Oráculos, de Alejandro Dolina


Mi lejano señor y amigo:
Llega este informe hasta tus azarosas tiendas de campaña para prevenirte una vez más acerca del pe­ligro de los oráculos y sus embustes. Aprovechando tus au­sencias y la tardanza de las noticias, una vasta morralla de conspiradores insiste en imitar la voz de las divinidades, pa­ra darnos falsas profecías de tu muerte y tu desgracia.
Como sabrás, ya he dejado de creer en los dioses. Las co­sas suceden por impulso de una muchedumbre de fuerzas imposibles de calcular. Estamos solos en el mundo. Estoy de acuerdo, sin embargo, con tu sabia rutina de cumplir con los sacrificios y ritos que impone la tradición para favorecer la sujeción de las tropas y los pueblos. Pero no debemos permi­tir que la superstición guíe nuestras conductas y, menos aún, que sea utilizada para el menoscabo de nuestro poder.

A principios del mes de bysios, junto a un grupo de jóve­nes leales, me he trasladado al templo de Delfos, más para rastrear la traición y la corruptela que para oír las clásicas predicciones. Debo decir que fuimos disfrazados de merca­deres ingenuos para poder preguntarlo todo sin despertar sospechas.
Es sabido que la virtud oracular de la grieta de Delfos se reveló a los hombres gracias a las cabras. En el lugar donde hoy atienden las Pitias, la abertura dejaba escapar unos va­hos que a nadie llamaban la atención. Sin embargo, unas ca­bras que pastaban en las inmediaciones se ponían a saltar de un modo asombroso cuando se acercaban al agujero. Un pastor, impresionado por aquellas acrobacias, se aproximó a la grieta con fines indagatorios. No bien aspiró las emanacio­nes, el hombre entró en estado de entusiasmo y se puso a predecir.
Enterados de este prodigio, los campesinos de la región tomaron por costumbre asomarse a la rajadura y, al poco tiempo, aquel paraje solitario se convirtió en una verdadera asamblea de rústicos clarividentes. Hombres más pretenciosos dieron tono de explicación a la siguiente redundancia: los vapores invadían el cuerpo de los campesinos a través de todos los orificios Y los dotaban al instante de la virtud pro­fética.
Muy pronto se descubrió que no era posible predecir el propio porvenir. Ante esta limitación, los visitantes acudían en grupo y se adivinaban mutuamente.
Algunos peregrinos, perturbados enteramente, se arroja­ban por el agujero y se precipitaban en los abismos. Los ha­bitantes de la región decidieron entonces restringir el acce­so a las exhalaciones y designaron a una mujer como profetisa única. Se construyó el trípode de bronce que, ubi­cado sobre la grieta, sirve hoy de asiento a la mujer elegida. Se estableció asimismo que, además de la aspiración de va­pores, esta dama debía beber unas cuantas tazas de agua del arroyo Cassotis que también tiene propiedades inspiradoras.
Las primeras pitonisas eran vírgenes hermosas. Pero vino a suceder que un tesalio llamado Ejécrates se enamoró de la Pitia de turno, la raptó y la violó. A partir de entonces se es­tableció que los oráculos fueran despachados por mujeres mayores de cincuenta años. También se dispuso que se pro­fetizara sólo una vez al año, en el aniversario del nacimien­to de Apolo. Después, se ofrecieron oráculos el siete de ca­da mes. Hoy en día, tres pitonisas reciben consultas: dos es­tán sobre la grieta y una permanece en reserva, ya que son frecuentes los desmayos.
Como bien sabes, las consultas no son gratuitas. En otros tiempos bastaba con presentar una torta consagrada, el pela­nós, una ofrenda previa que otorgaba el derecho a aproxi­marse al altar para hacer un sacrificio. Pero la torta fue sus­tituida por una suma de dinero que sigue llamándose pelanós y que se entrega a los sacerdotes que custodian el oráculo.
Antes de la consulta, tuvimos que pasar por unas enojo­sas pruebas para saber si el dios Apolo consentía en ser inte­rrogado. Unos burócratas arrojaron agua sobre una cabra.
El animal se estremeció y se nos dijo entonces que eso signi­ficaba que el dios daba su aceptación. Después esperamos largas horas junto a centenares de visitantes, en un vasto pa­tio de tierra. Los funcionarios echaron suertes para estable­cer los turnos. Se nos explicó que al dios no le importaba el orden de llegada y que prefería asignar prioridades siguien­do los dictámenes del destino. Más tarde, nos revelaron que los magistrados de la ciudad de Delfos otorgan un privilegio escrito que se llama promanteia y que es una carta de priori­dad que favorece a consultantes poderosos. Los que poseen este documento son atendidos inmediatamente.
A pesar de que las mujeres no pueden interrogar al orá­culo, pudimos ver a muchas de ellas instruyendo a miembros de su familia para que preguntaran en su lugar.
Finalmente, fui admitido en el templo que cubre la grie­ta, que es ahora de mármol y bronce. Con la mayor solemni­dad, pregunté por el futuro de Macedonia y por la suerte de nuestro ejército y de nuestro jefe. La Pitia, en verdad una vul­gar campesina intoxicada, empezó a gemir y a pronunciar unas palabras que no me fue posible entender. Un oráculo debe utilizar un lenguaje ambiguo, oscuro, impreciso. Es de­seable que los dictámenes admitan más de un significado. Los tropos son siempre preferibles a la literalidad, tal como suce­de en la poesía. Por lo demás, cuanto más indeterminada sea una respuesta, más improbable será que se haga patente su desacierto. El oráculo no adivina el futuro: sólo ejerce un ar­te del enunciado en el que ningún hecho sobreviniente pue­de contradecirlo.
A la salida del templo, pasé por el khresmographion, u ofi­cina de los oráculos. Allí, unos escribanos labran el acta ofi­cial de la consulta y traducen en verso la respuesta de la pi­tonisa.
Las palabras reveladas fueron éstas:
Los soldados, los reinos y las alianzas serán dispersos. Como dispersas serán las cenizas de su general, cuando pise los dispersos restos de Babilonia.
Corno verás, todo es un engaño preparado para obtener dinero de las personas vulgares. A tu regreso, ilustre jefe, arrasaremos estas guaridas de truhanes o, mejor aún, hare­mos que mujeres leales profeticen la gloria eterna de Alejan­dro de Macedonia.

ORÁCULOS II
Durante muchos años, se creyó que la estatua del Monje, que existe en un rincón de la plaza Flores, tenía virtudes oraculares. La noticia de tal prodigio era difundida por la bella hechicera y vidente Hilda M. de Sormani.
El procedimiento para obtener un dictamen de aquel bronce milagroso era bastante complicado. En primer lugar, había que presentarse en el domicilio de la señora de Sorma­ni. La hermosa bruja tomaba nota de los antecedentes del consultante, lo anotaba en una lista de precedencia, le cobra­ba cincuenta pesos y le recomendaba una dieta rigurosa que duraba dos semanas. La noche anterior a la de la consulta co­menzaba un estricto ayuno. A la hora señalada, animado tal vez por un licor de mandarina que preparaba la propia seño­ra de Sormani, el postulante era conducido ante la estatua. Esto ocurría, casi siempre, a la madrugada y -según la he­chicera- el Monje era más locuaz cuando llovía.
Algunas veces, se vendaban los ojos del peregrino. La pre­gunta debía ser formulada en voz muy alta, casi a los gritos. Unos momentos después, el oráculo se pronunciaba con una voz extraña y con palabras que no siempre era posible enten­der. Por suerte, la señora de Sormani se hallaba siempre pre­sente para interpretar los párrafos oscuros de la respuesta.
El ruso Salzman, que sospechaba de la integridad de la hechicera, le preparó una trampa. Después de algunos segui­mientos y falsas consultas, descubrió que la voz del Monje era, en realidad, el chueco Ordóñez, un mozo de la confite­ría Tourbillon al que habían dejado cesante por tartamudo.
Salzman se presentó ante la adivina y cuando llegó la no­che de su consulta ante la estatua, dispuso que sus amigos in­terceptaran a Ordóñez y lo reemplazaran, escondidos detrás del monumento. Manuel Mandeb, Jorge Allen e Ives Castag­nino se encargaron de tales comisiones.
A las tres de la mañana, Bernardo Salzman, vendados sus ojos y sintiendo en sus hombros las manos de la señora de Sormani, gritó su indagatoria.
—Quiero saber, oh, Diosa, si podré encontrar el amor en la tarde de mi vida. ¿Hay alguna mujer que me ame? ¿Hay al­guna mujer que arda de pasión y lujuria por mí?
Inmediatamente se oyó la voz de Jorge Allen, que tal vez hablaba apretándose la nariz.
—La mu-mu-mujer que te ama está cerca, ta-ta-ta-tan cer­ca que-que-que-que sus manos tocan ahora tus hombros. Da­da-date vuelta, tómala entre tus brazos y hazle el amor aquí mismo, que la mina está de-de-desesperada.
Salzman se quitó la venda y se dispuso a asustar a la bru­ja con unos visajes lujuriosos, pero la bella señora de Sorma­ni ya había huido al galope.
Una semana más tarde, se cruzó con ella atrás del hospi­tal Álvarez. La saludó amablemente, pero con una sonrisa so­carrona. Ella lo miró a los ojos y le dijo:
—La Diosa habla por boca de cualquiera, tanto sea una estatua como un ser humano. El que cree que se burla de la Diosa acaba por convertirse en su instrumento.
Salzman reaccionó inmediatamente.
—¿Quiere decir que la respuesta del otro día fue verda­dera?
—Sí —dijo ella y lo arrastró contra el paredón. Esa mis­ma noche se hicieron amantes.
Bernardo Salzman empezó a creer en los oráculos y si­guió haciéndolo hasta la pascua siguiente, cuando la seño­ra de Sormani lo dejó, con el pretexto de que el marido sos­pechaba.

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