El que vino de la lluvia, de Hector Tizón


I

Desde unos cinco kilómetros atrás apenas si hablaban y el que iba en el asiento posterior —que no había intervenido en las conversaciones sino con breves monosílabos, impertinentes o baladíes, sólo para asentir respetuosa o adulonamente— en esos momentos resollaba en sueños emitiendo un breve ronroneo gutural, como el de los gatos. Lloviznaba y el aire estaba frío; anochecía; pero en el automóvil había una calidez más bien densa o soporífera, que no alentaba el diálogo; todo ello unido a los acontecimientos de esa tarde; a los discursos prolongados, la ruidosa congregación, las entrevistas con la ostensible clientela electoral y el banquete con recitados, guitarras y borrachos. El ex juez, en el asiento delantero, junto al chofer, se había recostado dejando el cristal de su ventanilla entreabierto para que el aire de afuera le diese en la frente; estaba ya semicalvo y un tanto obeso, pero conservaba una cierta, atractiva virilidad de muchacho y un sentido del humor grato a cualquiera —sus dos armas secretas, en realidad— en las contiendas políticas provincianas, adonde su jubilación de magistrado lo había arrojado, por ausencia en aquel medio de otras propuestas de vida menos irreales, grandilocuentes o trilladas.
El que conducía el automóvil de pronto observó, a lo lejos, en el borde del camino, apenas refugiado bajo la copa breve de un arbolito, a un hombre que hacía tímidos o indecisos ademanes para alertarlos. En ese momento las manecillas del limpiaparabrisas parecían moverse más lenta o penosamente, tal vez una ilusión óptica, porque la lluvia arreciaba. Y entonces, dirigiéndose al juez, pero sin mirarlo, preguntó si detenía el automóvil, aunque en realidad ya casi lo había hecho. El que iba detrás despertó sobresaltado, justamente cuando el que esperaba en el camino y había hecho las tímidas señales corrió hacia la puerta, diciendo:
—Por favor, llueve y estoy enfermo. No sé si podrían…
—¡Suba, hombre, suba! Que nos mojamos.
El peatón se acomodó en el asiento de atrás, junto al otro que de inmediato pareció retomar el sueño, tratando de ocupar el menor espacio posible mientras que con un pañuelo comenzó a secarse la cara, el cuello y sus escasos cabellos. Tenía la nariz enorme y un feo lunar al costado de la nariz. El automóvil volvió a deslizarse por la carretera mojada; pero la lluvia cesó a poco andar y todo fue más claro, como si la noche se esforzara en demorarse.
Los árboles a los costados del camino eran alegres, jóvenes y brillantes, de un verde uniformado por el tiempo, al igual que las achaparradas matas de pasto, las piedras y aun los viejos troncos muertos abandonados por los leñadores. Y hacia el frente, que era el oeste, resplandeció pálidamente la última luz del sol. Pero ni aun así llegó la noche verdadera.
El ex juez permaneció en su asiento y el conductor encendió un cigarrillo y comenzó a fumar con placidez. El ex juez pensaba en sí mismo, desordenada y fantasiosamente, como cuando se viaja. Su largo desempeño como juez de instrucción le sirvió, tal vez, para ganar un escaño en el Congreso y ahora buscaba su reelección como quien practicara un juego irremediable, de alguna manera impuesto por los otros, displicentemente nostálgico e irónico; porque en el fondo, su verdadera vocación —soltero empedernido— hubiera sido la de escribir un tratado sobre los juegos de azar criollos, un solo libro cuya escritura le llevara la vida y sólo concluyera, tal vez, en vísperas de su muerte. También le gustaba imaginar su muerte, dulce, convencido, sentado en su viejo y amañado sillón debajo del enjundioso parral del patio; porque la muerte no es menos deseable que la vida.
El chofer, de pronto, apagó el cigarrillo y lo arrojó afuera, tomó el volante con ambas manos, disminuyó la marcha del automóvil casi hasta detenerlo y dijo:
—Es un pinchazo.


II

En verdad, la cara de la luna no se veía, pero sí su luz, difusa, fría, envilecida por la tormenta que iba y regresaba de este a oeste, amenazante en el cielo. Los cuatro hombres descendieron luego de que el conductor puso al automóvil, lentamente, a un costado del camino, y enseguida, entre el chofer y el que había venido durmiendo todo el tiempo, comenzaron la operación de cambiar la rueda; el juez, apartándose unos pasos, y de espaldas a los otros, se puso a contemplar algo en el cielo. El hombre que había sido mojado por la lluvia, de cuclillas, trataba de ser útil, sin acertar en qué. El juez regresó junto a los demás, que se ayudaban con una linterna; su perfil, de líneas claras, eminentes, no había cambiado mucho en quince años, y, cuando el hombre mojado por la lluvia lo vio así, ayudado por la luz de la linterna y la difusa claridad del anochecer, quedó absorto o paralizado, pero no exactamente de temor o cualquier otro sentimiento semejante, sino más bien a raíz de una vaga sospecha súbita o intuitiva; y, quizá sin proponérselo, esperó.
Cuando la rueda reemplazada estuvo en su lugar y el automóvil volvía a deslizarse sobre el pavimento, luego que transcurrió un tiempo, tal vez varios minutos, un tiempo largo y vacío, y tibio en el interior del automóvil, y el juez volvió a hablar para decir ahora algo relacionado con la luz de los faros y el camino, empleando tan sólo dos o tres palabras, o, a lo más, una docena de palabras en total, él estuvo seguro; lo que era solapado pero vivo en el fondo de su memoria, o de sus ganas, volvió a latir y así estuvo seguro; porque el color o las sombras, las palabras, los rostros, pueden ser equívocos y cambiantes, pero no la voz, ya que la voz es patrimonio congénito y ancestral, igual que la locura. El juez dijo no sabía cuáles palabras acerca del haz de luz de los faros del automóvil que alumbraban obstinadamente hacia delante hasta morir absorbidos por la distancia y las sombras, y él supo, de pronto, que era el juez, y de pronto, de alguna manera, volvió a ser muchos años más joven, volvió a ser chileno, volvió a sentir ese hondo escozor en la sangre, que siempre fue mejor, más tierno, saludable y excitante que todo lo que sucedió después, que fue tan sólo como una tarde larga, desapasionada, o tranquila o muerta. Y entonces pidió un cigarrillo al que conducía el automóvil, y luego rogó por el fuego para encenderlo. Y después, como quien empuña un palo, preguntó:
—Señor, perdone; ¿usté es el juez Álvarez, por si acaso?
El juez, otra vez acomodado en su asiento como en un principio, apenas si cambió de postura y dijo:
—Sí, hijo; soy el que era el juez Álvarez.
—¿Ya no es más juez, entonces?
—Hace mucho que no lo soy.
A medida que el automóvil se adelantaba hacia la ciudad mejoraba el tiempo, si es que el tiempo mejora cuando cesa la lluvia, y algunas estrellas comenzaron a tomar ubicación en el cielo, y la radio, que relataba un apasionado y lejano partido de fútbol, fue silenciada; el hombre que había sido recogido bajo la lluvia muchos kilómetros atrás, volvió a decir:
—¿Puedo hacerle una pregunta?
Y el juez dijo:
—Si es breve, dígala nomás.
—¿A cuánto tiempo de un crimen la ley perdona?
El juez no contestó enseguida; era evidente, o después él lo sabría, que algo remoto comenzaba a desaletargarse en su memoria.
—¿Qué crimen, pues?
—Homicidio.
El juez, de pronto más alertado también, o simplemente inquieto, quiso ganar tiempo.
—¿Qué clase de homicidio?
—El peor —dijo el hombre mojado. Ya ambos atrapados en ese juego acechante e irrenunciable de la memoria.
—Cualquiera sea; aun peor, como dices, sería lo mismo. Hace más de quince años que he dejado de ser juez.
Los otros dos hombres estaban ya también atentos a lo que se decía y la marcha del automóvil se había hecho tranquila, suave y más bien interminable.
—Míreme —dijo el hombre mojado—. ¿Me recuerda? Soy el Rana; soy el que usté largó hace mucho; voy envejeciendo absuelto; estuve en el sur en las minas de Río Turbio y vea, tantas noches soñando, y a veces, muchas veces soñando hasta en las siestas el mismo sueño o pesadilla; y venirme aquí, para encontrarlo al borde del camino, bajo la lluvia… ¿Pero usté está seguro, señor, que el pasado ha muerto?
El juez, vuelto sobre su asiento, lo mira atentamente.
—El pasado, para la ley, muere de golpe y según los casos. ¿Quién sos?, decímelo, aunque estoy casi recordándolo.
—Soy el Rana, señor; el chileno. El que usté no pudo mandar a podrirse en la cárcel.
—¿Será posible? —dice el juez, que ahora lo mira atentamente, sin reconocerlo todavía, una vez sólo porque el otro se lo dijo, y entonces su recuerdo se superpone al del otro y entre ambos se ayudan mutuamente.
—Yo la maté —dice el hombre mojado, ahora otra vez llamado el Rana.


III

El juez recuerda.
Esa mañana había llegado a su despacho a la hora acostumbrada; llegó de a pie, como siempre, cumpliendo un recorrido mas bien ritual pero un tanto más moroso que de costumbre. No utilizaba su automóvil —un viejo Ford de segunda mano, que resoplaba de fuerte, no de flojo— con capota desmontable, sino los fines de semana, cuando, con el pretexto de recoger moras, o higos, según las épocas, salía por los polvorientos caminos vecinales y se detenía a leer, no siempre el mismo libro, a la sombra de un árbol propicio. En el camino, entre su antigua casa edificada por su bisabuelo recién emigrado de Tarija a causa de ciertos desencuentros políticos, sobre una lomada junto al río, entre matas de hortensias gigantes y chirimoyos con sus oscuras copas casi ocultas bajo un manto de lluviosas enredaderas, se había detenido a observar los canteros de geranios, de prímulas, que un obrero municipal aparejaba en la plaza. Cuando estuvo en su despacho y encendió el ventilador, de grandes y lentas paletas de madera, que pendía del techo, más bien para ahuyentar las moscas que el supuesto bochorno, y el secretario le trajo los legajos del día, él se sorprendió mirándolos, al cabo de un rato, con fingida atención, como si se tratara de una cosa extraña. Eran los informes policiales. Tomó el primero. Una mujer, en un rancho sobre la margen derecha del río Lavayén, había sido muerta a puñaladas. El crimen fue denunciado por su propio compañero, quien se declaró culpable y se entregó a la policía. El juez, con ademán lento y mecánico, encendió su primera y única pipa de la mañana.
A causa de que hablaba con mucha rapidez, o de su tonada ajena, o de que en medio de las palabras lloraba como un chico asustado, en un principio el sargento no logró entenderlo. A pesar de que era noche, el sargento no había encendido aún el farol a querosén en la destartalada comisaría, no lejos del río: un viejo edificio de madera compuesto por una oficina, un calabozo y una galería enfrente. El sargento, sentado en una silla de paja, se ventilaba entonces la cara y el pecho con una pantalla de cartón con paisaje japonés, lo vio venir como una sombra, como un bulto ágil pero agazapado en la oscuridad de aquella noche recién madura y le dio el alto. El otro no se detuvo hasta adentro de la oficina y allí quedó, con el rostro semioculto por la sombra, transpirado, mojado por el llanto, con una mano afirmada en la mesa que servía de escritorio y la otra y su antebrazo sobre el vientre ensangrentado. Y entonces contó, no una sino tres veces, sin sumar el relato hecho nuevamente al comisario cuando éste llegó, lo sucedido. Es decir, que vivía con su joven compañera, una chaguanca, en un rancho de palmas y palo a pique sobre el río; él salía al monte por pieles de víboras que luego, del otro lado, vendía a buen precio, o por corzuelas, que él mismo desollaba. Ese día, regresando, encontró a la mujer con otro, un forastero alto, huesudo, con un sombro de alas anchas y barboquejo anudado, y la mató, mientras el intruso huía en procura del monte ya opaco por el atardecer.
—Dése preso y pase al calabozo —dijo entonces el sargento y, cuando el hombre estuvo encerrado, corrió en busca del comisario, que holgaba en el almacén.
—¿Cómo áhi, tirado y preso? —dijo el comisario cuando lo vio—. Si parece malherido; sáquelo de áhi y vaya por el doctor.
—Ya he visto, también, esa herida; sólo llega a la pella y no viene a ser fulera.
—Para peor, en Día de Difuntos —dijo el comisario. Ya el farol estaba encendido y en el haz de luz mortecina revoloteaban algunos bichos.
—¿Y esa herida en la barriga? —había preguntado el comisario, luego de observar el vientre del hombre cubierto apenas por una camisa mugrienta.
—Dice que fueron los arañazos de las espinas, cuando, cruzando urgente el chaguaral, corría hasta aquí.


IV

El juez recuerda.
Como prueba de cargo sólo había su propia confesión. Únicamente él y la mujer, ahora muerta, habían visto al otro hombre, alto y huesudo, vestido con ropas de gaucho pobre, que desapareció en el monte y la noche. Y eso no bastaba. No existían testigos ni otras pruebas, y el peritaje del médico forense afirmaba que no podía descartar a ciencia cierta el hecho de que una espina de chaguar hubiese rasgado el vientre del hombre, sin apenas interesarle los músculos ni herir las entrañas. La pipa del juez, ya apagada, crujió entre sus dientes. Y además, aquella confesión, repetida, fue insólitamente clara, inusualmente breve y sencilla, cuando desaparecieron la exaltación y las lágrimas; monótona, siempre igual a sí misma, tantas veces como fue dicha en los interrogatorios tediosos y reiterados, debajo del vano, cansado movimiento de las aspas del ventilador en su despacho.
El viejo edificio de Tribunales, que en el pasado había servido de cuadra y santabárbara al ejército de la independencia —y que, muchos años después, albergaría a un hogar de niños expósitos administrado por monjas— daba a unos terrenos traseros y poblados de naranjos agrios y pastizal silvestre; muy cerca de la ventana del despacho del juez jugaban niños al rito del gallo ciego, pero el rumor de las voces de los niños no parecía perturbarlo.
—¿Por qué este hombre aceptará, tan así, una culpa y una condena? —se había preguntado en voz alta, pero a sí mismo—. ¿Por qué no habrá huido?
—El único animal que no huye del dolor es el hombre —dijo entonces el secretario, ocupado como estaba en buscar un legajo en la biblioteca del juez.
—¿Qué dice usted? —preguntó el juez. El estrépito de los niños jugando no lejos de la ventana se había apagado y nada lo reemplazó.
—¿Cómo es eso? —preguntó el juez. El secretario, un hombre viejo, que ya salía del cuarto con el manojo de papeles, se detuvo y respondió:
—Digo, como lo decían antes: que sólo la inocencia es muda; la culpa y el remordimiento siempre quieren gritar.
—¿Usted cree que siempre sucede lo mismo? —preguntó el juez—. ¿Usted cree que todos los hombres repetimos los mismos gestos, siempre?
—Judas se ahorcó —dijo el secretario, ya en la puerta, cuando salía.
El interrogatorio fue largo —mucho más prolongado que de costumbre porque en estas provincias, en que sólo delinque el pobre, los crímenes no suelen ser interesantes— y la pesquisa policial, simple y tediosa. El Rana carecía de antecedentes penales; había llegado al lugar luego de emplearse vagamente en el oeste, cuando, chileno, cruzó las montañas y en un principio trabajó como peón en la obras ferroviarias de Huaitiquina; hasta que se instaló, luego de varios oficios, junto al río donde levantó un rancho y se entendió para convivir con la joven chaguanca, apenas mujer, hacendosa y de mediana virtud.
El forense había dicho que las uñas o espinas del chaguar son tan filosas que cortan como un cuchillo.
—No puedo asegurar por qué, pero de lo que digas depende todo —dijo el juez.
—Yo sólo soy un médico —dijo el doctor—. Se le han hecho varios puntos, creo que doce o quince y la herida cicatriza bien.
El juez observaba al médico, y en su mirada el médico creyó ver, conociéndose de antaño —de cuando eran estudiantes en Córdoba—, un reflejo remoto y distinto. Compañeros de cacería en los inviernos y de esporádicas partidas de póker ad honorem, el médico oyó que el juez también decía:
—El derecho es un juego, con reglas rituales, y el que se aparta de esas reglas siempre suele perder.
—¿También las penalidades? —preguntó el otro; sus cabellos escasos ya eran de una tonalidad rojiza y cenicienta, igual o semejante a sus mejillas; de espaldas más bien encorvadas, como a menudo se ve en las personas de elevada estatura pero tímidas o desconfiadas.
—Por supuesto que sí —dijo el juez—. También las condenas, que únicamente son una manera de perder; pero no la única, y, a veces, no la peor.
El médico, de pie y acodado en la ventana desde donde llegaban, hasta hacía rato, las voces de afuera, dijo:
—¿Crees, entonces, que ganar o perder es lo mismo, o significa lo mismo?
—No —dice el juez, quitándose de la boca la pipa fría—. No siempre es lo mismo. Siempre, o casi siempre, el que pierde gana.
—¿Te refieres a la conciencia, a la mala conciencia, a las consecuencias remotas de la conciencia culpable y a todo eso?
—Me refiero a Dios —dice el juez—. Que no es determinista. La ciencia, en cambio, no es así; la ciencia no duda; por ejemplo, la medicina cura o mata.
—¿Estás seguro? —pregunta el médico. En ese momento entra al despacho el secretario, con un manojo de papeles.
—¿Qué hora es? —pregunta el juez.
—Más bien es tarde —dice el médico. Y luego, cuando ya parecía todo concluido, agrega—: La medicina, puede ser; y aun el resto del saber que llamamos ciencia. Pero todo eso no es la ciencia, sino una reflexión provisoria sobre la ciencia.
El juez, en vano, buscó los fósforos, que deliberadamente nunca llevaba en el bolsillo, para encender la pipa, y aún quiso decir algo más, pero cuando volvió a mirar en dirección a la ventana, el médico ya no estaba. Entonces ordenó que trajeran nuevamente al preso, como tantos días atrás, desde hacía tres meses.


V

—¿Como qué horas serían? —preguntó el juez.
—Lo dije antes, muchas veces, señor —dijo el preso.
—¿Qué hora?
—No había sol ya.
—¿Cuándo pensaste en matarla?
—No lo pensé.
—Empecemos de nuevo —dijo el juez—. Antes dijiste que, sin haber visto a nadie, sin conocer a hombre en quien desconfiar, desconfiabas. ¿Desde cuándo? ¿Cuál es el origen de tu apodo? ¿Por qué te nombran el Rana?
—Ya se lo he dicho. Yo era delgadito y nadador; por eso. ¡Quién sabe! Eso viene desde que uno es pequeño. ¿Usted no tiene alguno, señor? Verá, todos tenemos uno, aunque sea de entrecasa.
—Pero no es eso lo importante. ¿Desconfiabas y decidiste arreglar las cosas? ¿Qué significa arreglar las cosas?
—No he dicho eso; no recuerdo haber dicho eso.
—Lo dijiste, sí; lo tengo escrito aquí.
—Puede ser.
—¿Desconfiabas, entonces, y planeabas la muerte?
—¿Una muerte planeada, como usted dice, es distinta de una muerte de repente?
—Por supuesto —dijo el juez—. Eso lo estás sabiendo. Imaginar querer matar y matar; y simplemente matar, tienen distinto precio.
—¿En verdad? —dijo el Rana—. Es curioso; creía que la muerte era siempre igual.
—Para la ley no.
—¿Qué sentido tiene la muerte para la ley? Mire, señor, de qué manera estar preso aprovecha.
El juez, que ha vuelto a buscar nerviosamente los fósforos, en vano, con la pipa en la boca, dice:
—La muerte no tiene sentido; sólo para la ley lo tiene. Pero mi pregunta, otra vez, no está contestada: ¿desconfiabas desde antes?
Ahora es el preso quien mira por la ventana en el despacho del juez, pero quizá no ve nada y dice:
—No.
—¿Cómo explicarás, entonces, el motivo que te llevó a relatar lo de la adivinanza en el boliche de Antonio? ¿Recuerdas? Jugaban al truco cuatro hombres, debajo de la mancha clara de un farol. El acertijo o la adivinanza era simple, pero, deteniendo la jugada, preguntaste otra vez por lo que querrían decir; y entonces ¿recuerdas? El hombre corpulento, de cejas tupidas, dijo: “Uno tiene lo que no ha perdido. ¿Vos no has perdido los cuernos? Entonces los tenés…”. En ese momento fue, aquí está anotado, que tumbaste la mesa de una patada y los naipes se desparramaron por el suelo; y el hombre ese, de cejas tupidas, no apareció más; y viene a ser como el diablo, ni el sargento de policía, ni el bolichero ni el comisario lo conocían.
El preso estaba sentado en un sofá de cuero endurecido por los años y la incuria burocrática y ahora parecía enfermo o muy débil.
—¿Tiemblas? ¿Estás temblando, hijo? —preguntó el juez.
—Sí, pero es de frío, señor —dijo el Rana.
Entonces el juez, recordando sus antiguas lecciones de historia, no pudo menos que sonreír. Luego dijo:
—Bien; hablaremos mañana.
En realidad era ya de noche y el secretario se había ido, no sin antes advertir al juez que, en la pequeña cocina del juzgado, había dejado un termo de agua cliente.
Pero luego de oprimir el llamador de la guardia, y cuando ya se llevaban al preso, el juez, en tono de voz irreprochable le preguntó:
—¿De qué tienes miedo, hijo? ¿A quién estás encubriendo?
Pero el preso no contestó, ni siquiera volvió la cabeza, cuando entre dos se lo llevaban.
Las aspas del infructuoso, casi obsoleto ventilador, continuaban moviéndose; y, a través de la ventana, a lo lejos pudo haberse escuchado el primer son, pomposo y grave, de la bombardina del orfeón municipal; retreta de los jueves en la plaza.


VI

—¿Qué adivinanza? —dijo el preso. Los rayos del sol de esa mañana se colaban oblicuos por las ranuras de la ventana mal cerrada. Era uno de aquellos días que contradicen o confunden el sentido de las estaciones; un invierno radiante con el bochorno arbitrario y malsano para el ánimo que el viento norte, en esta tierra, difunde cuando sopla.
—No es una adivinanza —dijo el preso—. Eso es lo que dijo el tipo. Yo creí que era una adivinanza, quizá por el afán de ahuyentar la afrenta, porque soy apocado; pero él dijo que no.
—¿Quién era ese hombre? ¿Hablaba con cuál tonada? Nadie escapa a eso; en este país el acento nos identifica y discrimina. ¿Cómo hablaba ese hombre?
—Recuerde que yo no soy de este lugar —dijo el preso—. Pero, para colmo —agregó—, sabía por su boca que había sido entrenador de caballos petisos en una finca de por el lado de Real de los Toros; nunca tuvo vergüenza de eso, ni de los caballitos, a pesar del repudio y el malestar de los paisanos, que se sentían disminuidos y ridículos.
—¿Ponys? —el juez lo dejaba ir de palabras—. Se llaman así, según creo —dijo.
—No sé. Pero de la noche a la mañana, un día escaparon todos al monte y los pumas han de haberlos comido porque nunca más apareció ninguno; después fue inspector de lluvias, y se lo veía por el lugar con un embudo y un palito con marcas; ayudante de un juez de paz y de ahí, cuando ya tuvo, a pesar de ser manco de una mano, destreza con la pluma, pasó a escribiente y lector de cartas, notas y solicitudes en una zona ancha que abarcaba desde la margen del río hasta el pie de las cuestas; sus principales clientes y mejores pagadoras eran las mujeres; también se hizo tañedor de flauta y cantor, pero eso le daba poco.
—¿Cómo era?
—¿Cómo era qué?
—¿Cómo era el hombre?
—Ya se lo he dicho. Poco sé cómo era; lo vi sólo aquella noche; tenía las cejas tupidas y era manquito.
—¿De cuál altura? —preguntó el juez.
Entonces el Rana, por primera vez, pareció pensar la respuesta; se detuvo un minuto largo observando las manos del juez, claras y delgadas, como si realmente se interesara por ellas o por la pipa que como a un pichón de pajarito sostenían; y al cabo dijo:
—Como la mía. —El juez lo miró desalentado.— Como la mía, ni más ni menos —dijo entonces, seguro, el preso.
—¿Por qué la mataste? —preguntó el juez; ahora parecía cambiado, tajante y severo; oprimió el timbre del llamador varias veces y cuando apareció alguien, le ordenó, con la misma entonación, que trajera fósforos.
—Señor juez, ¿usted va a…?
—Sí —dijo el juez, sin mirar al que llegó—. Tráigalos.
El que acudió a la llamada se fue en busca de los fósforos.
—Bien —dijo el juez—. Ahora, por fin, me dirás la verdad. ¿Cómo era ella?
—Usted la vio —dijo el preso, mirando al piso, como amedrentado. Por primera vez en todo el tiempo la reacción súbita del juez aparentemente lo había conmovido.
—La he visto muerta, únicamente. Y no es lo mismo. Una persona con vida no es nunca igual a sí misma, muerta.
—Señor juez —atinó a decir el hombre, tímidamente.
—Espera —dijo el juez—. La muerte es algo específico y distinto; alguien muerto no se parece jamás a sí mismo. La he visto muerta, sí. ¿Quisieras verla ahora, muerta, después de tres meses muerta?
El preso, sentado apenas con la punta del trasero en el duro y antiguo sofá de cuero negro repujado con dragones y monogramas en el despacho del magistrado, comenzó a temblar imperceptiblemente y luego a llorar, pero sin escándalo.
—Para el muerto la muerte no significa nada; sólo a los vivos nos importa la muerte… ¿De cuál color eran sus cabellos? ¿Era virgen cuando fue contigo?
—Sí —dijo el reo—. Pero ya había servido.
El juez detuvo un momento su discurso y lo miró, observó sus hombros doblados sobre sí mismo, disminuidos, el imperceptible, imaginado temblor de su carne debajo de aquella pobre camisa de lienzo, su cuerpo todo, ahora, de pronto, aunque por un instante, allanado al rigor de este invierno tornadizo y espurio, aparentemente desamparado y solo ante la pompa todopoderosa y, ahora, casualmente gratuita de un sistema al cual se hallaba enfrentado; y dio un salto en su alma, porque —el juez— había hallado confirmada su teoría, abonada de ocios, empedernida soltería y cautelosas lecturas de clásicos latinos, de que la virginidad, menos que un hecho o un estado, es un mero concepto. Pero, quizá exaltado por esa euforia que suele aparejar la comprobación de una teoría (como aquella que afirmaba que los pájaros no avanzan sino que retroceden en el vuelo) continuó:
—¿Cómo era ella? ¿Cómo eran sus dientes, sus labios, su estatura cuando se agachaba, el matiz de sus ojos cuando mentía, o cuando miraba hacia el fondo del atardecer?
El juez, por obra del discurso, ya había superado el impulso de encender inoportunamente la pipa. La opacidad de la tarde se avecinaba y todo lo demás, que a ambos les era ajeno, no había logrado diferenciar este largo momento, que llevaba quizá ya muchos días, de una historia repetida hasta el cansancio. El juez volvió a observar detenidamente a aquel hombre, ahora aterido o acorralado e indestructible, cuando dijo, con la tranquilidad y el ademán lógico de quien supiera un libreto:
—¿No es acaso que el acusado tiene derecho a hablar con un defensor delante?
—Sí —dijo el juez—. Todo lo que has dicho no podré utilizarlo en tu contra, pero aun así pensé que, entre los dos, podríamos haber logrado que…
El preso esperó, observando al juez, ahora más tranquilo, con sus ojos agudos, pequeños y redondos como los de un roedor.
—¿Logrado qué, señor? —dijo.
—No lo sé —dijo el magistrado—. Tal vez hubiéramos logrado crear una pequeña historia; algo invulnerable y permanente… Todo está dado, el amor y la muerte… ¿Sabes, hijo?: Si yo no fuera el juez sería tu cómplice; o, quizá, por ser el juez soy tu cómplice.


VII

El Rana se negó a designar un defensor; por aquellos días el de Pobres y Ausentes estaba indispuesto y entonces le correspondió la defensa al primer abogado de la lista; un hombre joven, casi un muchacho (que luego se dedicó al negocio de farmacia en el pueblo, y a tocar el violín en las tardes, su vocación secreta). Ese abogado joven tenía tiempo y ganas, por falta de clientela y, sobre los gruesos volúmenes de jurisprudencia, preparó la estrategia de su defensa. En contra del Rana sólo había su propia confesión ante la policía; sin más probanzas, sin testigos, indicios o presunciones sólidas, que el juego de palabras del hombre corpulento de cejas tupidas y la propicia juventud de la víctima; pero, por eso mismo, el abogado estuvo dudando tantos días de alegar emoción violenta, causal de eximente o atenuante que abandonó enseguida, porque, a pesar de su juventud e inexperiencia profesional se dio cuenta de que, para hacerlo, debía contar no sólo con la imaginación desprejuiciada, sino también con la complicidad filosófica del juzgador; y entonces optó por recomendar a su cliente rectificarse de su declaración policial y decir ante el tribunal que la verdadera historia era la siguiente: Cuando él llegó del monte, esa tarde, sorprendió a un hombre tratando de forzar a su mujer; él corrió en su defensa. Al verse sorprendido, el hombre mató a su mujer, y a él, de un cuchillazo que trató de esquivar, le rasgó el vientre. Entonces, herido, rogó al otro que no lo matara, que si no lo mataba él se iba a culpar del crimen; de lo contrario, si los mataba a los dos, no quedarían dudas, lo buscarían y, tarde o temprano, iría a la cárcel para siempre. Dijo también que el otro, de pronto, se contuvo, bien fuere por un milagro o porque no era asesino vocacional o porque con una muerte ya le bastaba, o su argumento lo convenció. Explicó entonces al tribunal que fue él mismo quien le recomendó que huyera del lugar ya que como forastero nadie lo extrañaría y que, para darle más tiempo, sólo haría la denuncia como una hora más tarde. Dijo que el otro limpió su cuchillo en la tierra antes de envainarlo y aun antes juró que lo mataría de veras si no cumplía su promesa. Fue así como a la hora de encender faroles llegó a la comisaría, recaudando la herida de su vientre con la mano y relató aquella historia inicial, mintiendo por temor al asesino anónimo. Con ello el abogado fundó su alegato en el beneficio de la duda.
Los que luego de mucho tiempo recordaron el caso, afirmaban que el joven abogado, en realidad, en el curso de las audiencias, parecía el acusado, por su emoción y vehemencia, en tanto el reo, a lo largo de todas esas horas, miraba los dedos de sus manos, las puntas de sus botines, o el enigmático crucifijo de caoba colgado a espaldas del juez, oscuro y silencioso y enfundado en su terno tan gris que parecía negro.
Y esa misma tarde, la del fallo, el Rana, absuelto, con las manos vacías, sin un avío de ropas, salió de la prisión, sin apuro, como esperando o como si no tuviera ya nada que esperar, y se encaminó, impensadamente hacia la carretera del sur.


VIII

—Yo la maté, de veras —dice el hombre mojado por la lluvia, ahora otra vez llamado el Rana.
El ex juez Álvarez de pronto vuelve a ver la cara de aquel hombre a través de los años; cuando ya el automóvil penetraba en la ciudad; el que estaba al volante lo dejó frente a su casa, una construcción antigua, con cuatro habitaciones fronteras y zaguán en medio, recoleta, amplia, tercamente rebelde al presente y a las ideas actuales del confort. La lluvia había cesado y el cielo con increíble rapidez comenzó a despejarse. Al cabo salió la luna, cuando ya el ex juez y el ex reo trataban de beber un trago de cingani en la sala que vagamente olía a moho, a melancólica decadencia, quizá, sentados como antaño, el uno frente al otro, aunque ya no enfrentados, sino como viejos combatientes de una remota guerra del tiempo. En un principio hubo un momento de silencio, hondo y oscuro, y ese silencio los unió aún más, porque fue como una evocación sin palabras a través de aquellos años perdidos, en vano, como todos los que pasan, y reencontrados; y ya, al cabo, entre sentarse y acomodarse, fueron tres los largos tragos de cingani.
—¿Y bien, hijo? —dice el juez Álvarez.
—Sí —dice el hombre mojado por la lluvia—. Yo la maté.
El juez, sin asomo de sorpresa vuelve a mirarlo y, a pesar de que la voz no miente, no reconoce a este hombre, ni siquiera como al eco o la proyección remota de aquel otro que él mismo no pudo condenar, y nada más se le ocurre decir que:
—La justicia de antes no es la de ahora.
—No —dijo el otro.
—Ahora la justicia es más apasionada; tortura y mata, pasa por encima o es más imaginativa que sus propias reglas. Ésa es una diferencia histórica.
—¿A usted nunca le gustó ser juez, verdad, doctor?
—No lo sé —dice el juez Álvarez—. Nunca se sabe lo que a uno le gusta en la vida, verdaderamente, hasta que comienza a no importarle demasiado. ¿Pero qué es lo que quieres decirme?
El ex acusado se pone de pie, da dos pasos por la habitación casi a oscuras y tibia, mira sin ver las gruesas paredes despojadas y dice:
—Si ya no hay peligros, quiero decirle que no sólo maté a la mujer, sino también al hombre.
El doctor Álvarez lo está mirando, sin asombro. El otro sigue hablando:
—Cuando los sorprendí ¿recuerda? Ella y el hombre de cejas gruesas que era cantor. Al regresar al rancho, primero, de un machetazo, maté al perro, para que no ochara. Después los vi, y los maté juntos. A él lo enterré a dos metros del suelo, en la playa del río, donde no podía causar sospecha tierra ni piedras removidas; todavía ha de estar ahí; y a ella la rematé con dos puntadas más. Después yo mismo me hice el tajo en el estómago, cuidando que fuera un solo tajo, de golpe y tocando apenas la pella… Y después fui a la comisaría y confesé. ¿Recuerda? El guapo de cejas gruesas, que había sido ayudante de un juez de paz, me había enseñado que la confesión no basta para condenar, cuando no hay más pruebas, y yo me tiré el lance. ¿Quién puede sospechar de un hombre que confiesa? Cuando me lo dijo ya compartíamos la mujer y él estaba asustado, quería en realidad que la matase para no tener pendientes y terminar sus débitos conmigo. Nunca se imaginó que eso iba a servir para cubrir su propia tumba. Todos se dedicaron a averiguar un crimen, nadie sospechó que eran dos.
El hombre se pasó la manga de su camisa por la boca, como si la tuviera mojada y luego de alisarse los cabellos con la mano quedó un rato en silencio. Entre ambos se miraron. Pero después, el hombre mojado, volvió a hablar:
—Usted, señor, pudo haberse dado cuenta; estuvo a punto de darse cuenta.
El ex juez, que ahora, ya para viejo, no se cuidaba del tabaco, encendió un cigarrillo, echó unas aparatosas bocanadas y preguntó:
—¿Darme cuenta de qué? ¿Cómo?
—Cuando me vio firmar en los papeles; o cuando me vio encender un fósforo.
El ex juez no pareció entender, pero callaba.
—¿Recuerda que relaté que me había lastimado el vientre atravesando el chaguaral? El médico ese, amigo suyo, dijo que el tajo en mi vientre iba de izquierda a derecha, que eso era evidente por el ojal o arranque del tajo y la dirección de la herida. Todo eso hubiera sido insospechable, si yo no fuera zurdo, y manco de la derecha el otro.


IX

Cuando el Rana acabó de hablar, las campanas del reloj de la plaza tocaron medianoche y los dos hombres permanecieron largo rato sin mirarse, en silencio. Al cabo, el que había sido juez, preguntó:
—¿Estás arrepentido?
—No —dijo el otro—. Estoy contento y en paz; pero recién desde ahora.
—¿Por qué me lo contaste, entonces?
—Porque siempre tuve ganas de contárselo. Estaba con el pendiente y no me gustan las deudas. ¿Sabe, señor? Mi único temor en todos estos años fue que usted muriera sin volvernos a ver.
Una ráfaga de aire fresco se coló por entre la celosía de una ventana. Llovía nuevamente. El Rana se puso de pie y caminó hacia la puerta de calle, mientras el gato barcino, gordo y viejo, que había dormitado aparentemente sin que nadie lo viera —durante todo el tiempo— sobre la alacena, se puso a andar también, desganadamente, pero en dirección contraria. Cuando ya el hombre estaba en la puerta, el ex juez preguntó:
—¿Ahora qué haces, de qué te ocupas?
—He vuelto a mi primer oficio: ayudante de matarife.
—Es una buena artesanía, la tuya —dijo el ex juez.
Entonces el hombre, ahora definitivamente libre y solo, cerró tras de sí la puerta del zaguán y desapareció en la calle, bajo la llovizna.

No hay comentarios: