1. La
serie sangrienta
El 6 de agosto de 1888 comienza la
historia criminal más desconcertante del Londres de fin de siglo. Es una
historia con su ciudad de maldita: el distrito de Whitechapel, con sus calles
obscuras, sus casas miserables, sus prostitutas, el hampa agazapada, a la
espera del primer desconocido. Transitar entonces por Whitechapel era
aventurarse en la ciudad de Dite, descrita en el Infierno del Alighieri.
Sólo tenían cabida el azar y los impulsos demoníacos.
Ese día, 6 de agosto, alguien, no importa quien, descubre el cadáver de una mujer que todos conocían en Whitechapel. Era una prostituta, Emma Smith, que solía recorrer sus callejuelas tenebrosas adivinando miradas. Estaba degollada de oreja a oreja, y su vientre seccionado verticalmente desde el ombligo hacia abajo. Al lado de ella, de sus trenzas revueltas, sobre el pavimento de la maldita callejuela, se hallaban los intestinos, manoseados y dispuestos como un símbolo sinusoidal. Detrás de este dibujo macabro aparecían unas huellas de sangre que se perdían en una acequia. Ahora hubiéramos dicho que un ser incorpóreo, fantasmal, había cometido un crimen para desaparecer en el líquido turbio de una ciénaga que comunicaba con el más allá. El criminal se había diluido como si la acequia lo hubiera devorado.
Examinado el cadáver por la policía,
se advirtió en seguida que le faltaba una oreja. Se pensó por un instante que
podía tratarse de una muerte por libídine seguida de antropofagia. Krafft-Ebing
ya la había descrito en su Psychopathia sexualis (c. VIII). Pero no se
trataba de esto, porque al día siguiente, entre la correspondencia anónima del
correo, apareció una cajita con destino a Scotland Yard. En el interior de
ella, envuelta en papel de seda, el criminal había colocado la oreja que le
faltaba al cadáver de la Smith. Asesinato y desafío que comenzó a inquietar a
todo Londres. Las características del hecho probaban ya que el desconocido
manejaba el bisturí y tenía excesivos conocimientos de anatomía. Probaba, inclusive,
que una vez degollada y destripada la víctima, el asesino se había recreado con
los intestinos hasta disponerlos sobre el pavimento como si buscara un ordenamiento
determinado. Por último, con el envío de la oreja a Scotland Yard, habría que
pensar en un humorista macabro. (Probablemente es el padre de ese humor negro
que luego exaltarían los surrealistas encabezados por André Bretón).
El envío de la oreja, por otra parte,
incluía un desafío a continuar. El reto de las tinieblas contra la policía.
El segundo crimen acaeció en el mismo
mes: el 31 de agosto de 1888. La víctima fue Martha Traban, una prostituta de
35 años, de larga cabellera rubia y ojos azules. Degollada y destripada. Y
también en Whitechapel, a poco trecho del lugar en que había sucumbido la
Smith. Pero esta vez los intestinos no habían sido ordenados simbólicamente. Estaban
desparramados. Tampoco faltaba una oreja. El desconocido había extirpado un
riñon como si hubiera trabajado sobre una mesa de operaciones.
Londres comenzó a temblar. Las
puertas y ventanas comenzaron a cerrarse muy temprano. Las calles se volvieron
solitarias. Alguna vez, en la neblina densa y deletérea sólo se oía el ritmo
de unos cascos que avanzaban hacia el misterio. Después se supo de la humorada
macabra del asesino. De la reiteración obsesiva. Éste había enviado el riñon
a la policía en otra cajita similar a la primera. Scotland Yard quedó
escarnecida. Todo Londres se convirtió en una protesta contra su imbatible
cuerpo de seguridad. Conan Doyle, que un año antes había creado a Sherlock
Holmes en su A Study in Scarlei (1887), sintió lástima por los
investigadores de Londres.
El 8 de setiembre se reanudó la serie
sangrienta. La víctima, otra muchacha que vendía su cuerpo al primero que
pasara, se llamaba Mary Anne Nichols. Murió de la misma manera que las
anteriores, con las vísceras sobre el suelo o estampadas sobre las viejas paredes
de Whitechapel. Pero hora aconteció una variante totalmente nueva. El asesino
se retiró con una parte de las vísceras. Posiblemente para conservarla y
recrearse con su contemplación, como lo hicieron mucho antes, en la historia
del crimen, Gilles de Rays y el Asesino de la Medianoche que aterrorizaba en
Notting Hill. O bien aquel otro que se llamó Vicenzo Vernezi, tan estudiado por
Lombroso (L'huomo delinquenti, II, 168 y ss.), el cual se llevaba la
ropa y las vísceras de la víctima para palparlas secretamente.
La cuarta prostituta asesinada fue
hallada el 30 de setiembre en Hamburry Street. Se llamaba Annie Chapmann,
acaso un nombre falso para ocultar la miseria y el delito. Y a ésta también le
faltaba un riñon que tampoco fue a Scotland Yard. El asesino se había vuelto
coleccionista (un coleccionista infernal para otros demonios del más allá). O
bien se había desayunado con esa parte del cuerpo humano. Es una hipótesis posiblemente
humorística que hubiera entusiasmado a Thomas de Quincey cuya definición del
delito (On murder considered as one of the fine arts, I, II) no deja de
tener una idea obsesiva sobre la importancia de la bolsa como instrumento para
la conservación y el desayuno. Y como hipótesis no era una mera suposición,
sino algo terminante, incuestionable. El asesino había cometido el crimen entre
la medianoche y la madrugada. La antropofagia pudo haber sido estimulada por la
hora, en un amanecer neblinoso, lleno de signos imprevisibles. Ahora, sin
embargo, hay un hecho insólito. Sobre la pared, a poco trecho del cadáver,
escrito con tiza (la letra es impecable), hay un mensaje que incluye un desafío
a todas las policías del mundo:
Esta es la cuarta y mataré muchas más
antes de
desaparecer.
Jack the Ripper
El asesino, insistiendo en su desafío
a Scotland Yard se autodenomina para mayor escarnio. Ahora es sencillamente Jack
el Destripador.
Y el Destripador se burla de las
reglas. Y también del Comité de Vigilancia, formado ante la indignación de la
reina Victoria y la impotencia del jefe de policía Sir Charles Warren. En los
primeros días de octubre, en una plaza, al oeste de Whitechapel, da cuenta de
la quinta prostituta, Catherin Eddowers. Ahora, en un nuevo alarde de
disección, le extrae los ovarios. (Cien años después un argentino recluido en
Sierra Chica, realizará idéntico trabajo de los ovarios, "cazando" mujeres
en la Pampa). El 9 de octubre, en Berner Street, siempre al filo de la
medianoche, fue hallado el cadáver de Elizabeth Stride. Era la sexta
prostituta. La séptima fue una muchacha de 20 años, asesinada en Dorset Street
26, en la misma casa en que recibía a su clientela. Se llamaba Mary Jane Kelly,
y tenía fama de mujer hermosa. El Times, en una transcripción de Alan
Hynd (Sleuths, Slayers and Swinclers, 1954) decía:
La infeliz estaba echada de espaldas
sobre la cama, totalmente despojada de sus ropas. Tenía la garganta seccionada
de oreja a oreja, pero éstas y la nariz habían sido arrancadas par el asesino.
Lo mismo sucedía con los pechos, colocados a su vez, en una mesita. El estómago
y el abdomen estaban abiertos. El rostro mutilado, irreconocible en sus rasgos.
Los riñones y el corazón, extirpados y puestos en la. mesita, junto a los
pechos. El hígado, también extirpado, sobre el muslo derecho. El útero había
desaparecido. Los muslos, por último, estaban lastimados. No puede imaginarse
una visión más espantosa.
El asesinato de la Kelly fue el único
hecho del monstruo en un lugar cerrado. Y acaeció cuando el Comité de Vigilancia
había reforzado sus cuadros. Indudablemente, Jack el Destripador seguía
puntualmente las reacciones de sus crímenes. Al advertir que las calles de
Londres estaban vigiladas, optó por cambiar de táctica. Inclusive la que iba a
ser su víctima creyó que estaba protegida esperando a la clientela en su propia
casa. Aquí termina o se interrumpe la historia de Jack el Destripador. Y es
aquí donde comienza otra historia memorable que me propongo relatar.
2. Las
huellas del doctor Jekyll
Nunca se supo quién había sido Jack
the Ripper. Conan Doyle, su contemporáneo, creador un año antes de Sherlock
Holmes, en A Study in Scarlet (1887), aventuró la posibilidad de su
presencia mediante la aplicación de los estudios dactilares emprendidos por
Francis Galton en 1886. (El argentino Juan Vucetich no había publicado aún su Dactiloscopia
comparada, que data de 1904). Pero nadie siguió sus consejos. Scotland
Yard, adherida al sistema de las fichas antropométricas del criminalista
francés Alphonse Bertillon, perdió definitivamente las huellas del
Destripador. Al llegar a Londres en 1963, una circunstancia imprevista me hizo
entrever la identidad del asesino. Transitaba yo por las calles del Soho
cuando de pronto me detuve ante la vidriera de cierta extraña librería que
semejaba el escaparate de un anticuario Un título borroso sobre fondo
amarillo, sin indicación de autor, decía sencillamente: In Memorian: Jekyll
the Ripper. A su izquierda se veía la primera edición de The strange
case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de 1886, y a su derecha las Some
college memories (1886), también de Stevenson. Sobre el primer libro, a una
distancia de medio centímetro, había una estatuilla de madera que representaba,
según averigüé después, una deidad demoníaca de Samoa, lugar en el que Robert
Louis Stevenson falleciera a los cuarenta y cuatro años, como consecuencia de
un derrame cerebral.
El título del primer libro (In
Memorian: Jekyll the Ripper) me dejó fascinado, pegado a la vidriera. El
apelativo, the Ripper, el Destripador, no correspondía al doctor
Jekyll, el personaje de Stevenson, sino a Jack, el famoso asesino que se burló
de Scotland Yard. Había una confusión deliberada, agravada por la falta de indicación
autoral. Cuando entré por fin, el librero sonrió. Me dijo que el libro lo
había escrito el mismo Stevenson en 1894, año de su muerte en Samoa, pero sin
aditarle su nombre. Posteriormente sus herederos lo declararon apócrifo. No
obstante, él, bibliólogo más que bibliófilo, creía en la paternidad
stevensoniana de la obra. El estilo de ésta y su enfoque sicológico eran similares
a los de El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde. No discutí
con el bibliólogo. Adquirí el In Memorian por un precio muy elevado, y
compré también las Some College memories.
Después volví a la habitación del
hotel. Me senté junto a la estufa con mi pipa, una botella de whisky y los
libros. Afuera, golpeando la ventana, el viento más frío de Londres paralizaba
todo fervor. Cuando comencé a leer el In Memorian: Jekyill the Rípper, tuve
un estremecimiento premonitorio. Stevenson había conocido a Jack el
Destripador mucho antes de que éste aterrorizara a Londres. Inclusive había
permanecido indiferente cuando Conan Doyle buscaba una solución por medio de
las huellas dactilares. La razón de todo esto podría estar, sin embargo, en que
al publicar El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde, Stevenson
ya daba por muerto al doctor Jekyll cuando en realidad seguía viviendo. El
capítulo I del In Memorian: Jekyll the Ripper, estaba dedicado a la
descripción del doctor Jek ("alto, de ojos azules, de fina
sensibilidad") especialista en incisiones anatómicas, según una
expresión de la época. El capítulo II describía los efectos de una droga
inventada por éste para obtener la duplicidad del ser: "Mezcló los
elementos. Vio cómo hervían y humeaban en la copa. Esperó el punto final de la
ebullición y bebió la droga. Entonces sintió dolores desgarradores, como si
todo el esqueleto se le descoyuntara. Tuvo náuseas. Su rostro, en el espejo,
comenzó a ennegrecerse, como si un segundo ser, el yo profundo que llevaba
oculto, pugnara por salir. Luego, aterrorizado, el doctor Jek se contempló
distinto. Ya no era Jek. Era un desconocido con una mirada siniestra, llena de
fuego, y un ímpetu que le recorría por la sangre y lo hacía estremecer.
Espantado ante esa imagen del mal, volvió a tomar la droga y se recuperó en un
instante". Pero el doctor Jek (cap. III) volvió al experimento, y cierta
noche, convertido en una encarnación demoníaca, se lanzó hacia las callejuelas
tenebrosas de Whitechapel, iluminadas apenas por los languidecientes mecheros
de gas. Este segundo ser, el espíritu del. mal, o Mr. Hyde en El extraño
caso . . ., fue haciéndose más necesario para el doctor Jek. Más
imprescindible. Sin embargo, sus fechorías estaban signadas extrañamente por
cierta tendencia a eliminar el mal en los otros, algo así como si la parte
buena de Jek se lo impusiera en el desdoblamiento de la personalidad.
En Whitechapel, donde el doctor Jek
se hacía pasar por Jekyll (In Mem., IV y VII), asesinó a dos
prostitutas, una de las cuales ejercía de proxeneta entre los burgueses
adinerados. Y en ambos casos las víctimas presentaron la misma incisión en el
vientre: un tajo desde el ombligo hacia abajo, en una línea vertical, casi
perfecta, y los intestinos dispuestos en un símbolo sinusoidal. Stevenson (o
el supuesto Stevenson) no decía que también estuvieran degolladas de oreja a
oreja. Pero no había duda de que Jek era ya el que luego habría de llamarse Jack
el Destripador, modificando el Jek en Jack. Lo más arbitrario y obscuro de
esta historia, es que la policía no investigó los hechos. Jamás supo de nadie
que se llamara Jekyll the Ripper. Sólo hay una referencia perdida en
capítulo VIL un abogado de nombre Patterson (Utterson en El extraño caso ...)
se dedicó a investigar por su cuenta la historia del doctor Jek en el barrio
del Soho, a mucha distancia de Whitechapel.
La botella de whisky estaba ya por la
mitad y el viento seguía arremetiendo contra el vidrio. Los relojes borraban
la noche de Londres. Cuando dejé el In Memoriam: Jekyll the Ripper, pensé
que todo estaba claro. Jek, convertido en Jekyll el Destripador, segundo Yo
obtenido por retroversión de la personalidad, proceso esquizofrénico no muy
estudiado entonces, era el mismo que luego habría de volver a su estructura
demoníaca en el Londres de 1888. Pero ya no sería Jekyll el Destripador sino Jack
el Destripador. En El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde, la
segunda persona, el segundo Yo, habría de llamarse Hyde. Stevenson,
indudablemente, tenía interés en ocultar la verdadera identidad del sujeto para
convertirlo en personaje de su novela. No hubo mala fe. Incluso, cuando pudo
haber aclarado los asesinatos de Jack el Destripador, ya estaba en camino de
Samoa, en donde se recluyó hacia 1889, en el instante en que todavía parecía
seguir actuando el asesino. Otra hipótesis que no deriva de la lectura
del In Memoriam, es la de que el doctor Jek y Jack el Destripador eran
expertos en el manejo del bisturí. Utilizaban el mismo procedimiento para las
incisiones y desparramaban las vísceras formando extrañas figuras. Además, el
título completo de la obra In Memoriam: Jekyll the Ripper, anunciaba
implícitamente que se trataba de la misma persona. Pero, ¿por qué fue escrita
en 1894 y no antes? Creo sin lugar a dudas, que el sentimiento de culpabilidad
llevó a Stevenson a confesar tardíamente una realidad que antes había callado
o había visto como posibilidad creadora. Y para que nada se le imputara, negó
inclusive la paternidad de la obra. Porque al negarla quedaba a cubierto de
toda sospecha, pero con la tranquilidad, para su conciencia, de haberse
confesado.
Para mayor confusión, en las Some
College Memories había una frase según la cual Stevenson estaría dispuesto
a modificar la realidad. ¿Tendría esto algo que ver con la historia de
Jek-Jekyll-Jack? Las memorias y el caso del doctor Jekyll databan de 1886, y el
asesino, dos años antes de aparecer en Whitechapel, ya se dedicaba a iguales
víctimas que las enumeradas por Scotland Yard en 1888. La confusión se hizo
más acuciante con un tercer elemento que por lo ridículo he dejado para el
final. El bibliólogo del Soho me mostró un pantalón azul, muy obscuro, que él
había adquirido en Portland Street (a poco trecho de un hotel donde se alojara
Mr. Hyde) que tenía dos iniciales tejidas con el "hilo peculiar" de
la época: J.J. Estas iniciales respondían a la manía del doctor Jek de
inicialarse toda su ropa. Cuando le observé por qué dos veces la inicial del
apellido, me respondió: "Un desafío a Scotland Yard para que descubriera
sus crímenes. Jek, como Jekyll en El extraño caso…, también se llamaba
Henry".
Con esa contestación incoherente di
por terminada en Londres mi investigación de Jack el Destripador. Al regresar
a Buenos Aires, revisando mi archivo de crímenes, tuve una evidencia sobre la
cual no me atrevo a escribir todavía. Jack el Destripador, desaparecido de
Londres, había muerto en Buenos Aires, a los 75 años, en un hotel de la calle
Leandro N. Alem, frente a la plaza Mazzini, hoy Roma, una mañana lluviosa de
octubre de 1929.
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