Nuevas Noches Arabes

ROBERT LOUIS STEVENSON

Nuevas noches árabes


El Club de los Suicidas
El diamante del Rajá
El pabellón en las dunas
Cobijo por una noche - Una historia de Francois Villon
La puerta del Señor de Maletroit
La guitarra providencial






EL CLUB DE LOS SUICIDAS

1. Historia del joven de las tartas de crema

Durante su residencia en Londres, el eminente príncipe Florizel de Bohemia se ganó el afecto de todas las clases sociales por la seducción de sus maneras y por una generosidad bien entendida. Era un hombre notable, por lo que se conocía de él, que no era en verdad sino una pequeña parte de lo que verdaderamente hizo. Aunque de temperamento sosegado en circunstancias normales, y habituado a tomarse la vida con tanta filosofía como un campesino, el príncipe de Bohemia no carecía de afición por maneras de vida más aventuradas y excéntricas que aquella a la que por nacimiento estaba destinado. En ocasiones, cuando estaba de ánimo bajo, cuando no había en los teatros de Londres ninguna comedia divertida o cuando las estaciones del año hacían impracticables los deportes en que vencía a todos sus competidores, mandaba llamar a su confidente y jefe de caballerías, el coronel Geraldine, y le ordenaba prepararse para una excursión nocturna. El jefe de caballerías era un oficial joven, de talante osado y hasta temerario, que recibía la orden con gusto y se apresuraba a prepararse. Una larga práctica y una variada experiencia en la vida le habían dado singular facilidad para disfrazarse; no sólo adaptaba su rostro y sus modales a los de personas de cualquier rango, carácter o país, sino hasta la voz e incluso sus mismos pensamientos, y de este modo desviaba la atención de la persona del príncipe y, a veces, conseuía la admisión de los dos en ambientes y sociedades extrañas. Las autoridades nunca habían tenido conocimiento de estas secretas aventuras; la inalterable audacia del uno y la rápida inventiva y devoción caballeresca del otro los habían salvado de no pocos trances peligrosos, y su confianza creció con el paso del tiempo.
Una tarde de marzo, una lluvia de aguanieve los obligó a cobijarse en una taberna donde se comían ostras, en las inmediaciones de Leicester Square. El coronel Geraldine iba ataviado y caracterizado como un periodista en circunstancias apuradas, mientras que el príncipe, como era su costumbre, había transformado su aspecto por medio de unos bigotes falsos y unas gruesas cejas postizas. Estos adminículos le conferían un aire rudo y curtido, que era el mejor disfraz para una persona de su distinción. De este modo preparados, el jefe y su satélite sorbían su brandy con soda en absoluta seguridad.
La taberna estaba llena de clientes, tanto hombres como mujeres, y aunque más de uno quiso entablar conversación con nuestros aventureros, ninguno de los que lo intentaron prometía resultar interesante en caso de conocerlo mejor. No había nada más que los normales bajos fondos de Londres y algunos bohemios de costumbre. El príncipe había comenzado a bostezar y empezaba a sentirse aburrido de la excursión, cuando los batientes de la puerta se abrieron con violencia y entró en el bar un hombre joven seguido de dos servidores. Cada uno de los criados transportaba una gran bandeja con tartas de crema debajo de una tapadera, que en seguida apartaron para dejarlas a la vista; entonces el hombre joven dio la vuelta por toda la taberna ofreciendo las tartas a todos los presentes con manifestaciones de exagerada cortesía. Unas veces le aceptaron su oferta entre risas, otras se la rechazaron con firmeza y, algunas, hasta con rudeza. En estos casos el recién llegado se comía siempre él la tarta, entre algún comentario más o menos humorístico. Por último, se aproximó al príncipe Florizel.
-Señor -le dijo, haciendo una profunda reverencia, mientras adelantaba la tarta hacia él sosteniéndola entre el pulgar y el índice-, ¿querría usted hacerle este honor a un completo desconocido? Puedo garantizarle la calidad de esta pastelería, pues me he comido veintisiete de estas tartas desde las cinco de la tarde.
-Tengo la costumbre -replicó el príncipe- de no reparar tanto en la naturaleza del presente, como en la intención de quien me lo ofrece.
-La intención, señor -devolvió el hombre joven con otra reverencia-, es de burla.
-¿Burla? -repuso el príncipe-. ¿Y de quién se propone usted burlarse?
-No estoy aquí para exponer mi filosofía -contestó el joven- sino para repartir estas tartas de crema. Si le aseguro que me incluyo sinceramente en el ridículo de esta situación, espero que considere usted satisfecho su honor y condescienda a aceptar mi ofrecimiento. Si no, me obligará usted a comerme el pastel número veintiocho, y le confieso que empiezo a sentirme harto del ejercicio.
-Me ha convencido usted -aceptó el príncipe- y deseo, con la mejor voluntad del mundo, rescatarlo de su problema, pero con una condición. Si mi amigo y yo comemos sus tartas -que no nos apetecen en absoluto-, esperamos que en compensación acepte usted unirse a nosotros para cenar.
El joven pareció reflexionar.
-Todavía me quedan unas docenas en la mano -dijo, al fin- y tendré que visitar a la fuerza varias tabernas más para concluir mi gran empresa, en lo cual tardaré un tiempo. Si tienen ustedes mucho apetito...
El príncipe le interrumpió con un cortés ademán.
-Mi amigo y yo le acompañaremos –repuso- pues tenemos un profundo interés por su extraordinariamente agradable manera de pasar la tarde. Y ahora que ya se han sentado los preliminares de la paz, permítame que firme el tratado por los dos.
Y el príncipe engulló la tarta con la mayor gracia imaginable.
-Está deliciosa -dijo.
- Veo que es usted un experto -replicó el joven.
El coronel Geraldine hizo el honor al pastel del mismo modo, y como todos los presentes en la taberna habían ya aceptado o rechazado la pastelería, el joven encaminó sus pasos hacia otro establecimiento similar. Los dos servidores, que parecían sumamente acostumbrados a su absurdo trabajo, le siguieron inmediatamente, y el príncipe y el coronel, cogidos del brazo y sonriéndose entre sí, se unieron a la retaguardia. En este orden, el grupo visitó dos tabernas más, donde se sucedieron escenas de la misma naturaleza de la descrita: algunos rechazaban y otros aceptaban los favores de aquella vagabunda hospitalidad, y el hombre joven se comía las tartas que le eran rechazadas.
Al salir del tercer bar, el joven hizo el recuento de sus existencias. Sólo quedaban nueve tartas, tres en una bandeja y seis en la otra.
-Caballeros -dijo, dirigiéndose a sus dos nuevos Seguidores-, no deseo retrasar su cena. Estoy completamente seguro de que tienen ya hambre y siento que les debo una consideración especial. Y en este gran día para mí, en que estoy cerrando una carrera de locura con mi acción más claramente absurda, deseo comportarme lo más correctamente posible con todos aquellos que me ofrezcan su ayuda. Caballeros, no tendrán que aguardar más. Aunque mi constitución esta quebrantada por excesos anteriores, con riesgo de m vida liquidaré la condición pendiente.
Con estas palabras, se embutió los siete pasteles restantes en la boca y los engullió uno a uno. Después se volvió a los servidores y les dio un par de soberanos. -Tengo que agradecerles su extraordinaria paciencia -dijo.
Y les despidió con una inclinación. Durante unos segundos, miró el billetero del que acababa de pagar a sus criados, lo lanzó con una carcajada al medio de la calle y manifestó su disponibilidad para ir a cenar.
Se dirigieron a un pequeño restaurante francés, del Soho, que durante algún tiempo había disfrutado de una notoria fama y ahora habla empezado a caer en el olvido. Allí los tres compañeros subieron dos tramos de escaleras y se acomodaron en un comedor privado. Cenaron exquisitamente y bebieron tres o cuatro botellas de champán, mientras hablaban de temas intrascendentes. El joven era alegre y buen conversador, aunque reía mucho más alto de lo que era natural en una persona de buena educación; le temblaban violentamente las manos y su voz tomaba matices repentinos y sorpredentes, que parecían escapar a su voluntad. Ya habían dado cuenta de los postres y habían encendido los tres hombres sus puros, cuando el príncipe se dirigió a él en los siguientes términos:
-Estoy seguro de que me perdonará mi curiosidad. Me agrada mucho lo que he visto de usted, pero me intriga más. Y aunque no deseo en absoluto ser indiscreto, debo decirle que mi amigo y yo somos personas muy preparadas para que se nos confíen secretos. Tenemos muchos secretos nuestros, que continuamente revelamos a oídos indiscretos. Y si, como supongo, su historia es una locura, no precisa usted andarse con rodeos pues se encuentra delante de los dos hombres más insensatos de Inglaterra. Mi nombre es Godall, Theophilus Godall, y mi amigo es el mayor Alfred Hammersmith o, al menos, ése es el nombre con el que ha elegido que se le conozca. Dedicamos nuestras vidas a la búsqueda de aventuras extravagantes, y no hay extravagancia alguna que no sea capaz de despertamos simpatía.
-Me agrada usted, señor Godall -le contestó el joven-, me inspira usted una natural confianza; y tampoco tengo la más mínima objeción respecto a su amigo el mayor, a quien creo un noble disfrazado. Cuando menos, estoy seguro de que no es militar.
El coronel sonrió a aquel halago a la perfección de su arte y el joven continuó hablando con más animación:
-Existen todas las razones posibles para que yo no les cuente mi historia. Quizá sea ésa exactamente la razón por la que se la voy a contar. Parecen ustedes realmente tan bien preparados para escuchar un cuento descabellado que no tengo valor para decepcionarlos. Me reservaré mi nombre, a pesar de su ejemplo. Mi edad no es esencial para la narración. Desciendo de mis antepasados por generaciones normales y de ellos heredé un muy aceptable alojamiento, que todavía ocupo, y una renta de trescientas libras al año. Creo que también me dejaron un carácter atolondrado, al que he cedido siempre con indulgencia. Recibí una buena educación. Toco el violín, casi lo bastante bien como para ganarme la vida en la orquesta de algún teatrillo de variedades, pero no mucho más. Lo mismo se puede aplicar a la flauta y a la trompa de llaves. Aprendí lo bastante de whist como para perder cien libras al año en ese científico juego. Mi dominio del francés era suficiente para permitirme derrochar el dinero en París casi tan fácilmente como en Londres. Resumiendo, soy alguien auténticamente dotado de cualidades masculinas. He tenido todo tipo de aventuras, incluyendo un duelo sin ningún motivo. Hace sólo dos meses, conocí a una joven exactamente conforme a mis gustos en cuerpo y en alma. Sentí que se me deshacía el corazón. Comprendí que me había llegado mi destino y que iba a enamorarme. Pero cuando fui a calcular lo que me quedaba de mi capital, encontré que ascendía a algo menos de ¡cuatrocientas libras! Yo les pregunto, sinceramente, ¿puede un hombre que se respete a sí mismo enamorarse con cuatrocientas libras? Me respondo: ciertamente, no. Abandoné el contacto con mi hechicera y, acelerando ligeramente el ritmo normal de mis gastos, llegué esta mañana a mis últimas ochenta libras. Las dividí en dos partes iguales: reservé cuarenta para un propósito concreto y dejé las restantes cuarenta para gastarlas antes de la noche. He pasado un día muy entretenido y he hecho muchas bromas además de la de las tartas de crema que me ha procurado el placer de conocerles; porque estaba decidido, como les he contado, a llevar una vida de loco a un final todavía más loco; y, cuando me han visto ustedes lanzar mi cartera a la calle, las últimas cuarenta libras se habían acabado. Ahora me conocen ustedes tan bien como me conozco yo mismo: un loco, pero coherente con su locura, y, como les pido que crean, no un quejica ni un cobarde.
Del tono de toda la exposición del joven se desprendía con certeza que albergaba una despreciativa y amarga opinión sobre sí mismo. Sus oyentes dedujeron que su asunto amoroso estaba más presente en su corazón de lo que él admitía y que tenía el propósito de quitarse la vida. La farsa de las tartas de crema empezaba a adquirir el aire de una tragedia disimulada.
-¿No es extraño -empezó Geraldine, lanzando una mirada al príncipe Florizel- que tres compañeros se hayan encontrado por el más puro accidente en este desierto enorme que es Londres, y que se encuentren prácticamente en la misma situación?
-¡Cómo! -exclamó el joven-. ¿También están ustedes arruinados? ¿Es esta cena una locura como mis tartas de crema? ¿Ha congregado el demonio a tres de los suyos para un último festejo?
-El demonio, depende en qué ocasiones, puede comportarse en verdad como un caballero -repuso el príncipe Florizel-. Me siento tan impresionado por esta coincidencia, que, puesto que no nos encontramos exactamente en el mismo caso, voy a acabar con esta diferencia. Que sea mi ejemplo su heroico comportamiento con las últimas tartas de crema.
Y, diciendo esto, el príncipe sacó su billetero y extrajo de él un pequeño manojo de billetes.
-Vea, me encontraba una semana aproximadamente detrás de usted, pero deseo alcanzarle para llegar codo con codo a la meta. Esto -prosiguió, depositando uno de los billetes sobre la mesa- alcanzará para la cuenta. Y el resto...
Lanzó los billetes a la chimenea, y desaparecieron en el fuego en una llamarada.
El joven intentó detener su brazo, pero los separaba la mesa y su gesto llegó demasiado tarde.
-¡Desgraciado! -gritó-. ¡No debía haberlo quemado todo! ¡Debía haber guardado cuarenta libras!
-¡Cuarenta libras! -repitió el príncipe-. ¿Por qué cuarenta libras, en nombre del cielo?
-¿Por qué no ochenta? -inquirió el coronel-. Estoy seguro de que debía haber cien libras en esos billetes.
-Sólo necesitaba cuarenta libras -contestó el joven con tristeza- Sin ellas no hay admisión posible. La regla es estricta. Cuarenta libras cada uno. ¡Desgraciada vida, en la que no se puede ni morir sin dinero!
El príncipe y el coronel intercambiaron una mirada.
-Explíquese -dijo el último-. Tengo todavía una cartera bien provista y no necesito decir cuán dispuesto estoy a compartir mi riqueza con Godall. Pero debo conocer para qué fin; es preciso que nos explique usted a qué se refiere.
El joven pareció despertar. Miró con inquietud a uno y otro, y su rostro enrojeció.
-¿No se burlan ustedes de mí? -preguntó-. ¿Verdaderamente se encuentran tan arruinados como yo?
-Por mi parte, sí -respondió el coronel.
-También por la mía -aseveró el príncipe-. Le he dado a usted una prueba. ¿Quién, sino un hombre arruinado, tira sus billetes al fuego? La acción habla por sí misma.
-Un hombre arruinado..., sí -repuso el otro con sospecha-, o también un millonario.
-Basta, señor -dijo el príncipe-. He dicho algo y no estoy acostumbrado a que se ponga mi palabra en duda.
-¿Arruinados? -volvió a decir el joven-. ¿Arruinados como yo? ¿Han llegado, tras una vida de molicie, al punto en que sólo pueden concederse un último deseo? ¿Van ustedes -bajó la voz y continuó-, van ustedes a darse ese deseo? ¿Quieren evitar las consecuencias de su locura por el único camino, fácil e infalible? ¿Huirán del juicio de la conciencia por la única puerta que queda abierta?
Súbitamente, se interrumpió e intentó reír.
-¡Aquí, a su salud! -gritó, levantando la copa y bebiendo-. ¡Y buenas noches, mis queridos amigos arruinados!
El coronel Geraldine le agarró del brazo cuando estaba a punto de levantarse.
-No confía usted en nosotros -dijo- y se equivoca. Yo contesto afirmativamente a todas sus preguntas. Pero no soy tan tímido y puedo hablar llanamente en el inglés de la reina. También nosotros, como usted, estamos hartos de la vida y hemos decidido morir. Más tarde o más temprano, solos o juntos, queremos ir en busca de la muerte y desafiarla donde se encuentre. Puesto que le hemos encontrado a usted, y su caso es más urgente, que sea esta noche -y en seguida- y, si lo desea, los tres juntos. Este trío sin un penique -gritó- ¡debe ir del brazo a los umbrales de Plutón, y darse unos a otros apoyo entre las sombras!
Geraldine había acertado exactamente en el tono y los modales que correspondían a la parte que representaba. El mismo príncipe se inquietó y miró a su confidente con una sombra de duda. En cuanto al joven, el rubor le adoró a las mejillas y sus ojos destellaron con una brillante luz.
-¡Ustedes son los hombres que buscaba! -gritó, con extraordinaria alegría-. ¡Choquemos los cinco! -Tenía la mano fría y humeda-. ¡No saben bien en qué compañía inician el camino! ¡No saben bien en qué feliz momento para ustedes comieron mis tartas de crema! Soy sólo un soldado, pero formo par-te de un ejército. Conozco la puerta secreta de la Muerte. Soy uno de sus familiares y puedo mostrarles la eternidad sin ceremonias y sin escándalos.
Los otros le requirieron que se explicase.
-¿Pueden ustedes reunir ochenta libras entre los dos? -les preguntó él.
Geraldine consultó su billetero con ostentación y respondió afirmativamente.
-¡Afortunados seres! -exclamó el joven-. Cuarenta libras es el precio de la entrada en el Club de los Suicidas.
-¿El Club de los Suicidas? -inquino el príncipe-. ¿Qué demonios es eso?
-Escuchen -dijo el joven-. Ésta es la época de los servicios y tengo que hablarles de lo más perfecto que hay al respecto. Tenemos intereses en distintos sitios y, por este motivo, se inventaron los trenes. Los trenes nos separan, inevitablemente, de nuestros amigos, y por ello se inventaron los telégrafos para que pudiéramos comunicarnos rápidamente a grandes distancias. Incluso en los hoteles tenemos ahora ascensores para ahorrarnos la subida de unos cientos de escaleras. Ahora bien, sabemos que la vida es sólo un escenario para hacer el loco hasta tanto el papel nos divierta. Había un servicio más que faltaba a la comodidad moderna: una manera decente, fácil, de abandonar el escenario; las escaleras traseras a la libertad; 0, como he dicho hace un momento, la puerta secreta de la Muerte. Esto, mis dos rebeldes compañeros, es lo que proporciona el Club de los Suicidas. No supongan que estamos solos, ni que somos excepcionales, en el muy razonable deseo que experimentamos. A un gran número de semejantes nuestros, que se han cansado profundamente del papel que se esperaba que representaran, diariamente y a lo largo de toda su vida se abstienen de la huida final por una o dos consideraciones. Algunos tienen familias, que se avergozarían, y hasta se sentirían culpadas, si el asunto se hiciera público; a otros les falta valor y retroceden ante las circunstancias de la muerte. Hasta cierto punto, ése es m caso. No puedo ponerme una pistola en la cabeza y apretar el gatillo. Algo más fuerte que yo mismo impide la acción; y, aunque detesto la vida, no tengo fuerza material suficiente para abrazar la muerte y acaba con todo. Para la gente como yo, y para todos los que desean salir de la espiral sin escándalo póstumo, se ha inaugurado el Club de los Suicidas. No estoy informado de cómo se ha organizado, cuál es su historia, ni qué ramificaciones puede tener en otros países; y de lo que sé sobre sus estatutos, no me hallo en liberta de comunicárselo. Sin embargo, puedo ponerme a su servicio. Si de verdad están cansados de la vida, le presentaré esta noche en una reunión; y si no es esta noche, cuando menos en una semana serán ustedes 1iberados de su existencia con facilidad. Ahora son --consultó su reloj- las once; a y media, a más tardar debemos salir de aquí, de manera que tienen ustedes media hora para considerar mi propuesta. Es algo más serio que una tarta de crema -añadió, con una sonrisa-, y sospecho que más apetitoso.
-Más serio, sin duda -repuso el coronel Geraldine-, y como lo es mucho más, le pido que me permita hablar cinco minutos en privado con mi amigo el señor Godall.
-Nada más justo -respondió el joven-. Si me lo permiten, me retiraré.
-Es usted muy amable -dijo el coronel.
-¿Para qué desea esta confabulación, Geraldine? -inquirió el príncipe no bien quedaron solos-. Le veo a usted muy agitado mientras que yo ya me he decidido tranquilamente. Quiero ver el final de todo esto.
-Su Alteza -dijo el coronel, palideciendo-, permítame pedirle que considere la importancia de su vida; no sólo para sus amigos sino para el interés público. Este loco ha dicho: «Si no es esta noche»; pero suponga que esta noche se abatiese sobre su Altísima persona un desastre irreparable, que, permítame decírselo, sería mi desesperación. Imagine el dolor y el perjuicio de un gran país.
-Quiero ver el final de esto -repitió el príncipe en su tono más firme-, y tenga la amabilidad, coronel Geraldine, de recordar y respetar el honor de su palabra de caballero. Bajo ninguna circunstancia, le recuerdo, ni sin mi especial autorización, debe usted traicionar el incógnito que he elegido adoptar. Éstas fueron mis órdenes, que ahora le reitero. Y ahora -acabó-, le ruego que pida la cuenta.
El coronel Geraldine se inclinó en un gesto de acatamiento, pero su rostro estaba muy pálido cuando llamó al joven de las tartas de crema y dio las instrucciones al camarero del restaurante. El príncipe mantenía su apariencia imperturbable y describió al joven suicida una comedia que había visto en el Palais Royal con buen humor y con entusiasmo. Evitó con diplomacia las miradas suplicantes del coronel y eligió otro puro con más cuidado del habitual. Verdaderamente, era el único de los tres que guardaba la serenidad.
Pagaron la cuenta del restaurante, el príncipe dejó todo el cambio al sorprendido camarero y partieron tras tomar un coche de alquiler. No estaban lejos y no tardaron en apearse en la entrada de una callejuela oscura.
Geraldine pagó al cochero y el joven se volvió al príncipe Florizel y le dijo:
-Todavía está usted a tiempo de escapar y retornar a la esclavitud, señor Godall. Y lo mismo usted, mayor Hammersmith. Mediten antes de seguir avanzando, y si su corazón se niega, están en el momento de decidir.
-Muéstrenos el camino, señor -pidió el príncipe-. No soy hombre que incumpla sus palabras.
-Su serenidad me tranquiliza -contestó el guía-. No he visto nunca a nadie tan seguro en este trance, y no es usted la primera persona que acompaño aquí. Más de un amigo mío se me ha adelantado al lugar adonde no voy a tardar en seguirlos. Pero esto no es de su interés. Aguárdenme aquí sólo unos momentos. Volveré en cuanto haya arreglado las cosas para su presentación.
Y, con estas palabras, el joven saludó con la mano a sus compañeros, se dio la vuelta, abrió una puerta y desapareció tras ella.
-De todas nuestras locuras -dijo el coronel Geraldine en voz baja-, ésta es la más salvaje y la más peligrosa.
-Estoy completamente de acuerdo -asintió el príncipe.
-Todavía tenemos un momento para nosotros -prosiguió el coronel-. Déjeme insistir a su Alteza en que aprovechemos esta opotunidad y nos retiremos. Las consecuencias de este paso son tan oscuras y puede, también, que tan graves, que me siento justificado para traspasar un poco la habitual confianza que su Alteza condesciende a permitirme en privado.
-¿Debo entender que el coronel Geraldine está atemorizado? -inquirió su Alteza, quitándose el puro de la boca y mirando penetrantemente el rostro de su amigo.
-Ciertamente, mi temor no es personal -aseguró el coronel, con orgullo-. Es el de que su Alteza esté seguro.
-Lo había supuesto asi -repuso el príncipe, con su imperturbable buen humor-, pero no deseo recordarle la diferencia de nuestras posiciones. Basta... basta -añadió, viendo que Geraldine iba a disculparse-. Está usted excusado.
Y continuó fumando plácidamente, apoyado contra una verja, hasta que volvió el joven.
-Bien -preguntó-, ¿se ha solucionado ya nuestro recibimiento?
-Síganme -fue la respuesta-. El presidente los recibirá en su despacho. Y déjenme advertirles que deben ser francos en sus respuestas. Yo los he avalado, pero el club exige efectuar una investigación completa antes de proceder a una admisión, pues la indiscreción de uno solo de los miembros significaría la disolución de la sociedad para siempre.
El príncipe y Geraldine se inclinaron para hablar entre ellos un momento. «Respáldeme en esto» dijo uno; «respáldeme usted en esto», pidió el otro. Y como ambos representaban con audacia el papel de gentes que conocían, se pusieron de acuerdo en seguida y pronto estuvieron dispuestos a seguir a su guía hasta el despacho del presidente.
No había grandes obstáculos que traspasar. La puerta de la calle estaba abierta y la del despacho, entreabierta. Entraron en un salón pequeño, pero muy alto, y el joven volvió a dejarlos solos.
-Estará aquí inmediatamente -dijo, con un movimiento de cabeza, mientras se marchaba.
Por unas puertas plegables que había en un extremo del salón, les llegaron claramente unas voces desde el despacho. De vez en cuando, el ruido del descorchar de una botella de champán, seguido de un estallido de grandes risas, se introducía entre los murmullos de la conversación. Una pequeña y única ventana se asomaba sobre el río y los muelles y, por la disposición de las luces que veían, juzgaron que no se encontraban lejos de la estación de Charing Cross. Había pocos muebles y estaban forrados con telas muy desgastadas, y no había nada que pudiera moverse, a excepción de una campanilla de plata que estaba en el centro de una mesa redonda y de muchos abrigos y sombreros que colgaban de unos ganchos dispuestos en las paredes.
-¿Qué clase de guarida es ésta? -preguntó el coronel Geraldine.
-Eso es lo que hemos venido a averiguar -repuso el príncipe-. Si esconden demonios de verdad, la cosa puede hacerse muy divertida.
Justo en ese momento, la puerta plegable se entrabrió, sólo lo imprescindible para dar paso a una persona, y, entre el rumor más audible de las conversaciones, entró en el despacho el temible presidente del Club de los Suicidas. El presidente era un hombre de unos cincuenta años pasados; alto y expansivo en sus andares, con unas grandes patillas y una calva en la coronilla, y con unos ojos grises y velados, que, sin embargo, destellaban de tanto en tanto. Fumaba un gran puro, mientras movía continuamente la boca arriba y abajo y de un lado a otro, y observó a los recién llegados con mirada fría y sagaz. Llevaba un traje claro de tweed, una camisa a rayas con el cuello abierto, y, debajo del brazo, un libro de actas.
-Buenas noches -dijo, después de cerrar la puerta a sus espaldas-. Me han dicho que desean ustedes hablar conmigo.
-Estamos interesados, señor, en ingresar en el Club de los Suicidas -dijo el coronel Geraldine.
El presidente dio unas vueltas al puro que llevaba en la boca.
-¿Qué es eso? -preguntó, bruscamente.
-Discúlpeme -repuso el coronel-. Pero creo que usted es la persona más cualificada para darnos información sobre esto.
-¿Yo? -exclamó el presidente-. ¿Un Club de Suicidas? Vamos, vamos, eso es una broma del día de los Inocentes. Puedo disculpar que un caballero se achispe un poco pasándose con el licor, pero acabe ya con esto.
-Llame a su Club como usted quiera -insistió el coronel-. Tras esa puerta hay algunos compañeros con usted, y deseamos unirnos a ellos.
-Señor -replicó el presidente secamente-, está usted en un error. Esto es una casa particular y debe usted abandonarla inmediatamente.
El príncipe había permanecido en silencio en su asiento durante esta breve conversación, pero cuando el coronel volvió la vista hacia él, como diciéndole: «Ahí tiene su respuesta, vámonos, ¡por el amor de Dios! », se quitó de la boca el habano que fumaba y empezó a hablar.
-Hemos venido aquí -dijo- invitados por uno de sus amigos, que, sin duda, le ha informado de las intenciones con que me presento en su reunión. Permítame recordarle que una persona en mis circunstancias tiene poco ya por lo que contenerse y es muy probable que no tolere en absoluto la mala educación. Habitualmente soy un hombre tranquilo, pero, señor mío, creo que va usted a complacerme en el asunto del que sabe que hablamos o se arrepentirá amargamente de haber admitido en su antecámara.
El presidente se echó a reír con ganas.
-Ésa es la manera de hablar. Es usted un hombre de verdad. Ha sabido agradarme y podrá hacer conmigo lo que quiera. ¿Le importaría -prosiguió, dirigiéndose a Geraldine-, le importaría aguardar fuera unos minutos? Trataré el asunto primero con su compañero y algunas formalidades del club han de determinarse en privado.
Mientras hablaba, abrió la puerta de un pequeño cuarto contiguo en el que introdujo al coronel.
-Usted me inspira confianza -se dirigió a Florizel, no bien quedaron solos-, pero ¿está usted seguro de su amigo?
-No tanto como de mí mismo, aunque tiene razones de más peso que yo -respondió Florizel-, pero sí lo bastante seguro como para traerlo aquí sin preocupación. Le han ocurrido cosas suficientes para apartar de la vida al hombre más tenaz. El otro día le dieron de baja por hacer trampas en el juego.
-Una buena razón, sí, diría yo -asintió el presidente-. Cuando menos, uno de nuestros socios se halla en el mismo caso y respondo de él. ¿Me permite preguntarle si también usted ha servido en el ejército?
-Lo hice -fue la respuesta-, pero era demasiado vago y lo dejé pronto.
---¿Qué motivos tiene para haberse cansado de la vida? -prosiguió el presidente.
-La misma, en lo que puedo distinguir -contestó el príncipe, Una holgazanería irredimible.
El presidente dio un respingo.
-¡Caramba! Debe usted tener un motivo mejor.
-Estoy arruinado -añdió Florizel-. Lo cual, sin duda, es tambien una vejación, que contribuye a llevar mi holgazanería a su punto máximo.
El presidente dio vueltas al puro en la boca durante unos instantes, clavando sus ojos en los de aquel extraño neófito, pero el príncipe soportó su examen con absoluta imperturbabilidad.
-Si no tuviera la gran experiencia que tengo -dijo por último el presidente-, no le aceptaría. Pero conozco el mundo; y he aprendido que las razones más frívolas para un suicidio acostumbran a ser las firmes. Y cuando alguien me resulta simpático, como usted, señor, prefiero saltarme los reglamentos que rechazarla.
Uno tras otro, el príncipe y el coronel fueron sometidos a un largo y particular interrogatorio: el príncipe, en privado, pero Geraldine en presencia del príncipe, de modo que el presidente pudiera observar el semblante de uno mientras interrogaba en profundidad al otro. El resultado fue satisfactorio, y el presidente, tras haber anotado en el registro algunos detalles particulares de cada caso, les presentó un formulario de juramento que debían aceptar. No podía concebirse nada más pasivo que la obediencia que se aseguraba ni términos más estrictos a los que se obligaba el juramentado. El hombre que traicionase una promesa tan terrible difícilmente encontraría el amparo del honor o los consuelos de la religión. Florizel firmó el documento, no sin un estremecimiento, y el coronel siguió su ejemplo con expresión muy deprimida. Entonces el presidente les cobró la cuota de ingreso y sin más dilación los introdujo en el salón de fumar del Club de los Suicidas.
El salón de fumar del Club de los Suicidas tenía la misma altura que el despacho con el que se comunicaba, pero era mucho más grande, y tenía las paredes cubiertas de arriba abajo por unos paneles que imitaban el roble. Un gran fuego que ardía en la chimenea y varias lámparas de gas iluminaban la reunión. El príncipe y su acompañante contaron dieciocho personas. La mayoría fumaban y bebían champán, y reinaba un enfebrecida hilaridad que de tanto en tanto interrumpían unas súbitas y fúnebres pausas.
-¿Es una reunión muy concurrida? -inquirió el príncipe.
-A medias -respondió el presidente-, por cierto, si tenéis algo de dinero, es costumbre invitar a champán. Contribuye a mantener alto el ánimo, y, además, es uno de los pocos beneficios de la casa.
-Hammersmith -indicó Florizel-, le encargo el champán a usted.
Se dio la vuelta y empezó a introducirse entre los presentes. Acostumbrado a hacer de anfitrión en los círculos más selectos, pronto sedujo y dominó a todos a quienes conocía; había algo a la vez cordial y autoritario en sus modales y su extraordinaria serenidad y sangre fría le conferían otro rasgo de distinción en aquel grupo semienloquecido. Mientras se dirigía de unos a otros, observaba y escuchaba con atención y pronto se hizo una idea general de la clase de gente entre la que se encontraba. Como en todas las reuniones, predominaba una clase de gente: eran hombres muy jóvenes, con aspecto de gran sensibilidad e inteligencia, pero con mínimas muestras de la fortaleza y las cualidades que conducen al éxito. Pocos eran mayores de treinta años y bastantes acababan de cumplir los veinte. Estaban de pie, apoyados en las mesas, y movían nerviosamente los pies; a veces fumaban con gran ansiedad y a veces dejaban consumirse los cigarros; algunos hablaban bien, pero otros conversaban sin sentido ni propósito, sólo por pura tensión nerviosa. Cuando se abría una nueva botella de champán, aumentaba otra vez la animación. Sólo dos hombres permanecían sentados. Uno, en una silla situada junto a la ventana, con la cabeza baja y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón; pálido, visiblemente empapado en sudor, y en completo silencio, era la viva representación de la ruina más profunda de cuerpo y alma. El otro estaba sentado en un diván, cerca de la chimenea, y llamaba la atención por una marcada diferencia respecto a todos los demás. Probablemente se acercaría a los cuarenta años, pero parecía al menos diez años mayor. Florizel pensó que jamás había visto a un hombre de físico más horrendo ni más desfigurado por los estragos de la enfermedad y los vicios. No era más que piel y huesos, estaba parcialmente paralizado, y llevaba unos lentes tan gruesos que los ojos se veían tras ellos inceíblemente enormes y deformados. Exceptuando al príncipe y al presidente, era la única persona de la reunión que conservaba la compostura de la vida normal.
Los miembros del club no parecían caracterizarse por la decencia. Algunos presumían de acciones deshonrosas, cuyas consecuencias les habían inducido a buscar refugio en la muerte, mientras el resto atendía sin ninguna desaprobación. Había un entendimiento tácito de rechazo de los juicios morales; y todo el que traspasaba las puertas del club disfrutaba ya de algunos de los privilegios de la tumba. Brindaban entre sí a la memoria de los otros y de los famosos suicidas del pasado. Explicaban y comparaban sus diferentes visiones de la muerte; algunos declaraban que no era más que oscuridad y cesación; otros albergaban la esperanza de que esa misma noche estarían escalando las estrellas y conversando con los muertos más ilustres.
-¡A la eterna memoria del baron Trenck, ejemplo de suicidas! -gritó uno-. Pasó de una celda pequeña a otra más pequeña, para poder alcanzar al fin la libertad.
-Por mi parte -dijo un segundo-, sólo deseo una venda para los ojos y algodón para los oídos. Sólo que no hay algodón lo bastante grueso en este mundo.
Un tercero quería averiguar los misterios de la vida futura y un cuarto aseguraba que nunca se hubiera unido al club si no le hubieran inducido a creer en Darwin.
-No puedo tolerar la idea de descender de un mono -afirmaba aquel curioso suicida.
El príncipe se sintió decepcionado por el comportamiento y las conversaciones de los miembros del club. «No me parece un asunto para tanto alboroto -pensó-. Si un hombre ha decidido matarse, dejénle hacerlo como un caballero, ¡por Dios! Tanta charlatanería y tanta alharaca están fuera de lugar. »
Entre tanto, el coronel Geraldine era presa de los más oscuros temores; el club y sus reglas eran todavía un misterio, y miró por la habitación buscando a alguien que pudiera tranquilizarle. En este recorrido, sus ojos se posaron en el paralítico de los lentes gruesos y, al verlo tan sereno, buscó al presidente, que entraba y salía de la habitación cumpliendo sus tareas, para pedirle que le presentara al caballero sentado en el diván.
El presidente le explicó que tal formalidad era innecesaria entre los miembros del club, pero le presentó al señor Malthus.
El señor Malthus miró al coronel con curiosidad y le ofreció tomar asiento a su derecha.
-¿Es usted un miembro nuevo -dijo- y desea información? Ha venido a la fuente adecuada. Hace dos años que frecuento este club encantador.
El coronel recuperó la respiración. Si el señor Malthus frecuentaba el lugar desde hacía dos años, debía haber poco peligro para el príncipe en una sola noche. Pero Geraldine continuaba asombrado y empezó a pensar que todo aquello era un misterio.
-¿Cómo? -exclamó-. ¡Dos años! Yo creía... bueno, veo que me han gastado una broma.
-En absoluto -repuso con suavidad el señor Malthus-. Mi caso es peculiar. No soy un suicida, hablando con propiedad, sino algo así como un socio honorario. Raramente vengo al club más de un par de veces cada dos meses. Mi enfermedad y la amabilidad del presidente me han procurado estos pequeños privilegios por los que, además, pago una cantidad suplementaría. He tenido una suerte extraordinaria.
-Me temo -dijo el coronel-, que debo pedirle que sea más explícito. Recuerde que todavía no conozco muy bien las reglas del club.
-Un socio normal, que acude aquí en busca de la muerte como usted -explicó el paralítico-, viene cada noche hasta que la suerte le favorece. Incluso, si están arruinados, pueden solicitar alojamiento y comida al presidente: algo muy agradable y limpio, según creo, aunque, por supuesto, nada de lujos; sería difícil si consideramos lo exiguo (si puedo expresarme así) de la suscripción. Y además la compañía del presidente ya es en sí misma un regalo.
-¿De veras? -exclamó Geraldine-. Yo no he tenido esa impresión.
-¡Oh! No conoce usted al hombre -dijo el señor Malthus-, es el tipo más divertido. ¡Qué anécdotas! ¡Qué cinismo! Es admirable lo que sabe de la vida y, entre nosotros, es probablemente el pícaro más grande de la Cristiandad.
¿Y también es permanente, como usted, si puedo preguntarlo sin ofenderle? -inquirió el coronel.
-Sí, es permanente es un sentido bastante diferente al mío -respondió el señor Malthus-. Yo he sido graciosamente apartado de momento, pero al final tendré que partir. Él no juega nunca. Baraja parte y reparte para el club, y se ocupa de solucionarlo todo. Este hombre, mi querido señor Hammersmith, es el verdadero espíritu del ingenio. Lleva tres años desarrollando en Londres su vocación, tan beneficiosa y, me atrevería a decir, incluso artística, y no se ha levantado el menor murmullo de sospecha. Personalmente, opino que es un hombre con inspiración. Sin duda recordará usted el célebre caso, ocurrido hace seis meses, del caballero que se enevenenó accidentalmente en una farmacia, ¿verdad? Pues fue una de sus ideas menos ricas y menos osadas; ¡cuán sencillo y cuán seguro!
-Me deja usted atónito -dijo el coronel-. ¡Que ese desgraciado caballero fuera una de las... -estuvo a punto de decir «víctimas», pero se contuvo a tiempo... los socios del club!
En el mismo pensamiento le vino a la mente, como un relámpago, que el señor Malthus no había hablado en absoluto con el tono del que está enamorado de la muerte, y añadió, apresuradamente:
-Pero sigo en la más completa oscuridad. Habla usted de barajar y repartir cartas, ¿con que finalidad? y usted me parece tan poco deseoso de morir como todo el mundo, por lo que le confieso que no imagino qué es lo que le trae a usted aquí.
-En verdad no comprende usted nada -replicó el señor Malthus, más animadamente-. Mi querido señor, este club es el templo de la embriaguez. Si mi delicada salud pudiera soportar esta excitación más a menudo, puede estar seguro de que vendría con más frecuencia. Debo recurrir al sentido del deber que me ha desarrollado la costumbre de la enfermedad y el régimen más estricto para evitar los excesos, y puedo decir que el club es mi último vicio. Los he probado todos, señor -continuó, poniendo la mano sobre el hombro de Geraldine-, todos sin excepción, y le aseguro, bajo mi palabra de honor, que no hay ni uno que no se haya sobreestimado grotesca y falsamente. La gente juega al amor. Pues bien, yo niego que el amor sea una profunda pasión. El miedo es la pasión profunda; es con el miedo con lo que debe usted jugar si desea saborear las alegrías más intensas de la vida. Envídieme, envídieme, señor -acabó con una risita-, ¡soy un cobarde!
Geraldine apenas pudo reprimir un movimiento de repulsión ante aquel deplorable individuo, pero se contuvo con un esfuerzo y prosiguió con sus preguntas:
-¿Y cómo, señor -inquirió-, se prolonga tanto tiempo esa excitación? ¿Dónde está el elemento de incertidumbre?
-Voy a contarle cómo se elige a la víctima de cada noche -repuso el señor Malthus, y no sólo a la víctima, sino a otro miembro del club, que será el instrumento en manos del club y el sumo sacerdote de la muerte en esa ocasión.
-¡Santo Dios! -exclamó el coronel-. Entonces, ¿se matan unos a otros?
-Los problemas del suicidio se solucionan de este modo -asintió Malthus, con un movimiento de cabeza.
-¡Dios Misericordioso! -casi oró el coronel-. ¿Y puede usted... puedo yo... puede... mi amigo... cualquiera de nosotros ser elegido esta noche como asesino del cuerpo y el alma inmortal de otro hombre? ¿Son posibles tales cosas en hombres nacidos de mujer? ¡Oh! ¡Infamia de infamias!
Estaba a punto de levantarse en su horror, cuando vio los ojos del príncipe. Le miraba fijamente desde el otro extremo de la habitación frunciendo el ceño y con aire de enfado. Geraldine recuperó su compostura en un momento.
-Después de todo -añadió-, ¿por qué no? Y puesto que usted dice que el juego es interesante, vogue la galére, ¡sigo al club!
El señor Malthus había disfrutado con el asombro y la indignación del coronel. Tenía la vanidad de los perversos y le gustaba ver cómo otro hombre se dejaba llevar por un impulso generoso mientras él, en su absoluta corrupción, se sentía por encima de tales emociones.
-Ahora -dijo-, tras su primer momento de sorpresa, está usted en situación de apreciar las delicias de nuestra sociedad. Ya ve cómo se combinan la excitación de la mesa de juego, el duelo y el anfiteatro romano. Los paganos lo hacían bastante bien; admiro sinceramente el refinamiento de su mente; pero se ha reservado a un país cristiano el alcanzar este extremo, esta quintaesencia, este absoluto de la intensidad. Ahora comprenderá qué insípidas resultan todas las diversiones para un hombre que se ha acostumbrado al sabor de ésta. El juego que practicamos -prosiguió- es de una extrema sencillez. Una baraja completa... Pero veo que va a usted a observar la cosa en di.recto. ¿Me prestaría usted su brazo? Por desgracia, estoy paralizado.
En efecto, justo cuando el señor Malthus iniciaba su descripción, se abrió otra puerta plegable y todos los miembros del club pasaron a la habitación contigua, no sin alguna precipitación. Era igual, en todos los aspectos, a la que acababan de dejar, aunque decorada de modo diferente. Ocupaba el centro una larga mesa verde, a la cual se hallaba sentado el presidente barajando un mazo de cartas con gran parsimonia. Aun con el bastón del brazo del coronel, el señor Malthus caminaba con tanta dificultad que todo el mundo estaba ya sentado antes de que los dos hombres, y el príncipe, que los había esperado, entraran en la habitación. En consecuencia, los tres se sentaron juntos en el extremo último de la mesa.
-Es una baraja de cincuenta y dos cartas -susurró el señor Malthus-. Vigile el as de espadas, que es la carta de la muerte, y el as de bastos, que designa al oficial de la noche. ¡Ah, felices, felices jóvenes! -añadió-, tienen ustedes buena vista y pueden seguir el juego. ¡Ay! Yo no distingo un as de una dama al otro lado de la mesa.
Y procedió a equiparse con un segundo par de gafas.
-Al menos, he de ver las caras -explicó.
El coronel informó rápidamente a su amigo de todo lo que había aprendido de aquel miembro honorario y de la terrible alternativa que se les presentaba. El príncipe notó un escalofrío mortal y una punzada en el corazón. Tragó saliva con dificultad y miró en derredor como perplejo.
-Una jugada arriesgada -murmuró el coronel- y aún estamos a tiempo de escapar.
Pero la sugerencia hizo al príncipe recuperar el animo.
-Silencio -dijo-
Muéstreme que sabe usted jugar como un caballero cualquier apuesta, por seria y alta que sea.
Y miró a su alrededor, de nuevo con aspecto de absoluta naturalidad, a pesar de que el corazón le latía con fuerza y un calor desagradable le inundaba el pecho. Todos los socios permanecían en silencio y atentos; alguno había palidecido, pero ninguno estaba tan pálido como el señor Malthus. Los ojos le salían de las órbitas, movía la cabeza arriba y abajo sin darse cuenta y se llevaba las manos, alternativamente, a la boca, para cubrirse los labios, temblorosos y cenicientos. Estaba claro que el miembro honorífico gozaba de su condición de miembro de manera muy sorprendente.
-Atención, caballeros -solicitó el presidente.
Y empezó a repartir las cartas lentamente por la mesa en dirección inversa, deteniéndose hasta que cada hombre había mostrado su carta. Casi todos vacilaban; y a veces los dedos de algún jugador tropezaban varias veces en la mesa antes de poder volver el terrible pedazo de cartulina. Cuando se acercaba el turno del príncipe, éste experimentó una creciente y sofocante excitación, pero había en él algo de la naturaleza del jugador y reconoció, casi con asombro, cierto placer en aquellas sensaciones. Le cayó el nueve de bastos; a Geraldine le enviaron el tres de espadas y la reina de corazones al señor Malthus, que no fue capaz de reprimir un sollozo de alivio. Casi a continuación, el joven de las tartas de crema dio la vuelta al as de bastos Quedó helado de horror, con la carta todavía entre los dedos. No había acudido allí a matar sino a ser mata do, y el príncipe, en la generosa simpatía que sentía por el joven, estuvo a punto de olvidar el peligro que todavía se cernía sobre él y su compañero.
El reparto empezaba a dar la vuelta otra vez y la carta de la Muerte todavía no había salido. Los jugadores contenían el aliento y respiraban en suaves jadeos. E1 príncipe recibió otro basto; Geraldine, una de oros; pero cuando el señor Malthus volvió la suya, un ruido horrible, como el de algo rompiéndose, le salió de la boca; y se puso en pie y volvió a sentarse sin la menor señal de su parálisis. Era el as de espadas. El miembro honorario había jugado demasiado a menudo con su terror.
La conversación se reanudó casi al momento. Los jugadores abandonaron sus posturas rígidas, se relajaron y empezaron a levantarse de la mesa y a volver, en grupos de dos o tres, al salón de fumar. El presidente estiró los brazos y bostezó, como el hombre que ha acabado su trabajo del día. Pero el señor Malthus continuaba sentado en su sitio, con la cabeza entre las manos, sobre la mesa, ebrio e inmóvil... una cosa hecha pedazos.
El príncipe y Geraldine escaparon sin perder un instante. En el frío aire de la noche, su horror por lo que habían presenciado se duplicó.
-¡Ay! -exclamó el príncipe-. ¡Estar ligado por juramento a un asunto así! ¡Permitir que prosiga, impunemente y con beneficios, este comercio al por mayor de asesinatos! ¡Si me atreviera a romper mi juramento!
-Eso es imposible para su Alteza -observó el coronel-, cuyo honor es el honor de Bohemia. Pero yo sí me atrevo, y puede que con decencia, a quebrantar el mío.
-Geraldine --dijo el príncipe-, si su honor sufriera en cualquiera de las aventuras en que usted me sigue no sólo no le perdonaría nunca, sino que -y creo que le afectaría mucho más- no me lo perdonaría a m mismo.
-Recibo las órdenes de su Alteza -repuso el coronel-. ¿Nos vamos de este maldito lugar?
-Sí -dijo el príncipe-. Llame un simón, por el amor del cielo, y trataré de olvidar en el sueño el recuerdo de esta noche desgraciada.
Pero fue evidente que el príncipe leyó atentamente el nombre de la calle antes de alejarse.
A la mañana siguiente, tan pronto como el príncipe se despertó, el coronel Geraldine le trajo el periódico, con la siguiente nota señalada:

TRÁGICO ACCIDENTE- Esta pasada madrugada, hacia las dos, el señor Bartholomew Malthus, residente en 16, Chepstow Place, Westbourne Grove, al regreso a su casa de una fiesta en casa de unos amigos, cayó del parapeto superior de Trafalgar Square, fracturándose el cráneo, así como una pierna y un brazo. La muerte fue instantánea. El señor Malthus, a quien acompañaba un amigo, estaba en el momento del infortunado suceso buscando un coche de alquiler. El señor Malthus era paralítico y se cree que la caída pudo deberse a un síncope. El infortunado caballero era bien conocido en los más respetables círculos, y su pérdida será profundamente llorada.

-Si alguna vez un alma ha ido directamente al infierno -dijo con solemnidad Geraldine- ha sido la del paralítico.
El príncipe enterró el rostro entre las manos y guardó silencio.
-Casi estoy contento de que haya muerto -siguió hablando el coronel-. Pero confieso que me duele el corazón por nuestro joven amigo de las tartas de crema.
-Geraldine -dijo el príncipe, alzando el rostro-, ese infeliz muchacho era anoche tan inocente como usted y como yo; y esta mañana tiene el alma teñida de sangre. Cuando pienso en el presidente, mi corazón enferma dentro de mí. No sé cómo lo haré, pero tendré a ese canalla en mis manos como hay Dios en el cielo. ¡Qué experiencia y qué lección fue ese juego de cartas!
-No debe repetirse nunca -dijo el coronel.
El príncipe permaneció tanto rato sin responder que Geraldine empezó a alarmarse.
-No intente usted volver allá -dijo-. Ya ha sufrido y visto demasiados horrores. Los deberes de su alta posición le prohíben arriesgarse al azar.
-Es muy cierto lo que dice -aseguró el príncipe Florizel- y a mí mismo no me agrada mi decisión. ¡Ay! ¿Qué hay bajo las ropas de los poderosos, más que un hombre? Nunca sentí mi debilidad más agudamente que ahora, Geraldine, pero es algo más fuerte que yo. ¿Puedo acaso desentenderme de la suerte del infeliz joven que cenó con nosotros hace unas horas? ¿Puedo dejar al presidente seguir su nefasta carrera sin impedimento? ¿Puedo iniciar una aventura tan fascinante y no continuarla hasta el final? No, Geraldine, demanda usted del príncipe más que lo puede dar el hombre. Iremos esta noche a sentamos de nuevo a la mesa del Club de los Suicidas.
El coronel Geraldine se puso de rodillas.
-¿Quiere su Alteza tomar mi vida? -exclamó-. Tómela, pues es suya, pero no me pida que le apoye en una empresa con riesgo tan horrible.
-Coronel Geraldine -respondió el príncipe con altivez-, su vida le pertenece sólo a usted. Lo único que pido es obediencia, y si se me ofrece a desgana, ya no la pediré. Añado sólo una palabras: su importunidad en esta cuestión ya ha sido suficiente.
El caballerizo mayor se incorporó al momento.
-Su Alteza -dijo-, ¿puedo quedar excusado de ni¡ servicio esta tarde? No me atrevo, como hombre honorable que soy, a aventurarme por segunda vez en esa casa fatídica hasta que haya puesto orden en mis Propios asuntos. Su Alteza no volverá a encontrar, yo se lo prometo, más oposición en el más devoto de sus servidores.
-Mi querido Geraldine -dijo el príncipe Florizel-, siempre lamento que me obligue usted a recordarle mi rango. Disponga del día como lo considere más conveniente, pero esté aquí antes de las once con el mismo disfraz.
El club no estaba tan concurrido en aquella segunda noche; cuando el príncipe y Geraldine llegaron, apenas había media docena de personas en la sala de fumar. Su Alteza llevó aparte al presidente y le felicitó calurosamente por el fallecimiento del señor Malthus.
-Siempre me gusta -dijo- encontrar eficacia, y ciertamente hallo mucha en usted. Su profesión es de una naturaleza muy delicada, pero veo que está usted cualificado para conducirla con éxito y discreción.
El presidente se sintió bastante afectado por los elogios de alguien tan distinguido como el príncipe y los aceptó casi con humildad.
-¡Pobre Malthy! -dijo-. El club me resulta casi extraño sin él. La mayoría de mis clientes son muchachos, mi querido señor, poéticos muchachos, que no son compañía para mí. No es que Malthy no sintiera cierta poesía, también, pero era del tipo que yo podía comprender.
-Entiendo perfectamente que sintiera usted simpatía por el señor Malthus -repuso el príncipe-. Me pareció un hombre con un carácter muy original.
El joven de las tartas de crema estaba en el salón, pero profundamente deprimido y silencioso. Sus amigos lucharon en vano por entablar una conversación con él.
-¡Cuán amargamente deseo que no les hubiera traído nunca a este infame lugar! -exclamó-. Marchen, mientras tengan limpias ahora las manos. ¡Si hubieran oído gritar al viejo cuando cayó y el ruido de sus huesos al chocar contra el pavimento! ¡Deséenme, si tienen compasión por un ser tan caído, deséenme el :,Os de espadas para esta noche!
A medida que la noche avanzaba, llegaron al club ,Unos cuantos socios más, pero el club no había congregado más que a una docena cuando todos tomaron $siento ante la mesa. El príncipe experimentó otra vez Cierto gozo en sus sensaciones de temor, pero lo que le sorprendió fue ver a Geraldine mucho más dueño de sí mismo que la noche anterior. «Es extraordinario -pensó el príncipe- que el haber hecho o no testamento influya tanto en el ánimo de un hombre joven. »
-¡Atención, caballeros! -pidió el presidente. Y empezó a repartir.
Las cartas dieron la vuelta a la mesa tres veces y ninguno de los naipes señalados había caído todavía de las manos del presidente. La excitación era sobrecogedora cuando empezó la cuarta vuelta. Quedaban las cartas justas para dar una vuelta más a la mesa. El príncipe, que estaba sentado en segundo lugar a la izquierda del presidente, debía recibir, en el orden inverso que se practicaba en el club, la penúltima carta. El tercer jugador dio la vuelta a un as negro... el as de bastos. El siguiente recibió una carta de oros, el siguiente una de corazones, y todavía no había sido entregado el as de espadas. Al final, Geraldine, que se sentaba a la izquierda del príncipe, dio la vuelta a su carta era un as, pero el as de corazones.
Cuando el príncipe vio su suerte delante, sobre la mesa, el corazón se le paró. Era un hombre valiente, pero el sudor le cubría el rostro. Tenía exactamente cincuenta posibilidades sobre cien de estar condenado. Volvió la carta: era el as de espadas. Un rugido sordo le llenó el cerebro y la mesa flotó ante sus ojos. Oyó al jugador sentado a su derecha romper en una carcajada que sonó entre la alegría y la decepción. Vio que el grupo se dispersaba rápidamente, pero su mente estaba sumida en otros pensamientos. Reconocía cúan loca y criminal había sido su conducta. En perfecto estado de salud y en los mejores años de su vida, el heredero de un trono se había jugado a las cartas su futuro y el de un país valiente y leal.
-¡Dios mío! -exclamó- ¡Que Dios me perdone!
Y con esto, la confusión de sus sentidos desapareció y recuperó el dominio de sí mismo.
Para su sorpresa, Geraldine había desaparecido. En el salón de cartas sólo estaba el carnicero designado que consultaba con el presidente, y el joven de las tartas de crema, que se deslizó hasta el príncipe y le susurró al oído:
-Le daría un millón, si lo tuviera, por su suerte.
Su Alteza no pudo evitar pensar, cuando el joven se alejó, que se la hubiera vendido por una suma mucho más moderada.
La conferencia que se desarrollaba en susurros dio a su fin. El poseedor del as de bastos abandonó la sala con una mirada de inteligencia y el presidente se acercó al infortunado príncipe y le ofreció la mano.
-Me ha encantado conocerle, señor -dijo-, y me ha encantado haber estado en situación de ofrecerle este pequeño servicio. Al menos, no podrá usted quejarse de tardanza. La segunda noche... ¡qué golpe de suerte!
El príncipe se esforzó en vano por articular alguna respuesta, pero tenía la boca seca y la lengua parecía paralizada.
-¿Se siente un poco indispuesto? -preguntó el presidente, con muestras de solicitud-. A la mayoría les ocurre. ¿Le apetece un poco de brandy?
El príncipe señaló afirmativamente y el otro 1 len inmediatamente un vaso con un poco de licor.
-¡Pobre viejo Malthy! -lamentó el presidente mientras el príncipe bebía del vaso-. Bebió casi un li tro y parece que no le hizo casi efecto.
-Yo soy más susceptible al tratamiento -repuso príncipe, bastante reanimado-. Ya estoy otra vez sereno, como puede observar. Bueno, déjeme preguntarle, ¿cuáles son mis instrucciones?
-Usted caminará por la acera de la izquierda del Strand en dirección a la City hasta que encuentre al caballero que acaba de salir. Él le dará las siguientes instrucciones y usted será tan gentil de obedecerle. La autoridad del club está investida en esa persona durante esta noche. Y ahora -finalizó el presidente-, le deseo un paseo muy agradable.
Florizel contestó a la despedida bastante secámente y se marchó. Atravesó el salón de fumar, donde e grueso de los jugadores continuaba bebiendo champán de algunas botellas que él mismo había encargad y pagado; y se sorprendió maldiciéndolos desde el fondo de su alma. Se puso el sombrero y el abrigo en e despacho y recogió su paraguas de un rincón. La rutina de estos gestos y el pensamiento de que los hacía por última vez le llevó a soltar una carcajada que 1e sonó desagradable a sus propios oídos. Sentía renuencia a dejar el despacho y se volvió hacia la ventana. La luz de las farolas y la oscuridad de la calle le hicieron volver en sí.
-Vamos, vamos, debo comportarme como u hombre -pensó- y salir fuera ahora mismo.
En la esquina de Box Court, tres hombres cayeron sobre el príncipe Florizel y sin ninguna ceremonia 1o introdujeron en un carruaje, que arrancó y se alejó a instante. Dentro había ya un ocupante.
-¿Me perdonará Su Alteza esta muestra de celo? -inquirió una voz muy familiar.
El príncipe se lanzó al cuello del coronel con un apasionado alivio.
-¿Cómo podré agradecérselo alguna vez? -exclamó-. ¿Y cómo se ha arreglado esto?
Aunque había estado dispuesto a afrontar su suerte, estaba encantado de ceder a una amistosa violencia que le devolvía de nuevo la vida y la esperanza.
-Puede agradecérmelo bastante -repuso el coronel- evitando todos estos peligros de ahora en adelante. Y en relación con su segunda pregunta, todo ha sido dispuesto por los medios más simples. Esta tarde me puse de acuerdo con un famoso detective. Se me ha garantizado el secreto y he pagado por ello. Los propios sirvientes de Su Alteza han sido los principales participantes en el asunto. La casa de Box Court está rodeada desde el atardecer y este coche, que es uno de los suyos, lleva aguardándole casi una hora.
-¿Y la miserable criatura que iba a asesinarme.... qué hay de él? -preguntó el príncipe.
-Le capturamos en cuanto salió del club -siguió explicando el coronel-, y ahora espera su sentencia en el Palacio, donde pronto van a ir a acompañarle sus cómplices.
-Geraldine -dijo el príncipe-, me ha salvado usted en contra de mis órdenes, y ha hecho bien. No sólo le debo mi vida, sino también una lección. Y no sería merecedor de mi título y mi clase si no mostrara mi gratitud a mi maestro. Elija usted el modo de hacerlo.
Se hizo una pausa, durante la cual el carruaje continuó corriendo velozmente por las calles, y los dos hombres se sumieron en sus propios pensamientos. El coronel Geraldine rompió el silencio.
-Su Alteza -dijo- tiene en este momento un número elevado de prisioneros. Hay, al menos, un criminal, de entre todos ellos, con el que se debe hacer justicia. Nuestro juramento nos prohíbe recurrir a la ley, y la discreción nos lo impediría igualmente, aunque se perdiera el juramento. ¿Puedo preguntar qué intenciones tiene Su Alteza?
-Está decidido -contestó Florizel-. El presidente debe caer en duelo. Sólo queda elegir a su adversario.
-Su Alteza me ha permitido solicitar mi recompensa -dijo el coronel-. ¿Me permite pedirle que nombre a mi hermano? Es una tarea honorable y me atrevo a asegurar a Su Alteza que el muchacho responderá con creces.
-Me pide usted un ingrato favor -repuso el príncipe-, pero no debo negarle nada.
El coronel le besó la mano con el mayor de los afectos. En ese momento, el carruaje pasó bajo los arcos de la espléndida residencia del príncipe.
Una hora más tarde, Florizel, vestido con su traje de ceremonia y cubierto con las órdenes y condecoraciones de Bohemia, recibió a los miembros del Club de los Suicidas.
-Hombres locos y malvados -empezó-, como muchos de ustedes han sido conducidos a este extremo por la falta de fortuna, recibirán trabajo y salario de mis oficiales. Los que sufran del sentimiento de la culpa deberán recurrir a un poderoso más alto y generoso que yo. Siento piedad por todos ustedes, mucho más profunda de lo que imaginan; mañana me contarán sus problemas y, cuanto más francamente me respondan, más dispuesto estaré a remediar sus infortunios. En cuanto a usted -se volvió un poco, dirigiéndose al presidente-, sólo ofendería a una persona de sus méritos ofreciéndole mi ayuda. Pero, en vez de eso, voy a proponerle un poco de diversión. Aquí -puso la mano en el hombro del hermano del coronel Geraldine-, está uno de mis oficiales, que desea realizar un pequeño viaje por Europa; y yo le pido el favor de acompañarle en esa excursión. ¿Sabe usted -siguió, cambiando el tono de voz-, sabe usted disparar bien a pistola? Porque puede que necesite usted este conocimiento. Cuando dos hombres viajan juntos, es conveniente estar preparado para todo. Déjeme añadir que, si por cualquier causa, perdiera usted al joven Geraldine por el camino, siempre tendré otro hombre de mi séquito para poner a su disposición. Y se me conoce, señor presidente, por tener tan buena vista como largo brazo.
Con estas palabras, pronunciadas con gran severidad, el príncipe finalizó su discurso. A la mañana siguiente, fueron rescatados por su generosidad y el presidente emprendió su viaje, bajo la supervisión del joven Geraldine y de un par de fieles ayudas de cámara del príncipe, fieles y bien enseñados. No contento con esto, el príncipe dispuso que dos discretos agentes se instalaran en la casa de Box Court y él personalmente controló todas las cartas, visitantes y dirigentes del Club de los Suicidas.
Aquí (dice mi autor árabe) acaba la HISTORIA DEL JOVEN DE LAS TARTAS DE CREMA, que ahora vive cómodamente en Wigmore Street, Cavendish Square. No ofrecemos el número por razones obvias. Los que deseen seguir las aventuras del príncipe Florizel y el presidente del Club de los Suicidas pueden leer a continuación la HISTORIA DEL MÉDICO Y EL BAÚL MUNDO.

2. Historia del médico y el baúl mundo

El señor Silas O. Scuddamore era un joven norteamericano, de carácter sencillo y apacible, y elfo era meritorio, pues había nacido en Nueva Inglaterra, provincia del Nuevo Mundo, no precisamente conocida por estas cualidades. Aunque era inmensamente rico, llevaba siempre la relación de todos sus gastos en una pequeña libreta de notas, y había optado por estudiar las atracciones de París desde el séptimo piso de lo que se conoce como un «hotel amueblado», en el Barrio `Latino. Su austeridad se debía mucho a la fuerza de la costumbre, y su virtud, que destacaba mucho entre 'la gente con la que se relacionaba, estaba basada, sobre todo, en su juventud y su timidez.
La habitación contigua a la suya la ocupaba una seflora, de aire muy atractivo y elegante en su indumentaria, a quien había tomado por una condesa cuando Regó. Con el tiempo, se enteró de que se la conocía con el nombre de señora Zéphyrine, y que no era una persona de título, cualquiera que fuese la posición que ocupara en la vida. La señora Zéphyrine, probablemente con la esperanza de atraer al joven americano, acostumbraba a inclinarse gentilmente cuando se cruzaban en las escaleras, diciendo alguna palabra amable o lanzando una mirada arrolladora con sus ojos negros, para desaparecer después entre un murmullo de sedas y el descubrimiento de un pie y un tobillo admirables. Pero estos intentos no estimulaban al señor Scuddamore sino, que por el contrario, le hundían más en los abismos de la depresión y la timidez. Había ido a verle varias veces para pedirle fuego o disculparse por las imaginarias molestias que le causaba su perrito. Pero la boca del joven quedaba muda en presencia de aquel ser tan superior, su francés le abandonaba en el acto, y sólo podía mirarla fijamente y tartamudear hasta que ella se iba. Lo limitado de aquel intercambio no le impedía lanzar gloriosos comentarios sobre ella cuando estaba solo y seguro con algunos de sus amigos.
La habitación del otro lado de la del americano -pues el hotel tenía tres habitaciones por planta- estaba alquilada por un viejo médico inglés de reputación bastante dudosa. El doctor Noel, pues ése era su nombre, se había visto obligado a abandonar Londres, donde gozaba de una gran e importante clientela, y se aseguraba que aquel cambio de ambiente había sido promovido por la policía. Lo cierto era que aquel hombre, que había sido casi un personaje honorable en los años anteriores de su vida, vivía ahora en el Barrio Latino con gran sencillez y en soledad, dedicado casi todo el tiempo al estudio. El señor Scuddamore había entablado conocimiento con él y los dos hombres cenaban juntos de tanto en tanto, muy frugalmente, en un restaurante del otro lado de la calle.
Silas 0. Scuddamore tenía muchos vicios pequeños, aunque de naturaleza respetable y la elegancia no le impedía concedérselos de manera a veces un poco dudosa. De sus debilidades, la mayor era la curiosidad. Era chismoso de nacimiento, y la vida, en especial aquellos aspectos en los que no tenía experiencia, le interesaba con pasión. Era un preguntón incorregible e impertinente y planteaba sus preguntas con gran insistencia y total indiscreción. Cuando había llevado una carta ajena al correo, le habían visto sopesarla en la mano, darle vueltas y vueltas, y estudiar las señas con la mayor atención. Y cuando encontró un agujero en la pared que separaba su habitación de la de la señora Zéphyrine, en lugar de cerrarlo, lo agrandó y mejoró la abertura, y lo utilizó para espiar la vida de su vecina.
Un día, hacia finales de marzo, con la curiosidad cada vez más desarrollada a medida que se abandonaba a ella, agrandó el agujero un poco más, de manera que pudiera ver otra esquina de la habitación. Aquella tarde, cuando fue, como de costumbre, a inspeccionar los movimientos de la señora Zéphyrine, quedó asombrado al encontrar la abertura oscurecida de una extraña manera por el otro lado, y todavía se sintió más avergonzado cuando el obstáculo fue súbitamente retirado y oyó una carcajada. Un poco de yeso debía de haber revelado el secreto de su espionaje y su vecina le había devuelto el cumplimiento de la misma manera. El señor Scudddamore se sintió terriblemente molesto y condenó sin piedad a la señora Zéphyrine; se culpó a sí mismo de lo ocurrido; pero cuando, al día siguiente, comprobó que ella no había tomado medidas para privarle de su entretenimiento favorito, continuó aprovechándose de su descuido y satisfaciendo su vana curiosidad.
Al día siguiente, la señora Zéphyrine recibió una larga visita. Era un hombre alto y desgarbado, de más de cincuenta años, a quien Silas no había visto nunca. Su traje de tweed y su camisa de colores, así como sus gruesas patillas, indicaban que era inglés, pero tenía unos ojos grises y opacos que infundieron en Silas una sensación de frialdad. Estuvo haciendo muecas con la boca, de un lado a otro, y de arriba abajo, durante toda la conversación, que se desarrolló en susurros. Al joven de Nueva Inglaterra le pareció que, más de una vez' el hombre señalaba con sus gestos hacia su habitación; pero lo único claro que pudo concluir, con toda su escrupulosa atención, fue una frase que dijo en voz un poco más alta, como en respuesta a alguna resistencia u oposición:
-He estudiado sus gustos con la mayor atención, y le digo y le repito que usted es una la única mujer de esa clase con la que puedo contar.
La señora Zéphyrine respondió a estas palabras con un suspiro e hizo un ademán de aparente resignación, como quien se rinde ante una indiscutible autoridad.
Esa tarde, el observatorio quedó clausurado definitivamente, cuando en el otro lado se colocó un armario ropero delante. Pero cuando Silas estaba todavía lamentándose de este infortunio, que atribuía a una malévola sugerencia de aquel inglés, el portero le trajo una carta escrita con letra de mujer. Estaba escrita en francés, con una ortografía no muy correcta, no llevaba firma, y en los términos más sugestivos invitaba al joven americano a acudir a un lugar determinado del baile Bullier a las once de aquella noche. La curiosidad y la timidez libraron una larga batalla en su interior; a veces era todo virtud, a veces era todo ardor y osadía. El resultado final fue que, mucho antes de las diez, el señor Silas 0. Scuddamore se presentó impecablemente vestido en la puerta del salón de baile Bullier y pagó su entrada con una sensación de temeraria desenvoltura que no carecía de encanto.
Eran los días de carnaval y el salón estaba repleto y ruidoso. Las luces y la muchedumbre intimidaron bastante al principio a nuestro joven aventurero, pero después se le subieron a la cabeza en una especie de embriaguez que le hizo sentirse en posesión de su más íntimo atrevimiento. Se sentía dispuesto a enfrentarse al diablo, y se paseó ostentosamente por el salón con toda la seguridad de un caballero. Mientras efectuaba su recorrido, localizó a la señora Zéphyirine, y a su hombre inglés, que estaban conferenciando detrás de una columna. El espíritu felino de la curiosidad le dominó al momento y fué acercándose cada vez más a la pareja por detrás, hasta que pudo escuchar lo que hablaban.
-Aquél es el hombre -decía el inglés-. Aquél del pelo largo rubio, el que está hablando con la chica vesIda de verde.
Silas identificó a un joven muy apuesto, de baja estátura, que era claramente el objeto de aquella designación.
-De acuerdo -dijo la señora Zéphyrine-. Haré todo lo que pueda. Pero recuerde que hasta las mejores podemos fallar en estos asuntos.
-¡Bah! -replicó su compañero-. Respondo del resultado. ¿No la he escogido de entre treinta? Vaya, pero tenga cuidado con el príncipe. No puedo imaginar qué maldita casualidad le ha traído aquí esta noche. Como si no hubiera docenas de bailes en París más merecedores de él que esta escandalera de estudiantes y comerciantes. Mírele donde está sentado: parece más un emperador en su casa que un príncipe de vacaciones.
Silas tuvo otra vez suerte. Pudo ver a un hombre de constitución fuerte, de gran apostura y aire majestuoso y cortés, sentado a una mesa con otro hombre joven también apuesto, varios años más joven, que se dirigía 4 él con explícita deferencia. El título de príncipe sonó agradablemente a los oídos republicanos de Silas y el aspecto de la persona a quien se aplicaba aquel título ejerció el habitual encanto sobre él. Dejó que la señora Zéphyrine y su inglés se cuidasen el uno al otro y, abriéndose paso entre la multitud, se aproximó a la mesa que el príncipe y su confidente habían honrado con su elección.
-Le digo, Geraldine -decía el primero-, que esta actuación es una locura. Usted mismo (y me complace recordarlo) eligió a su hermano para este arriesgado servicio, y tiene usted el deber de vigilar su conducta. Ha consentido permanecer varios días en París, lo cual ya es una imprudencia considerando el carácter del hombre con el que trata. Y ahora, cuando le faltan cuarenta y ocho horas para la partida, cuando le quedan dos o tres días para la prueba decisiva, le pregunto si éste es el lugar adecuado para pasar el rato. Debería estar practicando en una galería de tiro, durmiendo las horas necesarias y haciendo un ejercicio moderado de paseos; debería seguir una dieta rigurosa, sin vinos blancos ni brandy. ¿Se cree ese chiquillo que estamos representando una comedia? La cosa es mortalmente seria, Geraldine.
-Conozco al muchacho demasiado para entrometerme -dijo el coronel Geraldine- y lo bastante bien como para no alarmarme. Es mucho más precavido de lo que usted imagina y tiene un valor extraordinario. Si hubiera alguna mujer en medio, quizá no lo aseguraría tanto, pero confío al presidente a sus manos y en las de los dos sirvientes, sin la menor aprensión.
-Me alegra enormemente oírlo -replicó el príncipe-, pero no me siento del todo tranquilo. Esos sirvientes son espías muy bien adiestrados y ¿acaso no ha conseguido el bribón eludir su vigilancia en tres ocasiones y dedicar varias horas a asuntos suyos, seguramente peligrosos? Un aficionado podría haberle perdido por casualidad, pero si despistó a Rudolph y Jérome debe de haber sido con un propósito determinado y por un hombre con extraordinaria habilidad y con poderosos motivos.
-Creo que ahora el asunto está entre mi hermano y yo -dijo Geraldine con cierto matiz de ofensa en la voz.
-Me parece bien que sea asi, coronel Geraldine -afirmó el príncipe Florizel-. Quizá por esta misma razón debería estar usted más dispuesto a aceptar mis consejos. Pero basta ya. Esa chica de amarillo baila maravillosamente.
Y la conversación derivó a los temas acostumbrados de un salón de baile de París y de la época de carnaval.
Silas recordó entonces dónde estaba y que estaba a punto de dar la hora en que debía encontrarse en el lugar que le habían indicado. Cuanto más reflexionaba sobre ello, menos le agradaba la idea y como en ese
momento un empujón de la multitud empezó a llevarle en dirección a la puerta, se dejó llevar sin oponer resistencia. La corriente humana le dejó en una esquina, bajo la galería, y allí le llegó inmediatamente a los
oídos la voz de la señora Zéphyrine. Estaba hablando en francés con el joven de la melena rubia que le había señalado el extraño inglés media hora antes.
-Tengo un nombre que proteger -decía ella-. Si no, no pondría más objeciones que las que mi corazón me dictara. Sólo ha de decirle eso al portero y le permitirá pasar sin una palabra más.
, -Pero ¿por qué esas palabras de una deuda? -objetó su acompañante.
-¡Santo cielo! -exclamó ella-. ¿Cree usted que no conozco mi propio hotel?
Y se alejó, colgada cariñosamente del brazo de su acompañante.
Esto recordó a Silas su carta. «Diez minutos más -pensó-, y puede que esté paseando con una mujer tan hermosa como ésta, quizá hasta más elegante.... puede que una dama verdadera o una aristócrata. » Pero entonces recordó la ortografía y se sintió un poco descorazonado. «A lo mejor la ha escrito su doncella», imaginó.
Sólo faltaban ya unos minutos para la hora en el reloj, y esta cercanía le hizo latir el corazón con una rapidez desconocida y hasta cierto punto desagradable. Reflexionó con alivio que no estaba en absoluto obligado a comparecer. La virtud y la cobardía se unían y se dirigió otra vez a la puerta, ahora por su -Propia decisión, luchando contra el flujo del gentío que ahora se movía en dirección contraria. Quizá esta Prolongada resistencia le cansó o se hallaba en ese estado mental en que basta que una determinación se prolongue unos minutos para producir una decisión y un propósito diferentes al original. Finalmente, se dio la vuelta por tercera vez y ya no se detuvo hasta que encontró un lugar donde ocultarse, a pocos pasos del punto de la cita.
Allí sufrió una verdadera agonía y varias veces rogó al Cielo que viniese en su ayuda, pues Silas había sido educado devotamente. No sentía ahora deseo ninguno del encuentro; sólo le impedía escapar el absurdo temor de que se le creyera cobarde; pero ese temor era tan poderoso que se sobreponía a todas las otras razones; y, aunque no le decidía a avanzar, le impedía echar a correr de una vez. Por último, el reloj señaló diez minutos más de la hora. El ánimo del joven Scuddamore empezó a serenarse; escrutó desde donde se encontraba y no vio a nadie en el lugar de la cita; sin duda su anónimo corresponsal se había cansado de esperar y había marchado. Se sintió tan audaz como antes se había sentido tímido. Le pareció que si acudía finalmente a la cita, aunque fuese tarde, quedaría limpio de cualquier sospecha de cobardía. Empezó a sospechar que le habían gastado una broma y se felicitó a sí mismo de su astucia al haber recelado de sus engañadores. ¡Así de vanidosa es la mente de un muchacho!
Armado con estas reflexiones, avanzó valerosamente desde su rincón y, no había dado dos pasos, cuando una mano le cogió por el brazo. Se volvió y se encontró con una dama, alta, de porte majestuoso y maneras señoriales, pero sin ninguna señal de seriedad en la mirada.
-Veo que es usted un seductor muy seguro de sí mismo -dijo la dama-, puesto que se hace esperar. Pero estaba decidida a encontrarme con usted. Cuando una mujer se olvida tanto de sí misma como para dar el primer paso, deja atrás todas las pequeñas consideraciones del orgullo.
Silas se sintió sobrecogido por el tamaño y los atractivos de su acompañante, así como por la manera súbita en que había caído sobre él. Pero ella pronto lo tranquilizó. Se conducía de manera gentil y afectuosa; le animaba a hacer bromas, que le aplaudía con entusiasmo, y, en muy poco tiempo, entre esas atenciones y un uso abundante de un brandy caliente, ella logró no sólo inducirle a imaginarse enamorado sino incluso a que le declarase su pasión de manera vehemente.
-¡Ay! -exclamó la dama-. No sé si no debería lamentar este momento, por grande que sea el placer que me producen sus palabras. Hasta ahora, yo sufría sola; en adelante, mi pobre muchacho, sufriremos dos. No soy dueña de mis actos. No me atrevo a pedirle que venga a visitarme a mi casa, pues allí me acechan unos ojos celosos. Veamos -añadió-, soy más mayor que usted, aunque sea mucho más débil; y si bien confío en su valor y determinación, debo utilizar mi conocimiento del mundo y de la vida en provecho de los dos. ¿Dónde vive usted?
Él le respondió que se alojaba en un hotel amueblado y le dio el nombre de la calle y el número. Ella pareció reflexionar unos minutos, haciendo un esfuerzo por pensar.
-Bueno -dijo, finalmente-. Será usted fiel y obediente, ¿no es verdad?
Silas le aseguró ansiosamente su fidelidad.
-Mañana por la noche, entonces -prosiguió ella con una sonrisa alentadora-. Debe usted quedarse en casa toda la tarde; si vienen amigos a visitarle, despídalos en seguida con el primer pretexto que se le ocurra. ¿Suelen cerrar el portal a las diez?
-A las once -contestó Silas.
-A las once y cuarto -siguió la dama-, salga de su casa. Llame para que le abran la puerta y, sobre todo no se ponga a conversar con el portero, pues eso lo estropearía todo. Vaya directo a la esquina de los jardines de Luxemburgo con el Boulevard. Me encontrará allí esperándole. Confío en que seguirá mis advertencias punto a punto; recuerde que si me falla, aunque sólo sea en una, acarreará problemas gravísimos a una mujer cuya única falta es haberle visto y haberse enamorado de usted.
-No veo la utilidad de todas estas instrucciones -opinó Silas.
_Me parece que ya empieza usted a tratarme como mi dueño -exclamó ella, golpeándole suavemente en el brazo con el abanico-. ¡Paciencia, paciencia! Todo llegará a su tiempo. Una mujer quiere que la obedezcan al principio, aunque después su placer es obedecer. Haga lo que le pido, ¡por el amor de Dios!, o no respondo de nada. En realidad, ahora que lo pienso -añadió, como si resolviera de pronto alguna dificultad- tengo un plan mejor para evitar cualquier visita inoportuna. Dígale al portero que no deje entrar a nadie a visitarle, excepto a una persona que posiblemente acuda esa noche a cobrar una deuda; y hable con sentimiento, como si le diera miedo la visita, de modo que se tome en serio sus palabras.
-Creo que podría usted confiar en que sé protegerme solo de los intrusos -dijo él, con una nota de resentimiento en la voz.
-Me gusta arreglar las cosas así -contestó ella con frialdad-. Conozco a los hombres; no hacen ustedes ningún caso de la reputación de una mujer.
Silas enrojeció y se sintió un poco avergonzado, porque en el panorama que se le presentaba había incluido el vanagloriarse delante de sus amigos.
-Sobre todo no hable con el portero al salir -insistió la mujer.
-¿Por qué? -inquirió él-. De todas sus instrucciones, ésta me parece la menos importante.
-Al principio dudó usted de la conveniencia de algunas de las otras, que ahora entiende muy necesarias -replicó ella-. Créame, esto también tiene su sentido, lo verá a su tiempo. ¿Y qué debo yo pensar de su afecto por mí, si rechaza usted tales trivialidades en nuestro primer encuentro?
Silas se enredó en explicaciones y disculpas, pero a la mitad ella miró el reloj y dio una palmada, ahogando un grito de sorpresa.
-¡Cielos! -exclamó-. ¿De veras es tan tarde? No puedo perder un instante. ¡Ay! ¿Pobres mujeres, cuán esclavas somos! ¿Cuánto no he arriesgado ya por usted?
Y, tras repetirle sus instrucciones, que combinó ampliamente con caricias y miradas de entrega, se despidió de él diciéndole adiós y desapareció entre la multitud.
Durante todo el día siguiente, Silas se sintió embargado, por un sentimiento de gran importancia. Estaba Zonvencido, ahora, de que la dama era una condesa y cuando cayó la tarde siguió minuciosamente todas sus indicaciones y se dirigió a los jardines de Luxemburgo a la hora acordada. No había nadie. Aguardó durante ,casi media hora, mirando los rostros de todos los que paseaban o deambulando por el derredor. Fue a las esquinas próximas del Boulevard y dio la vuelta completa a las verjas de los jardines, pero no había ninguna hermosa condesa que se arrojara en sus brazos. Finalmente, muy malhumorado, dirigió sus pasos nuevamente de vuelta al hotel. En el camino, recordó las palabras que había oído entre la señora Zéphyrine y el hombre de cabello rubio, y éstas le provocaron un desasosiego infinito. «Parece -pensó-, que todo el mundo tiene que decirle mentiras a nuestro portero.»
Tocó el timbre, la puerta se abrió ante él y el portero apareció en pijama ofreciéndole una luz.
-¿Se ha marchado él? -preguntó.
-¿Él? ¿A quién se refiere? -inquirió a su vez Silas, un poco secamente, por su disgusto por la cita.
-No le he visto salir -siguió el portero-, pero espero que le haya pagado usted. En esta casa, no nos gusta tener inquilinos que no pueden cumplir con sus deudas.
-¿De qué demonios está hablando? -preguntó Silas, rudamente-. No entiendo una palabra de toda esta cháchara.
-Del hombre bajo, rubio, que vino a por la deuda -respondió el portero-. Creo que es ése. ¿Quién más podía ser si tenía órdenes suyas de no admitir a nadie más?
-¡Por Dios! Por supuesto que no ha venido nadie.
-Yo creo lo que creo -repuso el portero, componiendo una mueca burlona con la lengua en la mejilla.
-Es usted un condenado pícaro -gritó Silas.
Pero, sintiendo que había hecho el ridículo con su brusquedad, y asaltado a la vez por unas alarmas inconscientes, se dio la vuelta y empezó a subir a toda prisa las escaleras.
_¿Entonces, no quiere la luz? -gritó el portero.
Pero Silas se limitó a subir más deprisa y no se paró hasta que llegó al séptimo piso y a la puerta de su propia habitación. Esperó un momento para recobrar el aliento, asaltado por los peores presentimientos y casi temeroso de penetrar en la habitación.
Cuando al final entró, sintió alivio al encontrarla a oscuras y, en apariencia, sin nadie dentro. Respiró hondo. Estaba otra vez en casa, y a salvo, y aquélla iba a ser su última locura tan cierto como que había sido la primera. Guardaba las cerillas en la mesita de noche y avanzó a ciegas hacia allá. Mientras se movía, volvió a sentirse inquieto, y cuando su pie alcanzó un obstáculo le satisfizo comprobar que no era nada más alarmante que una silla. Al final, tocó las colgaduras del lecho. Por la situación de la ventana, que era claramente visible, supo que estaba a los pies de la cama y que sólo tenía que seguir a tientas un poco mas para llegar a la mesita de noche.
Bajó la mano, pero lo que tocó no fue sólo el cobertor era el cobertor con algo debajo que parecía la forma de una pierna humana. Silas retiró la mano y se quedó petrificado. «¿Qué puede significar todo esto», se preguntó.
Escuchó con atención, pero no se percibía sonido alguno de respiración. Una vez más, con un tremendo esfuerzo, tocó con la punta del dedo el lugar que había tocado antes. Pero esta vez saltó medio metro atrás, temblando y paralizado de horror. En su cama había álgo. No sabía lo qué era, pero había algo.
Transcurrieron unos segundos hasta que logró moverse. Luego, guiado por el instinto, fue derecho a las cerillas y, de espaldas a la cama, encendió una vela. En la llama prendió, se dio la vuelta lentamente y miró hacia lo que temía ver. Con seguridad, era lo peor que su imaginación había podido concebir. La sobrecama estaba cuidadosamente estirada sobre las almohadas, pero modelaba la silueta de un cuerpo humano que permanecía inmóvil. Silas dio un salto adelante, apartó de un tirón las sábanas y reconoció al joven del cabello rubio que había visto la noche anterior en el salón de baile Bullier. Tenía los ojos abiertos pero sin lada, el rostro hinchado y negro, y un fino reguero de sangre le corría desde la nariz.
Silas lanzó un prolongado y trémulo gemido, dejó 'Caer la vela y cayó de rodillas junto a la cama. Le despertó del atontamiento en que le había sumido su terrible descubrimiento un tenue golpeteo en la puerta. Tardó unos segundos en recordar su situación y, cuando se precipitó a evitar que nadie entrara en la habitación, era ya demasiado tarde. El doctor Noel, tocado con un alto gorro de dormir y transportando una lámpara que iluminaba sus blancas facciones, empujó lentamente la puerta abierta, entró mirando a uno y otro lado con la cabeza inclinada como un pájaro, y se colocó en el
medio de la habitación.

-Creí oír un grito -empezó el doctor-, y, temiendo que no se encontrara usted bien, no he dudado en permitirme esta intrusión.

Silas se mantuvo entre el doctor y el lecho, con la cara roja y notando los latidos de terror de su corazón,
pero no encontró voz suficiente para responder.

-Está usted a oscuras -siguió el doctor- y no ha empezado siquiera a prepararse para descansar. No me persuadirá usted fácilmente contra lo que veo con mis propios ojos y su rostro declara con la mayor elocuencia: usted necesita un médico o un amigo. ¿Cuál de las dos cosas será? Déjeme tomarle el pulso, que a menudo nos informa de cómo va el corazón.

Avanzó hacia Silas, que se retrocedió unos pasos, e intentó cogerle la muñeca, pero la tensión nerviosa del
joven norteamericano era demasiado grande ya para aguantar más. Evitó al doctor con un movimiento enfebrecido, se tiró al suelo y rompió a llorar a raudales.

En cuanto el doctor Noel percibió la forma del hombre muerto en el lecho se le oscureció la cara. Corrió hacia la puerta, que habla dejado abierta, la cerró apresuradamente y le echó doble llave.

-¡Arriba! -gritó, dirigiéndose a Silas con voz estridente-. No es momento de llorar. ¿Qué ha hecho usted? ¿Cómo ha llegado este cuerpo a su habitación? Hable francamente a alguien que puede ayudarle. ¿Imagina usted que voy a hundirle? ¿Cree usted que este pedazo de carne muerta en sus almohadas altera de algún modo la simpatía que siempre me ha inspirado usted? Juventud crédula, el horror con que observa las acciones la ley ciega e injusta no se contagia a los ojos de los que le aprecian de verdad. Si viera a mi mejor amigo volver a mí envuelto en mares de sangre, nada cambiaría en mi afecto. Levántese -siguió-, la
bondad y la maldad son una quimera; no hay nada en vida salvo el destino, y cualesquiera sean las circunstancias en que se encuentre, hay alguien a su lado, que le ayudará hasta el final.
Animado de esta manera, Silas consiguió dominarse y, con voz quebrada y auxiliado por las preguntas del doctor, consiguió al final ponerle al corriente de los hechos. Mas omitió la conversación entre el príncipe y Geraldine, pues no había comprendido su sentido y no creía que guardara relación alguna con su des
-¡Ay! -exclamó el doctor Noel-. 0 mucho me equivoco o ha caldo usted con toda inocencia en las manos más peligrosas de Europa. ¡Pobre chico, qué abismo se le ha abierto por su simpleza! ¡A qué mortal peligro le han conducido sus inconscientes pies! ¿Podría usted describirme a ese hombre -preguntó-, ese
inglés a quien vio usted dos veces, del que sospecho es el cerebro de toda la intriga? ¿Era joven o viejo? ¿Bajo o alto?
Pero Silas, que, a pesar de toda su curiosidad no tenía ojos para ver, fue incapaz de proporcionar más que neras generalidades, que hacían imposible reconocer al hombre.
-¡Pondría una asignatura obligatoria en todos los colegios! -gritó, enfadado, el doctor---. ¿De qué sirve tener vista y un lenguaje articulado, si un hombre no es capaz de observar y reconocer los rasgos de su enenigo? Yo, que conozco a todos los gángsteres de Europa, podría haberle identificado y asi conseguir nuevas armas para defenderle. Cultive este arte en el futuro, mi pobre muchacho; puede serle de utilidad.
-¡El futuro! -exclamó Silas-. ¿Qué futuro hay para mí, excepto la horca?
-La juventud es una edad cobarde -repuso el doctor-, y los problemas de un hombre parecen más negros de lo que son. Soy ya viejo, y sin embargo no desespero nunca.
-¿Puedo contarle una historia así a la policía? preguntó Silas.
-Seguro que no -replicó el doctor-. Por lo que ya anticipo de la maquinación en que le han implicado, su caso es desesperado por ese lado. Para las estrechas miras de las autoridades usted será, inevitablemente, el culpable. Y recuerde que sólo conocemos una par-te del complot. Sin duda, los mismos infames conspiradores habrán preparado otros muchos detalles que se descubrirían en otra encuesta de la policía y sólo acentuarían más su culpabilidad que su inocencia.
-¡Estoy perdido, entonces! -gritó Silas.
-No he dicho eso -repuso el doctor Noel-, pues soy un hombre prudente.
-¡Pero mire eso! -insistió Silas, señalando el cuerpo-. Mire ese cuerpo en mi cama, y no puedo explicarlo, ni hacerlo desaparecer, ni mirarlo sin horror.
-¿Horror? -exclamó el doctor-. No. Cuando un reloj como éste deja de funcionar, para mí ya no es más que una ingeniosa pieza de maquinaria para ser investigada con el bisturí. Cuando la sangre se enfría y se estanca, deja de ser sangre humana; cuando la carne está muerta ya no es esa carne que deseamos en nuestros amantes y respetamos en nuestros amigos. La gracia, la atracción, el terror, todo se ha desvanecido con el espíritu que los animaba. Acostúmbrese a mirarlo con calma, pues si mi plan puede llevarse a la práctica, tendrá que vivir unos días en la proximidad de eso que ahora tan enormemente le horroriza.
-¿Su plan? -exclamó Silas-. ¿Qué plan? Dígamelo ahora mismo, doctor, porque apenas me resta valor para continuar viviendo.
El doctor Noel se volvió hacia el lecho sin responder y procedió a examinar el cuerpo.
-Muerto, desde luego -murmuró-. Sí, como había supuesto, los bolsillos vacíos. Y también han cortado el nombre de la camisa. Han hecho el trabajo con cuidado y a fondo. Afortunadamente, es de baja estatura.
Silas atendía a sus palabras con extrema ansiedad. por último, el doctor, finalizado su reconocimiento, se sentó en una silla y se dirigió al joven americano sonriendo.
-Desde que entré en esta habitación -dijo-, aunque he tenido muy ocupados los oídos y la lengua, no he dejado sin trabajar a mis ojos. Hace un momento observé que tiene usted allí, en el rincón, uno de esos artefactos monstruosos que sus compatriotas arrastran con ellos a todas partes del globo: en una palabra, un baúl Saratoga. Hasta este momento no había sido nunca capaz de imaginarme la utilidad de esos muebles, pero empiezo a hacerme una idea. No me decidiría a afirmar si han servido para el comercio de esclavos o para evitar las consecuencias de un uso excesivo del puñal. Pero veo claramente algo: la finalidad de un baúl así es contener un cuerpo humano.
-No me parece -exclamó Silas-, que sea la situación adecuada para bromas.
-Aunque me exprese con cierto humor -replicó el doctor-, mis palabras son absolutamente serias. Y la primera cosa que debemos hacer, mi joven amigo, es vaciar el cofre de todo su contenido.
Silas se puso a disposición del doctor Noel, obedeciendo su autoridad. El baúl Saratoga no tardó en quedar vacío y su contenido desparramado por el suelo. Entonces, Silas tomó el cadáver por los talones y el doctor por los hombros y lo sacaron de la cama. Tras algunas dificultades, lo doblaron y lo introdujeron por entero en el baúl vacío. Con un esfuerzo por parte de ambos, forzaron la tapa y cerraron el baúl sobre aquel extraño equipaje, y el doctor le echó la llave y lo ató en varias vueltas con una cuerda. Mientras tanto, Silas guardó en el armario y la cómoda los objetos que habían sacado.
-Ahora -dijo el doctor-, ya hemos dado el primer paso hacia su salvación. Mañana, o incluso hoy, será su trabajo eliminar las sospechas del portero, pagándole todo lo que le debe; mientras, puede usted confiar en que dispondré todo lo necesario para que las cosas terminen bien. Entre tanto, acompáñeme a mi habitación y le daré un buen narcótico, pues, haga lo que haga, debe usted descansar.
El día siguiente fue el más largo de los que Silas recordaba; parecía que no acabaría nunca. Se negó a ver a sus amigos y se sentó en un rincón con la vista fija en el baúl mundo, en fúnebre contemplación. Sus anteriores indiscreciones se volvían ahora en su contra, pues se dio cuenta de que el observatorio había sido abierto otra vez y de que era continuamente observado desde la habitación de la señora Zéphyrine. Llegó a serle tan desagradable que al final se vio obligado a taponar él mismo el agujero por su lado; y, cuando estuvo seguro de no ser observado, pasó buena parte del tiempo llorando contritamente y rezando.
A última hora de la tarde, el doctor Noel entró en la habitación llevando en la mano un par de sobres cerrados sin dirección, uno de los cuales era bastante grueso, mientras que el otro parecía vacío.
_Silas -empezó, sentándose en la mesa-, ha llegado el momento de que le explique el plan que he forjado para salvarle. Mañana por la mañana, a primera hora, el príncipe Florizel de Bohemia regresa a Londres, tras pasar unos días de diversión en el carnaval de París. Tuve la fortuna, hace bastante tiempo, de prestar al coronel Geraldine, su caballerizo mayor, uno de esos servicios, bastante frecuentes en mi profesión, que nunca se olvidan por ambas partes. No debo explicarle la naturaleza de su compromiso para conmigo; baste decir que sé que está dispuesto a servirme en lo que le sea posible. Ahora bien, es preciso que llegue usted a Londres sin que le abran el baúl. Puede que las aduanas sean un obstáculo fatal, pero he pensado que, r razones de cortesía, el equipaje de una persona tan como el príncipe pasará sin ser examinado por los oficiales de aduanas. He recurrido al coronel Geraldine y he obtenido una respuesta afirmativa. Si va usted mañana, antes de las seis, al hotel donde se aloja el príncipe, el baúl será recogido como parte de su equipaje y usted mismo hará el viaje como miembro de su séquito.
-Mientras hablaba, he recordado que ya he visto príncipe y al coronel Geraldine. Incluso escuché, de pasada, parte de su conversación la otra noche, en el baile del Bullier.
-Es muy probable, porque al príncipe le agrada con todas las clases sociales -asintió el doctor Una vez llegue usted a Londres -prosiguió-, habrá finalizado prácticamente su tarea. En este sobre grueso le entrego una carta a la que no me atrevo a poner dirección; pero en la otra encontrará usted las señas de la casa adonde debe llevar la carta junto con el baúl, que se quedará allí y no volverá a molestarlo.
¡Ay! -exclamó Silas-. Me gustaría creerle, cómo va a ser posible? Me abre usted una halagüeña perspectiva, pero ¿cree que puedo aceptar una solución tan improbable? Sea mas generoso, y permítame entender mejor lo que se propone.
El médico pareció dolorosamente impresionado.
-Joven -contestó-, no sabe usted cuán difícil es lo que me pide. Pero sea. Ya estoy habituado a la humillación y no puedo negarle esto después de lo que ya he hecho por usted. Sepa, pues, que aunque ahora ofrezco a una apariencia tan reposada, austera, solitaria, de hombre sólo adicto al estudio, cuando era más joven mi nombre era el grito de guerra de las almas más astutas y peligrosas de Londres; y, aunque en público era objeto de respeto y consideración, mi verdadero poder residía en las relaciones más secretas, terribles y criminales. A una de esas personas que entonces me obedecían es a quien ahora me dirijo para liberarle a usted de su carga. Eran hombres de diferentes naciones y poseedores de las más distintas habilidades, unidos todos por un temible juramento, que trabajaban para el mismo propósito. La finalidad de la asociación era el asesinato; y yo, el que ahora le habla, tan inocente en apariencia, era el jefe de tan despreciable banda.
-¿Cómo? -gritó Silas-. ¿Un asesino? ¿Alguien que comerciaba con el asesinato? ¿Voy a estrecharle la mano? ¿Cómo debo aceptar su ayuda? Viejo siniestro y asesino, ¿va usted a hacerme su cómplice, aprovechándose de mi juventud y mi desgracia?
El doctor rió con amargura.
-Es usted difícil de complacer, señor Scuddamore -dijo-, pero ahora le ofrezco elegir entre la compañía de un asesino o la de un asesinado. Si su conciencia es demasiado exquisita para aceptar mi ayuda, dígalo e inmediatamente le dejaré. De ahora en adelante, puede usted encargarse de su baúl y de lo que contiene como mejor convenga a su intachable conciencia.
-Confieso que me he equivocado -se disculpó Silas-. Debería haber recordado con cuánta generosidad se ofreció usted a protegerme, incluso antes de que yo le convenciera de mi inocencia; seguiré atendiendo sus consejos con gratitud.
-Eso está bien -repuso el doctor-, y me parece advertir que está usted empezando a aprender algunas de las lecciones de la experiencia.
-Al mismo tiempo -continuó el joven americano-, puesto que se confiesa usted mismo acostumbrado a estos trágicos asuntos, y las personas a las que me recomienda son sus antiguos amigos y asociados, ¿no podría encargarse usted mismo del transporte del baúl y librarme de una cuestión tan odiosa?
-Le doy mi palabra -le dijo el doctor- de que le admiro cordialmente. Si no cree usted que ya me he metido bastante en sus intereses, crea que yo opino, de todo corazón, lo contrario. Acepte o rechaze mis servicios como se los ofrezco y no me incomode con palabras de gratitud, pues valoro su consideración menos que su inteligencia. Llegará el día, si tiene usted la suerte de vivir muchos años con buena salud, en que recordará todo esto de manera distinta y se sonrojará por su comportamiento de esta noche.
Con estas palabras, el doctor se levantó de la silla, repitió sus instrucciones clara y sucintamente, y salió de la habitación sin dejar tiempo a Silas de responderle.
A la mañana siguiente, Silas se presentó en el hotel, donde fue recibido muy educadamente por el coronel Geraldine y liberado, desde aquel momento, de cualquier preocupación por el baúl y su tétrico contenido.
El viaje transcurrió sin incidentes significativos, aunque el joven se estremeció más de una vez al escuchar
a los marineros y mozos de estación del peso inusual del equipaje del príncipe. Silas viajó en el coche con la servidumbre, pues el príncipe decidió viajar solo con su caballerizo mayor.
Una vez a bordo del vapor, sin embargo, Silas atrajo la atención del príncipe por la actitud de melancolía con que miraba el montón de las maletas, pues seguía sintiéndose presa de inquietudes por el futuro.
-Hay un joven -observó el príncipe-, que parece tener motivos de preocupación.
-Es el americano para quien pedí permiso a Su Alteza para viajar con su séquito.
-Me recuerda usted que no he sido bastante cortés con él -dijo el príncipe y, dirigiéndose a Silas, le habló con exquisita condescendencia: -Me ha encantado, joven señor, poder satisfacer el deseo que me hizo llegar a través del coronel Geraldine. Recuerde, por favor, que en cualquier momento me sentiré contento de prestarle un favor más importante.
A continuación, pasó a hacerle algunas preguntas sobre cuestiones políticas de América, que Silas respondió con sensatez y conocimiento.
-Es usted un hombre joven todavía -dijo el príncipe-, pero observo que es demasiado serio para su edad. Quizá dedica su atención a estudios muy duros. Pero, quizá, estoy siendo indiscreto y estoy tocando un tema doloroso.
-En verdad, tengo motivos para sentirme el más desgraciado de los hombres -respondió Silas-. Nunca se ha abusado con tanta injusticia de una persona más inocente.
-No le pediré que se confíe a mí -replicó el príncipe Florizel-, pero no olvide que la recomendación del coronel Geraldine es un salvoconducto infalible; y que no sólo estoy dispuesto, sino posiblemente soy más capaz que muchos otros, para prestarle un servicio.
Silas quedó encantado con la amabilidad del gran personaje, pero su mente volvió pronto a entregarse a sus tristes meditaciones, pues ni el favor de un príncipe con un republicano puede descargar al espíritu abatido de sus ansiedades.
El tren llegó a Charing Cross, donde, como siempre, los funcionarios del Tesoro respetaron el equipaje del príncipe. Los coches más elegantes estaban aguardando y Silas fue conducido, con el resto del séquito, a la residencia del príncipe. Allí, el coronel Geraldine fue a saludarlo y le expresó su satisfacción por haber podido ser de utilidad a un amigo del médico, por quien sentía una extrema consideración.
-Espero -añadió- que no encuentre usted dañada ninguna de sus porcelanas. Se dieron órdenes especiales para tratar con el mayor cuidado las maletas del príncipe.
Después ordenó a los criados que pusieran uno de los coches a la disposición del joven y que cargaran de inmediato el baúl. El coronel le estrechó la mano y se excusó de despedirse, pues debía cumplir sus obligaciones en la casa del príncipe.
Silas entonces rompió el sello del sobre que contenía las señas y ordenó al criado que lo condujeran a Box Court, una calle que salía del Strand. Pareció que el lugar no le era del todo desconocido al hombre, pues le miró con sorpresa y pidió que le repitieran la dirección. Silas subió al lujoso automóvil con el corazón sobresaltado y así siguió mientras le conducían a su destino. La entrada de Box Court era demasiado estrecha para el paso de un coche, pues se trataba de un sencillo sendero flanqueado por dos enrejados, en cada uno de cuyos extremos había un poyo. Un hombre estaba sentado en uno de ellos. Al ver el coche, se levantó y fue a saludar cordialmente al cochero, mientras el sirviente abría la portezuela para que bajara Silas y le preguntaba si debían descargar el baúl y a qué número de la calle transportarlo.
-Por favor, al número tres -contestó Silas.
Ayudó al criado a bajar el baúl y, a pesar de todo, hubieron de colaborar también el cochero y el hombre sentado en el poyo con grandes esfuerzos. Silas advirtió con horror, mientras se dirigía a la puerta de un casa, que un grupo de personas se habían acercado a curiosear alrededor. Intentó mantener la compostura antes de tirar de la campanilla, y cuando le abrieron entregó el segundo sobre al sirviente que acudió a abrirle la puerta.
-El señor se encuentra fuera -informó el criado-, pero si me deja usted la carta y vuelve mañana por la mañana, le informaré de cuándo le recibe. ¿Desea usted, quizá, dejar el baúl?
-¡Naturalmente! -exclamó Silas, arrepintiéndose al momento de su precipitación; dijo, entonces, que prefería llevarse consigo el baúl a un hotel.
Sus dudas provocaron la burla de la gente que se había arremolinado y que le siguió al coche haciendo algunos comentarios despectivos. Silas, tembloroso y asustado, pidió a los criados que le condujesen a algún hotel tranquilo que estuviese cercano.
Los hombres del príncipe dejaron a Silas en el Craven Hotel, en Craven Street, y marcharon inmediatamente, dejándole solo con el personal del hotel. La única habitación vacante era una muy pequeña, situada en el cuarto piso y en la parte trasera. Entre infinitas quejas y dificultades, un par de fornidos porteros transportaron el pesado baúl mundo. No es preciso mencionar que Silas les siguió pegado a sus talones durante la subida, y que a cada vuelta se le salía el corazón del pecho. Un paso en falso, reflexionaba, y el cajón podía caer sobre sus porteadores y lanzar su fatídico contenido, todo al descubierto, sobre el pavimento del vestíbulo.
Cuando se encontró en su habitación, se sentó en el borde de la cama para recuperarse de la agonía que había sufrido. Pero apenas se había sentado cuando la sensación de peligro le alertó otra vez al ver al limpiabotas del hotel, que se había arrodillado junto al baúl y procedía a abrir oficiosamente sus complicados cerrojos.
-¡Déjelo! -exclamó Silas-.. No necesitaré nada de dentro mientras esté aquí.
-Entonces, podía haberlo dejado en el vestíbulo -casi gruñó el hombre-. Pesa tanto y es tan grande como una iglesia. No puedo imaginarme qué lleva usted dentro. Si es dinero, es usted un hombre mucho más rico que yo.
-¿Dinero? -repitió Silas, repentinamente perturbado-. ¿Qué quiere decir con dinero? No tengo dinero, no diga usted tonterías.
-A la orden, capitán -replicó el limpiabotas guiñando un ojo-. Nadie tocará el dinero de su señoría. Yo soy tan seguro como el banco -añadió-, pero como el cajón es pesado, no me importaría tomarme algo a la salud de su señoría.
Silas le tendió dos napoleones disculpándose de pagarle en moneda extranjera, y excusándose de ello por su reciente llegada. El hombre, gruñendo con más fervor y mirando malhumoradamente el dinero que tenía en la mano y el baúl del mundo, y luego el baúl del mundo y otra vez el dinero de la mano, consintió finalmente en retirarse.
El cadáver había pasado casi dos días ya en el interior del baúl de Silas y en cuanto el infortunado joven americano se quedó solo, se acercó y empezó a oler todas las rendijas y aberturas con gran atención. Pero hacía un tiempo frío y el baúl mundo todavía mantenía bien su pavoroso secreto.
Silas se sentó en una silla junto al baúl, con la cara entre las manos, y la mente sumida en las más profundas reflexiones. Si alguien no le prestaba ayuda, no había duda de que sería rápidamente descubierto. Solo, en una ciudad extraña, sin amigos ni cómplices, si la carta de presentación del doctor Noel no surtía efecto, sería definitivamente un joven americano perdido. Meditó patéticamente sobre sus ambiciosos proyectos de futuro; ya no se convertiría en el héroe y el portavoz de su ciudad de nacimiento, Bangor, Maine; no podría, como había soñado, ascender de cargo en cargo y de honor en honor; también podía olvidar las esperanzas de algún tiempo de ser elegido presidente de los Estados Unidos y dejar tras de sí una estatua, en el peor estilo artístico posible, que adornara el Capitolio de Washington. Estaba allí, encadenado a un inglés muerto, doblado dentro de un baúl mundo; ¡de quien debía librarse o tendría que renunciar a las crónicas de la gloria nacional!
No osaría reproducir en esta crónica el lenguaje con que el joven se refirió al doctor, al hombre asesinado, a la señora Zéphyrine, al limpiabotas del hotel, a los criados del príncipe; en una palabra, a todos los que habían tenido la más remota conexión con aquella horrible circunstancia.
Bajó a cenar hacia las siete de la noche, pero el comedor amarillo le desanimó, los ojos de los otros comensales parecían posarse sobre él con sospecha y su cabeza permanecía arriba, con el baúl mundo. Cuando el camarero se le acercó para ofrecerle queso, tenía los nervios tan a flor de piel que dio un respingo, estuvo a punto de caer de la silla y derramó el medio litro de cerveza que le quedaba sobre el mantel de la mesa.
Cuando acabó la cena, el camarero le ofreció mostrarle el salón de fumar; y aunque hubiera preferido volver otra vez junto a su peligroso tesoro, no tuvo ánimos para negarse y fue conducido a un sótano negro, iluminado con lámparas de gas, que formaba, y posiblemente sigue formando, el salón de fumar del hotel Craven.
Dos hombres muy serios jugaban al billar, observados por un apuntador triste y consumido. Por un momento, Silas imaginó que aquéllos eran los únicos ocupantes del salón, pero al volver la cabeza sus ojos se posaron sobre una persona que fumaba, en el rincón opuesto, con los ojos mirando el suelo y un aspecto respetable y modesto. En el acto supo que había visto antes aquella cara y, a pesar de que había cambiado por completo de ropa, reconoció al hombre que estaba sentado en un poyo a la entrada de Box Court y que le había ayudado a subir y bajar el baúl del coche. Silas, sencillamente, dio media vuelta y echó a correr, y no se detuvo hasta que hubo cerrado con llave y atrancado la puerta de su habitación.
Allí pasó una noche interminable, presa de las más terribles fantasías, contemplando la caja fatal que guardaba el cuerpo muerto. La sugerencia del limpiabotas de que su baúl estaba lleno de oro le inspiraba todo tipo de nuevos temores, apenas osaba entornar los ojos; y la presencia del hombre de Box Court en el salón de fumar, y bajo un descarado disfraz, le convencía de que otra vez era el centro de oscuras maquinaciones.
Hacía un rato que había sonado la medianoche, cuando, impelido por sus sospechas, Silas abrió la puerta de su habitación y escudriñó el pasillo. Estaba escasamente alumbrado por una sola lámpara de gas y, a cierta distancia, vio a un hombre vestido con el un¡forme del hotel durmiendo en el suelo. Silas se acercó al hombre de puntillas. Estaba tumbado medio de lado, medio de espaldas y el brazo derecho le cubría la cara impidiendo reconocerlo. De pronto, cuando el americano todavía estaba inclinado sobre él, el durmiente apartó el brazo y abrió los ojos, y Silas se encontró de nuevo cara a cara con el hombre de Box Court.
-Buenas noches, señor -saludó el hombre, gentilmente.
Pero Silas estaba demasiado emocionado para encontrar una respuesta, y volvió a su cuarto sin decir palabra.
Hacia la madrugada, agotado por sus aprensiones, cayó dormido en la silla, con la cabeza apoyada en el
baúl. A pesar de aquella posición tan forzada y de aquella almohada tan siniestra, tuvo un sueño largo y
profundo, y sólo le despertó, ya tarde, una aguda llamada a la puerta. Se apresuró a abrir y se encontró
con el limpiabotas.
-¿Es usted el caballero que acudió ayer a Box Court? -preguntó.
Silas, con un estremecimiento, admitió que era él.
-Entonces, esta nota es para usted -añadió el criado tendiéndole un sobre cerrado.
Silas lo rasgó y encontró dentro escritas las siguientes palabras: «A las doce».
Fue puntual a la hora. El baúl lo entraron delante de él varios fornidos sirvientes. Le condujeron a un salón donde un hombre estaba sentado, calentándose frente al fuego, de espaldas a la puerta. El ruido de tantas personas entrando y saliendo, y el retumbar del baúl cuando lo depositaron sobre las maderas del suelo era suficiente para llamar la atención del ocupante del salón, y Silas permaneció de pie, aguardando, en una agonía de terror, a que se dignara a reparar en su presencia.
Quizá transcurrieron cinco minutos antes de que el hombre se volviera y revelara los rasgos del príncipe Florizel de Bohemia.
-De manera, señor -dijo, con gran severidad-, que éste es el modo en que abusa usted de mi amabilidad. Se une a personas de elevada condición con el único propósito de evitar las consecuencias de sus crímenes; comprendo muy bien que se sintiera avergonzado cuando ayer hablé con usted.
-La verdad, señor -dijo Silas-, es que soy inocente de todo, excepto de mi mala suerte.
Y con voz atropellada narró al príncipe, en todos sus pormenores, la historia de sus calamidades.
-Veo que estaba equivocado -dijo Su Alteza cuando Silas concluyó su relato-. Es usted una víctima y, puesto que no debo castigarlo, he de ayudarle. Ahora -prosiguió-, vamos al asunto. Abra su baúl en seguida y déjeme ver qué contiene.
Silas cambió de color.
-Temo mirarlo -dijo.
-Bueno -dijo el príncipe-, ¿no lo ha visto usted ya? Eso es una forma de sentimentalismo que hay que resistir. La visión de un hombre enfermo, a quien todavía podemos socorrer, debería afectar más nuestros sentimientos que la de un hombre muerto, que está más allá de toda ayuda, daño, amor u odio. Serénese, señor Scuddamore -y, viendo que Silas titubeaba añadió: -No quiero dar otro nombre a mi petición.
El joven americano se reanimó como si despertara de un sueño y, con un estremecimiento de repugnancia, se dispuso a desatar las correas y abrir los cerrojos del baúl del mundo. El príncipe permanecía a su lado, observando impasible, con las manos a la espalda. El cadáver estaba helado y Silas tuvo que hacer un gran esfuerzo, tanto físico como espiritual, para cambiarlo de postura y descubrir el rostro.
El príncipe Florizel retrocedió un paso y dejó escapar una exclamación de dolor y asombro.
-¡Ay! -exclamó-. Ignora usted, señor Scuddamore, qué regalo tan cruel me ha traído. Éste es un Joven de mi propio séquito, el hermano de mi amigo de mayor confianza, y por servirme en unos asuntos ha perdido la vida a manos de un hombre violento y traidor. ¡Pobre, pobre Geraldine! -siguió hablando, como si fuera para sí mismo-. ¿Con qué palabras le explicaré a usted la suerte que ha corrido su hermano? ¿Cómo puedo excusarme a sus ojos, o a los ojos de Dios, por los planes tan soberbios que le llevaron a esta muerte sangrienta e inhumana? ¡Ah, Florizel, Florizel! ¿Cuándo aprenderás la discreción que requiere esta vida mortal, y dejarás de obnubilarte con la imagen del poder de que dispones? ¡Poder! -dijo a gritos-. ¿Quién tiene menos poder? Miro a este muchacho, a quien he sacrificado, señor Scuddamore, y siento qué poca cosa es ser príncipe.
Silas se sintió inmensamente emocionado. Intentó murmurar algunas palabras de consuelo, y estalló en lágrimas. El príncipe, agradecido por su intención, se acercó a él y le cogió la mano.
-Domínese -dijo-. Los dos tenemos mucho que aprender y ambos seremos hombres mejores desde nuestro encuentro de hoy.
Silas le dio las gracias en silencio con una mirada de afecto.
-Escríbame las señas del doctor Noel en este papel
-dijo el príncipe llevándolo a la mesa-, y permítame recomedarle que cuando retorne a París evite la compañía de este peligroso hombre. En este caso ha actuado generosamente; debo creerlo así, pues si hubiera estado involucrado en el asesinato del joven Geraldine, no hubiera remitido el cadáver al propio asesino.
-¡El propio asesino! -repitió Silas, atónito.
-En efecto. Esta carta, que la Alta Providencia ha depositado de manera extraña en mis manos, estaba dirigida, ni más ni menos, que al mismo criminal, el infame presidente del Club de los Suicidas. No intente saber más de estos asuntos tan tenebrosos, sino que conténtese con su milagrosa huida y abandone esta casa al instante. Tengo cuestiones urgentes, y debo disponerlo todo en seguida respecto a este pobre muchacho, que fue un joven tan valiente y tan apuesto.
Silas se despidió con obediencia y agradecimiento del príncipe Florizel, pero se quedó cerca de Box Court hasta que lo vio salir, en un espléndido coche, a visitar al coronel Henderson, de la policía. Aunque republicano como era, el joven americano se quitó el sombrero ante el coche que pasaba, con casi devoción. Esa misma noche tomó el tren de regreso a París.
Aquí (observa mi autor árabe) finaliza la HISTORIA DEL MÉDICO Y EL BAúL MUNDO. Después de omitir algunas referencias al poder de la Providencia, muy adecuadas en el original, pero poco indicadas para nuestro gusto occidental, debo añadir solamente que el señor Scuddamore ya ha empezado a ascender los peldaños de la fama en su carrera política, y, según los últimos informes, es ahora sheriff de su ciudad natal.

3. La aventura de los coches de punto

El teniente Brackenbury Rich había destacado en una de las varias guerras que su país había desarrollado en las montañas de la India. En una estas batallas, capturó con sus propias manos al jefe enemigo; se convirtió en un héroe reconocido por todos y, a su regreso a Inglaterra, herido por un grave sablazo y enfermo por una fiebre tropical, la sociedad entera se disponía a recibirle como a una celebridad. No obstante, el teniente era de natural sinceramente modesto; el amor a la aventura corría por sus venas y desdeñaba los halagos y la adulación. Por ese motivo pasó unas temporadas en algunos balnearios extranjeros y en Argel, aguardando a que la fama de sus triunfos se desvaneciera en su breve florecimiento y se olvidara. Llegó por fin a Londres, a comienzos de la temporada, y tan inadvertido como podía desear. Sólo tenía unos parientes lejanos que vivían en provincias y habían muerto, por lo que se instaló casi como un extranjero en la capital del país por el que había luchado y vertido su sangre.
El día siguiente a su llegada cenó en un club militar. Estrechó la mano de unos cuantos viejos camaradas, y recibió sus vehementes felicitaciones; pero estaban comprometidos aquella noche y el teniente pronto se vio solo y enfrentado a utilizar sus propios recursos. Se había vestido de etiqueta con la intención de ir a un teatro. Pero no conocía la gran ciudad. Había pasado de una escuela de provincias a la academia militar y luego directamente al Oriente, para servir al imperio; En consecuencia, imaginaba que le esperaban grandes placeres en aquel mundo por explorar y se echó a andar hacia el oeste enarbolando el bastón. Había oscurecido, y el ambiente era cálido aunque la lluvia amenazaba. Su imaginación se alteró al ver la procesión de rostros que pasaban bajo la luz de los faroles; le pareció que en la atmósfera excitante de aquella ciudad podía permanecer caminando eternamente, rodeado por el misterio de cuatro millones de vidas propias. Miraba las casas al pasar, maravillándose de lo que se vivía tras las ventanas tan bien iluminadas; ponía los ojos en las caras de la gente que cruzaba, y cada una le parecía mantener una expresión diferente, de interés desconocido, ya fuera vil o generoso.
« Siempre se habla de la guerra -pensó-, pero éste es el gran campo de batalla de la humanidad. »
Más tarde, se admiró de que, habiendo recorrido tan grandes y diferentes escenarios, no se le hubiera presentado ni una posibilidad de aventura.
«Todo llegará -pensó-. Todavía soy un extranjero y debo de tener un aire extraño, pero la vorágine acabará por envolverme. »
Había avanzado la noche cuando, súbitamente, se produjo un chaparrón helado que le sorprendió en la oscuridad. Se protegió debajo de unos árboles y entonces avistó un coche de punto. El cochero, sentado en el pescante, le indicó con un ademán que estaba libre. Era una buena ocasión para escapar a la lluvia y Brackenbury levantó el bastón para llamarlo y, un momento después, se acomodó en el asiento de un simón londinense.
-¿Adónde desea ir, señor? -preguntó el cochero.
-Adonde usted quiera -respondió Blackenbury.
De inmediato, el coche se introdujo con extraordinaria celeridad por entre la lluvia, y un laberinto de casas, todas prácticamente iguales, adornadas con un jardín delantero; a la luz de los faroles, recorrían innumerables calles y plazas, tan similares que Blackenbury se sintió desconcertado y perdió en seguida todo sentido de la orientación. Empezaba a pensar que el cochero le tomaba el pelo dándole vueltas y vueltas alrededor del mismo sitio, pero lo cierto era que avanzaban con velocidad tan delicada que se convenció de que no era así. El cochero seguía una dirección concreta, corriendo hacia un objetivo definido; y al teniente le maravilló la pericia con que localizaba el camino adecuado en el inmenso laberinto de calles. Paralelamente, sintió cierta preocupación por cuál podría ser la razón de tanta prisa. Había oído historias de extranjeros a quienes asaltaban y atacaban en Londres. ¿Acaso el cochero pertenecía a alguna banda malvada y traidora? Él mismo, ¿estaría volando en ese momento hacia el lugar donde iba a ser asesinado?
No bien había pensado esto cuando el coche dobló una esquina y se paró ante el jardín de una casa situada en una amplia calle. La casa estaba brillantemente iluminada. Otro coche de punto partía en ese momento y Brackenbury observó que un caballero entraba por la puerta principal y le recibían unos criados con librea. Le sorprendió que el cochero se hubiese detenido delante de una casa donde se estaba celebrando una fiesta. Una casualidad, sin duda, pensó, y siguió fumando su cigarrillo sin alterarse hasta que oyó abrirse la portezuela del coche sobre su cabeza.
-Ya hemos llegado, señor -dijo el cochero.
-¿Ya hemos llegado? -repitió Brackenbury-. ¿Dónde?
-Usted me dijo que lo condujese donde yo deseara, señor -respondió el cochero con una risa-, y aquí le he traído.
La voz era muy segura y cortés para un vulgar cochero, o eso, al menos, le pareció a Brackenbury. Le vino a la cabeza la velocidad con que habían venido, y sólo entonces reparó en que el coche era de mucho más lujo de los que se utilizaban para el servicio público.
-Haga el favor de explicarse -dijo el militar-. ¿Es que pretende que salga a mojarme a la lluvia? Me parece, amigo, que soy yo quien decide aquí.
-Por supuesto -contestó el cochero-. Cuando se lo haya contado todo, sé lo que decidirá un caballero como usted. En esta casa se celebra una reunión de señores. No sé si el dueño es un extranjero en Londres o es un hombre de ideas raras. Pero a mí me pagan para que traiga a la casa a caballeros solos, vestidos de etiqueta. Todos los que quiera; si puede ser, mejor oficiales del ejército. Lo único que ha de hacer es presentarse y decir que viene invitado por el señor Morris.
-¿Usted es el señor Morris? -preguntó Brackenbury.
_No, señor -respondió el cochero-. El señor Morris es el dueño de la casa.
-No es una manera muy habitual de reunir invitados -dijo Brackenbury-, aunque un excéntrico puede permitirse algunos caprichos si no ofende a nadie. Pero imagine que yo no acepto la invitación del señor Morris. ¿Qué ocurre entonc
-Mis instrucciones son llevarlo de vuelta al sitio donde lo recogí -explicó el cochero-, y seguir buscando caballeros hasta la medianoche. A las personas a quienes no interese una aventura, dijo el señor Morris, ya no las quiero como huéspedes.
El teniente se decidió en el acto al escuchar aquellas palabras.
Al fin y al cabo -reflexionó mientras bajaba del coche-, tengo delante la aventura que esperaba. »
En cuanto bajó del coche y se metió la mano en el bolsillo, el coche dio media vuelta y desapareció por donde había venido como alma que lleva el diablo. Brackenbury llamó al cochero, pero éste no le hizo caso y siguió su camino. Alguien debió oírlo en la casa, no obstante, pues la puerta volvió a abrirse, arrojando un haz de luz sobre el jardín, y un sirviente vino corriendo a su encuentro, con un paraguas abierto en la mano.
-El coche está pagado -le dijo con voz muy cortés y subió los escalones hasta la puerta de entrada, acompañando a Brackenbury.
Al entrar, varios sirvientes más se hicieron cargo de su sombrero, su bastón y un abrigo, le dieron a cambio una contraseña con un número y lo invitaron a subir por una escalera, adornada de plantas tropicales, que daba al primer piso. Allí, un grave mayordomo le preguntó su nombre y, anunciando: «El teniente Brackenbury Rich», lo hizo pasar al salón de la casa.
Un hombre joven, esbelto y bien parecido se acercó a saludarlo, con ademán a un tiempo cortés y afectuoso. El salón estaba luminado por cientos de velas de la más fina cera y perfumado, como la escalera, por muchos arbustos raros y preciosos. A un lado se veía una mesa llena de viandas más tentadoras. Varios sirvientes iban y venían con bandejas de frutas y copas de champán. Había unos quince invitados, todos hombres, casi todos en la flor de la edad y de aspecto noble y desenvuelto. Se habían dividido en dos grupos, uno en torno a una ruleta, otro en una mesa en la que uno de ellos hacía de banca en una partida de bacará.
«Entiendo -pensó Brackenbury-; esto es una casa de juego privada y los clientes vienen traídos por el cochero. »
No le había pasado por alto ningún detalle y se había formado ya una conclusión, mientras el dueño de la casa le estrechaba la mano, y volvió hacia él la vista de nuevo. El señor Morris le sorprendió más que la primera vez que le había visto. Tenía una distinción natural en el porte, una corrección, una cortesía y una valentía en sus rasgos que en absoluto eran los de alguien que el teniente imaginaba como el patrón de un garito y, por los matices de su conversación, le pareció un hombre de virtudes y de categoría. Brackenbury sintió por él una simpatía instintiva y, aún pensando que era debilidad, no se resistía a la atracción amistosa de la persona y la calidad del señor Morris.
-Me han llegado muchas de sus hazañas, teniente Rich -afirmó el señor Morris en voz baja-, y la verdad es que estoy contento de conocerle. Su fama, que le precede desde la India, se ve confirmada con su apariencia. Consideraré no un honor, sino un verdadero placer para mí que olvide usted el extraño modo en que ha conocido mi casa. Un hombre que ha vencido en buena lid a tantos enemigos bárbaros -añadió, riéndose-, no se asustará ante una falta de protocolo, aunque sea importante.
Entonces le condujo a una mesa para que se sirviera algo de comer.
«Éste es uno de los hombres más simpáticos que he visto en mi vida -pensaba el teniente-, y esta reunión, sin la menor duda, es una de las más agradables de Londres. »
Probó el champán, que encontró excelente y, viendo que muchos de los presentes fumaban, encendió uno de sus cigarros filipinos y se acercó a la ruleta, donde hizo unas cuantas apuestas y, sobre todo, asistió sonriendo a la buena suerte de otros. En ésas estaba cuando cayó en la cuenta de que los huéspedes eran sometidos a un examen detenido. El señor Morris iba de un lado a otro cumpliendo, al parecer, con los deberes de la hospitalidad, pero no había una sola persona en la reunión que escapase a sus miradas penetrantes; observaba el comportamiento de quienes habían perdido mucho dinero, tomaba nota del monto de las apuestas, se detenía junto a las parejas absortas en la conversación: en una palabra, no había detalle en el que no reparase. Todo se parecía tanto a una inquisición privada que Brackenbury empezó a preguntarse si en realidad no se hallaba en un garito. Siguió los movimientos del señor Morris y, aunque el hombre guardaba siempre la sonrisa en los labios, le pareció advertir, como tras de una máscara, un espíritu tenso, ansioso, preocupado. En tomo suyo proseguían las risas y el juego, pero Brackenbury perdió interés en los demás invitados. «El señor Morris no está ocioso en la habitación -pensó-. Le anima algún profundo propósito y el mío va a ser averiguarlo. »
De tanto en tanto, el señor Morris llamaba aparte a alguno de los visitantes y, tras un breve intercambio de palabras en la antesala, reaparecía solo y el visitante en cuestión no volvía a aparecer. Cuando el suceso se repitió varias veces, excitó la curiosidad de Brackenbury, quien decidió estar al corriente del más pequeño misterio en seguida. Se deslizó a la antesala, donde encontró un gran ventanal cubierto por unos cortinajes verdes y precipitadamente se ocultó tras ellos. No tuvo que esperar mucho hasta escuchar el sonido de unos pasos y unas voces que se aproximaban a él desde la sala contigua. Escrutando entre las cortinas, vio al señor Morris escoltando a un personaje rudo y rubicundo, con aspecto de agente de viajes, que había llamado la atención ya a Brackenbury por su risa ordinaria y por la vulgaridad de sus modales en la mesa. Los dos hombres se detuvieron delante de la ventana, por lo que Brackenbury no se perdió ni una palabra del siguiente parlamento:
-Le pido mil perdones -empezó el señor Morris, con las maneras más conciliadoras-, si le parezco rudo, pero estoy seguro de que me perdonará. En un lugar tan grande como Londres continuamente suceden accidentes y nuestra esperanza es remediarlos con la menor tardanza posible. Me temo que usted se ha equivocado y ha honrado mi pobre casa inadvertidamente. Planteemos el caso sin rodeos -entre caballeros honorables una palabra es suficiente-, ¿bajo qué techo cree usted que se encuentra?
-Bajo el del señor Morris -respondió el otro, con muestras de una gran confusión, que había ido en aumento conforme oía las últimas palabras.
-¿El señor John o el señor James Morrris? -inquirió el anfitrión.
-En verdad, no puedo decírselo -contestó el infortunado invitado-. No conozco en persona al caballero, como tampoco lo conozco a usted.
-Ya entiendo -dijo el señor Morris-. Un poco más abajo de la calle vive otra persona con el mismo nombre, y no tengo duda de que algún policía podrá indicarle el número. Crea que me felicito del malentendido que me ha procurado el placer de su compañía durante tanto rato, y permítame expresarle la esperanza de que volvamos a encontrarnos otra vez de manera más normal. Entre tanto, por nada del mundo le retendría más tiempo de estar con sus amigos. John -añadió, levantando la voz-, ¿quiere usted ayudar a este caballero a encontrar su abrigo?

Y con el ademán más gentil, el señor Morris escoltó a su visitante hasta la puerta de la antesala, donde le dejó en compañía de un mayordomo. Cuando pasó al lado de la ventana, al volver para el salón, Brackenbury le oyó lanzar un profundo suspiro, como si fuera preso de una gran ansiedad y tuviera los nervios agotados por la tarea a la que se dedicaba.
Durante casi una hora, los coches de alquiler continuaron llegando, con tal frecuencia que el señor Morris tenía que recibir a un invitado por cada uno al que despedía, y la reunión mantenía el número de sus asistentes invariable. Pero más entrada la noche las llegadas fueron espaciándose hasta que cesaron por completo, mientras el proceso de eliminación de invitados proseguía con imparable actividad. El salón empezó a parecer vacío; la partida de bacará se interrumpió por falta de banca y más de una persona se despidió voluntariamente y partió sin protesta alguna por parte del anfitrión. En el ínterin, el señor Morris redoblaba sus atenciones a los que quedaban dentro. Iba de grupo en grupo y de persona en persona repartiendo miradas de la más sincera simpatía y la más adecuada y agradable conversación; parecía más una anfitriona que un anfitrión, y en sus maneras había un punto de coquetería femenina y condescendencia que seducía todos los corazones.
Cuando los huéspedes habían descendido ya bastante, el teniente Rich se deslizó un momento al vestíbulo a tomar un poco de aire fresco. Pero en cuanto atravesó el umbral de la antecámara, se llevó un brusco sobresalto al descubrir algo en verdad sorprendente. Los arbustos de flores habían desaparecido de las escaleras; tres grandes camiones de mudanzas estaban aparcados delante de la entrada del jardín; los sirvientes estaban recogiendo las cosas y desmantelando la casa por todas partes y algunos se habían puesto ya sus abrigos y se preparaban para marchar.
Parecía el final de un baile de pueblo donde todo se había contratado. Brackenbury tenía, en verdad, matena para pensar. En primer lugar, los invitados, que al final no eran verdaderos invitados, habían sido despedidos; y, ahora, los criados, que a lo mejor tampoco eran verdaderos criados, iban marchándose. «¿Era toda la casa una farsa -se preguntó-. ¿Como los hongos de una sola noche, que desaparecen antes de que amanezca? »
Después, aprovechando una oportunidad, Brackenbury subió a los pisos superiores de la casa. Era lo que había supuesto. Recorrió habitación tras habitación y no vio en ninguna un solo mueble ni mucho menos un cuadro en las paredes. Aunque la casa había sido pintada y empapelada, no sólo no la habitaba nadie ahora, sino que estaba claro que nunca había sido habita da. El oficial recordó con asombro el ambiente tan hospitalario, lujoso y acogedor que había visto a su llegada. Sólo con un prodigioso coste se podía montar una impostura a tan gran escala.
¿Quien era, entonces, el señor Morris? ¿Qué intenciones le animaban para representar, por una sola noche, el papel de anfitrión en un apartado barrio del oeste de Londres? ¿Y por qué recogía a sus invitados al azar de las calles?
Brackenbury recordó que se estaba demorando y se apresuró a reunirse con el grupo. Algunas personas más se habían ido ya durante su ausencia y, contando al teniente y su anfitrión, no había más de cinco personas en el salón, hasta hacía poco tan concurrido. El señor Morris le saludó sonriendo al verlo regresar al salón y se puso de inmediato en pie.
-Ya es hora, caballeros -dijo a los presentes- de que les explique mis propósitos al privarles de sus distracciones de costumbre. Confío en que no hayan encontrado la velada muy aburrida, pero mi objetivo no era entretener su ocio sino conseguir ayuda en un momento de apuro. Todos ustedes son caballeros -continuó-, su apariencia les hace justicia y no pido más garantía. Por eso, hablando sin rodeos, les pido que me presten un servicio delicado y peligroso; peligroso porque pueden ustedes arriesgar sus vidas y delicado porque debo solicitarles una absoluta discreción sobre todo lo que ustedes vean u oigan. La petición, por parte de un completo desconocido, es casi cómicamente extravagante. Soy perfectamente consciente de ello y por ello añado en seguida: si alguno de los presentes cree que ya ha escuchado demasiado, si entre los reunidos hay alguien a quien no interesan las confidencias peligrosas ni los actos quijotescos hacia una persona desconocida, aquí está mi mano dispuesta, y le deseo un buen descanso con toda la sinceridad del mundo.
Un hombre alto, moreno, un poco cargado de espaldas, respondió de inmediato a estas palabras:
-Le agradezco su franqueza, señor -dijo- y, por mi parte, me voy. No me hago ninguna pregunta, pero le confieso que me inspira usted sospechas. Como digo, me voy, y tal vez piense usted que no tengo derecho a añadir palabras a mi ejemplo.
-Por el contrario -replicó el señor Morris-. Le agradezco lo que quiera decirnos. Sería imposible exagerar la gravedad de mi propuesta.
-Ustedes, caballeros, ¿qué opinan? -dijo el hombre dirigiéndose a los demás-. Hemos pasado una noche agradable, ¿saldremos juntos para regresar a casa en completa tranquilidad? Mi sugerencia les parecerá acertada mañana por la mañana cuando vean salir el sol con inocencia y seguridad.
El conferenciante pronunció las últimas palabras con una entonación que les daba más fuerza y su rostro mostró una expresión singular, de gravedad y energía. Algunos del grupo se levantaron apresuradamente y, con cierto aire de susto, se prepararon para partir. Sólo dos se quedaron en su sitio, Brackenbury y un viejo mayor de caballería, que tenía la nariz muy roja. Los dos mantuvieron una actitud de aparente indiferencia respecto a lo que acababan de escuchar, como si fuera algo ajeno a ellos e intercambiaron una mirada de inteligencia.
El señor Morris acompañó a los desertores hasta la puerta, que cerró detrás de ellos. Después se volvió con un gesto de alivio y resolución, y se dirigió a los dos oficiales.
-He elegido a mis hombres, como Josué en la Biblia -dijo-. Y estoy seguro de que he recogido lo mejor de Londres. Su aspecto agradó a mis cocheros y me encantó a mí. He observado su comportamiento en compañía de extraños y en las circunstancias más inusuales: he estudiado cómo jugaban y cómo soportaban sus pérdidas; finalmente, les he hecho una prueba con un anuncio desconcertante, y ustedes lo han recibido como una invitación para comer. ¡No en vano -exclamó- he sido durante años el pupilo y el compañero del poderoso más valiente y sabio de Europa!
-En la batalla de Bunderchang pedí doce voluntarios -explicó el mayor- y todos los hombres de mis filas respondieron a mi llamada. Pero un salón de juego no es lo mismo que un regimiento en batalla. Creo que puede usted felicitarse de haber encontrado a dos, y a dos que no le dejaran en la estacada. En cuanto a los dos que han salido corriendo, los considero entre los más pobres diablos que me he encontrado nunca. Teniente Rich -añadió, dirigiéndose a Brackenbury-, últimamente he oído hablar mucho de usted y no tengo duda de que usted también habrá oído hablar de mí, soy el mayor O'Rooke.
El veterano m ilitar tendió la mano, roja y temblo-
rosa, al joven teniente.
-¿Quién no, en efecto? -dijo Brackenbury.
-Cuando acabe este asuntillo que nos ocupa -dijo el señor Morris-, pensarán que no he podido proporcionarles mayor favor que el de haberles facilitado el conocerse.
-Y, ahora -preguntó el mayor O'Rooke-, ¿se trata de un duelo?
-Un duelo en cierta forma -respondió el señor Morris-. Un duelo con enemigos desconocidos y peligrosos y, mucho me temo, que un duelo a muerte. Debo pedirles -continuó- que no me llamen más señor Morris, sino Hammersmith. Debo pedirles, también, que no traten de descubrir por su cuenta mi verdadero nombre ni el de la persona a quien pronto voy a presentarles. Hace tres días, la persona de quien les hablo desapareció repentinamente de su domicilio y, hasta esta mañana, no he tenido conocimiento de su situación. Se imaginarán mi alarma cuando les diga que está envuelta en un asunto de justicia particular. Sujeta a un juramento desafortunado, que aceptó con demasiada ligereza, cree imprescindible librar al mundo de un villano sanguinario e infame, sin la ayuda de la ley. Ya dos amigos nuestros, uno de ellos mi propio hermano, han fallecido en el intento. Mi amigo mismo, si por desgracia no estoy equivocado, ha caído en los mismos lazos fatales. Pero por lo menos está vivo y conserva la esperanza, como parece probar esta nota:

Mayor Hammersmith: El miércoles a las tres de la madrugada un hombre de mi absoluta confianza le hará pasar por los jardines de Rochester House, en Regent's Park. Le pido que no me falle ni en un segundo. Le ruego que traiga mi juego de espadas y, si los encuentra, a dos caballeros prudentes y discretos que no me conozcan. Mi nombre no debe aparecer en este asunto.
T. GODALL

-Sólo por su sabiduría y su buen criterio, si no tuviera otros títulos -dijo el coronel Geraldine, cuando los otros hubieron satisfecho su curiosidad-, habría que cumplir las instrucciones de mi amigo. No preciso decirles, por otra parte, que no he pasado nunca por los alrededores de Rochester House y que, como ustedes, no tengo idea del trance en que se halla mi amigo. Tan pronto recibí sus órdenes, me dirigí personalmente a una casa de alquiler de muebles y, en pocas horas, esta casa donde nos encontramos asumió todo este aire de fiesta. Cuando menos, mi plan era original y no me arrepiento nada pues me ha procurado los servicios del mayor O'Rooke y el teniente Brackenbury Rich. Pero los criados que están en la puerta van a tener un curioso despertar cuando por la mañana encuentren la casa, llena la noche anterior de luces e invitados, deshabitada y en alquiler. Hasta lo más grave tiene su par-te cómica -acabó el coronel.
-Y pensemos que un final feliz -dijo Brackenbury.
El coronel consultó su reloj.
-Son ya casi las dos de la madrugada -dijo-. Disponemos de una hora por delante y tenemos un buen coche a la puerta. Díganme, finalmente, si puedo contar con su ayuda.
-En toda mi vida he faltado a mi palabra -replicó e1 mayor O'Rooke- y ni siquiera he cubierto una puesta con otra.
Brackenbury manifestó su disponibilidad en los términos más adecuados y, tras beber un vaso o dos de vino, el coronel les dio a cada uno un revólver cargado, los tres subieron al coche y se encaminaron a la dicción indicada.
Rochester House era una magnífica residencia situada al borde del canal. La gran extensión de sus jardines la aislaba de manera inusual de las molestias del vecindario. Semejaba el parc aux cerfs de un gran aristócrata o millonario. Hasta donde era posible ver desde la calle, no había el menor resplandor de luz en ninguna de las numerosas ventanas de la mansión. Y el lugar tenía un aspecto de abandono, como si hiciera tiempo que faltara el dueño de la casa.
Despidieron el coche y los tres hombres no tardaron en descubrir la pequeña puerta de acceso, que estaba en un callejón, entre dos tapias del jardín. Todavía faltaban diez o quince minutos para la hora señalada. Llovía a cántaros y los tres aventureros se refugiaron debajo de una hiedra frondosa, mientras hablaban en voz baja de la aventura que les aguardaba.
De súbito, Geraldine levantó el dedo en ademán de silencio y los tres escucharon con atención. A través del sonido continuado de la lluvia, se oyeron los pasos y voces de dos hombres al otro lado de la tapia. A medida que se aproximaban, Brackenbury, que tenía un oído muy fino, distinguió algunas partes de su conversación.
-¿Está cavada la tumba? -preguntó uno de los dos.
-Sí -contestó el otro-, detrás de los laureles. Al terminar, colocaremos encima un par de estacas.
El primero rió y sus risas sonaron siniestras a los que escuchaban al otro lado.
-Dentro de una hora -dijo.
Por el sonido de los pasos, dedujeron que se habían separado y se encaminaban en direcciones opuestas.
Casi inmediatamente, la puerta se abrió con gran sigilo, un rostro muy blanco se asomó al callejón y una mano indicó a los caballeros que avanzaran. Los tres pasaron la puerta en un silencio mortal, y ésta se cerró inmediatamente detrás de ellos. Siguieron a su guía por unos senderos del jardín hasta la puerta de la cocina de la casa. Una sola vela ardía en una gran cocina enlosada, desprovista de cualquier mueble. Cuando el grupo empezó a subir por una escalera de caracol, el ruido del correr de unas ratas certificó de la manera más clara el estado de abandono de la casa.
Su guía los precedía llevando una vela. Era un viejo delgado y muy encorvado, pero todavía ágil de movimientos. De tanto en tanto se volvía y les indicaba con un gesto que guardaran cautela y silencio. El coronel Geraldine le pisaba los talones, con la caja de espadas bajo el brazo y una pistola en la otra mano. A Brackenbury le latía el corazón con violencia. Comprendía que no habían llegado tarde y que, por el apresuramiento que demostraba el viejo, se acercaba el momento de la acción. Y las circunstancias de la aventura eran tan oscuras y amenazadoras, el lugar tan bien elegido para aquellos siniestros sucesos, que hasta a un hombre mayor que Brackenbury, que cerraba la marcha en la subida de la escalera de caracol, se le hubiera perdonado la inquietud.
Al final de la escalera, el guía abrió una puerta e hizo pasar a los tres hombres al interior de una pequeña habitación iluminada por una lámpara humeante y por el resplandor de una modesta chimenea. Al lado de la chimenea se sentaba un hombre en los mejores años de la madurez, de físico un poco grueso, pero de apariencia distinguida e imponente. Tenía una expresión de serenidad imperturbable, y fumaba un puro con deleite y placer. Sobre la mesa, junto a su codo, había una copa llena de alguna bebida efervescente, que despedía un agradable olor por toda la habitación.
-Bienvenido -saludó, tendiendo la mano al coronel Geraldine-. Estaba seguro de que podía contar con su puntualidad.
-Con mi fidelidad -repuso el coronel, haciendo una inclinación.
-Presénteme a sus amigos -pidió el hombre y, cuando lo hubieron hecho, añadió con la más exquisita cortesía: -Desearía, caballeros, poder ofrecerles un plan más divertido. No es precisamente cordial iniciar una relación con asuntos tan graves, pero la fuerza de los hechos es más poderosa que las obligaciones de la cortesía. Espero y creo que podrán ustedes perdornarme esta desagradable noche; y para hombres de su talante bastará saber que están realizando un gran favor en una importante empresa.
-Su Alteza -dijo el mayor-, perdone mi brusquedad, pero no puedo ocultar lo que sé. Desde hace bastante rato sospecho del señor Hammersmith, pero con el señor Godall ya no hay ninguna duda. Buscar en Londres a dos hombres que no conocieran al príncipe Florizel de Bohemia era pedir demasiado a la suerte.
-¡El príncipe Florizel! -exclamó Brackenbury, atónito.
Y miró con toda atención los rasgos del famoso personaje que tenía ante él.
-No lamentaré perder mi incógnito -señaló el príncipe-, porque me permite darles las gracias con más autoridad. Habrían hecho ustedes lo mismo por el señor Godall, estoy seguro de ello, que por el príncipe de Bohemia, pero éste quizá pueda hacer más por ustedes. Quien sale ganando soy yo -acabó con un ademán cortés.
A continuación conversó con los dos oficiales sobre el ejército indio y las tropas del país, tema sobre el cual, como sobre muchos otros, poseía una gran información y una acertada opinión.
Había algo tan llamativo en la actitud de áquel hombre en un momento de tan mortal peligro que Brackenbury sintió la mayor admiración respetuosa. Tampoco dejaba de impresionarle el encanto de su conversación y la sorprendente afabilidad de sus modales. Todos los gestos, las entonaciones de la voz, no sólo eran nobles en sí mismos, sino que parecían ennoblecer al afortunado mortal a quien se dirigían. Y Brackenbury se dijo con entusiasmo que por aquel soberano cualquier hombre valiente daría con gusto la vida.
Habían transcurrido ya algunos minutos cuando el hombre que les había introducido en la casa, que había permanecido sentado hasta entonces en un rincón, se puso en pie y murmuró unas palabras al oído del príncipe.
-De acuerdo, doctor Noel -repuso Florizel en voz baja; después se dirigió a los otros-. Discúlpenme, señores, si debo dejarlos a oscuras. Se acerca el momento.
El doctor Noel apagó la lámpara. Una débil luz grisácea, anunciadora del amanecer, llegaba hasta la ventana sin iluminar la habitación. Cuando el príncipe se levantó, no se distinguían sus facciones ni podía advertirse la naturaleza de la emoción que obviamente le afectaba cuando habló. Se acercó a la puerta en una actitud de atención concentrada.
-Tengan la amabilidad -dijo- de mantener el más absoluto silencio y de ocultarse en la parte más oscura.
Los tres militares y el médico se apresuraron a obedecer y, durante casi diez minutos, sólo se oyó en Rochester House el ruido de las correrías de las ratas por los techos. Al cabo de ese tiempo, una puerta se abrió con un crujido y el ruido resonó con nitidez sorprendente en el silencio. En seguida oyeron que alguien subía las escaleras de la cocina con pasos lentos y cautelosos. En cada peldaño, el intruso parecía detenerse y escuchar, y en esas pausas, que les resultaban extraordinariamente largas, una profunda inquietud embargó el ánimo de quienes escuchaban. Incluso el doctor Noel quien estaba acostumbrado a las emociones del peligro, sufría un abatimiento físico que casi inspiraba compasión. Jadeaba débilmente, los dientes le rechinaban y las articulaciones de los huesos crujían cada vez que cambiaba, nerviosamente, de postura.
Por último, una mano se posó sobre la puerta y descorrió el cerrojo con débil ruido. Se produjo otra pausa, en la que Brackenbury vio al príncipe encogerse en silencio, como preparándose para un gran esfuerzo físico. Entonces la puerta se abrió, dejando entrar un poco más de la luz del amanecer y en el umbral apareció, inmóvil, la figura de un hombre. Era alto y llevaba un cuchillo en la mano. Tenía la boca abierta, como un mastín a punto de atacar, y los dientes le brillaban, incluso en medio de la tiniebla. Era evidente que acababa de salir del agua, apenas dos o tres minutos antes, pues se oía el ruido de las gotas cayendo de sus ropas al suelo.
A continuación, traspasó el umbral. Alguien saltó, se oyó un grito ahogado y el ruido de un forcejeo, y, antes de que el coronel Geraldine pudiera correr en su ayuda, el príncipe sujetaba ya al hombre por los hombros, desarmado e impotente.
-Doctor Noel -dijo el príncipe-, tenga la amabilidad de encender la lámpara.
El príncipe entregó a su prisionero a Geraldine y a Brackenbury, cruzó la habitación y se situó delante de la chimenea. En cuanto la lámpara alumbró, todos vieron una inusitada severidad en las facciones del príncipe. Había dejado de ser Florizel, el despreocupado y gentil caballero, para convertirse en el príncipe de Bohemia, lleno de una justa indignación e impulsado por un propósito mortal. Alzó la cabeza y se dirigió al presidente del Club de los Suicidas.
-Presidente -empezó-, ha tendido usted su última trampa y usted mismo ha sido su presa. Empieza el día y ésta es su última mañana. Ha nadado usted por el Regent's Canal, es su último baño en este mundo. Su antiguo cómplice, el doctor Noel, lejos de traicionarme, le ha puesto en mis manos para que se haga justicia. Y la tumba que cavó usted para mí esta tarde va a servir, con la ayuda de la Divina Providencia, para ocultar su justo destino de la curiosidad de los hombres. Arrodíllese y rece, señor, si cree usted en algo, pues le queda poco tiempo y Dios está hastiado de sus infamias.
El presidente no hizo el menor ademán ni pronunció palabra. Tenía la cabeza baja y miraba hoscamente el suelo, como recibiendo sobre sí la mirada austera y justiciera del príncipe.
-Caballeros -prosiguió el príncipe, con su tono de voz habitual-, éste es el hombre que durante mucho tiempo se me ha escapado, pero a quien ahora, gracias al doctor Noel, tengo en mi poder. Contar la historia de sus miserias y sus crímenes nos llevaría más tiempo del que tenemos, pero si por el canal corriera sólo la sangre de sus víctimas, este miserable estaría igual de empapado que como le ven. Pero hasta en un asunto de esta índole deseo conservar las formas del honor. Les nombro a ustedes jueces, caballeros, pues esto es más una ejecución que un duelo; y conceder a este canalla el derecho a elegir las armas sería llevar la educación demasiado lejos. No puedo permitirme el lujo de perder mi vida en un asunto así -continuó, abriendo la caja de las espadas-, la bala de una pistola acierta a veces por las alas del azar, y la pericia y el coraje pueden fallar ante el hombre más cobarde. He decidido, y estoy seguro de que aprobará mi determinación, resolver esta cuestión por la espada.
Cuando Brackenbury y el mayor O'Rooke, a quienes se dirigían estas palabras manifestaron su conformidad, el príncipe volvió a dirigirse al presidente:
-Rápido, señor, elija una hoja y no me haga esperar. Estoy impaciente por acabar con usted para siempre.
Por primera vez desde que había sido capturado y desarmado, el presidente levantó la cabeza y se vio claramente que recobraba el ánimo.
-¿Un duelo? -preguntó-. ¿Entre usted y yo?
-Pienso hacerle ese honor -replicó el príncipe.
-¡Oh, vamos! -dijo el presidente-. En un buen terreno, ¿quién sabe qué puede pasar? Debo decidir que me parece muy generoso por parte de Su Alteza y que, si me ocurre lo peor, habré muerto a manos del mejor caballero de Europa.
Liberado por los que le retenían, el presidente dio unos pasos hacia la mesa y empezó, con atención, a elegir la espada. Estaba muy contento, como si no albergara duda de salir victorioso del combate. Los asistentes se alarmaron ante aquella seguridad tan grande e instaron al príncipe Florizel a reconsiderar su propósito.
-Es sólo comedia -les respondió-, y creo poder prometerles, caballeros, que no será de larga duración.
-Su Alteza haría bien en no confiarse -aconsejó el coronel Geraldine.
-Geraldine -replicó el príncipe-, ¿sabe usted de alguna vez en que haya fallado en cuestiones de honor? Yo le debo a usted la muerte y la tendrá.
El presidente se declaró finalmente satisfecho con una de las espadas y manifestó que estaba dispuesto con un gesto no desprovisto de cierta dignidad. La cercanía del peligro y el sentimiento del valor conferían hombría y hasta algún donaire al criminal.
El príncipe tomó una de las espadas al azar.
-Coronel Geraldine y doctor Noel -dijo-, tengan la bondad de aguardarme en esta habitación. No deseo que ningún amigo mío participe en esta cuestión. Mayor O'Rooke, usted es un hombre de edad y de probada reputación, permítame recomendar al presidente a sus buenos oficios; teniente Rich, sea usted tan amable de encargarse de mí: un joven siempre tiene algo que aprender de estas cosas.
-Su Alteza -replicó Brackenbury-, es un honor que le agradeceré siempre.
-Muy bien -dijo el príncipe Florizel-, espero demostrarles mi amistad en circunstancias más importantes.
Y salió el primero de la habitación, seguido de los demás, y bajaron las escaleras.
Los dos hombres que quedaron solos abrieron la ventana e intentaron, con todos sus sentidos, captar algún indicio de los trágicos acontecimientos que iban a producirse fuera. La lluvia había cesado, era casi de día y los pájaros piaban en los arbustos y en los frondosos árboles del jardín. Vieron un momento al príncipe y sus dos acompañantes cuando caminaban por un sendero entre dos macizos de flores, pero en el primer recodo el follaje los ocultó otra vez. Fue todo lo que pudieron ver el coronel Geraldine y el médico, y como el jardín era tan grande y el lugar elegido para el duelo muy alejado de la casa, ni el ruido del entrechocar de las espadas les llegaba.
-Lo ha llevado a la tumba -dijo el doctor Noel estremeciéndose.
-¡Que Dios proteja al justo! -exclamó el coronel.
Y aguardaron los acontecimientos en silencio, el doctor temblando de miedo y el coronel bañado en sudor. Debía de haber pasado mucho rato, pues el día era más claro y los pájaros cantaban con más fuerza en el jardín, cuando el ruido de unos pasos que volvían les hizo clavar la vista en la puerta. Entró el príncipe seguido de los dos militares. Dios había protegido al justo.
-Me avergüenzo de mi emoción -dijo el príncipe-. Siento que es una debilidad impropia de mi posición , pero la existencia en el mundo de ese perro infernal había empezado a dañarme como una enfermedad y su muerte me ha descansado más que una noche de reposo. Mire, Geraldine -añadió, tirando la espada al suelo-, aquí está la sangre del hombre que mató a su hermano. Es una visión que le agradará. Y, sin embargo -siguió diciendo-, ¡qué extraños somos los hombres! No han pasado cinco minutos de mi venganza y empiezo a preguntarme si la venganza puede alcanzarse en esta vida precaria. ¿Quién podrá remediar el mal que hizo? En su carrera amasó una enorme fortuna, esta misma casa era suya, y ahora esa carrera forma parte del destino de la humanidad. Podría estar repartiendo estocadas hasta el día del Juicio Final y el hermano de Geraldine no dejaría de estar muerto y otros mil inocentes corrompidos y deshonrados. ¡La existencia del hombre es tan poca cosa cuando se le da fin, y una cosa tan grande cuando se usa para algo! ¡Ay! -se lamentó-. ¿Hay algo peor en la vida que obtener lo que se quiere?
-Se ha cumplido la justicia divina -comentó el coronel-. Eso es lo que veo yo. Para mí, Alteza, la lección ha sido cruel y aguardo mi turno con temor.
-¿Qué estaba diciendo yo? -exclarnó el principe-. He infligido un castigo y a nuestro lado está el hombre que me ha ayudado a hacerlo. ¡Ah, doctor Noel! Usted y yo tenemos por delante mucho tiempo de trabajo honorable y arduo; y quizá, antes de que hayamos terminado, pueda usted haber pagado sus anteriores errores.
-Entretanto -dijo el doctor-, permítame ir a dar sepultura a mi más viejo amigo.
Y éste (observa el sabio árabe) es el afortunado fin de la historia. El príncipe, huelga mencionarlo, no olvidó a ninguno de los que le habían ayudado en tan gran empresa y hasta el día cuentan con el apoyo y la influencia del príncipe, que les dispensa con la gracia de su amistad en sus vidas privadas. Reunir todos los extraños hechos en que el príncipe desempeñó el papel de la Providencia (sigue diciendo el autor) representaría llenar de libros el mundo entero.

***

EL DIAMANTE DEL RAJÁ

1. Historia de la sombrerera

Harry Hartley había recibido la educación propia de un caballero hasta los dieciséis años, primero en una escuela privada y luego en una de esas grandes instituciones que forjaron la fama de Inglaterra. Manifestó entonces un notable desdén por el estudio y, como el único de sus padres que aún vivía era persona débil e ignorante, en adelante se le permitió dedicarse a actividades simplemente frívolas y elegantes. Dos años más tarde se encontró huérfano y casi mendigo. Por temperamento y formación Harry fue siempre incapaz de toda empresa activa o industriosa. Entonaba canciones románticas, acompañándose discretamente en el piano; no le faltaba gracia con las damas, aunque fuese más bien tímido; gustaba mucho del ajedrez; en fin, la naturaleza le había enviado al mundo con un aspecto más que atractivo. Era rubio y rosado, con saltones ojos de paloma y sonrisa simpática, tenía un aire de agradable ternura melancólica y modales suaves y halagadores. Dicho esto, es preciso reconocer que no se contaba entre los hombres que comandan ejércitos o presiden gobiernos.
Una ocasión favorable y algo de influencia hicieron que Harry consiguiera en su hora de desamparo el cargo de secretario privado del comandante general sir Thomas Vandeleur. Sir Thomas era un hombre de sesenta años, ruidoso, violento y dominante. Por alguna razón, por un servicio cuyo carácter se contaba en voz baja y se negaba con reiteración, el rajá de Kashgar había regalado a sir Thomas el sexto diamante del mundo. El obsequio convirtió al general, que siempre había sido pobre, en un hombre rico, y dejó de ser un militar vulgar y de pocos amigos para convertirse en una de las celebridades de Londres. Dueño del Diamante del Rajá, fue bien recibido en los círculos más exclusivos y hasta encontró a una hermosa dama de buena familia dispuesta a considerar como suyo el diamante, e incluso de casarse con sir Thomas Vandeleur. Por entonces solía decirse que, puesto que las cosas semejantes se atraen entre sí, una joya había atraído a otra; lady Vandeleur no sólo era una joya de muchos quilates, sino que ostentaba un engaste muy lujoso; varias autoridades respetables la colocaban entre las tres o cuatro mujeres mejor vestidas de Inglaterra.
Como secretario, los deberes de Harry no eran particularmente irritantes; pero todo trabajo prolongado le inspiraba verdadera aversión; le disgustaba mancharse los dedos de tinta; y los encantos de lady Vandeleur y sus ropajes le llevaban con mucha frecuencia de la biblioteca al gabinete. Tenía con las mujeres las maneras más delicadas, disfrutaba hablando de modas y nada le hacía más feliz que criticar el color de un lazo o llevar un encargo a la modista. En suma, la correspondencia de sir Thomas sufrió un retraso lamentable y la dueña de casa tuvo una nueva criada.
Un buen día el general, uno de los jefes militares más impacientes, se levantó de su asiento presa de un violento ataque de cólera e informó a su secretario que en adelante no tendría necesidad de sus servicios, valiéndose, a manera de explicación, de uno de aquellos gestos que muy rara vez se usan entre caballeros. Por desgracia, la puerta estaba abierta y el señor Hartley rodó por las escaleras.
Se incorporó algo maltrecho y profundamente resentido. La vida en casa del general era de su predilección; su condición, más o menos ambigua, le permitía alternar con la gente distinguida; trabajaba poco, comía muy bien y en presencia de lady Vandeleur le invadía una vaga complacencia a la que en su propio corazón daba un nombre más enfático.
Inmediatamente después de sufrir el ultraje inferido por el pie militar, corrió al gabinete a contar sus penas.
-Sabe usted muy bien, mi querido Harry -le dijo lady Vandeleur, que le llamaba por su nombre, como a un niño o a un criado-, que usted no hace nunca, ni por casualidad, lo que le ordena el general. Tampoco yo, me dirá usted. Pero la cosa es distinta. Una mujer puede hacerse perdonar un año entero de desobediencia con un solo acto de hábil sumisión; además, no se acuesta con su secretario. Sentiré mucho perderle pero, como no puede quedarse donde le han insultado, le deseo buena suerte y le prometo que el general se arrepentirá de su comportamiento.
Harry se sintió anonadado; se le cayeron las lágrimas y se quedó mirando a lady Vandeleur con un gesto de tenue reproche.
-Señora -dijo-, ¿qué es un insulto? Toda persona seria puede perdonarlos por docenas. Pero abandonar a los amigos; romper los lazos del afecto...
No pudo seguir, pues le ahogaba la emoción, y se echó a llorar.
Lady Vandeleur le miró con una expresión curiosa.
«Este joven imbécil -pensaba- cree estar está enamorado de mí. ¿Por qué no servirme de él? Tiene buena pasta, es servicial, sabe de modas. Además, así no se meterá en líos: es demasiado guapo para dejarle suelto en plaza.»
Esa noche habló con el general, que se sentía un poco arrepentido de su verborragia, y Harry fue transferido al área femenina, en el que su vida se hizo poco menos que celestial. Siempre iba vestido de punta en blanco, lucía delicadas flores en el ojal y atendía a todo visitante con tacto y buen humor. Su relación servil con una dama tan hermosa le llenaba de orgullo; recibía las órdenes de lady Vandeleur como muestras de favor; gustaba de exhibirse ante otros hombres, que se burlaban de él y le despreciaban, en su condición de criada y modista masculino. No se cansaba de pensar en su existencia, considerándola bajo un punto de vista moral. La maldad le parecía un atributo fundamentalmente viril, y pasar los días con una mujer tan fina, ocupado sobre todo de sus vestidos y alhajas, era como vivir en una isla encantada en medio del proceloso mar de la vida.
Una mañana entró al salón y comenzó a arreglar unos partituras sobre el piano. Al otro extremo de la habitación, lady Vandeleur conversaba animadamente con su hermano, Charlie Pendragon, un joven con una fuerte cojera a quien la vida disipada había envejecido antes de tiempo. El secretario privado, a cuya entrada no prestaron atención, escuchó sin querer lo que hablaban.
-Ahora o nunca -decía la señora-. Debe ser hoy, de una vez por todas.
-Pues hoy, si así debe ser -respondió su hermano con un suspiro-. Pero es un error, Clara, un grave error que nos pesará en el alma.
Lady Vandeleur miró a su hermano fijamente, de manera algo extraña.
-Te olvidas de que, al fin y al cabo, ese hombre debe morir -le dijo.
-Mi querida Clara -dijo Pendragon-, eres la bribona más desalmada de Inglaterra.
-Y vosotros los hombres sois tan groseros que no sabéis distinguir los matices -contestó ella-. Sois rapaces, rudos, incapaces de la menor distinción y, sin embargo, cuando una mujer se permite ser precavida, os lleváis las manos a la cabeza. Carezco de paciencia para soportar esas tonterías; despreciaríais en un banquero la estupidez que esperáis de nosotras.
-Es posible que tengas razón -admitió su hermano-. Siempre fuiste más lista que yo. Ya sabes mi lema: «Ante todo la familia».
-Sí, Charlie -respondió ella, cogiendo la mano de su hermano entre las suyas-. Conozco tu lema mejor que tú. Y «antes que la familia, Clara». ¿No es ésa la segunda parte? Eres el mejor de los hermanos y te quiero mucho.
El señor Pendragon se puso en pie, confundido por tantos mimos fraternales.
-Más vale que no me vean -dijo-. Sé mi papel al pie de la letra y no perderé de vista al manso gatito.
-Eso, sobre todo -respondió ella-. Es un bicho muy miedoso y puede echarlo todo a perder.
Le lanzó un beso con la mano y su hermano se retiró, pasando por el gabinete y la escalera de servicio.
-Harry -dijo lady Vandeleur, volviéndose a su secretario tan pronto como estuvieron solos-, tengo un encargo para usted esta mañana. Tendrá que coger un coche, no quiero que mi secretario camine con este sol, que es malo para la piel.
Dijo estas palabras con énfasis, con una mirada de orgullo semimaternal; el pobre Harry, feliz, se declaró encantado de servirla.
-Éste será otro de nuestros grandes secretos -siguió diciendo la señora-, nadie debe saberlo, salvo mi secretario y yo. Sir Thomas haría un escándalo: ¡si supiera usted lo que estoy me molestan sus escenas! Ah, Harry, Harry: ¿puede explicarme por qué son los hombres tan injustos y prepotentes? No, sé muy bien que no puede, puesto que es el único hombre del mundo que lo ignora todo de las pasiones vergonzosas. ¡Usted es tan bueno y amable! Al menos, puede ser amigo de una mujer y, ¿sabe?, creo que, en comparación, los demás parecen todavía más desagradables.
-Es usted quien se porta amablemente conmigo -dijo Harry, siempre galante-. Me trata como...
-Como una madre -le interrumpió lady Vandeleur-. Trato de ser una madre para usted. O, por lo menos -se corrigió, con una sonrisa-, casi una madre. Creo ser demasiado joven todavía. Digamos que una amiga, una querida amiga.
Se interrumpió lo suficiente para que sus palabras hiciesen efecto en el sentimental joven, aunque no lo bastante como para darle tiempo a responder.
-Pero todo esto no viene al caso -siguió diciendo-. Encontrará usted, a la izquierda, en el armario de roble, una sombrerera: está bajo el vestido color rosa que me puse el miércoles, junto a mi encaje de Malinas. Llévela en el acto a esta dirección -y le dio un papel-, pero no la entregue de ninguna manera hasta que no le hayan dado un recibo escrito por mí misma. ¿Me entiende usted? Conteste, por favor..., ¡contésteme! Esto es de la mayor importancia y debo pedirle toda su atención.
Harry la tranquilizó repitiendo sus instrucciones, y la señora iba a continuar cuando el general Vandeleur penetró atropelladamente al apartamento, rojo de ira, llevando en la mano lo que parecía ser una larga y minuciosa cuenta de la modista.
-¿Quiere usted ver esto, señora? -exclamaba a gritos-. ¿Quiere usted tener la bondad de echar una mirada a esta factura? Sé muy bien que se casó usted conmigo por mi dinero, y estoy dispuesto a ser tan indulgente como cualquier otro oficial pero, ¡vive Dios!, hay que poner fin a este vergonzoso dispendio.
-Señor Hartley -dijo lady Vandeleur-, creo que ha entendido usted la comisión. Le ruego que vaya ahora mismo. -Un momento -dijo el general, dirigiéndose a Harry-. Dos palabras, antes de que se vaya usted. -Y, volviéndose a su mujer: ¿Cuál es la comisión de este joven? Permítame decirle que no confío en él más que en usted. Si le quedase un mínimo de honradez no se habría marchado de esta casa, y lo que hace para ganarse su sueldo es un misterio general. ¿Dónde le envía usted, señora? ¿Y por qué tan de prisa?
-Creí que quería decirme algo en privado -respondió la señora.
-Habló usted de una comisión -insistió el general-. No trate de engañarme en mi estado de ánimo. Estoy seguro de que habló de una comisión.
-Si se empeña en que los criados sean testigos de estas humillantes discusiones -respondió lady Vandeleur-, tal vez debo pedirle al señor Hartley que tome asiento. ¿No? Entonces puede irse, señor Hartley. Confío en que recuerde todo lo presenciado en esta habitación: puede serle útil.
Harry huyó del salón y, mientras subía corriendo a los altos, siguió oyendo la voz del general, con tonos más declamatorios, y la aguda voz de lady Vandeleur, que interponía respondía heladamente cada vez que se le presentaba la ocasión. ¡Qué admiración sentía Harry por la mujer! ¡Con qué habilidad sabía eludir una pregunta indiscreta! ¡Con qué descaro tan seguro de sí había repetido sus instrucciones ante las mismas barbas del enemigo! Y, de otra parte, ¡cómo detestaba al marido!
Nada había de extraño en lo ocurrido esa mañana, pues tenía por costumbre cumplir misiones secretas a lady Vandeleur, sobre todo con la modista. Harry sabía muy bien el terrible secreto que escondía la casa: la extravagancia sin fondo de la señora y sus deudas incalculables habían devorado hacía tiempo su fortuna y amenazaban día a día acabar con la del marido. Una o dos veces al año parecía que el escándalo y la ruina eran inminentes. Entonces Harry trotaba a toda clase de tiendas, contaba mentiras, entregaba pequeños adelantos a cuenta, hasta que todo se arreglaba y la dama y su fiel secretario volvían a respirar. Harry se hallaba doblemente comprometido con uno de los dos bandos: no sólo adoraba a lady Vandeleur y aborrecía al marido, sino que su temperamento simpatizaba con el amor a la elegancia; las únicas extravagancias que él mismo se permitía eran con el sastre.
La sombrerera estaba donde le habían dicho, se arregló cuidadosamente para salir y dejó la casa. Era una mañana de sol; debía recorrer una distancia considerable y recordó con desaliento que la brusca irrupción del general había impedido que lady Vandeleur le entregase dinero para un coche. En un día tan caluroso, una caminata tan larga podía hacerle daño, y atravesar Londres con una caja de sombreros bajo el brazo era una humillación casi insoportable a un joven de su temperamento. Se detuvo a pensar lo que debía hacer. Los Vandeleur vivían en Eaton Place y su destino se hallaba cerca de Notting Hill: debía cruzar el parque, evitando los senderos más frecuentados, y dio gracias a su buena estrella de que todavía fuese relativamente temprano.
Alegre de librarse de su íncubo, echó a caminar algo más rápido que de costumbre, y ya estaba muy entrado en el parque de Kensington cuando, en un lugar solitario y entre árboles, se topó cara a cara con el general.
-Usted perdone, sir Thomas -dijo Harry, haciéndose a un lado cortésmente, pues el otro se había plantado en medio del camino.
-¿Dónde va usted, señor? -preguntó el general.
-Doy un paseo por el parque -contestó el joven. El general golpeó la sombrerera con el bastón.
-¿Con eso? -gritó-. Miente usted, señor, y sabe muy bien que miente.
-Sir Thomas -dijo Harry-, no estoy acostumbrado a que se me trate de esa forma.
-No entiende usted su situación -dijo el general-. Es usted mi criado, y además un criado que me inspira las más graves sospechas. ¿Cómo puedo saber que la sombrerera no está llena de mis cucharitas de té?
-Es la caja del sombrero de copa de un amigo -dijo Harry.
-Muy bien -respondió el general Vandeleur-. Entonces, quiero ver ese sombrero de copa. Los sombreros me inspiran gran curiosidad -añadió torvamente-, y usted sabe muy bien que no me gusta andar con rodeos.
-Le ruego que me perdone, sir Thomas -se disculpó Harry-. Lo siento muchísimo, pero es un asunto privado. El general le cogió bruscamente del brazo y levantó con una mano el bastón, en ademán de lo más amenazador. Harry se creía ya perdido, pero en ese momento el cielo le envió un defensor inesperado en la persona de Charlie Pendragon, quien apareció entre los árboles.
-No haga usted eso, general -dijo-; no es ni cortés ni valiente.
-¡Ah! -exclamó el general, volviéndose a su nuevo antagonista-. ¡Señor Pendragon! ¿Supone usted, señor Pendragon, que porque he tenido la desgracia de casarme con su hermana debo permitir que me persiga y me detenga un libertino arruinado y desacreditado como usted? Mi relación con lady Vandeleur, señor, me ha quitado las ganas de ver a los demás miembros de la familia.
-¿Y se imagina usted, general Vandeleur -replicó Charlie-, que porque mi hermana tuvo la desgracia de casarse con usted ha renunciado a todos los derechos y privilegios de una dama? Ese matrimonio, no lo niego, le hizo perder su posición pero, ante mis ojos sigue siendo una Pendragon. Vengo a defenderla de un ultraje tan poco caballeresco, y ya puede usted ser diez veces su marido: no permitiré que se limite su libertad, ni que se detenga por la violencia a sus mensajeros privados.
-¿Qué me dice usted, señor Hartley? -dijo el general-. Parece que el señor Pendragon es de mi misma opinión. También él cree que lady Vandeleur tiene algo que ver con el sombrero de copa de su amigo.
Charlie comprendió que había cometido un error imperdonable y se apresuró a repararlo.
-¿Cómo, señor? -dijo-. ¿Que yo sospecho algo, dice usted? Yo no sospecho nada. Me ha bastado ver que usted abusa de su fuerza y maltrata a los inferiores, para tomarme la libertad de intervenir.
Y mientras decía estas palabras le hacía señas a Harry, pero éste era demasiado lento o estaba demasiado turbado para comprenderlas.
-¿Cómo debo entender su actitud, señor? -quiso saber el general.
-Señor, como usted quiera -respondió Pendragon.
El general levantó otra vez el bastón y lanzó un golpe a la cabeza de Charlie quien, aunque cojo, lo paró con el paraguas, se adelantó y sujetó a su formidable adversario.
-¡Corra, Harry, corra! -gritaba-. ¡Rápido, idiota! Harry quedó petrificado durante un instante, observando a los dos hombres que forcejeaban en feroz abrazo y luego, dando media vuelta, se echó a correr. Todavía lanzó una mirada por encima del hombro, y vio al general por tierra, tratando esfuerzos por incorporarse, y a Charlie que le había puesto la rodilla encima; el parque parecía lleno de gente que corría de todas partes hacia el lugar de la pelea. El espectáculo agregó alas a los pies del secretario, que no disminuyó su carrera hasta llegar a Bayswater Road e internarse al azar en una callejuela poco frecuentada.
La imagen de dos caballeros conocidos aporreándose brutalmente fue para Harry algo verdaderamente espantoso. Quería olvidar lo que había visto; sobre todo, deseaba alejarse lo más posible del general Vandeleur; en su ansiedad, no pensó más en el lugar al que se dirigía y siguió para adelante, apurado y tembloroso. Cuando se acordaba de que lady Vandeleur estaba casada con uno de los gladiadores y era hermana del otro, sentía profunda compasión por alguien con tan mala suerte en la vida. Hasta su propio puesto en casa del general se le antojaba menos agradable que de costumbre a la luz de hechos tan desagradables.
Había avanzado cierta distancia absorto en estas meditaciones, cuando un ligero choque con un transeúnte le recordó la sombrerera que llevaba bajo el brazo.
-¡Cielos! -exclamó-. ¿Dónde tengo la cabeza? ¿Y dónde estoy?
Y consultó el sobre que le había dado la señora. En él constaban las señas, pero no había nombres. Las instrucciones de Harry eran «preguntar por el caballero que esperaba un paquete de parte de lady Vandeleur» y, si no estaba en casa, aguardar su regreso. El hombre, añadía la nota, debía entregarle un recibo de puño y letra de la propia señora. Aquello parecía muy misterioso, y a Harry le admiraban sobre todo la falta de nombre y la formalidad del recibo. No le había llamado la atención cuando lo escuchó pero, leyéndolo con sangre fría, y en relación con otros detalles extraños, se convenció de que estaba metido en un lío muy peligroso. Durante un segundo llegó a dudar de la propia lady Vandeleur, pues unos manejos tan turbios eran indignos de una gran dama, y se sentía más crítico por que ella no le había revelado sus secretos. No obstante, la señora ejercía un dominio tan grande sobre su espíritu que desechó sus sospechas y hasta se reprochó amargamente haberlas abrigado durante un momento.
Su deber y su interés coincidían en algo: su generosidad y sus temores; debía librarse con toda la rapidez posible de la sombrerera.
Preguntó por la dirección al primer policía que vio y supo que no se hallaba lejos de su destino. Unos minutos de caminata le llevaron a una pequeña casa recién pintada y mantenida con el cuidado más escrupuloso. El llamador y la campanilla estaban relucientes, las ventanas adornadas con macetas de flores y provistas de ricas cortinas que ocultaban el interior a las miradas curiosas. El lugar tenía un aire de reposo y de secreto, y Harry, ganado por el ambiente, golpeó la puerta con la mayor discreción, quitándose con especial cuidado el polvo de los zapatos.
Una criada bastante atractiva le abrió la puerta y pareció observar al secretario con ojos llenos de simpatía.
-Traigo un paquete de lady Vandeleur -dijo Harry. -Ya lo sé -respondió la muchacha-, pero el caballero no se encuentra en casa. ¿Quiere usted dejar el paquete? -No puedo. Tengo instrucciones de entregarlo sólo bajo cierta condición. Le ruego que permita que le espere. -Bueno -dijo ella-. Supongo que puedo permitírselo. Estoy muy sola, se lo aseguro, y usted no parece de esos tipos que devoran jovencitas. Pero no me pregunte el nombre del caballero porque no se lo puedo decir.
-¡Caramba! -exclamó Harry-. ¡Qué cosa más rara! Pero desde hace un tiempo voy de sorpresa en sorpresa. Creo que puedo preguntarle algo sin ser indiscreto: ¿es el dueño de la casa?
-Es un inquilino, y desde hace unos ocho días -respondió la criada-. Y ahora le hago yo una pregunta: ¿conoce usted a lady Vandeleur?
-Soy su secretario privado -dijo Harry, con el fuego del orgullo contenido.
-¿Es bonita, verdad?
-¡Ah, hermosísima! Muy bonita, y buena, y amable.
-Usted también parece amable -dijo ella-, y le apuesto que vale por una docena de esas ladies Vandeleur.
Harry se sintió escandalizado.
-¡Yo soy el secretario, nada más!
-¿Lo dice por mí? -preguntó la joven-. Porque yo soy la criada y nada más. -Y luego, ante la evidente confusión de Harry, agregó-: Ya sé que no lo dice con mala intención. Me cae usted bien y su lady Vandeleur no me importa nada. ¡Oh, estos señores! -añadió, levantando la voz-. Enviar a un caballero de verdad como usted, con esa caja de sombreros, y a pleno día.
Mientras conversaban habían mantenido en las posiciones de un comienzo, ella en el umbral, él en la acera, con la cabeza descubierta para estar más fresco y la caja bajo el brazo. Pero después de estas últimas palabras, Harry no pudo soportar tantos elogios a quemarropa, ni la mirada incitadora que los acompañaba, y empezó a moverse y a mirar, algo confuso, a derecha e izquierda. Al volver la cara hacia el extremo inferior de la calle, sus ojos tropezaron, para su indescriptible desaliento, con los del general Vandeleur. El general, en un arrebato de calor, urgencia e indignación, recorría las calles en busca de su cuñado pero, tan pronto como divisó al delincuente secretario, cambió de propósito, su cólera se encauzó por una nueva vía, y se precipitó a su encuentro con muecas y vociferaciones de lo más soeces.
Harry entró de un salto en la casa, empujando a la criada delante suyo, y pegó un portazo en las narices de su perseguidor.
-¿Hay una tranca? ¿La puerta se cierra con llave? -preguntó, mientras toda la casa resonaba con la salva de golpes que el general descargaba con el llamador.
-¿Por qué, qué le pasa? -dijo la criada-. ¿Le asusta ese señor?
-Si me atrapa soy hombre muerto -contestó Harry en susurros-. Me ha perseguido todo el día y lleva un estoque en el bastón; es un oficial del ejército de la India.
-¡Qué manera de portarse! ¿Y cómo se llama?
-Es el general para quien trabajo. Quiere apoderarse de esta sombrerera.
-¿No se lo dije? -dijo la joven con un gesto de triunfo-. Ya sabía yo que su lady Vandeleur no valía nada, y si usted tuviera ojos en la cara, también lo vería. ¡Una descarada, una falsa, se lo digo yo!
El general continuaba en sus ataques con el aldabón y, furioso por que no le abrían, empezó a lanzar puntapiés y puñetazos contra la puerta.
-Afortunadamente estoy sola en la casa -observó la muchacha-. Su general puede dar golpes hasta que se harte, no hay nadie para abrirle. ¡Venga conmigo!
Al decir esto, condujo a Harry a la cocina, le hizo sentarse y se quedó junto a él, poniéndole afectuosamente la mano en el hombro. El estrépito de los aldabonazos, lejos de disminuir, se hacía atronador, y cada golpe hacía temblar al pobre secretario.
-¿Cómo se llama usted? -preguntó la muchacha.
-Harry Hartley.
-Yo me llamo Prudence. ¿Le gusta mi nombre?
-Es encantador -dijo Harry-. Pero oiga esos golpes. Ese hombre acabará por romper la puerta y, Dios me ayude, será para mí una muerte segura.
-Se altera demasiado -contestó Prudence-. Déjele que golpee, se lastimará las manos. ¿Cree usted que lo tendría aquí si no estuviese segura de salvarle? No, yo soy buena amiga de la gente que me cae bien, y la puerta de servicio da a otra calle. Pero -añadió, pues Harry se había puesto en pie de un salto al oír la buena noticia- no se la enseñaré si no me besa. ¿Quiere darme un besito, Harry?
-Por supuesto -respondió Harry, acordándose de su galantería-. Y no porque exista una puerta de servicio, sino porque es usted tan buena y tan bonita.
Y le administró dos o tres cariños que fueron retribuidos en especie.
Luego Prudence le llevó hasta la puerta y, poniendo la mano en la llave, le preguntó:
-¿Vendrá usted a verme?
-¡Claro que sí! -dijo Harry-. ¿No le debo acaso la vida?
-Ahora -dijo ella, abriendo la puerta- corra todo lo que pueda, que voy a dejar entrar al general.
Harry no tenía necesidad del consejo; el miedo le daba alas, y se dedicó a huir con la mayor diligencia. Unos cuantos pasos, pensaba, y superadas las pruebas, podría volver junto a lady Vandeleur con honor y seguridad. Pero no había dado esos pasos y ya escuchaba una voz de hombre llamándole por su nombre entre maldiciones; al volver la cabeza vio a Charlie Pendragon que agitaba los brazos, haciéndole señas de regresar. La sorpresa de este nuevo incidente fue tan súbita y profunda, y Harry había llegado a tal punto de tensión nerviosa, que no se le ocurrió nada mejor que aumentar la velocidad de su fuga. Tendría que haber recordado, por supuesto, la escena en el parque de Kensington; debiera haber pensado que, si el general era su enemigo, Charlie Pendragon sólo podía ser un aliado. No obstante, tal era la fiebre y alteración de su ánimo que no tuvo presentes estas consideraciones y continuó calle arriba como alma que lleva el diablo.
Por su tono de voz y las imprecaciones que lanzaba contra el secretario, era claro que Charlie estaba enfurecido; corría también, lo más de prisa que podía, pero se hallaba en desventaja, y a pesar de sus gritos y los golpes que daba con el pie cojo contra el pavimento, empezó a perder cada vez más terreno.
Harry sintió que renacían sus esperanzas. La calle era estrecha y empinada, pero muy solitaria, con muros de jardines cubiertos de hiedra a ambos lados, y el fugitivo no veía delante de sí ni una sola persona, ni una puerta abierta. La Providencia, cansada de la persecución, le allanaba la ruta de escape.
¡Ay! Cruzaba delante de un jardín cuando de pronto se abrió una puerta, a la sombra de unos castaños, y vio la figura de un chico de carnicero, con una bandeja vacía, que se disponía a salir. Harry apenas si reparó en su presencia y ya estaba unos pasos más lejos, pero el muchacho tuvo tiempo de observarle. Le sorprendió mucho que un caballero corriendo por la calle y lanzó detrás de sí gritos burlones.
Aquel mandadero hizo que Charlie Pendragon tuviera una nueva idea y, aunque casi sin aliento, tuvo fuerzas para levantar una vez más la voz:
-¡Al ladrón! -gritó-. ¡Al ladrón!
Y el chico del carnicero, repitiendo el grito, se unió en el acto a la persecución.
Fue un momento amargo para el pobre secretario. El miedo le hizo acelerar su carrera y ganar terreno sobre sus perseguidores, pero sabía que pronto estaría agotado y, si se topaba con alguien que viniese en dirección opuesta, su situación, en una calle tan estrecha, sería desesperada.
«Debo hallar donde esconderme -pensó-, y tiene que ser pronto o todo habrá terminado para mí en esta vida.» No bien le había pasado esta idea por la cabeza, cuando la calle dobló a un lado y sus adversarios le perdieron de vista. Hay momentos en los que el menos tenaz de los hombres aprende a portarse con energía y firmeza, y el más precavido olvida su prudencia y adopta una decisión temeraria. Esta fue una de esas situaciones para Harry Hartley, y los que mejor le conocían hubieran sido los más asombrados ante su audacia. Se detuvo de repente, lanzó la sombrerera por encima del muro, saltó con gran agilidad y, con la ayuda de las manos, pasó del otro lado y cayó de cabeza en el jardín.
Recobró el sentido poco después, sentado en medio de un arriate de rosales. Le sangraban las manos y las rodillas que se había cortado al saltar, pues el muro estaba protegido por una gran cantidad de cascos de botella; sentía todo el cuerpo descoyuntado y una molesta sensación de mareo. Frente a él, más allá del jardín, que estaba maravillosamente ordenado y lleno de flores del perfume más agradable, vio la parte trasera de una casa. Era una casa grande e indudablemente habitada pero, en contraste con el jardín, era de apariencia fea, descuidada, algo siniestra. Los muros del jardín la rodeaban por todas partes.
Harry lo veía todo, pero su cabeza no conseguía registrar las cosas ni llegar a una conclusión racional. Oyó que alguien se aproximaba por el sendero y desvió la vista en esa dirección, sin saber si defenderse o huir.
El hombre que acababa de llegar era un personaje robusto, tosco, de aspecto mezquino, vestido de jardinero y con una regadera en la mano izquierda. Una persona más en sus cabales se habría alarmado al ver su enorme estatura y la feroz mirada de sus ojos negros. Harry se hallaba excesivamente aturdido por la caída para tener miedo; no le quitó al jardinero los ojos de encima, pero no hizo nada y le permitió acercarse, cogerle del hombro y ponerle bruscamente de pie sin oponer, por su parte, la menor resistencia.
Durante un momento se miraron lentamente a los ojos, Harry fascinado y el hombre muy colérico, con expresión cruel y burlona.
-¿Quién eres tú? -preguntó por fin-. ¿Quién eres tú que saltas mi muro y destrozas mi Gloire de Dijon? ¿Cuál es tu nombre? -agregó, sacudiéndole-. ¿A qué has venido? Harry no lograba dar una sola palabra de explicación. En ese instante Pendragon y el muchacho cruzaron corriendo al otro lado del muro, y el ruido de sus pasos y sus gritos enronquecidos retumbaron en la calle. Las preguntas habían hallado respuesta y el jardinero dirigió su mirada a Harry con una sonrisa odiosa.
-¡Un ladrón! -dijo-. Creo que te debes ganar bien la vida, porque vas muy bien vestido, como un caballero. ¿No te da vergüenza ir tan bien aseado, cuando tanta gente honrada no dispone de ropas así ni de segunda mano? ¡Habla, rufián! Entiendes inglés, supongo, y tú y yo tenemos muchas cosas que hablar antes de que te lleve a la comisaría.
-Señor, esto es una equivocación -le contestó Harry-. Si quiere usted venir conmigo a casa de sir Thomas Vandeleur, en Eaton Place, le garantizo que todo podrá aclararse. La persona más respetable, me doy cuenta ahora, puede fácilmente convertirse en un sospechoso.
-Mira, jovenzuelo -dijo el jardinero-, contigo no voy sino a la comisaría de aquí al lado. El inspector irá a Eaton Place, y tendrá mucho gusto en tomar el té con tus grandes amistades. ¿O quieres que vayamos a ver al ministro? ¡Sir Thomas Vandeleur, dice! ¿Crees que no conozco a un caballero cuando le veo, y que le voy a confundir con un bellaco como tú? Ya puedes vestirte como quieras, que a mí no me engañas. ¡Miren esa camisa, que debe valer más que mi sombrero del domingo, y esa chaqueta acabada de estrenar, y esas botas!
La mirada del hombre había ido bajando y, de repente, detuvo sus comentarios ofensivos y se quedó con los ojos fijos en el suelo. Cuando volvió a hablar su voz se había alterado manera extraña.
-¿Pero qué es esto, en nombre del Señor?
Harry siguió la mirada del jardinero y vio un cuadro que le dejó mudo de sorpresa y terror. Al caer había aplastado con el cuerpo la sombrerera, que se había partido en dos, dejando a la vista un gran tesoro de diamantes, ahora hundidos en la tierra o esparcidos por el suelo con abundancia majestuosa y espléndida. Vio una magnífica diadema que había admirado muchas veces en lady Vandeleur; anillos y prendedores, pendientes y brazaletes, y hasta diamantes sin engastar, caídos entre los rosales como gotas de rocío matinal. Entre los dos hombres había por tierra un tesoro inmenso: un tesoro en su forma más atrayente, maciza y durable, que podía llevarse en un delantal, bellísimo en sí mismo, brillando a la luz del sol con mil destellos de todos los colores.
-¡Dios mío! -dijo Harry-. ¡Estoy perdido!
En ese momento su mente regresó al pasado con la velocidad incalculable del pensamiento y empezó a comprender sus aventuras del día, a coordinarlas como un todo y a reconocer la amarga situación en la que se hallaba involucrado. Miró alrededor tratando de encontrar ayuda, pero estaba solo en el jardín, con los diamantes desparramados y junto a su terrible interlocutor, y no oía sino el rumor de las hojas y los rápidos latidos de su propio corazón. No es de sorprender que, perdiendo el ánimo, el joven repitiera con voz quebrada: -¡Estoy perdido!
El jardinero miraba en todas direcciones con aire culpable, pero no había nadie asomado a las ventanas y pareció tranquilizarse.
-¡Ten valor, idiota! -dijo-. Lo peor ya ha pasado. ¿Cómo no me dijiste que hay bastante para dos? ¿Para dos? ¡Para doscientos! Vámonos de aquí, que nos pueden ver, y por amor de Dios, ponte el sombrero y límpiate. No puedes dar dos pasos con ese aspecto irrisorio.
Sin pensarlo, Harry hizo lo que el otro le decía; el jardinero se arrodilló y se puso a recoger las joyas, metiéndolas otra vez en la sombrerera. Nada más tocar los riquísimos cristales, su robusta figura se estremeció de pies a cabeza; la cara se le transfiguró, le brillaron los ojos de codicia; más aún, pareció demorar lujuriosamente su ocupación acariciando cada uno de los diamantes. Por fin, ocultó la caja entre sus ropas e hizo a Harry una señal de que le siguiera, dirigiéndose a la casa.
Cerca de la puerta hallaron a un joven, sin duda un religioso, moreno y muy bien plantado, pulcramente vestido como corresponde a su casta, en cuyo aspecto se combinaban debilidad y resolución. El jardinero pareció contrariado por el encuentro, pero puso la mejor cara que pudo y, acercándose al clérigo con aire sonriente y obsequioso, le dijo:
-Hermosa tarde tenemos, señor Rolles. ¡Una hermosa tarde, como que Dios es grande! Este joven es un buen amigo que ha venido a ver mis rosas. Me he tomado la libertad de traerle y no creo que ninguno de los inquilinos se oponga.
-En cuanto a mí -contestó el reverendo señor Rolles-, no me opongo, ni creo que los demás puedan oponerse en un asunto de tan intranscendente. El jardín es suyo, señor Raeburn, ninguno de nosotros debe olvidarlo; y no porque nos haya permitido pasearnos por él tendremos la osadía de entrometernos, abusando de su cortesía, en lo que quieran sus amigos. Pero, si no me equivoco -añadió-, este caballero y yo nos conocemos. El señor Hartley, me parece. Lamento ver que se ha caído usted.
Y tendió la mano.
Una dignidad excesivamente delicada, y la intensión de retrasar en lo posible toda aclaración, hizo que Harry desaprovechara aquella oportunidad de recibir ayuda. Negó su propia identidad y prefirió las bondades del jardinero, que por lo menos era un desconocido, a la curiosidad y quizá las dudas de alguien que le conocía.
-Me temo que se trata de una equivocación -respondió-. Me llamo Thomlimson y soy amigo del señor Raeburn. -¿En verdad? -dijo el señor Rolles-. El parecido es asombroso.
El señor Raeburn, que había estado en ascuas durante toda la conversación, creyó oportuno ponerle punto final. -Le deseo a usted un buen paseo, señor -dijo.
E hizo entrar a Harry a la casa; era una habitación que daba sobre el jardín. En primer lugar bajó las persianas, pues el señor Rolles seguía donde le habían dejado, con aire de reflexión y asombro. Después vació la sombrerera rota sobre una mesa y se sentó ante el tesoro así desplegado, frotándose las manos en los muslos, en un éxtasis de codicia. Para Harry, observar la cara de aquel hombre poseído por una emoción tan baja fue un nuevo golpe, además de los muchos que había recibido. Le parecía increíble que su vida, hasta entonces tan pura y delicada, se viera envuelta de pronto en algo tan sórdido y criminal. En conciencia, no tenía el menor pecado que reprocharse, pero padecía sus penas en sus formas más agudas y crueles: el miedo al castigo, la desconfianza en los buenos, la sociedad y la contaminación con seres despreciables y brutales. Hubiera dado con gusto su vida por escapar de la habitación y de la compañía del señor Raeburn.
-Bien -dijo este último, cuando hubo colocado las joyas en dos montones casi idénticos y acercado uno de ellos a sí-, todo se paga en este mundo, y a veces de formas muy agradables. Debe usted saber, señor Hartley, si ése es su nombre, que soy hombre de buen carácter y que esta generosidad fue mi condena toda la vida. Ahora mismo podría embolsarme todas estas lindas piedrecitas, si se me antojara, y quisiera ver si se atreve usted a decirme algo. Pero me ha caído usted bien y la verdad es que no quisiera perjudicarle. De modo que, por pura amabilidad, le propongo que las dividamos. Éstas -continuó diciendo, mientras señalaba con un gesto los dos montones- me parecen partes justas y amistosas. ¿Me permite preguntarle si tiene alguna objeción, señor Hartley? No voy a discutir por un prendedor más o menos.
-¡Señor, me propone usted algo imposible! -respondió Harry-. Las joyas no son mías y no puedo dividirlas con nadie, cualquiera sea la proporción.
-¿No son suyas, entonces? -replicó Raeburn-. ¿Y no puede usted compartirlas con nadie? Pues bien, eso es lo que yo llamo una pena, porque no me queda más remedio que entregarle a la policía. La policía..., ¡piense en el deshonor de sus pobres padres; piense -y cogió a Harry por la muñeca-, piense en las cárceles coloniales y el día del Juicio Final!
-Nada puedo hacer -decía Harry con voz quejumbrosa-. No es culpa mía. ¿No quiere venir conmigo a Eaton Place?
-No -dijo el hombre-. De eso nada. Vamos a repartirnos estos chismes aquí mismo.
Y de pronto retorció con violencia la muñeca del joven. Harry lanzó un grito de dolor y su cara se cubrió de sudor. Quizás el pánico y el dolor avivaron su inteligencia, pues no cabe duda de que en ese momento, en un abrir y cerrar de ojos, vio todo lo que sucedía con una luz muy distinta, lo único razonable era aceptar el trato con el bribón, confiando en que, en circunstancias más favorables, libre ya de toda sospecha, podría dar con la casa y obligarle a devolver el botín.
-De acuerdo -dijo.
-Así me gusta -dijo con socarronería el jardinero-. Ya sabía yo que antepondrías tus intereses. Quemaré la sombrerera con las basuras, pues algún curioso podría reconocerla; tú recoge tus piedras y mételas en el bolsillo.
Harry obedeció; Raeburn le miraba hacer y, de vez en cuando, un vivo destello encendía su codicia; entonces quitaba una joya de la parte del secretario y la añadía a la suya.
Cuando Harry hubo terminado, se dirigieron a la puerta de calle. Raeburn la abrió cautelosamente y se asomó para ver si venía alguien. Al parecer la calle estaba desierta, pues de pronto agarró a Harry por la nuca y le hizo bajar la cabeza, de modo que sólo podía ver el suelo y los escalones de entrada de las casas, empujándole con violencia delante suyo por una calle, y luego por otra, durante quizás un minuto y medio. Harry contó tres esquinas antes de que el bribón le soltara y, diciéndole «¡Largo de aquí!», le arrojara al suelo de un puntapié atlético y bien dirigido.
Una vez que Harry se pudo incorporar, todavía medio aturdido y sangrando abundantemente por la nariz, el señor Raeburn había desaparecido. Por primera vez el dolor y la cólera vencieron al desgraciado joven, que se echó a llorar a lágrima viva en medio de la calle.
Cuando pudo calmarse un poco, miró a su alrededor y leyó los nombres de las calles donde le había abandonado el jardinero. Estaba en un barrio poco frecuentado del oeste de Londres, entre villas y grandes jardines, y vio unas cuantas personas en las ventanas, sin duda mudos testigos de su infortunio; poco después, una criada vino corriendo de una casa para ofrecerle un vaso de agua. Al mismo tiempo se le acercó también un vago mal encarado que rondaba por esas calles de Dios.
-¡Pobre señor! -dijo la criada-. ¡Cómo le han dejado! ¡Le sangran las rodillas, tiene las ropas destrozadas! ¿Conoce usted al miserable que le hizo esto?
-Sí que le conozco -respondió Harry, un poco repuesto tras beber el agua-, y le encontraré a pesar de sus precauciones. Lo que ha hecho hoy le costará caro, se lo aseguro.
-Venga usted a la casa para asearse y arreglarse un poco -dijo la muchacha-. No se preocupe, mi señora no lo tomará a mal. Mire usted, cogeré su sombrero. ¡Dios del cielo! -gritó-. ¡Pero si viene perdiendo diamantes por la calle!
Así era, en efecto; la mitad de las piedras que le quedaban después del asalto del señor Raeburn se le habían caído al rodar por tierra y ahora brillaban sobre el suelo. Dio gracias a su buena suerte de que la criada las hubiera visto, pensó que por mal que vayan las cosas siempre pueden ir peor, y recobrar unas cuantas joyas le pareció asunto tan importante como haber perdido las demás. ¡Ay! No bien se inclinó a recoger sus tesoros, el vago que le estaba mirando se abalanzó sobre él y la muchacha, les derribó, recogió algunos diamantes con ambas manos y se perdió calle abajo con sorprendente agilidad.
Tan pronto como Harry se puso en pie, corrió dando gritos tras el ladrón, pero éste era muy rápido y debía conocer bien el barrio, pues cuando el perseguidor llegó a la esquina no se veían rastros del fugitivo.
Harry regresó profundamente abatido a la escena de su desgracia y la joven, que le estaba esperando, le devolvió con cortesía su sombrero y las piedras recogidas del suelo. Harry le agradeció de todo corazón y, como ya no estaba de humor para hacer economías, fue a la estación más cercana y cogió un coche de alquiler para Eaton Place.
Al llegar, la casa parecía en la mayor confusión, como si hubiera ocurrido una catástrofe. Los criados estaban reunidos en el salón y no fueron capaces de contener la risa, aunque quizá tampoco se esforzaron mucho, ante la desastrosa figura del secretario. Harry pasó delante de ellos con el aire más digno que podía y fue derecho al gabinete. Cuando abrió la puerta, puso los ojos en un espectáculo sorprendente y hasta amenazador, pues vio al general, a su mujer, y nada menos que a Charlie Pendragon, en plena conspiración, cuchicheando grave y ansiosamente de algo sin duda importante. Comprendió en el acto que le quedaba muy poco por explicar, era evidente que se había hecho confesión plenaria al general del fraude intentado contra su bolsa, así como del rotundo fracaso de la empresa, y que todos se habían unido contra el peligro común.
-¡Gracias a Dios! -exclamó lady Vandeleur-. ¡Aquí está! ¡La sombrerera, Harry, la sombrerera!
Pero Harry seguía plantado ante ellos, cabizbajo y sin decir palabra.
-¡Hable! -gritó lady Vandeleur-. ¡Hable usted! ¿Dónde está la caja?
Y los hombres repitieron la pregunta con gestos de amenaza.
Harry sacó un puñado de joyas del bolsillo. Se le veía muy pálido.
-Esto es todo lo que queda -dijo-. Juro ante Dios que no fue culpa mía. Si tienen paciencia creo que podrán recobrarse algunas joyas, aunque me temo que otras se han perdido para siempre.
-¡Ay! -se quejó lady Vandeleur-. Nos hemos quedado sin diamantes y yo debo noventa mil libras por mi guardarropa.
-Señora -dijo el general-, podía usted haber empedrado la calle con sus baratijas, haberse endeudado por una suma cincuenta veces mayor, haberme robado la diadema y el anillo de mi madre; tal vez, forzado por la naturaleza, habría acabado por perdonarla. Pero ha cogido usted el Diamante del Rajá -el Ojo de la Luz, como lo llaman de forma poética los orientales-, el orgullo de Kashgar. ¡Me ha robado usted el Diamante del Rajá! -gritó, levantando las manos- ¡y todo ha acabado, señora, todo ha terminado entre nosotros!
-Créame usted, general Vandeleur -respondió la gran dama-, que ésa es una de las cosas más agradables que he oído nunca; puesto que nos hemos arruinado, casi podría felicitarme de un cambio que me libra de su compañía. Me ha repetido infinidad de veces que me casé con usted por su dinero. Permítame decirle ahora que es algo de lo que me arrepiento amargamente. Si aún fuese usted soltero, y dueño de un diamante más grande que su cabeza, no le aconsejaría a la última de mis criadas un matrimonio tan triste y desastroso. En cuanto a usted, señor Hartley -dijo, dirigiéndose al secretario-, ha demostrado de manera suficiente sus nefastas cualidades en esta casa; todos sabemos que le falta valor, sensatez y respeto de sí mismo; lo único que puede hacer es largarse en el acto y, a ser posible, no volver a aparecer por aquí. Si desea cobrar su salario puede anotarse como acreedor en la quiebra de mi marido.
Apenas si había comprendido Harry este discurso tan insultante y ya el general lo atacaba con otro.
-Mientras -dijo sir Thomas-, venga usted conmigo a visitar al inspector de policía más próximo. Puede usted entrar.

2. Historia del joven eclesiástico

El reverendo señor Simon Rolles se había destacado en ciencias morales y había realizado estudios avanzados de teología. Su ensayo Doctrina de los deberes morales le valió, en el momento de publicarse, cierta celebridad en la universidad de Oxford, y en círculos religiosos y eruditos se decía que preparaba ahora una obra considerable -un infolio, decían algunos- sobre la autoridad de los Padres de la Iglesia. No obstante, los méritos y los proyectos tan codiciosos del joven señor Rolles no habían bastado para conseguirle un puesto, y todavía se hallaba a la espera del primer nombramiento, cuando una tarde, mientras paseaba al azar por ese barrio de Londres, el aspecto tranquilo y bien cuidado del jardín, sus deseos de soledad y estudio, y el bajo precio del alquiler, le decidieron a hospedarse en casa del señor Raeburn, el jardinero de Stockdove Lane.
Una vez que había empleado siete u ocho horas del día a San Ambrosio o San Crisóstomo, el señor Rolles acostumbraba pasear un rato entre los rosales. Esos momentos solían ser los más productivos de la jornada. Sucede, sin embargo, que unas sinceras ganas de reflexión, y el interés por los más elevados problemas intelectuales, no siempre son suficientes para proteger al filósofo de los pequeños choques y contactos del mundo. De este modo, cuando el señor Rolles se cruzó con el secretario del señor Vandeleur, ensangrentado y con las ropas destrozadas, en compañía del dueño de casa; cuando se dio cuenta de que ambos palidecían y evitaban sus preguntas; y, sobre todo, cuando el primero de ellos negó su identidad con el mayor énfasis, la simple curiosidad acabó por predominar sobre los Santos y los Padres de la Iglesia.
«No, no me equivoco -se decía el señor Rolles-. Ese muchacho es indudablemente el señor Hartley. ¿Cómo es que se encuentra en este apuro? ¿Por qué me niega su nombre? ¿Y qué tiene en común con el granuja siniestro del dueño?»
En ésas estaba cuando otro hecho curioso le llamó la atención. La cara del señor Raeburn apareció en una ventana baja, cerca de la puerta y, por pura casualidad, sus ojos se encontraron con los del señor Rolles. El jardinero pareció alterado, y hasta atemorizado, y rápidamente bajó las persianas.
«Todo eso puede no tener nada de malo -pensó el señor Rolles-, absolutamente nada de malo, pero confieso que no lo creo. Ese aire de sospecha y de alarma; esas mentiras; ese miedo a ser vistos: estoy convencido de que esos dos preparan un agravio.»
El detective que todos tenemos dentro se despertó gritando en el pecho del señor Rolles quien, con paso firme y acelerado, muy distinto a su manera acostumbrada, empezó a dar una vuelta al jardín. Al llegar al lugar de la escalada de Harry, se detuvo ante el rosal destrozado y las huellas en el barro y, alzando la mirada, vio las marcas en la pared de ladrillo y un pedazo del pantalón enganchado a un casco de botella. ¡Por aquí había entrado el buen amigo del señor Raeburn! ¡De este modo era como el secretario del general Vandeleur venía a admirar las flores del jardín! El joven clérigo, silbando suavemente, se inclinó a examinar el suelo. Podía ver el sitio donde Harry había caído al dar su peligroso salto; reconoció el pie del señor Raeburn, que se había hundido profundamente cuando levantó al secretario; y aún más, observando de cerca, logró a distinguir las huellas de dedos que habían escarbado en el barro para recoger algo caído.
«Palabra de honor dijo para sus adentros-. Este asunto se pone muy interesante.»
En ese instante distinguió un objeto casi enteramente hundido en el barro y se inclinó a recoger un precioso estuche de tafilete, con adornos y un broche dorados. El señor Raeburn debía haberle pisado sin darse cuenta y luego había escapado a su búsqueda apresurada. El señor Rolles abrió el estuche y respiró profundamente, con asombro y casi con terror: ante sus ojos, dispuesto sobre el fondo de terciopelo verde, brillaba un diamante de grandes dimensiones y de primerísima agua. La piedra, del tamaño de un huevo de pato, era muy hermosa de forma, sin el menor defecto, y al recibir un rayo de sol brilló con un resplandor eléctrico, como si le ardiese en la mano con mil fuegos interiores.
Casi nada sabía el señor Rolles de piedras preciosas, pero el Diamante del Rajá era una maravilla que se explicaba a sí misma; un niño que lo encontrase en una aldea habría echado a correr dando gritos a la casa más cercana; un salvaje se habría prosternado para adorar un fetiche tan imponente. La hermosura de la gema halagaba la vista del joven religioso; la idea de su valor incalculable abrumaba su inteligencia. Comprendió que tenía en la mano algo de mayor valor que muchos años de rentas arzobispales, que con una piedra como ésta sería posible construir catedrales más majestuosas que las de Ely o Colonia; quien la poseyera se libraría para siempre de la maldición primordial, podría seguir sus inclinaciones sin prisas ni inquietudes. Levantó el diamante, lo giró y otra vez despidió rayos fulgurantes que le atravesaron el corazón. Las decisiones más graves se toman a veces en un instante y sin intervención consciente de las partes racionales del hombre. El señor Rolles miró nerviosamente a su alrededor; como antes el señor Raeburn, no vio sino el jardín de flores lleno de sol, los árboles de altas copas frondosas, la casa con las ventanas cerradas; en un segundo cerró el estuche, se lo metió en el bolsillo y ya se dirigía hacia su estudio con la rapidez de la culpa.
El reverendo Simon Rolles había robado el Diamante del Rajá.
A primera hora de la tarde la policía llegó a la casa con Harry Hartley.
El jardinero, fuera de sí de terror, no tardó en devolver su botín; se identificaron las joyas y se levantó un inventario en presencia del secretario. El señor Rolles, por su parte, se mostró de lo más servicial, declaró sinceramente lo que sabía y lamentó no poder hacer más para ayudar a los oficiales en el cumplimiento de sus obligaciones.
-Considero que para ustedes el caso está cerrado -les dijo.
-De ningún modo -respondió el inspector de Scotland Yard, y le explicó el segundo robo de que había sido víctima Harry. Luego hizo un breve recuento de las joyas que faltaban y dio al joven eclesiástico algunos detalles sobre el Diamante del Rajá.
-Valdrá una fortuna -dijo el señor Rolles.
-Diez fortunas, veinte fortunas -respondió el oficial.
-Cuanto más alto sea su precio, más difícil será venderlo -observó agudamente Simon-. Una piedra como ésa no puede disimularse, y lo mismo daría vender la Catedral de San Pablo.
-Claro -dijo el oficial-, pero si el hombre es inteligente, la dividirá en tres o cuatro partes y aún tendrá lo bastante para hacerse rico.
-Muchas gracias -dijo el clérigo-. No sabe usted cómo me ha interesado su conversación.
El funcionario admitió que en su profesión se aprendían muchas cosas extrañas y se despidió.
El señor Rolles volvió a sus habitaciones. Le parecieron más pequeñas y frías que de costumbre; los materiales reunidos para su gran obra nunca habían tenido tan poco interés; miró su biblioteca con ojos de menosprecio, sacó uno a uno varios volúmenes de los Padres de la Iglesia y les echó un vistazo, pero en ninguno encontró lo que buscaba.
«Estos caballeros -pensó- son, no tengo duda, escritores magníficos, pero me parece que nada saben de la vida. Aquí estoy, con suficientes conocimientos como para ser obispo, y no tengo la menor idea del modo de deshacerme de un diamante robado. Un simple policía me da una sugerencia y yo, con todos mis infolios, no puedo llevarla a cabo. Esto me inspira una idea muy pobre de la formación universitaria.»
Derribó su estantería de un puntapié, se puso el sombrero y se marchó al club del cual era miembro.
En un lugar tan mundano creía poder hallar alguien de buen criterio y con gran experiencia de la vida. En primer lugar entró a la sala de lectura, donde encontró a varios clérigos de provincias y a un archidiácono; luego pasó junto a tres periodistas y un autor de metafísica superior que jugaban al billar; más tarde, a la hora de la cena, no vio sino las caras vulgares y borrosas de la gente ordinaria que llena los clubes. Ninguno de los presentes, se dijo el señor Rolles, sabe más que yo de asuntos peligrosos; no hay uno solo que sea capaz de ayudarme. Finalmente, cuando subió al salón de fumar, tras agotarse en las muchas escaleras, se encontró con un caballero más bien grueso, vestido con elegante sencillez. Estaba fumando un puro y leyendo la Fortnightly Review; no había en sus facciones el menor rasgo de preocupación o cansancio; algo en su aspecto invitaba a la confianza y exigía la sumisión. Cuanto más le miraba el joven eclesiástico, más se convencía de que había encontrado a alguien que podía darle un buen consejo.
-Señor -le dijo-, perdone usted mi inoportunidad, pero observo por su aspecto que es usted lo que se llama un hombre de mundo.
-Tengo, en efecto, algunos títulos para aspirar a esa distinción -dijo el desconocido, poniendo de lado su revista con una mirada de sorpresa y curiosidad.
-Yo, señor -siguió diciendo el clérigo-, soy un hombre solitario, un estudioso, vivo entre mis tinteros y mis infolios de los Padres de la Iglesia. Algo que sucedió hace poco me ha hecho ver con claridad mi locura y ahora quisiera conocer la vida. Cuando digo la vida, no me refiero a las novelas de Thackeray, sino los actos criminales y las posibilidades secretas de nuestra sociedad, y los principios de una conducta atinada en medio de hechos excepcionales. Soy un lector resignado: ¿esto puede aprenderse en los libros?
-Usted me hace una pregunta complicada -respondió el caballero-. Confieso que no tengo mucho trato con los libros, como no sea para distraerme cuando viajo en tren. Me dicen, sin embargo, que existen tratados muy precisos sobre la astronomía, el uso de los globos, la agricultura y el arte de fabricar flores de papel. Me temo, por el contrario, que sobre las regiones más ocultas de la vida no encontrará nada digno de confianza. Aunque, espere usted -añadió-: ¿ha leído a Gaboriau?
El señor Rolles reconoció que ni siquiera había oído ese nombre.
-En Gaboriau hallará unas cuantas ideas. Por lo demás, es un autor sugestivo, muy leído por el príncipe Bismarck; en el peor de los casos, perderá usted el tiempo en buena compañía.
-Señor, le estoy enormemente agradecido por su gratitud -dijo el joven eclesiástico.
-Ya me ha pagado usted.
-¿Cómo? -quiso saber el señor Rolles.
-Con la novedad de sus preguntas -dijo el caballero y, con un gesto de amabilidad, como si pidiera permiso, prosiguió su análisis de la Fortnightly Review.
De regreso a su casa el señor Rolles compró un libro sobre piedras preciosas y varias novelas de Gaboriau. Leyó con gran interés las novelas hasta una hora avanzada pero, si bien encontró muchas ideas nuevas, no descubrió lo que debe hacerse con un diamante robado. Le molestaba, además, encontrar la información esparcida entre muchas historias románticas, y no expuesta con toda sobriedad, como en un manual; concluyó que, si bien el autor había pensado mucho en sus temas, carecía por completo de método didáctico. En cambio no pudo contener su admiración ante el temperamento y los muchos méritos de Lecoq.
-Ese sí que era un hombre -se dijo-. Conocía el mundo como yo las Evidencias de Paley. No había nada que no llevase a cabo con sus propias manos, a pesar de mil dificultades. ¡Cielos! -exclamó-. ¿No es ésa la lección? ¿Acaso debo aprender yo mismo a cortar diamantes?
Tuvo la impresión de que había dejado atrás, de repente, toda su vacilación. Se acordó de que conocía en Edimburgo a un joyero, un tal B. Macculloch, que le daría gustosamente la formación necesaria; unos cuantos meses, o tal vez años, de duro trabajo y tendría la habilidad para dividir el Diamante del Rajá y la astucia para venderlo con provecho. Luego podría volver tranquilamente a sus investigaciones, ser un erudito rico y elegante, admirado y respetado por todos. Acabó por dormirse y sus sueños estuvieron llenos de visiones doradas; despertó con el sol de la mañana, descansado y de buen humor.
Ese día la policía cerró la casa del señor Raeburn, lo cual dio al señor Rolles un buena excusa para trasladarse. Preparó jovialmente su equipaje, lo llevó a la estación de King's Cross, donde lo dejó en la consigna, y volvió a su club para pasar la tarde y cenar.
-Si come usted aquí, Rolles -le dijo un amigo-, tendrá usted la oportunidad de ver a dos de los hombres más destacables de Inglaterra: el príncipe Florizel de Bohemia y el viejo Jack Vandeleur.
-He oído hablar del príncipe -dijo el señor Rolles-, y hasta he sido presentado al general Vandeleur.
-El general Vandeleur es un asno -replicó el otro-. Este es su hermano John, el más grande aventurero, la mayor autoridad en piedras preciosas y uno de los diplomáticos más ingeniosos de Europa. ¿Nunca ha oído hablar de su duelo con el duque de Val d'Orge? ¿De sus heroicidades y atrocidades cuando fue dictador del Paraguay? ¿De la habilidad con que recuperó las joyas de sir Samuel Levi? ¿O de sus servicios durante la rebelión, en la India, servicios que el Gobierno aprovechó pero que no se atreve a reconocer? Me hace usted preguntarme qué es la fama, o la infamia, pues Jack Vandeleur tiene títulos prodigiosos para ambas cosas. Vaya al comedor -siguió diciendo-, solicite una mesa cerca de ellos y escuche atentamente. O mucho me equivoco o podrá oír una conversación interesante.
-Pero ¿cómo reconocerles?
-¡Reconocerles! El príncipe es el más cumplido caballero de Europa, la única persona del mundo que tiene aspecto de rey. En cuanto a Jack Vandeleur, imagínese a Ulises de setenta años, con la cara cruzada por un sablazo, y lo tendrá delante. ¡Reconocerlos, dice usted! ¡Les encontraría en medio de la multitud del Derby!
Rolles dirigió apresuradamente al comedor. Su amigo estaba en lo cierto: imposible no reconocer a los dos personajes. El viejo John Vandeleur era de una gran fortaleza y se le veía habituado a los más arduos ejercicios. No tenía el aspecto de un espadachín, ni de un marino, ni de un hombre que se pasa la vida a caballo, pero algo había de todo eso en su persona, algo que era resultado y expresión de muchos hábitos y habilidades. Sus rasgos eran firmes y aquilinas; su expresión arrogante, como de un ave de presa, todo su aspecto revelaba al hombre de acción decidido, violento, sin escrúpulos; y su abundante cabellera blanca, y el profundo sablazo que le marcaba la nariz y la sien, añadían un toque de ferocidad a una cabeza ya de por sí notable y amenazadora.
En su acompañante, el príncipe de Bohemia, el señor Rolles tuvo la sorpresa de reconocer al caballero que le había aconsejado la lectura de Gaboriau. Sin duda el príncipe Florizel, quien venía muy poco al club -del cual, como de casi todos los demás, era miembro honorario- había estado esperando a John Vandeleur cuando Simon se dirigió a él la noche anterior.
Los demás comensales se habían retirado humildemente a las esquinas del salón, dejando a la distinguida pareja en cierto aislamiento. El joven eclesiástico, a quien no detenía ningún temor, entró decididamente y fue a sentarse en la mesa de al lado.
Efectivamente, la conversación resultó nueva para sus oídos de estudioso. El ex dictador del Paraguay contaba con experiencias en muchos lugares del mundo, y el príncipe hacía comentarios que, para un hombre de pensamiento, eran aún más interesantes que los propios hechos. Dos formas de experiencia se ofrecían juntas al señor Rolles, que no sabía a quién admirar más, si al actor temerario o al profundo conocedor de la vida; al hombre que hablaba con tanto atrevimiento de sus propias aventuras y peligros, o al hombre que, como un dios, parecía conocerlo todo y no haber sufrido nada, las formas de cada uno correspondían a sus papeles en la conversación. El dictador se permitía brutalidades en sus palabras y sus gestos; la mano abierta se cerraba en un puño para golpear la mesa, la voz sonaba fuerte y escandalosa. El príncipe, por el contrario, parecía un modelo de suave y dócil educación; el menor de sus movimientos, la más leve inflexión de su voz pesaban más que todos los gestos y pantomimas de su compañero, si relataba una de sus experiencias personales, era con tal prudencia que pasaba inadvertida entre las demás cosas que decía.
Acabaron por hablar de los recientes robos y del Diamante del Rajá.
-Ese diamante estaría mejor en el fondo del mar -observó el príncipe Florizel.
-Siendo yo un Vandeleur -respondió el dictador-, Su Alteza podrá imaginar mi discrepancia.
-Hablo por motivos de interés público -siguió diciendo Florizel-. Las joyas tan valiosas debían estar reservadas a la colección de un príncipe o al tesoro de una gran nación. Dejarlas en manos de hombres vulgares es poner precio a la cabeza de la virtud. Si el rajá de Kashgar -entiendo que es un príncipe muy culto- quería vengarse de los europeos, le hubiera sido complicado encontrar un modo más eficaz que enviarnos esa manzana de la discordia. No hay honradez lo bastante fuerte para esa prueba. Yo mismo, que tengo muchos deberes y privilegios propios, yo mismo, señor Vandeleur, apenas si podría tocar ese cristal aturdidor y sentirme seguro. Respecto a usted, cazador de diamantes por gusto y por profesión, no creo que exista en el mundo un crimen que no estaría dispuesto a cometer, ni un amigo al que no traicionaría de buena gana; no sé si tiene familia, y si la tiene, digo que sacrificaría a sus hijos, ¿para qué? No para ser más rico, ni para disfrutar más o ser más respetado, sino tan sólo para decir que el diamante es suyo durante uno o dos años, hasta su muerte, y abrir de cuando en cuando la caja fuerte y mirarlo como se mira un cuadro.
-Es verdad -dijo Vandeleur-. He cazado muchas cosas, desde hombres y mujeres hasta mosquitos; he buceado en busca de coral; he perseguido ballenas y tigres: el diamante es la primera de las presas. Tiene hermosura y valor, es la única recompensa suficiente para el ardor de la caza. Ahora, ya lo supone Su Alteza, estoy sobre una pista; tengo gran instinto y mucha experiencia; conozco cada una de las mejores gemas de la colección de mi hermano como un pastor conoce sus ovejas; ¡que me caiga muerto si no recobro hasta la última piedra!
-Sir Thomas Vandeleur tendrá muchas razones para agradecérselo -observó el príncipe.
-No lo creo así -respondió el dictador, echándose a reír-. Uno de los Vandeleur, en todo caso. Thomas o John, Pedro o Pablo, todos somos apóstoles.
-No entiendo lo que quiere usted decir -dijo el príncipe con cierto tono de desprecio.
En ese instante el camarero vino a avisarle al señor Vandeleur que el coche de alquiler que había solicitado esperaba en la puerta.
El señor Rolles miró el reloj y se dio cuenta de que también él debía irse; la coincidencia le produjo una impresión viva y molesta, pues hubiera deseado no ver más al cazador de diamantes.
Tanto estudiar había alterado un poco los nervios del joven, que acostumbraba a viajar de la manera más lujosa; en esta ocasión había hecho una reserva en el coche-cama.
-Estará usted muy cómodo -le dijo el encargado al subir al tren-. No hay nadie más en el compartimiento y sólo un caballero de edad al otro extremo.
Casi era la hora de partir, y el señor Rolles estaba enseñando su billete, cuando vio al otro pasajero que subía al coche, seguido por varios mozos de estación; hubiese deseado ver a cualquier otra persona: era el viejo John Vandeleur, el ex dictador.
Los coches-cama de la línea del Norte están divididos en tres compartimientos, dos a los extremos, para los pasajeros, y uno al centro, con lavabos y otros servicios. Una puerta corrediza separa el lavabo del resto de los compartimientos, pero como no está provista de llaves ni cerrojos, todo el coche es, en la práctica, un terreno común.
El señor Rolles estudió la situación y se dio cuenta de que se hallaba desvalido. Si el dictador decidía hacerle una visita durante la noche, no le quedaba otra salida que aceptarla; no tenía ningún modo de hacerse fuerte, era tan vulnerable a un ataque como si estuviese en medio del campo. Se sintió un poco alarmado pensando en las palabras presuntuosas que oyera a su compañero de viaje en el comedor y en los actos de inmoralidad que el príncipe había aguantado con repugnancia. Recordaba haber leído en alguna parte que existen personas peculiarmente dotadas para detectar la presencia de metales preciosos. Se dice que son capaces de sentir el oro a través de las paredes, y aun a grandes distancias. Se preguntó si no podía suceder lo mismo con las piedras preciosas, y en ese caso, ¿quién podía poseer esa sensibilidad trascendental sino el hombre que se ufanaba con el título de Cazador de Diamantes? El señor Rolles sabía que de ese hombre podía temerlo todo y deseó ardientemente que llegara cuanto antes el día siguiente.
Mientras tomó todas las precauciones posibles, escondió el diamante en el bolsillo más secreto de sus ropas y se encomendó con devoción al cuidado de la Providencia.
El tren seguía su curso tan rápidamente como siempre y casi había alcanzado la mitad del camino cuando el sueño empezó a triunfar sobre la intranquilidad en el pecho del señor Rolles. Durante un rato intentó vencer su influencia, pero sentía cada vez más sueño y, antes de que el tren pasara por York, decidió acostarse un poco y cerrar los ojos. Se durmió inmediatamente. Su último pensamiento fue para su aterrador vecino.
Despertó en la penumbra que atenuaba apenas la lamparilla de noche; por el ruido y el movimiento se dio cuenta de que el tren mantenía su velocidad. Se incorporó invadido por un gran pánico, pues le habían atormentado sueños intranquilos, tardó unos segundos en recuperar el dominio de sí mismo y, cuando volvió a acostarse, ya le fue imposible volver a dormir; se quedó despierto, con los ojos clavados en la puerta del lavabo y el cerebro poseído por una violenta agitación. Se puso el sombrero sobre la frente para escudarse de la luz y recurrió a los métodos habituales, como contar hasta mil o tratar de no pensar en nada, con que los enfermos experimentados atraen el sueño. Todo fue inútil: le acosaban media docena de ansiedades distintas; el viejo al otro lado del coche asumía las formas más alarmantes y, cualquiera fuese la postura que adoptara, el diamante que guardaba en el bolsillo se volvió una verdadera incomodidad física, le quemaba, era demasiado grande, le lastimaba las costillas; durante fracciones infinitesimales de segundo estuvo varias veces a punto de lanzarlo por la ventana.
En ésas estaba cuando sucedió un curioso incidente.
La puerta corrediza que daba al lavabo se movió ligeramente, luego un poco más, y por fin se abrió unas veinte pulgadas. La lámpara del lavabo había quedado encendida, y el señor Rolles pudo ver asomarse la cabeza del señor Vandeleur y distinguir en ella un gesto de profunda atención. Se dio cuenta de la mirada fija del dictador en la propia cara y el instinto de conservación le hizo contener la respiración, evitar el menor movimiento y entrecerrar los ojos, aunque seguía viendo a su visitante. Pasado un momento, la cabeza se retiró y la puerta del lavabo volvió a cerrarse.
El dictador no había venido a atacarle, sino a observar; su actitud no era la de un hombre que amenaza a otro, sino la de alguien que se siente amenazado; si el señor Rolles le tenía miedo, parecía que él, a su vez, no las tenía todas consigo. Debía haber venido para comprobar que su compañero de viaje dormía y, una vez que se hubo asegurado, se volvió en el acto a su compartimiento.
El clérigo se levantó de un salto. Había pasado del extremo de pánico a una audacia temeraria. Pensó que el bullicio del tren sería suficiente para ahogar todos los ruidos y decidió, sucediera lo que sucediera, devolver la visita que había recibido. Apartó a un lado la manta, que impedía sus movimientos, entró al lavabo y se detuvo a escuchar. Como había pensado, nada podía oír por encima del ruido del tren; puso la mano en la puerta y la hizo correr con cuidado unas seis pulgadas. Lo que vio hizo que no pudiera contener una exclamación de sorpresa.
John Vandeleur tenía puesta una gorra de viaje con las orejeras bajas; posiblemente, el tener los oídos tapados y el ruido del tren habían hecho que no le sintiera acercarse. Lo cierto es que no levantó la cabeza sino que, sin detenerse un instante, siguió absorto en su peculiar tarea. A sus pies había una caja de cartón; en una mano tenía la manga de su abrigo de piel de foca y en la otra un cuchillo extraordinario, con el que acababa de cortar el forro de la manga. El señor Rolles había leído de gentes que llevan dinero en el cinturón, pero no se imaginaba cómo podían ser estos artefactos. Ahora había puesto los ojos en algo todavía más extraño, pues John Vandeleur llevaba piedras preciosas en la manga del abrigo y, desde la puerta, el joven eclesiástico vio caer uno tras otro varios diamantes relucientes en la caja.
Se quedó clavado en el sitio, sin apartar la vista de la insólita escena. La mayor parte de los diamantes eran pequeños y no se distinguían entre sí por la forma ni por el brillo. De repente pareció que el dictador se encontró con una dificultad: empezó a utilizar ambas manos y pareció aumentar su concentración, pero sólo tras numerosas maniobras logró extraer de la manga una gran tiara de diamantes, que depositó en la caja con las demás joyas. La tiara fue para el señor Rolles un rayo de luz, pues la reconoció como parte del tesoro que un vago había robado a Harry Hartley en medio de la calle. No podía equivocarse; era igual que la descrita por el detective: había visto las estrellas de rubíes y la gran esmeralda al centro; los crecientes entrelazados, las dos piedras en forma de pera que colgaban a los lados y que daban un peculiar valor a la tiara de lady Vandeleur.
El señor Rolles sintió un gran alivio. El dictador estaba tan involucrado en el asunto como él; ninguno de los dos podía denunciar al otro. La alegría hizo que se le escapara un suspiro, y como por la angustia anterior se le había cerrado el pecho y secado la garganta, después del suspiro se puso a toser.
El señor Vandeleur levantó la vista; su rostro se contrajo en un gesto de pasión siniestro y mortal; abrió los ojos enormemente y dejó caer la mandíbula inferior con un pasmo que estaba al borde de la ira. Cubrió instintivamente la caja con el abrigo. Durante medio minuto los dos hombres se miraron sin decir nada. No fue mucho tiempo, pero el suficiente para el señor Rolles; era de esos hombres capaces de pensar rápido en las situaciones peligrosas, y tomó al momento una decisión de lo más atrevida; comprendió que ponía su vida en el tablero, pero fue el primero en romper el silencio.
-Usted perdone -dijo.
El dictador se estremeció ligeramente y cuando pudo contestar la voz era ronca.
-¿Qué quiere usted aquí?
-Me intereso por los diamantes -respondió el señor Rolles con perfecta compostura-. Los aficionados deben conocerse. Tengo aquí una pequeñez que tal vez sirva de presentación.
Y diciendo esto sacó tranquilamente el estuche del bolsillo, mostró el Diamante del Rajá al dictador durante un instante y volvió a guardarlo.
-Fue una vez de su hermano -añadió.
John Vandeleur seguía mirándole con aire casi doloroso de estupefacción. Durante unos momentos permanecieron en silencio y sin moverse.
-He tenido el placer de observar -prosiguió el joven- que los dos tenemos piedras de la misma colección.
El dictador estaba abrumado de sorpresa.
-Mil perdones -dijo-. Empiezo a darme cuenta de que me hago viejo. No estoy de ninguna manera preparado para pequeños contratiempos como éste. Pero acláreme algo: ¿estoy equivocado, o es usted un clérigo?
-Soy, efectivamente, un eclesiástico -contestó el señor Rolles.
-¡Bueno! -exclamó el otro-. No volveré a decir mientras viva una sola palabra contra el clero.
-Me halaga usted -dijo el señor Rolles.
-Lo siento -dijo Vandeleur-. Lo siento, joven. No es usted un cobarde, pero que sea o no el último de los idiotas es algo que aún está por verse. Para comenzar, le pediré que tenga la bondad de aclararme un detalle. Debo suponer que hay alguna razón para la extraordinaria imprudencia de lo que está haciendo, y confieso mi curiosidad por conocerla.
-Muy sencillo -respondió el eclesiástico-. Todo se explica por mi poca experiencia de la vida.
-Me gustaría creerle -dijo Vandeleur.
Y el señor Rolles le relató entonces toda la historia de su relación con el Diamante del Rajá, desde el momento en que lo encontró en el jardín de Raeburn hasta que subió en Londres al expreso de Escocia. Agregó un breve esbozo de sus ideas y sentimientos durante el viaje y terminó con estas palabras:
-Al reconocer la tiara comprendí que nuestra actitud ante la sociedad era la misma, y esto me dio la esperanza, confío en que no la juzgará infundada, de que podría usted ser, en cierto sentido, mi asociado en las dificultades, y por cierto que en los beneficios, de la situación. Para alguien con sus conocimientos tan particulares, y con su gran experiencia, la negociación del diamante no será nada difícil, mientras que para mí resulta imposible. Por otro lado, pienso que si corto el diamante, probablemente sin mayor habilidad, perderé una cantidad que podría pagarle a usted por su generosa ayuda. El asunto es delicado de abordar y quizá me ha faltado tacto. Me permito recordarle, sin embargo, que estoy en una situación nueva, en la cual no sé de qué forma comportarme. Creo, sin vanidad de mi parte, que podría haberle casado o bautizado a usted de manera muy aceptable, pero cada uno tiene sus propias aptitudes y esta clase de negociación no es de las cosas que sé hacer bien.
-No quiero halagarle -respondió Vandeleur-, pero creo que se halla usted muy bien dotado para la vida criminal. Tiene usted más aptitudes de lo que cree, y aunque yo me he encontrado con toda clase de pícaros en las distintas partes del mundo, nunca he conocido a nadie con tan poca vergüenza. ¡Alégrese usted, señor Rolles, que por fin ha dado con la profesión que le conviene! Respecto a ayudarle, me pongo por completo a su disposición. Debo ocuparme en Edimburgo de un pequeño asunto en relación con mi hermano; al día siguiente vuelvo a París, donde vivo. Si usted quiere, puede venir conmigo. Creo que antes de terminar el mes podré dar a su pequeño asunto un final satisfactorio.

En este punto, en contra de todos los cánones del corazón, nuestro autor árabe detiene la «Historia del joven eclesiástico». Lamento y condeno tales prácticas, pero debo seguir a mi original y remito al lector a la siguiente parte del relato, la «Historia de la casa de las persianas verdes», donde encontrará el desenlace de las aventuras del señor Rolles.

3. Historia de la casa de las persianas verdes

Un empleado del Banco de Escocia, en Edimburgo, llamado Francis Scrymgeour, había llegado a los veinticinco años de una vida provechosa, apacible y valiosa. Su madre falleció siendo él muy pequeño, pero su padre, hombre honrado y sensato, le hizo estudiar en una escuela excelente y le inculcó en casa costumbres ordenadas y sobrias. Francis, que era de temperamento dócil y cariñoso, supo aprovechar esas oportunidades y luego se entregó por entero a su trabajo. Sus principales entretenimientos consistían en un paseo los sábados por la tarde, alguna cena familiar y, todos los años, un viaje de quince días por las montañas de Escocia o por el continente. No tardó en lograr el favor de sus superiores y ganaba unas doscientas libras al año, con probabilidades de llegar, al final de su carrera, al doble de esa suma. Pocos jóvenes más satisfechos, pocos más serviciales y trabajadores que Francis Scrymgeour. En ocasiones, por las noches, acabado de leer el periódico, tocaba la flauta para distraer a su padre, cuyas cualidades le inspiraban gran respeto.
Un día recibió una carta de una prestigiosa firma de abogados, pidiéndole que les hiciera una visita lo antes posible. La carta llevaba la inscripción «privada y confidencial» y le había sido enviada al banco y no a su propia casa, dos circunstancias poco habituales que le hicieron acceder a la petición con tanta mayor rapidez. El miembro más antiguo del bufete, hombre de costumbres muy severas, le recibió gravemente y, tras invitarle a tomar asiento, pasó a explicarle el asunto en cuestión con las expresiones escogidas de un viejo profesional. Una persona, cuyo nombre no podía desvelar, pero de quien tenía todas las razones para pensar bien -una persona, en suma, de cierta posición-, deseaba pagarle a Francis una pensión anual de quinientas libras. El dinero se hallaría bajo el control del estudio del abogado y de otros dos administradores, que también debían permanecer anónimos. La donación se hallaba sujeta a dos condiciones pero, se atrevía a pensar, su nuevo cliente no encontraría en ellas nada de excesivo o deshonroso. Repitió estas últimas palabras con fuerza, como si no quisiera comprometerse a nada más.
Francis quiso saber cuáles eran esas condiciones.
-Como ya he aclarado en dos ocasiones, las condiciones no son deshonrosas ni excesivas -dijo el abogado-. Al mismo tiempo, me es imposible ocultarle que resultan de lo más insólitas. Más aún, el caso es por completo ajeno a nuestra práctica usual y sin duda le hubiera rechazado, a no ser por el buen nombre del caballero que nos lo encarga y, permítame usted añadir, señor Scrymgeour, por el interés que siento por usted en vista de los muchos informes favorables, y no dudo que merecidos, que hemos recibido sobre su persona.
Francis le rogó que fuese más claro.
-No se imagina usted mi inquietud ante esas condiciones -dijo.
-Son dos -respondió el abogado-, sólo dos; y la suma, lo recordará usted, es de quinientas libras al año; libre de impuestos, me olvidaba de decir, libre de impuestos.
Y el abogado levantó las cejas con solemne satisfacción.
-La primera condición -siguió diciendo- es muy sencilla. Debe usted estar en París la tarde del domingo quince. En la taquilla de la Comedie Française le estará esperando una entrada comprada a su nombre. Se le pide que asista a la representación en el asiento que se le ha obsequiado, eso es todo.
-Hubiera preferido un día de semana -dijo Francis-, pero, en fin, por una vez...
-En París, mi estimado señor -añadió el abogado en tono tranquilizador-. Creo que soy una persona exigente, pero en un caso como éste, tratándose de ir a París, no me lo pensaría un momento.
Los dos rieron amablemente.
-La otra condición es más importante -continuó el hombre de leyes-. Se trata de su boda. Mi cliente, que se interesa mucho por su bienestar, piensa aconsejarle cuando llegue la hora de casarse y quiere que siga usted su consejo de una manera absoluta. Absoluta, entiende usted -repitió.
-Sea más concreto, por favor -contestó Francis-. ¿Debo casarme con cualquier mujer, soltera o viuda, negra o blanca, que me proponga esta persona invisible?
-Tengo encargo de garantizarle que su benefactor velará por que la joven elegida sea de edad y posición social adecuadas -dijo el abogado-. En cuanto a la raza, la verdad es que no se me había ocurrido y no lo pregunté; si usted quiere, tomaré nota ahora mismo y le contestaré en la primera oportunidad.
-Señor -dijo Francis-, aún está por comprobarse si todo este asunto no es el engaño más escandaloso. Los detalles son inexplicables; estoy a punto de decir: increíbles. Mientras no vea más claro, mientras no sepa de un motivo concreto, se me hará muy duro aceptar el trato. Ante esta duda me dirijo a usted para pedirle información. Tengo que conocer el fondo del asunto. Si usted no lo sabe, no puede adivinarlo, o no tiene autoridad para decírmelo, cojo ahora mismo mi sombrero y me vuelvo al banco por donde he venido.
-No sé nada -dijo el abogado-, pero puedo hacer una suposición que creo excelente. El origen de este asunto, que parece tan disparatado, es su padre y nadie más.
-¡Mi padre! -exclamó Francis con tono del mayor desprecio-. Mi padre es una persona responsable; conozco hasta la última idea que le cruza por la cabeza y el último penique de su fortuna.
-No entiende usted bien mis palabras. No me refiero al señor Scrymgeour, que en realidad no es su padre. Cuando él y su esposa llegaron a Edimburgo, usted casi había cumplido un año y no hacía tres meses que se hallaba a su cuidado. El secreto estuvo bien oculto, pero esa es la verdad. Su padre es una persona desconocida y le repito que, personalmente creo que es quien hace los ofrecimientos que tengo encargo de transmitirle.
Sería imposible exagerar el asombro de Francis Scrymgeour ante una revelación tan inesperada. No pudo sino confesarle al abogado su total confusión.
-Señor -le dijo-, después de una noticia tan desconcertante, tiene usted que darme unas horas para pensarlo. Esta noche sabrá qué decisión he tomado.
El abogado elogió su sensatez y Francis, excusándose en el banco con cualquier pretexto, fue a dar un largo paseo por el campo a fin de estudiar a fondo los diversos aspectos y posibilidades del caso. Una sensación agradable de su propia importancia le hizo ser muy prudente pero, desde un comienzo, el resultado no estuvo en duda. Todo su lado material tendía de manera irresistible a aceptar las quinientas libras y cumplir las extrañas peticiones exigidas; se descubrió en el corazón una repugnancia invencible por el nombre Scrymgeour, que hasta entonces nunca le había molestado; empezó a despreciar los intereses estrechos y poco románticos de su vida anterior y, una vez que tomó su decisión, siguió caminando animado por una nueva sensación de fuerza y libertad, mientras le nacían en el pecho alegres esperanzas.
Fue suficiente que dijera una palabra al abogado y recibió al momento un cheque por los dos últimos trimestres, pues la pensión corría a partir de principios de enero. Regresó a pie a su casa, con el cheque en el bolsillo. El departamento de Scotland Street le pareció mediocre; por primera vez sus narices se rebelaron contra el olor de la cocina; observó pequeñas imperfecciones en los modales de su padre adoptivo que le llenaron de sorpresa y casi de repugnancia. Al día siguiente, se dirigió hacia París.
En esa ciudad, donde llegó antes de la fecha señalada, se hospedó en un hotel modesto frecuentado por ingleses e italianos y se dedicó a perfeccionar sus conocimientos de la lengua francesa; para ello contrató a un maestro que le daría dos clases por semana, trabó conversación con gentes que se paseaban por los Champs Elysées y fue todas las noches al teatro. Renovó su vestuario según la última moda y se acostumbró a hacerse peinar y afeitar cada mañana por el barbero de una calle vecina. Esto le dio cierto aire extranjero, y tuvo la impresión de que borraba así el reproche de los años pasados.
Por fin, la tarde del sábado, se dirigió a la taquilla del teatro en la rue de Riehelieu. Con sólo decir su nombre, el empleado sacó un sobre en el que aún estaba fresca la tinta de las señas.
-La entrada la compraron hace un instante -dijo el empleado.
-¡Hombre! ¿Y se puede saber quién la compró?
-Claro que sí. Es fácil describir a su amigo: un hombre mayor, fuerte y bien plantado, de pelo canoso, con la cicatriz de un sablazo que le cruza la cara. Imposible no reconocer a una persona así.
-Por supuesto -dijo Francis-. Es usted muy amable. -No puede haber ido muy lejos. Si se da usted prisa podrá alcanzarle.
Francis no se lo hizo repetir: salió corriendo del teatro y se paró en medio de la calle a mirar en todas direcciones. Había a la vista más de un caballero de pelo blanco pero, cuando se les acercó, a todos les faltaba el sablazo en la cara. Durante casi media hora recorrió las calles vecinas hasta que, dándose cuenta de que era un disparate seguir buscando, decidió dar un paseo para calmar su nerviosismo, pues el hecho de haber estado a un paso de encontrarse con el hombre que, no lo dudaba, era el autor de sus días, le había alterado mucho.
Por casualidad llegó a la rue Drouot y luego a la rue des Martyrs, y el azar le valió más que toda la sensatez del mundo. En el bulevar exterior dos hombres discutían acaloradamente, sentados en un banco. Uno de ellos era un joven moreno y bien parecido, vestido de paisano pero con un aire clerical imposible de ocultar; el otro correspondía hasta el último detalle a la descripción hecha por el empleado del teatro. Francis sintió que el corazón le golpeaba en el pecho, pues sin duda estaba a punto de escuchar la voz de su padre; dando un gran rodeo, fue a sentarse detrás de los dos caballeros, demasiado distraídos en su conversación para reparar en lo que ocurría a su alrededor. Como lo había previsto, conversaban en inglés.
-Sus sospechas comienzan a incomodarme, Rolles -decía el de más edad-. Le aseguro que estoy haciendo todo lo que puedo; nadie dispone de millones en un abrir y cerrar de ojos. ¿Acaso no le ayudado, por pura buena voluntad, aunque no es usted nada para mí? ¿No vive usted a mi costa?
-Con lo que usted me adelanta, señor Vandeleur -rectificó el otro.
-Con lo que le adelanto, si prefiere; y por interés, no por buena voluntad, si usted lo dice -respondió Vandeleur en tono irritado-. No estamos aquí para discutir cuál es la palabra exacta. Los negocios son los negocios y los suyos, permítame que se lo recuerde, son demasiado turbios para darse esos aires. Confíe en mí o déjeme en paz y busque a otra persona, pero acabemos de una vez, por Dios, con tantas jeremiadas.
-Empiezo a conocer el mundo -respondió Rolles- y me doy cuenta que tiene usted todas las razones para engañarme y ni una sola para portarse con honradez. Yo tampoco he venido a discutir la palabra exacta; usted quiere el diamante para sí: lo sabe muy bien y no se atreve a negarlo. ¿No es verdad, acaso, que ha utilizado mi nombre, que ha entrado a registrar mi habitación mientras yo me hallaba ausente? Comprendo perfectamente la razón de sus demoras: se mantiene usted alerta, a la caza del diamante, y antes o después se apoderará de él. Se lo digo seriamente: esto se tiene que acabar. No me ponga nervioso o le prometo una sorpresa.
-No le van bien las amenazas -dijo Vandeleur-. No es usted el único que puede hacerlas. Mi hermano está aquí, en París, y la policía está al corriente. Si continua molestándome, soy yo quien le organizará una pequeña sorpresa, señor Rolles. Pero la mía será definitiva. ¿Me entiende o quiere que se lo repita en hebreo? Todo tiene su límite y ha agotado usted mi paciencia. El martes a las siete; ni un día ni una hora antes, ni siquiera medio segundo, aunque le cueste la vida. Y si no quiere usted esperar, puede irse al mismísimo infierno, y buen viaje. Diciendo estas palabras el dictador se levantó del banco y se marchó en dirección de Montmartre, moviendo la cabeza y agitando el bastón con gesto furioso, mientras su compañero se quedaba en el sitio, en actitud de profundo decaimiento.
La escena había sido para Francis el colmo de la sorpresa y el horror. Sus sentimientos habían sido heridos; la delicadeza esperanzada con que se sentara en el banco no había tardado en volverse desprecio y desánimo; el viejo señor Scrymgeour, se decía, era un padre mucho más digno y cordial que este intrigante peligroso y agresivo. Sin embargo, mientras pensaba estas cosas, mantuvo su presencia de ánimo y no perdió ni un minuto en seguir al dictador.
El caballero se marchaba lleno de ira, con paso tan rápido y arrebatado que no se le ocurrió mirar atrás ni una sola vez hasta que llegó a la puerta de su casa.
Vivía en lo alto de la rue Lepic, en el aire puro de las alturas, con vista sobre París, en una casa de dos plantas con persianas y postigos verdes. Todas las ventanas que daban a la calle estaban cerradas. Sobre los muros, protegidos por hierros puntiagudos, asomaban sus copas los árboles del jardín. El dictador se detuvo un instante mientras buscaba la llave en sus bolsillos y, tras abrir la puerta, desapareció dentro de la casa.
Francis miró a su alrededor: el barrio era solitario, la casa estaba aislada en medio del jardín. Le pareció, a primera vista, que su observación finalizaba aquí sin más remedio; volvió a mirar, sin embargo, y vio que la casa de al lado tenía un tejado de dos aguas que daba sobre el jardín, y en el tejado una ventana. Al pasar frente a la entrada principal observó un letrero anunciando que se alquilaban habitaciones sin amueblar por meses. Entró a preguntar y sucedió que, justamente, se alquilaba el cuarto cuya ventana se abría encima del jardín del dictador. No vaciló un momento: alquiló el cuarto, pagó por adelantado y volvió al hotel para traer su equipaje.
El viejo de la cicatriz podía ser o no ser su padre; la pista que seguía podía o no ser el buena, pero estaba seguro de haberse tropezado con un misterio fantástico y se prometió que no se detendría hasta resolverlo.
Desde la ventana de su nuevo apartamento se veía todo el jardín de la casa de las persianas verdes. Debajo de la ventana había un castaño muy hermoso, cuyas frondosas ramas daban sombra a dos mesas rústicas en las que se podía comer en pleno verano. Una espesa vegetación tapaba casi completamente el suelo, aunque Francis lograba ver, entre las mesas y la casa, un camino de grava que iba de la puerta del jardín a una galería. Oculto detrás de sus persianas, que no se atrevía a levantar para no llamar la atención, descubrió muy poco que le permitiera adivinar el modo de ser de sus vecinos, y ese poco sólo le hizo pensar en la reserva y el gusto por la soledad. El jardín era conventual, la casa tenía un aspecto de prisión. Todas las persianas, así como la puerta de la galería, estaban cerradas; por lo que podía ver, en el jardín, iluminado por el sol de la tarde, no había nadie. Sólo una modesta bocanada de humo de una única chimenea revelaba que había alguien en casa.
Para no estar sin hacer nada y dar un poco de color a los días que debía pasar en la ciudad, Francis se había comprado una versión francesa de la Geometría de Euclides, que se dedicó a copiar y traducir; ahora, tras poner el libro sobre la maleta, se sentó a trabajar en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, pues no tenía silla ni mesa en la habitación. De vez en cuando se ponía de pie y echaba un vistazo a la casa de las persianas verdes, pero las ventanas seguían completamente cerradas y el jardín solitario.
Sólo mucho más tarde sucedió algo que vino a recompensar su constante vigilancia. Entre las nueve y las diez estaba medio dormido, cuando le despertó el tintineo agudo de una campanilla. Fue a su observatorio a tiempo para oír el ruido de cerrojos que se descorrían y trancas que se retiraban, y vio al señor Vandeleur, linterna en mano, vestido de una amplia bata de terciopelo negro y un gorro de lo mismo que salía de la galería y avanzaba lentamente hasta la puerta del jardín. Luego se repitió el ruido de cerrojos y trancas, y Francis vio al dictador, a la luz indecisa de la linterna, acompañando a la casa a un individuo del más indigno y despreciable aspecto.
Media hora más tarde el visitante volvió a ser conducido a la calle y el señor Vandeleur, dejando la luz en una de las mesas rústicas, terminó de fumar tranquilamente su cigarro bajo el castaño. Francis, que le divisaba entre las hojas, le veía aspirar a fondo el humo o arrojar la ceniza al suelo; por su expresión de preocupación, y por su forma de fruncir los labios, le parecía entregado a una meditación profunda y quizá difícil. Casi había terminado el cigarro cuando se oyó la voz de una muchacha que le comunicaba la hora desde el interior de la casa
-Ahora mismo -respondió John Vandeleur.
Y tirando el cigarro, recogió la linterna, se dirigió a la galería y se perdió de vista. En cuanto cerró la puerta, la casa quedó en una completa oscuridad. Francis no distinguía el más mínimo destello de luz detrás de las persianas y concluyó, con gran cordura, que todos los dormitorios debían estar del otro lado.
A la mañana siguiente, muy temprano (no tardó en despertarse después de una mala noche, que pasó acostado en el suelo), comprobó que debía adoptar otra explicación. Se abrieron las persianas, una a una, por medio de un mecanismo pulsado desde el interior, y dejaron a la vista unos postigos de acero, como los que hay en las tiendas, y luego estos postigos, a su vez, se enrollaron por un procedimiento parecido, y durante casi una hora las habitaciones quedaron abiertas al aire de la mañana. Al cabo de ese tiempo el señor Vandeleur, con sus propias manos, volvió a bajar los postigos y cerrar las persianas desde el interior.
Todavía estaba admirándose Francis de tanta cautela, cuando se abrió la puerta y una muchacha vino al jardín, donde estuvo un momento mirando a su alrededor. Antes de que pasaran dos minutos había vuelto a entrar en la casa, pero Francis había visto bastante para convencerse de que era una persona con los más asombrosos encantos. No sólo quedó su curiosidad muy avivada por el suceso, sino que sus ánimos mejoraron en un grado aún más notable. A partir de aquel momento los modales alarmantes y la vida tan confusa de su padre dejaron de preocuparlo y abrazó con entusiasmo a su nueva familia. La joven acabaría, quizá, por ser su hermana o su mujer, pero no tenía ninguna duda de que se trataba de un ángel en forma humana. Su horror se acrecentó cuando, de repente, comprendió que era muy poco lo que en verdad sabía, y que al seguir al señor Vandeleur hasta su casa bien podía haberse equivocado de persona.
El portero, a quien preguntó, sólo pudo darle pocas informaciones, que le sonaron de lo más sospechosas y llenas de misterio. En la casa vecina residía un caballero inglés, dueño de una gran fortuna y muy excéntrico en sus gustos y costumbres. Guardaba en la casa grandes colecciones, y para protegerlas había instalado postigos de acero y complicados cerrojos, así como los hierros puntiagudos que se veían sobre los muros del jardín. No recibía visitas, aunque se le veía de vez en cuando con algunas extrañas compañías con quienes, al parecer, tenía negocios. Vivían con él mademoiselle y una vieja sirvienta. -¿Mademoiselle es la hija? -preguntó Francis.
-Sí, señor -respondió el portero-. Mademoiselle es la hija de la casa, y es curioso cómo la hace trabajar. Con todas sus riquezas, va de compras al mercado, y la verá usted pasar con el cesto en el brazo todos los días de la semana.
-¿Y las colecciones?
-Son de incalculable valor. Más no le puedo decir. Desde que llegó el señor Vandeleur no hay en el barrio una sola persona que haya cruzado su puerta.
-Algo debe usted saber -insistió Francis-. ¿Qué son esas famosas colecciones? ¿Cuadros, sedas, estatuas, joyas o qué?
-Ah, señor, posiblemente sean zanahorias -contestó el portero, encogiéndose de hombros-. No seré yo quien se lo pueda decir. ¿Cómo saberlo? La casa está más protegida que una guarnición, como usted ve.
Y ya Francis, abatido, regresaba a su habitación cuando el portero le llamó de vuelta.
-Me acabo de acordar -le dijo-. El señor Vandeleur ha viajado por todo el mundo, y una vez le oí decir a la vieja que había traído consigo muchos diamantes. Si eso es verdad, habrá cosas dignas de verse detrás de esos postigos.
El domingo, Francis se encontró desde temprano en el lugar que le había sido reservado en el teatro. Su asiento era el segundo o tercero a partir de la izquierda, delante de uno de los palcos bajos. Como había sido elegida especialmente su posición debía tener importancia, y el instinto le dijo que el palco a su derecha tenía relación, de alguna manera, con el drama en que, a pesar de su desconocimiento, le correspondía un papel. Más aún, si querían, sus ocupantes podían observarle sin dificultad del comienzo al final de la pieza mientras que, sentándose en el fondo, evitarían todo examen de su parte. Se prometió no perderle de vista ni un momento y, volviéndose hacia el resto del teatro, o fingiendo atender a lo que sucedía en escena, siguió mirando de reojo el palco vacío.
El segundo acto estaba avanzado y casi tocaba a su final cuando se abrió la puerta del palco y entraron dos personas que permanecieron en la parte más oscura. Francis logró con dificultad contener su emoción: eran el señor Vandeleur y su hija. La sangre le corrió por las arterias y las venas con rapidez insólita, le zumbaron los oídos, sintió un comienzo de mareo. No se atrevía a mirar por no levantar sospechas; el programa, que leía de principio a fin una vez y otra vez, de blanco que era se volvió rojo en sus manos; y cuando levantó la vista, la escena le pareció a una enorme distancia, y los gestos de los actores de lo más molestos y absurdos.
De tanto en tanto se atrevía a echar un vistazo en la dirección que más le interesaba y, por lo menos una vez, tuvo la seguridad de que sus ojos se encontraban con los de la muchacha. Todo su cuerpo se estremeció y vio todos los colores del arco iris. ¡Qué no hubiera dado por escuchar la conversación de los Vandeleur, por tener el valor de llevarse los gemelos a los ojos y examinar su actitud y su expresión! Posiblemente su vida entera se estaba decidiendo en el palco y él no podía participar, ni siquiera enterarse del debate, sino que estaba condenado a permanecer inmóvil en su lugar y a sufrir su ansiedad impotente.
Finalmente cayó el telón y quienes le rodeaban se levantaron de sus asientos para salir durante el entreacto. Lo normal era que siguiese su ejemplo y, al hacerlo, resultaba no sólo normal, sino inevitable, que pasara frente al palco. Francis, recurriendo a todo su valor, empezó a salir de la sala con los ojos bajos. Avanzaba con gran lentitud, pues iba detrás de un anciano que se movía muy lentamente y respiraba afanosamente. ¿Qué debía hacer? ¿Acaso dirigirse a los Vandeleur por su nombre al pasar junto a ellos? ¿Quitarse la flor del ojal y arrojarla al palco? ¿Levantar la cara y dirigir una mirada larga y afectuosa a la joven que era su hermana o su prometida? Repentinamente, mientras dudaba entre tantas posibilidades, tuvo una visión de su pasada existencia tranquila de empleado de banco y le invadió una sensación de nostalgia por el pasado.
Para entonces había llegado ante el palco y aunque no sabía todavía qué hacer, ni siquiera si debía hacer algo, volvió la cabeza y levantó la vista. No bien lo hizo, se le escapó un grito de decepción y quedó clavado en el sitio. Mientras él se aproximaba con tanta lentitud, el señor Vandeleur y su hija habían desaparecido discretamente.
Alguien detrás suyo le hizo notar de buenas formas que estaba entorpeciendo el paso; reanudó la marcha nuevamente con movimientos mecánicos, sin oponer resistencia a la multitud, que acabó por sacarle del teatro. Una vez en la calle, cuando cesó el agobio, se detuvo un momento y el aire fresco de la noche no tardó en hacerle recuperar sus facultades. Le sorprendió descubrir que sentía un agudo dolor de cabeza y que no recordaba nada de los dos actos que acababa de ver. A medida que pasaba la excitación empezó a invadirle un sueño abrumador; llamó a un coche y se hizo conducir a su casa en un estado de extremo cansancio y más bien harto de la vida.
Al día siguiente por la mañana fue a esperar a la señorita
Vandeleur en el camino al mercado y a las ocho en punto la vio venir calle abajo. Vestía sencillamente y hasta de manera pobre, pero en el porte de la cabeza y el cuerpo algo había de flexible y de noble que bastaba para dar distinción a las ropas más humildes. Hasta el cesto de la compra, que llevaba colgado del brazo con tanta gracia, se convertía en un adorno. Francis, escondido en un portal, tuvo la sensación de que el sol la venía siguiendo y las sombras se apartaban a su paso; sólo entonces se dio cuenta de que, en una casa vecina, un pájaro estaba cantando en su jaula.
La dejó pasar delante del portal, fue tras ella y la llamó.
-Señorita Vandeleur -dijo.
Ella giró y, al ver quién era, se puso mortalmente pálida. -Perdóneme, por favor -siguió diciendo Francis-. Dios sabe que no era mi intención asustarla. Por lo demás, no tiene motivos para asustarse con la presencia de alguien que siente por usted tanta simpatía como yo. Créame que lo hago por necesidad y no por voluntad propia. Compartimos muchas cosas y yo estoy que no vivo. Podría hacer mucho y me veo con las manos atadas. No sé ni siquiera lo que debo sentir, ni quiénes son mis amigos ni mis enemigos.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para contestarle. -Yo no le conozco a usted -le dijo.
-¡Ah, sí! Sí que lo sabe, señorita Vandeleur -respondió Francis-. Sabe mejor que yo quien soy. Eso es justamente lo que quiero que me diga, por encima de todas las cosas. Dígame lo que sabe, dígame quién soy yo, quién es usted, cómo se encuentran nuestros destinos. Ayúdeme un poco con mi vida, señorita Vandeleur, sólo una palabra o dos para guiarme, sólo el nombre de mi padre, si quiere, y quedaré agradecido y satisfecho.
-No quiero mentirle -dijo ella-. Sé quién es usted, pero no se lo puedo decir.
-Dígame al menos que perdona usted mi atrevimiento y esperaré con toda la paciencia de que soy capaz. Si no lo puedo saber, pues no lo sabré. Aunque sea cruel, me parece que podré aguantar. Pero no quisiera la pena de pensar que me he convertido en enemigo de usted.
-Lo que ha hecho usted es natural -dijo ella-, y yo no tengo nada que perdonarle. Adiós.
-¿Tiene que ser adiós? -preguntó Francis.
-No lo sé -contestó ella-. Adiós de momento, si quiere.
Y con estas palabras continuó su camino.
Francis regresó a su habitación poseído de una gran emoción. Esa mañana avanzó muy poco en su Euclides y pasó más tiempo en la ventana que en su improvisado escritorio. Pero, aparte de asistir al regreso de la señorita Vandeleur y al encuentro de ella y su padre, que fumaba un cigarro de Trichinopoli, no vio ninguna cosa que le llamara la atención en los alrededores de la casa de las persianas verdes antes de la comida del mediodía. Salió a aplacar su apetito en un restaurante próximo y regresó a la casa de la rue Lepic con la presteza que da la curiosidad insatisfecha. Un mozo de librea hacía pasear a un caballo de silla junto al muro del jardín, y el portero de Francis fumaba una pipa reclinado contra la puerta, absorto en la contemplación del criado y el caballo.
-¡Mire usted! -le dijo al joven-. ¡Qué bello animal! Y el mozo ¡qué bien arreglado! Son del hermano del señor Vandeleur, que está aquí de visita. Es un hombre importante en su país, un general; sin duda le conoce usted de oídas.
-Lo cierto es que nunca he oído hablar del general Vandeleur -dijo Francis-. Hay muchos generales en el ejército y mis actividades han sido exclusivamente civiles.
-Es el hombre que perdió el gran diamante de la India. Eso sí lo habrá leído en los periódicos.
En cuanto Francis se quitó de encima al portero, subió corriendo a los altos y se asomó a la ventana. En el claro que dejaban las hojas del castaño vio a los dos caballeros, que estaban sentados, dialogando y fumando un cigarro. El general, un hombre de cara congestionada y aspecto militar, tenía cierto parecido con su hermano, casi las mismas facciones y algo, aunque muy poco, de su aire desenvuelto y poderoso, pero era más viejo, más pequeño y de apariencia más común; se parecía a él como una caricatura al original y, al lado del dictador, se hubiera dicho un ser pobre y enclenque.
Hablaban en voz baja, inclinándose sobre la mesa con actitud interesada, de modo que Francis sólo lograba escuchar una o dos palabras de vez en cuando. Lo poco que oía le fue suficiente para darse cuenta de que hablaban de él y de su carrera; varias veces llegó a sus oídos el nombre de Scrymgeour, fácil de distinguir, y creyó oír con frecuencia aún mayor su primer nombre, Francis.
Finalmente el general, como muy enfadado, estalló en exclamaciones violentas.
-¡Francis Vandeleur! -gritaba, insistiendo en la última palabra-. ¡Francis Vandeleur, te digo!
El dictador se inclinó, con un movimiento que era mitad de afirmación y mitad de desdén, pero el joven no consiguió oír lo que decía. ¿Acaso era él mismo ese Francis Vandeleur? ¿Estaban discutiendo el nombre que debía usar para casarse? ¿O todo no pasaba de un sueño, de una ilusión de su propia presunción y alelamiento?
Durante un rato no pudo escuchar lo que decían, y luego tuvo la impresión de que los interlocutores disentían otra vez, pues el general volvió a levantar la voz en tono de cólera.
-¿Mi mujer? -decía a gritos-. ¡He terminado con ella para siempre! No quiero oír su nombre. Con sólo oírla nombrar me pongo enfermo.
Lanzó un juramento y golpeó la mesa con el puño.
Por los gestos que hacía, el dictador debió calmarlo con actitud paternal, y poco después le acompañó hasta la puerta del jardín. Se despidieron con un apretón de manos y con expresiones de afecto pero, en cuanto cerró la puerta tras su visitante, John Vandeleur se echó a reír a carcajadas, y su risa sonó despiadada y hasta diabólica a oídos de Francis Scrymgeour.
De esta forma transcurrió otro día y el joven había sacado muy poco en limpio. Recordaba, sin embargo, que al día siguiente era martes y se prometió hacer algunas averiguaciones curiosas; todo podía salir bien o mal, pero al menos estaba seguro de descubrir cosas interesantes y, con un poco de buena suerte, quizá llegaría al corazón del misterio que rodeaba a su padre y a su familia.
Mientras que se acercaba la hora de cenar se hicieron muchos preparativos en la casa de las persianas verdes. La mesa que Francis alcanzaba a ver entre las hojas del castaño debía usarse para el servicio y la preparación de ensaladas; los invitados se sentarían en otra mesa, casi completamente oculta, de la que apenas distinguía Francis destellos del mantel blanco y los cubiertos de plata.
El señor Rolles llegó muy puntual, a la hora exacta; tenía aire desconfiado, hablaba poco y en voz baja. El dictador, por su parte, parecía de muy buen humor, y su risa juvenil y agradable resonaba a cada momento en el jardín; por las modulaciones de la voz y los cambios de tono, debía estar contando historias divertidas, e imitando los acentos de muchos países; antes de que él y el joven clérigo hubiesen acabado el aperitivo, toda sensación de recelo había desaparecido y conversaban como un par de antiguos compañeros de escuela.
Por último apareció la señorita Vandeleur, que traía una gran sopera. El señor Rolles corrió a ofrecerle su ayuda, que ella rechazó entre risas; los tres bromearon sobre esta manera tan primitiva de cenar, atendidos por uno de los invitados.
-Así estaremos más tranquilos -dijo el señor Vandeleur. Un momento después se habían sentado a la mesa y Francis pudo ver y oír muy poco de lo que sucedía. La cena parecía de lo más divertida; el rumor de voces y el tintineo de cubiertos que llegaba desde bajo el castaño era incesante y Francis, que debía contentarse con roer un mendrugo, sintió envidia de la magnífica comida de que daban cuenta los demás tan grata y pausadamente. Habían saboreado uno tras otro varios platos y luego, cuando llegó la hora de servir un postre delicado, el dictador descorchó él mismo una botella de vino añejo.
Al oscurecer encendieron una lámpara en la mesa de la cena y un par de velas en la otra. La noche estaba completamente despejada, sin viento, con un cielo estrellado. También llegaba luz de la puerta y la ventana de la galería, de modo que el jardín se hallaba bastante iluminado y las hojas relucían en la penumbra.
Debía ser la décima vez que la señorita Vandeleur entraba en la casa, y esta vez volvió con la bandeja de café, que puso en la mesa de servicio. El señor Vandeleur se levantó de su asiento.
-El café es cosa mía -le oyó decir Francis.
Un momento después, a la luz de las velas, vio a su supuesto padre de pie junto a la mesa de servicio.
Sin parar de hablar por encima del hombro, el señor Vandeleur sirvió dos tazas de café y luego, con rapidez de prestidigitador, vertió el contenido de un frasco en la más pequeña. Francis, que le miraba a la cara, apenas si tuvo tiempo comprender lo que hacía antes de que estuviera hecho. Ya el señor Vandeleur, aún riéndose, volvía a la mesa con una taza en cada mano.
-Antes de que tomemos el café -dijo- habrá llegado nuestro famoso judío.
Sería imposible describir la turbación y la angustia de Francis Scrymgeour. Había sido testigo de que se tramaba algo malo y se sentía obligado a intervenir, pero no sabía cómo hacerlo. Podía tratarse de una broma, y entonces ¿cómo quedaría él, que se atrevía a ofrecer una aviso inútil? O, si la cosa iba en serio, el criminal podía ser su propio padre y ¿cómo no habría de pesarle denunciar al autor de sus días? Por primera vez tuvo conciencia de su situación de espía. Permanecer sin hacer nada en ese trance, y con tal conflicto de sentimientos llenándose el pecho, fue sufrir torturas indecibles; se colgó a las barras del postigo, sentía el corazón que le latía apresurado e irregular, el cuerpo empapado de sudor. Pasaron varios minutos.
Tuvo la sensación de que la conversación se debilitaba y disminuía en vivacidad y volumen, pero no advertía ningún signo de que ocurriese algo alarmante o notable.
De repente oyó una copa que se hacía pedazos y luego un ruido ahogado, como de una persona que cae hacia adelante y golpea la mesa con la cabeza. En ese momento se elevó del jardín un grito agudo y desgarrador.
-¿Qué le has hecho? -gritaba la señorita Vandeleur-. ¡Está muerto!
El dictador contestó en un susurro, tan violento y sibilante que Francis, en la ventana, oyó con toda claridad cada una de sus palabras.
-¡Silencio! -dijo el señor Vandeleur-. Está tan bien como yo. Cógele de los talones, mientras yo le sujeto por los hombros.
Francis escuchó que la señorita Vandeleur estaba en llanto. -¿Me oyes? -siguió diciendo el dictador en el mismo tono-, o quieres pelearte conmigo? Elige ahora mismo. Hubo una nueva pausa y el dictador habló otra vez.
-Cógele de los talones. Tengo que arrastrarle a la casa. Si fuera más joven me enfrentaría a todo el mundo, pero los años y los peligros me han aflojado las manos y debo pedirte ayuda.
-Es un crimen -respondió la muchacha.
-Soy tu padre -dijo el señor Vandeleur.
Estas afirmación pareció surtir su efecto. Francis escuchó el ruido de algo pesado arrastrado por el camino de grava y luego una silla que caía al suelo; después vio al padre y la hija avanzar con dificultad hacia la galería, sosteniendo por los hombros y las rodillas el cuerpo yermo del señor Rolles. El joven clérigo estaba muy pálido y con los miembros relajados; a cada paso la cabeza le caía a un lado.
¿Estaba vivo o muerto? Francis, a pesar de las palabras del dictador, se inclinaba por esto último. Un gran crimen se había cometido; una gran calamidad se había desplomado sobre los habitantes de la casa de las persianas verdes. Para su sorpresa, Francis descubrió que su horror ante la víctima desaparecía, frente a la compasión que sentía por la muchacha y el viejo, a quienes creía en el más grave peligro. Sentimientos generosos le inundaron el corazón; sí, también él ayudaría a su padre contra los hombres y la humanidad, el destino y la justicia: levantando las persianas, cerró los ojos y se lanzó, con los brazos abiertos, en medio del espeso follaje del castaño.
Mientras, las ramas se le escapaban de las manos o las iba quebrando con su peso; luego, una más fuerte se le enganchó bajo un brazo y durante un segundo se vio colgando en el aire; se pudo soltar y cayó pesadamente sobre la mesa. Un grito de alarma llegado de la casa le indicó que su llegada no pasaba inadvertida. Cruzó el jardín con tres grandes saltos y se detuvo ante la puerta de la galería.
En un pequeño gabinete cubierto de esteras, rodeado de vitrinas con objetos raros y curiosos, el señor Vandeleur, que estaba inclinado sobre el cuerpo del señor Rolles, se irguió al llegar Francis. Luego, cosa de un segundo, en un abrir y cerrar de ojos, le pareció que el dictador retiraba algo del pecho del clérigo, le miraba un instante brevísimo mientras lo sostenía en la mano y con la misma rapidez lo entregaba a su hija.
Todo sucedió mientras Francis tenía aún un pie en el umbral y el otro en el aire. Un momento después se había arrodillado frente al señor Vandeleur.
-¡Padre! -gritó-. ¡Déjame ayudarte! Haré lo que me pidas sin una sola pregunta. Te obedeceré con la vida. Trátame como a un hijo y hallarás en mí la devoción de un hijo.
La primera respuesta del dictador fue una lamentable explosión de insultos.
-¿Padre e hijo? -vociferaba-. ¿Hijo y padre? ¿Qué significa esta comedia? ¿Qué hace usted en mi jardín? ¿Qué quiere? ¿Quién es usted, por Dios?
Francis, sorprendido y avergonzado, se incorporó y guardó silencio.
Entonces el señor Vandeleur pareció reconocerle y se echó a reír.
-¡Ah, ya entiendo! -dijo-. Es Scrymgeour. Muy bien, señor Scrymgeour. Permítame explicarle, en pocas palabras, su situación. Ha entrado usted en mi residencia privada, por fuerza o quizá por fraude, pero sin ser invitado de mi parte, en el momento menos propicio, cuando un huésped se acaba de desmayar en la mesa, a importunarme con sus ruegos. No es usted hijo mío. Para que lo sepa, usted es el bastardo de mi hermano y de una pescadera. A mí no me inspira más que una indiferencia, casi aversión, y ahora que observo su conducta creo que es usted exactamente lo que aparenta. Le aconsejo que reflexione en todo esto a su tiempo; ahora le ruego que me libre de su presencia. Si no estuviera tan ocupado -añadió el dictador, con un atroz juramento-, le daría tal paliza que no le dejaría un solo hueso sano.
Francis escuchaba estas palabras con profunda humillación. Hubiera desaparecido de ser esto posible, pero no sabía cómo salir de la casa a la que entrara en tan mala hora, y no podía sino aguardar tontamente en el mismo sitio.
La señorita Vandeleur rompió el silencio.
-Padre -dijo-, hablas con cólera. El señor Scrymgeour se ha equivocado, pero lo ha hecho con las mejores intenciones.
-Te lo agradezco -dijo el dictador-, me recuerdas algunas cuantas observaciones que debo hacerle, por mi honor, al señor Scrymgeour. Mi hermano -prosiguió, dirigiéndose al joven- ha sido tan idiota como para otorgarle una pensión; tan idiota y presumido como para proponer una unión entre usted y esta joven. Hace dos noches ella lo supo y me complace decirle que rechazó la idea con repugnancia. Permítame añadir que tengo mucha influencia con su padre, y que no será culpa mía si se queda usted sin un centavo, y si antes de que acabe la semana no vuelve a su trabajo.
El tono del viejo era, de ser posible, aún más hiriente que sus palabras. Francis se vio expuesto a un desprecio cruel, frío e insoportable; sentía que le daba vueltas la cabeza y, se cubrió el rostro con las manos, lanzó un sollozo de angustia. Una vez más, la señorita Vandeleur intervino en su favor.
-Señor Scrymgeour -dijo la muchacha, en tono claro y firme-. No debe usted creer las expresiones tan duras de mi padre. Yo no siento por usted ninguna repugnancia; por lo contrario, pedí una oportunidad para conocerle mejor. En cuanto a lo sucedido esta noche, créame que lo considero con tanta compasión como estima.
En ese momento el señor Rolles movió convulsivamente un brazo, y Francis se convenció de que sólo se hallaba drogado, y de que el narcótico empezaba a perder sus efectos. El señor Vandeleur se inclinó sobre el clérigo y le examinó el rostro.
-¡Vamos, vamos! -dijo, levantando la cabeza-. Es hora de poner fin a todo esto. Puesto que le aprecia usted tanto, señorita Vandeleur, coja una vela y acompañe a este bastardo hasta la puerta.
La joven se apresuró a obedecer.
-Muchas gracias -dijo Francis, tan pronto se encontraron solos en el jardín-. Se lo agradezco con toda el alma. Ha sido la noche más amarga de mi vida, pero ahora tendrá siempre un matiz agradable.
-He dicho lo que sentía-respondió ella-; le hago justicia, nada más. Lamento lo mal que le han tratado.
Habían llegado a la puerta del jardín y la señorita Vandeleur, poniendo la vela en el suelo, descorrió los cerrojos.
-Una palabra más -dijo Francis-. Esta no será la última vez... Quiero decir que volveré a verla, ¿no es cierto?
-¡Ay! -contestó ella-. Ya ha escuchado a mi padre. ¿Qué puedo hacer sino obedecerle?
-Dígame al menos que no es por su propia voluntad, y que si por usted fuera volveríamos a vernos.
-Así es. Sí que lo quisiera. Creo que usted es valiente y honrado.
-Entonces déme un recuerdo -dijo Francis.
La joven se detuvo con la mano en la llave; ya había quitado todas las barras y cerrojos y no le quedaba sino abrir la puerta.
-Si se lo doy, ¿me promete hacer todo lo que le diga al pie de la letra?
-¿Me lo pregunta? Basta que me lo diga usted. Ella hizo girar la llave y abrió la puerta.
-Está bien -dijo-. No sabe usted lo que me pide, pero que así sea. Oiga lo que oiga, pase lo que pase, no regrese a esta casa. Huya tan pronto como pueda a barrios más transitados. Pero incluso allí, no deje de estar alerta. Corre un peligro mucho mayor de lo que imagina. Prométame que ni siquiera echará un vistazo al recuerdo que le daré hasta no llegar a lugar seguro. -Lo prometo -dijo Francis.
Ella puso en la mano del joven algo envuelto flojamente en un pañuelo y, al mismo tiempo, con una fuerza que él no hubiera imaginado, le empujó a la calle.
-¡Corra ahora! -le gritó.
Francis oyó cerrar la puerta detrás suyo y el crujido de los cerrojos.
«¡Vaya por Dios! -se dijo-. ¡Puesto que lo he prometido!», y echó a correr en dirección a la rue Ravignan.
No se hallaba ni a cincuenta pasos de la casa, de las persianas verdes cuando un griterío infernal estalló de pronto en el silencio de la noche. Se detuvo, sin pensar lo que hacía; otro transeúnte hizo lo propio; en las casas vecinas las gentes se asomaban a las ventanas; una detonación no hubiese producido un alboroto mayor en el barrio desierto. Todo parecía, sin embargo, obra de un solo hombre, que aullaba entre el dolor y la rabia, como una leona a la que quitan sus cachorros; entre los gritos que arrastraba el viento, Francis distinguió, con sorpresa y con alarma, su propio nombre mezclado con mil imprecaciones inglesas.
Su primer impulso fue regresar a la casa; luego recordó el consejo de la señorita Vandeleur y decidió acelerar aún más su carrera; se disponía a poner su idea en ejecución cuando el dictador, con la cabeza descubierta y el pelo blanco en desorden, pasó dando voces junto a él, como una bala de cañón, y se lanzó calle abajo.
«Me he librado por poco -se dijo Francis-. No tengo idea de lo que le pasa, ni de por qué está tan furioso, pero no hay duda de que por el momento no debo acercármele. Lo mejor que puedo hacer es seguir el consejo de la señorita Vandeleur.»
Giró sobre sus pasos y, se dirigió a la rue Lepic, mientras su perseguidor iba por la misma calle, aunque en dirección opuesta. El plan estaba mal pensado; a decir verdad, debiera haberse sentado en el café más próximo, a esperar que pasara el primer impulso de la persecución. Pero Francis carecía de experiencia en las pequeñas guerras de la vida privada, y sus pocas aptitudes naturales no indicaban que hubiera hecho nada malo, de modo que nada temía, como no fuese una conversación desagradable. Creía haber tenido suficiente para una noche, y no podía imaginarse que la señorita Vandeleur tuviese aún algo que decirle. Se sentía herido en cuerpo y alma: el cuerpo golpeado, el alma asaetada; se dijo que el señor Vandeleur era dueño de una lengua verdaderamente viperina.
Pensar en sus golpes le hizo reparar en que no sólo iba por la calle sin sombrero, sino en que sus ropas se habían desgarrado en el descenso para el castaño. En la primera tienda abierta se compró un sombrero barato, de alas anchas, y mejoró un tanto su desarreglo indumentario. Guardó el recuerdo de la señorita Vandeleur, todavía envuelto en un pañuelo, en un bolsillo del pantalón.
No muy lejos de la tienda sufrió un choque inesperado, una mano que le asía de la garganta, una cara furiosa junto a la suya, una boca abierta que le mascullaba al oído. El dictador, al no encontrar huellas de su presa, había vuelto por otro camino. Francis era robusto, pero no podía oponerse a su adversario en fuerza ni en habilidad y, después de un vago forcejeo, se entregó sin más resistencia.
-¿Qué quiere de mí? -le preguntó.
-De eso hablaremos en casa -respondió el dictador con seño torvo.
Y siguió arrastrando al joven cuesta arriba, hacia la casa de las persianas verdes.
Pero Francis, que había dejado de forcejear, se mantuvo atento, esperando el momento oportuno para liberarse con un gesto de audacia. De pronto dio un salto, dejó el cuello del abrigo en manos del señor Vandeleur y se lanzó a toda velocidad en dirección de los bulevares.
Los papeles se habían ahora invertido: Si el dictador era más fuerte, Francis, en la flor de la juventud, era mucho más rápido y no tardó en huir entre la multitud. Durante un momento sintió alivio, aunque seguía poseído por una sensación de alarma y desconcierto, y marchó a buen paso hasta la plaza de la ópera, alumbrada de luces eléctricas.
«Esto, por lo menos -se dijo-, le gustaría a la señorita Vandeleur.»
Y girando a la derecha para seguir por los bulevares, entró en el Café Américain y pidió una cerveza. Era demasiado tarde o demasiado temprano para la mayoría de los clientes del establecimiento. En la sala había sólo dos o tres mesas ocupadas, todas por hombres, y Francis estaba demasiado preocupado por sus asuntos como para prestarles atención.
Sacó el pañuelo del bolsillo. El objeto envuelto resultó ser un estuche de tafilete, con broche y adornos dorados, que se abrió al apretar un resorte para que el joven viera horrorizado un diamante de tamaño descomunal y extraordinario brillo. Las circunstancias eran tan inexplicables, y el valor de la piedra evidentemente tan enorme, que Francis se quedó inmóvil observando el estuche abierto, sin ninguna idea consciente, como un hombre que de pronto se ha vuelto idiota.
Una mano liviana pero firme le cogió del hombro y una voz serena, y sin embargo llena de autoridad, le dijo al oído estas palabras:
-Cierre el estuche y cálmese.
Al levantar la vista vio que un hombre todavía joven, de apariencia tranquila y elegante, vestido con pulcra sencillez, se había levantado de una mesa vecina con su bebida, y sentado junto a Francis.
-Cierre el estuche -dijo el desconocido- y vuélvalo a su bolsillo donde, estoy seguro, no debiera haber estado nunca. Por favor, elimine de su rostro esa expresión de sorpresa y compórtese como si fuésemos conocidos que se encuentran por casualidad. Eso es. Levante el vaso, como si brindáramos. Muy bien. Me temo, señor, que es usted un aficionado.
El desconocido dijo estas últimas palabras sonrió, dándoles un sentido especial; luego se arrellanó en su asiento y aspiró con fruición una honda bocanada de su habano.
-Por amor de Dios -dijo Francis-, ¿quién es usted y qué significa esto? No sé por qué tengo que obedecer a sus sugerencias tan insólitas, pero, a decir verdad, me han ocurrido esta noche aventuras tan desconcertantes, y las gentes que encuentro se conducen de manera tan extraña, que creo haberme vuelto loco o haber ido a parar a otro planeta. Su rostro me inspira confianza; parece usted un hombre de bien, prudente, de gran experiencia; dígame, por Dios, ¿por qué se dirige a mí de esta manera tan curiosa?
-Todo a su tiempo -respondió el desconocido-. Primero preguntaré yo, y debe usted explicarme cómo ha llegado a su poder el Diamante del Rajá.
-¡El Diamante del Rajá! -repitió el joven como un eco.
-Si yo fuera usted no hablaría tan alto -dijo el otro-. No hay duda de que tiene el Diamante del Rajá en el bolsillo. Lo he visto y examinado muchas veces en la colección de sir Thomas Vandeleur.
-¡Sir Thomas Vandeleur! ¡El general! ¡Mi padre!
-¿Su padre? -dijo el desconocido-. No sabía que el general tuviese hijos.
-Soy hijo natural, señor -respondió Francis, ruborizándose.
El hombre se inclinó gravemente. Fue una reverencia respetuosa, como de un hombre que se disculpa en silencio ante uno de sus iguales y, sin saber bien por qué, Francis sintió alivio y consuelo. Su presencia le hacía bien; le parecía tocar tierra firme, una sensación de respeto le llenaba el pecho y, sin pensarlo, se quitó el sombrero, como ante un superior.
-Veo que no todas sus aventuras han sido pacíficas -dijo el desconocido-. Tiene usted el cuello del abrigo arrancado, la cara arañada y un corte en la sien; quizá perdonará mi curiosidad si le pregunto a qué se debe todo ello, y cómo es que lleva en el bolsillo un objeto robado que vale una fortuna.
-¡No, señor, en eso no estoy de acuerdo! -respondió Francis con vehemencia-. No tengo ningún objeto robado. Si se refiere usted al diamante, me lo dio la señorita Vandeleur, no hace ni una hora, en la rue Lepic.
-¡La señorita Vandeleur, en la rue Lepic! -repitió el otro-. Eso me interesa más de lo que puede usted suponer. Le ruego que continúe.
-¡Cielos! -exclamó Francis.
De pronto su memoria dio un salto. Había visto al señor Vandeleur coger algo del pecho de su visitante indefenso, y lo que había visto -ahora estaba seguro- era un estuche de tafilete.
-¿Tiene una idea? -le preguntó el desconocido.
-Atienda -le contestó Francis-. No sé quién es usted, pero me parece alguien digno de confianza y dispuesto a ayudarme. Estoy en una situación de lo más extraña; necesito consejo y apoyo, y puesto que usted me invita, voy a contárselo todo.
Y acto seguido hizo una breve reseña de sus aventuras, a partir del día en que un abogado le escribió al banco pidiéndole una cita.
-Su historia es, en verdad, notable -dijo el desconocido cuando el joven acabó su relato- y se halla usted en una situación difícil y peligrosa. Muchos le aconsejarían que buscase a su padre y le diese el diamante, pero ésa no es mi opinión.
-¡Camarero! -llamó.
El camarero se acercó a la mesa.
-¿Quiere decirle al dueño del establecimiento que venga a hablar conmigo un instante? -dijo el desconocido, y Francis volvió a notar, en su tono y en sus modales, al hombre acostumbrado a mandar.
El camarero se retiró y volvió poco después con el dueño, que se inclinó con grandes muestras de respeto.
-¿En qué puedo servirle? -preguntó.
-Hágame el favor de decirle mi nombre a este caballero -dijo el desconocido, señalando a Francis.
-Señor -dijo el dueño, dirigiéndose al joven Scrymgeour-, tiene usted el honor de compartir la mesa con Su Alteza el príncipe Florizel de Bohemia.
Francis se incorporó de un salto e hizo una reverencia agradecida al príncipe, quien le ordenó sentarse.
-Muchas gracias -dijo Florizel, dirigiéndose una vez más al dueño-. Siento haberle molestado por esta insignificancia. Y le despidió con un gesto de la mano.
-Y ahora -dijo el príncipe- déme el diamante. El estuche cambió de manos sin una palabra.
-Ha hecho bien -dijo Florizel-. Sus sentimientos le han inspirado y acabará por agradecer las desventuras de esta noche. Un hombre, señor Scrymgeour, puede verse en mil problemas, pero si tiene el corazón en su lugar y una inteligencia clara, saldrá de ellas sin deshonor. Quede usted tranquilo, yo me ocupo de sus asuntos: con ayuda de Dios, estoy seguro de llevarlos a buen fin. Sígame, por favor, a mi coche.
Diciendo esto, el príncipe se puso en pie y, tras dejar una moneda de oro al camarero, salió con el joven del café y le llevó bulevar abajo, hasta donde aguardaba un coche discreto y dos criados sin librea.
-Este coche está a su disposición -le dijo a Francis-. Recoja su equipaje lo antes posible y mis criados le llevarán a una villa en las afueras de París, donde podrá usted esperar con tranquilidad que yo haya tenido tiempo de arreglar su situación. Encontrará usted un hermoso jardín, una biblioteca bien provista, un cocinero, una bodega y unos cuantos buenos cigarros que le recomiendo. Jerôme -añadió, volviéndose a uno de los criados-, ha oído usted lo que he dicho; dejo al señor Scrymgeour a su cargo; no dudo que sabrá usted cuidar de mi amigo.
Francis balbuceó unas frases entrecortadas de agradecimiento.
-Ya tendrá suficiente tiempo para darme las gracias -le dijo Florizel- cuando su padre le haya reconocido y esté usted casado con la señorita Vandeleur.
Y el príncipe se alejó caminando en dirección de Montmartre. Poco más allá hizo una seña a un coche de alquiler, dio una dirección y un cuarto de hora más tarde -había despedido al cochero a cierta distancia- golpeaba a la puerta del jardín del señor Vandeleur.
El dictador en persona vino a abrirle con muchas precauciones.
-¿Quién es usted? -preguntó.
-Perdone usted que le visite tan tarde, señor Vandeleur -dijo el príncipe.
-Su Alteza siempre es bienvenido -respondió el señor Vandeleur, retrocediendo.
El príncipe, aprovechando el espacio libre que le dejaba, entró y, sin detenerse, fue hasta la casa y abrió la puerta del salón. En él estaban sentados dos personas: la señorita Vandeleur, con los ojos enrojecidos de haber llorado, seguía sacudida de cuando en cuando por un sollozo; en la otra, el príncipe reconoció al joven que un mes antes le consultara sobre cuestiones literarias en el salón de fumar del club.
-Buenas noches, señorita Vandeleur -dijo Florizel-, parece usted algo fatigada. ¿El señor Rolles, si no me equivoco? Espero que haya estudiado usted con provecho las obras de Gaboriau, señor Rolles.
Pero el joven eclesiástico, demasiado amargado para decir nada, se limitó a hacer una ligera reverencia y siguió mordiéndose los labios.
-¿A qué grata circunstancia debo el honor de la presencia de Su Alteza? -dijo el señor Vandeleur, que había entrado detrás de su visitante.
-Vengo por negocios -respondió el príncipe-. Tengo un asunto que tratar con usted. Cuando esté arreglado, le pediré al señor Rolles que me acompañe a dar un paseo. Señor Rolles -agregó con tono de severidad-, permítame recordarle que aún no me he sentado.
El clérigo se incorporó en el acto, murmurando una excusa; el príncipe tomó asiento en un sillón junto a la mesa, dio su sombrero al señor Vandeleur y su bastón al señor Rolles, y los mantuvo de pie, como gente a su servicio, mientras decía lo siguiente:
-He venido aquí, como he dicho antes, por razones de negocios; si hubiese venido por mi gusto, no podría sentirme más molesto con la recepción ni más insatisfecho con la compañía. Usted, señor -prosiguió, dirigiéndose al señor Rolles-, es un desconsiderado con una persona de rango superior al suyo; usted, Vandeleur, exhibe una sonrisa, pero sabe muy bien que se ha conducido mal y no tiene las manos limpias. No deseo que se me interrumpa, señor -añadió con tono imperioso-. He venido a hablar y no a escuchar; le pediré que me oiga con respeto y que obedezca mis órdenes al pie de la letra. Su hija se casará lo antes posible en la Embajada con mi amigo el señor Francis Scrymgeour, hijo reconocido de su hermano. Me hará usted el favor de darle una dote no menor de diez mil libras. En lo que a usted se refiere, le encomendaré por escrito una misión de cierta importancia en Siam. Y ahora, señor, dígame en dos palabras si está de acuerdo con mis condiciones.
-Su Alteza me perdonará -dijo el señor Vandeleur- si le ruego, con todo respeto, que me permita un par de observaciones.
-Tiene usted mi permiso.
-Su Alteza ha llamado al señor Scrymgeour su amigo -siguió diciendo el dictador-. Créame que si hubiera sabido que tenía ese honor, le habría tratado con el debido respeto.
-Se defiende usted con habilidad -dijo el príncipe-, pero de nada sirve. Ya he dado mis órdenes; aunque no hubiese visto nunca a ese caballero antes de esta noche, no por ello serían menos absolutas.
-Su Alteza interpreta mis palabras con su sutileza de siempre -dijo Vandeleur-. Además, lamentablemente he denunciado al señor Scrymgeour a la policía, acusándole de robo. ¿Debo retirar o mantener la acusación?
-Lo que usted quiera -respondió Florizel-. La cuestión está entre su conciencia y las leyes de este país. Déme mi sombrero y usted, señor Rolles, déme mi bastón y sígame. Señorita Vandeleur, tenga usted buenas noches. Supongo
-añadió, dirigiéndose a Vandeleur- que su silencio significa un asentimiento sin reservas.
-Si no hay más remedio me someto -dijo el anciano-. Pero le advierto que no será sin resistencia.
-Es usted anciano, pero en los malvados los años resultan más deshonrosos -dijo el príncipe-. Su vejez es más terrible que la juventud de otros. No me provoque o sabrá que soy más duro de lo que se imagina. Esta es la primera vez que me encuentra en su camino y suscita mi cólera; cuídese de que sea la última.
Tras decir estas palabras, Florizel hizo al clérigo señal de que le siguiera, salió del apartamento y fue hacia la puerta del jardín; el dictador les seguía con una vela para alumbrar el camino y descorrió otra vez los complicados cerrojos que le protegían de toda intrusión.
-Ahora que su hija no está presente -dijo el príncipe, girándose en el umbral- quiero decirle que entiendo muy bien sus amenazas; no tiene sino que levantar la mano y será usted causa de su propia ruina, inmediata e irremediable.
Nada respondió el dictador, pero cuando el príncipe le volvió la espalda, hizo un gesto de amenaza lleno de furia, y un momento después salió a hurtadillas de su casa y fue corriendo a la estación de coches de alquiler más cercana.


Aquí (dice mi árabe) llega a su fin la narración de «La casa de las persianas verdes». Una aventura más (agrega) y habremos terminado con El Diamante del Rajá. Los habitantes de Bagdad conocen el último eslabón de la cadena con el nombre de «La aventura del príncipe Florizel y el detective».

4. La aventura del príncipe Florizel y el detective

El príncipe Florizel fue con el señor Rolles hasta la puerta del hotel donde éste se alojaba. Mucho hablaron mientras iban caminando, y más de una vez el clérigo se sintió conmovido hasta el alma por la mezcla de severidad y ternura de los reproches de Florizel.
-He arruinado mi vida -dijo por fin-. Ayúdeme, dígame lo que debo hacer. No tengo, ¡ay!, las virtudes de un sacerdote ni la categoría de un pícaro.
Ahora que se ha humillado usted, dejo yo de dar órdenes -respondió el príncipe-. Quien se arrepiente responde sólo ante Dios y no ante los príncipes. No obstante, si quiere mi opinión, es mejor que se marche a Australia, busque un trabajo manual al aire libre y trate de olvidar que fue una vez eclesiástico, y hasta que puso los ojos en esa maldita piedra.
-¡Maldita, en efecto! ¿Dónde estará ahora? ¿Qué nuevos daños estará preparando para la gente?
-No hará más daño -dijo el príncipe-. La tengo aquí, en el bolsillo. Y esto -añadió bondadosamente- le probará que, aunque es usted joven, tengo fe en su arrepentimiento.
-Permítame que le estreche la mano -le rogó el señor Rolles.
-No -dijo el príncipe Florizel-. Todavía no.
Las palabras sonaron con elocuencia en los oídos del joven eclesiástico y, cuando el príncipe le dejó en la puerta del hotel, se quedó un momento siguiendo con la mirada la figura que se alejaba e invocando la bendición del cielo sobre un hombre de tan excelente consejo.
Durante varias horas el príncipe caminó en soledad por calles poco frecuentadas. Iba absorto en sus preocupaciones; no sabía qué hacer con el diamante, si devolverlo a su dueño, a quien juzgaba indigno de tan rara posesión, o tomar una medida radical y valiente, arrojándolo de una vez por todas lejos del alcance de los hombres: el problema era demasiado grave para decidirlo en un momento. La manera cómo la joya había caído en su poder era claramente providencial y, cuando la sacaba del bolsillo para mirarla a la luz de los faroles, su tamaño y su asombroso resplandor le inclinaban a considerarla cada vez más un elemento maligno y un peligro para el mundo.
«¡Dios me ayude! -se decía-. Si la sigo mirando empezaré a codiciarla yo también.»
Por último, aún indeciso, se dirigió a la mansión pequeña y elegante cercana al río que ha pertenecido durante siglos a su familia real. Las armas de Bohemia se hallan grabadas profundamente sobre la puerta principal y en las altas chimeneas; las gentes que pasan por la calle se asoman a un patio lleno de plantas y adornado con las flores más suntuosas; una cigüeña, la única de París, pasa el día entero sobre el tejado y mantiene a un grupo de curiosos frente a la casa. Graves criados van de un lado a otro; de tiempo en tiempo se abre la puerta y un carruaje cruza el arco de la entrada y sale a la calle. Por muchas razones esta residencia era grata al corazón del príncipe Florizel, que no se acercaba nunca a ella sin sentir esa sensación de vuelta al hogar tan rara en la vida de los grandes; esa noche divisó con verdadero alivio y satisfacción el alto tejado y las ventanas tenuemente iluminadas.
Se acercaba a una pequeña puerta lateral por la cual solía entrar siempre que venía solo, cuando un hombre, que había permanecido oculto en la sombra, se cruzó en su camino y le hizo una reverencia.
-¿Tengo el honor de hablar con el príncipe Florizel de Bohemia? -le preguntó.
-Ese es mi título -contestó el príncipe-. ¿Qué quiere usted?
-Soy un detective y debo entregarle a Su Alteza esta nota del prefecto de policía.
El príncipe cogió la carta y la leyó a la luz de un farol. En ella se le pedía, con muchas disculpas, que siguiera al portador hasta la prefectura sin demora alguna.
-En suma -dijo Florizel-, estoy detenido.
-Su Alteza -dijo el funcionario-, le aseguro de que nada es ajeno a las intenciones del prefecto. Observará usted que no hay orden de detención. Se trata de una mera formalidad o, si lo prefiere, de un favor que Su Alteza hace a las autoridades.
-Y aun así, ¿si me negara a seguirle?
-No disimularé a Su Alteza que se me ha dado amplia capacidad de acción -respondió el detective, inclinándose. -¡Tanto descaro me deja perplejo! -exclamó Florizel-. Usted no es sino un agente y debo perdonarle, pero sus superiores pagarán caro estos abusos. ¿Tiene una idea de qué puede impulsar un acto tan imprudente y anticonstitucional? Observe que aún no he aceptado ni rechazado su petición: mucho depende de que me responda leal y prontamente. Permítame que le haga notar que es un asunto de cierta gravedad.
-Su Alteza-dijo el detective en tono de lo más comedido-, el general Vandeleur y su hermano han tenido la osadía increíble de acusarle de robo. Afirman que el famoso diamante está en poder de Su Alteza. Una palabra suya negándolo bastará para satisfacer al prefecto; digo más: si Su Alteza se dignase honrar a un subalterno, declarando ante mí que nada sabe del asunto, le pediré permiso para retirarme en el acto.
Florizel, hasta el último momento, pensaba en su aventura como en algo sin importancia, que sólo podía volverse seria por consideraciones internacionales. Al oír el nombre de Vandeleur supo al instante la horrible verdad: no sólo estaba detenido, sino que era culpable. Se trataba de un asunto mucho más grave que una simple molestia, su propio honor se hallaba en peligro. ¿Qué debía decir? ¿Qué hacer? El Diamante del Rajá había resultado, en efecto, una piedra maldita y, por lo visto, era la última víctima de su nefasta influencia.
Una cosa era indudable: no podía dar al detective las garantías que éste le pedía. Debía ganar tiempo.
Había titubeado menos de un segundo.
-Pues bien -dijo-, marchemos juntos a la prefectura. El hombre se inclinó una vez más y empezó a seguir a Florizel a una distancia respetuosa.
-Acérquese usted -dijo el príncipe-. Prefiero ir conversando y, si no me equivoco, no es la primera vez que nos encontramos.
-Para mí es un honor que Su Alteza recuerde mi rostro -respondió el otro-. Hace ocho años tuve el placer de entrevistarme con usted.
-Recordar los rostros es parte de mi profesión, tanto como de la suya -dijo Florizel-. Bien mirado, el príncipe y el detective sirven en el mismo ejército. Ambos luchamos contra el crimen, pero mi cargo es más lucrativo y el suyo más arriesgado; en cierto sentido, ambos pueden ser igualmente honorables para un hombre justo. Le diré, por extraño que pueda parecerle, que preferiría ser un detective honrado y capaz antes que un soberano débil e innoble.
El detective se sentía abrumado.
-Su Alteza devuelve bien por mal -dijo-. A un acto de sospecha responde con la más amable de las condescendencias.
-¿Cómo sabe usted que no trato de corromperle? -le preguntó Florizel.
-¡El cielo me proteja de esa tentación! -exclamó el detective.
-Me gusta su respuesta -le contestó el príncipe-, que es la de un hombre sagaz y honesto. El mundo es grande, lleno de tesoros y bellezas, y no hay límite a las recompensas que puedan ofrecerse. Quien rechaza un millón puede vender su honor por un imperio o el amor de una mujer; yo mismo, que le hablo, he visto ocasiones tan tentadoras, provocaciones tan irresistibles a la fuerza de la virtud, que me he alegrado de seguir su ejemplo y de encomendarme a la gracia de Dios. Por eso, debido a esa costumbre buena y modesta, usted y yo podemos caminar por la ciudad con los corazones limpios.
-Siempre he oído decir que es usted un hombre valiente -respondió el detective-, pero no le conocía sabio y piadoso. Dice usted la verdad, y su acento me conmueve. Este mundo es, en efecto, un lugar de prueba.
-Estamos en medio del puente -dijo Florizel-. Apóyese en el parapeto y mire hacia abajo. Como esa agua que corre, las pasiones y complicaciones de la vida arrastran a la honradez de los débiles. Permítame contarle una historia.
-Estoy a las órdenes de Su Alteza -dijo el detective.
E imitando al príncipe, se apoyó en el parapeto y se dispuso a escuchar. La ciudad dormía; salvo las infinitas luces y el contorno de los edificios contra el cielo estrellado, hubieran podido estar solos a la orilla de un río y en medio del campo. -Un general -comenzó el príncipe Florizel-, un hombre de valor y conducta intachables, que había ascendido por sus méritos a un rango eminente y ganado para sí no sólo la admiración, sino también el respeto de los demás, visitó, en mala hora para su tranquilidad de espíritu, las colecciones de un rajá de la India. En ellas vio un diamante de tamaño y belleza tan extraordinarios que, a partir de ese momento, tuvo un solo deseo en la vida: se sintió dispuesto a sacrificar el honor, el prestigio, la amistad, el amor a su país, con tal de poseer aquel trozo de cristal deslumbrante. Durante tres años sirvió al potentado semibárbaro como Jacob sirvió a Labán; falseó fronteras, toleró asesinatos, condenó y ejecutó a un compañero de armas que había tenido la desgracia de ofender al rajá con sus honestas pretensiones de libertad; por último, en una hora de gran peligro para su patria, traicionó a sus propios hombres y permitió que fueran derrotados y muertos por millares. Al final acumuló una gran fortuna y se trajo consigo el diamante tan codiciado.
»Pasan los años y al cabo pierde el diamante por accidente -siguió diciendo el príncipe-. Cae en manos de un joven sencillo y trabajador, un erudito, un ministro de Dios que inicia una carrera provechosa y hasta distinguida. Tampoco él puede resistir su encanto: todo lo abandona, su santa vocación, sus estudios, y huye con la gema a un país extranjero. El militar tiene un hermano, un hombre astuto, atrevido e inescrupuloso, que se entera del secreto del clérigo. ¿Qué hace? ¿Se lo dice a su hermano, le denuncia a la policía? No, también es víctima del hechizo diabólico, la piedra debe ser para él. Corriendo el riesgo de mancharse con una muerte, droga al joven eclesiástico y se apodera de su presa. Y ahora, por obra de un azar que no es importante para mi enseñanza moral, la joya pasa a manos de otro que, aterrado por lo que ve, la entrega a una persona de alto rango, por encima de toda sospecha.
»El jefe militar se llama Thomas Vandeleur -continuó Florizel-. La piedra es el Diamante del Rajá. Y aquí la tiene usted -abriendo la mano de pronto- ante sus propios ojos.» El detective dio un paso atrás y lanzó un grito.
-Hemos hablado de corrupción -dijo el príncipe-. Para mí, esta joya de cristal reluciente es tan abominable como si estuviera entre los gusanos de la muerte; tan espantosa como si estuviera bruñida con sangre de inocentes. La veo brillar en mis manos y sé que resplandece con el fuego del demonio. No le he contado sino una centésima parte de su historia; la imaginación vacila ante lo ocurrido en épocas remotas, ante los crímenes y traiciones que inspiró a los hombres; durante años y años ha servido fielmente a las potencias del mal. ¡Basta, digo yo! ¡Basta de sangre, de deshonra, de vidas deshechas y amistades quebradas! Todo llega a su fin, el mal como el bien, la peste como la música más hermosa; que Dios me perdone si cometo un mal, pero el imperio del diamante termina esta noche.
Hizo un movimiento brusco con la mano y la piedra preciosa, describiendo un arco de luz, fue a perderse en el fondo del río.
-Amén -dijo Florizel gravemente-. He dado muerte al basilisco.
-¡Dios me perdone! -gritó el detective-. ¿Qué ha hecho? ¡Me arruina usted!
-Tengo la impresión -dijo el príncipe sonriendo- de que muchas personas adineradas que viven en esta ciudad podrán envidiarle su ruina.
-¡Ah! ¿Su Alteza me corrompe, después de todo?
-Parece que no quedaba otro remedio -respondió Florizel-. Ahora vamos a la prefectura.
Poco tiempo después se celebró, estrictamente en privado, la boda de Francis Scrymgeour y la señorita Vandeleur; el príncipe Florizel fue el padrino del novio. Los hermanos Vandeleur oyeron rumores de lo sucedido con el diamante, y las grandes operaciones de sondeo organizadas en el Sena para admiración y entretenimiento de ociosos. Cierto es que, por un error de cálculo, han elegido el otro brazo del río. En cuanto al príncipe, persona sublime, ha terminado su papel y, junto con el autor árabe, puede ir a perderse dando vueltas y vueltas en el espacio. Si el lector insiste en recibir informaciones más concretas, tengo el gusto de decirle que no hace mucho una revolución le arrojó del trono de Bohemia, como resultado de sus constantes ausencias y de su magnífico descuido de los asuntos públicos, y que Su Alteza ha abierto una tabaquería en Rupert Street, muy frecuentada por otros refugiados extranjeros. Yo mismo voy de cuando en cuando a fumarme un cigarro, y me parece que Florizel es aún tan grande como en sus días de prosperidad; mantiene detrás del mostrador un aire majestuoso; y aunque la vida sedentaria empieza a hacer efecto en el ancho de sus chalecos, es probablemente el más apuesto estanquero de Londres.

***

El PABELLÓN EN LAS DUNAS

Prólogo

El pabellón en las dunas (The pavilion on the links) es ante todo la historia de una misantropía: una misantropía juvenil, hecha de presunción y de selvatiquez, misantropía que en un joven quiere decir sobre todo misoginia y que impulsa al protagonista a cabalgar solo por los brezales de Escocia, durmiendo bajo una tienda de campaña y alimentándose de porridge. Pero la soledad de un misántropo no abre muchas posibilidades narrativas: el relato nace del hecho de que los jovenes misántropos o misóginos son dos, que se esconden ambos, uno espiando al otro, en un paisaje que evoca por sí mismo la soledad y la selvatiquez.
Podemos decir entonces que El pabellón en las dunas es la historia de la relación entre dos hombres que se asemejan, casi dos hermanos, vinculados por una común misantropía y misoginia, y de cómo su amistad se transforma, por razones que permanecen misteriosas, en enemistad y lucha. Pero en las tradiciones novelescas la rivalidad entre dos hombres presupone una mujer. Y una mujer que abra una brecha en el corazón de dos misóginos debe ser objeto de un amor exclusivo e incondicional, capaz de llevar a los dos a rivalizar en caballerosidad y altruismo. Será pues una mujer amenazada por un peligro, por enemigos frente a los cuales los dos ex amigos convertidos en rivales terminan siendo solidarios y aliados incluso en su rivalidad amorosa.
Diremos entonces que El pabellón en las dunas es un gran juego del escondite jugado por adultos: los dos amigos se esconden y se espían entre sí, y en su juego la baza es la mujer; y se esconden y se espían los dos amigos y la mujer por un lado y los misteriosos enemigos por el otro, en un juego en el que la baza es la vida de un cuarto personaje que no tiene otro papel que el de esconderse en un paisaje que parece hecho a propósito para esconderse y espiarse.
Así pues El pabellón en las dunas es una historia resultante de un paisaje. De las dunas desoladas de la costa escocesa no puede nacer sino una historia de gentes que se esconden y se espían. Pero para dar evidencia a un paisaje no hay mejor sistema que introducir en él un elemento extraño e incongruente. Y Stevenson, para amenazar a sus personajes, hace aparecer entre los brezales y las arenas movedizas de Escocia nada menos que la tenebrosa sociedad secreta italiana de los carbonarios, con sus negros sombreros en forma de terrón de azúcar.
Mediante aproximaciones y alternativas he tratado de individualizar no tanto el núcleo secreto de este relato que, como suele suceder, tiene más de uno , como el mecanismo que asegura su poder sobre el lector, su fascinación, que no desaparece a pesar de la aproximativa yuxtaposición de diversos relatos que Stevenson emprende y deja caer. De éstos el más fuerte es sin duda el primero, el relato psicológico de la relación entre dos amigos enemigos, tal vez primer esbozo de la historia de los hermanos enemigos en El señor de Ballantrae, y que empieza apenas a precisarse en una contraposición ideológica: Northmour, byroniano libre pensador, y Cassilis, campeón de las virtudes victorianas. El segundo es el relato sentimental, y el más débil, con la carga de dos personajes convencionales: la muchacha modelo de todas las virtudes y el padre en quiebra fraudulenta permanente, de una avaricia sórdida.
Finalmente triunfa el tercer motivo, el de lo novelesco puro, con el tema que desde el siglo XIX hasta hoy no ha perdido efecto: el de la inasible conjuración que extiende sus tentáculos por todas partes. Triunfa por diversos motivos: porque la mano del Stevenson que representa con pocos trazos la presencia amenazadora de los carbonarios desde el dedo que chirría en el vidrio mojado, hasta el sombrero negro que caracolea en las arenas movedizas es la misma que (aproximadamente en los mismos años) representaba el aproximarse de los piratas a la posada Admiral Benbow en La isla del tesoro. Y además porque el hecho de que los carbonarios, a pesar de ser hostiles y temibles, gozan de la simpatía del autor, según la tradición romántica inglesa, y tienen evidentemente razón contra el banquero odiado por todos, introduce en la compleja partida que se está jugando un contraste interno más, y más convincente y eficaz que los otros dos: los dos amigos rivales, aliados para defender a Huddlestone por compromiso de honor, están por conciencia de parte de los enemigos carbonarios. Y por último porque estamos más que nunca poseídos por el espíritu del juego infantil, entre asedios, salidas, asaltos de bandas rivales.
El gran recurso de los niños es saber extraer todas las sugestiones y emociones del terreno de que disponen para sus juegos. Stevenson ha conservado ese don: comienza con la sugestión de ese pabellón refinado que surge en la naturaleza agreste (de «estilo italiano»: ¿no es quizás ya un anuncio de la próxima intrusión de un elemento exótico y de extrañamiento?), después la entrada clandestina en la casa vacía, el descubrimiento de la mesa puesta, el fuego encendido, las camas preparadas, sin que aparezca alma viviente... un motivo de cuento infantil transferido a la novela de aventuras.
Stevenson publicó El pabellón en las dunas en la Cornhill Magazine, en los números de septiembre y octubre de 1880; dos años después, en 1882, lo incluyó en el volumen Las nuevas noches árabes. Entre las dos ediciones hay una diferencia visible: en la primera el relato figura como una carta testamento que un viejo progenitor, sintiendo acercarse la muerte, confía a sus hijos un secreto de familia: la forma en que conoció a la madre, ya muerta; durante todo el texto el narrador se dirige a los lectores con el vocativo «mis queridos hijos», llama a la heroína «vuestra madre», «la madre de mis hijos», y llama «vuestro abuelo» al siniestro personaje que fuera el padre de ella. La segunda versión, la del volumen, entra en lo vivo de la narración con la primera frase: «De joven yo era un gran solitario»; se alude a la heroína como «mi mujer» o bien por su nombre: Clara, y al viejo como «su padre» o Huddlestone. Debería ser uno de esos cambios que implican un estilo completamente diferente, más aún, una naturaleza diferente del relato; en cambio las correcciones son mínimas: la supresión del preámbulo, de las admoniciones a los hijos, de las expresiones más conmovidas con referencia a la madre; todo el resto permanece igual. (Otros cortes y correcciones se refieren al viejo Huddlestone, cuya infamia, en la primera versión, en vez de atenuarse por pietas familiar, como era de esperar, se acentuaba. Tal vez porque para las convenciones teatrales y novelescas era muy natural que una heroína angelical tuviera un padre de sórdida avaricia, mientras que el verdadero problema era el de hacer aceptar el fin atroz de un pariente sin el consuelo de cristiana sepultura, lo cual se justificaba moralmente si ese pariente era un perfecto sinvergüenza.)
Según el responsable de una reciente edición de la Everyman's Library, M.R. Ridley, El pabellón en las dunas debe considerarse un relato fracasado, los personajes no suscitan ningún interés en el lector: sólo la primera versión, en que el relato nace del corazón de un secreto familiar, consigue comunicar calor y tensión. Por eso, contrariamente a la regla según la cual se considera definitiva la última edición corregida por el autor, M.R. Ridley restablece el texto en la versión de la revista Cornhill. No nos ha parecido que debíamos seguirlo. En primer lugar no coincido con su juicio de valor: considero este relato como uno de los mejores de Stevenson y justamente en la versión de Las nuevas noches árabes. En segundo lugar, yo no estaría tan seguro del orden de sucesión de estas versiones: pienso más bien en estratos diferentes que corresponden a las inseguridades del joven Stevenson. El comienzo que el autor elegirá como definitivo es tan directo y tal su ímpetu que imagino más fácilmente a Stevenson atacando la escritura en ese tono seco y objetivo, como conviene a un relato de aventuras. Más adelante ve que las relaciones entre Cassilis y Northmour son de una complejidad que requiere un análisis psicológico más profundo que el que piensa abordar, y ve por otra parte que la historia de amor con Clara le sale fría y convencional; entonces da marcha atrás y vuelve a empezar la historia envolviéndola en una cortina humosa de afectos familiares; publica esta versión en la revista; después, insatisfecho de estas superposiciones afectadas, decide quitarlas, pero ha comprendido que el mejor sistema para mantener a distancia el personaje femenino es darlo por conocido y envolverlo en un respeto reverencial; por eso adopta la fórmula «mi esposa» en lugar de «vuestra madre» (salvo en un punto en que se olvida de corregir y hace un pequeño embrollo). Estas son conjeturas mías que sólo una investigación sobre los manuscritos permitiría confirmar o desmentir: de la comparación de las dos versiones impresas el único dato seguro que surge es la inseguridad del autor. Inseguridad en cierto modo connatural al juego del escondite con uno mismo de este relato de una infancia que uno quisiera prolongar aun sabiendo que ha terminado.
Italo Calvino [1973]

CAPÍTULO I
RELATA CÓMO ESTABLECÍ MIS REALES EN LOS BOSQUES MARINOS DE GRADEN Y CÓMO VI UNA LUZ EN EL PABELLÓN

De joven era muy amante de la soledad. Me sentía orgulloso de permanecer aislado y bastarme para mi entretenimiento, y sin mentir puedo asegurar que nunca tuve amigos ni relaciones hasta que encontré la incomparable amiga que actualmente es mi esposa y la madre de mis hijos.
Solamente tenía un amigo íntimo y era R. Northmour, Hidalgo de Graden Easter, en Escocia. Éramos compañeros de colegio y aunque no nos queríamos mucho, nuestros gustos eran tan semejantes que podíamos reunirnos sin violencia para ninguno de los dos. Nos creíamos misántropos y sólo éramos huraños. No puede decirse que había entre nosotros compañerismo, sino asociación de insociabilidad. El cartácter violento de Northmour le hacía imposible tratar con alguien que no fuera yo; y como él respetaba mi silencio y nunca me hacía preguntas y me dejaba ir y venir a mi gusto, yo toleraba su presencia sin rechazarla. Creo que nos llamábamos amigos.
Cuando Northmour tomó su título en la Universidad y yo decidí dejarla sin él, me invitó a pasar una larga temporada en Graden Easter y así es como llegué a conocer el sitio en que estas aventuras tuvieron lugar.
La residencia señorial se alzaba a poca distancia de las orillas del Océano Germánico. Como había sido construido con una piedra blanda que presentaba poca resistencia a las ásperas brisas marinas, el edificio era frío y húmedo en el interior y en la fachada tenía aspecto de ruina; imposible habitar dentro de él con mediana comodidad.
Afortunadamente hacia el norte del inmenso dominio, en medio de colinas de arena y rodeado de una salvaje espesura de liquen, hiedra y jaramagos, existía un pabellón o Belvedere de construcción moderna y por completo apropiado a nuestras necesidades; y en esta soledad de ermitaños, hablando poco, leyendo mucho, y reuniéndonos raras veces, excepto en las comidas, nos pasamos Northmour y yo cuatro largos meses del invierno. Hubiera podido prolongar mi estancia, pero una noche de marzo surgió entre nosotros una disputa que hizo necesaria mi partida. A propósito de una pequeñez, Northmour me habló con altanería, yo creo que le contesté agriamente y aquél saltó sobre mí y tuve que luchar sin exageración, para defender mi vida, y no con gran esfuerzo logré dominarle porque era un joven robusto y parecía tener el demonio en el cuerpo. A la mañana siguiente nos encontramos como si tal cosa, pero a mí me pareció más apropiado marcharme, y él tampoco hizo nada para disuadirme. Pasaron nueve años antes de que yo volviera a visitar aquellos parajes. Por aquel entonces, yo viajaba en un carrito cubierto en el que llevaba un hornillo para guisar y las noches las pasaba dónde y cómo podía, en una cueva entre las rocas o bajo los árboles de un bosque. De este modo he visitado todas las regiones más solitarias y salvajes de Inglaterra y Escocia, y no tenía amigos ni parientes ni nada de lo que hemos convenido en llamar domicilio oficial, como no fuera el despacho de mi notario donde, dos veces al año, pasaba para recoger mis rentas. Para mí era esta una vida deliciosa en la que esperaba llegar a viejo y morirme al fin en la mayor soledad.
Mi única ocupación era descubrir rincones ocultos en los que pudiera acampar sin temor a ser molestado y encontrándome en aquellas regiones, de repente me acordé del pabellón de la hiedra,. no había tránsito en tres millas a la redonda, y sólo a diez de distancia estaba la ciudad más próxima, que era una aldea de pescadores. Toda aquella porción de tierra estaba por un lado rodeada de mar y por el otro defendida del mundo por la espesura y fragosidad de sus bosques casi vírgenes. Puedo afirmar que era el mejor sitio para esconderse en todo el Reino Unido. Determiné pasar una semana en los de Graden Easter y dando un largo rodeo los alcancé al ponerse el sol de un desapacible y ventoso día de septiembre.
El terreno, ya lo he dicho, era una mezcla de colinas de arena, bosques y liquen. El liquen es una especialidad de Escocia y lo forma una especie de maleza que recubre la arena en los terrenos próximos al mar. El pabellón ocupaba una meseta algo elevada, inmediatamente detrás empezaba el bosque cuyos árboles centenarios se agitaban movidos por el viento y delante tenía algunas colinas arenosas que le separaban del mar. La Naturaleza había colocado una roca que servía de bastión para la arena y formaba una pequeña bahía natural, y durante las mareas altas la roca se sumergía y presentaba el aspecto de una islita de reducidas dimensiones pero de original contorno. Las arenas mojadas que quedaban al descubierto durante las mareas bajas, tenían malísima reputación en toda la comarca. Cerca de la orilla entre la roca y el banco de arena, se decía que se tragaban a un hombre en cuatro minutos y medio, pero quizás había alguna exageración en estos rumores.
En los claros días del verano la perspectiva era brillante y hasta alegre, pero en un anochecer de septiembre, con un viento tormentoso y espesas nubles agolpándose en el horizonte, aquel sitio sólo hablaba de marinos muertos y de desastres marinos. Un barco lejano luchando contra el temporal y los restos de un naufragio a mis pies, acababan de dar color local a la escena.
El pabellón había sido construido por el último propietario, tío de Northmour (un pródigo excéntrico) y se conservaba bastante bien. Tenía dos pisos de altura y era de arquitectura italiana y rodeado de un trozo de jardín en el que nada había prosperado más que la hiedra y la maleza, y con sus ventanas cerradas, no parecía una mansión abandonada sino que nunca hubiese sido habitada. Evidentemente Northmour no había vuelto por allí. Si es que se hallaba escondiendo sus rarezas en el camarote de su yate o en una de sus caprichosas y extravagantes apariciones en la sociedad, yo, naturalmente, no tenía medios de averiguarlo.
Aquel sitio tenía un aspecto solitario capaz de sorprender hasta a un amante de la soledad como yo. El viento producía en las chimeneas unos sonidos tan lúgubres que sentí como una sensación casi de terror cuando conduciendo al caballo de mi carro, me refugié bajo la espesura del bosque. Los bosques marinos de Graden habían sido plantados para preservar los campos detrás de ellos y resguardarlos de la lluvia de arena que traía el viento. Estos árboles que habían crecido en medio de las tempestades y que constantemente eran sacudidos por los vendavales marinos, eran fuertes y robustos pero perdían pronto sus hojas arrebatadas prematuramente por las borrascas, y apenas había pasado la primavera parecía otoño en la expuesta plantación. Esparcidas por el bosque había una o dos chozas ruinosas que según Northmour habían pertenecido en otras épocas a piadosos ermitaños; entre los árboles de la parte más baja había un pequeño arroyo que cegado por las hojas caídas y las materias que el mismo arrastraba, formaba, una serie de infectas charcas.
Entre las rocas que esmaltaban aquella selva marina, encontré una abertura y pequeña cueva en la que había un manantial agua de clara y allí senté mis reales y me dispuse a encender fuego para guisarme la cena. Até en el bosque a mi caballo, donde había un montón de hierba suficiente para su alimento. El grueso de la peña no sólo ocultaba la luz de mi lumbre, sino que me prestaba abrigo guareciéndome del viento que era fuerte y frío.
La vida que llevaba me había hecho duro y frugal; nunca bebía más que agua, rara vez comía más que una sopa preparada con alguna harina alimenticia, y necesitaba tan poco sueño que aunque me levantaba con los primeros albores del día, a menudo permanecía despierto hasta altas horas de la noche, disfrutando la hermosa soledad de los campos. Así es que aunque después de instalarme en los bosques marinos de Graden, me dormí profundamente a las ocho, a las once me desperté, por completo dueño de mis facultades y sin ningún síntoma de cansancio o sopor. Me senté al lado del fuego, mirando los árboles y las nubes que en tumultuosa carrera volaban sobre ellos, y oyendo los ruidos combinados del huracán y las olas, hasta que cansado de mi inacción, me levanté, dirigiéndome a la linde del bosque. Una luna nueva que procuraba disipar las nubes, alumbraba débilmente mis pasos, y su luz se hizo algo más intensa cuando pasé del dominio de la selva al de la hiedra y el liquen. Una bocanada de aire salino me dio de lleno en la cara, salpicándomelo de partículas de arena con tal fuerza que tuve que bajar la cabeza y cerrar los ojos.
Al abrirlos de nuevo advertí que en el pabellón de hiedra había luz; no era una luz fija sino una que pasaba de una ventana a otra como si fuera llevada por una persona que estuviera recorriendo la casa. Con la mayor sorpresa la observé durante algunos momentos. Cuando llegué, aquella misma tarde, la casa parecía desierta y ahora no cabía duda de que estaba ocupada. Mi primera idea fue que una banda de ladrones había asaltado el pabellón y debían estar ahora vaciando los no mal provistos armarios de mi antiguo amigo. Pero ¿cómo es posible que llegaran los ladrones a Graden Easter?
Además habían abierto todas las persianas y en las costumbres de esa gente más está el cerrarlas. Deseché esa idea y concebí otra; debía haber llegado el mismo propietario y estaría ahora ventilando e inspeccionando la casa.
Ya he dicho que no existía cariño verdadero entre él y yo; pero aunque le hubiera querido como a un hermano, en aquella época quería mucho más a la soledad y del mismo modo hubiera evitado su compañía. Esto es lo que hice, volví rápidamente sobre mis pasos y con íntima satisfacción volví a ocupar mi lugar junto al fuego.
Había escapado a un conocido, podía disfrutar de una noche apacible. A la mañana siguiente ya vería si optaba por marcharme sin ver a Northmour o si hacerle una breve visita.
Pero cuando llegó la mañana encontré la situación tan divertida que a pesar de mi genio adusto, me propuse gastar una broma a Northmour, aunque no había olvidado que su carácter se prestaba poco a las bromas y que era peligroso gastarlas con él; pero regocijándome de antemano con el efecto que iba a causar tomé sitio entre los primeros olmos del bosque desde donde podría ver bien la puerta del pabellón. Todas las persianas estaban cerradas de nuevo, lo que no dejó de sorprenderme. La casa con sus paredes blancas cubiertas parcialmente por la hiedra, y sus persianas verdes, a la luz de la mañana parecía más alegre y habitable. Hora tras hora, pasé en espera sin observar el menor síntoma de la presencia de Northmour. Bien sabía yo que no era madrugador, pero al acercarse las doce, perdí la paciencia. Para decir toda la verdad me había propuesto quebrantar mi ayuno en el pabellón y el hambre empezaba a dejar sentir sus efectos. Era una lástima perder la ocasión de dar una broma tan inesperada, pero el apetito iba en aumento y yo me dirigí a mi cueva, cambiando la risa por el alimento, una vaga sensación de intranquilidad, estaba lo mismo que en el momento de mi llegada, y yo había esperado hallar en ella por la mañana algunos síntomas de habitantes. Pero no era así, todas las persianas estaban herméticamente cerradas, las chimeneas no despedían humo y la puerta presentaba todas las trazas de no haber sido abierta en mucho tiempo. Se me ocurrió la idea, muy verosímil por cierto, de que Northmour podría haber entrado por la puerta pequeña situada al otro lado del edificio, pero tuve que desecharla al ver que también estaba igualmente cerrada. Entonces volví a acoger la idea de los ladrones, haciéndome amargos reproches por mi egoísta inacción de la noche última. Debían haber entrado por la galería exterior, donde Northmour tenía instalada su cámara fotográfica y de ahí habrían alcanzado la ventana del despacho o de mi antiguo dormitorio, y después les era fácil recorrer toda la casa en sus criminales pesquisas.
Quise seguir lo que yo creía su ejemplo. Salté a la galería descubierta y alcancé las ventanas, pero ambas estaban bien cerradas sin señales de fractura; no me di por vencido y haciendo alguna fuerza logré que la persiana se abriera causándome una arañazo en la mano que instintivamente me llevé a los labios para contener la sangre. Mientras hacía esto mis ojos divisaron un yate bastante cercano y que hasta entonces no había visto. Restañada mi sangre por este primitivo procedimiento, no quise quedarme a medio camino y salté al interior de la habitación.
Entré en ella y nada puede explicar la sorpresa que experimenté. No había el menor signo de desorden, al contrario, todo estaba muy limpio y las habitaciones presentaban un aspecto tan elegante como agradable; encontré la leña puesta en las chimeneas, tres cuartos de dormir preparados con un lujo por completo fuera de las costumbres de Northmour, el agua en los lavabos y las camas hechas con lujosas y limpias ropas. La mesa estaba servida con tres cubiertos y abundante repuesto de fiambres, y variados postres. Todo esto demostraba, sin dejar lugar a duda, que se esperaban huéspedes; pero ¿quién podían ser si Northmour aborrecía al género humano? Y sobre todo ¿cómo es que estos preparativos se llevaban a cabo en las altas horas de la noche? Y ¿por qué habían vuelto a cerrar las persianas y las puertas?
Procuré no dejar huellas de mi visita y salí del pabellón muy pensativo.
El hermoso yate seguía en el mismo sitio; como un relámpago atravesó mi mente la idea de que aquel pudiera ser El Conde Rojo que trajera al propietario del pabellón y sus huéspedes, pero el barco tenía la proa puesta en dirección opuesta.

CAPÍTULO II
SE TRATA EN ÉL DEL NOCTURNO DESEMBARCO DE LOS VIAJEROS DEL YATE

Volví a mi cueva a comer algo pues tenía mucha hambre y a cuidarme de mi caballo muy olvidado aquella mañana. De tanto en tanto llegaba hasta la entrada del bosque para ojear sobre el pabellón, pero en todo el día no se vio ni un alma por sus alrededores. Aquel barco parado era la única pincelada de vida en cuanto podían alcanzar mi vista. Durante todo el día permaneció inmóvil, pero el llegar la noche se acercó visiblemente y yo adquirí mayor convencimiento de que en él debían venir Northmour y sus huéspedes, y que es probable quisieran desembarcar durante la noche, no sólo porque esto cuadraba bien con los nocturnos preparativos, sino porque la marea era también más favorable. Durante todo el día el viento estuvo en calma y el mar también, pero al caer la noche se recrudeció el temporal anterior. La noche estaba muy oscura. El ruido de las olas al romper, empujadas por las ráfagas de viento, parecían disparos de cañón. De vez en cuando caía un chubasco y las olas aumentaban de tamaño con la proximidad de la plena mar. Estaba en mi observatorio, entre los olmos, cuando una luz que se balanceaba en el palo mayor del yate, me demostró que éste se encontraba mucho más cerca de lo que estaba al anochecer. Presumí que esto debía ser una seña de Northmour a sus asociados en tierra, y con curiosos ojos miré a mi alrededor para ver si veía alguna respuesta.
Una senda que bordea el bosque es la comunicación más directa, entre la casi ruinosa casa señorial y el pabellón, y al dirigir mis miradas por ese lado, vi una luz a menos de un cuarto de milla la cual avanzaba con rapidez. Por su marcha irregular parecía ser una linterna llevada en la mano de una persona que lucha al mismo tiempo con las desigualdades del camino y con las violentas ráfagas del viento. Me escondí precipitadamente entre los árboles esperando con viva curiosidad la llegada de la persona desconocida. Resultó ser una mujer y al pasar a dos metros de mi escondite pude verle bien las facciones. La andada de Northmour en este tenebroso asunto era su antigua ama de cría, una silenciosa mujer sorda como una tapia.
La seguí de cerca, aprovechando las irregularidades del camino y oculto el ruido de mis pasos, por el del aire y el mar, aun para otros oídos más finos que los de la vieja nodriza.
Entró en el pabellón y se dirigió sin detenerse a la segunda planta, abrió una ventana de las que daban al mar y colocó una luz en ella. Inmediatamente desapareció la luz del barco. Los del barco ya estaban seguros de ser esperados y las señales habían surtido su efecto. La anciana continuó sus preparativos y aunque no abrió las otras persianas, pude ver por las rendijas que la luz iba de un lado e otro, y varias chispas que empezaban a salir de la chimenea pusieron en mi conocimiento que se había encendido lumbre.
Estaba seguro de que Northmour y sus huéspedes desembarcarían en cuanto se cubriera de agua la pantanosa arena. La noche era malísima para servirse de los botes y tuve algún temor mezclado con curiosidad al pensar en los peligros del desembarco. Bien sabía yo que mi antiguo compañero era el más excéntrico de los hombres, pero el presente capricho era peligroso y lúgubre.
Pensando en todo esto me dirigí a la playa donde me eché boca abajo en una hondonada del camino que debían recorrer para llegar al pabellón. Así tendría la satisfacción de ver a los recién llegados y si resultaba que eran antiguos conocidos, de saludarlos tan pronto como hubieran desembarcado.
Poco antes de las once, y cuando la marea aún estaba peligrosamente baja, apareció una luz muy cerca de la orilla y fijando en ella mi atención pude distinguir un bote violentamente sacudido y a veces oculto por las impetuosas olas. El tiempo que visiblemente empeoraba según avanzaba la noche, y la poco favorable situación del yate a causa de los arrecifes, habían sin duda obligado a sus pasajeros a intentar el desembarco lo más pronto posible.
Algunos minutos más tarde pasaban por el camino que guiaba al pabellón, cuatro marineros llevando una caja muy grande y parecer pesada y precedidos por otro que llevaba la linterna, fueron admitidos en el pabellón por la nodriza y no tardaron en regresar al bote, volviendo a pasar por segunda vez con otra caja aún más grande, pero al parecer menos pesada; por tercera vez hicieron el recorrido, llevando uno de los marinos una maleta de cuero y otro un baúl de señora y un saco de noche. Mi curiosidad estaba excitadísima. Si es que entre los huéspedes de Northmour se hallaba una mujer, esa sería una apostasía de sus más caras teorías capaz de llenarme de sorpresa. Cuando los dos habíamos vivido en aquel pabellón, ambos éramos misóginos y poco podía yo figurarme que un ejemplar del sexo odiado vendría a instalarse bajo su techo. Ahora recordaba algunos detalles y pinceladas de coquetería que me habían llamado la atención el día anterior en los preparativos del pabellón. Su objeto era ahora evidente y me traté de torpe por no haberlo comprendido antes.
Mientras reflexionaba de esta manera, se aproximó otra linterna desde la playa; era llevada por otro marinero que aún no había visto y servía de guía a dos personas, encaminándose al pabellón. Estas dos personas eran sin duda los huéspedes para quienes se había habilitado el pabellón; y esforzando mis ojos y mis oídos esperé a que pasaran ante de mí. Uno era un hombre de elevadísima estatura, con un sombrero de anchas alas cosido sobre los ojos y una capa escocesa en la que se envolvía. Nada se podía averiguar sino que era muy alto como ya he dicho, que andaba con dificultad y con paso pesado. A su lado y apoyándose en su brazo o sirviéndole de apoyo, no podía ver bien lo que era, caminaba una mujer joven y esbelta. Estaba muy pálida y las sombras se movían con tanta rapidez que no pude ver si era fea como la noche o tan bella como luego resultó ser.
Cuando pasaban precisamente delante de mí, la joven hizo alguna advertencia que no pude oír con el ruido del viento.
-¡Husch! -dijo su compañero, y hubo algo en el tono con que fue pronunciada esta sílaba que me hizo estremecer causándome escalofrío. Parecía salir de un pecho donde se albergaba un terror mortal. No he vuelto a oír una sílaba que me impresione tanto, y aún hoy día, siempre la oigo en mis noches de calentura o cuando mi imaginación vuela a los tiempos antiguos.
El hombre se volvió a su compañera y yo pude entonces ver una barba demasiado roja, una nariz que parecía haberse roto en su niñez y unos ojos claros en los que se leía una fuerte y desagradable emoción.
Pero al fin pasaron los dos y desaparecieron en el pabellón. Uno por uno o en grupos los marineros se volvieron a la playa; y por tercera vez pasó por delante de mí una linterna. Era Northmour solo.
Muchas veces mi esposa y yo nos hemos admirado de cómo puede ser una persona tan hermosa y a la vez tan repulsiva como Northmour.
Su figura era la de un cumplido caballero, sus facciones correctas y finas llevaban el sello de la inteligencia, pero bastaba mirarle a los ojos para comprender por su expresión que tenía el genio de un capitán negrero. Nunca he conocido un carácter tan violento y rencoroso a la vez; reunía la impetuosidad del Sur con los fríos y mortales odios del Norte, y ambas pasiones estaban escritas sobre su rostro como una señal de alarma; su cuerpo era alto, musculoso y elegante, su cabello negro encuadraba un rostro moreno de singular belleza masculina, pero al que hacía aparecer sombrío su amenazadora y temerosa expresión.
En este momento estaba más pálido que de costumbre, con el ceño fruncido y los labios contraídos, dirigía inquietas miradas en torno suyo como un hombre perseguido por siniestros pensamientos y, a pesar de ello, me pareció leer en sus ojos una mirada de triunfo como el que ya lleva ganadas muchas ventajas y le falta poco para llegar al final de alguna arriesgada empresa.
Parte por un escrúpulo de delicadeza (que a decir verdad llegaba demasiado tarde), parte por el gusto de renovar una antigua amistad, resolví dar a conocer mi presencia sin demora, y poniéndome de pie, di algunos pasos, diciendo:
-¡Northmour!
Nunca, en toda mi vida, he tenido sorpresa igual. Saltó sobre mí, sin pronunciar ni una palabra, algo brilló en su mano y trató de partirme el corazón de una puñalada. Yo rechacé la inesperada agresión lo mejor que pude, y sea mi ligereza o la oscuridad la hoja sólo me causó un arañazo en el hombro mientras que recibí en la boca un golpe con el puño.
Huí pero no pude llegar lejos; siempre he observado las malas condiciones que tiene la arena para correr sobre ella y lo que su inseguro suelo paraliza todos los movimientos, así es que no, había andado diez metros cuando perdiendo el equilibrio, caí pesadamente. La linterna se había caído y apagado, pero ¡cuál no sería mi sorpresa al ver a Northmour apresurarse a ganar el pabellón y oír que cerraba tras sí la puerta con cadenas y cerrojos!
No me había perseguido. Había huido. ¡Northmour a quien conocía por el más implacable y temerario de los hombres había huido! Apenas podía creer a mis ojos, pero todo era tan inverosímil en esta extraña aventura, que poco importaba un detalle más o menos improbable.
¿Por qué habían preparado el pabellón con tanto misterio? ¿Por qué su dueño y sus huéspedes habían desembarcado en medio de las tinieblas, con insuficiente marea y en una noche tan peligrosa? ¿Por qué había intentado matarme? ¿No había reconocido mi voz? ¡Todo un misterio! Y ¿cómo es que él llevaba un puñal desnudo en la mano? Un puñal o un cuchillo, no es lo que habitualmente se lleva en la mano en la época actual; y un caballero que desembarca de su yate y en las orillas de sus propios dominios, aunque sea de noche y en circunstancias algo misteriosas, no suele ir tan preparado para un asalto mortal. Cuando más reflexionaba, más me confundía. Recapitulaba los elementos de misterio contándolos por mis propios dedos; el pabellón secretamente preparado; el desembarco de los navegantes con peligro inminente tanto para ellos como para el yate, el terror mortal de los huéspedes al menos de uno de ellos, Northmour con un puñal desnudo en la mano, Northmour tratando de asesinar a su más antiguo amigo sin la menor causa para ello; y, por último, y no lo menos extraño, Northmour huyendo del mismo a quien había querido asesinar y refugiándose como un niño perseguido, detrás de la puerta de su pabellón.
Aquí había seis causas de sorpresa, cada una complicada con las otras y formando todas reunidas una singular. Casi me avergoncé de creer a mis propios sentidos.
A pesar de todas estas sensaciones morales, empecé a darme cuenta de los desperfectos físicos que había sufrido en la breve contienda, y arrastrándome por otros caminos llegué a mi cueva del bosque. A pocos pasos de mí cruzó la nodriza que regresaba a la mansión señorial. Esto era un séptimo motivo de sorpresa. Es decir, ¿que Northmour y sus huéspedes iban a guisar y a hacer todo el servicio mientras la vieja permanecía sola en la ruinosa mansión? Allí tenía que haber una causa de secreto importantísima puesto que tantos sacrificios se hacían para guardarlo.
Embarazado por estos pensamientos llegué a mi primitivo refugio. Para mayor seguridad reconocí las cenizas de mi fuego, y encendí la linterna para examinar la herida del hombro. Era una herida sin importancia, aunque me había hecho perder bastante sangre y la curé lo mejor que pude (el sitio en que estaba me impedía vendarla bien) con algunos trapos empapados en el agua del manantial. Mientras estaba así ocupado mentalmente declaré guerra contra Northmour y su secreto. No soy por naturaleza rencoroso y creo que en mi corazón había más curiosidad que resentimiento, pero lo cierto es que declaré la guerra y por vía de preparación saqué mi revólver, le quité la carga y lo limpié volviéndolo a cargar escrupulosa
mente. Después me preocupó mi caballo, si empezara a relinchar, descubriría mi presencia en el bosque, y para evitar esta posible indiscreción resolví desembarazarme de su vecindad y antes de que amaneciera, le conduje por el camino de la aldea de pescadores.

CAPÍ TULO III
DE CÓMO CONOCÍ A LA QUE DESPUÉS FUE MI ESPOSA

Durante dos días estuve alrededor del pabellón tomando muchas precauciones para no ser descubierto; pero a pesar de mis incesantes pesquisas pude averiguar muy poco sobre Northmour o sus misteriosos huéspedes.
La vieja nodriza de la mansión señorial renovó las provisiones durante las sombras de la noche. Northmour y su joven huésped salieron a pasear algunas veces una ya juntos otras, separados y encaminándose siempre hacia las arenas pantanosas, sin duda para tener más seguridad de no ser vistos, pues aquella parte de la playa resguardada por grandes montones de arena, no puede verse más que desde el mar.
Para mí, no podía estar el sitio mejor escogido, pues se hallaba situado junto a la más alta y accidentada de las colinas de arena y echándome dentro de un hoyo, podía, sin ser visto, no perder un movimiento de los paseantes.
El hombre alto parecía haber desaparecido; no sólo no salía del pabellón, sino que ni siquiera asomaba su faz a la ventana; o al menos yo no le había visto, pues de día no me acercaba más que a cierta distancia y por la noche, cuando podía aventurarme algo más, las ventanas estaban herméticamente cerradas como si tuvieran que aguantar un sitio. A veces pensaba que el hombre debía estar en cama enfermo, pues recordaba su lenta e insegura marcha, y otras que se debía haber escapado dejando a la joven y a Northmour solos en el pabellón. Esta idea, no sé por qué me era especialmente desagradable.
Aunque aquella pareja fuera marido y mujer, no me parecían sus relaciones las más cordiales ni denotaban ningún cariño ni confianza. Desde el sitio en que estaba no podía oír su conversación, pero la expresión sombría de él y el aspecto reservado de ella sobre todo, denotaba poca familiaridad o mejor dicho antipatía. La joven marchaba más deprisa cuando iba acompañada por Northmour que cuando paseaba sola, y yo creo que cuando hay inclinación entre un hombre y una mujer, más bien maquinalmente se retarda el paso que se apresura; además siempre marchaba a un metro de distancia de él y llevando la sombrilla como si fuera una barrera entre los dos. Northmour trataba de aproximarse a la joven y ésta se retiraba: de modo que su paseo tenía algo de diagonal, y de haber sido más largo hubiera acabado por encaminarlos a los pantanos. Cuando la proximidad de éstos impedía a la joven retroceder más por aquel lado, cambiaba sin ostentación de sitio dejando a su acompañante entre ella y el mar. Estas maniobras que yo observaba con placer merecían por completo mi aprobación y hacían que me restregara las manos de gusto.
En la mañana del tercer día salió a pasear sola, y con gran sorpresa vi que lloraba sin cesar. Tenía un paso firme y gracioso y su cabeza, bien plantada entre sus hombros, reunía la altivez y la modestia; cada uno de sus pasos era digno de ser admirado y toda ella me parecía la personificación de la belleza y de la dulzura.
El día estaba muy agradable; el viento en calma; el sol brillante; el mar tranquilo; y corría una brisa tan fresca y saludable, que contra su costumbre salió otra vez a paseo, esta vez acompañada por Northmour. No habían dado más que algunos pasos por la playa cuando vi a éste posesionarse de una de sus manos; la joven trató de retirarla lanzando una exclamación que parecía un grito. Yo salté de mi escondite dispuesto a correr en su ayuda, pero con no poca sorpresa mía vi a Northmour quitarse el sombrero e inclinarse como dando disculpas después de soltar la mano. Entonces me paré; intercambiaron otras cuantas palabras y volviéndose a inclinar se separó él dirigiéndose solo al pabellón. Pasó muy cerca de mí y pude observar su rostro pálido (en el que reconocí como obra mía un profundo arañazo cerca de un ojo), sus ojos centelleantes y su mano crispada empuñando su bastón. Por algunos momentos permaneció la joven en el mismo sitio que la había dejado el atrevido galán, mirando hacia la pequeña isla y el brillante mar; después, como quien sacude sus preocupaciones y reúne sus energías, emprendió una marcha rápida y resuelta. Sin duda lo que había pasado le había hecho olvidar todo lo demás, pues se encaminaba en línea recta a las pérfidas arenas pantanosas, y pocos pasos le faltaban ya para que su salvación fuera imposible cuando saliendo yo de mi escondite me precipité en su camino gritándola que se detuviera. Así lo hizo y mirándome sin el menor vestigio de miedo se dirigió a mí como una reina.
Yo estaba descalzo y vestía como un vulgar marinero menos una faja egipcia que rodeaba mi cintura; debió de tomarme al pronto por alguno de los habitantes de la más próxima aldea. En cuanto a mí, cuando la vi de cerca y mirándome firmemente con sus grandes y hermosísimos ojos, me pareció mil veces más bella de lo que hasta entonces había creído.
Ni pude admirar bastante el que una mujer que obra con tanta resolución conserve al mismo tiempo un aire tan dulce y encantadoramente femenino. Esta expresión la ha conservado mi esposa a través de toda su admirable vida; excelente cosa en una mujer y que da más relieve y valor a todas sus acciones.
-¿Por qué me llamáis y qué queréis? -preguntó ella. -Vais directamente a las arenas pantanosas -contesté. -¿Quién sois, que a pesar de vuestro traje parecéis un hombre bien educado?
-Creo tener derecho a este nombre -fue mi respuesta- aun con este disfraz.
Pero los ojos de la joven ya habían descubierto mi cinturón.
-¡Oh! -dijo ella-. Esa faja os hace traición.
-Habéis pronunciado la palabra traición -repliqué-. ¿Queréis no hacerme vos traición? He aparecido en interés suyo, pero si Northmour me descubre en este lugar, puede ocurrirme alguna desgracia.
-¿Sabéis a quién estáis hablando? -preguntó la joven.
-¿Espero que no será a la esposa de Sir Northmour? -pregunté en lugar de responder.
Ella hizo un ademán con la cabeza y continuó observándome con la mayor fijeza.
-Tenéis un rostro franco y honrado, sedlo tanto como vuestro rostro, caballero, y decidme qué deseáis y qué tenéis. ¿Creéis que yo puedo perjudicaron? Mayores son los daños que
vos podéis causarme. Pero no parecéis malo y sin embargo ¿cómo se explica que vos, un caballero, ande haciendo el papel de espía en estos solitarios parajes? Decidme, ¡a quién odiáis?
-Yo no odio a nadie -respondí- y tampoco temo a nadie cara a cara. Mi nombre es Cassilis, Frank Cassilis. Llevo la vida de vagabundo por mi propio placer, y soy uno de los amigos más antiguos de Northmour; y hace tres noches, cuando quise saludarle me dio una puñalada en este hombro que gracias a mi desesperada resistencia no me costó la vida.
-¡Ah! -dijo la dama-. ¿Erais vos?
-Por qué ha hecho esto -proseguí como si no hubiera
oído la interrupción- no lo sé ni me importa saberlo. No tengo muchos amigos ni soy muy susceptible al sentimiento de la amistad, pero no me dejo arrojar, contra mi voluntad, de ninguna parte. Yo había acampado en estos bosques antes de que él viniera, y en ellos permanezco. Si creéis que mi presencia puede perjudicaras a vos o a los vuestros, el remedio está en vuestra mano. Decidle que estoy acampado en la gruta de la Hemloch Den, y esta noche me podrá asesinar mientras duermo.
Diciendo esto me quité la gorra en señal de despedida y volví, a trepar sobre la colina de arena.
No sé por qué tenía yo en aquel momento la sensación de que se estaba cometiendo una gran injusticia conmigo. Sentía en mí algo de héroe y mucho de mártir. Cuando en realidad no tenía ni una palabra que exponer en mi defensa ni una razón plausible con que explicar mi conducta. Había permanecido en Graden por una curiosidad muy natural, pero de las más vulgares, y aunque también me había obligado a ello un sentimiento creciente y más poderoso, éste no era de los que en aquellos momentos hubiera sido oportuno explayar.
Aquella noche la imagen de la bellísima desconocida no me abandonó un instante. Y aunque su posición y conducta pudiera despertar sospechas, mi corazón no tenía ninguna duda acerca de su inocencia; hubiera apostado mi vida a que ella estaba limpia de culpa, y que aunque todo estaba en el presente oscuro, ya vendría la clave del misterio a demostrar que la parte que ella había tomado en todos estos acontecimientos no sólo era justa sino indispensable. Cierto es, no quiero adular a mi imaginación, que no encontraba explicación posible a sus relaciones con Northmour, pero eso no debilitaba mi convencimiento, que tenía por base el instinto más que la razón, y su imagen fue la última que se borró de mis ojos al cerrarlos el sueño.
A la mañana siguiente, poco más o menos a la misma hora, salió del pabellón sola y tan pronto como las colinas de arena ocultaron la vista del pabellón, se acercó al lugar en que nos vimos el día anterior y me llamó por mi nombre en tono cauteloso. Me sorprendió mucho ver que estaba intensamente pálida y al parecer bajo el dominio de una intensa emoción.
-¡Señor Cassilis! -gritó-. ¡Señor Cassilis!
Me apresuré a reunirme con ella y a mi vista su luminosa mirada expresó un sentimiento de íntima satisfacción.
-¡Ah! -exclamó como si el pecho se le hubiera aligerado de una pesada carga, y luego añadió-: ¡Gracias a Dios que no os ha sucedido ninguna desgracia! Bien sabía yo que si podíais estaríais aquí.
-¿No es extraño? Tan sabiamente prepara la Naturaleza los corazones. Para estos afectos que duran toda la vida, que mi esposa y yo tuvimos el mismo presentimiento al segundo día de conocernos: yo había esperado que ella me buscaría, ella estaba segura de encontrarme. Prometedme -dijo con rapidez- que no permaneceréis en este sitio. No durmáis más en ese bosque. No sabéis cuánto he sufrido esta noche pensando en vuestro peligro.
-¿Peligro? -pregunté-. ¿Qué peligro? ¿El de encontrarme a Northmour?
-No es eso -contestó ella-. ¿Habéis podido creer que yo os había de denunciar?
-¿No es eso? -repetí-. Entonces ¿cuál? No veo ninguna otra causa que temer.
-No me preguntéis nada -fue su respuesta-. No soy libre de poder contestar; pero creedme y marchaos pronto, ¡pronto!, si queréis salvar vuestra vida.
Tratar de inspirar miedo, no es buen sistema para desembarazarse de un hombre que no sea un cobarde. Mi obstinación no hizo más que aumentar con sus palabras. Determiné el quedarme sin temer nada; y su solicitud por mí no hizo más que robustecer mi determinación.
-No me juzguéis indiscreto, señora -repliqué-; pero si Graden es un sitio tan peligroso, quizá vos misma no estéis aquí completamente segura.
La joven me lanzó una mirada de reproche.
-Vos y vuestro padre -iba a continuar pero me interrumpió con angustia.
-¡Mi padre! -repitió-. ¿Cómo lo sabéis?
-Os vi juntos la noche del desembarco -contesté y ella pareció tranquilizarse, pero añadí-: No temáis nada por mi causa. Veo que tenéis algún motivo para ocultaros y yo os juro que vuestro secreto está tan seguro en mi pecho, como si yo hubiera sido tragado por las arenas de Graden. Hace años que apenas he hablado con alguien, mi caballo es mi único amigo, e incluso ese pobre animal tampoco está a mi lado. Podéis tener plena confianza en mi secreto. Así que, os lo suplico, decidme la verdad, testáis en peligro?
-He oído decir a Sir Northmour que sois un hombre de honor continuó- y lo he creído en cuanto os he visto. Os diré lo que pueda; tenéis razón, estamos aquí en un grande e inmenso peligro y vos lo compartís quedándoos.
-¡Ah! -dije yo-. ¿Habéis tenido noticias mías por medio de Northmour?, y ¿han sido favorables?
-Anoche le he hablado de vos diciendo -contestó con alguna vacilación-, diciendo que os había conocido hace ya mucho tiempo, y que vos me habíais hablado de él; no es cierto, pero yo no podía contenerme sin preguntar algo, y la verdad hubiera podido perjudicaros. Hizo muchos elogios de vos.
-Y, permitidme otra pregunta -dije-: este peligro ¿es a causa de Northmour?
-¿De Sir Northmour? -contestó ella-. ¡Oh no!, al contrario, lo comparte con nosotros.
-Y ¿por qué queréis que yo me marche? -le dije-. Poco me apreciáis.
-¿Y por qué habíais de permanecer? -fue la respuesta-. Vos no sois amigo nuestro.
No sé lo que me pasó al oír estas palabras, porque desde niño no había sentido ocurrido debilidad igual, pero lo cierto es que tras un extraño escozor se me llenaron los ojos de lágrimas.
-¡No!, ¡no! -exclamó ella vivamente y con voz conmovida-, no ha sido mi ánimo el ofendemos.
-Yo soy quien debe de pedir me disculpéis la indiscreción -y con una mirada suplicante le tendí la mano, y ella también, emocionada, se apresuró a darme la suya. Yo la retuve entre las mías clavando mis ojos en los suyos. Ella fue la primera que desprendió su mano y olvidando sus preguntas y sus consejos, sin decir una sola palabra, emprendió precipitadamente su camino de regreso, sin parar ni volver la cabeza hasta que se perdió de vista.
Entonces ya no pude ocultarme que la amaba con toda mi alma y que ella ¡ella! tampoco era indiferente a mi pasión. Muchas veces después me lo ha negado pero siempre sonriendo y ruborizándose. Por mi parte afirmo que nuestras manos no se hubieran unido tan estrechamente si nuestros corazones no hubieran estado identificados.
Poco más sucedió aquella mañana. En la siguiente volvimos a encontrarnos, ella insistió en mi partida y, como me encontró inquebrantable, empezó a preguntar detalles de mi llegada. Le conté por qué series de casualidades había llegado a ser testigo de su desembarco y cómo había resuelto quedarme después, parte por curiosidad acerca de los huéspedes y parte para vengarme del incalificable ataque de Northmour.
En cuanto a lo primero, me temo que exageré algo al darle a entender que desde aquella misma noche me había sentido atraído hacia ella, cuando la vi atravesando la playa. Cuadra a mi sinceridad hacer esta confesión ahora que mi querida esposa está en presencia de Dios y sabe la verdad de todas las cosas. Mientras vivía no me hubiera atrevido a decírselo por temor de causarle un disgusto por pequeño que fuera. Pequeños secretos de esta naturaleza, en una vida matrimonial tan larga y feliz como la nuestra, son como la hoja de rosa que impedía dormirse a la Princesa.
La conversación cambió de giro; y yo le conté muchas cosas acerca de mi nómada y solitaria existencia. Ella hablaba poco y escuchaba con naturalidad de asuntos casi indiferentes, pero ambos estábamos dulcemente conmovidos.
Demasiado pronto llegó el momento en que ella debía marcharse y como por un convenio tácito nos separamos sin darnos la mano, como si entre nosotros no debiera haber vulgares ceremonias.
La siguiente mañana, es decir, al cuarto día de habernos conocido nos reunimos algo más temprano, con mucha más familiaridad, pero también con mayor timidez. Después que ella habló de nuevo de mis peligros (creo que éste era el pretexto para venir) Yo, que durante la noche había preparado muchos temas de conversación, empecé a ponderarle lo mucho que apreciaba su bondadoso interés, afirmándole que nadie se había cuidado nunca de mi vida, ni yo había tenido gusto en contársela a nadie hasta el día anterior. De repente me interrumpió.
-Y sin embargo, si supierais quién soy, no querríais ni siquiera dirigirme la palabra.
La dije que semejante idea era una locura; que a pesar de habernos visto muy poco, me era un ser querido, pero mis protestas en lugar de tranquilizarla aumentaron su desesperación.
-Mi padre -murmuró con voz trémula- ¡es un desterrado!
-¡Querida mía! -exclamé olvidando por primera vez añadir señorita-, y ¿a mí qué me importa? Si lo estuviera yo veinte veces ¿cambiaría esto vuestros sentimientos?
-¡Pero la causa -gimió ella-, la causa... es la deshonra para nosotros!

CAPÍTULO IV
DE QUÉ SORPRENDENTE MANERA ME ENTERÉ DE QUE NO ESTABA SOLO EN EL BOSQUE MARINO DE GRADEN

Esta es la historia que mi mujer me explico entre lágrimas y lamentos:
Su nombre era Clara Hudlstone. Me sonó muy bien en los oídos, pero no tanto como el de Clara Cassilis que llevó durante el período más largo y, gracias sean dadas a Dios, más feliz de su vida. Su padre, Bernardo Hudlstone había sido un banquero ocupado en importantes y arriesgados negocios. Desde años atrás, sus asuntos empezaron a marchar mal y para evitar la ruina se lanzó a operaciones dudosas y por último criminales. Todo fue inútil, se halló cada vez más comprometido y por último perdió el honor al mismo tiempo que los postreros recursos de su fortuna. Por esta época Northmour hacía la corte a la hija, con gran asiduidad pero con poco éxito, y sabiéndole en extremo interesado, a él recurrió Bernardo en demanda de ayuda. No era solamente la ruina y la deshonra, la condena legal y sus consecuencias lo que había trastornado la cabeza del desdichado y culpable banquero. Él se hubiera resignado a ir a la cárcel. Pero lo que le aterraba, quitándole el sueño por las noches o causándole horribles pesadillas, era el temor de un atentado personal. Deseaba con ansia sepultarse en un lugar desierto y se apresuró a aceptar el ofrecimiento del yate de Northmour. Puestos de acuerdo, el Conde Rojo los recogió clandestinamente en las costas de Gales, y los depositó en Graden mientras se hacían los preparativos para un viaje más largo. No dudaba Clara que su mano había sido el precio estipulado del viaje. Porque aunque Northmour no se mostraba grosero ni aun descortés con ella, en varias ocasiones había demostrado algunos atrevimientos de palabra u obra. No necesito encarecer la extremada atención con que escuché ese relato, ni las muchas preguntas que hice en los pasajes que me parecieron más oscuros. Pero fue en vano. Ella no sabía de dónde venía el golpe ni qué es lo que iba a suceder. Los temores bien físicos de su padre, por lo que pude comprender, eran más y producidos por una alteración del celebro. Más de una vez había pensado en rendirse entregándose a las autoridades. Pero abandonó este proyecto convencido de que toda la fuerza de las instituciones de nuestra vieja Inglaterra no bastaría para librarle de sus perseguidores.
Durante los últimos años de su residencia en Londres había tenido muchos negocios con Italia y con italianos establecidos en la Gran Bretaña, y estos últimos, según opinión de Clara, entraban por mucho en sus terrores. Había el exbanquero manifestado el mayor espanto a la vista de un marinero italiano que navegaba en el Conde Rojo y había hecho los más amargos reproches a su dueño por llevarle en su tripulación; pero éste había contestado que Beppo (que así se llamaba el marinero) era un buen muchacho y se podía confiar en él. A pesar de estas afirmaciones el señor Hudlstone no recobró la confianza, asegurando que su muerte era cuestión de días, y que aquel italiano sería seguramente su perdición.
La base de esta historia me pareció una alucinación producida por los disgustos y las penas. El pobre hombre había sufrido grandes pérdidas de intereses en sus negocios de Italia y la vista de cualquier natural de este país bastaba para reverdecer su manía aumentando sus temores.
-Lo que vuestro padre necesita -dije- es un buen médico y muchos calmantes.
-Pero Sir Northmour no ha sufrido penas ni disgustos y también comparte y a veces hasta aumenta sus temores -objeto Clara.
No pude menos que reírme de su inocencia.
-Querida mía -le dije-, vos misma me habéis confesado el precio que recibirá Northmour como recompensa del viaje. Ya sabéis que todas las estratagemas son buenas ante el amor, y si Northmour fomenta los terrores de vuestro padre no es porque le tema a ningún hombre sino porque quiere conseguir una mujer.
Ella entonces recordó el ataque de que fui víctima la noche de la llegada y eso efectivamente no pude explicármelo. En resumen; decidimos de común acuerdo que yo partiría para la aldea próxima, leería todos los periódicos y procuraría informarme de si había alguna base para esas continuas alarmas; que nos encontraríamos a la siguiente mañana y que yo le daría cuenta de mis investigaciones. Clara no insistió en mi partida; ni aun trató de disimular que mi proximidad le era agradable y la tranquilizaba, y yo, por mi parte, no la hubiese abandonado aunque me lo hubiese pedido de rodillas.
Antes de las diez de la mañana estaba ya en Graden Wester. Por entonces era yo un excelente andarín, y como ya he dicho la distancia no pasaba de siete millas. La aldea es una de las más pobres de la costa, lo que ya es mucho decir. En una hondonada está la iglesia que por un lado cae sobre las rocas en donde se han destrozado tantas barcas en los días de tempestad. Tres viejas casas de piedra forman con la iglesia la plaza del pueblo, dos calles en que campean con notable desigualdad varias casitas pobres y bajas componen el lugar y en la esquina de una de estas calles que va a la plaza está situada una miserable taberna por vía de casino del pueblo.
Me había vestido de un modo algo más adecuado a mi posición social y mi primera visita fue para el Pastor en su casita inmediata al cementerio. Me conoció en seguida, aunque hacía nueve años que no nos veíamos. Le expliqué primero la vida solitaria y aislada que había llevado; y, cuando le pedí el favor de darme algunos periódicos para ponerme al corriente de las noticias, se apresuró a alargarme un paquete conteniendo todos los números, desde un mes atrás hasta la fecha. Después de darle las gracias y despedirme, me instalé en la taberna y pidiendo un almuerzo me dediqué a estudiar «La quiebra de Hudlstone».
Según se desprendía de las columnas del diario el caso era flagrante. Miles de personas habían quedado arruinadas; y un sujeto se había saltado la tapa de los sesos al anunciarse la suspensión de pagos. Yo mismo me sorprendí al ver que, a pesar de estos detalles, continuaba teniendo más lástima del señor Hudlstone que de sus víctimas; tal era ya la influencia de mi amor por su hija. Naturalmente se había puesto precio a la prisión del banquero; y, como el caso era extraordinario y la opinión pública se mostraba indignada, se ofreció la elevada suma de 750 libras esterlinas por su captura. También se decía que el fugado llevaba en su poder cuantiosas cantidades. Un día había sido visto en España; al siguiente se afirmaba que vivía en una finca entre Manchester y Liverpool; después se le supuso en los montes de Gales y, por último, un telegrama anunció su llegada a Cuba. En todo esto no había ni una palabra de italianos ni la menor señal de misteriosa conjuración.
En el último número, sin embargo, encontré algo que no estaba muy claro. Los encargados de liquidar la quiebra habían encontrado las trazas de una importantísima suma, que figuró algún tiempo en las transacciones de la firma Bernardo Hudlstone que había desaparecido de un modo misterioso sin justificar y en qué había sido invertido. El rumor público asociaba el nombre de un personaje de la familia real con la imposición de esta suma. «El cobarde estafador -decía textualmente el diario citado- debió fugarse llevando consigo la cantidad cuyo paradero no había sido justificado».
Estaba aún meditando sobre los múltiples incidentes de la ruidosa quiebra, cuando entró un individuo en la taberna y pidió pan y queso con marcado acento extranjero.
-Siete Italiano?-pregunté yo.
-Si, Signore-fue la respuesta.
Le dije que sería muy difícil que en aquellas regiones lograra encontrar algún compatriota; pero él se encogió de hombros, replicando que el hombre debe de ir a todas partes, a buscar trabajo. ¿Qué trabajo podía buscar en Graden? Me era imposible hallar satisfactoria contestación. El incidente me causó una impresión de desagrado; y mientras el tabernero me hacía el cambio, o de una moneda, le pregunté si había visto algún otro italiano. Me contestó que había visto a varios noruegos procedentes de un naufragio en las costas de Graden Wester.
-No es eso -le dije yo-; pregunto si habéis visto algún italiano así como el que ha comprado el pan y el queso.
-¿Qué decís? -exclamó el buen escocés-. ¿Ese demonio negro con los dientes blancos es un italiano? Pues es el primero que veo y puede que con la ayuda de Dios sea el último. Mientras hablábamos eché una mirada a la calle para ver por dónde iba el truhán y le vi a unos treinta metros de distancia en animada conversación con otros dos individuos, cuyas hermosas facciones, oscuro color y grandes sombreros de fieltro los delataban como pertenecientes a la misma nacionalidad. Todos los chiquillos de la aldea los rodeaban divirtiéndose mucho con sus figuras exóticas e incomprensible lenguaje. Aquel trío tenía un aspecto demasiado extranjero en aquella pobre callecita escocesa y bajo el cielo gris que la cubría, y confieso que en aquel momento mi incredulidad sufrió un golpe del que salió muy mal parada, pues aunque procuraba razonar con calma, la verdad es que empecé a contagiarme con el terror al italiano.
Empezaba anochecer, cuando después de haber devuelto los periódicos en la Rectoría, emprendí el camino de regreso a casa, si tal nombre puedo dar a mi refugio de las peñas. Nunca olvidaré este camino. El tiempo se puso frío y lúgubre. El viento silbaba entre los árboles. La lluvia empezó a caer menuda, fría y continua; y un inmenso penacho de nubes, negras y apretadas, empezó a levantarse sobre el mar. Será imposible imaginar una tarde más siniestra, y quizás a causa de estas influencias exteriores o porque mis nervios estuvieran excitados por lo que habían visto y oído, ello es que mis pensamientos estaban tan sombríos como la tarde.
Las ventanas superiores del pabellón dominaban un considerable espacio lleno de hiedra y liquen en dirección a Graden Wester. Para evitar el ser visto, había que bajar a la playa y oculto por las colinas de arena dar la vuelta al pabellón y por el otro lado de éste alcanzar el lindero del bosque. La luz iba siendo escasa, la marea baja dejaba casi al descubierto las pérfidas arenas pantanosas, y yo caminaba despacio, perdido en pensamientos que no tenían nada de alegres, cuando me quedé sorprendido el ver huellas humanas sobre la playa, que seguían paralelas mi camino. Cuando me incliné a examinarlas de cerca, vi en seguida por su tamaño y la ordinariez de su forma, que no pertenecían a ninguno de los moradores del pabellón. Y además de eso, la irregularidad de los pasos y lo mucho que éstos se habían acercado a los sitios más peligrosos, demostraban que un extranjero había estado por allí.
Paso a paso seguí las huellas hasta que me convencí de que éstas acababan en las terribles arenas: era evidente que el temerario o el ignorante había perecido en el pantano. El sol, que había conseguido con esfuerzo, lanzar su último rayo a través de las nubes, coloreó de una púrpura sangrienta el eterno amarillo de las arenas. Permanecí mucho tiempo mirando aquellos sitios por los que mi conciencia me decía que había pasado la muerte.
Mi pensamiento se empeñaba en reconstruir la escena, en pensar cuánto tiempo había durado la tragedia y en, si los gritos del desgraciado habían sido oídos en el pabellón. Estaba a punto de hacer un esfuerzo y retirarme, cuando una ráfaga de viento más fuerte que las anteriores, trajo a poca distancia un sombrero de flexible fieltro, con anchas alas y forma un poco cónica como los que yo había visto sobre las cabezas de los italianos.
Creo, aunque no estoy seguro, que grité. El viento hacía revolotear el sombrero; y yo con dificultades logré alcanzarlo; lo cogí con el interés que se puede imaginar. Demostraba haber prestado algunos servicios pero estaba menos usado que los que yo había visto aquel día. El forro era rojo y llevaba la marca de la tienda, el nombre lo he olvidado, y el sitio de la manufactura era Venedig. Este es el nombre que los germanos dan a la hermosa ciudad de Venecia.
El golpe fue decisivo. Empecé a ver italianos por todas partes y por primera vez en mi vida (también puedo decir que por última) fui presa de un gran pánico. Personalmente no tenía nada que temer; y, sin embargo, a mí mismo me confesaba que tenía miedo, y no sin repugnancia imposible de ocultar, regresé a mi solitario albergue en los bosques marinos.
Comí un poco de sopa que me había guardado del día anterior pues no quería hacer fuego, y al encontrarme más tranquilo y muy cansado, procuré alejar todos estos motivos de preocupación y me eché a dormir con relativa tranquilidad.
No sé exactamente cuánto duró mi sueño, pero lo cierto es que me despertó una luz muy viva y cerca de mis ojos. Desperté sobresaltado y me levanté sobre las rodillas; pero la luz había desaparecido tan rápidamente como apareció, y como la mar bramaba como si fuera descargas de artillería y el viento rugía desencadenado, estos potentes ruidos ahogaban todos los otros.
Transcurrieron uno o dos minutos antes de que yo recobrara por completo el dominio de mi mismo; a no ser por circunstancias hubiera creído despertar de una nueva forma de pesadilla. Primero el trozo de lona con que yo cerraba la entrada de mi cueva y que había dejado bien cerrado cuando me acosté, colgaba medio desprendido; y después podía aún percibir un olor a metal caliente y a aceite, que no tenía nada que ver con las alucinaciones y que era la prueba evidente de que allí había estado alguien con una linterna. Conclusión de todo esto, que había sido despertado por alguien que me había puesto una linterna ante los ojos; que aquello no fue más que un relámpago, y que en cuanto vieron mi rostro habían huido. Al preguntarme a mí mismo el motivo de esta extraña conducta, la contestación no se hizo esperar; el hombre, quien quiera que fuera, me había tomado por otro. Pero quedaba una cuestión por resolver y a ésa temía encontrarle la solución. Si hubiera sido yo la persona que buscaba, ¿qué hubiera hecho?
Cesé de temer por mí mismo y adquirí el convencimiento de algún grave peligro amenazaba a los huéspedes del pabellón. Se necesitaba algún valor para lanzarse en medio de tales circunstancias, y en semejante noche en medio de la espesura que rodeaba mi cueva; pero no vacilé ni un momento y me lancé a los campos de hiedra y liquen, empapado en agua, batido por el viento y temiendo a cada momento apoyar mi mano sobre el cuerpo de un adversario desconocido.
La oscuridad era tan completa que podía haber estado rodeado de un ejército sin darme cuenta de ello, y el estruendo del huracán era tan horrísono, que mis oídos resultaban tan inútiles como mis ojos. El resto de la noche lo pasé patrullando en torno del pabellón, pero sin encontrar alma viviente ni oír más que el concierto del mar, de la lluvia y del viento.
Una luz que se filtraba por una rendija de la ventana del piso de arriba me hizo compañía casi hasta la aurora.

CAPÍTULO V
EXPLICA UNA ENTREVISTA ENTRE ARTHMOUR, CLARA Y YO

Con las primeras luces de la mañana me dirigí a mi lugar habitual entre las montañas de arena para esperar a mi ya adorada Clara.
La mañana era fría, gris y melancólica. El viento que se había calmado poco antes de la salida del sol, volvió a soplar en violentas ráfagas, y la lluvia caía sin misericordia. Tanto en aquella desolada playa como en los campos de liquen no se veía alma viviente, y, sin embargo, tenía la sensación de que la vecindad estaba poblada de enemigos. La luz que me había despertado súbitamente y el sombrero encontrado en la playa eran dos señales del peligro que rodeaba a Clara y a todos los habitantes del pabellón.
Serían poco más de las siete y media, cuando se abrió la puerta y vi a aquella figura adorada adelantarse en medio de la lluvia. Yo la estaba esperando en la playa antes de que ella cruzara las colinas de arena.
-¡Me ha costado tanto poder venir! -dijo ella-. No querían dejarme salir lloviendo.
-¡Clara!-la dije-. ¿No tenéis miedo?
-No -contestó con una sencillez que me llenó de confianza; porque mi esposa fue la más valiente, al mismo tiempo que la mejor de las mujeres. No siempre van estas dos condiciones unidas, pero ella las reunió como nadie. Le expliqué cuanto había sucedido y aunque sus mejillas palidecieron visiblemente, permaneció por completo dueña de sí misma.
-Ahora os lo puedo decir -repuse-. No es a mí a quien buscaban, pues si así hubiera sido, me hubieran matado esta noche.
Ella apoyando su mano en mi brazo acabó la frase diciendo:
-Y yo no había tenido ningún presentimiento.
Su tono llenó mi corazón de alegría, y a pesar de que no nos habíamos dicho una palabra de amor, yo me sentía inmensamente feliz en estar y conversar con ella. Ahora que la he perdido y que yo he de acabar mi peregrinación solo, es mi única alegría el recordar nuestros amores y la honrada y durable afección que nos ha unido.
No sé el tiempo que hubiéramos prolongado nuestro coloquio pues a los enamorados se les pasa el tiempo de prisa, a no ser por una carcajada que resonó a nuestro lado y que nos sacó bruscamente de nuestro éxtasis. No era una explosión de alegría; parecía más bien un desahogo de amargos sentimientos. Los dos nos volvimos y a pocos pasos de nosotros estaba Northmour, con las manos a la espalda, más blanco que el cuello de su camisa y con las narices dilatadas por la rabia.
-¡Ah! ¡Cassilis!- dijo en cuanto vio mi rostro.
-El mismo -respondí, porque no me alteré lo más mínimo.
-¿Es decir, señorita Hudlstone -dijo en voz baja y silbando las palabras al salir de entre sus apretados dientes-, que es así como cumplís vuestra palabra a vuestro padre y a mí? ¿Es este el valor que dais a la vida de vuestro padre? Y ¿tan enamorada estáis de este caballero que por él lo arriesgáis todo?
-¡Señorita Hudlstone! -empecé yo a decir, pero él me interrumpió brutalmente diciendo:
-¡Callad! Hablo con esta joven.
-¡Esta joven es mi esposa! -dije yo con altivez, y ella para afirmarlo se acercó un paso a mí.
-¿Vuestra qué? -dijo él-. ¡Mentira!
-Northmour -le dije-; todos sabemos que tenéis muy mal carácter, y yo soy el hombre menos a propósito para irritarme por palabras inútiles. Por tanto, os propongo que bajéis la voz, porque estoy convencido de que no estamos solos. Dirigió una mirada a su alrededor; y era evidente que mi serenidad le había calmado un poco. Yo no dije más que una palabra en explicación de las anteriores:
-¡Italianos!
Lanzó un juramento redondo, y su mirada pasó sucesivamente de uno a otro.
-El señor Cassilis -dijo Clara-, sabe tanto como yo.
-Lo que yo necesito saber -dijo con violencia- es de dónde viene el señor Cassilis aquí, y qué demonios tiene que hacer aquí. Habéis dicho que estáis casado y yo no lo creo; y si lo estáis, ya veréis que pronto las arenas pantanosas pronuncian el divorcio. Ya recordaréis, Cassilis, que a cuatro minutos y medio, tengo ese cementerio particular para los amigos. -Puede que no haya sido tan rápido para ese Italiano -dije yo.
Me miró durante unos instantes, y después me preguntó con relativa cortesía qué es lo que quería decir, añadiendo: -Me lleváis mucha ventaja en sangre fría, Cassilis.
Me apresuré a satisfacer su curiosidad, y le conté cuanto había sucedido; él escuchó con profunda atención, lanzando algunas interjecciones, mientras referí cómo había venido a Graden, y que era yo a quien había querido asesinar la noche de su llegada y por último cuanto sabía acerca de los italianos.
-¡Bueno! -dijo cuando hube terminado-. Ya están aquí por fin, en eso no hay duda; y ahora puedo preguntaros: ¿qué es lo que vos proponéis?
-Propongo quedarme a vuestro lado y ayudaros en lo que pueda -contesté.
-Sois un valiente -dijo con peculiar entonación.
-No acostumbro a tener miedo -contesté.
-Pero ¿he de entender -preguntó- que estáis casados? Y ¿os atrevéis a decirlo delante de mi cara señorita Hudlstone?
-No lo estamos aún -respondió Clara-, pero lo estaremos lo más pronto posible.
-¡Bravo! -gritó Northmour-. ¿Y el trato? Aquí podemos hablar con franqueza. ¿Y el trato? Bien sabéis mejor que nadie lo amenazada que está la vida de vuestro padre, no tengo más que hacer que meterme las manos en los bolsillos y antes de la noche ya no existirá.
-Verdad es, señor Northmour -dijo Clara con gran entereza-, pero eso es lo que no llevaréis a efecto. Hicisteis un trato indigno de un caballero, pero, como sois caballero, a pesar de todo, no desampararéis a un hombre a quien habéis empezado a ayudar.
-¡Ah! -exclamó él-. ¿Creéis que voy a dar mi yate por nada? ¿Pensáis quizá que voy a arriesgar mi libertad y mi vida por amor al prójimo? ¿O que tal vez llegaré a ser testigo de la boda? Bueno -dijo después con una extraña sonrisa-, puede, que no estéis del todo equivocada; pero preguntad a Cassilis; él me conoce, ¿soy yo un hombre bueno?
-Sin necesidad de preguntar a nadie -dijo Clara- ya sé yo también que habláis muchas veces de una manera imprudente y sin pensar lo que decís, pero al mismo tiempo sé que sois un caballero y que yo no os tengo el menor miedo.
Northmour la miró con aire de admirativa aprobación. Después volviéndose a mí dijo:
-¿Habéis creído que yo os la voy a ceder sin pelear, Frank? La próxima vez lucharemos.
-Y será la tercera -interrumpí sonriendo.
-¡Ay, es verdad! -contestó-. Ya lo había olvidado, pero a la tercera va la vencida.
-La tercera vez quizás traigáis a la tripulación del Conde Rojo para que os ayude.
-¿Oís esto? -preguntó volviéndose a Clara.
-Oigo -dijo ésta- a dos hombres que hablan como cobardes. Me despreciaría a mí misma si pensara o hablara así;
y, como ninguno de los dos cree lo que dice, la cosa resulta doblemente tonta y ridícula.
-¡Es un demonio! -exclamó Northmour-, pero no es todavía señora Cassilis, y no digo más.
Entonces me sorprendió Clara.
-Os dejo. Mi padre ya ha estado bastante solo. Pero acordaos bien de lo que digo. Tenéis que ser amigos, porque los dos sois míos.
Después me explicó el motivo de tal determinación; comprendió que mientras estuviera allí, continuaríamos regañando, y tenía razón, pues en cuanto se fue nos sentimos los dos más confidenciales.
Northmour la siguió con la vista, mientras cruzaba la playa. -¡No hay otra mujer como ella en el mundo! -exclamó-. ¡Qué valiente!
Yo quise aclarar la situación en seguida.
-Oíd, Northmour -dije-, estamos todos en una situación comprometida ¿no es cierto?
-Muy cierto, Frank -contestó mirándome de frente-. Todos llevamos un trozo de infierno pendiente sobre nuestras cabezas. Podéis creerme o no, pero temo perder esta malhadada vida.
-Decidme una cosa -pregunté-: ¿qué hay de verdad en eso de los italianos? ¿Y qué es lo que quieren de ese pobre hombre?
-¿No lo sabéis? -exclamó-: pues, ese viejo estafador poseía en depósito los fondos de la sociedad de Carbonarlos doscientas ochenta mil libras- que naturalmente arriesgó y perdió. Con ese dinero tenían que haber hecho una revolución en Padua o el Tridentino y como la revolución no se ha podido llevar a cabo, todos estos pillos se han dedicado a la caza de Hudlstone y podremos darnos por muy contentos si salvamos el pellejo.
-¡Los Carbonarlos! -exclamé-. ¡Dios le ayude!
-Amén -respondió Northmour-. Ahora atended, convengo en que nuestra situación es muy comprometida y francamente me alegro de vuestra ayuda. Si no logro salvar al viejo, quiero al menos salvar a la chica. Venid y permaneced con nosotros en el pabellón, y aquí tenéis mi mano en prueba de que seré vuestro amigo hasta que hayamos logrado salvar al viejo o que se haya muerto. Pero una vez concluido ese asunto -añadió-, volveremos a ser rivales y entonces a quien más pueda.
-Acepto -dije estrechándole la mano.
-Y ahora retirémonos al fuerte -dijo mi amigo y empezó a guiarme por el camino a través de la lluvia.

CAPÍTULO VI
QUE REFIERE MI PRESENTACIÓN AL HOMBRE ALTO

Fuimos recibidos por Clara y quedé sorprendido de lo completo y seguro de las defensas establecidas. Una barricada de mucha fuerza y sin embargo fácil de transportar, resguardaba la puerta de cualquier ataque exterior, y las ventanas del comedor, a donde fuimos introducidos directamente, llevaban aún más complicado blindaje. Las maderas estaban reforzadas por barras y contrabarras y éstas, a su vez, estaban sujetas por medio de otras que se fijaban en el techo, en el suelo o en las inmediatas paredes; era una obra de mecánica fuerte y bien pensada y no traté de ocultar mi admiración por ella.
-Yo soy el ingeniero -dijo Northmour-; ¿os acordáis de las verjas del jardín? Pues aquí están.
-No sabía que fueseis tan hábil -le contesté.
-¿Estáis armado? -me preguntó señalándome unos rifles alineados contra la pared y unas pistolas colocadas sobre el aparador, todo en perfecto estado.
-Muchas gracias -repuse-; desde nuestro último encuentro no voy nunca desprevenido, pero hablándoos con franqueza, os diré que desde ayer no he comido.
Rápidamente Northmour me ofreció algunos fiambres y una botella de excelente Borgoña que acepté con sumo gusto y que restableció mis fuerzas; siempre he sido un hombre muy
sobrio, pero tampoco me parece prudente llevar los principios hasta la exageración, y en esas circunstancias hice pleno honor al almuerzo consumiendo las tres cuartas partes de la botella. Mientras comía continuaba elogiando el sistema de defensa.
-Tal vez podríais soportar un sitio -dije por último.
-Sí -respondió con negligencia el dueño de la casa-, uno muy pequeñito, pudiera ser. Pero lo que me desespera es el doble peligro. Si empezamos aquí a defendernos a tiro limpio acabará por oírnos alguien en este condenado retiro y entonces es lo mismo aunque diferente como se suele decir; que lo maten los Carbonarios o que lo ahorque la Ley, todo viene a ser igual.
Es una cosa infernal esto de tener la Ley en contra, y así se lo he dicho varias veces al viejo ladrón que está arriba.
-Ya que me habláis de él -dije yo-, ¿qué clase de persona es?
-Es un idiota al que me alegraría mucho que le retorcieran mañana mismo el cuello todos los demonios de Italia -fue la amable respuesta-. Yo no me he metido en todos estos líos por él, sino por obtener la mano de su hija y cuento con alcanzarla.
-Sean los medios los que quieran ¿eh? -pero reportándome añadí-: ¿Cómo tomará señor Hudlstone mi intrusión?
-Dejemos eso a Clara.
De buena gana le hubiera dado una bofetada por esta grosera familiaridad, pero recordé nuestro pacto y he de decirlo para hacer justicia a Northmour y a mí mismo, que mientras duró el peligro ni una nube se levantó en el horizonte de nuestras relaciones; doy este testimonio en su favor con la más íntima satisfacción, y también me siento orgulloso cuando recuerdo mi conducta; porque creo que nunca se dio el caso de dos rivales como nosotros que tuvieron necesidad de estar tanto tiempo juntos y solos.
En cuanto terminé mi almuerzo, procedimos a inspeccionar el piso bajo, recorrimos ventana por ventana examinando todas sus piezas y haciendo algunas insignificantes variaciones, y los vigorosos martillazos de Northmour resonaron en el interior de la casa. Estos trabajos de fortificación me dejaron muy descorazonado; había cinco ventanas y dos puertas que guardar; y éramos cuatro personas contando a Clara para defenderlas, contra desconocidos enemigos. Comuniqué mis temores a Northmour que me dijo con gran tranquilidad que participaba de ellos.
-Creo que antes de que llegue el día de mañana -dijo el dueño de la casa- nos habrán rematado y enterrado a todos en las arenas movedizas; para mí, está escrito.
No pude menos que estremecerme al recuerdo de las terribles arenas, pero hice observar a Northmour, que los enemigos me habían perdonado a mí.
-No os hagáis ilusiones -dijo Northmour-, entonces no ibais en el mismo barco que el viejo, e iremos a parar todos al pantano; recordad mis palabras.
Temblé por Clara, y justamente en este instante oímos su dulce voz que nos llamaba desde lo alto de la escalera. Northmour me precedió indicándome el camino, y cuando llegamos al piso principal llamó a una puerta que solíamos denominar el cuarto del tío, por haber sido el que ocupó el fundador del edificio.
-¡Adelante, señor Northmour! ¡Entrad, querido Cassilis! -dijo una voz inconfundible.
Northmour abrió la puerta y me dejó entrar primero, a la vez que Clara salía por la puerta del despacho que había sido habilitado como su cuarto.
Sentado en la cama que había en esta habitación se hallaba Bernardo Hudlstone, el banquero estafador. Aunque apenas le había visto en la noche de su llegada, le reconocí al instante; tenía un rostro largo y demacrado, rodeado de una barba roja y bigotes largos de igual color; su nariz torcida y los prominentes juanetes le denunciaban como italiano, y sus ojos claros y dilatados por el continuo terror brillaban con intensa fiebre. Llevaba un gorro redondo de seda negro, tenía una Biblia en la mano; y en la mesita inmediata había varios libros y un par de gafas. Las cortinas verdes prestaban un tinte cadavérico a su rostro, y al sentarse con sus largas piernas encogidas y el cuerpo sostenido por almohadas, su cabeza colgante parecía buscar apoyo en las rodillas. En mi opinión sólo le quedaban algunas semanas de vida para algunas semanas.
Me tendió una mano larga, flaca y desagradablemente húmeda.
-Entrad, acercaos, señor Cassilis -dijo el enfermo-. Otro protector ¿hem? Sed bienvenido puesto que sois amigo de mi hija. ¡Oh! ¡Cuánto tengo que agradecer a los amigos de mi hija! ¡Dios los bendiga desde el Cielo y les recompense sus buenas obras!
Le di la mano porque no me quedaba otro remedio, pero la simpatía que esperaba sentir por el padre de mi Clara, quedó instantáneamente deshecha al ver su aspecto y oír su quejumbrosa y poco natural voz.
-Cassilis es un buen muchacho -dijo Northmour-, vale por diez.
-Eso he oído -se apresuró a decir el cobarde viejo-. Ya me lo ha dicho la niña. ¡Ah, señor Cassilis, bien veis que estoy arrepentido de mis culpas, y me siento muy mal, ¡muy mal!, pero aún más arrepentido! Todos hemos de comparecer ante el tribunal Divino; y si bien yo lo haré como pecador, todavía me atrevo a esperar humildemente el perdón de mis pecados.
-Ya os saldrá a recibir el diablo -dijo bruscamente Northmour.
-¡No!, ¡no!, Por favor, querido señor Northmour -dijo el hipócrita-. No tengáis esas horribles bromas. ¡Olvidáis, querido hijo, que esta misma noche puedo ser llamado por el Supremo Hacedor!
Daba pena ver su espanto y yo mismo me indigné con Northmour, cuyas impías ideas me eran bien conocidas, al oírle burlarse del arrepentimiento del pobre viejo.
-¡Bah!, querido Hudlstone -dijo él-. No os hacéis justicia. Sois un hombre de mundo por dentro y por fuera, y avezado a toda clase de picardías desde antes de que yo naciera; vuestra conciencia está más curtida que el cuero de las Américas del Sur; únicamente no habéis curtido vuestros nervios, y esto creedme, es un descuido imperdonable.
-¡Oh! ¡Qué malo! ¡Qué malo sois! -dijo el desdichado amenazándole con un dedo-. Es cierto que no he practicado mucho durante mi vida, me ha faltado tiempo, pero siempre he conservado mis creencias. ¡He sido muy perverso, señor Cassilis! No trato de negarlo, pero todo esto ha pasado después de la muerte de mi esposa, y a veces un ruido... ¡Oíd! -gritó súbitamente extendiendo su contraída mano mientras su rostro se descomponía aún más por el terror-. ¡No, nada, sólo la lluvia, gracias a Dios! -murmuró dejando caer la cabeza sobre las almohadas y respirando más fuertemente.
Permaneció en esta actitud algunos momentos como un hombre próximo a desmayarse. Luego un poco más tranquilizado volvió a abrumarme con sus frases de gratitud por la parte que yo pensaba tomar en su salvamento.
-Una palabra, señor mío -dije yo después de pausa-. ¿Es cierto que tenéis en vuestro poder una gran suma de dinero?
Pareció serle muy desagradable la pregunta, pero aunque de mala gana, confesó que tenía algo.
-Bueno. ¿Ese dinero pertenece a los que os persiguen? Pues ¿por qué no se lo dais?
-¡Ah! -exclamó el viejo sacudiendo la cabeza-, ya he probado ese medio, señor Cassilis, pero no es eso lo que quieren, ¡quieren mi sangre!
-¡Hudlstone! -dijo Northmour en su peculiar estilo-, bien sabéis que lo que decís no es verdad; añadid que lo que les habéis ofrecido era una miseria y para llenar el déficit han querido tomar vuestros viejos huesos; ya comprendéis que esos endiablados italianos después de todo están en lo justo, y como con el mismo trabajo pueden obtener las dos cosas, no sé, ¡por el rey George!, por qué no han de intentarlo al menos.
-¿Está aquí el dinero? -pregunté yo.
-Sí, ¡voto a todos los diablos!, y mejor sería que estuviera en el fondo del mar -dijo el dueño de la casa, y dirigiéndose al enfermo añadió-: ¿por qué me hacéis esa serie de horribles muecas? ¿Teméis que Cassilis os lo robe?
El avaro protestó diciendo que nada estaba más lejos de su intención.
-Más vale así -contestó Northmour con su tono más áspero-, porque acabaréis por aburrirnos con vuestras tonterías. ¿Qué ibais a decir? -me preguntó.
-Os iba a proponer una ocupación para esta noche. Llevemos este dinero moneda por moneda, y dejémoslo en el suelo delante del pabellón. Si los Carbonarlos vienen, que se lo lleven puesto que es suyo.
-¡No! ¡No! ¡No! -gritó fuera de sí el estafador-. ¡Ese dinero no puede tirarse de esa manera! Pertenece a todos mis acreedores, se pagará el tanto por ciento.
-Vamos, vamos, Hudlstone -dijo Northmour-. Nunca ha sido esa vuestra intención.
-Pero mi hija... -gimió el miserable.
-Vuestra hija no necesita nada -le interrumpió Northmour- y para nada lo necesita; aquí estamos dos pretendientes, ambos ricos y que no queremos dinero robado, y en cuanto a vos nada necesitáis, pues o mucho me equivoco o de un modo u otro vais a acabar pronto.
Las frases eran crueles pero no inmerecidas, pues ya he dicho que aquel hombre despertaba pocas simpatías, y aunque le oía estremecerse y angustiarse no pude menos de añadir por mi propia cuenta:
-Este caballero y yo estamos prontos a exponernos para que salvéis vuestra vida, pero no a contribuir a que escapéis con dinero mal adquirido.
Luchó consigo mismo como un hombre que está próximo a enfadarse pero a quien la prudencia le demuestra la inoportunidad de hacerlo.
-Queridos míos, por fin, haced de mí y de mi dinero lo que gustéis, todo lo dejo en vuestras manos, pero ahora permitidme que descanse un rato.
Nos apresuramos a obedecerle, con gran gusto por mi parte.

CAPÍTULO VII
RELATA LOS EFECTOS DE UNA PALABRA QUE PENETRÓ A TRAVÉS DE LAS VENTANAS

Los recuerdos de aquella tarde no se borrarán nunca de mi mente. Northmour y yo estábamos persuadidos que un ataque era inminente, y si hubiera estado en nuestro poder el alterar los acontecimientos, habríamos usado de él para precipitar los sucesos en lugar de retardarlos. Lo peor era la intranquilidad y no concibo tormento mayor que la inacción a que estábamos obligados. Nunca he tenido pretensiones de crítico, pero jamás he encontrado libros tan insípidos como todos los que cogí y arrojé sucesivamente aquella tarde en el pabellón. Hasta la conversación se hacía imposible con el largo transcurrir de las horas. Cuando no era uno, era otro siempre creíamos oír algún ruido sospechoso u observábamos los campos desde las ventanas, y sin embargo ni un indicio indicaba la presencia de nuestros enemigos.
Discutimos una vez y otra mi proposición respecto al dinero, y sí hubiéramos estado en el pleno uso de nuestras facultades, estoy seguro de que la habríamos desechado por descabellada, pero estábamos nerviosos, excitados por el peligro de Clara, y aunque el hacerlo era confesar la presencia de señor Hudlstone en el pabellón, resolvimos llevarlo a cabo.
La suma estaba, parte en metálico, parte en billetes de Banco y parte en letras pagaderas a nombre de James Gregory. La contamos y reunimos en un cofrecillo propiedad de Northmour y escribimos una carta en italiano que fue atada al asa del cofrecillo. La firmamos los dos bajo juramento de que aquello era cuanto quedaba de la quiebra Hudlstone. Ésta ha sido quizá la acción más loca perpetrada por personas que pretenden estar en su sano juicio. Si hubiese caído el mencionado cofrecillo en otras manos que en las que pensábamos nosotros, quedábamos como convictos criminales por nuestro propio testimonio escrito; pero, como ya he dicho, ninguno de los dos tenía la cabeza despejada y teníamos verdadera sed de hacer algo, que nos distrajera de la agonía de la espera. Además como ambos estábamos convencidos de que los alrededores de las colinas de arena estaban llenas de espías que observarían todos
nuestros movimientos, esperamos que nuestra aparición con el cofrecito provocaría una entrevista y quizás un convenio. Aproximadamente a las tres salimos del pabellón. Había dejado de llover y el sol brillaba alegremente. Nunca había visto a los cuervos volar tan cerca de la casa, ni acercarse tanto a las personas. Al abrir la puerta, uno de estos pájaros chocó contra mi cabeza lanzando su grito peculiar en mis mismos oídos.
-Esto es una advertencia -dijo Northmour-. Se creen que ya estamos muertos.
Traté de contestar algo, pero no se me ocurrió nada. La circunstancia me había impresionado a pesar mío.
A unos dos metros de la puerta, sobre un montecillo cubierto de hiedra, depositamos el pequeño cofre. Northmour agitó un pañuelo blanco en todas direcciones sin el menor resultado. Levantamos la voz para gritar en italiano que éramos embajadores para arreglar unas diferencias, pero continuó el silencio sepulcral interrumpido sólo por el mar y los gritos de los cuervos. Cuando desistimos, sentía yo un peso en el corazón y hasta Northmour estaba muy pálido. Miró éste nerviosamente a la puerta como si temiera que alguien se hubiera introducido furtivamente en el pabellón, y murmuró:
-¡Voto a todos los diablos! Esto es demasiado para mí. Contesté en el mismo tono:
-¿Y si después de todo no hubiera nadie?
-¡Mirad allí! -dijo, indicando con la cabeza como si tuviera miedo de señalar el lugar.
Miré donde me decía, hacia el norte del bosque marino y vi una pequeña columna de humo que se elevaba derecha hacia el ahora despejado cielo.
-Northmour -le dije, hablando en voz baja-; no es posible soportar por más tiempo esta situación; prefiero cien veces la muerte. Quedaos aquí para defender el pabellón, yo voy a saber algo aunque necesite meterme en su mismo campo.
Volvió él a dirigir una mirada alrededor y movió la cabeza aprobando mi proposición.
Mi corazón latía como si me dieran martillazos dentro del pecho cuando me puse en movimiento hacia el lugar donde salía el humo, y aunque poco antes sentía fresco, una oleada de calor invadió todo mi cuerpo. El sitio a donde debía dirigirme era tan cerrado y los árboles y matorrales tan espesos que hubieran podido cubrirlos. Pero no había practicado inútilmente durante tantos años la vida de vagabundo; aproveché cada ventaja del terreno para esconderme y logré hallar, sin hacer el menor ruido, un punto estratégico desde el que dominaba varias sendas al mismo tiempo. No transcurrió mucho sin ver recompensada mi pericia. De repente, en un declive del terreno, algo más elevado que los demás y a pocos metros de mi guarida vi aparecer a un hombre casi en cuclillas corriendo todo lo deprisa que su posición le permitía. No podía ser más que uno de nuestros espías. Tan pronto como lo vi, lo llamé en inglés y en italiano, pero él, viendo que ya no era posible ocultarse, se enderezó y con la ligereza del gamo, saltando sobre la maleza, desapareció de mis ojos.
No traté de perseguirle. Ya sabía lo que deseaba; que estábamos observados y sitiados en el pabellón; y con el mismo sigilo retrocedí sobre mis pasos y me reuní con Northmour que seguía esperándome en la puerta del pabellón junto al repleto cofrecillo. Mi relato pareció ponerle aún más pálido.
-¿No habéis podido verle la cara? -me preguntó. -Estaba de espaldas.
-Vámonos dentro, Frank -murmuró-, no me tengo por cobarde, pero esto ya va siendo demasiado.
Todo estaba tranquilo en el pabellón iluminado por los rayos solares. Cuando volvimos a entrar en él, hasta los cuervos se habían alejado y revoloteaban sobre la playa y las colinas de arena, y esta siniestra soledad me impresionaba más que lo hubiera hecho un regimiento entero.
Sólo cuando la puerta se cerró y colocamos de nuevo la barricada respiré con alguna libertad. Northmour y yo cambiamos una mirada significativa y cada uno hizo sus propias reflexiones al ver el alterado aspecto u otro.
-Tenéis razón -le dije-. Creo que todo es inútil. Démonos un buen apretón de manos, querido amigo, porque me temo que sea el último.
-Sí -contestó él-. ¡Démonoslo!, y os aseguro que en este momento no os guardo rencor. Pero sí tuviéramos la suerte de poder escapar de esos forajidos, entonces os ganaré la partida de un modo o de otro.
-Me fastidiáis -le contesté.
Pareció ofenderse de mi respuesta y dio algunos pasos en silencio.
Se detuvo al pie de la escalera, y desde allí me dijo:
-No me habéis comprendido -replicó-. La partida me interesa y procuraré ganarla. Que os fastidie o no, señor Cassilis, me da igual; yo hablo por mi propia satisfacción y no para divertimos. Ahora podéis ir arriba a hacer la corte a Clara; yo aquí me quedo.
-Y yo me quedo aquí también. ¿Creéis -le dije- que en estas circunstancias voy a dejaros solo, aunque me deis permiso para ello?
-¡Frank! -me replicó sonriendo-, ¡qué lástima que seáis un asno, porque hay en vos material para un hombre! Yo creo que debe ser hoy mi último día, porque no me enfado aunque tratáis de ello. ¿Sabéis -añadió con una melancolía muy rara en él- que creo que somos dos de los hombres más desgraciados de Inglaterra? Rondamos los treinta años y no tenemos ni mujer ni hijos ni siquiera una negocio que regentar ni que nos dé interés en la vida; lo que se dice dos pobres diablos, y ahora vamos a rompernos la cabeza por una muchacha como si no hubiera varios millones de ellas en el Reino Unido. ¡Ah! Frank, el que pierda esta partida, seáis vos o yo, tiene desde luego mi compasión. ¡Por la Biblia! ¡Más le valdría que le arrojaran al agua con una piedra de molino al cuello! ¡Vamos a beber algo! -añadió como si quisiera escapar a los dulces y melancólicos pensamientos que llenaban su corazón.
Muy conmovido por sus palabras acepté; se sentó sobre la mesa del comedor y levantó un vaso de jerez hasta sus ojos.
-Si me vencéis, Frank -dijo-, me daré a la bebida. ¿Qué haréis vos en ese caso?
-Sólo Dios lo sabe -respondí.
-Bueno, pues, bebamos, ¡por la Italia Irredenta!
El resto del día se pasó en el mismo tedio e intranquilidad. Puse la mesa para la comida, mientras Northmour ayudaba a Clara en la cocina a preparar los manjares. En mis idas y venidas pude oír su conversación y quedé sorprendido al ver que hablaban de mí. Northmour felicitaba a Clara con ironía sobre su elección de esposo, pero no conversaban mal de mí y si me dirigía alguna pulla, era siempre incluyéndose él también en la censura. Su conducta, unida a las sentidas frases que poco antes me había dicho y a la inminencia del peligro, hizo asomar las lágrimas a mis ojos y llenó mi cerebro de un pensamiento, muy humano, precisamente porque era egoísta. ¡Qué lástima, pensé, que tres personas jóvenes como nosotros mueran por defender a un criminal moribundo! Antes de que nos sentáramos a comer observé el campo desde una de las ventanas del piso principal. El día empezaba a declinar; la extensión de liquen y hiedra estaba completamente desierta, y el cofrecillo permanecía intacto en el mismo sitio en que lo habíamos dejado hacía algunas horas.
El señor Hudlstone, vistiendo una larga bata amarilla se sentó a la cabecera de la mesa, Clara a la otra, mientras que Northmour y yo nos hacíamos frente a los lados. La lámpara difundía su luz clara; los vinos eran buenos y las viandas, aunque en su mayor parte fiambres, bien sazonadas y apetitosas. Parecía que por un tácito convenio renunciábamos a mencionar nada que se refiriese a nuestra actual y crítica situación, y dadas las circunstancias la comida fue más alegre de lo que se podía esperar. Cierto es que de tiempo en tiempo, Northmour o yo nos levantábamos para recorrer las defensas y en cada una de estas ocasiones que recordaban a señor Hudlstone lo trágico de su situación, lanzaba éste miradas angustiosas con sus claros ojos febriles, y en su cara se acentuaba la máscara del terror. Pero pasado ese momento, se limpiaba la frente con su pañuelo, apuraba su vaso y volvía a tomar parte en la conversación.
Quedé admirado de su erudición y de los conocimientos que desplegaba. El señor Hudlstone no tenía un carácter vulgar. Sus dotes eran extraordinarias, y aunque yo no hubiera podido querer a aquel hombre, empecé a comprender su anterior éxito en los negocios y la especie de sugestión que sobre tanta gente había ejercido. Sus talentos sobre todo eran de los que brillan en sociedad, y aunque nunca tuve ocasión de verle hablar más que aquella tarde, en condiciones tan desfavorables, comprendí que era un polemista de primer orden.
Me estaba explicando, con tanta maestría como ánimo, los manejos de una sociedad mercantil a la que había pertenecido en su juventud y todos le oíamos con interés mezclado de un poco de embarazo, cuando nuestra charla fue interrumpida de la manera más inesperada.
Un ruido como si algo rozara el cristal de la ventana nos dejó a todos mudos y blancos como el papel.
-Un abejorro -dije yo por fin, pues era un ruido semejante al que esos animales hacen.
-¡Maldito abejorro! -dijo Northmour-. ¡Callad!
El mismo ruido se repitió por dos veces, y de pronto una voz formidable lanzó a través de las ventanas la palabra italiana: ¡Traditore!
El señor Hudlstone dejó caer la cabeza hacia atrás; sus ojos giraron en sus órbitas, quiso levantarse y cayó desplomado al suelo. Northmour y yo nos precipitamos a coger los rifles y
Clara corrió hacia su padre. Volvió a reinar el silencio en torno del pabellón y Northmour dijo:
-¡Pronto! ¡Llevadle arriba, pues me parece que no tardarán en volver!

CAPÍTULO VIII
TRATA DE LA ÚLTIMA APARICIÓN DEL HOMBRE ALTO

Reuniendo nuestras fuerzas los tres que estábamos allí, llevamos arriba, como pudimos, a Bernardo Hudlstone y le dejamos toda la operación, tendido en la cama del cuarto del tío. Durante toda la operación que fue larga y penosa, no dio señales de vida, permaneciendo sin mover ni un dedo en la misma actitud que cayó. Su hija empezó a mojar sus sienes y a prestarle los cuidados compatibles con la situación, mientras nosotros dos corrimos a la ventana. El tiempo continuaba claro; la luna que estaba casi llena, arrojaba su pálida luz sobre los campos de hiedra y liquen, pero por más que esforzábamos nuestros ojos, no podíamos ver nada movible. A la entrada del bosque se veían algunas sombras, pero era imposible distinguir si se trataba de hombres agachados o de la sombra de los árboles.
-Gracias a Dios -dijo Northmour- que Aggie no ha venido hoy.
Aggie era el nombre de la vieja nodriza, y el que en estos momentos se acordara de ella era un rasgo que me sorprendió mucho en él.
De nuevo estábamos condenados a esperar. Northmour fue a la chimenea y extendió sus manos ante las calientes cenizas como si tuviera frío; le seguí maquinalmente con los ojos y para hacerlo tuve que volver la espalda a la ventana, y en este instante se sintió un ruido leve y una bala, rompiendo el cristal, quedó sepultada en la madera a dos pulgadas de mi cabeza. Oí el grito de Clara y antes de que yo hubiera podido hacer un movimiento, ni decir una palabra, ya estaba ella ante mí preguntándome si estaba herido. Creo que me dejaría fusilar cuantas veces quisieran por obtener la recompensa de una mirada como aquella, y me apresuré a tranquilizarla con las más tiernas palabras y olvidando por completo la situación, hasta que la voz de mi rival me volvió a la realidad.
-Es una escopeta de aire comprimido -dijo-; esto demuestra que no quieren hacer ruido.
Dejé a Clara al lado de su padre y le miré. Estaba de pie con la espalda a la chimenea y las manos a la espalda y por la sombría mirada de sus grandes ojos comprendí que padecía un ataque de cólera; el mismo aspecto tenía nueve años atrás, cuando me atacó en la habitación vecina. Disculpaba su furor, pero temblaba por las consecuencias que podía traer. A pesar de que no nos miraba, comprendí que nos veía y su rabia seguía aumentando como la marea creciente. Cuando una batalla nos esperaba en el exterior, la perspectiva de esta lucha interior me aterró.
De repente, mientras yo le observaba y me estaba preparando para lo peor, se pasó la mano por la frente y haciendo un visible esfuerzo logró dominar su furor; un momento después me decía con voz casi natural:
-Convendría dilucidar un punto. ¿Quieren hacer una endiablada tortilla con todos nosotros, o se contentan con Hudlstone? ¿Es que a través del cristal os han confundido con él u os han tirado por vuestros bellos ojos?
-Me han tomado seguramente por él -contesté-. Soy casi tan alto y tengo el pelo rubio.
-Voy a asegurarme -dijo. Y cogiendo la lámpara para ser más visible se acercó a la ventana desafiando la muerte por breves momentos.
Clara quiso correr a él para quitarle de aquel peligrosísimo puesto, pero tuve el comprensible egoísmo de impedírselo, reteniéndola casi a la fuerza.
-Sí -dijo tranquilamente Northmour dejando la lámpara sobre la mesa-. Se trata solamente de Hudlstone.
-¡Oh! ¡señor Northmour! -dijo Clara como si le reprochara su despiadada afirmación, pero admirada de la loca temeridad que acababa de presenciar.
Él me lanzó una mirada de triunfo y comprendí entonces que al arriesgar su vida, no había tenido más objeto que atraer la atención de Clara y desposeerme a mí de mi aureola de héroe momentáneo. Sacudió él los dedos diciendo:
-Esto sólo acaba de empezar; cuando se calienten los dedos tirando, ya no tendrán tantos miramientos.
De pronto una voz nos llamó desde fuera. Desde la ventana pudimos ver a la luz de la luna un hombre inmóvil de frente al pabellón y con algo blanco en la mano, que extendía hacia nosotros. Aunque estaba a algunos metros de distancia, podíamos ver la luna reflejarse en sus ojos.
Volvió a abrir los labios y pronunció varias palabras en una voz tan estentórea que no sólo se oyó en todo el pabellón, sino seguramente en todos los rincones del bosque. Era la misma voz que había gritado: ¡Traditore! a través de la ventana, y que ahora hacía una proposición clara y concreta. Si les entregaban
al traidor Hudlstone, todos los demás serían respetados; de lo contrario no escaparía nadie.
-¡Y bien, Hudlstone! -preguntó Northmour volviéndose hacia el lecho-, ¿qué pensáis de esto?
Hasta entonces momento el banquero no había dado señal de vida. Y yo creía que continuaba presa del desmayo; pero el mismo terror le hizo volver en sí y empezó a suplicarnos, en tono y frases tan incoherentes como los que se oyen en los manicomios, que no le abandonáramos. Quería tirarse de la cama para arrodillarse a nuestros pies. Nunca he visto espectáculo más abyecto que la vista de aquel degradado viejo, luchando por conservar una vida que la enfermedad tenía ya minada.
-Basta -dijo Northmour, y llegándose a la ventana la abrió, se inclinó afuera y con total olvido de lo que se debe a la presencia de una señora, empezó a solas en tono declamatorio, la sarta más brutal de juramentos, blasfemias e interjecciones que contienen los idiomas inglés e italiano. Creo que en este momento la idea que más complacía a Northmour era la de que antes de que pasara la noche íbamos a perecer todos infaliblemente.
El parlamentario italiano retiró su trapo blanco, se lo metió en el bolsillo y desapareció andando despacio, por entre las colinas de arena.
-Hacen una guerra honrosa -dijo Northmour-. Son todos caballeros y soldados. Más agradable sería poderse batir en su campo, vos y yo Frank, y vos también, hermosa señorita, y dejar a ese esqueleto en la cama sólo con sus culpas. ¡Eh, no os escandalicéis jovencita, todos vamos por la posta a ese sitio desconocido y llamado eternidad y bien se puede gastar una broma antes de emprender el viaje! Por mi parte creo que si pudiera, ahorcar a Hudlstone y tener a Clara entre mis brazos, moriría con satisfacción y orgullo.
Antes que yo pudiera hacer nada para impedirlo cogió en sus brazos a la descuidada muchacha y le aplicó dos sonoros besos, pero un instante después le arrancaba yo a mi adorada Clara y le arrojaba a él contra la pared con una furia que centuplicaba mis fuerzas. Soltó él una larga y ruidosa carcajada y creo verdaderamente que sus encontradas emociones le produjeron un rapto de locura, porque nunca, ni aun estando de buen humor, era hombre que reía mucho.
-¡Frank! -me dijo cuando se calmó su hilaridad-. Ahora nos toca a nosotros. ¡Buenas noches! ¡Hasta la vista! -Y viendo que yo permanecía silencioso e indignado, añadió-: Pero, hombre, ¿habéis creído que vamos a morir con la corrección de un baile de etiqueta?
Me separé de él con una mirada de desprecio que no traté de ocultar.
-Como gustéis -dijo él encogiéndose de hombros-. Habéis sido un infeliz en la vida y según parece vais a morir lo mismo.
Se sentó con un rifle sobre las rodillas, entreteniéndose en abrir y cerrar la llave; pero pude observar que aquel acceso de alegría (el único que le conocí) había pasado ya, dejando el puesto a un humor taciturno y sombrío.
Durante todo este tiempo no nos habíamos ocupado de los asaltadores, que quizás estuvieran ya próximos a entrar en la casa; la tempestad de nuestros corazones nos había casi hecho olvidar la que se cernía sobre nuestras cabezas. Pero en este momento el señor Hudlstone lanzó un estridente grito y exclamó, saltando de la cama:
-¡Fuego! ¡Han pegado fuego a la casa!
Northmour se puso de pie de un salto y él y yo corrimos a la puerta que comunicaba con el despacho. La habitación estaba iluminada por una luz roja y siniestra. Coincidiendo con nuestra entrada, se alzó un penacho de llamas delante de la ventana; a su calor saltó un cristal de ella que cayó sobre la alfombra. Habían pegado fuego al tejadillo de la galería que servía a Northmour de cámara fotográfica.
-¡Mal negocio! -exclamó Northmour-. Vamos a buscar salida por vuestro antiguo cuarto.
En un instante estuvimos en él, abrimos la persiana y miramos alrededor. A todo lo largo de la parte de atrás del pabellón habían puesto y encendido montones de leña seca, pero que debería haber sido regada con alguna sustancia combustible, pues a pesar de la lluvia de la mañana, ardía bravíamente.
Las llamas habían prendido ya en varias partes, aumentando por momentos su incremento. La puerta de atrás estaba ya cogida en medio de un inmenso brasero, y espesa columna de humo denso y negro empezaba a penetrar en la casa. No se veía ni un ser humano a derecha e izquierda.
-¡Me alegro! -murmuró Northmour-. ¡Gracias a Dios ya llegamos al fin!
Volvimos al cuarto del tío. El señor Hudlstone se estaba poniendo las botas con las manos temblorosas, pero con un aire resuelto que no le conocía aún. Clara, a su lado, sostenía la bata que se había de poner su padre y envolvía a éste con una mirada muy triste.
-¡Bueno, señora y caballeros! -dijo Northmour-. ¿Qué opináis de una salida? ¡El horno está cada vez más caldeado y no vamos a esperar a cocernos. En cuanto a mí, ardo en deseos de llegar a las manos con el enemigo y concluir de una vez.
-No nos queda más remedio -contesté yo. Clara y su padre, con diferente tono, dijeron:
-Ninguno.
Cuando bajamos las escaleras, el calor empezaba a hacerse excesivo. El rumor del incendio llenaba nuestros oídos, y apenas habíamos llegado abajo, cuando la ventana de la escalera cayó con estrépito dando paso a un haz de llamas que empezó difundir por todas partes el terrible y destructor elemento. En el piso principal cayó algo pesado que dio a entender que también por allí se extendían sus destrozos; en una palabra, el pabellón ardía como una caja de cerillas, amenazando a cada instante con derrumbarse sobre nuestras cabezas.
Northmour y yo cargamos nuestros revólveres, el señor Hudlstone rehusó un arma de fuego y con una exaltación febril que le hacía parecer un iluminado, nos ordenó que nos pusiéramos detrás de él.
-¡Que abra Clara la puerta! -dijo el arquero-. Así si hacen una descarga, quedará resguardada, y nosotros roguemos a Dios nos perdone nuestros pecados.
Yo le oí, mientras estaba sin respirar a su lado, murmurar algunas oraciones mezcladas con súplicas y palabras incoherentes. Y, a pesar de lo impío de semejante pensamiento, no puedo negar que le desprecié al creerle tan cobarde en aquellos momentos.
Mientras tanto, Clara que estaba pálida como la muerte pero sin perder el control, separaba la barricada de la puerta; un segundo más y la puerta estuvo abierta. Las llamas y la luna iluminaban todo el espacio de los campos de liquen y hiedra con cambiantes reflejos, mientras una espesa columna de humo subía recta hasta el cielo.
El señor Hudlstone; con una fuerza sobrenatural en un hombre como él, se volvió rápidamente y nos dio tan vigoroso empujón a Northmour y a mí que nos hizo vacilar y retroceder y aprovechando el instante en que lo brusco e inesperado de la acción nos tenía incapacitados para todo movimiento, levantó los brazos sobre su cabeza y como hombre fuera de sí se lanzó fuera del edificio gritando:
-¡Aquí estoy! ¡Soy Hudlstone el traidor! ¡Matadme y perdonad a los demás!
Su aparición súbita no pasó inadvertida para nuestros enemigos, pues apenas Northmour y yo cogimos a Clara entre los dos y quisimos acudir en su ayuda, sonaron al menos doce disparos y Bernardo Hudlstone cayó profiriendo un lúgubre alarido.
De entre los primeros árboles del bosque y desde detrás de las colinas de arena se oyeron voces que repetían la palabra ¡traditore! como si hubiera sido la sentencia de los invisibles vengadores.
En este momento se desplomó el techo del pabellón; tan rápidos habían sido los progresos del fuego. Ruidos de cristales rotos y crujidos de maderas acompañaron al sordo y horrible de la caída y la vasta columna de llamas se elevó hasta las nubes. El incendio en este instante debía verse a veinte millas de distancia en el mar, desde la playa de la aldea y desde Graystiel, o sea el límite de las colinas Caulder.
No podía quejarse Bernardo Hudlstone de que no ardiera una buena pira al lado de su cadáver; quizás Dios, en su infinita misericordia, le había perdonado en gracia de su muerte altruista, los crímenes de su vida.

CAPÍTULO IX
CUENTA COMO CUMPLIÓ NORTHMOUR SU CONTRATO

Enormes serán las dificultades con que luche para poder explicar claramente, lo que ocurrió después de esta muerte el muelle trágica. Cuando miro atrás, todo lo veo vago e impreciso como los esfuerzos de un durmiente durante una pesadilla. Clara, según recuerdo, lanzó un gemido y hubiera caído al suelo si no lo hubiéramos impedido sosteniéndola Northmour y yo; no creo que nos atacaran a nosotros; no recuerdo haber vista un solo enemigo; lo que sí sé es que abandonamos el cadáver del desgraciado banquero sin dirigirle siquiera una mirada, y que corrí llevando a Clara en mis brazos y disputándosela a Northmour cuando éste trataba de aliviarme de mi querida carga. Cómo nos dirigimos a mi cueva en las peñas de Hemlock, ni cómo llegamos a ella son cosas que han quedado para siempre borradas de mí recuerdo. La primera imagen que se presenta distinta en mi memoria es que habíamos depositado a Clara en la entrada de mi cueva, y un instante después Northmour y yo luchábamos como dos fieras; me dio un golpe violentísimo con la culata de su revólver en la cabeza y a la abundante hemorragia que esto me produjo atribuyo la inmediata claridad de mi mente.
Detuve su mano con todas mis fuerzas, y le dije: -¡Northmour! ¡Matadme después!, pero antes atendamos a Clara.
Éste se hallaba en uno de sus períodos álgidos de locura occidental; al oír mis palabras dio un salto y arrojándose sobre Clara, la estrechó contra su pecho.
-¡Miserable! -grité yo-. ¡Sois indigno del nombre de caballero! ¡No sois más que un cobarde!
Volvió a dejar a Clara en el suelo y levantándose se conmigo diciendo:
-Os he tenido bajo mi mano, y ¿aún me insultáis?
-¡Cobarde! -repetí-. Si esa mujer tuviera todas sus facultades, ¿sabéis si recibiría con gusto vuestras caricias? ¡Estáis seguro de lo contrario! Y ahora mientras está quizá moribunda gastáis este precioso tiempo en ultrajarla en lugar de prestarle ayuda! ¡Dejadme socorrerla!
Por unos minutos me miró sombrío y amenazador y cambiando repentinamente de idea, dijo:
-Socorredla, pues.
Me arrojé a su lado de rodillas y traté de cortar con mi pequeña navaja las ropas que la oprimían, pero la mano de Northmour cayó sobre mi hombro como una tenaza, y con voz alterada me dijo:
-¡No la toquéis! ¿Creéis que no tengo sangre en las venas? -Northmour -grité desesperado-, si no me dejáis prestarle los cuidados que pueda me vais a obligar a que os mate.
-¡Mejor! -gritó el violento joven-. ¡Que se muera ella también! Es la mejor solución. ¡Ea! Levantaos de ahí, y terminemos nuestra lucha.
-Os haré observar -dije yo levantándome sobre una rodilla- que yo no me he permitido la menor libertad. -¡Ni yo lo hubiera permitido! -respondió él con altanería.
Al oír estas palabras un vértigo me dominó y me indujo a hacer una de las acciones de que más me he avergonzado en toda mi vida, aunque mi buena esposa me afirmó mil veces que ya podía estar seguro de que mis caricias eran bien recibidas por ella estuviera viva o muerte. El caso es que volviéndome a arrodillar, separé los hermosos rizos de sus cabellos, y con el mayor respeto coloqué un momento mis labios sobre aquella pura y fría frente; fue una caricia pura como la de un padre o como el beso de un hombre que va a morir por una mujer que ya está muerta.
-Ahora -dije levantándome- a vuestras órdenes, señor Northmour.
Pero, con gran sorpresa por mi parte, vi que éste me había dado la espalda.
-¿No me oís? -repetí,
-Sí -contestó sin darse la vuela, y en un tono inseguro-. Si queréis luchar estoy preparado, pero si queréis tratar de salvarla por esta noche, esperaré a mañana. Me da igual.
No esperé a que me lo repitiera, sino que volviéndome a inclinar sobre Clara, proseguí mis esfuerzos para hacerla volver en si el conocimiento. Continuaba blanca e inmóvil. Empezaba a temer que su alma pura había abandonado las miserias de este mundo y un horror y desolación profunda invadió todo mi ser. La llamé por todos los nombres más cariñosos; traté de calentar sus frías manos entre las mías, tan pronto le colocaba la cabeza baja, como la volvía a colocar sobre mis rodillas, pero todo parecía inútil para conseguir levantar aquellos párpados que pesadamente cubrían sus ojos.
-¡Northmour! -le dije de pronto-. Por amor de Dios, coge mi sombrero que está ahí, llenadlo en ese manantial y traédmelo.
Al instante estaba a mi lado con el agua.
Me hizo observar que había traído el agua en su sombrero, añadiendo:
-Espero que me concederéis ese privilegio.
-Northmour... -empecé a decir, pero me interrumpió violentamente.
-¡Callaos! -replicó-. Lo mejor que podéis hacer es no hablar.
No tenía yo tampoco humor de conversación viendo a mi adorada en aquel estado y temiendo por su vida. Continué, pues, en silencio, esforzándome por aliviarla, y cuando el sombrero estuvo vacío se lo alargué añadiendo: más.
En tres ocasiones cumplió mi encargo, cuando Clara, ¡por fin!, abrió los ojos.
-Ahora -dijo él-, puesto que la señorita está mejor, creo que podréis excusar mi presencia. ¡Buenos noches, señor Cassilis! ¡Hasta mañana!
Diciendo estas palabras, se perdió en la espesura. Yo encendí fuego porque no temía a los italianos, que hasta habían respetado todos los objetos de mi domicilio del bosque. Hice
cuanto estaba en mi mano para lograr que, a pesar de los poquísimos medios de que disponía y de los estragos que la horribles emociones de aquella noche habían causado en ella, Clara se tranquilizara algo y descansara un poco, velándola yo con tanto respeto como cariño.
Ya había aclarado el día, cuando un enérgico ¡chis! se oyó en la espesura, y poco después la voz de que decía con la mayor tranquilidad:
-¡Cassilis! Venid aquí solo; quiero una cosa.
Consulté a Clara con la mirada y habiendo obtenido su tácito consentimiento la dejé sola y salí de la cueva. A poca distancia percibí a Northmour apoyado en un árbol; apenas me vio echó a andar hacia la playa sin esperarme y le alcancé a la salida del bosque.
-¡Mirad allí! -me dijo deteniéndose.
Las luces de la mañana alumbraban clara y brillantemente el conocido paisaje.
El pabellón de la hiedra no era más que un montón de ruinas ennegrecidas y sin formas el campo de liquen estaba sembrado aquí y allá de restos de maderas negras, densas columnas de humo empañaban aún el aire puro de la mañana, montones de cenizas llenaban las desmanteladas paredes de la casa como una gigantesca chimenea que estuviera medio extinguida. Cerca de la orilla del mar humeaba también la chimenea del yate y un bote con vigorosos remeros se alejaba del barco dirigiéndose a la playa.
-El Conde Rojo -exclamé yo-. Desgraciadamente con doce horas de retraso.
-Mirad en vuestro bolsillo, Frank -me dijo Northmour-. ¿Traéis armas?
Me apresuré a hacerlo, pero creo que me puse pálido al comprobar que mi revólver había desaparecido.
-Ya veis que os tengo en mi poder -añadió él sacando
mi revólver de su bolsillo-. Os lo quité ayer mientras cuidabais a Clara. Después... la noche... en una palabra, he mudado de parecer, y aquí tenéis vuestro revólver. ¡No me deis las gracias! No me gustan las ternuras y sería la única manera de enfadarme ahora.
Empezó a andar por el campo de liquen para alcanzar el bote que ya tocaba a la playa. Delante del pabellón me detuve para ver dónde había caído señor Hudlstone pero no había la menor señal del cadáver. Northmour me dio la explicación con una palabra:
-Los pantanos -dijo señalando en aquella dirección. Continuó caminando hasta que ambos alcanzamos la playa.
-Hasta aquí basta -dijo deteniéndome con un ademán, y añadió-: Si queréis podéis llevarla a la casa señorial con Aggie.
-Muchas gracias -contesté-; pero la instalaré en casa del Pastor de Graden West hasta que nos casemos.
El bote en este momento atracaba a la orilla y un marinero saltaba a tierra.
-Esperad un momento, muchachos -gritó Northmour; y bajando mucho la voz de modo que apenas alcanzara a mis oídos murmuró-: no le contéis nada de esto a ella.
-Al contrario -exclamé yo-, nunca habrá un secreto entre nosotros.
-No me comprendéis -añadió con aire verdaderamente noble-; lo digo porque no lo necesita. Ya sabía ella que acabaría esto así. ¡Basta! ¡Adiós!
-¡Northmour! ¡Sois mejor de lo que creéis vos mismo! -le dije tendiéndole la mano.
-Perdonadme -añadió dando un paso atrás-. No puedo llevar las cosas tan lejos; ya sabéis que no soy un sentimental ni vayáis a pensar que algún día llegaré como un peregrino de blancos cabellos a pediros un sitio en vuestro hogar, ni ninguna de esas simplezas. Al contrario, lo que deseo es no volver a veros nunca a ninguno de los dos.
-Puesto que no aceptáis mi mano, no podéis rehuir mi bendición -añadí más conmovido de lo que quería aparentar-. ¡Northmour, Dios os bendiga!
-Amén -añadió encaminándose al bote de prisa y sin volver la cabeza.
Llegó a donde estaba el bote y con su agilidad peculiar subió sin ayuda de nadie y empuñó el timón; y el pequeño barco se levantó sobre las olas cortando rápidamente las aguas. En el momento en que Northmour llegaba al yate salía el sol envolviendo aquella escena de eterna despedida con la radiante luz de los rayos de la mañana.
Sólo una palabra más y termino mi historia. Unos años después me enteré que el señor Northmour había muerto en Italia, combatiendo bajo las banderas de Garibaldi por la independencia del Tirol.

***

COBIJO POR UNA NOCHE. UNA HISTORIA DE FRANCOIS VILLON

Eran los últimos días de noviembre del año 1456. Nevaba sobre París con rigurosa persistencia. A veces una racha de viento hacía que la nieve formara irregulares montones; otra caía, copo tras copo, formando una inmensa sábana que cubría la capital.
Las pobres gentes desconocedoras de los fenómenos de la Naturaleza se preguntaban con asombro cuál sería el motivo de tal suceso. Maese Francis Villon propuso aquella noche la siguiente cuestión: ¿Sería que Júpiter pelaba todos los gansos del Olimpo, o que los angelitos habrían sacudido todos los molinos del cielo? Él -añadió- que como no era más que un pobre Maestro en Artes, y el asunto se relacionaba con la Teología, no se atrevía a solucionarla.
El aire era desagradable y frío y los copos eran espesos y caían rápidamente. Toda la ciudad estaba cubierta. Un ejército entero hubiera podido marchar por sus calles alfombradas sin que sus pasos hicieran ruido. La nieve ocultaba las hermosas cresterías de la gótica Catedral; muchas santas cabezas aparecían cubiertas con grotescos gorros; muchos nichos semejaban rellenos de algodón en rama; y en los intervalos del viento se oía el monótono gotear todo alrededor del sagrado recinto.
El cementerio de San Juan había tenido su parte en el abundante reparto de nieve. Todas las losas estaban cubiertas del blanco ropaje. Caudillos de imponente estatura, armados de todas armas, y respetables burgueses miembros de algún Parlamento, escondían igualmente sus estatuas, erguidas o yacentes, en aquel blanco y frío plumaje. No había más luz que la debilísima proyectada por la lámpara del Sagrario en la Capilla. Eran las diez de la noche cuando pasó la patrulla con sus linternas y alabardas, sin ver nada de extraño en el cementerio de San Juan.
Pero junto al muro del cementerio había una pequeña casa y en ella todavía había alguien despierto en aquellos soñolientos barrios, y despierta con malas intenciones. Sólo dos indicios había de que estuviera habitada: el poco humo que salía de su chimenea y las huellas que se veían a la puerta de la casita. Pero dentro, detrás de las cerradas persianas, Maese Francis Villon y algunos ladrones de la fonda, a la que él pertenecía, pasaban la velada bebiendo de la botella que ante sí tenían.
En la vieja chimenea la lumbre producía un agradable calor. Ante ella resplandecía la rolliza figura de Nicolás, asiduo frecuentador de aquel garito, el cual se calentaba exponiendo al fuego sus gruesas y desnudas piernas. Su maciza sombra cubría la mitad del cuarto y no dejaba pasar más que un pequeño rayo de luz por cada lado de su robusta persona. Su rostro presentaba todos los síntomas del bebedor profesional; estaba cubierto con una red de venas congestionadas que le daban la apariencia de los distintos tonos de la remolacha, pero en este momento tenía una palidez amoratada, pues aunque tenía cerca el fuego, el frío hacía sufrir mucho, atenazándole las carnes. Allí permanecía el hombre quejándose y dividiendo en dos la estancia con la majestuosa sombra de su robusta persona.
A su derecha Francis Villon y Guy Tabary se inclinaban sobre un trozo de pergamino. Villon componiendo una balada que se tenía que llamar Balada del Pescado Frito y Tabary lanzando exclamaciones de admiración por encima de su hombro. El poeta era un hombrecillo moreno, flaco y pequeño, con las mejillas hundidas y el cabello negro y lacio. Llevaba sus veinticuatro años con animada viveza. Los vicios le habían marcado alrededor de los párpados la violácea sombra de unas ojeras; y su falsa y diabólica sonrisa le había causado dos arrugas prematuras en las comisuras de la boca. En la expresión de su rostro parecía que luchaban un lobo y un cerdo. Sus manos, pequeñas aun para un niño, tenían dedos tan flacos que parecían manojos de cuerdas, y se movían siempre acentuando las palabras con expresiva pantomima. En cuanto a Tabary desde su estrecha frente hasta su boca grande y de gruesos labios se extendía una imbecilidad admirativa que por lo menos era sincera. Se había hecho ladrón, lo mismo que hubiera podido hacerse el más decente de los burgueses, por las imperiosas circunstancias que dirigen los designios humanos y que a veces y sobre todo, según los caracteres, excluyen casi el libre albedrío.
Al otro lado de Nicolás, Montigny y Thevenin Pensete se enredaban en un juego de azar. El primero aún conservaba vestigios de buen nacimiento y elegancia, y era la figura de un ángel caído; tenía alto y esbelto porte y facciones morenas y aguileñas. Thevenin se encontraba en el mejor de los mundos, había dado un buen golpe en el Faubourg San Jacques y toda la noche le estaba ganando a Montigny, así que una inexpresivo sonrisa dilataba su pálido rostro, su calva resplandecía en medio de una corona de escasos rizos rojos y su pequeño, aunque protuberante abdomen, se agitaba con la satisfacción interior.
-¿Pares o nones? -preguntó Thevenin.
-Algunos prefieren comer con ceremonias -dijo el poeta- aunque lo que coman sea pan y queso. ¡Oh, ayudadme a salir de aquí, Grigá!
Tabary dejó escapar algunos sonidos sin sentido.
-Perejil en un plato de oro -prosiguió el poeta.
El viento era cada vez más frío; hacía remolinos con la nieve y dejaba oír fúnebres lamentos en la chimenea. El frío se hacía más sensible a medida que la noche avanzaba.
Villon encogiendo los labios imitaba el silbido del viento; éste era uno de los talentos del poeta por cierto muy detestado por Nicolás.
-¿No lo oís cómo silba en la chimenea? -preguntaba el poeta-. Parece que todos los diablos están esta noche bailando por el aire. ¡Bailad, queridos míos! No por eso estaréis más calientes. ¡Pid! ¡Juinfí...! ¿Eh? ¡Qué magnífica racha! Parece que se lleva de la calle los árboles. ¡Eh, Nicolás! ¿Hará frío esta noche en el camino de San Denís?
Nicolás guiñó sus gordos ojos y pareció ahogarse con el bocado de Adán.
Montfaucon, el Cadalso público de París, estaba en el camino de San Denís y la broma le había ido derecha al cuello. En cuanto a Tabary, a cada una de aquellas imitaciones al viento se reía inmoderadamente añadiendo que nunca había oído imitación mejor hecha, y se agarraba la cintura con ambas manos.
-¡Cállate, mal poeta! -decía Francis- y piensa en consonantes para pescados.
-¿Pares o nones? -preguntó tenazmente Montigny.
-¡Con todo mi corazón! -se apresuró a contestar Thevenin.
-¿La botella ya está vacía? -preguntó Nicolás.
-Abrid otra -dijo Villon-. ¿Cómo pensáis llenar esa enorme barriga con algo tan pequeño como las botellas? ¿Cómo queréis así alcanzar el Cielo? ¿Cuántos ángeles creéis que serían necesarios para transportar un semejante mole o es que creéis que cual a otro Elías os van a llevar en coche?
Por toda respuesta Nicolás volvió a llenar el vaso. Tabary prorrumpió en carcajadas.
Francis le pellizcó la nariz diciendo: -¡Reíd ahora de mis ocurrencias!
-Es que tienen tanta -objetó Tabary. Villon le hizo una mueca repitiendo:
-Buscad consonante a pescado -y añadió bajando la voz-. Mirad a Montigny.
Los tres dirigieron sus miradas al jugador. No parecía contento con su suerte. Tenía la boca un poco torcida, las narices dilatadas como si le faltara aire que respirar; según el vulgar dicho, tenía al perro negro a la espalda y su pecho anhelante se diría que sentía la carga.
-Parece como si le fuera a dar de cuchilladas -dijo Tabary, abriendo sus redondos ojos.
Nicolás se estremeció y separando la vista extendió sus manos al fuego. El estremecimiento fue a causa del frío, pues Nicolás no tenía exceso de sensibilidad moral.
-Acercaos aquí -dijo Francis-; vamos a ver cómo suena lo que llevamos hecho de la balada -y empezó a leerla en voz alta a Tabary cuando a los pocos versos fueron interrumpidos por un grito ahogado que partió del grupo de jugadores. El motivo fue que la partida había terminado y en el momento en que Thevenin iba a proclamar su nueva victoria, saltó Montigny sobre él y le partió el corazón de una puñalada. Sólo pudo lanzar un grito ahogado, su cuerpo se estremeció dos o tres veces con las últimas convulsiones, abrió y cerró las manos y su cabeza cayó hacia atrás con los ojos enormemente abiertos. El alma de Thevenin Pensete voló a la presencia de Aquél que la había creado.
Cada cual se puso de pie, pero el asunto estaba concluido. Los cuatro hombres vivos se miraron con rostros alterados, el muerto con sus abiertos ojos miraba sin ver, de una manera horrible.
-¡Oh, Dios mío! -dijo Tabary poniéndose a rezar. Villon se rió de forma histérica, se adelantó e hizo un ridículo y profundo saludo a Thevenin, volvió a reír más fuerte y por último tuvo que sentarse y continuó riendo como si todo su pequeño cuerpo fuera a romperse.
Montigny fue el primero en calmarse.
-Veamos qué llevaba encima -dijo, y acercándose al muerto con una destreza que revelaba su profesión, le quitó la bolsa, colocó su contenido en cuatro montones y guardándose uno, dijo a los demás-: eso para vosotros.
-¡Todos pasaremos por ello! -exclamó el poeta en las convulsiones de su siniestra alegría-. Todos acabaremos como éste que está delante, menos los que... -hizo una horrible mueca apretándose el cuello con una mano y sacando la lengua como una caricatura de un ahorcado. Después se metió en el bolsillo la cantidad que le correspondía y dio una patada en el suelo para restablecer la circulación.
Tabary fue el último que la recogió, la metió en un pañuelo y se fue a contarlo al otro extremo de la habitación. Montigny puso al muerto derecho en la silla en que quedó sentado y le sacó la daga tras la cual salió un chorro de sangre.
-Compañeros -dijo mientras limpiaba la hoja en el vaso de su víctima-. Lo mejor sería marcharnos.
-Comparto esa opinión -dijo el poeta con un hipo-. ¡Dios maldiga esa cabezota! La siento adherida a mi garganta como una flema; ¿qué derecho tiene un hombre a tener pelo rojo después de muerto? -y arrojándose hecho un ovillo sobre una silla se cubrió la cabeza con las manos.
Montigny y Nicolás soltaron la carcajada y hasta Tabary sonrió.
-Llora, niño -dijo Nicolás.
-Siempre he dicho que es una mujer -observó Montigny-. ¡Siéntate derecho! -añadió dándole otro empujón al cuerpo del asesinado-. Aviva ese fuego, Nicolás.
Pero éste estaba ocupado en un trabajo más productivo que aquél. Mientras el poeta se sentaba gimiendo y convulso, Nicolás le había aligerado del peso de la parte recibida. Los otros dos ladrones con gestos pidieron su parte en el inesperado botín y por serías también se lo prometió Nicolás, mientras escondía bajo su casaca la bolsa del sensible poeta. Tan cierto es que la sensibilidad algunas veces perjudica al hombre.
Apenas se habían borrado las huellas del robo, Francis saltó de la silla y cogiendo una badila empezó a apagar el fuego. Montigny abrió la puerta con cuidado y salió a la calle. No había moros en la costa, es decir, no había patrulla a la vista. Sin embargo juzgaron más prudente salir separados, y como el poeta tenía mucha prisa por perder de vista al muerto y los demás deseaban que se fuera antes de que se diera cuenta de la expoliación, resolvieron de común acuerdo que éste fuera el primero en marchar.
El viento había ganado logrando despejar el cielo de nubes. Sólo algunos ligeros vapores trasparentes como gasas flotaban entre las estrellas. La temperatura era crudísima y por un efecto de óptica causado por el frío los objetos a alguna distancia parecían muy distintos que a la luz del día. Reinaba un silencio profundo en la ciudad durmiente.
-Francis maldijo su suerte: ¿por qué no seguiría nevando? Ahora por donde quiera que fuese iba dejando sus huellas sobre la nieve sin que las borrase nada; por donde quiera que fuese dejaba detrás de sí las huellas que le unían a la siniestra casita del cementerio de San Juan. ¡Por donde quiera que fuese iba tejiendo con sus pies la cuerda que le ataba al crimen y quizás también le ataría un día a la horca! El miedo del muerto le volvía en otra forma. Sacudió los dedos como para darse valor con aquel ademán, y escogiendo una calle al azar se metió atrevidamente por en medio de la nieve.
A medida que caminaba dos imágenes le aterraban: la de la terrible horca de Montfaucon y la del muerto con su calva reluciente rodeada de pequeños hueles rojos. Ambos recuerdos le sobrecogían el corazón y maquinalmente apretó el paso como si la acción de andar más de prisa tuviese a distancia los pensamientos. En ocasiones se giraba aterrado creyendo que alguien le seguía, pero él era lo único que se movía en la calle fuera de la nieve que el viento arrastraba y que empezaba a congelarse formando una superficie dura y brillante.
De repente vio a bastante distancia suya un bulto negro y dos linternas, el bulto se movía y las linternas avanzaban con él, no podía engañarse, era una patrulla y aunque no tenía más que cruzar su línea de marcha prefería retroceder, pues tenía humor para ser interrogado y sabía que sus huellas podían descubrir más de lo necesario.
A su izquierda se alzaba un palacio de pequeñas torres góticas y un gran pórtico. Estaba casi ruinoso y recordaba que había estado mucho tiempo deshabitado. De un brinco se refugió bajo el pórtico. Estaba muy oscuro sobre todo cuando los ojos se acostumbrado al brillo de la nieve, así es que extendió los brazos y con mucha precaución continuó internándose en el pórtico delante del edificio. De pronto tropezó con un objeto que presentaba una indescriptible mezcla de resistencias dura y suave a la vez; su corazón dio un salto dentro del pecho y retrocedió dos pasos para que sus ojos ya más acostumbrados a la oscuridad pudieran ver la calidad del obstáculo. Entonces suspiró aliviado y sonriendo se convenció de que no era más que una mujer y de que estaba muerta. Se arrodilló a su lado para convencerse de este último punto. Estaba fría como el hielo y rígida como un palo, el viento hacía flotar unos lazos que llevaba en la cabeza y sus mejillas debían haber sido vivamente coloreadas con afeites aquella misma noche. Sus bolsillos estaban completamente limpios pero Francis todavía encontró dos monedas de escaso valor, de las llamadas blancas; poco era, pero era algo y el poeta sentía una enorme compasión hacia aquella infeliz que había muerto de frío sin haber tenido tiempo de gastar sus monedas. Esto le parecía a él un sarcasmo de la suerte y dirigía su mirada de las monedas a la muerta y de ésta otra vez a las monedas, moviendo su cabeza reprobando las injusticias de este mundo. Enrique V de Inglaterra muriendo en Vimennes después de haber conquistado Francia y esta pobre ramera muriendo de frío en el pórtico de un palacio sin haber podido gastar sus monedas, le parecieron dos crueles ejemplos de fatalidad.
Dos blancas se gastan rápido, pero hubieran sido un bocado de algo agradable o un sorbo de algo caliente antes de entregar el alma al diablo y el cuerpo a los cuervos y a los gusanos. Él, por ejemplo, sentía mucho no poder disfrutar cuanto llevaba encima antes de que la luz se apagara y la linterna se rompiera.
Estas ideas que pasaban por su mente le llevaron maquinalmente a buscar su bolsa. De pronto su corazón se paró; sintió escalofríos a lo largo de la columna vertebral y le pareció que en la nuca recibía un golpe de maza. Por un momento permaneció inmóvil, luego volvió a buscar con movimientos febriles, hasta que se convenció de la pérdida y entonces sintió su cuerpo cubierto de sudor. Para los viciosos el dinero es la llave de sus placeres, éstos no tienen más límite que el que les presenta el primero. Para esta gente perder dinero es privarse de lo que para ellos constituye el único interés de la vida. Un vicioso con algún dinero es más feliz que un Emperador de Roma, mientras le dura; para esta clase de hombres perder dinero es privarse de sus placeres, es decir, es perderlo todo, es pasar del cielo al infierno, es pasar del todo a la nada en un instante. ¡Y si para obtenerlo ha expuesto su pellejo y si quizás mañana mismo puede ser ahorcado por esa misma bolsa tan difícilmente obtenida y tan estúpidamente perdida!
Villón se maldijo a sí mismo y a todo lo existente, arrojó las dos blancas en medio de la nieve, rugió de rabia y pateó con furia sin estremecerse al sentir que pisaba aquel pobre cadáver. Después empezó a desandar rápidamente su camino con intención de volver a la casucha del cementerio. Había perdido todo temor a la patrulla, que ya había pasado hacía rato, y no tenía más preocupación que su perdida bolsa. Inútilmente miró a derecha e izquierda sobre la nieve, estaba seguro de no haberla dejado caer en la calle; ¿la había dejado en la casa? Muchas ganas tenía de ir, pero le detenía la idea del siniestro habitante que en ella quedaba; comprobó además que los esfuerzos que había hecho para apagar el fuego habían sido infructuosos y que la lumbre se reflejaba en las ventanas y aumentó su terror pensando en las autoridades de París y en la terrible horca.
Volvió al Palacio del pórtico y se inclinó sobre la nieve para buscar las dos monedas que había arrojado en su infantil acceso de cólera; pero sólo pudo encontrar una, la otra sin duda había quedado sepultada en la nieve. Con una blanca en el bolsillo se desvanecía su proyectada orgía en alguna taberna conocida; y no eran sólo los placeres los que huían burlándose de él, es que le esperaba una noche horrible de frío y necesidades no satisfechas en aquel tan siniestramente ocupado pórtico. El sudor se le había secado en el cuerpo, el viento había cesado, pero el frío aumentaba y él empezó a sentirse dominado por cierta rigidez y angustia en el corazón; ¿qué es lo que podría hacer?
Aunque ya era muy tarde e improbable el éxito, trataría de que su padre adoptivo el Capellán de San Benito, le admitiera en su casa.
Allí se dirigió corriendo y llamó tímidamente. No contestaron. Volvió a llamar una y otra vez animándose cada vez más; por último se oyeron en el interior pasos que se aproximaban. Se abrió una pequeña ventana enrejada dando paso a un rayo de luz amarillenta.
-¡Poneos delante de la ventanilla! -dijo desde dentro la voz del Capellán.
-No es nadie, soy yo -murmuró con timidez Francis.
-¡Ah!, con que ¿sólo vos? -gritó el Capellán, indignado por habérsele molestado a aquella hora y le despidió con mal humor.
-Tengo las manos lilas de frío -suplicaba Villón-; mis pies están yertos, me duelen las narices cortadas por el aire y tengo frío hasta el corazón. Sólo esta vez, padre mío, y delante de Dios, os juro que no os volveré a molestar.
-Haber venido más temprano -dijo el cura fríamente-, los jóvenes necesitan una lección de vez en cuando.
Cerró la ventanilla y se retiró resueltamente al interior de la casa.
Villon estaba fuera de sí, golpeó a la puerta con manos y pies llamando al Capellán con destempladas voces, pero sin éxito.
-¡Maldito viejo avaro! -gritó Villon-. Si algún día te pillo por mi cuenta yo te enviaré al infierno en donde estarás como en tu propia casa.
Se cerró una puerta en el interior de la casa y todo quedó en silencio; el poeta se pasó la mano por la boca lanzando un juramento. Después empezó a encontrar el lado cómico de la situación y se rió mirando al cielo cuyas brillantes estrellas parecían hacerle guiños; ¿qué debía hacer? Aquello se iba pareciendo mucho a una noche en la calle entre el frío y la nieve. El recuerdo de la mujer muerta llenó de temor su corazón, lo que le había ocurrido a ella en las primeras horas de la noche, bien podría sucederle a él antes de llegar el día; ¡a él, tan joven y con tantas facultades para divertirse desordenadamente!
Empezó a compadecerse a sí mismo como si hubiera sido alguna otra persona, y hasta compuso en su imaginación una viñeta para ilustrar la escena del encuentro del cadáver a la mañana siguiente. Se puso a calcular todas las circunstancias dando vueltas a la blanca entre sus dedos. Por desgracia estaba en malos términos con algunos antiguos amigos que quizás le hubieran ayudado a salir de tan crítica situación. Los había ridiculizado en sus versos, les había pegado y engañado y a pesar de todo esto pensó que quizás entre ellos uno al menos se dejaría ablandar. Era una probabilidad. Por lo menos valía la pena probar y allí se dirigió de inmediato.
Dos incidentes que le sucedieron en el camino torcieron el giro de sus reflexiones. Tropezó con una patrulla y logró darle esquinazo; esto le animó bastante, porque vio que no se realizaban sus presentimientos de verse cogido y arrastrado sobre la nieve de las calles de París. El otro contratiempo le impresionó de diferente manera. Al doblar la esquina se encontró justamente en el mismo lugar en que años antes había sido devorada por los lobos una pobre mujer y su hijo.
Con un tiempo parecido bien podría repetirse el hecho de que los lobos empujados por el hambre volvieran a entrar en París, y que en numerosas manadas recorrieran aquellas desiertas calles en busca de algún alimento. Se detuvo y miró a su alrededor con inquieto recelo, era un sitio en el que se cruzaban varias calles, y las inspeccionó una después de otra, temiendo ver a cada momento algunos bultos negros galopando sobre la nieve u oír aullidos entre él y el río. Recordaba que su madre le había explicado esa anécdota, retratándole el sitio siempre que pasaban por allí, siendo él niño. ¡Su madre! Si supiera dónde vivía estaría seguro de encontrar asilo. Decidió averiguarlo al día siguiente y aun iría a visitar a la pobre vieja. Acompañado de estos pensamientos llegó a su destino; ¡su última esperanza por aquella noche!
La casa estaba completamente oscura como todas las de la vecindad, sin embargo pronto oyó una puerta que se abría en el interior, y una voz cautelosa que preguntaba quién estaba allí. El poeta dijo su nombre y esperó, no sin algún sobresalto, el resultado; éste no se hizo esperar, se abrió una ventana y por ella arrojaron un cubo lleno de aguas sucias. El poeta que ya estaba preparado para algo por el estilo se habla guarecido bajo el quicio de la puerta pero no pudo evitar que las salpicaduras le mojasen, y como esta circunstancia aumentaba las ya numerosas probabilidades de la muerte por el frío, el joven la vio llegar cara a cara, sobre todo dada su escasa resistencia física. Tuvo un violento golpe de tos y la inminencia del peligro fortaleció sus nervios. Se puso a corta distancia de la casa en que había sido tan maltratado y se puso a reflexionar, apoyando un dedo en su nariz. No veía más que un camino de hallar alojamiento y éste era tomarlo. Recordaba una casa no lejos de allí en donde no parecía difícil entrar y a ella se dirigió con rapidez acariciando las imágenes de una habitación caliente y una mesa con algunos restos de comidas, donde poder pasar las horas negras de la noche, y de donde poder salir al rayar el día con las manos llenos de objetos de plata; hasta empezó a considerar qué platos y qué vinos escogería y mientras pasaba revista a sus platos favoritos se acordó entre ellos del pescado frito, y su recuerdo le hizo sonreír y horrorizarse al mismo tiempo.
-¡Nunca acabaré esa balada! -pensó y después con un estremecimiento añadió-: ¡maldita sea aquella cabeza gorda! -y escupió en la nieve.
La casa en cuestión parecía oscura a primera vista, pero una inspección más minuciosa en busca del sitio más fácil para verificar el asalto, le hizo descubrir un rayo de luz filtrándose por una ventana cubierta con una cortina.
-¡Diablo! -pensó-. ¡Gente despierta! Algún estudiante o algún santo, ¡el diablo cargue con ambos! ¿No podrían haberse emborrachado y estar ahora roncando en la cama como sus vecinos? ¿Para qué sirve, pues, el día si a la gente le da por estar despierta toda la noche? ¡Al infierno con ellos! -rechinó los dientes y después murmuró resueltamente-: Cada cual a su negocio. Ya que están despiertos, a ver si por esta vez puedo honradamente lograr una cena y un refugio y engañar al diablo.
Se aproximó a la puerta con valentía y llamó con mano segura. En las otras dos ocasiones había llamado con timidez y cierto temor de ser oído, pero ahora que acababa de desechar la idea de entrar con fractura, el llamar a una puerta le parecía la cosa más sencilla. El ruido de sus golpes resonó en toda la casa con fantásticas vibraciones, como si estuviera completamente vacía. Pero éste apenas se había extinguido cuando se oyeron unos pasos mesurados, el descorrer de dos cerrojos y una de las hojas de la puerta se abrió francamente como si el miedo y aun la prudencia fueran desconocidos para los moradores de aquella casa.
Un hombre alto, esbelto y musculoso, aunque un tanto encorvado, se presentó ante Villon; la cabeza era de líneas vigorosas pero finamente trazadas, su nariz corta se unía a un par de pobladas cejas, los ojos y la boca estaban rodeados de finas arrugas y toda la faz tenía por base una espesa y limpia barba blanca. Visto este conjunto a la cambiante luz de una lámpara de mano, quizás pareciera más hermoso de lo que era en realidad, pero de todos modos era un noble viejo más honrado que inteligente, fuerte y sencillo y justo.
-Tarde llamáis, hidalgo -dijo en tono resonante pero educado.
Villon murmuró cuantas frases serviles se le ocurrieron; en esta circunstancia el mendigo se sobrepuso y el hombre de genio ocultó la cabeza lleno de vergüenza.
-¿Tenéis frío? -preguntó el viejo-, ¿y hambre? Bueno, pasad adelante -y con un ademán lleno de nobleza le invitó a entrar.
-Debe ser un gran señor -pensó Francis, mientras el desconocido dejaba la lámpara en el suelo para volver a correr los cerrojos.
-Disculpadme si voy delante -dijo cuando esto estuvo hecho, y precedió al poeta subiendo las escaleras hasta entrar en una vasta habitación bien caldeada por un buen fuego que ardía en la chimenea e iluminada por una lámpara colgante. Los muebles eran escasos dadas sus dimensiones, algunos vasos de orfebrería en un estante, una armadura completa colocada entre las dos ventanas y algunos infolios repartidos por la estancia. De las puertas colgaban tapices representando uno de ellos la Crucifixión de Nuestro Señor, y el otro una escena pastoril. Sobre la chimenea se ostentaba un escudo de armas.
-Sentaos cómodamente -dijo el anciano- y dispensadme si os dejo solo, pero yo lo estoy esta noche y si habéis de comer -algo he de ir a buscarlo.
Apenas había salido cuando Villon saltando de su silla se puso a examinarlo todo con la febril movilidad de un gato. Pesó los vasos preciosos, abrió los libros, investigó las armas y pasó sus dedos sobre la tela que revestía los muebles. Levantó las cortinas de las ventanas y vio que los cristales de ellas eran tallados y seguramente de gran valor.
Después se detuvo en mitad del cuarto, abarcándolo todo con la vista como si quisiera imprimir en ella cada detalle de la habitación
-¡Siete piezas de orfebrería-se dijo-, si hubiera habido diez hubiera arriesgado el golpe! Noble casa y noble caballero, así me ayuden los Santos.
Y oyendo los pasos firmes del anciano en el pasillo se apresuró a volver a sentarse colocando sus húmedas piernas ante el fuego de la chimenea.
Su desconocido protector traía un plato con carne en una mano y un jarro de vino en la otra. Colocó ambos sobre la mesa, hizo seña a Francis de que acercara su silla, fue al estante y cogió dos vasos, los llenó y tocando con uno de ellos el borde del otro:
A vuestra salud -dijo gravemente.
-Por nuestro conocimiento -respondió con atrevimiento el poeta.
Si éste hubiera sido un sencillo hombre del pueblo, se hubiera cortado por la cortesía del caballero, pero Villon estaba acostumbrado a actuar de bufón entre grandes señores y los juzgaba en general tan despreciables canallas como él mismo. Así que se dedicó a satisfacer su voraz apetito mientras que el noble anciano le observaba con mirada curiosa.
-Tenéis sangre en el hombro, joven -dijo.
Montigny debía haber dejado caer su mano húmeda en ella.
-No es mía -murmuró.
-No lo he imaginado -dijo cortésmente el desconocido-. ¿Acaso una pelea?
-Algo de eso -admitió Francis.
-¿Algún compañero asesinado? -volvió a preguntar.
-¡Oh! Asesinado no -dijo el poeta cada vez más confuso-. Ha sido por casualidad y yo no he tenido parte de ello, así me mate Dios si miento -añadió fogosamente.
-Un pillo menos, me atrevo a decir -observó el dueño de la casa.
-Bien lo podéis decir -convino Francis, aumentando su confianza-. El pillo más grande que pueda encontrarse entre París y Jerusalén. Cayó como un cordero, pero fue cosa terrible de ver. Supongo, caballero, que también habéis visto muertos en vuestros tiempos -añadió mirando a la armadura
-Muchos -contestó-. Como podéis figuramos he sido soldado.
Villon dejó por un momento el cubierto y mirando al anciano preguntó:
-¿Habéis visto alguno calvo?
-¡Oh, sí! Y con cabellos tan blancos como los míos.
-Creo que eso no me hubiera impresionado tanto. Éste era rojo -y volvió a sentir el mismo estremecimiento y las ganas de reír que ahogó con un largo trago de vino-. No puedo menos de sentir un escalofrío cuando me acuerdo de él, ¡maldito sea!, además, el frío le hace a uno ver visiones o las visiones le dan frío, no lo sé bien.
-¿Tenéis dinero? -preguntó el viejo caballero.
-Tengo una blanca -contestó el poeta-, que he cogido sobre el cadáver de una ramera que estaba muerta de frío en el pórtico de un Palacio. Estaba muerta como César la pobrecilla, más fría que una iglesia, y aún flotaban en sus cabellos los lazos con que se había adornado.
-Yo -dijo el noble anciano- soy Enquerrando de la Fruillée, Señor de Brisetout, Bailio de Patatrac. ¿Quién y qué podéis ser vos?
Villon se alzó e hizo una reverenda apropiada a las circunstancias.
-Mi nombre Francis Villon -dijo-. Soy un pobre maestro de Artes de esta Universidad. Tengo algún conocimiento del latín y muchos vicios. Sé hacer baladas, canciones y libelos y me gusta mucho el vino. Nací casualmente y no es improbable que muera ahorcado. Puedo añadir que desde esta noche soy el más humilde de vuestros servidores y que tendré a mucha honra poderos servir en cualquier ocasión.
-Nada de servidor -respondió el noble-. Nada más que mi huésped por una noche.
-Un huésped agradecido -añadió el joven dedicando un mudo brindis a la salud de su Mecenas.
-Sois inteligente -observo el viejo, señalando a la frente-, muy inteligente. Tenéis instrucción, sois bachiller, y, sin embargo, habéis cogido una moneda sobre el cadáver de una mujer, ¿no es eso una especie de robo?
-Es una especie de robo -contestó el poeta-, muy practicado en las guerras, señor caballero.
-Las guerras son los campos del honor -replicó altivamente el viejo soldado-. Allí un hombre juega su vida por su causa y lucha en nombre de Dios, de su Rey y de su Dama.
-Pues digamos que he sido ladrón -admitió el poeta pero también he arriesgado la vida contra enemigos poderosos.
-Por la ganancia, pero no por el honor.
-¡Ganancia! -repitió Villon con sarcástica amargura-. El infeliz que tiene hambre coge su cena donde la encuentra; lo mismo hace el soldado en campaña. Todas esas requisas que sufre el pueblo, ¿qué son? Si no son ganancias para el que se las lleva, son seguramente pérdida para el que las da. Los hombres de armas beben su vino sentados ante un buen fuego, mientras el pobre burgués se roe las uñas para proporcionarles vino y leña. He visto muchos ahorcados, de una vez sola vi treinta, ¡oh, qué facha tan horrible hacían colgados de los árboles!; y al preguntar qué habían hecho, me respondieron que no habían conseguido reunir bastante dinero para satisfacer a los soldados.
-Esas son necesidades de la guerra, que los villanos deben sufrir pacientemente. Es verdad que algunos capitanes exageran sus derechos. En todas las clases hay almas poco movidas por el amor al prójimo y también es cierto que muchos siguen la carrera de las armas sin ser en el fondo más que bribones.
-Ya veis -dijo Francis- que no se puede separar al soldado del bribón, ¿y qué es un ladrón más que un bribón aislado con menos campo de acción? Si yo robo un cordero sin siquiera molestar el sueño de sus dueños que al notarlo gruñen un poco pero no dejan de comer igual por ello, no causo gran perjuicio. Pero llegáis vos precedido del glorioso batir de los tambores y sonar de los clarines, os lleváis todo el rebaño y le dais una paliza mayúscula al aldeano. Yo no tengo trompetas ni tambores, soy Juan o Pedro, un miserable, un perro, que aun la horca es demasiado para mí, pero preguntad al aldeano a cuál aborrece más y a quién maldice durante sus noches sin sueño.
-Pues mirándonos a los dos -dijo el anciano levantándose en toda su imponente estatura-. Yo soy anciano, pero robusto y honrado. Si mañana tuviera yo que abandonar mi casa, cientos de personas se enorgullecerían de acogerme en la suya. Muchas son las familias de aldeanos que si yo manifestara deseos de estar solo, saldrían a la calle con sus hijos por complacerme, y a vos os encuentro vagando en una noche como ésta sin casa ni hogar, obligado a recoger miserables monedas sobre los cadáveres que halláis al paso. Yo no temo a nadie ni a nada, a vos he visto cambiar de color varias veces, por una sola palabra. Yo espero la voluntad de Dios tranquilamente en mi propia casa, y si el Rey se sirve volverme a llamar, espero tranquilo la muerte en el campo de batalla, vos esperáis temblando la horca, muerte deshonrosa, sin esperanza y sin honor; ¿no hay diferencia entre nosotros?
-¡Tanta como de esta luz a la luna! -asintió Villon-. Pero y si yo hubiera nacido el señor de Brisetout y vos el pobre estudiante Francis, ¿no sería la diferencia la misma? ¿No habría estado yo entonces calentándome las rodillas en este hermoso fuego y vos robando las monedas sobre los cadáveres y tiritando de frío perdido en medio de la nieve? ¿Entonces no habría yo sido el soldado y vos el ladrón?
-¡Un ladrón! -gritó el viejo-; ¡yo un ladrón! Si comprendiérais vuestras palabras os arrepentiríais de ellas.
-Si vuestra señoría me hubiese hecho el honor de seguir mi argumento -dijo Francis restregándose las manos con gesto de admirable cinismo...
-Os hago demasiado honor en tolerar vuestra presencia -dijo con severidad el caballero-; y aprended a controlar vuestras palabras cuando habléis con hombres viejos y honrados o encontraréis alguno, ¡vive Dios!, que os responda como merecéis -y empezó a medir la estancia con sus pasos, tratando de dominar su enojo y antipatía.
Villon subrepticiamente se volvió a llenar el vaso y estirando las piernas adoptó una postura más cómoda en la silla. Ahora se hallaba repleto y caliente y habiendo podido apreciar el carácter de su huésped le interesaba por lo mismo que era tan diferente del suyo. La noche después de todo se había pasado bastante bien y tenía el presentimiento que saldría sin dificultad a la mañana siguiente.
-Decidme una cosa -preguntó el viejo deteniendo su paso-: ¿Verdaderamente sois un ladrón?
-Me acojo a los sagrados derechos de la hospitalidad -contestó Francis-. Sí, señor caballero, lo soy.
-¡Tan joven! -murmuró el anciano con cierta compasión.
-Pues ni aun hubiera llegado a esta edad -dijo Francis enseñando sus dedos-. Estos diez talentos han sido los padres que me han criado, educado y vestido.
-Aún podéis arrepentimos -dijo el noble.
-Yo me arrepiento todos los días -respondió el poeta-. Pocos hay tan dispuestos al arrepentimiento como este desgraciado Francis. En cuanto a cambiar de profesión, antes han de cambiar las circunstancias, pues el hombre no puede dejar de comer aunque no sea más que por no dejar de arrepentirse.
-¡El cambio debe empezar en el corazón! -dijo solemnemente el guerrero.
-Pero mi querido caballero, ¿creéis que yo robo por gusto? -contestó Francis-. Odio el robo como todo lo que sea trabajo y peligro. Me castañetean los dientes sólo con pensar en la horca, pero tengo que comer, tengo que beber, y he de tener algunos placeres, ¡qué diablos!, el hombre es un animal sociable. Hacedme mayordomo del Rey o Abad de San Denís o Bailio de Patatrac y ya veréis cómo cambio en seguida; pero mientras sea el pobre estudiante Francis por fuerza he de seguir lo mismo.
-¡La gracia de Dios es todopoderosa!
-Sería un hereje si lo pusiera en duda -respondió el poeta-. Ella os ha hecho Bailio de Patatrac y señor de Brisetout y a mí no me ha dado más que un poco de ingenio bajo mi sombrero y estas diez herramientas en las manos. Puedo permitirme otro traguito, muchas gracias. Tenéis unas excelentes viñas.
El señor de Brisetout había reanudado su paseo con las manos a la espalda; quizás atormentaba su vieja cabeza poco hecha a la meditación, con aquel paralelo entre soldados y ladrones, quizás Francis le había interesado despertando en él una especie de involuntario simpatía, puede que se encontrara fatigado por un trabajo mental al que no estaba acostumbrado, pero ello es que hubiese querido encontrar argumentos con que hacer cambiar de vida a aquel joven y le repugnaba la idea de echarle así a la calle.
-Estas son cosas muy profundas -dijo- para mi rudo ingenio de soldado.
»Vuestra boca está llena de sutilezas y el diablo os ha dado más talento del necesario, pero el diablo es muy poca cosa ante la Verdad de Dios, y basta una palabra de verdadero honor para desbaratar todas sus sutilezas como se desvanece la sombra ante un rayo de sol. Oídme una vez más. Hace muchos años que aprendí que un caballero debe de vivir respetando a Dios, a su Rey y amando a su Dama, y aunque he tenido muchas ocasiones de serles infiel, he luchado con todas mis fuerzas para no salirme de la senda del deber. Estas reglas inmutables están inscritas en el corazón de cada hombre si sólo se quieren dar el trabajo de leerlas. Habláis de comer y de bebe, y bien sé que son pruebas difíciles de soportar, pero no habláis de otras necesidades más perentorias aún. Olvidáis la Fe en Dios, el Honor, el amor al prójimo y el amor sin reproche. Puede ser que no tenga yo bastante ingenio, aunque me parece que en esta cuestión no ando equivocado, pero me parece que habéis perdido el camino y cometéis un grave error en vuestra vida.
»Os curáis de las pequeñas necesidades, y olvidáis las grandes, las únicas verdaderas. Sois como el que tomara medicinas para quitarse un dolor de muelas en el día del juicio Final. Porque estas cosas sagradas como son la Fe, el honor y el amor no sólo son más nobles que el vil alimento sino que son necesarias y que su falta nos debe hacer sufrir mucho más. Os hablo del modo que creo me comprenderéis mejor. Mientras os cuidáis de llenar vuestro vientre, ¿no desatendéis otros apetitos de vuestro corazón, cuya falta amarga todos los placeres de vuestra vida y os hace perpetuamente desgraciado?
Villon estaba visiblemente aburrido de tan largo sermón.
-¡Decís que no tengo sentimiento del honor! -dijo-. Soy bastante pobre gracias a Dios, y es muy duro ver a otros con guantes forrados cuando uno se sopla los dedos de frío; un vientre vacío es una cosa muy desagradable, quizás si lo hubierais tenido tantas veces como yo, cambiaríais de opinión, y si soy un ladrón, no soy un diablo del infierno, así Dios me ayude. Os hago saber que yo también tengo una especie de honor, para mí vale tanto como el vuestro, y no me envanezco de ello día y noche como si fuera un milagro de Dios el tenerlo. A mí me parece muy natural y le tengo en el arca hasta que hace falta sacarle, y si no, os voy a convencer. ¿Cuánto rato hace que estoy en este recinto? ¿No me habéis dicho que estáis solo en la casa? Pues mirad esos objetos de oro y plata; vos podéis ser fuerte aún, pero sois viejo y estáis sin armas, mientras que yo tengo mi cuchillo; no necesitaba yo hacer más que un movimiento rápido y ahí quedaríais vos con el acero clavado entre las costillas, y ahí me marcharía yo con una carga de metales preciosos con que vivir bien durante un año. ¿Creéis que no se me ha ocurrido? Pues sin embargo rechazo la idea con desprecio, y ahí quedan vuestros malditos cubiletes tan seguros como en una iglesia, aquí quedáis vos con vuestro corazón latiendo como siempre y aquí estoy yo dispuesto a marcharme tan pobre como vine y sin más capital que esa blanca que tanto me habéis refregado por las narices. Y ahora diréis ¡Dios me asista!, ¿que no tengo sentimiento del honor? El viejo alargó el brazo.
-Voy a deciros lo que sois -dijo-. Sois un bribón, un cínico y desalmado bribón, bribón y vagabundo. Me siento deshonrado al pensar que he pasado una hora en vuestra compañía y que habéis comido y bebido a mi mesa. Vuestra presencia me repugna. La noche ha pasado y las luces de la mañana alejan las sombras, ¿queréis hacerme el favor de marchamos?
-Como queráis -dijo el poeta poniéndose en pie-. Sois un digno caballero -añadió vaciando el vaso-. Muy honrado, quisiera poder añadir y de mucho talento -y pegándose con los nudillos en la cabeza añadió: ¡Oh! ¡Vejez, vejez! ¡Cómo embotas los sesos!
El viejo caballero por cortesía hacia su huésped de una noche le acompañó hasta la puerta. Villon le siguió silbando y con los pulgares metidos en su cinturón.
-¡Dios se apiade de vos! -dijo el señor de Brisetout a la puerta.
-¡Buenas noches, papá! -dijo Frands bostezando-. Y muchas gracias por la cena.
La puerta volvió a cerrarse detrás de él. Las luces de la aurora empezaban a reflejarse sobre los blancos techos. El día empezaba por una mañana fría y desapacible. Villon se estiró en medio de la calle pensando:
-¡Qué idiota era ese anciano! ¿Qué podían valer aquellos vasos?

***

LA PUERTA DEL SEÑOR DE MALÉTROIT

Denís de Beaulieu tenía alrededor de los veintidós años, pero aunque tan joven, ya se consideraba hombre hecho y derecho y cumplido caballero. Los muchachos se formaban pronto en aquella ruda y lejana época; y cuando se había tomado parte en una batalla, se montaba bien a caballo, se había dado muerte a un hombre con todas las reglas del arte y se sabía un poco de estrategia, era cosa corriente permitirse cierta licencia en los placeres. El joven después de atender cuidadosamente a su caballo, cenó con ganas y animadamente al atardecer se dispuso a hacer una visita, cosa no muy prudente por parte del muchacho. Mejor hubiera sido quedarse ante el fuego o retirarse a descansar honestamente, porque la ciudad estaba llena de las tropas aliadas borgoñesas e inglesas y aunque Denís tenía salvoconducto, éste le hubiera servido de muy poco en caso de un mal encuentro.
Era el mes de septiembre de 1429. Hacía muy mal tiempo; un viento frío y desagradable mezclado con chaparrones azotaba los edificios de la ciudad, y las hojas secas se arremolinaban en las calles. Aquí y allá empezaban a iluminarse algunas ventanas; y el ruido que hacían los soldados al tomar alegres disposiciones para la cena se oía en los intervalos de calma. La noche se venía encima; la bandera de Inglaterra que flotaba sobre la torre de la ciudad se hacía cada vez menos distinta; las errantes nubes volaban como gigantescas golondrinas sobre la inmensidad del espacio. Al llegar la noche, aumentó la potencia del viento que empezó a rugir bajo los portales de la plaza y a sacudir con violencia los corpulentos árboles en el valle cerca de la ciudad.
Denís de Beaulieu caminaba apuradamente y no tardó en llegar a la puerta de su amigo, pero aunque se había prometido a sí mismo estar poco, y volver temprano, encontró una acogida tan calurosa y tantos motivos para dilatar su partida, que ya había pasado media noche cuando pronunciaba su ¡Adiós! desde el umbral de la puerta. El viento había calmado mientras tanto y la noche estaba oscura como boca de lobo; ni una estrella ni un rayo de luna traspasaba la espesa capa de nubes. Denís desconocía el entramado de las calles de Chateau-London; hasta de día claro había encontrado alguna dificultad para hallar su camino, y en esta absoluta oscuridad pronto lo perdió por completo. Sólo estaba seguro de que debía subir cuestas, puesto que la casa de su amigo se hallaba en la parte más baja de la ciudad, y su posada en la más alta, casi debajo de la torre de la iglesia. Con este solo indicio para dirigirse anduvo por sitios desconocidos ya respirando con desahogo cuando llegaba a plazas anchas y en las que veía un trozo de cielo sobre su cabeza, ya guiándose a lo largo de las paredes en las estrechas callejuelas. ¡Situación angustiosa y deprimente el encontrarse perdido por completo en la oscuridad y en un sitio casi por completo desconocido! El silencio es doblemente aterrador, el tacto de las rejas que caen bajo la mano exploradora causa una sensación de frío como si se tropezara con un cadáver; las desigualdades del terreno amenazan hacerle caer y desequilibran la marcha; y una sombra más densa que las demás hace pensar en ambas cosas. Para Denís que debía regresar a su posada sin llamar la atención, había tanto peligro real, como molestias en la marcha; y por eso andaba con cautela parándose a cada esquina a fin de hacer sus observaciones.
Andaba ya hacía algunos minutos por una callejuela tan estrecha que con sólo abrir los brazos hubiera tocado los dos muros, cuando ésta después de un torcer bruscamente tomaba otra dirección. Bien comprendió nuestro joven que aquel camino no le conduciría a su posada, pero con la esperanza de encontrar algo que le orientara, continuó por ella. La calleja terminaba en una terraza con balaustrada de piedra que daba sobre el valle situado a algunos cientos de pies más abajo. Denís se inclinó y sólo alcanzó a ver algunas copas de árboles movidas por el viento y un solo punto brillante, el río que cruzaba aquellos campos. El tiempo había aclarado y las nubes permitían ya ver el contorno de las montañas. A esta incierta luz, la casa que se encontraba a su izquierda parecía ser edificio importante; porque aparecía adornado de varios miradores y torrecillas; del cuerpo principal se destacaba la redonda cúpula de una capilla y la puerta estaba resguardada por un pórtico exterior enriquecido con figuras esculpidas en la piedra. Las ventanas de la capilla ostentaban valiosas vidrieras de colores, y los agudos tejados de la torrecillas todos cubiertos de pizarra, proyectaban una sombra aún más oscura que las mismas nubes. Era indudablemente la mansión señorial de alguna importante familia de la localidad y recordar nuestro joven su propio palacio de Brujas, no pudo menos de contemplarle con atención, admirando la ciencia que los arquitectos habían prodigado en obsequio a las dos familias.
Parecía no haber otro ingreso en aquella terraza más que la callejuela por la que él había venido; no podía más que retroceder sobre sus pasos; pero se le figuró haber obtenido algunas nociones sobre el terreno que le rodeaba y tenía la esperanza de ganar pronto su posada. Al pensar así, no contaba con la serie de accidentes que hicieron esta noche memorable entre todas las de su vida. Apenas había andado cien metros, cuando vio una luz que venía en dirección contraria; y oyó voces que hablaban alto despertando los ecos de aquella estrecha callejuela. Era una partida de hombres de armas que recorrían la ciudad a la luz de las antorchas. Denís adquirió el convencimiento de que se habían excedido bastante en la bebida y que no estaban en estado de prestar atención a salvo conductos u otras finuras semejantes de las guerras caballerescas. Lo más probable sería, si les daba por ahí que lo mataran y le dejaran en el sitio en que cayera. La situación era de las más comprometidas. Fácil sería que la misma luz de sus antorchas sirviera para ocultarle y sus escandalosas voces encubrirían el ruido de sus pasos. Estas consideraciones le decidieron por una pronta y silenciosa fuga.
Por desgracia, en el momento de emprenderla, su pie tropezó con una piedra que le hizo perder el equilibrio y caer contra la pared lanzando un juramento, al mismo tiempo que su espada cayó ruidosamente sobre las piedras. Dos o tres voces, unas en francés y otras en inglés dieron el ¡quién vive! Denís no contestó y apresuró más su carrera. Otra vez sobre la terraza se detuvo para mirar atrás; pero seguían aún las voces, y, justamente sus perseguidores doblaban la última esquina, percibiéndose el ruido de armas y viéndose el resplandor de las antorchas con que escudriñaban todas las irregularidades de la callejuela en las que pudiera haberse escondido.
Denís miró a su alrededor y se metió debajo del pórtico; allí podría quizás no ser visto y si esto fuera pedir mucho a la suerte estaba al menos en muy buena situación para parlamentar o defenderse. Con esta idea sacó su espada y trató de defenderse colocándose de espaldas a la puerta; pero apenas puso sus hombros sobre ella, cuando ésta cedió y, a pesar de haberse vuelto con rapidez, la puerta continuó girando sobre silenciosos goznes hasta quedar abierta de par en par. Aunque nuestro joven se sorprendió mucho, al ver que las cosas se le mostraban favorables, y más en aquellas circunstancias adversas, no es lo corriente detenerse a explicarse el por qué, pareciendo que la personal conveniencia es suficiente para producir los más inexplicables fenómenos en nuestro mundo sublunar. Así es que Denís sin pensar ni un instante entró en el espacio negro que la puerta dejaba ver y trató de entornarla para ocultar su escondite. Nada más lejos del pensamiento del joven que cerrarla del todo; mas por alguna razón inexplicable, quizás un muelle o un peso, la poderosa plancha de encina se escapó de sus dedos y se cerró de golpe con un extraordinario portazo seguido de un ruido semejante a una barra que cae.
La ronda desembocaba en aquel instante sobre la terraza y empezó a increparle entre maldiciones y juramentos; los oyó pegar con los regañones de las lanzas en todos los parajes oscuros; una de éstas tropezó contra la puerta detrás de la que estaba Denís, pero aquellos caballeros estaban de demasiado buen humor para perder tanto tiempo y descubriendo un pasadizo que había escapado a los ojos de Denís, pronto se perdieron en lontananza, llevando sus voces y sus risas a animar otro barrio de la ciudad.
Denís respiró aliviado, les dio algunos instantes de ventaja por temor a algún accidente que les obligara a retroceder, y a continuación procedió a buscar los medios de volver a abrir la monumental puerta. La superficie interior era completamente lisa; no había cerradura, ni cerrojos, ni nada; metió sus uñas en la rendija y trató de abrirla, pero la pesada mole no se movió. La sacudió con fuerza, pero estaba firme como una roca. Denís de Beaulieu empezó a fruncir el entrecejo. ¿Cómo se abriría aquella puerta? -pensaba-, y sobre todo, ¿cómo es que estaba abierta y se había cerrado sola? En todo aquello había algo de oscuro y misterioso, muy poco del agrado del joven caballero. Aquello parecía una ratonera, pero ¿quién podía tener tal sospecha en una calle tan tranquila y muy principalmente en una casa de tan próspero y noble aspecto? Y, sin embargo, ratonera o no, fuese intencional o descuidadamente, el caso es que estaba encerrado y que ni aun por su vida veía trazas de salir de allí. La oscuridad empezaba a ponerle nervioso; prestó oído, todo estaba silencioso en el exterior, pero en el interior le pareció percibir algunos ruidos muy leves pero muy cercanos, como si estuviera rodeado de personas que hicieran esfuerzos por contener hasta la respiración. La idea penetró hasta su cerebro causándole una sacudida y volviéndose de espaldas a la puerta, se aprestó a defender su vida. Entonces por primera vez distinguió una luz en el interior de la casa y a no mucha distancia de donde se hallaba, un rayo de luz, semejante al que pasa por la abertura de una puerta entornada. El ver algo ya era un consuelo para Denís; era como el encontrar tierra firme al que se hunde en un pantano. Su imaginación le llevó a ella con avidez y se quedó observándola y tratando de orientarse en aquel interior desconocido. Al acostumbrarse sus ojos a la oscuridad pudo ver un tramo de escalera ascendente que conducía desde el portal a la puerta que filtraba el rayo de luz. Desde que había empezado a sospechar que no estaba solo, su corazón había comenzado a latir rápidamente, y se había apoderado del joven un intolerable deseo de acción, sea cual fuere. Se hallaba en peligro de muerte según pensaba, pues ¿por qué no subir aquella escalera y plantarse ante el enemigo cara a cara? Por lo menos pelearía con algo tangible, por lo menos saldría de la oscuridad. Se dirigió lentamente hacia la puerta con los brazos extendidos y al fin sus pies tocaron el primer escalón entonces subió deprisa las escaleras, se detuvo un momento para tomar cierta compostura y empujando la puerta entró.
Se encontró en un vasto recinto de piedra labrada. Había tres puertas; una a cada lado y las tres iguales, cubiertas con pesadas cortinas de tapicería. El cuarto lado ostentaba dos grandes ventanas y entre ellas una monumental chimenea con las armas de los Malétroit. Denís reconoció el escudo y se alegró de haber caído en tan buenas manos. La habitación estaba espléndidamente iluminada, pero contenía pocos muebles, excepto una inmensa y pesada mesa y varias sillas; la chimenea estaba huérfana de fuego y esparcidos por el suelo había dos haces de paja no del todo frescos.
En un gótico sillón junto a la chimenea y completamente de frente a la puerta por la que entró Denís, estaba un viejecito envuelto en rica bata de pieles. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba las manos en los brazos del sillón; a su lado en un estante se veía un vaso de vino espaciado. Su rostro tenía unas líneas pronunciadamente masculinas semejantes a las que solemos ver en el toro, o en el oso, algo equívocas y denunciadoras de algo cruel, brutal y peligroso. Cuando sonreía se unían sus pobladas cejas y sus ojos pequeños, pero de dura expresión, la tomaban entre siniestra y cómica. Hermosos cabellos blancos rodeaban esta cabeza y caían en bucles naturales hasta la bata. Su barba y bigotes eran como el campo de la nieve. La edad, quizás a consecuencia de incesantes cuidados, no había dejado huellas en sus manos. Las manos del señor de Malétroit eran famosas; imposible hubiera sido encontrarlas más carnosas ni de líneas más puras, los dedos afilados y sensuales eran como los de las mujeres de Leonardo de Vinci. Las uñas de perfecto dibujo tenían una blancura nítida, sorprendente. Resultaba mil veces más temible el aspecto de este hombre, cuando cruzaba sus extraordinarias manos sobre su bata, como hubiera podido hacerlo una virgen cristiana; y no podía verse sin un secreto terror que un hombre de aquella intensa, brutal y cruel expresión, se sentara así inmóvil como un dios. Su inmovilidad resultaba irónica.
Tal era Alein, señor de Malétroit.
Denís y él se miraron durante algunos segundos.
-Puede pasar -dijo Malétroit-. Llevo esperándole toda la noche.
No se había levantado, pero acompañó la invitación con un cortés movimiento de mano y una inclinación de cabeza. A pesar del tono musical y dulce con que fueron dichas estas palabras y de la sonrisa que las acompañó o quizás a causa de ambas, Denís sintió que un fuerte estremecimiento recorría todo su cuerpo. Y entre esta desagradable impresión y cierto honrado aturdimiento, apenas pudo responder:
-Me temo que esto es una doble casualidad. No soy la persona que usted cree. Según parece, espera a alguien; mas por mi parte nada estaba más alejado de mis pensamientos; nada podía ser más contrario a mis deseos, que esta invasión.
-¡Ya! ¡Ya! -dijo el viejo caballero con indulgencia-. Lo importante es que ha venido. Siéntese, amigo mío, y serénese del todo. Ahora vamos a arreglar nuestros negocios.
Denís comprendió que el asunto iba a complicarse más y se apresuró a decir:
-Vuestra puerta...
-¿Mi puerta dice? -interrumpió el anciano levantando sus pobladas cejas-. Muy ingeniosa ¿no es verdad?, y muy hospitalaria. Está insinuando que por usted no hubiera venido a saludarme. Los ancianos debemos utilizar estratagemas para lograr compañía. Así, pues, aunque llegó contra su voluntad, sea muy bien venido.
-Insiste en su error, señor -dijo Denís-. Entre usted y yo no existen relaciones de ningún tipo. Soy extranjero en este país. Mi nombre es Denís de Beaulieu, y si me ve en su casa es sólo porque...
-Joven señor -dijo el anciano-; me permite que tenga mis propias ideas sobre este asunto; es posible que difieran de las suyas ahora -añadió con una de sus peculiares sonrisas-; pero el tiempo dirá cuál de los dos está en lo cierto.
Denís creyó hallarse frente a un loco. Se sentó temiendo que de un instante a otro le diera un ataque. Hubo una pausa durante la cual creyó percibir el monótono murmullo de las plegarias que salían de entre las cortinas que estaban enfrente de él. A veces le parecía que era una sola voz; otras, dos por lo menos, y la vehemencia con que rezaban parecía indicar o mucha prisa o un excitadísimo estado de ánimo. Le ocurrió pensar que aquella cortina debía cubrir la entrada de la capilla que había visto desde el exterior.
El viejo, mientras tanto, observaba a Denís de arriba abajo sin dejar de sonreír, y de tiempo en tiempo emitía débiles sonidos sin sentido, lo que parecía indicar el colmo de la satisfacción. Semejante estado de cosas se hizo pronto tan insoportable para Denís que para disimular el joven observó cortésmente que el viento había calmado.
Al oír estas palabras el anciano sufrió un ataque de silenciosa risa, tan prolongada y violenta, que su rostro se tomó purpúreo. Denís se puso rápidamente de pie y con arrogancia se caló la birreta adornada de plumas.
-¡Señor! -dijo-. Si está en su juicio me ha insultado groseramente; si no lo está puedo emplear mejor mi tiempo que perderlo en conversaciones con lunáticos. Ahora comprendo que se está burlando de mí desde mi entrada en esta casa. Ha rehusado oír mis explicaciones, pero sólo el poder de Dios me obligaría a permanecer aquí ni un instante más; y si no puedo salir de un modo más conveniente, haré con mi espada un agujero en vuestra maldita puerta.
El señor de Malétroit levantó su mano derecha e hizo un signo a Denís como para tranquilizarle.
-Mi estimado sobrino -dijo-. Siéntese.
-¡Sobrino! -replicó el sorprendido joven-. ¡Miente! -e hizo un movimiento como para abofetear al anciano.
-¡Siéntese, tunante! -dijo éste con un tono de voz tan distinto del anterior que parecía imposible saliera de la misma garganta. Era tan áspero y duro como el ladrido de un perro. -¿Se figura que cuando yo me he propuesto una cosa, la dejo a medio hacer? -continuó-. Si prefiere que le aten de manos y pies hasta que crujan vuestros huesos proseguid en vuestro ademán de marchemos. Sí, pensándolo con más prudencia, les gusta más quedarse sentado como un buen doncel, conversando con un anciano, permanezca tranquilo donde está y Dios sea con todos.
-¿Quiere decirme que soy su prisionero? -preguntó Denís.
-Yo establezco los hechos -dijo el viejo- y le dejo a usted sacar las conclusiones.
Denís volvió a sentarse. Exteriormente procuró aparecer tranquilo, pero en su interior ardía en rabia y sentía las más siniestras aprensiones. Ya no estaba convencido de que aquel fantástico viejo fuese un loco, y si no lo estaba, ¿qué era, en nombre de Dios, lo que pretendía? ¿En qué trágica o absurda aventura estaba metido? ¿Qué es lo que debía de hacer? Mientras seguía estas desagradables reflexiones, se levantó el tapiz que colgaba ante la puerta de la capilla y entró un sacerdote, que después de lanzar una mirada a Denís, dijo algunas palabras en voz baja al castellano de Malétroit.
-¿Está más animada la joven? -preguntó este último.
-Está más resignada, caballero -respondió el sacerdote.
-Pues Dios la confunda, si es tan difícil de contentar -repuso con atroz ironía el viejo. Un pino de oro semejante, de no mala casa, y después de todo ¿qué más puede desear? -La situación es muy anómala para una noble doncella -contestó el otro- y muy propia para causarle rubor.
-Pues debía haber pensado en eso antes de empezar la dama. Dios lo sabe que no he sido quien se lo ha aconsejado, pero ahora que ya está en ello, ¡por la Virgen!, que lo ha de continuar hasta el fin, y dirigiéndose a Denís, añadir: Caballero de Beaulieu, ¿me permite que le presente a mi sobrina? Ha estado esperando vuestra llegada, me atrevo a decir que con más impaciencia que yo.
Denís se resignó con la mejor cara que pudo, lo que deseaba era conocer lo peor y eso lo antes posible, así es que se levantó haciendo una reverencia en señal de sentimiento. El señor de Malétroit siguió su ejemplo y con la ayuda del sacerdote se levantó, y todos se dirigieron a la puerta de la Capilla.
El sacerdote levantó el tapiz y los tres entraron. La Capilla era de suntuoso aspecto arquitectónico. Seis robustas columnas de granito formaban la nave que terminaba en un semicírculo en el que estaba el altar muy rico y profusamente adornado con bajos relieves y toda clase de piedra tallada ornaba los góticos ventanales en los que lucían costosas vidrieras de colores. En el altar estaban colocados medio ciento de cirios, pero sólo cuatro ardían produciendo una luz cambiante y escasa; delante del altar estaba arrodillada una joven vistiendo un lujoso traje de novia.
Un estremecimiento sobrecogió a Denís al observar este ropaje, y luchó con desesperada energía contra la conclusión que se imponía a su mente. No, imposible; no debía, no podía ser lo que él se figuraba.
-Blanca -dijo el caballero con su más melifluo tono-. Aquí traigo a este joven amigo para que te salude. Hija mía, date la vuelta y dale la mano; bien está la devoción en una doncella, pero no hay que olvidar la cortesía, sobrina mía.
La joven se levantó y dio un paso hacia los recién llegados. Estaba rígida como el mármol, y la vergüenza y la confusión se leían en cada línea de su joven y bellísimo semblante; llevaba la cabeza baja y los ojos clavados en el suelo mientras se adelantaba lentamente; al hacerlo así, sus ojos tropezaron con los pies de Denís, de los que éste hubiera podido envanecerse con justicia y que a pesar de hallarse de viaje, llevaba irreprochablemente calzados con elegantes botas de ante. La joven se detuvo estremeciéndose, como si aquellas botas amarillas hubieran despedido una corriente magnética y levantó con rapidez los ojos hasta el rostro del joven guerrero. Se encontraron sus ojos; en los de la bella la vergüenza dio paso al terror, con un agudo grito se cubrió el rostro con las manos y cayó sobre las losas de la Capilla.
-¡No es éste! -gritó repetidamente-. ¡No es éste, tío mío!
-Claro que no -murmuró sonriendo con su desagradable sonrisa el misterioso viejo-; ya esperaba yo eso. Ha sido una desgracia que no recordarais el nombre.
-¡Os lo juro! -repetía la desgraciada-; yo no he visto nunca a este caballero, ni he deseado verle. Caballero -dijo dirigiéndose a Denís-. Si merece tal nombre diga la verdad: ¿le he visto yo alguna vez antes de esta maldita noche?
-Digo lo mismo que usted, noble señora -dijo el mancebo- Nunca he tenido ese placer. Es la primera vez, señor, que tengo el honor de ver a su encantadora sobrina.
El viejo se encogió de hombros.
-Pues lo siento mucho -dijo- pera más vale tarde que nunca. No conocía yo tampoco mucho más a mi difunta esposa cuando me casé con ella, y nuestro ejemplo enseña -añadió frotándose sus impecables manos- que estos matrimonios rápidos a veces producen excelentes resultados; y como el novio ha de tener algunas preeminencias, le concedo dos horas para ganar el tiempo perdido, antes de proceder a la ceremonia.
Y se encaminó a la puerta seguido del clérigo. La joven se levantó rápidamente.
-¡Señor y tío! -dijo la doncella-, no es posible que hable seriamente, juro ante Dios que antes me partiré el corazón de una puñalada que forzar de este modo la voluntad de este joven caballero. Se subleva todo mi ser, sólo al pensarlo. ¡Oh!, señor, tened piedad de mí. Dios prohíbe semejantes violencias y deshonráis con ellas vuestras canas. No hay mujer en el mundo que no prefiera la muerte a semejantes bodas. ¿Es posible -dijo sollozando- que no me crea y que aún continúe con la idea de que es este caballero?
-Hablando con franqueza, sí lo creo -dijo el extraño viejo-; pero de una vez para siempre, os voy a decir Blanca de Malétroit, mi manera de pensar en este asunto. Cuando le diste entrada en tu cabeza, sobrado ligera, a la idea de deshonrar el nombre que durante setenta años he llevado con honor en la paz y en la guerra, perdisteis el derecho no sólo de discutir mis disposiciones, sino hasta de mirarme a la cara. Si viviera tu padre y mi digno hermano menor, te hubiera escupido y arrojado de casa. Aquél era la mano de hierro de la familia. Puedes dar gracias a Dios, damisela, de que sólo tienes que habértelas con la mano de terciopelo. Mi deber era haceros casar lo más pronto posible. En obsequio a usted he procurado hallar a vuestro galán, y creo haberlo conseguido, pero ante Dios que nos escucha y toda la corte Celestial, Blanca de Malétroit, afirmo que si no es éste, no me importa un bledo. Así es que insisto en que te muestres cortés con nuestro joven amigo, pues por mi palabra de honor que si no obedeces, vuestro próximo novio será menos pulido que éste.
Al decir esto el anciano y el sacerdote salieron y la cortina cayó ocultando a los dos.
La joven se volvió hacia Denís con ojos febriles.
-¿Quiere explicarme -preguntó-, qué significa esto?
-Quién lo sabe -respondió sombríamente el caballero-. Estoy preso en esta casa que parece llena de locos. No sé más y no comprendo nada.
-Pero ¿cómo habéis llegado hasta aquí? -volvió a interrogar la dama.
Él la puso al corriente en pocas palabras, añadiendo:
-En cuanto al resto, quizás tendréis la bondad de seguir mi ejemplo y decirme lo que sepáis a ver si puedo explicarme estos enigmas de los que Dios sabe cuál será la solución. Ella permaneció unos momentos en silencio, y él pudo ver sus trémulos labios y sus ojos brillantes de fiebre, después se oprimió la frente con las manos.
-¡Ah! ¡Qué dolor de cabeza! -murmuró con voz cansada-. Sin decir nada de mi corazón. Pero tiene razón, le debo decir todo, aun cuando sea una grave falta de recato en una doncella. Soy Blanca de Malétroit, huérfana desde mi más tierna infancia y desgraciada toda mi vida. Hace un mes un joven capitán me veía diariamente en le iglesia. Comprendí que le gustaba, cierto que obré muy mal, ¡pero estaba tan contenta de pensar que alguien me quería!; y cuando pocos días después me entregó una carta la cogí con placer y la leí al llegar a casa. Me ha escrito algunas otras veces, en todas sus cartas me suplicaba que dejase la puerta abierta para que pudiésemos hablar dos palabras en la escalera. Mi tío -añadió con un sollozo ahogado- es un hombre tan duro como ladino. Ha llevado a cabo muchas hazañas gloriosas en la guerra y ha tenido gran predicamento en la corte en tiempos de nuestra Reina Isabel. No sé cómo se despertaron sus sospechas, pero es casi imposible ocultarle nada. Y esta mañana cuando salíamos de la iglesia, me cogió la mano entre las suyas, me abrió a la fuerza y leyó mi billete, mientras caminaba a mi lado, tranquilo al parecer, y como no logró que yo le dijese el nombre del capitán, sin duda puso una trampa en la que ha caído usted, para castigo de mis pecados. Yo no podía prever si el capitán querría casarse conmigo a la fuerza, no hemos hablado nunca y lo más probable es que fuera un pasatiempo por su parte, sin contar con que quizás había encontrado mi conducta sobrado desenvuelta. Mucha culpa tengo yo; pero nunca esperé un castigo y una vergüenza tan grandes. No creía qua Dios permitiera a una pobre criatura tener que avergonzarse así delante de un desconocido. Ahora ya lo sabéis todo y seguramente también me despreciaréis.
Denís hizo un respetuoso saludo.
-Señora -dijo-. Le agradezco su confianza. Sólo me resta demostramos que soy digno de esa honra. ¿Está cerca el señor de Malétroit?
-Creo que está en esta sala inmediata -respondió la niña.
-¿Me permite que le lleve allí?
Ella le tendió la mano y ambos pasaron desde la Capilla a la sala. Blanca muy abatida y avergonzada, Denís luchando con la conciencia de tener una grave misión que cumplir y la juvenil presunción de llevarla felizmente a cabo.
El señor de Malétroit se levantó a recibirlos con una irónica reverenda.
-Señor -dijo Denís con el aire más digno que pudo adoptar-. Me parece que tengo derecho a decir una palabra, referente a este matrimonio, y lo aprovecho para deciros de una vez que no quiero ser parte a forzar la inclinación de esta clama. Si ella me hubiese escogido libremente, yo habría aceptado su mano como un don del cielo, pues ya he podido apreciar que es tan buena como hermosa, pero en las presentes circunstancias, tengo el honor de rehusarla.
Blanca le miró con expresión de inmensa gratitud, pero el señor de Malétroit sonreía y sonreía; y aquella sonrisa empezaba a subírsele a la cabeza al joven caballero.
-Temo -dijo por fin el sarcástico anciano-, temo señor de Beaulieu que ha comprendido imperfectamente la elección que os ofrezco. Tened la bondad de seguirme a esta ventana -le dijo llevándole a una de las grandes ventanas que había en la estancia-. Observe que hay una argolla de hierro, y pasada por ella una gran cuerda; pues fijaos bien en mis palabras: si la repugnancia que os inspira mi sobrina es insuperable, antes de la salida del sol os hago colgar de esta cuerda. Puedo aseguraros que recibiré un grandísimo pesar si me obliga a recurrir a ese extremo, porque yo no tengo ningún interés en vuestra muerte, sino en que se case mi sobrina; pero no habrá más remedio que llegar ahí si os obstináis. Vuestra familia es muy notable, señor de Beaulieu, y no tengo nada que decir contra ella, pero aunque descendiendo de Carlomagno en persona, no rehusaríais impunemente la mano de una Malétroit (no, aunque fuese más horrible que la misma Medusa). Pero en todo esto nada tienen que ver los sentimientos privados de mi sobrina, ni los suyos, ni aun los míos. Se ha comprometido el honor de esta casa y yo creo que usted es el culpable y si no lo es, está en el secreto y no le debe parecer extraño el que le invite a borrar la mancha que ha caído sobre mi blasón. Si se niega vuestra sangre caiga sobre vuestra propia cabeza. Podéis pensar que no será agradable espectáculo para mí ver vuestras interesantes reliquias dando vueltas en el aire debajo de mi ventana, pero a falta de pan buenas son tortas, y si no puedo borrar el deshonor, impido al menos que se propague el escándalo.
Hubo una pausa de mortal silencio.
-Me parece que hay otros caminos para arreglar las cuenta entre caballeros -dijo Denís-. Lleva espada, y, según cuenta la Fama, se sirve de ella magistralmente.
El señor de Malétroit hizo una seña al Capellán quien en silencio levantó los tapices que ocultaban la tercera puerta. Fue sólo un momento, pero lo bastante para que Denís pudiera ver un pasadizo lleno de hombres armados.
-Si fuera más joven aceptaría con placer el honor que quiere hacerme, caballero de Beaulieu -dijo Sire Alein-, pero soy ya demasiado viejo. Los leales vasallos son los apoyos de los viejos nobles, y cada cual tiene que emplear la fuerza de que dispone; éste es uno de los inconvenientes más grandes que tiene la vejez, pero con un poco de paciencia y la ayuda de Dios se acostumbra uno a todo. Usted y esta dama, quizá deseen esta sala para pasar el tiempo que falta hasta cumplirse las dos horas, y como no tengo ningún deseo de contrariamos, con sumo gusto os la cedo. ¡No se precipite! -añadió viendo una mirada amenazadora en los ojos del joven-. Si vuestra altivez se revela ante la idea de la horca, ya discutiremos eso dentro de dos horas y veremos si optáis por el abismo que tiene esta ventana debajo de si, o las picas de mis servidores. Dos horas de vida es mucho, sobre todo en la juventud; muchas cosas pueden cambiar en ese tiempo, aunque parezca tan corto. Además, a juzgar por los ademanes de mi sobrina, parece que tiene algo que deciros. ¿No irá a estropear una vida gloriosa aunque corta, acabándola con un falta de cortesía hacía una dama?
Denís miró a Blanca, quien también le dirigía una mirada suplicante.
Al parecer el castellano observó con el mayor placer este primer síntoma de concordia porque sonrió a ambos y dijo a Denís con nobleza:
-Si me promete, señor de Beaulieu, que esperará mi regreso dentro de dos horas sin intentar nada, mandaré retirar a mis servidores y podréis hablar, sin ser molestado, con esta señora.
Denís volvió a mirar a la doncella que pareció rogarle que aceptase las condiciones.
-Señor -contestó-: le doy mi palabra de honor, El castellano se inclinó y después de limpiarse la garganta con aquel ruido especial que tan desagradable se había hecho a los oídos de Denís, se detuvo junto a la mesa para coger unos papeles, después cruzó la habitación y levantando el tapiz que daba al pasadizo, pronunció algunas palabras en tono de mando, seguidas del ruido de hombres y armas que se alejan y por último dirigió otra sonrisa a la joven pareja y desapareció por la puerta por que entrara Denís, seguido en silencio por el Capellán que llevaba una lámpara de mano.
No bien estuvieron solos, cuando Blanca avanzó hacia Denís con las manos extendidas; su rostro estaba vivamente coloreado y sus hermosos ojos brillaban llenos de lágrimas. -¡Yo no quiero que muera! -exclamó la joven.
-¿Cree acaso, señora -dijo éste con altivez- que yo temo a la muerte?
-¡Oh, no, no! -dijo ella-. Bien sé que es un valiente. Pero es por mí; no puedo sufrir la idea de veros asesinar delante de mis ojos y... puesto que hay otro medio.
-Os ruego que no prosigáis -repuso el joven-, la palabra que queréis darme por generosidad, soy yo demasiado orgulloso para aceptarla, y en un momento de compasiva exaltación hacia mí, olvidáis quizás lo que debéis a otro.
Tuvo la generosidad de mirar al suelo mientras decía estas palabras, como no queriendo espiar su confusión. La joven permaneció inmóvil algunos instantes, y de pronto se arrojó sobre el sillón de su tío y rompió en un llanto convulsivo. Denís estaba en el colmo de la confusión. Dirigió una mirada en torno suyo, como buscando inspiración y viendo una silla inmediata se sentó en ella por hacer algo, y allí permaneció sentado jugando con la empuñadura de su espada, y deseando estar ya muerto y enterrado bajo la montaña más alta de Francia.
Sus ojos recorrieron la estancia sin hallar nada en que detenerse, y entre tanto los sollozos periódicos de Blanca de Malétroit marcaban el tiempo corno si fueran un reloj. El joven leyó una y otra vez la divisa del blasón hasta que sus ojos se fatigaron, los fijó en los rincones más oscuros, y le pareció que en ellos bullían horribles animales. Y a cada momento volvía a su imaginación la idea de que las dos horas iban pasando y eran las últimas de su vida.
A medida que pasaba el tiempo sus ojos se posaban con más frecuencia sobre la desolada doncella; su rostro estaba oculto entre sus manos y se movía a intervalos por las sacudidas de sus violentos sollozos. Aun así estaba hermosa; su figura esbelta y proporcionada aparecía casi cubierta por su espléndida cabellera oscura, que según Denís en aquel instante, era la más hermosa de cuantas existían en cabeza de mujer. Sus manos eran muy semejantes a las de su tío, pero estaban mejor colocadas al final de aquellos redondos y finos brazos, que debían ser infinitamente suaves el tacto. Recordó que sus ojos eran grandes, negros y de encantadora expresión. Cuanto más la miraba, más fea le parecía la imagen de la muerte y más compasión sentía por sus continuadas lágrimas. Ahora casi le parecía imposible que hubiera hombres que tuvieran el valor de dejar un mundo en que viven tan admirables criaturas y hubiera dado cuarenta minutos de su última hora por no haberle dicho sus altivas y crueles palabras.
De repente el ronco y estridente canto de un gallo los trajo a ambos a la realidad; fue como una luz que aparece en una estancia oscura.
-¡Dios mío! -gimió la desgraciada niña- ¡No podré hacer nada por usted!
-Señora -dijo el joven con una elegante inclinación-, perdóneme por las palabras que antes le he dicho si es que en algo la han ofendido, pero si las he pronunciado, créame, ha sido pensando en usted y no en mí.
Ella le dio las gracias con una mirada.
-Siento profundamente su pena -continuó Denís-. El mundo ha sido muy injusto y cruel con usted. Vuestro tío es una aberración de la Naturaleza. En cuanto a mí le aseguro que no hay en toda Francia un caballero que no envidiaría mi posición de poder morir por usted, aunque no sea más que haciéndole un momentáneo servicio.
-Ya sé que es valiente y generoso -dijo la afligida joven-, lo que quiero saber es si puedo servirle de algo, ahora o después añadió estremeciéndose.
-Ciertamente -dijo el galán sonriendo-. Deje que me siente a su lado como si fuera vuestro amigo en lugar de un desconocido intruso; procurad olvidar la violenta situación en que nos encontramos uno respecto del otro; haced agradables mis últimos momentos y me habréis hecho un inmenso favor.
-Sois muy galante -respondió la bella con profunda tristeza-, muy galante, y esto aumenta más sufrimientos; pero acercaos más si os place. Y si queréis contarme algo podéis estar seguro de que os oigo con profundo interés. ¡Ah, señor de Beaulieu! -dijo renovando sus lágrimas-, ¿cómo puedo ni aun miraros a la cara? -sus sollozos estallaron con más fuerza.
-Señora -dijo Denís tomándola una mano entre las suyas-. Pensad en el poco tiempo que me queda de vida y en la pena que me causan vuestras lágrimas. Evitadme en estos instantes el espectáculo de un dolor que no puedo aliviar, ni aun a costa de mi vida.
-Soy muy egoísta -contestó Blanca, enjugándose los ojos-; procuraré ser más valiente, caballero de Beaulieu, aun cuando no sea más que por usted. Pero piense bien, si no puedo haceros algún servicio en lo futuro, ¿no tiene amigos de quienes despedirse? Hacedme todos los encargos que quiera, ojalá fueran tan difíciles de cumplir que pudiera demostramos así mi inmensa gratitud. Demostradme que puedo hacer por usted algo más que llorar.
-Señora -dijo Denís- Mi padre murió hace tiempo. Mi hermano Guichard heredará mi mayorazgo, y si no me equivoco mi pérdida le compensará ampliamente. La vida no es mas que un vapor que se desvanece en cuanto se ha formado. Cuando un hombre es joven y tiene la vida por delante le parece que es una figura muy importante en este mundo. Su caballo relincha; suenan las trompetas y las doncellas corren a sus ventanas para verle pasar al frente de sus hombres; recibe honores de los hombres y juramentos de amor de las mujeres. No tiene nada de sorprendente que su cabeza se trastorne al fin. Pero en cuanto muere, aunque haya sido tan valiente como Aquiles o ten sabio como Salomón, pronto se le olvida. Aún no hace diez años que cayó mi padre con otros muchos caballeros, en una terrible batalla, y no creo que nadie se acuerde de ninguno de ellos. ¡Oh, señora! Cuanto más de cerca se mira, más se convence uno de que la muerte es un rincón oscuro, donde el hombre desaparece y queda olvidado hasta el día del juicio Final. Ahora tengo pocos amigos, en cuanto muera no tendré ninguno.
-¡Señor de Beaulieu! -dijo la joven resentida-. ¡Olvidéis a Blanca de Malétroit!
-Sois un ángel, señora -dijo y pagáis un pequeño servicio mucho más de lo que merece.
-No es eso -contestó la hermosa-, y se equivoca si lo atribuye a mi bondad. Me duele su desgracia porque es el ser más noble y generoso que he hallado en toda mi vida, y porque tiene un valor y un corazón que le hubiera distinguido aunque no hubiese nacido caballero.
-Y sin embargo -repuso él-, voy -a morir en una ratonera sin más ruido que el que hagan mis huesos al romperse.
Una expresión de angustia se extendió por el hermoso rostro de la muchacha y guardó silencio por unos minutos; después brilló una luz en sus ojos y con melancólica sonrisa añadió:
-No quiero que mi campeón hable con tan poco aprecio de sí mismo. El que da su vida por salvar a otro, va derecho al Paraíso y allí es recibido por todos los ángeles de Dios nuestro Señor. ¡Va a morir!... Decidme -añadió ruborizándose intensamente-: ¿es cierto que me encuentra hermosa?
-¡Es la doncella más perfecta que existe! -exclamó Denís con entusiasma.
-Me alegro de que así lo crea -contestó con cierta timidez Blanca-; pero ¿cree también que haya muchos caballeros en Francia que hayan sido pedidos en matrimonio por una hermosa doncella, viéndose éste rechazada, en su propia casa?
-Vuestra bondad -contestó el galán- no tiene límites; pero no podréis hacerme olvidar que a ese atrevido paso le movía la compasión y no el amor.
-No afirme nada -repuso la dama bajando aún más su sonrojada cabeza- y escúcheme hasta el fin, señor de Beaulieu. Comprendo cuánto me despreciaréis y empiezo diciendo que tendréis razón. Soy una criatura demasiado vulgar para ocupar puesto alguno en vuestro corazón, aunque vais a morir por mí esta mañana. Pero lo que quería deciros es que cuando os pedí que os casarais conmigo, no lo hice movida de lástima sino porque durante la conversación que tuvo con mi tío en la que tan noblemente os pusisteis de mi parte, empecé por respetamos y admiraros y acabé amándole con toda mi alma. Entonces comprendí que mis anteriores sentimientos no eran más que la pasajera curiosidad propia de mis pocos años y el ansia de cariño que me consume por haber estado privada de él toda mi vida; pero ahora ¡si pudiera saber cuánto le amo, me compadecería en vez de despreciarme! Le he dicho esto y he dejado a un lado todo mi recato por las circunstancias especialísimas en que estamos; no crea que siendo yo noble le voy a importunar para obtener vuestro consentimiento. También yo tengo orgullo, y declaro ahora que si quiere volverse atrás de vuestras anteriores palabras, no me casaría con usted como no me casaría con un mesnadero de mi tío.
-Poco es el amor, que no hace un sacrificio de orgullo -contestó sonriendo Denís.
La joven permaneció silenciosa.
-Venga a esta ventana -dijo el joven con un suspiro-. Empieza a amanecer.
Efectivamente comenzaban las sombras a disiparse con los primeros albores del día. El cielo iba cubriéndose de un azul tan claro que parecía gris; y las sombras arrojadas de las alturas se refugiaban en el profundo valle, extendido debajo de la ventana. En toda aquella parte de campo reinaba un silencio que de nuevo fue interrumpido por el canto de los gallos. Ligeras ráfagas de viento agitaban las copas de los árboles que se mecían debajo de la ventana, y el día continuaba avanzando insensiblemente por el Este, que pronto adquirió el color incandescente, precursor de la salida del sol.
Denís miró con un estremecimiento involuntario los progresos del amanecer; maquinalmente había cogido una de las preciosas manos de Blanca; ésta preguntó de un modo casi incoherente:
-Es esto ya el cha... ¡qué noche tan larga!... ¡Ah, mi tío va a venir! ¿Qué le vamos a decir?
-Lo que usted quiera -murmuró Denís casi al oído de la doncella y oprimiendo suavemente su mano.
Blanca le miró sorprendida y guardó silencio.
-Blanca -dijo el galán con apasionado acento y trémulo de emoción-. Bien ha visto que no temo a la muerte. Espero que esté convencida de que antes quisiera saltar por esta ventana y estrellarme los huesos en el abismo, que poner un dedo sobre usted, sin ser con pleno consentimiento suyo. Pero si realmente me ama no me dejó perder la vida por un escrúpulo, porque yo la amo más que a cuanto existe en el mundo, y, si es cierto que moriré contento por usted, también lo es que la vida a su lado la juzgo un Paraíso y toda la mía por larga que fuera nunca me parecería bastante para consagrárosla.
Interrumpió sus palabras una campana que empezó a sonar en el interior de la casa y el choque de las armas en el contiguo recinto les demostró que las dos horas habían pasado y que los mesnaderos volvían a ocupar su puesto.
-¿Pero después de lo que sabe? -murmuró Blanca sonriendo a través de sus lágrimas.
-¡No sé nada! -replicó él.
-El nombre del Capitán es Floumond de Champduers -dijo ella escondiendo su cabeza en el pecho del joven. -No lo quiero saber -clamó él estrechando a la joven entre sus brazos.
Una sonora carcajada se oyó en la puerta; y al volverse confusos los dos enamorados, se encontraron al señor de Malétroit que lleno satisfacción se frotaba sus bellas manos, saludando a sus queridos sobrinos.

***

LA GUITARRA PROVIDENCIAL

CAPÍTULO I

El señor León Berthelini cuidaba mucho su apariencia, a fin de adecuar su aspecto exterior a las necesidades del momento. Así es que en la época en que le presentamos, afectaba cierto aire caballeresco y aventurero con cierto dejo doméstico a lo Rembrandt. Era más bien bajo y con alguna inclinación a la obesidad; su rostro sonriente; y la parte más notable de él la constituían sus negros ojos en los que se reflejaba un corazón bondadoso, una naturaleza sana y el más infatigable buen humor. Si se hubiera vestido con las ropas usuales, le hubiérais tomado por un ejemplar híbrido, mezcla de barbero, hostelero y amable mancebo de botica; pero con la fantástica indumentaria de una chaqueta de terciopelo y sombrero de alas flotantes, calzones cortos y estrechos, pañuelo blanco anudado con descuido al cuello, abundantes bucles sobre la frente y los pies metidos en finísimos zapatos, desde luego llamaba la atención su originalidad, y comprendíais que os hallabais delante de un ser superior. Cuando se ponía gabán, no consentía en meterse las mangas; se lo sujetaba con un solo botón sobre los hombros, y echando a la espalda el resto como si fuera una capa, lo llevaba con la gracia de un Almaviva. En mi opinión es que el señor Berthelini se acercaba a los cuarenta. Pero tenía un corazón joven y marchaba a través de la vida como un niño en perpetua representación teatral. Si no era el mismo Almaviva, no era por falta de querer parecerlo; y en justa compensación os puedo añadir que si no era Almaviva era tan feliz como si lo fuese.
Le he visto algunas veces en momentos en que creía encontrarse a solas y sin testigos adoptar unas posturas tan caballerescas para desempeñar bien su papel y emplear en esto tanto fuego y entusiasmo, que la ilusión era completa y yo mismo llegaba a creer de verdad las afectaciones del gran hombre. Desgraciadamente la vida no sólo se compone de privadas representaciones; no es posible vivir de hacer el Almaviva por la calle; y el gran hombre, después de varias tentativas desgraciadas en distintos géneros del arte, acabó por verse obligado a descender de sus alturas cada noche y cantar seis u ocho canciones, tocar la guitarra, decir un monólogo cómico y presidir por último los misterios de una tómbola.
La señora Berthelini que compartía con él estas tareas sin gloria, ocupaba quizás un sitio más alto en la escala social de los seres, y tenía más dignidad y menos afectación. Su corazón no era mejor porque eso era imposible, y todo su rostro estaba bañado por una melancolía muy atractiva pero menos regocijante que el sempiterno buen humor que resplandecía en el de su esposo.
Nuestro héroe volaba como una cometa empujada por el viento sobre todas las miserias y convencionalismos terrenales. Algunas ráfagas de cólera atravesaban, a veces, las zonas en que viajaba, pero las nieblas persistentes o las tempestades de lágrimas le eran igualmente desconocidas. Un golpe bien aplicado sobre una mesa, seguido de una actitud robada a Melisne o a Frederic, bastaban para calmar su irritación. Aunque se hubiese caído el Cielo, si él hubiera podido expresar con su actitud la grandeza de la catástrofe, se habría declarado satisfecho.
Su esposa, aunque no seguía su ejemplo, no dejaba de contagiarse algo por la atmósfera que envolvía a este notable personaje. Por lo demás, los dos esposos se idolatraban, y aun pareciendo que viajaban en distintos mundos, no habían dejado de caminar siempre de la mano.
Sucedió un día en que el señor Berthelini y su esposa descendieron, acompañados de dos mundos y una caja con la guitarra, en la estación de la pequeña ciudad de Castel-le-Gâchis, y el ómnibus los llevó a ellos y su equipaje al hotel de la Cabeza Negra. Éste era un edificio conventual y sombrío, capaz de resistir un sitio una vez cerradas sus puertas, y con un extraño olor en su interior mezcla de fresa, chocolate y perfumes descompuestos.
Berthelini se detuvo en el zaguán. Tenía una reminiscencia de que en algún otro sitio anteriormente visitado había olido igual y había sido muy mal recibido.
El hostelero, un hombre de aspecto triste, se levantó de la mesa en que escribía debajo de los manojos de llaves y se adelantó hacia los recién llegados quitándose el sombrero al mismo tiempo.
-¡Caballero, se os saluda! ¿Puedo permitirme preguntar cuál es vuestro precio para artistas?
-¿Para artistas? -repitió el hostelero y decayó su semblante, desapareció la sonrisa de bienvenida y se encasquetó el sombrero-. ¡Oh, artistas! Cuatro francos diarios. -Y volvió la espalda a los insignificantes huéspedes.
Un viajante de comercio también tiene tarifa aparte, pero es bien recibido y puede discutir las viandas. Pero un artista aunque tenga las maneras de Almansa y vaya vestido como Salomón en toda su gloria, es recibido como un perro y se cuidan de él como de una señora tímida que viaja sola.
A pesar de lo acostumbrado que estaba Berthelini a los escollos de su profesión, no le gustó nada la grosera acogida del hostelero.
-Elvira -dijo a su esposa- acuérdate bien de mí: Castel-le-Gâchis nos será fatal en nuestra gloriosa carrera. -Aguarda a ver cómo caemos -contestó la esposa. -Caeremos de cabeza -replicó el artista-, nos pagarán con insultos. Ya sabes, Elvira, esposa mía, que tengo el don de adivinar lo futuro. El hostelero ha sido descortés; el comisario será un buitre y el público soez y avaro; y tú seguramente cogerás unas anginas. Hemos sido lo bastante necios para venir; la suerte está echada, pero será un segundo Sedán.
Sedán era una ciudad aborrecible para los Berthelini, no solamente por patriotismo (pues eran franceses, y su verdadero nombre era el algo vulgar de Durand), sino porque guardaban de ella malísimos recuerdos. Allí habían estado tres semanas detenidos sin poder marchar ni pagar la cuenta del hotel; y, a no ser por un caso fortuito, allí estarían todavía. Nombrar a Sedán delante de estos modestos artistas era condensar en uno los efectos del terremoto de la inundación y del eclipse. El Conde de Almaviva se encajó el sombrero con un gesto que indicaba la desesperación; y hasta su esposa empezó a temer la mala influencia de aquellos lugares.
-Pidamos el almuerzo -dijo ella con su tono de mujer práctica.
El comisario de policía de Castel-le-Gâchis era un comisario muy corpulento, purpúreo y sujeto a una perpetua transpiración facial. A propósito he repetido el nombre de su cargo porque era mucho más comisario que hombre. Estaba poseído del espíritu de su dignidad y pasaba por la vida como si ésta fuese un acto oficial. Cuando insultaba a un pacífico ciudadano le parecía que defendía al gobierno, y a falta de dignidad era brutal en el excesivo celo con que cumplía sus funciones. La comisaría era un antro y los transeúntes podían percibir desde la calle una estentóreo voz que si no exponía la ley daba a conocer el mal humor del comisario.
En seis ocasiones a lo largo día visitó el bueno de Berthelini la residencia oficial en busca del necesario permiso para su función nocturna, y las seis le dijeron que el importante personaje había salido. La figura de León Berthelini empezó a hacerse familiar en las calles de la pequeña ciudad. Adquirió una rápida celebridad local y fue señalado con el nombre de «el hombre que busca al señor comisario».
Varios chiquillos desocupados se pegaron a sus talones, acompañándole en sus frecuentes caminatas entre el hotel y la oficina. León podía hacer lo que quisiera; aquella caterva no se alejaba y en estas circunstancias es muy difícil de sostener el papel de Almaviva.
Cuando pasaba por séptima vez por la plaza del mercado, uno de sus espontáneos acompañantes le señaló al comisario, que con el chaleco desabrochado y las manos a la espalda vigilaba desde las alturas de la ley el peso y venta de la manteca. Berthelini dirigió sus pasos hada el funcionario que se hallaba rodeado de cestas y con un saludo que era un triunfo del arte escénico:
-¿Tengo el honor de saludar al señor comisario? -dijo el artista.
El funcionario quedó bien impresionado por lo respetuoso del saludo y con más majestad y menos grada:
-El honor es mío -respondió.
-Yo soy, señor comisario -dijo León-, un artista, y me he permitido interrumpimos en un asunto del servicio para poner en vuestro conocimiento que esta noche doy una pequeña velada musical en el Café del Triunfo (me atrevo a ofrecemos un programa) y vengo a pediros la necesaria autorización.
A la palabra artista el comisario se caló el sombrero como para indicar que ya había tenido sobrada condescendencia y que le reclamaban los deberes de su cargo.
-Dejadme en paz ahora -dijo-, estoy pesando la manteca.
-¡Cara de judío! -pensó León, pero añadió en voz alta: Perdonadme si insisto, pero he estado seis veces...
-Poned los carteles si queréis -le interrumpió el funcionario-. En un par de horas examinaré vuestros documentos en la oficina, pero ahora marchad. Ya veis que estoy ocupado.
-¡Pesando la manteca! -pensó dolorosamente el artista. ¡Oh Francia! ¡Para eso hemos hecho el 93!
Los preparativos estuvieron pronto terminados. Los carteles colgados, los programas colocados en todas las mesas de los hoteles de la ciudad y un pequeño tablado puesto en un extremo del Café del Triunfo. Pero cuando León volvió a la oficina, el comisario se había marchado de nuevo.
-Es como Madame Beresiton -pensó Berthelini-. ¡Maldito comisario! -justamente en aquel momento se encontró con él cara a cara.
-Aquí están mis papeles, caballero -dijo León-.¿Queréis tener la bondad de examinarlos?
Pero el comisario se disponía a comer, así es que contestó:
-Es inútil, completamente inútil, estoy ocupadísimo; pero no hallo inconveniente en que deis vuestra función. -Y entró apresuradamente en la casa.
-¡Maldito comisario! -volvió a murmurar el artista.

CAPÍTULO II

El local estaba lleno de gente y el dueño del café hizo un buen negocio, sobre todo con la cerveza, pero los Berthelini se cansaron en vano. León estaba radiante con su traje de terciopelo y tenía un modo de fumar un cigarrillo en las pausas de sus canciones que valía la pena de pagar por verlo. Acentuaba los chistes de tal modo, que hasta los cerebros más obtusos de la ciudad llegaban a comprender cuándo debían reírse y cogía la guitarra de una manera única y digna de él. Verdaderamente el oírle tocar este instrumento valía por todo un drama romántico; tanta poesía ponía en ello y tan florido y caballeresco resultaba el espectáculo.
Elvira, por su parte, cantó sus canciones románticas y patrióticas, con expresión mayor aún que la acostumbrada. Su voz tenía buen timbre y afinaba bastante, y cuando León la contempló con su vestido marrón escotado, los brazos desnudos desde el hombro y una rosa de trapo provocativamente prendida en el pecho, se repitió a sí mismo, por la milésima vez, que era una de las mujeres más hermosas que podrían existir.
Por desgracia no era ésa, sin duda, la opinión de la dorada juventud de Castel-le-Gâchis, pues cuando la artista circuló con el platillo, todos le giraron la espalda fríamente.
Algunas raras monedas de cobre fueron el resultado de las colectas, de las que ninguna pasó de medio franco; el alcalde se excedió a dar cuatro sous y fue el que más dio de todo el auditorio.
Un helor inexplicable recorrió el cuerpo de los artistas. Les pareció que tenían un público de trozos de hielo. El mismo Apolo se hubiese desanimado con un auditorio semejante. Los Berthelini lucharon contra la enervante impresión; quisieron animar su trabajo y cantaron más fuerte; la guitarra parecía un ser animado, y por último León, queriendo jugar el todo por el todo, empezó su obra maestra, su inimitable canción: Ya des honnétes gens par tout, en la que demostraba como en ninguna la maestría de su arte. Era su íntima convicción que Castel-leGâchis era una excepción de lo que la canción afirmaba, y que su vecindario se componía exclusivamente de ladrones y rufianes; sin embargo lanzó esta última como un desafío; la sostuvo como un artículo de fe, y su rostro tenía tan radiante expresión de entusiasmo que parecía que hasta los bancos iban a aplaudir.
Estaba en la nota más alta y sostenida, con la cabeza echada atrás y la boca abierta cuando la puerta del café dio ruidosa entrada a dos nuevos espectadores. Eran el comisario seguido del guarda rural.
El indomable Berthelini atacó el refrán: Ya des honnétes gens par tout Pero la sentimental romanza tuvo el privilegio de empezar a producir risas ahogadas. Berthelini asombrado no comprendía la causa y ésta era cierta historia, en que el nombre del guarda rural aparecía mezclado con la desaparición de una cantidad de sellos de correos, y el público celebraba la coincidencia de la canción con la entrada del sospechoso.
El comisario se sentó sobre una silla con su aspecto parecido al de Cromwell cuando visitaba las cámaras, y cuchicheó con el guarda, que se había quedado respetuosamente detrás y de pie. Los ojos de ambos estaban fijos en el artista que persistía en su canción con ensañamiento: Ya des honnétes gens par tout. La repetía por décima vez cuando el comisario se puso de pie y llamó al artista con una sería hecha con el bastón.
-¿Me llamáis a mí? -preguntó León interrumpiendo su canto.
-Sí, a vos -replicó el funcionario.
-¡Maldito comisario! -volvió a decir interiormente, al mismo tiempo que bajaba del tablado y se dirigía al representante de la autoridad.
-¿Cómo es -interrogó a gritos el comisario inflándose de importancia- que os encuentro subido en el tablado de un café público, careciendo de permiso para ello?
-¿Cómo que sin permiso? -repitió indignado León-. Me permitiréis recordamos...
-¡No necesito explicaciones! -dijo el funcionario. -¿Y a mí qué me importa lo que vos necesitáis? -replicó el artista-. Yo quiero darlas y no permito que se me atropelle. Soy un artista, señor mío, clase a la que vos no podéis juzgar, ni comprender. Me habéis dado verbalmente vuestro permiso y estoy aquí en virtud de él.
-Pero no tenéis mi firma -rugió el comisario-. ¿Dónde está mi firma? ¡Enseñadme mi firma!
Esta era la cuestión: ¿dónde estaba la firma? León comprendió que estaba en situación falsa pero no se amilanó por ello y se preparó adoptando una actitud noble y echando atrás sus bucles. El comisario asumía el papel de tirano, pues él sabría colocar la majestad ante la furia. El auditorio había traspasado su atención a este otro espectáculo, y escuchaba con la silenciosa gravedad que siempre adoptan los franceses cuando están cerca de la policía. Elvira se había sentado aparte, estaba acostumbrada a estos incidentes y se hallaba más bien melancólica que asustada.
-¡Otra palabra y os meto en la cárcel! -gritó el terrible funcionario.
-¡A mí! -contestó León-. ¡Os desafío a que lo intentéis! -¡Soy el comisario de Policía! -dijo éste bramando. -Pues olvidáis parecerlo -contestó León dominándose y procurando contrastar por su finura.
Pero la ironía, que era demasiado fina para Castel-le-Gâchis, no produjo ni una sonrisa. En cuanto al comisario, se levantó y mandando al cantor que compareciera en su oficina, dirigió majestuosamente sus pasos a la puerta. No quedaba más remedio que obedecer. Así lo comprendió León, haciendo una pantomima de indiferencia pero sin negarse a sí mismo que era un trago amargo.
El alcalde se había escurrido y estaba ya esperando en la puerta de la comisaría. El alcalde, en Francia, es el consuelo del oprimido, se interpone entre el pueblo y los rigores de la policía. Algunas veces comprende lo que se le dice, y no está siempre hinchado en su dignidad, cosa muy digna de tenerse en cuenta por los viajeros. Cuando todo parezca concluido y ya se esté resignado a sufrir injusticias, aún le queda al perseguido como a los héroes griegos otra flecha en su carcaj, y el alcalde puede, como un pacífico deus ex machina, descender a salvar a la incauta víctima. El alcalde de Castel-le-Gâchis, aunque insensible a los encantos de la música como lo demostraba su módico óbolo, no vaciló en cuanto vio desconocidos los derechos de un ciudadano. Al momento cayó sobre el comisario tomando la cosa desde muy alto; el comisario, no queriéndose dar por vencido, aceptó la batalla. La argumentación duró bastante rato con varia fortuna, tan pronto inclinándose a un lado como al otro, hasta que ésta pareció decidirse en favor del comisario, y el alcalde pudo demostrar por un acto de autoridad que aunque vencido en argumentos siempre era el alcalde y volviéndose bondadosamente al artista le dijo que volviera a su concierto.
-Ya es tarde -añadió.
León no se lo hizo repetir. Volvió a escape al café del Triunfo; pero, ¡oh dolor!, durante su ausencia se había evaporado el auditorio. La única persona que permanecía sentada era Elvira en desolada actitud sosteniendo la guitarra. Con íntima pena había visto salir al público, pensando que se llevaban parte de sus ganancias en el bolsillo, y el alquiler del hotel, los gastos del ferrocarril y la comida del día siguiente, todo se había desvanecido en las sombras de la noche.
-¿Qué ha sido eso? -preguntó lánguidamente.
Pero León no respondió, miraba el campo de su derrota. Apenas quedaban algunos oyentes y ésos de los menos conspicuos.
El reloj casi señalaba las once.
-¡Batalla perdida! -exclamó, y cogiendo la caja del dinero la vació. Tres francos setenta y cinco, contra cuatro de hospedaje, y seis de camino de hierro, y ¡sin haber podido hacer tómbola! Elvira, ¡esto es Waterloo! -Y se sentó pasándose las manos desesperadamente por los cabellos-. ¡Maldito comisario! -gritó con convicción-. ¡Maldito comisario! -Reunamos nuestras cosas y vámonos -propuso Elvira-. Podríamos probar otra canción, pero no reuniremos ni cincuenta céntimos.
-¿Cincuenta céntimos? -dijo con desprecio el artista. ¡Cincuenta pares de demonios! ¡En esta maldita ciudad no hay una sola persona, no hay más que cerdos, perros y comisarios! Dios quiera que podamos irnos en paz a la cama.
-No digas esas cosas -añadió la pobre mujer.
Y con eso empezaron a hacer sus preparativos de marcha. La caja del tabaco, el portacigarrillos, los objetos menudos que debieron ser premios en la tómbola, todo esto fue empaquetado en un lío con los papeles de música. Se metió la guitarra en su caja y habiéndose echado Elvira un ligero chal sobre los hombros, salió la pareja de artistas del café dirigiéndose al hotel de la Cabeza Negra. Cuando atravesaban la plaza del mercado daban las once en el reloj de la iglesia. La noche estaba oscura y templada y las calles desiertas.
-Todo está muy bien -dijo León-, pero tengo el presentimiento de que aún no hemos concluido con la noche.

CAPÍTULO III

El hotel estaba completamente a oscuras y la verja que daba paso a los coches cerrada.
-Esto no tiene precedentes -observó León-. Una hospedería cerrada a las once y cinco minutos, y sin embargo en el café había aún algunos viajantes. Elvira, mi corazón no me engaña, llamemos a la campanilla.
La campanilla tenía una nota potente y vibrante que acentuaba las apariencias conventuales del edificio. Un sentimiento de rezos y mortificaciones se apoderó de la melancólica Elvira mientras a su marido le pareció que anunciaba el principio de un sombrío quinto acto.
-Es tu culpa -murmuraba Elvira- por haber estado llamando a la desgracia.
León cogió la campanilla y llamó con más fuerza; aquel toque a rebato despertó todos los ecos del edificio y cuando ya se iban desvaneciendo, apareció una luz junto a la puerta cochera y una potente voz trémula de rabia se alzó en el silencio de la noche.
-¿Qué escándalo es éste? -gritó el trágico hostelero a través de los barrotes de la verja-. ¿Las doce casi dadas y os venís haciendo un ruido, como si fuerais prusianos, a las puertas de un hotel respetable? ¡Oh!, ya os conozco, cómicos de la legua, gentes que andan siempre en dificultades con la policía. Y ¿os presentáis aquí como si fuerais los señores y dueños de todo? ¡Marchaos inmediatamente!
-Me permitiréis recordaros -dijo León en tono incisivo- que soy un huésped de vuestra casa, que mi inscripción está en regla y que he depositado en ella mi equipaje que vale más de 400 francos.
-Pues ahora no podéis entrar -dijo el grosero personaje-; esto no es taberna de ladrones, ni sitio propio para pajarracos nocturnos y tocadores de órgano.
-¡Bruto! -gritó Elvira a quien llegó al alma lo del organillo.
-Entonces reclamo mi equipaje -continuó León con inalterable dignidad.
-No sé nada de vuestro equipaje -contestó el hostelero.
-¿Queréis confiscarme el equipaje? -gritó el artista-. ¿Os atrevéis a confiscarme el equipaje?
-¿Quién sois? -preguntó el patrón-. Como está tan oscuro no veo.
-¡Bueno! ¿Quiere decir que detenéis mis efectos? -concluyó León-. Os arrepentiréis, os lo aseguro, os haré la vida amarga a fuerza de persecuciones. Os arrastraré de tribunal en tribunal o no hay justicia en Francia que decida entre vos y yo. Os convertiré en el hazmerreír de la ciudad; pondré vuestro nombre en una canción, en una indecente canción que se hará popular y que los chicos os cantarán en la calle y vendrán de noche a cantarla a través de esas verjas.
Había ido gradualmente subiendo la voz porque durante la discusión se había ido retirando el hostelero y al llegar a las últimas palabras, la luz había desaparecido completamente. León se volvió a su esposa con gesto heroico.
-Elvira -dijo-, desde ahora tengo un deber sagrado en la vida. Destruir a este hombre como Eugenio que destruyó al conserje. Vamos de inmediato a buscar los gendarmes y empecemos nuestra venganza.
Recogió la caja de la guitarra que durante este tiempo había estado apoyada en la pared y emprendieron el camino a través de las desiertas y mal alumbradas calles de la pequeña ciudad, cansados y con los corazones indignados.
La gendarmería se hallaba colocada detrás de las oficinas del telégrafo, en el fondo de un vasto patio convertido parcialmente en jardín, donde allí los guardianes del pueblo disfrutaban del sueño más tranquilo, que costó a nuestros artistas no pocos esfuerzos el poder despertar a uno. Cuando por fin éste se acercó a la puerta y le explicaron el caso, se limitó a decir:
-Eso no es cosa nuestra. León razonó con él, le suplicó.
-Aquí -dijo señalando a Elvira- está Madame Berthelini, en traje de sociedad, una señora muy delicada y en estado interesante. Lo último era añadido para buscar un efecto teatral pero a todo contestaba el militar:
-Eso no es cosa nuestra.
-Muy bien -dijo León-. Pues vamos a la comisaría. Allí encaminaron sus pasos. La oficina estaba oscura y probablemente solitaria, pero el domicilio estaba a dos pasos, y allá fue el pobre artista colgándose de la campanilla como un loco. La esposa del comisario, una mujercita que parecía hecha con papel de seda, se asomó a la ventana y les informó de que el comisario no había regresado aún.
-¿Está quizás en la alcaldía? -pregunto León. La comisario lo encontró probable.
-¿Tenéis la bondad de decirme dónde está la alcaldía? Sobre este punto le dio unos informes algo vagos.
-Quédate -aquí, Elvira -dijo su esposo-, no sea que nos crucemos en el camino. Si cuando yo vuelva ya no estás aquí me dirigiré en seguida al hotel.
Y se fue a buscar al alcalde. Algunos minutos perdió dando vueltas por calles desconocidas y cuando llegó ya eran las doce y media pasadas. Las tapias de un jardín blancas y sombreadas por nogales, una puerta con buzón para cartas y un tirador de campanilla, esto es lo único que se podía ver del domicilio del alcalde. León cogió el tirador con ambas manos y se colgó de él furiosamente. La campanilla estaba al otro lado de la verja y respondió a sus esfuerzos produciendo un ruido clamoroso que se extendió más y más en el silencio absoluto de la noche.
Se abrió una ventana en la casa de enfrente, y una voz preguntó el motivo de tanto ruido.
-Deseo ver al alcalde -contestó León.
-A estas horas está en la cama -contestó la voz.
-Pues que se levante -y volvió a llamar a la campanilla.
-No lograréis que os oiga -replicó la voz-. La campanilla da al extremo del jardín y el alcalde y su ama de gobierno son sordos.
-¡Ah! ¿El alcalde es sordo? -preguntó León, sintiendo un impulso de satisfacción al acordarse del concierto del café-. ¿Con que es sordo? ¡Ahora lo comprendo todo! ¿Y el jardín es grande y la casa lejos?
-Podéis llamar toda la noche -añadió la voz- sin otro fruto que el de despertarme a mí.
-Gracias, ciudadano -contestó el artista-, os voy a dejar dormir.
Y se marchó a buen paso para reunirse con Elvira; la encontró paseando por delante de la comisaría.
-¿No ha venido? -preguntó Berthelini. -Todavía no -fue la respuesta.
-Bien -observó León-. Tengo la seguridad de que nuestro hombre está arriba. Dame la guitarra, Elvira. Estoy enfadado, pero gracias a Dios yo no pierdo la cabeza, nos contentaremos con dar al injusto magistrado una serenata. Témplame la guitarra, Elvira, que yo ya estoy templado.
Al decir esto tenía ya abierta la caja de la guitarra y la empuñó con un ademán irresistible.
-Ahora -continuó-, ¿estás dispuesta? Pues sígueme. -Sonaron los primeros acordes de la guitarra y las dos voces unidas y fuertes se elevaron en el silencio de la noche, cantando el coro de una canción del viejo Béranger:

¡Comisario, comisario,
Colin pega a su patrona!

Las piedras de Castel-le-Gâchis temblaron ante esta audaz innovación. Hasta aquí la noche había sido consagrada al sueño y a los gorros de dormir. ¿Qué quería decir aquello? Se abrieron las ventanas, una tras otra. Se encendieron fósforos y empezaron a lucir bujías. Delante de la puerta del comisario se dibujaban las dos figuras arrogantemente plantadas, con la cabeza echada atrás y la mirada como interrogando a los cielos. La guitarra en medio del silencio parecía tener una resonancia como si fuese medio orquesta y las voces despertaban todos los ecos repitiendo el nombre de comisario. Más parecía aquello entreacto en una farsa de Moliére que escena real en la monótona vida de Castel-le-Gâchis.
El comisario, si no el primero, tampoco fue el último en rendirse a la influencia de la música y furioso abrió la ventana de su cuarto de dormir. Estaba fuera de sí de rabia. Se inclinó hacia la calle gesticulando como un poseído. La borla de su gorro de dormir parecía un ser animado; abrió la boca de una manera sin precedente, y sin embargo la voz en lugar de escaparse por como un trueno, salió chillona y medio ahogada. Si la serenata dura un poco más quizás hubiera trabado conocimiento con la apoplejía.
Renunciamos a reproducir su lenguaje; abarcó tantos puntos a la vez que su descripción excede a los medios de que dispone un pacifico narrador de cuentos. Aunque ya tenía fama de hombre de lengua pronta y poseedor de un vasto repertorio de interjecciones, las prodigó tan notablemente en esta noche, que una señorita principal, vecina suya, a quien también la música había hecho abandonar la cama, se vio obligada a cerrar su ventana antes del segundo párrafo.
León trató de explicó su conducta, pero no recibió otra contestación que amenazas de arresto.
-¡Si llego a bajar! -repetía el comisario.
-¡Hacedlo! -decía León-, si eso es lo que queremos.
-¡No me da la gana! -gritó el funcionario.
-¡No os atrevéis! -dijo el artista con aire de desafío. El comisario cerró la ventana.
-¡Todo ha concluido! -exclamó León-. La serenata ha sido mal interpretada. Estos animales no tienen idea de humanismo.
-Vámonos de aquí -dijo Elvira tiritando-. Toda esta tiente presenciando nuestra desgracia -v dejándose dominar por sus nervios exclamó dirigiéndose al vecindario-: ¡Brutos, brutos y nada más que brutos!
-¡Sálvese quien pueda! -gritó León-; ahora sí que has acabado de arreglarlo. -Y tomando la guitarra en una mano y en otra la caja, precedió a su esposa con alguna precipitación exagerada, al abandonar el teatro de su última y absurda aventura.

CAPÍTULO IV

Al este de Castel-le-Gâchis cuatro filas de enormes álamos y grandes copas forman un hermoso paseo, completamente oscuro de noche y en el que los bancos de piedra alternan con los viejos árboles. No corría ni una gota de aire; una pesada atmósfera saturada de perfumes embalsamaba la avenida y todas las hojas permanecían inmóviles sobre su rama. Después de llamar en vano a la puerta de una o dos posadas, allí resolvieron por fin los ajetreados artistas terminar la noche. Después de una lucha de cortesía para dejar León su gabán a Elvira, se sentaron juntos y en silencio en el primer banco que hallaron.
León lió un cigarrillo y lo fumó hasta el fin tratando solamente de recordar los nombres de las constelaciones que veía entre las hojas. El reloj de la iglesia interrumpió el silencio, dando cuatro campanadas seguidas de otra mucho más potente; las vibraciones de esta última expiraron en el aire y el silencio volvió a ser absoluto.
-¡La una! -dijo León-. Faltan cuatro horas para que amanezca. La noche es templada y hermosa, tengo fósforos y tabaco. No exageremos, Elvira. Por una vez esto es encantador. Siento un bienestar interior, me parece que revivo. Esto es la poesía de la vida. Acuérdate, querida mía, de las novelas de Cosper.
-León -dijo la esposa fieramente-. ¿Cómo puedes decir semejantes tonterías? ¡Pasar una noche en la calle! ¡Si esto es una pesadilla! ¡Nos vamos a morir!
-Te exaltas sin motivo -replicó él tratando de tranquilizarla-. Aquí no se está mal. Anda, ¿quieres que ensayemos una escena? ¿Vamos con Aliestes y Celimene? ¿No? ¿O un trozo de todos Huérfanos? Anda, ven, eso te distraerá, o si prefieres alguna otra, voy a declamar para ti sola como nunca, siento el pecho lleno de inspiración.
-¡Cállate! -gritó ella-, o me vas a volver más loca de lo que estoy. ¿No habrá nada capaz de entristecerse, ni aun esta horrorosa situación?
-¡Oh, horrorosa no es la palabra! -observó León-. ¿Dónde querrías estar ahora? Decid, bella joven, dónde queréis ir.
Canturreó el artista.
-Mira -dijo de pronto, cogiendo la guitarra-: otra buena idea; ¡vamos a cantar esta canción! Esto te tranquilizará los nervios, te lo aseguro.
Y sin esperar contestación empezó a preludiar en el instrumento. A los primeros acordes se despertó un joven que dormía sobre un banco vecino.
-¡Hola! -gritó el durmiente-. ¿Quién sois?
-¿Bajo qué rey servís? -declamó el artista-. ¡Responded o morid! -añadió, continuando sus clásicas citas de una tragedia francesa.
El joven se levantó, acercándose a la pareja. Era un muchacho alto y robusto, de aspecto distinguido, con el rostro algo mofletudo. Vestía terno gris y un sombrero de cazador del mismo color y al aproximarse vieron que llevaba un saquito de viaje debajo del brazo.
-¿También acampáis aquí? -preguntó, con marcado acento inglés. Me alegro por la compañía.
León explicó sus desventuras y el recién venido a su vez les dijo que era estudiante de Cambridge, que daba una vuelta por el continente y que habiéndosele acabado el dinero para pagar su alojamiento ya hacía tres noches que dormía allí y temía tener que dormir aún otras dos.
-Afortunadamente hace un tiempo hermosísimo concluyó.
-¿Oyes esto, Elvira? -dijo León-. Mi señora -continuó-, se ha afectado ridículamente por este trivial incidente. Por mi parte lo encuentro romántico y nada desagradable; pero os ruego que toméis asiento -añadió con perfecta cortesía, haciendo sitio en el banco al estudiante.
-Gracias -dijo éste, aceptando la invitación-. Sí, no deja de tener sus encantos cuando uno se acostumbra. Para lo que hay siempre endiabladas dificultades es para lavarse. Por lo demás, soy muy aficionado a las estrellas, al aire fresco y a todas esas cosas.
-¡Ah! -dijo León-. El señor sin duda es artista.
-¿Artista? -repitió el inglés con aire sorprendido-. No que yo sepa.
-Perdonad -dijo el actor-; las aficiones que acabáis de exponer...
-¡Bah! -exclamó el estudiante-. Le pueden a uno gustar las estrellas y ser lo que a uno le plazca.
-Pero eso quiere decir que tenéis alma de artista, señor... ¿Puedo sin indiscreción preguntamos vuestro nombre? -interrogación.
-Me llamo Stubbs -contestó el inglés.
-Muchas gracias -repuso León-. El mío es Berthelini, León Berthelini, antiguo actor de los teatros de Montrouge-Belleville y Montmartre. Modesto como me veis, he creado más de un papel importante. La prensa me dedicó unánimes elogios en el papel del Diablo de las Montañas en el drama del mismo título. Mi esposa, a quien tengo el gusto de presentaros, también es una artista y también es creadora; ha creado más de veinte canciones en uno de los principales music-hall de París. Pero volviendo a vos, señor Stubbs, os decía que teníais alma de artista y me permitiréis ser juez en la materia. Espero que no sacrificaréis vuestros instintos. Yo os aconsejo y os ruego que sigáis la vida de artista.
-Os lo agradezco -contestó el inglés frotándose las manos-; pero pienso ser banquero.
-¡No! -exclamó con energía León-. ¡No me digáis eso! Un joven de vuestras condiciones no puede caer tan bajo. ¿Qué importan algunas privaciones aisladas, mientras trabajáis para un fin tan noble y elevado como es el arte?
«Este tío está loco», pensó Stubbs; «y la mujer no deja de ser agradable y él mismo parece bastante simpático». Y continuó en voz alta:
-¿Me habéis dicho que sois actor?
-Ciertamente que lo soy -repuso León-, o mejor dicho, ¡ay!, lo he sido.
-Y desearíais que yo me hiciera también actor continuó el estudiante-; pero hombre, ¡si yo nunca he podido aprenderme las lecciones! Tengo la misma memoria que un chorlito y en cuanto a declamar creo que un gato lo haría mejor.
-La escena no es la única carrera para un artista -dijo León-. Sed escultor, bailarín, poeta o novelista; en una palabra, seguid los impulsos de vuestro corazón y haced algo memorable antes de que os sorprenda la muerte.
-Y a eso llamáis arte -preguntó Stubbs.
-¡Claro está! -afirmó Berthelini-. ¿No son todas distintas ramas?
-Yo no sé -dijo el inglés-: siempre he creído que un artista es un pobre hombre.
El cantor le miró con sorpresa.
-Sin duda -dijo-, no nos comprendemos bien a causa de la diferencia de idiomas; esa Torre de Babel, ¡cuántos perjuicios ha causado! Si pudiera yo hablar inglés seguiríais más fácilmente mi razonamiento.
-En confianza os diré que no lo creo -replicó el otro-. Aunque parece que vos sois muy fuerte en la materia. En cuanto a mí, admiro las estrellas y me gusta verlas brillar, ¡son tan bellas! Pero que me ahorquen si tengo la menor idea de lo que es arte; ya comprendéis, no está en mi camino. No soy intelectual, lo reconozco; no sabéis los sudores que paso para no llevar calabazas en los exámenes. Pero tengo buen genio -dijo, viendo al artista muy desencantado, a pesar de que la escasa luz no permitía juzgar bien las fisonomías-. Y no me disgustan las comedias, la música, las guitarras y todas esas cosas.
El antiguo actor tuvo la intuición de que no llegarían a un completo -acuerdo sobre esas cosas y cambió de conversación.
-¿Es decir, que viajáis a pie? -preguntó-. ¡Qué romántico y qué valiente! ¿Qué os parece mi patria y qué efecto os han causado nuestras elevadas y abruptas montañas?
-El hecho es que... -empezó Stubbs, e iba a añadir que no le habían hecho ningún efecto y que no le importaban un comino, lo que en el fondo tampoco era verdad; pero comprendiendo que el artista y sobre todo el patriota se hubiera resentido, sustituyó su juicio primero por este otro-: El hecho es.., que está todo muy bien. A mí me dijeron que no valía nada, hasta en la guía de viaje lo dice, pero sin razón; todo esto es endiabladamente bonito, ¡palabra de honor!
En este momento, y de la manera más inesperada, Elvira rompió a llorar.
-¡Mi voz! -gimió la infeliz-. León, si permanezco más tiempo aquí, perderé la voz.
-Pues no estarás ni un instante más -dijo el ex cómico resueltamente-. Aunque tenga necesidad de llamar en todas las puertas, aunque sea preciso quemar la ciudad, yo te encontraré un refugio.
Guardó la guitarra en su caja, consoló a su esposa con algunas caricias y tomándola del brazo y quitándose el sombrero, dijo al estudiante:
-Señor Stubbs, el recibimiento que puedo ofrecemos es más que problemático; sin embargo, os ruego nos concedáis el placer de vuestra compañía. Según me habéis dicho, tenéis algunas dificultades momentáneas y yo tendré un verdadero placer en anticiparos lo que necesitéis. Además, no nos hemos de separar tan pronto después de habernos conocido en tan especiales condiciones.
-¡Oh yo ...! -empezó a decir el estudiante. No se deja con gusto a un compañero como vos...
-No quisiera tener que llegar a las amenazas -respondió riendo León-, pero si rehusáis lo llevaría muy a mal.
«Yo no sé donde quiere ir a parar ese hombre», pensó el inglés, y después añadió en voz alta:
-Bien, como queráis.
Y volvió a decirse a sí mismo: «¡Pero vaya una forma de obligarle a uno contra su voluntad».

CAPÍTULO V

León se colocó a la cabeza del movimiento, como si supiera adonde iba. Los sollozos de su esposa eran aún perceptibles y nadie habló una palabra. Un perro ladró con furia al pasar delante de una verja y el reloj de la iglesia dio las dos, seguido de otros muchos en diversidad de tonos. Justamente entonces descubrió Berthelini una luz. Brillaba en una casita de los alrededores de la ciudad y en su dirección encaminaron sus pasos nuestros noctámbulos
«Siempre es una probabilidad», pensaba León.
La casa en cuestión debía tener la fachada dando a otra calle y era la parte trasera la que daba a la especie de patio-jardín al que se acercaron nuestros amigos. La casa parecía haber sufrido recientes obras. Una enorme ventana que se veía en la pared parecía más reciente que la casa. León concibió la esperanza de que fuera un estudio.
-Si solamente fuese un pintor -dijo frotándose las manos-, apuesto doble contra sencillo que seremos bien recibidos y provistos de cuanto necesitamos.
-Pero yo creí que los pintores son siempre muy pobres -observó el estudiante.
-No conocéis el mundo como yo lo conozco -dijo León con un aire muy filosófico-; para nosotros cuanto más pobres sean mejor.
Y el trío avanzó en el patio.
La luz estaba colocada en el piso bajo de la casita; la ventana que se veía brillantemente iluminada junto a otras dos con claridad más débil hacía suponer que era una lámpara encendida en una vasta habitación; y cierto aumento irregular que se notaba en la luz demostraba que una buena lumbre contribuía a aquella iluminación. Al acercarse, oyeron una voz y los tres se detuvieron. El diapasón era alto y el tono de enfado, pero aun así era una voz masculina bien timbrada y agradable. La modulación era demasiado rápida para poder ser percibida con claridad; era una cascada de palabras cayendo más o menos rápidas, y de cuando en cuando una frase pronunciada muy distintamente, como si el orador tuviera especial confianza en su virtud.
De pronto se alzó otra voz. Esta vez era de mujer. Y si la voz masculina denotaba enfado, la de la mujer estaba en el grado supremo de la furia; era esa voz incolora y antinatural que lo mismo puede conducir a un homicidio que a una crisis nerviosa. La voz en que a veces la mejor de las mujeres dice palabras más dolorosas que la muerte a las personas más queridas. Si los huesos que yacen en los sepulcros fueran dotados del don de la palabra, tendrían una voz muy semejante.
León era valiente y aun creo que algo escéptico, pero al oír aquella voz prevaleció el hábito de la niñez y se santiguó devotamente
Ya había él conocido varias mujeres en su vida. Sin duda las palabras que pronunció la mujer fueron muy duras, pues volvió a oírse la voz del hombre denunciando una violenta cólera.
El estudiante, que no había comprendido las palabras de la mujer, se tapó los oídos al escuchar los gritos del hombre.
-¡Aquí se van a pegar! -opinó.
La mujer replicó de nuevo, aún dueña de sí misma, pero un poco más alterada.
-¿Se acerca la crisis? -preguntó León a su esposa-. Me parece que esta escena no puede ser muy larga.
-¡Yo qué sé! -replicó Elvira con alguna acritud.
-¡Oh, mujeres, mujeres! -dijo León abriendo la caja de la guitarra-. Es una de las cargas de mi vida, señor Stubbs, se ayudan unas a otras, dicen que no lo hacen por sistema, que es la naturaleza. Hasta la señora Berthelini, que es una artista dramática.
-No tenéis corazón, esposo -dijo la interesante Elvira. Esta pobre mujer está disgustada.
-¿Y el hombre, ángel mío? -preguntó el señor Berthelini sacando la guitarra-, ¿y el hombre, amor mío?
-Para eso es hombre -fue la sencilla respuesta.
-¿Oís esto? -dijo León a Stubbs-. Aún es tiempo para vos. Apuntaos esa entonación de voz. Y ahora -continuó-, ¿qué les vamos a cantar?
-¿Pero vais a cantar ahora? -preguntó Stubbs.
-Yo soy un trovador y pido hospitalidad a cambio de mi arte -contestó León-. ¿Podría hacer eso si fuese banquero? -Tampoco tendríais necesidad de hacerlo -contestó el estudiante,
-¡Calla! -se dijo León-. ¡Pues es verdad, Elvira, es verdad!
-Naturalmente que lo es -replicó la aludida-, y bien por figurártelo.
-Querida mía -dijo León con su énfasis natural-; yo no me figuro más que lo que es poético, pero ¿qué vamos a cantar?
Yo quisiera algo apropiado.
El joven inglés estuvo por proponer una canción familiar en su Universidad, pero pensando que estaba en inglés se abstuvo de dar ningún consejo en el asunto.
-Algo que recuerde nuestra actual situación.
-¡Ya lo tengo! -y empezó a cantar una antigua romanza de Pierre Dupont, que dice:

¿Sabéis en dónde está mayo,
que es el mes más hermoso?

Elvira unió su voz; también lo hizo Stubbs con buen oído y no mala voz, aunque con muy imperfecto conocimiento de la música. La guitarra de León servía de punto de apoyo a las voces. El actor lanzaba las notas de pecho con prodigalidad y entusiasmo, y al mirar al cielo, de la manera heroica que él acostumbraba arrojando atrás los rizos negros de sus cabellos, le parecía que las estrellas contribuían con su silencioso aplauso a su gloria y que el universo le concedía su silencio como coro para sus trovas; y un eterno Endymios como nuestro artista no necesita más para ser feliz.
Él solo (y hemos de hacer observar que era el peor cantante de los tres) tomó la música en serio juzgando la serenata desde un punto artístico muy elevado.
Elvira estaba preocupadísima con su situación, y en cuanto a Stubbs, le pareció que era una broma colosal. Las tres voces continuaron preguntando dónde se encontraba el mes de mayo.
Los inquilinos empezaron por asustarse, se vio la luz andar de un lado al otro, dejando una ventana casi a oscuras para iluminar otra, y por último se abrió la puerta y apareció un hombre en blusa llevando una lámpara de mano. Era muy joven aún, de revuelta barba y luenga cabellera y llevaba el cuello desnudo. Su blusa llena de manchas de todos colores parecía una túnica arlequinesca, y tenía algo de rural en la manera de llevar los calzones sujetos con un cinturón.
Inmediatamente detrás de él y mirando por encima de su hombro, apareció una mujer. Estaba pálida y un poco ajada, aunque muy joven todavía. La expresión de su rostro era agridulce y todo el conjunto recordaba vagamente a algunas medicinas, provechosas para la salud, pero insípidas al gusto. De todos modos su rostro no era desagradable ni mucho menos.
-¿Qué es eso? -preguntó el joven.

CAPÍTULO VI

León ya tenía el sombrero en la mano. Avanzó con su gracia acostumbrada. En el teatro le hubiera valido aquella escena muda una de sus mayores ovaciones.
Elvira y el inglés se adelantaron como la pareja de pastores que acompañaban siempre al dios Apolo.
-Señor mío -dijo León-, la hora es imperdonable y en ella nuestra modesta serenata casi parece una impertinencia, pero podéis creerme, palabra de honor, que no se trataba más que de una llamada. El señor, según creo, es artista. Pues aquí estamos también tres artistas que padecemos los rigores de la intemperie. Uno de ellos es una mujer, una delicada mujer, con traje de baile y en situación interesante. Estas circunstancias no pueden menos de hallar eco en el corazón de la dama a la que diviso justamente detrás de su señor esposo, y el rostro de la cual indica nobleza y bien equilibradamente. ¡Ah!, señora, señora, un rasgo de generosidad y haréis felices a tres desgraciados. Nada más que un par de horas al lado de vuestro fuego, os lo pido en nombre del arte y a vos, señora, en el de la bondad, patrimonio de los corazones femeninos.
La pareja como por tácito consentimiento se separó de la puerta diciendo a la vez:
-¡Entrad!
-Pasad adelante, señora.
La puerta se abría directamente sobre la cocina de la casa que según la apariencia también debía ser la única sala. Los muebles eran pocos y muy sencillos, pero de la pared colgaban algunos paisajes con marcos lujosos que denotaban haber visitado los comités de las exposiciones sin haber sido admitidos.
León se dirigió derecho a los cuadros y delante de cada uno de ellos adoptó posturas de experto con el entusiasmo con que ejecutaba todos sus papeles. El dueño de la casa, como si aquella pantomima fuese irresistible para él, le acompañó lámpara en mano a visitar todos los lienzos. Elvira fue conducirla junto al fuego y se sentó rendida de cansancio, mientras Stubbs permanecía en medio de la habitación con la boca entreabierta y siguiendo con plácida sonrisa los manejos de León.
-Esto lo habéis de ver de día -dijo el autor modestamente.
-Me prometo ese placer -dijo León- os diré, si me permitís la observación, que vuestro estilo recuerda el del Ticiano.
-Sois muy amable -contestó el pintor-, pero ¿no queréis acercamos a la lumbre?
-De muy buena gana -repuso León.
Pronto estuvo toda la compañía agrupada en torno de la mesa, sobre la que se servía una cena ligera, acompañada por un vino ligero también. A nadie le gustó la carne, pero nadie se quejó tampoco; la atacaron todos de buena fe haciendo gran ruido de cuchillos y tenedores. Ver a León comerse una salchicha fría era presenciar un triunfo. Cuando concluyó, había tanta expresiva pantomima acerca de la abundancia de la mesa que él mismo se encontraba como si hubiese comido un buey.
Elvira se había sentado como es natural junto a su marido y Stubbs naturalmente y quizás también inconscientemente se había puesto junto a Elvira; de modo que los dueños de la casa permanecieron juntos. Pero es digno de mencionarse que nunca se dirigieron la palabra ni siquiera permitían a sus ojos el encontrarse. La interrumpida pelotera aún subsistía en sus cabezas, y tan pronto como los huéspedes se retiraran resurgiría de seguro y con renovadas fuerzas.
La conversación giraba sobre uno y otro tema, porque de común acuerdo decidieron no acostarse por ser ya demasiado tarde; pero aquella pareja seguía inflexible: Gonerila y Reyana no fueron nunca más rencorosos en sus disgustos fraternales.
Sucedió que la pobre Elvira estaba tan rendida por todos los acontecimientos de la noche, que por una vez olvidó sus habituales maneras de sociedad (que eran sencillas y correctas)
y dejó caer la cabeza sobre el hombro de su marido, al mismo tiempo deseosa de alguna caricia que aliviara su cansando. Del modo más natural colocó su mano derecha sobre la izquierda de León, y se quedó con los ojos entornados en un estado de beatitud entre el sueño y la vigilia. Pero no perdió el conocimiento y todo el tiempo pudo ver que la esposa del pintor la miraba entre desdeñosa y con envidia.
Le pareció al cantor que la situación reclamaba un cigarrito y para coger el tabaco, dejó la mano de su esposa con todo género de precauciones para no hacerla cambiar de postura y no sin estrechársela antes. Todo este tiempo habían estado fijos en ellos los ojos de la esposa del pintor. Ésta parecía vacilar; por fin tomó una resolución y por debajo de la mesa cogió la mano de su marido; pero podía ésta haberse evitado el disimulo, pues el pobre muchacho poco acostumbrado a estas ternuras se quedó con la boca abierta en medio de una palabra, dando a entender claramente que sus pensamientos habían tomado otro giro. La esposa interrumpió en seguida el contacto, pero pudo observarse que no lo logró sin algún esfuerzo, la joven se sonrojó y por un momento pareció hermosísima.
León y Elvira observaron este manejo y cambiaron una mirada de inteligencia, porque uno de sus placeres era arreglar parejas principalmente si se trataba de matrimonios.
-Os pido disculpas -dijo León-, pero es inútil el disimulo. Antes de llegar aquí oímos voces que indicaban, si es que me permitís decirlo, cierta falta de armonía.
-¡Señor mío! -dijo el marido.
Pero la mujer le interrumpió, diciendo:
-Es verdad, y no veo el motivo para avergonzarse. Si es que mi marido está loco, creo que tengo el deber de hacer cuanto pueda para evitar las consecuencias. Figuraos -dijo dirigiéndose al matrimonio y pasando a Stubbs por alto- que este majadero, que no tiene nociones ni sirve siquiera para pintar de brocha gorda, ha recibido esta mañana un magnífico ofrecimiento de su tío (o mejor dicho del mío, pues es el hermano de mi madre), proponiéndole una plaza en su escritorio con ciento cincuenta libras al año, y ¡figuraos que rehúsa! ¿Por qué?, diréis. Pues, según él, ¡por amor al arte! ¡Mira tu arte, le digo yo! ¡Míralo! ¿Vale la pena de verse?, y sobre todo ¿vale la pena de comprarse? Y aquí me tienen, señores míos, condenada a la más deplorable de les existencias, sin lujo, sin comodidades siquiera, en los arrabales de una ciudad de provincia. ¡Oh!, no. No me callo; es más fuerte que yo misma. Tomo a estos señores por testigos. ¿Es esto agradable? ¿Es decente siquiera? ¿No merezco mejor trato? Y ¡esto después de haberme casado con él y hecho todo lo posible por complacerle!
No creo que puedan existir en el mundo unas cuantas personas más diversas que las que allí se hallaban reunidas; todos a fuerza de querer parecer serios, parecían tontos y el marido aún más que los demás.
-El arte de este señor, sin embargo -dijo Elvira rompiendo el silencio-, no carece de buenas condiciones. -Pero carece de las necesarias -dijo la airada esposa para que se lo compren.
-A mi parecer, una buena colocación -apuntó Stubbs.
-¡El arte es el arte! -interpuso León-. Yo le saludo porque es lo que embellece la vida y el soplo divino en este mundo, pero... -el actor se detuvo.
-Una colocación... -quiso proseguir el inglés.
-Os diré el caso -intervino el pintor-. Yo soy artista y el arte es todas esas cosas que acaba de decir este señor, pero si por ese motivo mi mujer me va a dar una vida de perros, prefiero ahorcarme de una vez.
-¡Pues hacedlo cuanto antes! -gritó la esposa-. Me gustaría verlo.
-Iba a decir -dijo Stubbs- que un hombre puede tener una colocación y juntar también el arte; yo conozco un chico que está en un banco y que hace unas acuarelas colosales; ayer mismo vendió una por cincuenta libras.
Esto pareció a las dos mujeres una tabla de salvación; cada una interrogó ansiosamente el rostro de su señor y dueño, y es de notar que así lo hiciera hasta la poética Elvira, a pesar de ser ella misma artista (lo que prueba que hay algo de permanentemente mercantil en la naturaleza humana). Los dos hombres también cambiaron una mirada, pero ésta fue trágica. No de otro modo se hubiesen saludado dos filósofos que tras laboriosa vida se encontraron con que eran un misterio para sus propios discípulos.
-El arte es el arte -dijo tristemente León-; y no se trata de hacer una acuarela ni de tocar una hora el piano: es una vida que hay que vivir.
-Mientras los que la viven se mueren de hambre -repuso la dueña de la casa-; si eso es vida no es la que a mí me gusta.
-Voy a proponemos una cosa -dijo León-. Vos, señora, tened la bondad de pasar a otra habitación con mí esposa, y allí discutid el asunto, mientras nosotros hablamos aquí; puede que no resolvamos nada, pero nada nos cuesta probar.
-Con mucho gusto -dijo la joven esposa, y después de encender una vela condujo a Elvira el cuarto de dormir de, piso principal-. El hecho es -dijo después de sentar que mi esposo no sabe pintar.
-Tampoco el mío sabe representar -dijo Elvira.
-Pues yo creí que sabía muy bien -repuso la otra-, parece listo.
-Lo es -dijo Elvira con convencimiento-, y además el mejor de los hombres; pero no sabe representar.
-Al menos no es embustero y charlatán como el mío. Sabe cantar.
-No; estáis equivocada -dijo Elvira calurosamente-, ni siquiera lo pretende, canta para vivir. Pero creedme, los hombres no son embusteros ni charlatanes; es que algunos de ellos tienen una misión que cumplir...
-Pues gracias a ella por poco habéis pasado la noche en la calle y yo vivo en constante miedo de morirme de hambre. Yo creí que la misión de un hombre debía ser el cuidar de su familia; pero parece que no es así. Su misión consiste en ponerse en ridículo. ¡Oh! -exclamó de pronto-. ¿No es horrible pensar en un hombre como el mío? Si hiciera lo que dice, ¿quién perdería con ello? Lo que es yo ni pizca.
-¿Tenéis hijos? -preguntó Elvira.
-No, pero pueden venir -contestó la joven.
-Los hijos dicen que cambian muchas cosas -observó Elvira suspirando.
Dichas estas palabras, se oyeron unos acordes de guitarra, y poco después la voz de León empezó a cantar una romanza que cortó la conversación de las mujeres. La esposa del pintor se quedó como si viera visiones.
Elvira mirándola en los ojos pudo leer en ellos todo género de dulces recuerdos y memorias de amor evocadas por cada nota de aquel canto. Era la canción de sus amores, una bonita y vieja romanza francesa que hablaba de manzanos en flor, de espigas maduras y de ríos apacibles en que se refleja la imagen de los enamorados.
-León ha estado oportuno -pensó Elvira-, no sé cómo. El cómo era muy sencillo León había preguntado al pintor si no había alguna canción que estuviera unida por el recuerdo a la época de sus amores y habiéndole manifestado cuál, dejó pasar un rato y de pronto empezó a cantar.

¡Oh, mi amante
oh, mi placer, sepamos disfrutar
las horas encantadoras!

-Perdonadme que os diga -dijo la mujer del pintor que vuestro esposo canta admirablemente.
-Esto lo canta con bastante sentimiento -dijo Elvira- pero es más actor que músico.
-La vida es muy triste -dijo la joven-, y a veces nos la hacemos nosotros mismos peor.
-Pues no lo encuentro yo así -contestó Elvira-. Yo creo que las partes buenas de ella aumentan y se multiplican cada día.
-Francamente, ¿qué me aconsejáis que haga?
-Pues francamente yo le dejaría seguir su camino. Se puede asegurar que es un pintor bastante bueno, y no sabéis qué tal empleado será; más vale que siga sus aficiones.
-Sin contar que es un excelente muchacho. Permanecieron reunidos el resto de la noche; se hizo música y reinó la más franca cordialidad entre todos. Castel-le-Gâchis empezaba a enviar el humo de sus chimeneas a las nubes y el reloj de la iglesia daba las seis.
-La guitarra es un duende familiar -dijo León mientras él y Elvira tomaban el camino más corto para llegar a su posada-; ha resucitado a un comisario, convertido un turista inglés y reconciliado a un matrimonio.
Stubbs, por su parte, se marchó pensando:
-Están todos locos -pensó-, todos locos, pero son muy honrados.

***

No hay comentarios: