú. El placer de resultarle interesante a una audiencia femenina apreciativa lo indujo a desviar el viaje de regreso, para de ese modo coincidir cuanto fuera posible con el itinerario de sus nuevos amigos. Y mientras Clyde traficaba con negociantes persas de caballos, perseguía puercos monteses hasta sus cubiles o completaba sus apuntes sobre las aves de caza de Asia Central, Dobrinton y la dama discutían la ética del decoro en el desierto desde puntos de vista que cada día mostraban una mayor tendencia a converger. Y una noche Clyde cenó a solas, leyendo entre plato y plato una extensa carta de Vanessa en la que justificaba el acto de alzar el vuelo hacia tierras más civilizadas en compañía de un ser más compatible.
Fue pura mala suerte de Vanessa, quien en el fondo era de veras decorosa, el que ella y su amante cayeran en las manos de unos bandidos kurdos el día mismo en que escaparon. Estar presa en una sórdida aldea kurda, en la íntima compañía de un hombre que era apenas su esposo por adopción, y atraer la atención de toda Europa hacia este trance, era tal vez lo menos decoroso que podía pasarle. Y había complicaciones internacionales, lo cual empeoraba las cosas. El informe del cónsul más cercano rezaba: "Dama inglesa y su esposo, de nacionalidad extranjera, retenidos por bandidos kurdos que piden rescate". Aunque Dobrinton era inglés de corazón, el resto de sus miembros pertenecía a los Habsburgos; y aunque esta pieza particular de sus vastas y variadas posesiones no era motivo de gran orgullo o placer para los Habsburgos, quienes gustosamente la habrían canjeado por una rara ave o mamífero para el parque de Schoenbrunn, las reglas de la dignidad internacional los obligaban a exhibir un decente grado de interés por su devolución. Y mientras las cancillerías de dos países tomaban las medidas habituales para obtener la liberación de sus respectivos súbditos, se produjo otra espantosa complicación: Clyde, que seguía el rastro de los fugitivos sin mayores deseos de alcanzarlos pero con el borroso sentimiento de que eso era lo que se esperaba de él, cayó en manos de la misma caterva de bandidos. La diplomacia, si bien estaba ansiosa de hacer cuanto pudiera por una dama en desgracia, dio señas de impaciencia ante esta ampliación de su tarea. Como observara un joven frívolo de Downing Street, "Con gusto sacaremos de apuros a cualquier marido de la Señora Dobrinton, pero permítannos saber cuántos maridos son". Como mujer que valoraba el decoro, Vanessa ciertamente carecía de suerte.
Entretanto, la situación de los cautivos tampoco estaba libre de enredos. Cuando Clyde explicó a los cabecillas kurdos la naturaleza de su relación con la pareja de fugitivos, se mostraron muy comprensivos Pero vetaron cualquier idea de venganza sumaria, puesto que los Habsburgos de seguro insistirían en la liberación de un Dobrinton vivo y en razonables condiciones de integridad. No ponían objeción a que Clyde le administrara una paliza de media hora a su rival los lunes y los jueves, pero Dobrinton se puso de un verde tan pálido al escuchar tamaños planes, que el jefe se vio obligado a suspender el privilegio.
Y así, en la estrechez de una choza de montaña, el mal mezclado trío padecía el insufrible paso de las horas. Dobrinton estaba demasiado asustado para tener ganas de conversar, Vanessa demasiado mortificada para abrir los labios y Clyde andaba de un humor silencioso. En una ocasión, el menudo négociant de Lemberg cobró ánimos para cantar una trémula versión de Yip-I-Addy; pero cuando llegó a la frase de "nunca fue así el hogar", con ojos anegados Vanessa le rogó que no siguiera. Y el silencio envolvió con creciente insistencia a aquellos tres cautivos que de modo tan trágico habían sido agrupados. Tres veces al día se arrimaban entre sí para ingerir la comida que les habían preparado, como animales del desierto que se juntan en silenciosa suspensión de hostilidades en el abrevadero, y luego se apartaban para reanudar la vigilia de la espera.
A Clyde lo cuidaban con menos atención. "Los celos lo mantendrán al lado de la mujer", pensaban los captores kurdos. Ignoraban que un amor más salvaje y sincero lo llamaba con mil voces, más allá de los límites de la aldea. Y una noche, al descubrir que no recibía la atención debida, Clyde se escabulló montaña abajo y reemprendió el estudio de las aves de caza del Asia central. En adelante los otros cautivos fueron custodiados con mayor rigor; pero de todos modos Dobrinton lamentó poco la partida de Clyde.
El largo brazo (quizás sería mejor decir "la larga bolsa") de la diplomacia aseguró por fin la liberación de los prisioneros, si bien los Habsburgos no habrían de disfrutar de los honores de aquel gasto. En el muelle del pequeño puerto sobre el mar Negro en donde la pareja rescatada volvió a entrar en contacto con la civilización, Dobrinton fue mordido por un perro, al parecer rabioso, aunque a lo mejor sólo tenía poco criterio selectivo. La víctima no esperó a que aparecieran los síntomas de la hidrofobia, sino que se murió del susto de una vez; y Vanessa hizo sola el viaje de regreso, con la vaga sensación de llevar levemente restaurado el decoro. Clyde, en las pausas que le dejó la corrección de las pruebas del libro sobre las aves de caza de Asia central, encontró tiempo para sacar adelante una demanda de divorcio ante las cortes, y tan pronto como pudo corrió a las agradables soledades del desierto de Gobi a recoger material para una obra sobre la fauna de aquella región. Vanessa, en virtud quizás de su anterior familiaridad con los rituales culinarios de la merluza, obtuvo un empleo entre el personal de cocina de un club del West End. Nada despampanante, pero al menos quedaba a dos minutos de Hyde Park.


LA BENEFACTORA Y EL GATO SATISFECHO  
Jocantha Bessbury andaba en plan de sentirse feliz, serena y bondadosa. El mundo en que vivía era un lugar ameno, y ese día mostraba una de sus facetas más amenas. Gregory había logrado venir a casa para almorzar de prisa y fumarse un pitillo en el acogedor cuartico de descanso; el almuerzo había estado bueno y aún quedaba tiempo para hacerles justicia al café y al tabaco. Ambos eran excelentes a su modo; y Gregory era, a su modo, un marido excelente. Jocantha se sentía más bien tentada a sospechar que como esposa era encantadora, y sospechaba de sobra que tenía una modista de primera.
-No creo que en todo el barrio de Chelsea pueda encontrarse una persona más contenta -observó Jocantha, aludiendo a sí misma-, con la excepción quizás de Attab -prosiguió, echando una mirada al gran gato atigrado que descansaba muy a sus anchas en la esquina del diván-. Míralo ahí, soñando y ronroneando, estirando las patas de vez en cuando en un rapto de mullido bienestar. Parece la mismísima encarnación de todo lo que es suave y sedoso y aterciopelado, sin un ángulo brusco en su postura, todo un visionario cuya filosofía es la de soñar y dejar soñar; y luego, cuando cae la tarde, sale al jardín con un destello rojo en la mirada y atrapa algún gorrión desprevenido.
-Teniendo en cuenta que cada pareja de gorriones empolla diez o más crías al año, mientras sus fuentes de alimentación permanecen estacionarias, está muy bien que a los Attabs de la comunidad se les ocurra pasar una tarde entretenida -dijo Gregory.
Habiéndose aliviado de este sabio comentario, encendió otro cigarrillo, se despidió de Jocantha con cariño juguetón y partió al ancho mundo.
-Recuerda: esta noche cenamos un poquito temprano, porque después iremos al teatro -alcanzó a gritarle ella.
Ya a solas, Jocantha continuó el proceso de contemplar su vida con ojos plácidos e introspectivos. Si no tenía todo lo que quería en este mundo, por lo menos estaba muy contenta con lo que había conseguido. Estaba muy satisfecha, por ejemplo, con el cuartico de descanso, que de algún modo lograba ser acogedor, primoroso y costoso al mismo tiempo. Las porcelanas eran piezas raras y bellas, los esmaltes chinos adquirían maravillosos tintes a la luz del hogar, las cortinas y alfombras seducían la vista a través de suntuosas armonías de color. En aquel cuarto se podía atender con toda propiedad a un embajador o un arzobispo, pero también allí sería posible recortar láminas para un álbum, sin por ello temer que la basura ofendiese a los lares del sitio. Y tal como ocurría con el cuartico de descanso, igual pasaba con el resto de la casa; y tal como con la casa, igual con las demás esferas de la vida de Jocantha. En verdad tenía razones para ser una de las mujeres más contentas de Chelsea.
De este humor de efervescente satisfacción con su suerte pasó a la fase de sentir una lástima generosa por los miles de seres a su alrededor cuyas vidas y situaciones eran aburridas, vulgares, áridas y vacías. Las empleadas, las vendedoras... en fin: la clase que carece tanto de la libertad despreocupada de los pobres como de la ociosa libertad de los ricos, estaba especialmente en la mira de su conmiseración. Daba pena pensar que había jóvenes que tras una larga jornada de trabajo tenían que pasarla solas en sus fríos y deprimentes dormitorios porque no tenían con qué pagar una taza de café y un sánduche en un restaurante, y mucho menos un chelín para la galería de un teatro. El tema todavía rondaba en la cabeza de Jocantha cuando salió a pasar la tarde en una excursión de compras por antojo. Sería muy grato, se decía, si pudiera hacer algo, dejándose llevar por el impulso, para arrojar siquiera un destello de placer e interés sobre la vida de una o dos trabajadoras de corazón anhelante y bolsillos vacíos. Aquello acrecentaría en gran medida del disfrute de la función teatral de esa noche. Resolvió conseguir dos billetes de segundo piso para una obra popular, entrar a un salón de té barato y regalárselos a la primera pareja interesante de trabajadoras con quienes pudiera entablar una conversación casual. Podía explicar las cosas arguyendo que ella no estaría en condiciones de utilizar los billetes y no quería dejarlos perder; y que, por otro lado, no deseaba tomarse la molestia de devolverlos. Tras meditarlo más, decidió que lo mejor sería conseguir un solo billete y dárselo a alguna muchacha de aspecto solitario que encontrara sentada ante una comida frugal. A lo mejor la muchacha trababa conocimiento con su vecino de butaca y así echaba los cimientos de una amistad duradera.
Movida por este fuerte impulso de hada madrina, Jocantha entró a una agencia de billetes y seleccionó con infinito esmero un puesto de gallinero para El pavón amarillo, una obra de teatro que por esos días despertaba numerosas críticas y discusiones. Partió después en busca del salón de té y la aventura filantrópica, más o menos a la misma hora en que Attab se escabullía en el jardín con la mente afinada para la caza de gorriones. En un rincón de un saloncito anónimo encontró una mesa libre, en donde se instaló rápidamente, motivada por el hecho de que en la mesa contigua había una joven de facciones bastante ordinarias, mirada apática y cansada y un aire general de resignada soledad. Su vestido era de mala calidad, pero aspiraba a estar a la moda. Tenía un bonito pelo y un cutis más bien feo. Estaba terminando una modesta comida de té con panecillos, y no difería mucho de las miles de jóvenes que en ese preciso momento terminaban, empezaban o seguían tomando el té en los salones de Londres. Las posibilidades estaban muy a favor de la suposición de que jamás hubiera visto El pavón amarillo. Evidentemente, proporcionaba excelente material para el primer ensayo de Jocantha como benefactora por azar.
Jocantha pidió té y un muffin y luego dirigió una mirada amistosa a su vecina, con el propósito de llamarle la atención. Justo en ese momento la cara de la muchacha se iluminó de placer, sus ojos chispearon, se sonrojaron sus mejillas y estuvo a punto de lucir bonita. Un hombre joven, a quien saludó con un cariñoso "¡Hola, Bertie!", vino hasta su mesa y tomó asiento frente a ella. Jocantha miró con ojos penetrantes al recién llegado. Tenía cara de ser unos años más joven que ella misma y era mucho más guapo que Gregory; de hecho, bastante más guapo que cualquiera de los jóvenes de su grupo de amigos. Conjeturó que sería un cortés dependiente de algún almacén de ventas al por mayor, que se las apañaba para subsistir y divertirse con un salario diminuto y que dispondría de unas vacaciones de dos semanas al año. Era consciente, por supuesto, de ser bien parecido, pero con la cohibición propia de los anglosajones y no con la flagrante complacencia del latino o semita. Era obvio que mantenía estrechas relaciones de amistad con la muchacha con quien conversaba. Probablemente derivaban hacia un compromiso formal. Jocantha se imaginó el hogar del muchacho, en una esfera muy reducida, con una madre latosa que a todas horas quería saber cómo y dónde pasaba él las noches. A su debido tiempo cambiaría aquella pesada esclavitud por un hogar propio, regido por la falta crónica de libras, chelines y peniques y la escasez de casi todas las cosas que hacen la vida cómoda y atractiva. Jocantha se sintió en extremo apiadada de él. Se preguntó si habría visto El pavón amarillo; las posibilidades estaban muy a favor de la suposición de que no lo hubiera visto. La muchacha había terminado el té y dentro de poco regresaría al trabajo. Cuando el joven estuviera solo, a Jocantha le sería muy fácil decirle: "Mi marido tiene otros planes para mí esta noche. ¿Le interesaría hacer uso de este billete, para que no se pierda?". Y después podía volver allí una tarde a tomar el té y, si se lo topaba, preguntarle cómo le había parecido la función. Si era un joven agradable y mejoraba con el trato, podía darle más billetes de teatro y tal vez invitarlo un domingo a tomar el té en Chelsea. Jocantha decidió que sí mejoraría con el trato, que le iba a simpatizar a Gregory y que el asunto del hada madrina iba a resultar más entretenido de lo que había previsto en un comienzo. El muchacho era claramente presentable: sabía peinarse, posiblemente por aptitud imitativa; sabía qué color de corbata le sentaba, por intuición quizás; y era exactamente del tipo que atraía a Jocantha, por accidente, desde luego. En fin, se sintió bastante complacida cuando la chica miró el reloj y dio un cálido pero apresurado adiós a su compañero. Bertie se despidió con la cabeza, bebió el té de un buchado y procedió a sacar del bolsillo del sobretodo un libro que llevaba por título Cipayo y sahib, relato de la gran rebelión.
Las leyes de etiqueta de un salón de té prohíben que uno ofrezca billetes de teatro a un desconocido sin haber antes llamado su atención. Resulta todavía más conveniente si uno puede hacer que le pase una azucarera, habiendo previamente disimulado el hecho de que uno tiene una azucarera repleta en la propia mesa. Esto no es difícil de lograr, pues por lo general la carta del menú es casi del tamaño de la mesa y uno puede pararla. Jocantha puso manos a la obra con optimismo: se enredó con la camarera en una larga y más bien estridente discusión sobre supuestos defectos de un muffin impecable; hizo ruidosas y lastimeras averiguaciones sobre el servicio de metro a un suburbio inconcebiblemente apartado; le habló con brillante insinceridad al gatito del local, y como último recurso tumbo una jarrita de leche y renegó con gran finura. En suma, llamó mucho la atención, pero ni por un instante la del muchacho bellamente peinado, que estaba a miles de kilómetros de distancia, en las calcinadas llanuras del Indostán, entre casitas de campo abandonadas, bazares hormigueantes y cuarteles amotinados, escuchando un latir de tambores y lejanas descargas de mosquetes.
Jocantha regresó a su casa en Chelsea, que por primera vez se le hizo insulsa y recargada. Traía la amarga convicción de que Gregory iba a resultar aburrido durante la cena y que después la obra de teatro sería una estupidez. Mirándolo todo, su estado de ánimo mostraba una marcada divergencia con la ronroneante placidez de Attab, que otra vez estaba arrollado en su esquina del diván, respirando una inmensa paz por cada curva de su cuerpo.
Claro que él sí había atrapado su gorrión.


LA JAURÍA DEL DESTINO




Bajo la mortecina luz de una tarde de otoño encapotada, Martin Stoner marchaba con paso laborioso por trochas convertidas en pantanos y caminos surcados por carriles que conducían a no sabía exactamente dónde. Más adelante, suponía, estaba el mar; y hacia allí parecían decididas a llevarlo sus pisadas. Le habría costado explicar por qué bregaba hasta el agotamiento por alcanzar aquella meta, a menos que hubiera sido presa del instinto que en último extremo conduce al precipicio al ciervo acorralado. En su caso, la jauría del destino sí que acosaba con porfía implacable. El hambre, el cansancio y la desesperación tenían embotado su cerebro, y a duras penas le alentaban las fuerzas para preguntarse por el oculto impulso que lo hacía avanzar. Stoner era uno de esos infortunados individuos que parecen haberlo intentado todo; la imprevisión y la holgazanería innatas siempre se habían interpuesto para malograr toda posibilidad de éxito, así fuera moderado. Y ahora estaba en las últimas y no había nada más que intentar. La desesperación no había despertado en él ninguna reserva latente de energía; por el contrario, el sopor mental lo había ido invadiendo a medida que declinaba su fortuna. Con la ropa que llevaba puesta, medio penique en el bolsillo y ni un solo amigo o conocido a quien recurrir, sin perspectivas de una cama para esa noche o de una comida para la mañana, Martin Stoner proseguía su penosa marcha, entre setos mojados y bajo las gotas de los árboles, la mente casi en blanco, a no ser por la vaga conciencia de que más adelante estaba el mar. De vez en cuando se entremetía otra certeza: sabía que tenía un hambre atroz. Al cabo se detuvo junto a un portillo abierto que conducía a un huerto espacioso y bastante descuidado. No se notaban muchas señas de vida, y la casa al otro lado del huerto parecía fría e inhospitalaria. Sin embargo, empezaba a lloviznar; y Stoner pensó que allí quizás podría guarecerse un rato y comprar un vaso de leche con la última moneda que le quedaba. Entró con pasos lentos y cansinos al jardín y recorrió el caminito empedrado hasta una puerta lateral. La puerta se abrió antes de que llamara, y un viejo encorvado y de aspecto marchito se hizo a un lado, como dándole paso.
-¿Puedo entrar mientras llueve? -comenzó a decir Stoner, pero el viejo lo interrumpió.
-Pase, amo Tom. Sabía que usted regresaría un día de estos.
Stoner tropezó al cruzar el umbral y se quedó allí, mirando al otro con asombro.
-Tome asiento mientras le preparo algo de comer -dijo el viejo, trémulo y obsequioso.
Las piernas de Stoner se doblaron de puro cansancio, y se derrumbó en el sillón que el otro le arrimara. En un minuto estuvo devorando la carne fría, el pan y el queso puestos en la mesa del lado.
-No ha cambiado mucho en estos cuatro años -prosiguió el viejo, con una voz que a Stoner le pareció salida de un sueño, lejana e inconexa-; pero a nosotros sí nos va a encontrar muy cambiados, ya lo verá. Aquí no queda nadie de los que había cuando usted se marchó; nadie, aparte de mí y de su vieja tía. Iré a decirle que usted vino; no lo va a recibir, pero va a permitirle que se quede, sin problemas. Siempre dijo que si regresaba se podía quedar, pero que nunca volvería a verlo o a dirigirle la palabra. El viejo puso una jarra de cerveza en la mesa que Stoner tenía al frente y salió rengueando por un largo pasillo. La llovizna se había convertido en una tempestad furiosa que azotaba con violencia puertas y ventanas. El vagabundo se estremeció al pensar en el espectáculo de la costa bajo aquel aluvión y con la noche tragándoselo todo. Remató la comida y la cerveza, y aguardó allí, aturdido, a que volviera su extraño anfitrión. A medida que el reloj de péndulo marcaba los minutos, una nueva esperanza empezó a titilar y a crecer en la mente del joven; se trataba tan sólo de la ampliación de sus saciadas ansias de comida y un rato de descanso, ahora convertidas en el anhelo de pasar la noche bajo el asilo de aquel techo aparentemente hospitalario. El chancleteo de unos pasos por el corredor anunció el regreso del viejo criado de la granja.
-La vieja ama no lo va a recibir, amo Tom, pero Manda decir que se quede. Con toda razón, ya que la granja va a ser suya cuando a ella la entierren. La chimenea de su cuarto está prendida, amo Tom, y la criada le tendió la cama con sábanas limpias. Ya verá que nada ha cambiado allá arriba. A lo mejor está cansado y quiera subir ya.
Sin decir palabra, Martin Stoner hizo un esfuerzo para ponerse en pie y seguir a su ángel servidor por el pasillo, por una escalera corta y rechinante y por otro pasillo que daba a una alcoba espaciosa y alegrada por el fuego vivo del hogar. Había pocos muebles, escuetos, anticuados y buenos en su género. Una ardilla disecada en una urna y un almanaque de pared de hacía cuatro años eran casi los únicos indicios de decoración. Pero Stoner tenía ojos para poca cosa fuera de la cama, y le costaba aguantarse las ganas de arrancarse las prendas y arroparse en sus cómodas entrañas con la sensualidad de aquel cansancio. Tal parecía que la jauría del destino le había concedido una corta tregua.
A la fría luz de la mañana, Stoner echó a reír tristemente mientras volvía a caer en cuenta de la situación en que se había metido. Tal vez podría hacerse a un bocado de desayuno en virtud de su parecido con el otro holgazán ausente y ponerse a salvo antes de que alguien descubriera el fraude que se había visto obligado a cometer. En el cuarto de abajo encontró al viejo encorvado, que ya tenía listo un plato de huevos con tocino para el desayuno del "amo Tom", al tiempo que una criada entrada en años y de rostro adusto traía una tetera y le servía una taza de té. Al sentarse a la mesa, un perrito de aguas se le arrimó con muestras de amistad.
-Es el cachorro de la vieja Bowker -explicó el anciano, a quien la criada adusta había llamado George-. ¡Con el cariño que le tenía a usted! No volvió a ser la misma después de que usted se fue para Australia. Murió hace como un año. Este es el cachorrito.
Stoner encontró difícil lamentar su fallecimiento; la perra habría dejado bastante que desear como testigo de identificación.
-¿Desea dar una vuelta a caballo, amo Tom? -fue la asombrosa propuesta que emitió el viejo a continuación-. Tenemos una fina yegua roana, buena para montar. A la vieja Biddy ya le están pesando los años, aunque todavía anda bien; pero voy a hacer que ensillen a la roana y se la traigan a la puerta.
-No tengo cosas de montar -balbució el tránsfuga, al borde de la risa cuando miró su única muda de ropas desgastadas.
-Amo Tom -dijo el viejo con toda seriedad, casi con cara de ofendido-, todas sus cosas están exactamente como las dejó. Bastará con orearlas un poquito frente al fuego. Le servirá de distracción montar un poco y cazar por ahí de vez en cuando. Ya verá que la gente por acá tiene opiniones duras y resentidas sobre usted. No han olvidado ni menos perdonado. Nadie va a acercársele, así que lo mejor será que usted se las apañe para distraerse como pueda con perros y caballos. Ellos también son buena compañía.
El viejo George salió a impartir sus órdenes, y Stoner, más que nunca sintiéndose en un sueño, subió a inspeccionar el ropero del "amo Tom". Las cabalgatas eran uno de sus placeres más entrañables; y si era cierto que ninguno de los antiguos compañeros de Tom iba a concederle un escrutinio detallado, contaría con alguna protección contra el descubrimiento de su impostura. Mientras el intruso se ponía unos pantalones de montar tolerablemente ajustados, se preguntaba con vaguedad qué clase de fechoría había cometido el verdadero Tom para que toda la campiña se pusiera en su contra. Las sordas pero briosas pisadas de unos cascos en la tierra mojada interrumpieron sus especulaciones. La yegua roana esperaba frente a la puerta lateral.
"¡Hablando de mendigos a caballo...!", pensó Stoner mientras trotaba con rapidez por las empantanadas trochas que la víspera había recorrido en calidad de astroso vagabundo; y, desechando con indolencia estas meditaciones, se entregó al placer de andar a paso largo y sentado por la orilla enyerbada de un trecho plano del camino. Frente a un portillo abierto cedió el paso a dos carretas que entraban a un sembrado. Los muchachos que manejaban las carretas tuvieron tiempo de dirigirle una larga mirada; y al pasar alcanzó a oír una voz excitada que decía: "¡Es Tom Prike! ¡Lo reconocí ahí mismo! Conque otra vez asomando la cara por aquí, ¿no?"
Era evidente que el parecido que había engañado de cerca a un viejo decrépito servía también para confundir desde cierta distancia a dos muchachos.
En el transcurso de la cabalgata recibió abundantes pruebas que confirmaban la afirmación de que los vecinos no habían olvidado ni perdonado el pasado delito que el Tom ausente le había dejado por herencia. Torvas miradas, rezongos y codazos disimulados lo saludaban al toparse con la gente. El cachorro de Bowker, que trotaba feliz al lado suyo, parecía ser la única nota de amistad en ese mundo hostil.
Al desmontar frente a la puerta lateral tuvo un vistazo fugaz de una mujer enjuta y entrada en años que lo espiaba detrás de la cortina de una de las ventanas superiores. Era claro que aquélla era su tía por adopción.
Durante la copiosa comida del mediodía que lo aguardaba lista, Stoner tuvo tiempo para reflexionar sobre las posibilidades de su extraordinaria situación. El verdadero Tom, tras cuatro años de ausencia, podría aparecerse de improviso por la granja, o en cualquier momento podría llegar una carta suya. ¿Además, en su calidad de heredero de la granja, el falso Tom podría ser llamado a firmar algún documento, cosa que lo pondría en un atolladero. O podría llegar algún pariente que no imitara la actitud retraída de la tía. Cualquiera de estas cosas lo desenmascararía ignominiosamente. Por otro lado, la alternativa eran el cielo abierto y las trochas pantanosas que conducían al mar. La granja le ofrecía, en todo caso, un refugio pasajero contra la miseria total; la agricultura era una de las muchas cosas que había "ensayado", así que estaría en capacidad de realizar ciertas faenas a cambio de esa hospitalidad a la que no tenía gran derecho.
-¿Desea pernil frío para la cena -le preguntó la criada de rostro adusto mientras quitaba la mesa-, o prefiere que se lo calienten?
-Caliente y con cebollas -dijo Stoner.
Fue la única vez en su vida que tomó una rápida decisión. Y al dar la orden supo que tenía intenciones de quedarse.
Stoner se circunscribió estrictamente a las partes de la casa que parecían haberle sido asignadas por un tácito tratado de deslinde. Cuando participaba en las tareas de la granja, lo hacía como alguien que recibía órdenes, sin tomar nunca la iniciativa. El viejo George, la yegua roana y el cachorro de Bowker eran sus únicas compañías en un mundo que por lo demás se le mostraba frío, silencioso y hostil. No veía a la dueña de la granja. Cierta vez, al enterarse de que había ido a la iglesia, realizó una visita furtiva a la sala con el objeto de obtener algún conocimiento fragmentario del joven cuyo lugar había usurpado y cuya mala fama se había echado sobre sus espaldas. Había numerosas fotografías colgadas en las paredes o pegadas en marcos austeros, pero la imagen que buscaba no estaba entre ellas. Por fin, en un álbum escondido, encontró lo que buscaba. Había una serie completa bajo el rótulo de "Tom": un niñito regordete de tres años, con una túnica de fantasía; un desgarbado muchacho de unos doce años que sostenía, como si le repugnara, un bate de críquet; un joven de dieciocho, bastante bien parecido, de pelo muy liso y partido a la mitad; y, por último, un hombre joven, de semblante más bien hosco y atrevido. Stoner miró con especial interés este último retrato; el parecido era innegable.
Por boca del viejo George, que era harto parlanchín sobre la mayoría de los temas, trató una y otra vez de enterarse acerca de la naturaleza de la ofensa que lo segregaba como una criatura cuyos semejantes debían odiar y esquivar.
-¿Qué dice de mí la gente de los alrededores? -le preguntó un día mientras marchaban de regreso a casa desde un campo distante.
El viejo sacudió la cabeza.
-Están disgustados con usted; terriblemente disgustados. ¡Ay, es un triste lío, un triste lío!
Y nunca pudo ser inducido a decir nada más esclarecedor.
En una noche despejada y fría, pocos días después de las fiestas de Navidad, Stoner se encontraba en un rincón del huerto que dominaba una espaciosa vista de la campiña. Aquí y allá podía divisar los destellos de lámparas y velas que revelaban la existencia de moradas humanas en las que imperaban la buena voluntad y el regocijo de la época. Tras él estaba la triste y silenciosa casa donde nadie reía, donde hasta una riña habría parecido un acontecimiento alegre. Cuando volvió la cabeza para mirar la larga y gris fachada del edificio envuelto en las penumbras, una puerta se abrió y el viejo George salió precipitadamente. Stoner oyó que llamaba su nombre adoptivo en un tono de urgente ansiedad. Supo al instante que algo adverso había ocurrido, y en una rápida inversión de perspectivas aquel refugio le pareció un lugar de paz y de contento, de donde temía que fueran a expulsarlo.
-Amo Tom -dijo el viejo en un ronco susurro-, tiene que perderse de aquí sin hacer bulla, por unos cuantos días. Michael Ley volvió al pueblo y jura que le va a dar un tiro si puede dar con usted. Y de veras es capaz; tiene mirada de asesino. Lárguese al amparo de la noche. Es sólo por una semana o algo así; el no va a estar más tiempo por acá.
-Pero, ¿adonde voy a ir? -balbució Stoner, que se había contagiado del patente terror del viejo.
-Vaya derecho por la costa hasta Punchford y quédese escondido allá. Cuando Michael ande lejos, yo llevo la roana al Green Dragón en Punchford. Cuando usted la vea en las pesebreras del Green Dragon será la señal de que puede volver.
-Pero... -vaciló Stoner.
-No se preocupe por dinero -dijo el otro-; la señora está de acuerdo en que es mejor que usted haga como le digo y me ha entregado esto.
El viejo sacó tres libras esterlinas de oro y algunas monedas de plata.
Stoner se sintió más tramposo que nunca cuando se escabulló esa noche por la puerta trasera de la granja con el dinero de la anciana en el bolsillo. El viejo George y el cachorro de Bowker se quedaron plantados en el patio, mirándolo en silenciosa despedida. Le costaba imaginarse que regresaría alguna vez y sintió una punzada de remordimiento por esos dos humildes amigos que esperarían con anhelo su regreso. Quizás un día regresaría el verdadero Tom y entre aquellos sencillos campesinos cundiría el asombro respecto a la identidad del oscuro personaje que habían hospedado bajo su techo. En cuanto a su propio destino, no sentía apremio alguno: tres libras duran poco cuando no hay nada que las respalde, pero a un hombre que ha contado en peniques todo su capital le parecen un buen punto de partida. Los caprichos de la fortuna le habían jugado una buena pasada la última vez que recorriera aquellas trochas como un perdido aventurero, y todavía había probabilidades de encontrar trabajo y empezar de nuevo. A medida que se alejaba de la granja su ánimo subía más y más. Había cierta sensación de alivio en recobrar la identidad perdida y dejar de ser el incómodo fantasma de otro hombre. Difícilmente se tomaba la molestia de especular sobre el enemigo implacable que había venido de los quintos infiernos a meterse en su vida. Ya que esa vida había quedado atrás, un detalle irreal de añadidura no importaba mayor cosa. Por primera vez en muchos meses empezó a tararear una melodía frívola y alegre. Y entonces, de la sombra de un roble a la vera del camino, le salió al paso un hombre armado con una escopeta. No había necesidad de preguntarse quién podría ser; la luz de luna que le pegaba en la cara tensa y pálida revelaba una mirada de odio feroz que Stoner no había visto jamás en ninguna de las vicisitudes de su peregrinar. Saltó a un lado, en un desesperado intento de atravesar el seto vivo que bordeaba el camino, pero las fuertes ramas lo sujetaron con firmeza. La jauría del destino lo esperaba por aquellas trochas y esta vez tendría que enfrentarla.


LAURA




-No te estarás muriendo de verdad, ¿eh? -preguntó Amanda.
-El doctor me dio permiso de vivir hasta el martes -dijo Laura.
-¡Pero si hoy es sábado! ¡La cosa es grave! -dijo Amanda, con la boca abierta.
-No sé si sea grave; lo que si es cierto es que hoy es sábado -dijo Laura.
-La muerte siempre es grave -dijo Amanda.
-Nunca dije que me iba a morir. Se presume que voy a dejar de ser Laura, pero pasaré a ser otra cosa. Alguna clase de animal, me figuro. Mira: cuando una no ha sido muy buena en la vida que acaba de vivir, reencarna en algún organismo inferior. Y yo no he sido muy buena, si a eso vamos. He sido ruin, mezquina, vengativa y todas esas cosas, cuando las circunstancias así me lo exigieron.
-Las circunstancias nunca exigen ese tipo de cosas -se apresuró a decir Amanda.
-Perdóname que te lo diga -observó Laura-, pero Egbert es una circunstancia que exigiría cualquier cantidad de esa clase de cosas. Tú estás casada con él... eso es otra historia. Tú juraste amarlo, honrarlo y soportarlo; yo no.
-¡No veo qué pueda tener de malo Egbert! -protestó Amanda.
-¡Cómo no! La maldad fue toda mía -admitió Laura desapasionadamente-. Él ha sido tan sólo una circunstancia atenuante. Por ejemplo, el otro día armó un alborotico de malas pulgas cuando saqué a pasear los cachorros collies de la granja.
-Persiguieron las pollitas Sussex saraviadas y espantaron a dos gallinas cluecas de los nidos, fuera de que pisotearon los cuadros de flores. Y tú sabes cuánta dedicación les pone a sus aves de corral y a su jardín.
-De todas maneras no había necesidad de que remachara toda la bendita tarde al respecto, ni de que dijera "No se hable más de eso" cuando yo ya empezaba a sacarle gusto a la discusión. Ahí fue cuando salí con una de mis venganzas mezquinas -agregó Laura con una risita impenitente-: al otro día del episodio solté en sus semilleros a la familia entera de las saraviadas.
-¡Cómo pudiste hacerlo! -exclamó Amanda.
-Resultó muy fácil -dijo Laura-. Dos gallinas se hicieron las que estaban poniendo, pero yo me mostré firme.
-¡Y nosotros creyendo que fue un accidente!
-Como ves -prosiguió Laura-, en realidad tengo razones para suponer que mi próxima encarnación será en un organismo inferior. Seré alguna clase de animal. Por otro lado, tampoco he sido tan horrible, así que a lo mejor puedo contar con que voy a ser un animal agradable, algo elegante y lleno de vida, amigo de la diversión. Una nutria, tal vez.
-No puedo imaginarte haciendo de nutria -dijo Amanda.
-Bueno, me figuro que no puedes imaginarme haciendo de ángel, si a eso vamos -dijo Laura.
Amanda guardó silencio. No podía.
-Por mi parte, creo que la vida de una nutria sería bastante agradable -continuó Laura-: salmón para comer el año entero y el gusto de poder buscar las truchas en su propia casa, sin tener que esperar horas enteras a que se dignen morder la mosca que una les ha estado columpiando en la cara; y una figura elegante y esbelta...
-Piensa en los perros que las cazan -la interrumpió Amanda-. ¡Qué horrible que la rastreen a una y la acosen y acaben destrozándola!
-Bastante divertido, si la mitad del vecindario está mirando; y en todo caso no es peor que este asunto de morir poco a poco entre sábado y martes. Además, después pasaría a ser otra cosa. Si hubiera sido una nutria regularmente buena, supongo que recobraría alguna forma humana; probablemente algo más bien primitivo... la de un morenito egipcio casi en cueros, me figuro.
-Ojalá te pusieras seria -suspiró Amanda-. De veras deberías hacerlo, si es que sólo vas a vivir hasta el martes.
En realidad, Laura murió el lunes.
-¡Qué terrible trastorno! -se quejó Amanda a su tío político, sir Lulworth Quayne-. Tengo invitadas un montón de personas a pescar y jugar golf, y los rododendros están precisamente en su mejor momento.
-Laura fue siempre una desconsiderada -dijo sir Lulworth-. Nació en plena temporada ecuestre, con un embajador que odiaba los bebés hospedado en la casa.
-Se le ocurrían las cosas más disparatadas -dijo Amanda-. ¿Sabes de casos de locura en su familia?
-¿Locura? No. Que yo sepa, nunca. Su padre vive en West Kensington, pero creo que es cuerdo en todo lo demás.
-Ella tenía la idea de que iba a reencarnar en una nutria -dijo Amanda.
-Uno se topa estas ideas sobre la reencarnación con tanta frecuencia, incluso en Occidente -dijo sir Lulworth-, que no se atrevería a afirmar que son disparatadas. Y Laura fue una persona tan impredecible en esta vida, que no me gustaría sentar reglas precisas sobre lo que podría estar haciendo en un estado ulterior.
-¿Crees que de veras puede haber pasado a ser un animal? -preguntó Amanda, que era una de esas personas bastante prontas a moldear sus opiniones a partir de los puntos de vista de quienes la rodeaban.
Justo en ese momento Egbert entró al comedor matinal, con un aire luctuoso que el deceso de Laura no alcanzaría a explicar por sí solo.
-¡Mataron a cuatro de mis Sussex saraviadas! -exclamó-. Las mismísimas cuatro que iban para la exhibición del viernes. A una la arrastraron y se la comieron precisamente en la mitad del nuevo cuadro de claveles en el que puse tanto empeño y dinero. ¡Mis mejores gallinas y mis mejores flores, escogidas para la destrucción! Casi parece que el animal culpable de ese acto supiera cómo hacer el máximo de daño en el mínimo de tiempo.
-¿Crees que fue una zorra? -preguntó Amanda.
-Más parece cosa de un hurón -dijo sir Lulworth.
-No -dijo Egbert-; había huellas de patas palmeadas por todas partes, y seguimos el rastro hasta el arroyo al fondo del jardín: una nutria, evidentemente.
Amanda le lanzó una mirada de reojo a sir Lulworth.
Egbert estaba demasiado agitado para desayunar, y se marchó a supervisar el refuerzo de las defensas de los gallineros.
-Por lo menos debería haber esperado a que terminaran los funerales -dijo Amanda, con voz indignada.
-Comprende que se trata de sus propios funerales -dijo sir Lulworth-. Es un sutil punto de etiqueta determinar hasta dónde debe uno mostrar respeto por sus propios restos mortales.
Al día siguiente, el irrespeto a las convenciones mortuorias fue llevado más lejos. Durante la ausencia de la familia en las exequias ocurrió la masacre de las restantes Sussex saraviadas. La línea de retirada del merodeador parecía haber cubierto la mayoría de los cuadros de flores en el prado, pero las eras de fresas en la parte de abajo del jardín también se habían visto afectadas.
-Voy a hacer que traigan a los perros tan pronto como sea posible -dijo Egbert, ferozmente.
-¡De ninguna manera! ¡Ni se te ocurra hacerlo! -exclamó Amanda-. Quiero decir, no sería bien visto, tan enseguida de un luto en la casa.
-Es un caso de urgencia -dijo Egbert-. Cuando una nutria se ceba en estas cosas, ya no para.
-A lo mejor se vaya a otra parte ahora que no quedan más gallinas -insinuó Amanda.
-Se diría que quieres proteger a esa alimaña -dijo Egbert.
-El arroyo ha estado muy seco últimamente -objetó Amanda-. No parece muy deportivo cazar un animal cuando tiene tan poca oportunidad de refugiarse.
-¡Por Dios! -estalló Egbert-. No estoy hablando de deporte. Quiero exterminar a ese animal tan pronto como sea posible.
La propia oposición de Amanda se atenuó cuando, a la hora del servicio religioso del domingo siguiente, la nutria se abrió paso hasta la casa, hurtó medio salmón de la despensa y dejó un ripio de escamas sobre la alfombra persa del estudio de Egbert.
-Dentro de poco la tendremos escondida debajo de las camas, ruñéndonos los pies a pedacitos -dijo Egbert.
Y por lo que sabía Amanda de esa nutria en particular, la posibilidad no era muy remota.
La víspera del día fijado para la cacería, Amanda se paseó a solas durante una hora por las orillas del arroyo, haciendo lo que se imaginaba eran ruidos de jauría. Quienes oyeron su actuación supusieron caritativamente que practicaba imitaciones de sonidos de corral para la venidera feria del pueblo.
Su amiga y vecina Aurora Burret se encargó de llevarle noticias sobre la jornada venatoria.
-Es una lástima que no hayas salido; el día estuvo muy productivo. La encontramos de inmediato, en el charco del fondo del jardín.
-Y... ¿la mataron? -preguntó Amanda.
-¡Cómo no! Una espléndida hembra. Le dio un feo mordisco a tu marido mientras trataba de agarrarla por la cola. ¡Pobre animal! Me compadecí mucho de ella. ¡Tenía una mirada tan humana en los ojos cuando la mataron! Dirás que soy una tonta, pero, ¿sabes a quién me recordó esa mirada? Pero, querida, ¿qué te pasa?
Cuando Amanda se hubo recobrado algo de la postración nerviosa, Egbert la llevó a curarse al valle del Nilo. El cambio de horizontes trajo pronto la deseada recuperación de la salud y el equilibrio mental. Las escapadas de una nutria aventurera en busca de un cambio de régimen alimenticio fueron vistas en la correcta perspectiva. El temperamento normalmente plácido de Amanda se reafirmó. Ni siquiera el temporal de clamorosas maldiciones que venían del camarín de su esposo, en la voz de su esposo, pero muy alejadas de su vocabulario de costumbre, pudieron perturbar su calma mientras se acicalaba pausadamente una tarde en un hotel del Cairo.
-¿Qué sucede? ¿Qué pasó? -preguntó, entre divertida e intrigada.
-¡El animalito me tiró todas las camisas limpias en la tina! ¡Espera a que te agarre, so... i
-¿Qué animalito? -preguntó Amanda, reprimiendo las ganas de reír.
¡El lenguaje de Egbert era tan irremediablemente inadecuado para expresar sus sentimientos de indignación!
-Un morenito egipcio casi en cueros -farfulló Egbert.
Y ahora Amanda está gravemente enferma.


LOS LOBOS DE CERNOGRATZ




-¿Y no hay viejas leyendas vinculadas al castillo? -preguntó Conrad a su hermana.
A pesar de ser un próspero comerciante de Hamburgo, Conrad era el único miembro de carácter poético de una familia eminentemente práctica.
La baronesa Gruebel alzó sus abultados hombros.
-En estos viejos sitios no faltan las leyendas. Son fáciles de inventar y no cuestan nada. En el caso presente, dicen que cuando alguien muere en el castillo todos los perros de la aldea y las fieras del bosque aúllan la noche entera. No sería agradable escucharlo, ¿verdad?
-Sería misterioso y romántico -dijo el comerciante de Hamburgo.
-De todos modos no es verdad -dijo la baronesa, llena de complacencia-. Desde que adquirimos el lugar hemos podido comprobar que nada de eso ocurre. Cuando mi buena suegra murió en la pasada primavera todos prestamos atención, pero no hubo aullidos. Se trata simplemente de un cuento que le imprime dignidad al lugar sin costo alguno.
-La leyenda no es como usted la ha contado -dijo Amalie, la vieja y peliblanca institutriz.
Todos volvieron hacia ella la cabeza, llenos de asombro. De costumbre se sentaba a la mesa en silencio, compuesta y apartada, sin hablar nunca, a menos que alguien le dirigiera la palabra; y eran pocos los que se tomaban la molestia de entablar conversación con ella. Hoy la invadía una locuacidad insólita. Siguió hablando, con voz rápida y excitada, mirando al frente y al parecer sin dirigirse a nadie en particular.
-Los aullidos no se escuchan cuando alguien muere en el castillo. Sólo cuando alguien de la familia Cernogratz moría aquí los lobos venían de lejos y de cerca y se ponían a aullar en la linde del bosque justo antes de la hora final. Únicamente unos cuantos lobos tenían sus guaridas por estos lados, pero en aquellas ocasiones los guardabosques decían que se contaban por montones, deslizándose en la oscuridad y aullando en coro. Y entonces los perros del castillo, la aldea y las granjas de los alrededores empezaban a ladrar y aullar de miedo y rabia contra el coro de los lobos; y cuando el alma del moribundo abandonaba el cuerpo se escuchaba el estrépito de un árbol que caía en el parque. Eso es lo que pasaba cuando moría un Cernogratz en el castillo de sus ancestros. ¡Pero si un forastero muere aquí, es claro que ningún lobo va a aullar y ningún árbol se va a desplomar! ¡Ah, eso no!
Había un dejo desafiante, casi despreciativo, en estas últimas palabras. La bien alimentada y demasiado bien vestida baronesa le clavó una mirada colérica a esa anciana anticuada que se había atrevido a abandonar la apropiada y usual posición de humildad para hablar con tanto irrespeto.
-Todo indica que está muy enterada de las leyendas de los Cernogratz, Fräulein Schmidt -dijo incisivamente-. No sabía que las historias familiares se contaban entre las materias que se supone usted domina.
La respuesta a este sarcasmo fue todavía más inesperada y asombrosa que el arrebato verbal que lo había motivado.
-Soy una Cernogratz -dijo la vieja-; y por eso conozco la historia familiar.
-¿Usted, una Cernogratz? ¡Usted! -sonó el coro incrédulo.
-Cuando nos arruinamos -explicó ella- y tuve que salir a dar clases particulares, cambié de apellido. Me pareció más apropiado. Pero mi abuelo basó gran parte de su infancia en este castillo y mi padre solía contarme muchas historias acerca del lugar; y, como es lógico, me aprendí todas las historias y leyendas familiares. Cuando a una sólo le quedan los recuerdos, los guarda y desempolva con especial cuidado. Poco me imaginaba, cuando entré a trabajar con ustedes, que algún día me traerían a la antigua residencia familiar. Casi desearía que hubiera sido a otra parte.
Reinó el silencio cuando dejó de hablar, hasta que la baronesa desvió la conversación a un tópico menos embarazoso que el de las historias familiares. Pero más tarde, cuando la vieja institutriz se hubo retirado sigilosamente a sus quehaceres, se armó una algarabía de burlas y escarnios.
-¡Qué impertinencia! -bramó el barón, dejando que sus ojos saltones asumieran una expresión de escándalo-. ¡Imagínense, esa mujer hablando así en nuestra mesa! No le faltó sino decirnos que no éramos nadie. Y no le creo ni una palabra. Es una Schmidt y nada más. Seguro estuvo hablando con algún campesino sobre la antigua familia Cernogratz y se apropió de su historia y sus leyendas.
-Quiere darse importancia -dijo la baronesa-. Sabe que dentro de poco habrá pasado la edad para trabajar y se quiere ganar nuestra simpatía. ¡Su abuelo, ya lo creo!
La baronesa también tenía sus abuelos, pero nunca jamás se jactaba de ellos.
-A que su abuelo era ayudante de despensa o algo así en el castillo -se burló el barón-. Esa parte del cuento puede ser verdadera.
El comerciante de Hamburgo no dijo nada; había visto lágrimas en los ojos de la anciana cuando hablaba de guardar los recuerdos... o quizás, por ser tan imaginativo, creyó haberlas visto.
-Le voy a dar aviso de despido apenas terminen las fiestas de Año Nuevo -dijo la baronesa- Hasta entonces voy a estar demasiado atareada para arreglármelas sin ella.
Pero de todos modos tuvo que arreglárselas sin ella, pues con el frío penetrante que empezó a hacer después de Navidad la vieja institutriz cayó enferma y tuvo que guardar cama.
-¡Qué provocación! -dijo la baronesa, mientras sus huéspedes se calentaban a la lumbre del hogar en una de las últimas tardes del año que moría-. En todo el tiempo que ha estado con nosotros no recuerdo que nunca haya estado gravemente enferma; quiero decir, demasiado enferma para cumplir con su trabajo. Y ahora que tengo la casa llena y podría servirme de tantas maneras, corre a caer postrada. La compadezco, desde luego. Se ve mermada y decaída, pero de todas formas la cosa es sumamente molesta.
-Muy molesta -convino la mujer del banquero, llena de comprensión-. Es el frío intenso, me figuro. Acaba con los viejos. Y este año ha estado extraordinariamente frío.
-Las heladas de diciembre han sido las más fuertes en muchos años -dijo el barón.
-Y ella ya está muy vieja -dijo la baronesa-. Ojalá la hubiera despedido hace unas semanas; así se habría marchado antes de que le sucediera esto. ¡Eh, Wappi! ¿Qué te pasa?
El perrito faldero había saltado de repente de su cojín y se había metido, en un solo temblor, bajo el sofá. En ese mismo instante los perros del castillo rompieron a ladrar llenos de furia, y a lo lejos se oyeron los ladridos de otros perros.
-¿Qué será lo que inquieta a esos animales? -preguntó el barón.
Y entonces los humanos prestaron atención y captaron el sonido que suscitaba en los perros tales muestras de rabia y temor: un prolongado y quejumbroso aullido que subía y bajaba, de modo que ahora parecía provenir de leguas de distancia y ahora se arrastraba a través de la nieve y parecía brotar al pie de los muros del castillo. La fría y famélica miseria de un mundo congelado, la implacable voracidad de la naturaleza, en combinación con otras melodías desoladas e imposibles de definir, parecían concentrarse en aquel grito lastimero.
-¡Lobos! -exclamó el barón.
La música se avivó en un violento estallido que parecía venir de todas partes.
-Cientos de lobos -dijo el comerciante de Hamburgo, que era un hombre de poderosa imaginación.
Movida por un impulso que no habría sido capaz de explicar, la baronesa dejó a sus invitados y fue hasta la estrecha y triste habitación en donde la vieja institutriz yacía contemplando el paso de las horas del año que moría. Aunque el frío de la noche invernal era cortante, la ventana estaba abierta. Con una exclamación de escándalo a flor de labios, la baronesa corrió a cerrarla.
-Déjela abierta -dijo la anciana, con una voz que, pese a su debilidad, tenía un tono autoritario que la baronesa jamás había oído salir de su boca.
-¡Pero se va a morir de frío! -protestó.
-De todos modos me estoy muriendo -dijo aquella voz-; y deseo escuchar la música que hacen. Han venido de todas partes a cantar la música funeral de mi familia. Es bello que hayan venido. Soy la última Cernogratz que morirá en nuestro viejo castillo y ellos han venido a cantarme. ¡Escuche qué tan recio llaman!
El grito de los lobos se elevaba en el aire estancado del invierno y flotaba alrededor de las murallas con lamentos sostenidos y desgarradores. La anciana descansaba en el lecho, el rostro iluminado por una mirada de felicidad por mucho tiempo postergada.
-Váyase -le dijo a la baronesa-. Ya no estoy sola. Soy parte de una antigua y noble familia...
-Creo que está agonizando -dijo la baronesa cuando volvió a reunirse con sus huéspedes-. Creo que lo mejor sería mandar por un doctor. ¡Y esos horribles aullidos! ¡Ni por mucho dinero me dejaría cantar esa música fúnebre!
-Esa música no se compra con ninguna cantidad de dinero -dijo Conrad.
-¡Escuchen! ¿Qué es ese otro sonido? -preguntó el barón cuando se oyó el ruido de algo que se partía y desplomaba.
Era un árbol que caía en el parque.
Hubo un momento de silencio forzado, hasta que habló la esposa del banquero.
-Es el frío intenso lo que parte los árboles. Y también fue el frío lo que trajo tal cantidad de lobos. Desde hacía muchos años no teníamos un invierno tan frío.
La baronesa se apresuró a convenir en que el frío era la causa de esas cosas. Y fue también el frío de la ventana abierta lo que causó el ataque cardíaco que hizo innecesarios los servicios del doctor para la vieja Fräulein. Pero el aviso de prensa quedó muy lucido:
El día 29 de diciembre, en Schloss Cernogratz, falleció Amalie von Cernogratz, durante muchos años dilecta amiga del barón y la baronesa Gruebel.


LA MÚSICA DEL MONTE




Sylvia Seltoun tomaba el desayuno en el comedor auxiliar de Yessney invadida por un agradable sentimiento de victoria final, similar al que se habría permitido un celoso soldado de Cromwell al otro día de la batalla de Worcester. Era muy poco belicosa por temperamento, pero pertenecía a esa más afortunada clase de combatientes que son belicosos por las circunstancias. El destino había querido que ocupara su vida en una serie de batallas menores, por lo general estando ella en leve desventaja; y por lo general se las había arreglado para salir triunfante por un pelo. Y ahora sentía que había conducido la más dura y de seguro la más importante de sus luchas a un feliz desenlace. Haberse casado con Mortimer Seltoun -el Muerto Mortimer, como lo apodaban sus enemigos íntimos-, enfrentando la fría hostilidad de su familia y a pesar de la sincera indiferencia que sentía él por las mujeres, era en verdad un triunfo cuyo logro había requerido bastante destreza y decisión. El día anterior había rematado esta victoria arrancando por fin a su marido de la ciudad y balnearios satélites, e "instalándolo", según el léxico de las de su clase, en la presente casa solariega, una apartada y boscosa heredad de los Seltoun.
-Jamás conseguirás que Mortimer vaya -le había dicho la suegra en tono capcioso-; pero si va una vez, allá se queda. Yessney ejerce sobre él un hechizo casi tan fuerte como el de la ciudad. Una puede entender qué lo ata a la ciudad; pero Yessney...
Y la viuda se había encogido de hombros.
En la naturaleza que rodeaba a Yessney había algo sombrío, algo casi salvaje que de seguro no sería atractivo para un gusto citadino; y Sylvia, a pesar de su nombre, no estaba acostumbrada a nada más silvestre que el "frondoso Kensington". Consideraba que el campo era óptimo y saludable a su manera, pero propenso a volverse fastidioso si se le daba demasiada cuerda. La desconfianza de la vida urbana era algo nuevo en ella, nacida de su matrimonio con Mortimer; y había contemplado satisfecha el paulatino apagamiento de lo que ella llamaba "la mirada de la calle Jermyn" en los ojos de él, a medida que los bosques y brezales de Yessney los fueron envolviendo aquella víspera. Su fuerza de voluntad y su estrategia habían prevalecido: Mortimer iba a quedarse allí.
Tras las ventanas del comedor arrancaba un declive triangular y cubierto de pasto que la gente indulgente llamaría "prado"; y al otro extremo, tras un seto de fucsias, una falda más empinada y llena de brezos y helechos descendía hasta unas cavernosas cañadas donde cundían los robles y los tejos. En aquel territorio agreste y despejado parecía latir una secreta alianza entre la alegría de vivir y el terror de cosas nunca vistas. Sylvia esbozó una sonrisa complaciente al contemplar el paisaje con una apreciación de escuela de artes; pero de pronto tuvo que reprimir un escalofrío.
-Es muy agreste -le dijo a Mortimer, que se le había unido-. Casi podría pensarse que en un lugar así el culto a Pan no se habría extinguido por completo.
-El culto a Pan nunca se ha extinguido -dijo Mortimer-. Otros dioses más nuevos han apartado de tiempo en tiempo a sus devotos, pero él es el dios de la naturaleza, a quien por fin todos habrán de regresar. Ha sido llamado "Padre de todos los dioses", pero la mayoría de sus hijos han nacido muertos.
Sylvia era religiosa de una manera honesta y vagamente piadosa; no le gustaba oír hablar de sus creencias como si fueran meras coletillas, pero al menos era una prometedora novedad oír hablar de cualquier tema al Muerto Mortimer con tanta energía y convicción.
-¿No creerás de verdad en Pan? -le preguntó, incrédula.
-He sido un tonto en casi todo -dijo Mortimer con calma-, pero no lo soy tanto como para no creer en Pan cuando estoy por acá. Y si eres sensata, no debes jactarte demasiado de tu incredulidad mientras estés en estas tierras.
Sólo pasada una semana, cuando hubo agotado los encantos de los paseos por los bosques alrededor de Yessney, se atrevió Sylvia a dar una vuelta de inspección a los edificios de la finca. Cuando pensaba en el corral de una granja se imaginaba una escena de alegre trajín, con vasijas de batir mantequilla, máquinas trilladoras y sonrientes lecheras, y tiros de caballos que bebían hundidos hasta las rodillas en estanques repletos de patos. Al pasearse entre los sombríos y grises edificios de la granja de Yessney, su primera impresión fue la de una aplastante quietud y abandono, como si hubiera dado con una heredad desierta, entregada hace tiempo a los búhos y las telarañas; y después presintió algo así como el acecho de una furtiva hostilidad, la misma sombra de cosas nunca vistas que parecía agazaparse en las boscosas cañadas y entre los matorrales. Del otro lado de las gruesas puertas y ventanas cerradas le llegaba el inquieto pisoteo de unos cascos o el chirrido de un cabestro metálico, y a veces el bramido amortiguado de una res encerrada. Desde una esquina lejana un perro astroso la miraba fijamente con ojos enemigos; al acercarse ella, se escabulló en silencio a su perrera; y volvió a salir con el mismo sigilo cuando pasó de largo. Unas cuantas gallinas que escarbaban al pie de un almiar escaparon por debajo de un portillo a su llegada. Sylvia tenía la sensación de que si se hubiera topado con algún ser humano en esas soledades de graneros y establos, éste habría volado como un espectro ante sus ojos. Por fin, al doblar rápidamente una esquina, dio con un ser viviente que no huyó de ella. Tendida en un lodazal había una enorme cerda cuyo portentoso volumen sobrepasaba los más disparatados cálculos de robustez porcina que hubiera hecho aquella ciudadana, y que al punto se dispuso a sentirse agraviada y si era necesario a repeler la inusual intrusión. Le llegó el turno a Sylvia de batirse en discreta retirada. Mientras se abría paso entre almiares y establos y largos muros blancos, se vio sobresaltada de repente por un sonido extraño: el eco de una risa infantil, una voz argentina y ambigua. A Jan, el único niño empleado de la granja, un patán pelirrubio y de rostro marchito, podía divisarlo trabajando en un sembrado de papas, a media loma de la colina más cercana; y Mortimer, cuando lo interrogó al respecto, dijo no saber de otro probable o posible sospechoso de la broma anónima que le habían jugado mientras retrocedía. El recuerdo de aquel eco imposible de ubicar se sumó a sus otras sensaciones de que "algo" furtivo y siniestro merodeaba alrededor de Yessney.
A Mortimer lo veía muy poco. La granja, los bosques y los arroyos donde pescaba truchas parecían tragárselo desde la madrugada hasta el ocaso. En una ocasión, siguiendo el rumbo que le había visto tomar esa mañana, Sylvia llegó a un claro en un nogueral, cerrado más allá por unos tejos inmensos, en cuyo centro se levantaba un pedestal de piedra coronado por una estatuilla de bronce de Pan joven. Era una pieza de bella factura, pero lo que atrajo principalmente su atención fue el hecho de que le habían puesto a los pies la ofrenda de un racimo de uvas recién cortado. Las uvas no abundaban en la granja, así que Sylvia arrebató pon rabia el racimo del pedestal. Un desdeñoso enfado dominó sus pensamientos mientras se paseaba sin darse prisa hacia la casa, pero más adelante dio paso a una aguda sensación de algo muy parecido al miedo: a través de unos tupidos matorrales, la cara ceñuda de un muchacho, tostada y bella, la miraba con ojos indeciblemente malos. El sendero era poco frecuentado (si a eso vamos, todos los senderos alrededor de Yessney eran poco frecuentados), y ella echó a andar a toda prisa, sin detenerse a escrutar más de cerca aquella repentina aparición. Sólo cuando hubo llegado a la casa descubrió que en la huida había dejado caer el racimo de uvas.
-Hoy vi a un joven en el bosque -le contó a Mortimer esa noche-, de piel tostada y bastante guapo, pero con facha de bribón. Un muchacho gitano, me imagino.
-Es una teoría razonable -dijo Mortimer-; sólo que ahora no hay gitanos por estos lados.
-Entonces, ¿quién era? -preguntó Sylvia.
Y como Mortimer no parecía tener una teoría propia, ella pasó a referirle el descubrimiento de la ofrenda votiva.
-Supongo que fue cosa tuya -observó ella-. Es una chifladura inofensiva, pero la gente va a pensar que eres un tonto de remate si se enterara.
-¿Y no metiste la mano en eso? -preguntó Mortimer.
-Yo... tiré las uvas lejos. Todo me pareció tan tonto -dijo Sylvia, mientras buscaba en la cara impasible de Mortimer algún signo de enfado.
-No creo que haya sido muy sensato de tu parte -dijo él, pensativo-. He oído decir que los dioses silvanos son bastante terribles con quienes los enojan.
-Tal vez terribles con quienes creen en ellos; pero, ya ves, yo no -replicó Sylvia.
-A pesar de todo -dijo Mortimer, con ese tono suyo parejo y desapasionado-, yo en tu caso me mantendría lejos de los bosques y huertos y no me arrimaría a los animales cornudos de la granja.
Todo aquello era absurdo, por supuesto, pero en aquel sitio solitario y boscoso el absurdo parecía capaz de engendrar una suerte de inquietud espuria.
-Mortimer-dijo de pronto Sylvia-, creo que muy pronto vamos a regresar a la ciudad.
Su victoria no había sido tan completa como se había imaginado: la había llevado a un terreno que ahora estaba ansiosa por dejar.
-No creo que alguna vez vuelvas a la ciudad -dijo Mortimer.
Parecía parafrasear el vaticinio de su madre respecto a él.
A la tarde siguiente Sylvia notó con desagrado y cierto desprecio de sí misma que el rumbo que imprimió a su paseo esquivaba claramente la maraña de bosques. En cuanto al ganado cornudo, la advertencia de Mortimer no fue muy necesaria, ya que ella siempre había considerado que estas bestias eran, cuando mucho, dudosamente neutrales. Su imaginación desvirtuaba el sexo de las más matroniles vacas lecheras y las volvía toros expuestos a "ver rojo" en cualquier momento. Al carnero que pastaba en el angosto prado más abajo del huerto lo había declarado, tras un largo y cauteloso período de prueba, de temperamento manso; hoy, no obstante, omitió examinar su mansedumbre, puesto que el apacible bruto iba de un lado a otro del corral mostrando claras señas de inquietud. De la profundidad de un matorral cercano venía un silbido grave y caprichoso, como el de una flauta de caña, y parecía haber como una conexión sutil entre el rondar arisco del carnero y la silvestre música del monte. Sylvia tomó un rumbo ascendente y escaló las cuestas revestidas de brezos, que se extendían en ondulantes promontorios hasta mucho más arriba de Yessney. Había dejado atrás las notas aflautadas, pero desde las boscosas cañadas de abajo el viento le traía otra clase de música: los latidos destemplados de unos perros en plena cacería. Yessney quedaba justo en el borde del distrito de Devon y Somerset, y los ciervos acosados a veces venían por aquellos parajes. Sylvia no tardó en divisar un cuerpo oscuro que subía laboriosamente colina tras colina y que una y otra vez se hundía, perdiéndose de vista, a medida que cruzaba las cañadas, mientras tras él crecía parejo el implacable coro; y se puso tensa, llena de esa excitada conmiseración que se siente por cualquier criatura perseguida en cuya captura no se está directamente interesado. Y el animal por fin se abrió paso entre la última maraña de robles esmirriados y de helechos, y se plantó, jadeante, al descubierto. Era un ciervo robusto y dotado de una poderosa cornamenta. Lo obvio sería que bajase a las marismas de Undercombe y desde allí se dirigiera al refugio preferido de los ciervos rojos, el océano. Para sorpresa de Sylvia, sin embargo, volvió la cabeza cuesta arriba y empezó a trepar penosa pero resueltamente a través de los brezos. "Será espantoso -pensó ella-. Los perros lo van a derribar ante mis propios ojos." Pero por un momento la música de la jauría pareció ir extinguiéndose, y en su lugar volvió a escuchar el silbido caprichoso, que se elevaba ya de este lado, ya del otro, como alentando al extenuado ciervo para que hiciera el último esfuerzo. Sylvia estaba bastante apartada de su derrotero, medio escondida en un tupido matorral de arándanos, y lo veía saltar con brío loma arriba, los costados renegridos de sudor y las cerdas del cuello luciendo claras por contraste. La música de flauta chilló de súbito a su alrededor, como salida de los arbustos que había a sus propios pies; y en el mismo momento el enorme cuadrúpedo dio un viraje y embistió contra ella. En un instante la lástima que sentía por la bestia acosada se convirtió en el pavor salvaje de saberse en peligro. Las tupidas raíces de los brezos frustraron su atropellada brega por huir; y miró hacia abajo, tratando desesperadamente de avistar la llegada de los perros. Las enormes puntas de los cuernos ya estaban a pocos metros de ella, y en un petrificante fogonazo de pavor recordó la advertencia de Mortimer de que se cuidara de animales cornudos en la granja. Y entonces, con un violento latido de alegría, descubrió que no estaba sola: a pocos pasos había una figura humana, hundida hasta las rodillas en las matas de arándano.
-¡Espántelo! -gritó ella.
Pero la figura no hizo ningún ademán de respuesta.
Las astas le apuntaban recto al pecho, el acre olor del animal llenaba sus narices, pero tenía los ojos llenos del pavor de algo que había visto, distinto al de la muerte venidera. Y en sus oídos repercutía el eco de la risa de un muchacho, argentina y ambigua.


EL CUENTISTA




Era una tarde calurosa, en el vagón del tren pacía el correspondiente bochorno y la próxima parada sería en Templecombe, a casi una hora de camino. Los ocupantes del coche eran una niñita, otra todavía más pequeña y un niño. Una tía, propiedad de estos niños, ocupaba un puesto de esquina; y en el otro extremo, al frente, había un solterón ajeno al grupo. Pero lo cierto es que las niñitas y el niño ocupaban rotundamente aquel compartimiento. Tanto la tía como los niños eran locuaces de una manera limitada e insistente, que hacía recordar las cortesías de una mosca que se rehúsa a ser disuadida. La mayoría de las observaciones de la tía parecían comenzar con un “¡No!”, y casi todas las de los niños con un “¿Por qué?”. El solterón no decía nada en voz alta.
-¡No, Cyril, no! -exclamó la tía, al ver que el niño empezaba a dar palmadas a los cojines del asiento, levantando una nube de polvo a cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -agregó.
El niño se acercó con desgano a la ventanilla.
-¿Por qué están sacando las ovejas de ese campo? -preguntó.
-Me imagino que las llevan a otro con más hierba -dijo la tía, no muy convincente.
-¡Pero si hay montones de hierba en ese campo! -protestó el niño-. Allá no hay nada más que hierba. Tía, ¡hay montones de hierba en ese campo!
-Tal vez la del otro sea mejor -sugirió la tía, tontamente.
-¿Por qué es mejor? -fue la instantánea e inevitable pregunta.
-¡Oh, mira las vacas! -exclamó la tía.
En casi todos los campos a lo largo de la carrilera había vacas o novillos, pero había hablado como si señalara una rareza.
-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -insistió Cyril.
El ceño fruncido del solterón empezó a volverse mirada amenazante. "Un tipo duro y antipático", juzgó la tía para sí. En cuanto a ella, era totalmente incapaz de alcanzar una conclusión satisfactoria acerca de la hierba del otro campo.
La más pequeña de las niñas creó una distracción cuando empezó a cantar On the road to Mandalay. Tan sólo se sabía el primer verso, pero daba a aquel conocimiento limitado el más amplio uso posible. Lo repetía una y otra vez, con voz soñolienta pero resuelta y muy audible. Al solterón se le hizo como si alguien hubiera apostado con ella a que no era capaz de repetir dos mil veces ese verso en voz alta y sin parar. Quienquiera que hubiera hecho la apuesta corría el riesgo de perderla.
-Vengan acá y escuchen este cuento -dijo la tía, cuando el solterón le hubo clavado la mirada dos veces a ella y una vez al cordón de alarma.
Los niños se arrimaron apáticos al extremo que ocupaba la tía en el vagón. Era claro que no tenían muy en alto su reputación de narradora.
En voz baja y confidencial, interrumpida a ratos por las sonoras e impertinentes preguntas de sus escuchas, empezó un cuento tímido y deplorablemente insípido sobre una niñita buena que hacía amistad con todo el mundo debido a su bondad y que al final fue rescatada del ataque de un toro enfurecido por un grupo de personas que admiraban sus dotes morales.
-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -inquirió la mayor de las niñas.
Esa era precisamente la pregunta que el solterón habría querido formularle.
-Bueno, sí -admitió la tía, no muy persuasiva-; pero no creo que hubieran corrido tan rápido a ayudarla si no les hubiera agradado tanto.
-Es el cuento más estúpido que he oído en mi ¿vida -dijo la niñita mayor, con absoluta convicción.
-No le puse atención después del principio, de lo estúpido que era -dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario pobre el cuento, pero hacía rato había iniciado una repetición susurrada del verso preferido.
-No parece tener mucho éxito contando cuentos -dijo de pronto el solterón desde su esquina.
La tía se erizó de inmediato, a la defensiva contra este ataque inesperado.
-Es muy difícil inventar historias que los niños puedan entender y apreciar al mismo tiempo -dijo, con tiesura.
-No estoy de acuerdo -replicó el solterón.
-Quizás a usted le gustaría contarles uno -le contestó la tía.
-Cuéntenos un cuento -exigió la mayor de las niñas.
-Érase una vez -comenzó el solterón- una niñita llamada Bertha, extraordinariamente buena.
El interés de los niños, que se había despertado por un momento, se vino al suelo de inmediato. Todos los cuentos eran terriblemente parecidos, sin importar quién los contara.
-Hacía todo lo que le ordenaban, siempre decía la verdad, mantenía limpia la ropa que llevaba, comía postres de leche como si fueran tartas de mermelada, se aprendía las lecciones a la perfección y tenía buenos modales.
-¿Era bonita? -preguntó la niña mayor.
-No tanto como ustedes -dijo el solterón-; pero era horriblemente buena.
Hubo una reacción general a favor del cuento. La palabra horrible conectada a la palabra buena era una novedad loable de por sí. Parecía haber en ello un dejo de verdad, ausente en los cuentos infantiles que la tía inventaba.
-Era tan buena -prosiguió el solterón-, que ganó varias medallas a la bondad que a todas horas llevaba prendidas al vestido. Llevaba una a la obediencia, otra a la puntualidad y una tercera al buen comportamiento. Eran unos medallones de metal que producían un tintineo cuando entrechocaban al andar la niñita. Ningún otro niño del pueblo donde vivía tenía tres medallas, así que todo el mundo sabía que tenía que ser una niña extraordinariamente buena.
-Horriblemente buena -corrigió Cyril.
-Todo el mundo hablaba de lo buena que era, hasta que su fama llegó a oídos del príncipe de aquel país, quien dijo que, puesto que era tan buena, tendría permiso de pasearse una vez por semana por su parque, que quedaba en las afueras de la población. Era un hermoso parque y no se permitía jamás la entrada de ningún niño, de modo que era un gran honor para Bertha tener permiso de entrar allí.
-¿Había ovejas en el parque? -preguntó Cyril.
-No -dijo el solterón-, no había ovejas.
-¿Y por qué no? -fue la inevitable pregunta suscitada por aquella respuesta.
La tía se dio el gusto de esbozar una sonrisa que casi era una mueca.
-No había ovejas en el parque -dijo el solterón- porque la madre del príncipe había soñado una pez que a su hijo lo iba a matar una oveja, o un reloj que le caería encima. Por esa razón el príncipe no tenía ni una oveja en su parque ni un reloj en su palacio.
La tía reprimió un resuello de admiración.
-¿Y al príncipe sí lo mató una oveja o un reloj? -preguntó Cyril.
-Sigue vivo, así que no sabemos si el sueño se va a cumplir -dijo el solterón sin inmutarse-. En todo paso, no había ovejas en el parque pero había montones de cerditos que corrían por todos lados.
-¿De qué color eran?
-Negros con caras blancas, blancos con manchas negras, negros del todo, blancos con motas grises y algunos blancos por completo.
El narrador hizo una pausa para dejar que la imaginación de los pequeños se formara una idea de los tesoros de aquel parque, y luego prosiguió:
-Bertha se llevó una decepción al descubrir que no había flores en el parque. Les había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no cortaría ninguna de las flores del amable príncipe, y tenia la intención de cumplir su promesa, así que por supuesto se sintió como una tonta al encontrarse con que no había flores que cortar.
-¿Por qué no había flores?
-Porque los cerditos se las habían comido todas -dijo enseguida el solterón-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no se podía tener juntos flores y cerditos, así que él decidió tener los cerdos y quedarse sin flores.
Sonó un murmullo de aprobación por el excelente criterio del príncipe. Era mucha la gente que habría decidido lo contrario.
-Había muchas otras cosas encantadoras en el parque. Había estanques con pececitos verdes, azules y dorados, y árboles con lindas loras que respondían cosas graciosas en un santiamén, y colibríes que al zumbar tocaban las tonadas más populares del momento. Bertha iba de un lado para otro y se divertía como loca, mientras pensaba: "Si yo no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este hermoso parque a disfrutar de todo lo que hay para ver aquí", y con sus pasos las tres medallas tintineaban al entrechocar y le ayudaban a recordar lo muy buena que era en realidad. En ese preciso instante un lobo enorme se escabulló en el parque, a ver si podía atrapar un gordo chanchito para la cena.
-¿De qué color era? -preguntaron los niños, habiéndose avivado de inmediato su interés.
-Todo café, con una lengua negra y ojos grises claros que soltaban destellos de una crueldad atroz. Lo primero que vio allí fue a Bertha. Su delantal era tan inmaculadamente blanco que se podía divisar desde muy lejos. Bertha vio al lobo y vio que se arrastraba hacia ella, y empezó a desear que jamás le hubieran permitido entrar a ese parque. Echó a correr tan rápido como pudo y el lobo la persiguió dando saltos enormes. Ella alcanzó a llegar a un matorral de mirtos y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo empezó a olfatear las ramas, con la lengua negra colgándole del hocico y los ojos grises relumbrando de furia. Bertha estaba asustadísima, y pensó para sí: "Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena, en este momento estaría a salvo en el pueblo". Con todo, el olor de los mirtos era tan fuerte que el lobo no podía detectar dónde se escondía Bertha, y los arbustos eran tan tupidos que se habría podido quedar rondándolos durante mucho tiempo sin descubrirla, así que decidió más bien salir en busca de un cerdito. Bertha se puso a temblar mucho cuando sintió que el lobo olía y resollaba tan cerquita de ella; y al temblar hizo que la medalla de obediencia chocara con las de buena conducta y puntualidad. El lobo estaba a punto de marcharse cuando oyó el tintineo de las medallas, y aguzó las orejas. Volvieron a sonar en un arbusto junto a él. De un salto se metió al arbusto, con los ojos grises brillantes de crueldad y de victoria. Arrastró a Bertha afuera y se la devoró hasta el último bocado. Solo quedaron los zapatos, pedacitos de ropa y las tres medallas ganadas por ser buena.
-¿Y mató algún cerdito?
-No, todos escaparon.
-El cuento empezó mal -dijo la menor de las niñas-, pero el final fue lindo.
-Es el cuento más lindo que he oído -sentenció la mayorcita, con suma decisión.
-Es el único cuento bonito que he oído -dijo Cyril.
La tía emitió una opinión disconforme:
-¡Qué cuento más impropio para contarles a los niños! Usted acaba de minar los resultados de años de enseñanza cuidadosa.
-Sea como fuere -dijo el solterón, mientras recogía sus pertenencias antes de abandonar el coche-, los tuve quietos durante diez minutos, lo cual es más de lo que usted pudo.
"¡Pobre mujer! -se dijo para sí mientras recorría el andén de la estación de Templecombe-. Durante los próximos seis meses esos niños la van a abochornar en público pidiéndole que les cuente un cuento impropio."


LA TELARAÑA                                                     
La cocina de la granja quizás estaba donde estaba por azar o accidente. Sin embargo, la ubicación bien podía haber sido proyectada por un experto estratega en arquitectura campesina. La lechería, el corral, el huerto y los demás lugares de trajín de la granja parecían tener fácil acceso a aquel refugio con piso de anchas losas, en donde había espacio para todo y en donde un par de botas embarradas dejaban huellas fáciles de barrer. Y aún así, a pesar de lo bien emplazada que estaba en el centro del tráfago humano, su única ventana, larga, enrejada, con un amplio asiento empotrado y enmarcada en un alféizar más allá de la enorme chimenea, dominaba un dilatado paisaje silvestre de colinas, brezales y boscosas cañadas. El hueco de la ventana era casi un cuartico de por sí, en realidad el más agradable de la granja en cuanto a situación y posibilidades. La joven señora Ladbruk, cuyo marido acababa de recibir la granja por herencia, había puesto los ojos en el cálido rinconcito; y los dedos le picaban por volverlo claro y acogedor con cortinas de zaraza, vasos llenos de flores y una repisa o dos con viejos platos de porcelana. La mohosa sala de la casa, que daba a un jardín adusto, melancólico y encerrado por tapias lisas y altas, no era un cuarto que se prestara con facilidad para el confort o la decoración.
-Cuando estemos más instalados voy a hacer maravillas en la cocina para que sea habitable -decía la joven mujer a las contadas visitas.
En aquellas palabras había un deseo callado, un deseo que además de callado era inconfesable. Emma Ladbruk era la señora de la granja. Junto con su marido podía tener derecho a opinar y hasta cierto punto a decidir en la conducción de sus asuntos. Pero no era la señora de la cocina.
En un estante de un viejo aparador, en compañía de salseras desportilladas, jarras de peltre, ralladores de queso y facturas pagadas, descansaba una raída biblia que tenía anotado en la portada el desteñido registro de un bautismo fechado noventa y cuatro años atrás. "Martha Crale" rezaba el nombre escrito en la página amarillenta. Y la amarillenta y arrugada anciana que rengueaba y hablaba entre dientes por toda la cocina, parecida a una hoja marchita que los vientos de invierno siguen soplando de un lado para otro, alguna vez había sido Martha Crale. Durante setenta y pico de años había sido Martha Mountjoy. Nadie podía recordar por cuántos años había andorreado de acá para allá entre el horno, el lavadero y la lechería, o salido al gallinero y al jardín, rezongando, murmurando y riñendo, pero trabajando sin parar. Emma Ladbruk, a cuyo arribo le había prestado tanta atención como a una abeja errante que entrara por la ventana en un día de verano, la miraba al principio con una especie de temerosa curiosidad. Era tan vieja y tanto hacía parte del lugar que costaba decir con precisión que fuera un ser animado. El viejo Shep, un pastor escocés de hocico blanco y miembros entumidos, cuyas horas estaban ya contadas, casi parecía más humano que aquella anciana mustia y seca. Había sido un cachorrito bulloso y juguetón, desbordante de alegría de vivir, cuando ella era ya una anciana de pasos inseguros; y ahora era un cadáver vivo y ciego, nada más, y ella todavía trabajaba con frágil tesón, todavía barría, horneaba y lavaba, traía y llevaba. Si algo había en esos sabios perros viejos que no pereciera del todo con la muerte, solía meditar Emma, cuántas generaciones de perros fantasmas debía de haber afuera en las colinas, criadas, atendidas y despedidas en la hora final por Martha en aquella cocina. Y cuántos recuerdos debía de guardar de las generaciones humanas que habían muerto en sus días. Le resultaba difícil a cualquiera, y mucho más a una extraña como Emma, hacerla hablar de los tiempos pasados. Sus palabras, chillonas y cascadas, se referían a puertas que habían dejado sin seguro, baldes extraviados, terneros a los que ya era hora de alimentar, y a las diversas faltas y omisiones que salpican la rutina de una granja. De cuando en cuando, llegada la fecha de elecciones, desempolvaba los recuerdos de los viejos nombres que libraran antaño esas contiendas. Había habido un Palmerston, muy sonado por los lados de Tiverton. Tiverton no quedaba muy lejos a vuelo de pájaro, pero para Martha era casi otro país. Después vinieron los Northcotes, los Aclands y muchos otros nuevos apellidos que había olvidado ya. Los nombres cambiaban, pero se trató siempre de liberales y conservadores, de amarillos y azules. Y siempre se pelearon a los gritos sobre quién estaba en lo correcto y quién no. Por el que más se pelearon había sido un viejo y distinguido caballero de expresión colérica... recordaba haber visto su retrato en las paredes; y en el piso también, con una manzana podrida y aplastada encima, pues en la granja se cambiaba de política de tiempo en tiempo. Martha nunca había estado de un lado o de otro; ninguno de "ellos" había beneficiado para nada a la granja. Este era su veredicto general, dictado con toda la desconfianza de una campesina por el mundo exterior.
Cuando la medio temerosa curiosidad se hubo desvanecido, Emma Ladbruk se sintió incómoda al descubrir que abrigaba otro sentimiento hacia la vieja. Ésta era una exótica tradición estancada en el lugar, era parte integral de la propia granja, era algo a la vez patético y pintoresco... pero era un soberano estorbo. Emma había llegado a la granja llena de planes de efectuar pequeñas reformas y mejoras, en parte por su adiestramiento en los métodos y procedimientos modernos, en parte por efecto de sus propias ideas y caprichos. Las reformas en la región de la cocina, de haber sido posible hacer que esos oídos sordos se mostraran dispuestos a escuchar, habrían encontrado un rechazo sumario y despectivo; y la región de la cocina abarcaba las zonas del manejo de la leche y las hortalizas, y la mitad de las faenas domésticas. Emma, que se sabía al dedillo lo último en el arte de preparar aves de corral muertas, tomaba asiento a un lado, observadora inadvertida, mientras la vieja Martha espetaba los pollos para el puesto del mercado de la misma manera que los había espetado durante casi ochenta años... por los muslos, sin tocar la pechuga. Y las mil sugerencias sobre la forma más eficaz de hacer el aseo, aligerar el trabajo y demás cosas que contribuyen a una vida sana y que la joven estaba dispuesta a impartir o llevar a la práctica, se perdían en la nada ante aquella presencia mustia, rezongona y desatenta. Sobre todo, el codiciado rinconcito de la ventana, que podía ser un lindo oasis de alegría en la sombría cocina, estaba ahora atestado con un revoltijo de cachivaches que Emma, a pesar de su toda autoridad nominal, no se habría tomado el atrevimiento o la molestia de remover. Parecían revestidos por la protección de algo similar a una telaraña humana. Definitivamente, Martha era un estorbo. Habría sido una canallada desear ver aquella vida añeja y corajuda acortada en unos miserables meses; pero a medida que pasaban los días Emma reconoció que allí estaba el deseo, por más que lo negara, agazapado en el fondo de su mente.
Sintió que la vileza de aquel deseo la invadió, junto con un remordimiento de conciencia, un día en que entró a la cocina y descubrió que las cosas no marchaban como de costumbre en aquel sitio de constante ajetreo. La vieja Martha no estaba trabajando. A sus pies había una canasta de maíz, y en el corral los pollos empezaban a piar en protesta por haberse pasado la hora de la alimentación. Pero Martha estaba acurrucada en el asiento de la ventana, mirando afuera con sus ojos opacos como si divisara algo más raro que el paisaje otoñal.
-¿Pasa algo, Martha? -preguntó la joven esposa.
-Es la muerte, es la muerte que viene -respondió la voz cascada-. Ya sabía que venía, ya lo sabía yo. Por algo el viejo Shep estuvo aullando toda la mañana. Y anoche oí cuando la lechuza cantó el grito de la muerte; y una cosa blanca pasó corriendo por el patio ayer. No era ni un gato ni una comadreja, era una cosa... Las gallinas supieron que era algo y se corrieron todas para un lado. ¡Ay!, esos son avisos. Yo ya sabía que venía.
Los ojos de la joven se empañaron de lástima. El carcamal que estaba ahí sentado, tan encogido y pálido, había sido alguna vez una niñita alegre y bulliciosa que jugara por los senderos, henales y desvanes de una granja. De eso hacía ochenta años largos, y ahora no era más que un viejo y frágil cuerpo que se achicaba ante el cercano frío de la muerte que al fin venía a llevársela. Probablemente no se podía hacer mayor cosa por ella, pero Emma corrió a buscar ayuda y consejo. Sabía que su marido andaba en una tala de árboles a cierta distancia, pero podía encontrar otro ser racional que conociera a la vieja mejor que ella. No tardó en descubrir que la granja tenía la cualidad, común a todos los corrales, de tragarse y desaparecer a sus moradores humanos. Las gallinas la siguieron con interés y los cerdos le gruñeron inquisitivamente tras las rejas de sus porquerizas, pero el granero, el henar, el huerto, los establos y la lechería no premiaron su búsqueda. Entonces, mientras desandaba el camino hacia la cocina, se topó de repente con su primo, conocido por todos como el joven señor Jim, que repartía el tiempo entre la trata aficionada de caballos, la caza de conejos y el flirteo con las criadas del lugar.
-Me temo que la vieja Martha se está muriendo -dijo Emma.
Jim no era una de esas personas a las que hay que darles las noticias con suavidad.
-¡Tonterías! -dijo éste-. La intención de Martha es llegar a los cien años. Así me lo dijo y así lo va a hacer.
-En realidad se puede estar muriendo en este momento, o puede ser que sólo empiece a derrumbarse -insistió Emma, llena de desprecio por la estupidez y lentitud del joven.
Una sonrisa se dibujó en las facciones bonachonas del otro.
-Pues no parece así -dijo, señalando con la cabeza hacia el patio.
Emma se volvió para captar el significado de este comentario. La vieja Martha estaba en el centro de una multitud de aves de corral, esparciendo granos a su alrededor. El pavo con el brillo bronceado de sus plumas y el rojo púrpura de su barba, el gallo de pelea con el radiante lustre metálico de su plumaje oriental, las gallinas con sus ocres, pardos y amarillos y el escarlata de sus crestas, y los patos con sus cabezas color verde botella, componían un revoltijo de intensos colores en el centro del cual la anciana parecía un tallo marchito que se irguiera en medio de un macizo de vistosas flores. Pero arrojaba el grano hábilmente entre la mezcolanza de picos y su cascada voz llegaba las dos personas que la estaban observando. Seguía machacando sobre el tema de la muerte que venía en camino.
-Yo ya sabía que venía. Ha habido signos y advertencias.
-¿Quién murió, pues, señora? -llamó el joven.
-El joven señor Ladbruk -chilló ella por respuesta-. Acaban de traer su cadáver. Por esquivar un árbol que tumbaban chocó con una estaca de hierro. Estaba muerto cuando lo recogieron. ¡Ay, yo la veía venir!
Y se dio vuelta para arrojar un puñado de cebada a una manada de gallinas de Guinea rezagadas que llegaban corriendo.
La granja era una heredad familiar y pasó a manos del primo cazador de conejos en su calidad de pariente más cercano. Emma Ladbruk salió volando de su cotidianeidad, como una abeja que entrara por la ventana abierta y en su revoloteo volviera a atravesarla. Cierta mañana fría y gris se encontró esperando, sus cajas ya acomodadas en la carreta, a que todos los productos del mercado estuvieran listos, pues el tren que iba a tomar era menos importante que los pollos, la mantequilla y los huevos que iban a ser puestos en venta. Desde donde estaba podía ver una esquina de la larga ventana enrejada que habría quedado tan acogedora con las cortinas y tan alegre con los floreros. Se le ocurrió pensar que durante meses, años quizás, mucho tiempo después de que la hubieran olvidado por completo, se vería asomar una cara pálida y desentendida a través de esos cristales, y que se oiría rezongar una voz débil y trémula por esos corredores enlosados. Se dirigió hasta una ventana batiente de tupidos barrotes que daba a la despensa de la casa. La vieja Martha se encontraba de pie frente a una mesa, espetando un par de pollos para el puesto del mercado de la misma manera que los había espetado desde hacía casi ochenta años.







James Cushat-Prinkly era un joven que siempre había abrigado la firme convicción de que un día de estos iba a casarse; y hasta los treinta y cuatro años de edad no había hecho nada para justificarla. Quería y admiraba a un gran número de mujeres, en conjunto y desapasionadamente, sin dedicar a una en particular ninguna consideración matrimonial, lo mismo que uno puede admirar los Alpes sin por ello querer ser dueño de un pico en concreto. Su falta de iniciativa a este respecto despertaba cierto grado de impaciencia entre las mujeres románticas del círculo hogareño. Su madre, sus hermanas, una tía que vivía con ellos y dos o tres comadres íntimas contemplaban su moroso acercamiento al estado conyugal con una desaprobación que harto distaba de ser muda. Sus coqueteos más inocentes eran vigilados con la intensa avidez con que un grupo de foxterriers escrutaría los más leves movimientos de un ser humano que diera razonables indicios de poder sacarlos a pasear. Ningún mortal de corazón decente resiste durante mucho tiempo las súplicas de varios pares de ojos perrunos anhelantes de un paseo; James Cushat-Prinkly no era tan terco o indiferente a las influencias caseras como para hacer caso omiso del deseo expreso de su familia de que se enamorara de alguna chica agradable y casadera; y cuando su tío Jules abandonó esta vida y le legó una no muy modesta herencia, de veras pareció que lo correcto sería acometer la empresa de descubrir a alguien con quien compartirla. Llevaba adelante este proceso de descubrimiento más por la fuerza del peso y las sugerencias de la opinión pública que por iniciativa propia. La clara mayoría de sus parientas y las ya mencionadas comadres habían escogido a Joan Sebastable como la joven más idónea de su grupo social para que él le propusiera matrimonio; y James se fue acostumbrando a la idea de que Joan y él pasarían juntos por las etapas obligatorias de las felicitaciones, los regalos, los hoteles noruegos o mediterráneos y la ulterior vida doméstica. Empero, había necesidad de preguntarle a la dama su opinión al respecto. Hasta la fecha la familia había manejado y dirigido el galanteo con habilidad y discreción, pero la propuesta en sí tendría que ser un esfuerzo individual.
Cushat-Prinkly cruzaba por Hyde Park con dirección a la residencia de los Sebastable en un estado de ánimo de moderada complacencia. Ya que había que hacerlo, lo alegraba saber que iba a salir de ello esa misma tarde. Proponer matrimonio, incluso a una muchacha tan agradable como Joan, era un asunto más bien molesto; pero no se podía pasar una luna de miel en Menorca y después toda una vida de felicidad conyugal sin cumplir con este requisito. Se preguntaba cómo sería en realidad Menorca en cuanto sitio de visita; se la imaginaba como una isla en perpetuo medio luto, con gallinas de Menorca blancas y negras correteando por todas partes. Quizás no tendría nada de eso vista de cerca. Personas que habían estado en Rusia le habían contado que no recordaban haber visto allí patos de Moscú, así que a lo mejor no había gallinas de Menorca en esa isla.
Sus reflexiones mediterráneas fueron interrumpidas por la campana de un reloj al dar la media hora. Las cuatro y media. Frunció el entrecejo en señal de disgusto. Llegaría a la mansión de los Sebastable a la hora precisa del té. Joan estaría sentada frente a una mesa baja y tendida con una variedad de teteras de plata, jarritas de crema y delicadas tacitas de porcelana, detrás de las cuales surgiría el agradable campanilleo de su voz en una serie de preguntas intrascendentes sobre el té fuerte o claro; cuánta, si acaso, azúcar, leche o crema; y así sucesivamente. "¿Es un terrón? Lo he olvidado. Le gusta con leche, ¿verdad? ¿Desearía más agua caliente, si le quedó muy fuerte?"
Cushat-Prinkly había leído de estas cosas en cantidades de novelas; y en cientos de experiencias reales había comprobado que se ajustaban a la verdad. Millares de mujeres, a esta hora solemne de la tarde, recibían en medio de exquisitos cubiertos de plata y porcelana, mientras sus agradables voces tintineaban en un chorro de preguntas intrascendentes y solícitas. Cushat-Prinkly detestaba todo aquel engranaje del té de la tarde. Según su teoría de la vida, toda mujer debía tenderse en un diván o en un sofá, hablar con seducción incomparable o contemplar pensamientos indecibles, o podía limitarse a estar callada como un objeto para ser contemplado; y, descorriendo una cortina de seda, un pajecito egipcio debía traer en silencio una bandeja cargada de tazas y golosinas, que serían aceptadas sin palabras, así como así, sin tanta cháchara acerca de la crema, el azúcar y el agua caliente. Si de veras el alma de uno estaba encadenada a los pies de la amada, ¿cómo era posible hablar juiciosamente de té aguado? Cushat-Prinkly nunca había expresado sus opiniones sobre el tema a su madre; ella estaba acostumbrada a toda una vida de trinar agradablemente a la hora del té, detrás de primorosos objetos de plata y porcelana, y si le hubiera hablado de divanes y pajecitos egipcios, le habría recomendado pasar una semana de vacaciones en la costa. Y fue así como, mientras atravesaba una maraña de callejuelas que conducían indirectamente a la elegante alameda de Mayfair que era su destino, el pavor de enfrentarse a Joan Sebastable en su mesa de té se apoderó de él. Se le ofreció una salvación pasajera: en un piso de una casita angosta del lado más ruidoso de la calle Esquimaut vivía Rhoda Ellam, una especie de prima lejana que se ganaba la vida fabricando sombreros con materiales muy costosos. Los sombreros de veras parecían venidos de París; pero los cheques que recibía por ellos no parecían, por desgracia, destinados a viajar a París. Así y todo, Rhoda daba la impresión de encontrar divertida la vida y de pasarla bastante bien pese a las estrecheces. Cushat-Prinkly decidió subir a su piso y aplazar una media hora el importante asunto que tenía entre manos. Si prolongaba la visita podía arreglárselas para llegar a la mansión de los Sebastable después de que la última pieza de fina porcelana hubiera sido levantada.
Rhoda lo invitó a pasar a un cuarto que parecía servir de taller, sala y cocina, y que era tan admirablemente pulcro como cómodo.
-Me estaba preparando un bocadillo -anuncio ella-. Hay caviar en el pote que tienes a tu lado. Empieza con ese pan moreno con mantequilla mientras corto un poco más. Búscate una taza; la tetera está detrás de ti. Y ahora cuéntame montones de cosas.
No volvió a referirse a la comida, sino que echó a hablar en forma amena e hizo charlar del mismo modo al visitante. Mientras tanto, cortó el pan con magistral destreza y sacó pimienta roja y rodajas de limón, cuando tantas otras mujeres sólo habrían sacado excusas y razones por no tener estos aditamentos. Cushat-Prinkly descubrió que estaba disfrutando de un excelente té sin tener que contestar tantas preguntas como las que tendría que absolver un ministro de agricultura durante una epidemia de peste bovina.
-Y ahora dime por qué has venido a verme -dijo de pronto Rhoda-. No sólo despiertas mi curiosidad, sino también mi instinto comercial. Espero que hayas venido por lo de los sombreros. Me enteré de que el otro día recibiste una herencia y, claro, se te ocurrió que sería un gesto muy hermoso y conveniente de tu parte celebrar el suceso comprándoles unos sombreros despampanantemente caros a todas tus hermanas. Puede que no te lo hayan mencionado, pero estoy segura de que la misma idea se les ocurrió la ellas. Desde luego, con las ferias hípicas encima, estoy con el agua al cuello; pero en mi profesión estamos enseñadas a eso: vivimos con el agua al cuello... como Moisés niño.
-No vine por lo de los sombreros -dijo el visitante-. En realidad, no creo haber venido por nada tan especial. Pasaba por aquí y se me ocurrió entrar a ¡visitarte. Sin embargo, ahora que hemos estado conversando se me ha venido a la cabeza una idea bastante importante. Si te olvidas de las ferias por un momento y me prestas atención, te contaré qué es.
Unos cuarenta minutos después James Cushat-Prinkly regresó al seno de su familia con un importante anuncio:
-Estoy comprometido en matrimonio.
La noticia fue recibida con una arrebatada explosión de felicitaciones y autocomplacencias.
-¡Ah, ya lo sabíamos! ¡Lo veíamos venir! ¡Lo predijimos hace semanas!
-Apuesto a que no -dijo Cushat-Prinkly-. Si alguna de ustedes me hubiera dicho hoy al mediodía que yo iba a pedirle a Rhoda Ellam que se casara conmigo y que ella me iba a aceptar, me habría reído de semejante idea.
La precipitación romántica de aquella aventura compensó en algo la despiadada negación de los pacientes esfuerzos y hábiles intrigas llevadas a cabo por las mujeres que rodeaban a James. Les costó bastante tener que desviar, sin previo aviso, su entusiasmo por Joan Sebastable a Rhoda Ellam; pero, después de todo, se trataba de la futura esposa de James; y los gustos de él tenían cierto derecho a ser tomados en cuenta.
Una tarde de septiembre de aquel año, pasada ya la luna de miel en Menorca, Cushat-Prinkly entró al salón de su nueva casa en la plaza de Granchester. Rhoda estaba sentada ante una mesa baja, rodeada de exquisitas porcelanas y de lustrosas platas. Al tiempo que le tendía una taza, le preguntó, con un agradable tintineo en la dicción:
-Te gusta más claro, ¿verdad? ¿Le pongo más agua caliente? ¿No?

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