I. EL CAPITÁN BURTON
En
Trieste, en 1872, en un palacio con estatuas húmedas y obras de
salubridad deficientes, un caballero con la cara historiada por una
cicatriz africana —el capitán Richard Francis Burton, cónsul inglés—
emprendió una famosa traducción del Quitab alif laila ua laila, libro
que también los rumíes llaman de las1001 Noches. Uno de los secretos
fines de su trabajo era la aniquilación de otro caballero (también de
barba tenebrosa de moro, también curtido) que estaba compilando en
Inglaterra un vasto diccionario y que murió mucho antes de ser
aniquilado por Burton. Ése era Eduardo Lane, el orientalista, autor de
una versión harto escrupulosa de las 1001 Noches, que había suplantado a
otra de Galland. Lane tradujo contra Galland, Burton contra Lane; para
entender a Burton hay que entender esa dinastía enemiga.
Empiezo
por el fundador. Es sabido que Jean Antoine Galland era un arabista
francés que trajo de Estambul una paciente colección de monedas, una
monografía sobre la difusión del café, un ejemplar arábigo de las Noches
y un maronita suplementario, de memoria no menos inspirada que la de
Shahrazad. A ese oscuro asesor —de cuyo nombre no quiero olvidarme, y
dicen que es Hanna— debemos ciertos cuentos fundamentales, que el
original no conoce: el de Aladino, el de los Cuarenta Ladrones, el del
príncipe Ahmed y el hada Peri Banú, el de Abulhasán el dormido
despierto, el de la aventura nocturna de Harún Arrashid, el de las dos
hermanas envidiosas de la hermana menor. Basta la sola enumeración de
esos nombres para evidenciar que Galland establece un canon,
incorporando historias que hará indispensables el tiempo y que los
traductores venideros —sus enemigos— no se atreverían a omitir. Hay otro
hecho innegable. Los más famosos y felices elogios de las 1001 Noches
—el de Coleridge, el de Tomás De Quincey, el de Stendhal, el de
Tennyson, el de Edgar Allan Poe, el de Newman— son de lectores de la
traducción de Galland. Doscientos años y diez traducciones mejores han
trascurrido, pero el hombre de Europa o de las Américas que piensa en
las 1001 Noches, piensa invariablemente en esa primer traducción. El
epíteto milyunanochesco (milyunanochero adolece de
criollismo,milyunanocturno de divergencia) nada tiene que ver con las
eruditas obscenidades de Burton o de Mardrus, y todo con las joyas y las
magias de Antoine Galland.
Palabra
por palabra, la versión de Galland es la peor escrita de todas, la más
embustera y más débil, pero fue la mejor leída. Quienes intimaron con
ella, conocieron la felicidad y el asombro. Su orientalismo, que ahora
nos parece frugal, encandiló a cuantos aspiraban rapé y complotaban una
tragedia en cinco actos. Doce primorosos volúmenes aparecieron de 1707 a
1717, doce volúmenes innumerablemente leídos y que pasaron a diversos
idiomas, incluso el hindustani y el árabe. Nosotros, meros lectores
anacrónicos del siglo veinte, percibimos en ellos el sabor dulzarrón del
siglo dieciocho y no el desvanecido aroma oriental, que hace doscientos
años determinó su innovación y su gloria. Nadie tiene la culpa del
desencuentro y menos que nadie, Galland. Alguna vez, los cambios del
idioma lo perjudican. En el prefacio de una traducción alemana de las
1001 Noches, el doctor Weil estampó que los mercaderes del imperdonable
Galland se arman de una "valija con dátiles", cada vez que la historia
los obliga a cruzar el desierto. Podría argumentarse que por 1710 la
mención de los dátiles bastaba para borrar la imagen de la valija, pero
es innecesario: valise, entonces, era una subclase de alforja.
Hay
otras agresiones. En cierto panegírico atolondrado que sobrevive en los
Morceaux choisis de 1921, André Gide vitupera las licencias de Antoine
Galland, para mejor borrar (con un candor del todo superior a su
reputación) la literalidad de Mardrus, tanfin de siècle como aquél es
siglo dieciocho, y mucho más infiel.
Las
reservas de Galland son mundanas; las inspira el decoro, no la moral.
Copio unas líneas de la tercer página de sus Noches: II alia droit à
l'appartement de cette princesse, qui, ne s'attendant pas a le revoir,
avait reçu dans son lit un des derniers officiers de sa maison. Burton
concreta a ese nebuloso "officier": un negro cocinero, rancio de grasa
de cocina y de hollín. Ambos, diversamente, deforman: el original es
menos ceremonioso que Galland y menos grasiento que Burton. (Efectos del
decoro: en la mesurada prosa de aquél, la circunstancia recevoir dans
son lit resulta brutal.)
A
noventa años de la muerte de Antoine Galland, nace un diverso traductor
de las Noches: Eduardo Lane. Sus biógrafos no dejan de repetir que es
hijo del doctor Theophilus Lane, prebendado de Hereford. Ese dato
genésico (y la terrible Forma que evoca) es tal vez suficiente. Cinco
estudiosos años vivió el arabizado Lane en El Cairo, "casi
exclusivamente entre musulmanes, hablando y escuchando su idioma,
conformándose a sus costumbres con el más perfecto cuidado y recibido
por todos ellos como un igual". Sin embargo, ni las altas noches
egipcias, ni el opulento y negro café con semilla de cardamomo, ni la
frecuente discusión literaria con los doctores de la ley, ni el venerado
turbante de muselina, ni el comer con los dedos, le hicieron olvidar su
pudor británico, la delicada soledad central de los amos del mundo. De
ahí que su versión eruditísima de las Noches sea (o parezca ser) una
mera enciclopedia de la evasión. El original no es profesionalmente
obsceno; Galland corrige las torpezas ocasionales por creerlas de mal
gusto. Lane las rebusca y las persigue como un inquisidor. Su probidad
no pacta con el silencio: prefiere un alarmado coro de notas en un
apretado cuerpo menor, que murmuran cosas como éstas: Paso por alto un
episodio de lo más reprensible, Suprimo una explicación repugnante, Aquí
una línea demasiado grosera para la traducción, Suprimo necesariamente
otra anécdota, Desde aquí doy curso a las omisiones, Aquí la historia
del esclavo Bujait, del todo inapta para ser traducida. La mutilación no
excluye la muerte: hay cuentos rechazados íntegramente "porque no
pueden ser purificados sin destrucción". Ese repudio responsable y total
no me parece ilógico: el subterfugio puritano es lo que condeno. Lane
es un virtuoso del subterfugio, un indudable precursor de los pudores
más extraños de Hollywood. Mis notas me suministran un par de ejemplos.
En la noche 391, un pescador le presenta un pez al rey de los reyes y
éste quiere saber si es macho o hembra y le dicen que hermafrodita. Lane
consigue aplacar ese improcedente coloquio, traduciendo que el rey ha
preguntado de qué especie es el animal y que el astuto pescador le
responde que es de una especie mixta. En la noche 217, se habla de un
rey con dos mujeres, que yacía una noche con la primera y la noche
siguiente con la segunda, y así fueron dichosos. Lane dilucida la
ventura de ese monarca, diciendo que trataba a sus mujeres "con
imparcialidad"... Una razón es que destinaba su obra "a la mesita de la
sala", centro de la lectura sin alarmas y de la recatada conversación.
Basta
la más oblicua y pasajera alusión carnal para que Lane olvide su honor y
abunde en torceduras y ocultaciones. No hay otra falta en él. Sin el
contacto peculiar de esa tentación, Lane es de una admirable veracidad.
Carece de propósitos, lo cual es una positiva ventaja. No se propone
destacar el colorido bárbaro de las Noches como el capitán Burton, ni
tampoco olvidarlo y atenuarlo, como Galland. Éste domesticaba a sus
árabes, para que no desentonaran irreparablemente en París; Lane es
minuciosamente agareno. Éste ignoraba toda precisión literal; Lane
justifica su interpretación de cada palabra dudosa. Éste invocaba un
manuscrito invisible y un maronita muerto; Lane suministra la edición y
la página. Éste no se cuidaba de notas; Lane acumula un caos de
aclaraciones que, organizadas, integran un volumen independiente.
Diferir: tal es la norma que le impone su precursor. Lane cumplirá con
ella: le bastará no compendiar el original.
La
hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más memorable que sus dos
interlocutores, ha razonado extensamente las dos maneras generales de
traducir. Newman vindicó en ella el modo literal, la retención de todas
las singularidades verbales: Arnold, la severa eliminación de los
detalles que distraen o detienen. Esta conducta puede suministrar los
agrados de la uniformidad y la gravedad; aquélla, de los continuos y
pequeños asombros. Ambas son menos importantes que el traductor y que
sus hábitos literarios. Traducir el espíritu es una intención tan enorme
y tan fantasmal que bien puede quedar como inofensiva; traducir la
letra, una precisión tan extravagante que no hay riesgo de que la
ensayen. Más grave que esos infinitos propósitos es la conservación o
supresión de ciertos pormenores; más grave que esas preferencias y
olvidos, es el movimiento sintáctico. El de Lane es ameno, según
conviene a la distinguida mesita. En su vocabulario es común reprender
una demasía de palabras latinas, no rescatadas por ningún artificio de
brevedad. Es distraído: en la página liminar de su traducción pone el
adjetivo romántico, lo cual es una especie de futurismo, en una boca
musulmana y barbada del siglo doce. Alguna vez la falta de sensibilidad
le es propicia, pues le permite la interpolación de voces muy llanas en
un párrafo noble, con involuntario buen éxito. El ejemplo más rico de
esa cooperación de palabras heterogéneas, debe ser éste que traslado:
And in this palace is the last information respecting lords collected in
the dust. Otro puede ser esta invocación: Por el Viviente que no muere
ni ha de morir, por el nombre de Aquel a quien pertenecen la gloria y la
permanencia. En Burton —ocasional precursor del siempre fabuloso
Mardrus— yo sospecharía de fórmulas tan satisfactoriamente orientales;
en Lane escasean tanto que debo suponerlas involuntarias, vale decir
genuinas.
El
escandaloso decoro de las versiones de Galland y de Lane ha provocado
un género de burlas que es tradicional repetir. Yo mismo no he faltado a
esa tradición. Es muy sabido que no cumplieron con el desventurado que
vio la Noche del Poder, con las imprecaciones de un basurero del siglo
trece defraudado por un derviche y con los hábitos de Sodoma. Es muy
sabido que desinfectaron las Noches.
Los
detractores argumentan que ese proceso aniquila o lastima la buena
ingenuidad del original. Están en un error: el libro de mil noches y una
noche no es (moralmente) ingenuo; es una adaptación de antiguas
historias al gusto aplebeyado, o soez, de las clases medias de El Cairo.
Salvo en los cuentos ejemplares delSendebar, los impudores de las 1001
Noches nada tienen que ver con la libertad del estado paradisíaco. Son
especulaciones del editor: su objeto es una risotada, sus héroes nunca
pasan de changadores, de mendigos o eunucos. Las antiguas historias
amorosas del repertorio, las que refieren casos del Desierto o de las
ciudades de Arabia, no son obscenas, como no lo es ninguna producción de
la literatura preislámica. Son apasionadas y tristes, y uno de los
motivos que prefieren es la muerte de amor, esa muerte que un juicio de
los alemas ha declarado no menos santa que la del mártir que atestigua
la fe... Si aprobamos ese argumento las timideces de Galland y de Lane
nos pueden parecer restituciones de una redacción primitiva.
Sé
de otro alegato mejor. Eludir las oportunidades eróticas del original,
no es una culpa de las que el Señor no perdona, cuando lo primordial es
destacar el ambiente mágico. Proponer a los hombres un nuevo Decamerón
es una operación comercial como tantas otras; proponerles un Ancient
mariner o un Bateau ivre, ya merece otro cielo. Littmann observa que
las1001 Noches es, más que nada, un repertorio de maravillas. La
imposición universal de ese parecer en todas las mentes occidentales, es
obra de Galland. Que ello no quede en duda. Menos felices que nosotros,
los árabes dicen tener en poco el original: ya conocen los hombres, las
costumbres, los talismanes, los desiertos y los demonios que esas
historias nos revelan.
*
En
algún lugar de su obra, Rafael Cansinos Asséns jura que puede saludar
las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. Burton soñaba en
diecisiete idiomas y cuenta que dominó treinta y cinco: semitas,
dravidios, indoeuropeos, etiópicos... Ese caudal no agota su definición:
es un rasgo que concuerda con los demás, igualmente excesivos. Nadie
menos expuesto a la repetida burla de Hudibras contra los doctores
capaces de no decir absolutamente nada en varios idiomas: Burton era
hombre que tenía muchísimo que decir, y los setenta y dos volúmenes de
su obra siguen diciéndolo. Destaco algunos títulos al azar: Goa y las
Montañas Azules, 1851; Sistema de ejercicios de bayoneta, 1853; Relato
personal de una peregrinación a Medina, 1855; Las regiones lacustres del
África Ecuatorial, 1860; La Ciudad, de los Santos, 1861;Exploración de
las mesetas del Brasil, 1869; Sobre un hermafrodita de las islas del
Cabo Verde, 1869; Cartas desde los campos de batalla del Paraguay,
1870;Última Thule o un verano en Islandia, 1875; A la Costa de Oro en
pos de oro, 1883; El Libro de la Espada(primer volumen) 1884; El jardín
fragante de Nafzauí—obra póstuma, entregada al fuego por Lady Burton,
así como una Recopilación de epigramas inspirados por Priapo. El
escritor se deja traslucir en ese catálogo: el capitán inglés que tenía
la pasión de la geografía y de las innumerables maneras de ser un
hombre, que conocen los hombres. No difamaré su memoria, comparándolo
con Morand, caballero bilingüe y sedentario que sube y baja
infinitamente en los ascensores de un idéntico hotel internacional y que
venera el espectáculo de un baúl... Burton, disfrazado de afghán, había
peregrinado a las ciudades santas de Arabia: su voz había pedido al
Señor que negara sus huesos y su piel, su dolorosa carne y su sangre, al
Fuego de la Ira y de la Justicia; su boca, resecada por elsamún, había
dejado un beso en el aerolito que se adora en la Caaba. Esa aventura es
célebre: el posible rumor de que un incircunciso, un nazraní, estaba
profanando el santuario hubiera determinado su muerte. Antes, en hábito
de derviche, había ejercido la medicina en El Cairo —no sin variarla con
la prestidigitación y la magia, para obtener la confianza de los
enfermos. Hacia 1858, había comandado una expedición a las secretas
fuentes del Nilo: cargo que lo llevó a descubrir el lago Tanganika. En
esa empresa lo agredió una alta fiebre; en 1855 los somalíes le
atravesaron los carrillos con una lanza. (Burton venía de Harrar, que
era ciudad vedada a los europeo, en el interior de Abisinia.) Nueve años
más tarde, ensayó la terrible hospitalidad de los ceremoniosos
caníbales del Dahomé; a su regreso no faltaron rumores (acaso
propalados, y ciertamente fomentados, por él) de que había "comido
extrañas carnes" —como el omnívoro procónsul de Shakespeare[20]. Los
judíos, la democracia, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el
cristianismo, eran sus odios preferidos; Lord Byron y el Islam, sus
veneraciones. Del solitario oficio de escribir había hecho algo valeroso
y plural: lo acometía desde el alba, en un vasto salón multiplicado por
once mesas, cada una de ellas con el material para un libro —y alguna
con un claro jazmín en un vaso de agua. Inspiró ilustres amistades y
amores: de las primeras básteme nombrar la de Swinburne, que le dedicó
la segunda serie de Poems and Ballads —in recognition of a friendship
which I must always count among the highest honours of my life— y que
deploró su deceso en muchas estrofas. Hombre de palabras y hazañas, bien
pudo Burton asumir el alarde del Divánde Almotanabí:
El caballo, el desierto, la noche me conocen,
El huésped y la espada, el papel y la pluma.
Se
advertirá que desde el antropófago amateurhasta el polígloto durmiente,
no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin
disminución de fervor podemos apodar legendarios. La razón es clara: el
Burton de la leyenda de Burton, es el traductor de las Noches. Yo he
sospechado alguna vez que la distinción radical entre la poesía y la
prosa está en la muy diversa expectativa de quien las lee: la primera
presupone una intensidad que no se tolera en la última. Algo parecido
acontece con la obra de Burton: tiene un prestigio previo con el que no
ha logrado competir ningún arabista. Las atracciones de lo prohibido le
corresponden. Se trata de una sola edición, limitada a mil ejemplares
para mil suscritores del Burton Club, y que hay el compromiso judicial
de no repetir. (La reedición de Leonard C. Smithers "omite determinados
pasajes de un gusto pésimo, cuya eliminación no será lamentada por
nadie"; la selección representativa de Bennett Cerf —que simula ser
integral— procede de aquel texto purificado.) Aventuro la hipérbole:
recorrer las 1001 Noches en la traslación de Sir Richard no es menos
increíble que recorrerlas "vertidas literalmente del árabe y comentadas"
por Simbad el Marino.
Los
problemas que Burton resolvió son innumerables, pero una conveniente
ficción puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputación de
arabista; diferir ostensiblemente de Lane; interesar a caballeros
británicos del siglo diecinueve con la versión escrita de cuentos
musulmanes y orales del siglo trece. El primero de esos propósitos era
tal vez incompatible con el tercero; el segundo lo indujo a una grave
falta, que paso a declarar. Centenares de dísticos y canciones figuran
en las Noches; Lane (incapaz de mentir salvo en lo referente a la carne)
los había trasladado con precisión, en una prosa cómoda. Burton era
poeta: en 1880 había hecho imprimir las Casidas, una rapsodia
evolucionista que Lady Burton siempre juzgó muy superior a las Rubaiyát
de FitzGerald... La solución "prosaica" del rival no dejó de indignarlo,
y optó por un traslado en versos ingleses —procedimiento de antemano
infeliz, ya que contravenía a su propia norma de total literalidad. El
oído, por lo demás, quedó casi tan agraviado como la lógica. No es
imposible que esta cuarteta sea de las mejores que armó:
A night whose stars refused to run their course,
A night of those which never seem outworn:
Like Resurrection-day, of longsome length
To him that watched and waited for the morn. [21]
Es muy posible que la peor no sea ésta:
A sun on wand in knoll of sand she showed,
Clad in her cramoisy-hued chemisette:
Of her lips' honey-dew she gave me drink
And with her rosy cheeks quencht fire she set.
He
mencionado la diferencia fundamental entre el primitivo auditorio de
los relatos y el club de suscritores de Burton. Aquellos eran pícaros,
noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y
crédulos de la maravilla remota; éstos eran señores del West End, aptos
para el desdén y la erudición y no para el espanto o la risotada.
Aquéllos apreciaban que la ballena muriera al escuchar el grito del
hombre; éstos, que hubiera hombres que dieran crédito a una capacidad
mortal de ese grito. Los prodigios del texto —sin duda suficientes en el
Kordofán o en Bulak, donde los proponían como verdades— corrían el
albur de parecer muy pobres en Inglaterra. (Nadie requiere de la verdad
que sea verosímil o inmediatamente ingeniosa: pocos lectores de la Vida y
Correspondencia de Carlos Marx reclaman indignados la simetría de
lasContrerimes de Toulet o la severa precisión de un acróstico.) Para
que los suscritores no se le fueran, Burton abundó en notas explicativas
"de las costumbres de los hombres islámicos". Cabe afirmar que Lane
había preocupado el terreno. Indumentaria, régimen cotidiano, prácticas
religiosas, arquitectura, referencias históricas o alcoránicas, juegos,
artes, mitología —eso ya estaba elucidado en los tres volúmenes del
incómodo precursor. Faltaba, previsiblemente, la erótica. Burton (cuyo
primer ensayo estilístico había sido un informe harto personal sobre los
prostíbulos de Bengala) era desaforadamente capaz de tal adición. De
las delectaciones morosas en que paró, es buen ejemplo cierta nota
arbitraria del tomo séptimo, graciosamente titulada en el índice capotes
mélancoliques. LaEdinburgh Review lo acusó de escribir para el albañal;
la Enciclopedia Británica resolvió que una traslación integral era
inadmisible, y que la de Edward Lane "seguía insuperada para un empleo
realmente serio". No nos indigne demasiado esa oscura teoría de la
superioridad científica y documental de la expurgación: Burton cortejaba
esas cóleras. Por lo demás, las muy poco variadas variaciones del amor
físico no agotan la atención de su comentario. Éste es enciclopédico y
montonero, y su interés está en razón inversa de su necesidad. Así el
volumen 6 (que tengo a la vista) incluye unas trescientas notas, de las
que cabe destacar las siguientes: una condenación de las cárceles y una
defensa de los castigos corporales y de las multas; unos ejemplos del
respeto islámico por el pan; una leyenda sobre la capilaridad de las
piernas de la reina Belkís; una declaración de los cuatro colores
emblemáticos de la muerte; una teoría y práctica oriental de la
ingratitud; el informe de que el pelaje overo es el que prefieren los
ángeles, así como los genios el doradillo; un resumen de la mitología de
la secreta Noche del Poder o Noche de las Noches; una denuncia de la
superficialidad de Andrew Lang; una diatriba contra el régimen
democrático; un censo de los nombres de Mohámed, en la Tierra, en el
Fuego y en el Jardín; una mención del pueblo amalecita, de largos años y
de larga estatura; una noticia de las partes pudendas del musulmán, que
en el varón abarcan del ombligo hasta la rodilla, y en la mujer de pies
a cabeza; una ponderación del asa'o del gaucho argentino; un aviso de
las molestias de la "equitación" cuando también la cabalgadura es
humana; un grandioso proyecto de encastar monos cinocéfalos con mujeres y
derivar así una subraza de buenos proletarios. A los cincuenta años, el
hombre ha acumulado ternuras, ironías, obscenidades y copiosas
anécdotas; Burton las descargó en sus notas. Queda el problema
fundamental. ¿Cómo divertir a los caballeros del siglo diecinueve con
las novelas por entregas del siglo trece? Es harto conocida la pobreza
estilística de las Noches. Burton, alguna vez, habla del "tono seco y
comercial" de los prosistas árabes, en contraposición al exceso retórico
de los persas; Littmann, el novísimo traductor, se acusa de haber
interpolado palabras como preguntó, pidió, contestó, en cinco mil
páginas que ignoran otra fórmula que dijo —invocada invariablemente.
Burton prodiga con amor las sustituciones de ese orden. Su vocabulario
no es menos dispar que sus notas. El arcaísmo convive con el argot, la
jerga carcelaria o marinera con el término técnico. No se abochorna de
la gloriosa hibridación del inglés: ni el repertorio escandinavo de
Morris ni el latino de Johnson tienen su beneplácito, sino el contacto y
la repercusión de los dos. El neologismo y los extranjerismos abundan:
castrato, inconséquence, hauteur, in gloria, bagnio, langue fourrée,
pundonor, vendetta, Wazir. Cada una de esas palabras debe ser justa,
pero su intercalación importa un falseo. Un buen falseo, ya que esas
travesuras verbales —y otras sintácticas— distraen el curso a veces
abrumador de lasNoches. Burton las administra: al comienzo traduce
gravemente Sulayman, Son of David (on the twain he peace!); luego
—cuando nos es familiar esa majestad— lo rebaja a Salomón Davidson, Hace
de un rey que para los demás traductores es "rey de Samarcanda en
Persia", a King of Samarcand in Barbarian-land; de un comprador que para
los demás es "colérico", a man of wrath. Ello no es todo: Burton
reescribe íntegramente —con adición de pormenores circunstanciales y
rasgos fisiológicos— la historia liminar y el final. Inaugura así, hacia
1885, un procedimiento cuya perfección (o cuyareductio ad absurdum)
consideraremos luego en Mardrus. Siempre un inglés es más intemporal que
un francés: el heterogéneo estilo de Burton se ha anticuado menos que
el de Mardrus, que es de fecha notoria.
2. EL DOCTOR MARDRUS
Destino
paradójico el de Mardrus. Se le adjudica la virtud moral de ser el
traductor más veraz de las 1001Noches, libro de admirable lascivia,
antes escamoteada a los compradores por la buena educación de Galland o
los remilgos puritanos de Lane. Se venera su genial literalidad, muy
demostrada por el inapelable subtítuloVersión literal y completa del
texto árabe y por la inspiración de escribir Libro de las mil noches y
una noche. La historia de ese nombre es edificante; podemos recordarla
antes de revisar a Mardrus.
Las
Praderas de oro y minas de piedras preciosasdel Masudí describen una
recopilación titulada Hezár Afsane, palabras persas cuyo recto valor es
Mil aventuras, pero que la gente apoda Mil noches. Otro documento del
siglo diez, el Fihrist, narra la historia liminar de la serie: el
juramento desolado del rey que cada noche se desposa con una virgen que
hace decapitar en el alba, y la resolución de Shahrazad que lo distrae
con maravillosas historias, hasta que encima de los dos, han rodado mil
noches y ella le muestra su hijo. Esa invención —tan superior a las
venideras y análogas de la piadosa cabalgata de Chaucer o la epidemia de
Giovanni Boccacio— dicen que es posterior al título, y que se urdió con
el fin de justificarlo... Sea lo que fuere, la primitiva cifra de 1000
pronto ascendió a 1001. ¿Cómo surgió esa noche adicional que ya es
imprescindible, esa maquette de la irrisión de Quevedo —y luego de
Voltaire— contra Pico de la Mirándola:Libro de todas las cosas y otras
muchas más?Littmann sugiere una contaminación de la frase turcabin bir,
cuyo sentido literal es mil y uno y cuyo empleo es muchos. Lane, a
principios de 1840, adujo una razón más hermosa: el mágico temor de las
cifras pares. Lo cierto es que las aventuras del título no pararon ahí.
Antoine Galland, desde 1704, eliminó la repetición del original y
tradujo Mil y una noches: nombre que ahora es familiar en todas las
naciones de Europa, salvo Inglaterra, que prefiere el de Noches árabes.
En 1839 el editor de la impresión de Calcuta. W. H. Macnaghten, tuvo el
singular escrúpulo de traducir Quitab alif laila ua laila por Libro de
las mil noches y una noche. Esa renovación por deletreo no pasó
inadvertida. John Payne, desde 1882, comenzó a publicar su Book of the
thousand nights and one night; el capitán Burton, desde 1885, su Book of
the thousand nights and a night; J. C. Mardrus, desde 1899, su Livre
des mille nuits et une nuit.
Busco
el pasaje que me hizo definitivamente dudar de la veracidad de este
último. Pertenece a la historia doctrinal de la Ciudad de Latón, que
abarca en todas las versiones el fin de la noche 566 y parte de la 578,
pero que el doctor Mardrus ha remitido (el Ángel de su Guarda sabrá la
causa) a las noches 338-346. No insisto; esa reforma inconcebible de un
calendario ideal no debe agotar nuestro espanto. Refiere
Shahrazad-Mardrus: El agua seguía cuatro canales trazados en el piso de
la sala con desvíos encantadores, y cada canal tenía un lecho de color
especial: el primer canal tenía un lecho de pórfido rosado; el segundo,
de topacios; el tercero, de esmeraldas, y el cuarto, de turquesas; de
modo que el agua se teñía según el lecho, y herida por la atenuada luz
que filtraban las sederías en la altura, proyectaba sobre los objetos
ambientes y los muros de mármol una dulzura de paisaje marino.
Corno
ensayo de prosa visual a la manera delRetrato de Dorian Grey, acepto (y
aun venero) esa descripción; come versión "literal y completa" de un
pasaje compuesto en el siglo trece, repito que me alarma infinitamente.
Las razones son múltiples. Una Shahrazad sin Mardrus describe por
enumeración de las partes, no por mutuas reacciones, y no alega detalles
circunstanciales como el del agua que trasluce el color de su lecho, y
no define la calidad de la luz filtrada por la seda, y no alude al Salón
de Acuarelistas en la imagen final. Otra pequeña grieta: desvíos
encantadores no es árabe, es notoriamente francés. Ignoro si las
anteriores razones pueden satisfacer; a mí no me bastaron, y tuve el
indolente agrado de compulsar las tres versiones alemanas de Weil, de
Henning y de Littmann, y las dos inglesas de Lane y de Sir Richard
Burton. En ellas comprobé que el original de las diez líneas de Mardrus
era éste: Las cuatro acequias desembocaban en una pila, que era de
mármol de diversos colores.
Las
interpolaciones de Mardrus no son uniformes. Alguna vez son
descaradamente anacrónicas —como si de golpe discutiera la retirada de
la misión Marchand. Por ejemplo: Dominaban una ciudad de ensueño...
Hasta donde abarcaba la vista fija en los horizontes ahogados en la
noche, cúpulas de palacios, terrazas de casas, serenos jardines, se
escalonaban en aquel recinto de bronce, y canales iluminados por el
astro se paseaban en mil circuitos claros a la sombra de los macizos,
mientras que allá en el fondo, un mar de metal contenía en su frío seno
los fuegos del cielo reflejado. O ésta, cuyo galicismo no es menos
público: El magnífico tapiz de colores gloriosos, de diestra lana, abría
sus flores sin olor en un prado sin savia, y vivía toda la vida
artificial de sus florestas llenas de pájaros y animales, sorprendidos
en su exacta belleza natural y sus líneas precisas. (Ahí las ediciones
árabes rezan: A los lados había tapices, con variedad de pájaros y de
fieras, recamados en oro rojo y en plata blanca, pero con los ojos de
perlas y de rubíes. Quien los miró, no dejó de maravillarse.)
Mardrus
no deja nunca de maravillarse de la pobreza de "color oriental" de las
1001 Noches. Con una persistencia no indigna de Cecil B. de Mille,
prodiga los visires, los besos, las palmeras y las lunas. Le ocurre
leer, en la noche 570: Arribaron a una columna de piedra negra, en la
que un hombre estaba enterrado hasta las axilas. Tenía dos enormes alas y
cuatro brazos: dos de los cuales eran como los brazos de los hijos de
Adán y dos como las patas de los leones, con las uñas de hierro. El pelo
de su cabeza era semejante a las colas de los caballos y los ojos eran
como ascuas y tenía en la frente un tercer ojo que era como el ojo del
lince. Traduce lujosamente: Un atardecer, la caravana llegó ante una
columna de piedra negra, a la que estaba encadenado un ser extraño del
que no se veía sobresalir mas que medio cuerpo, ya que el otro medio
estaba enterrado en el suelo. Aquel busto que surgía de la tierra,
parecía algún engendro monstruoso clavado ahí por la fuerza de las
potencias infernales. Era negro y del tamaño del tronco de una vieja
palmera decaída, despojada de sus palmas. Tenía dos enormes alas negras y
cuatro manos de las cuales dos eran semejantes a las patas uñosas de
los leones. Una erizada cabellera de crines ásperas como cola de onagro
se movía salvajemente sobre su cráneo espantoso. Bajó los arcos
orbitales llameaban dos pupilas rojas, en tanto que la frente de dobles
cuernos estaba taladrada por un ojo único, que se abría inmóvil y fijo,
lanzando resplandores verdes como la mirada de los tigres y las
panteras.
Algo
más tarde escribe: El bronce de las murallas, las pedrerías encendidas
de las cúpulas, las terrazas cándidas, los canales y todo el mar, así
como las sombras proyectadas hacia Occidente, se casaban bajo la brisa
nocturna y la luna mágica. Mágica, para un hombre del siglo trece, debe
haber sido una calificación muy precisa, no el mero epíteto mundano del
galante doctor... Yo sospecho que el árabe no es capaz de una versión
"literal y completa" del párrafo de Mardrus, así como tampoco lo es el
latín, o el castellano de Miguel de Cervantes.
En
dos procedimientos abunda el libro de las 1001 Noches: uno, puramente
formal, la prosa rimada; otro, las predicaciones morales. El primero,
conservado por Burton y por Littmann, corresponde a las animaciones del
narrador: personas agraciadas, palacios, jardines, operaciones mágicas,
menciones de la Divinidad, puestas de sol, batallas, auroras, principios
y finales de cuentos. Mardrus, quizá misericordiosamente, lo omite. El
segundo requiere dos facultades: la de combinar con majestad palabras
abstractas y la de proponer sin bochorno un lugar común. De las dos
carece Mardrus. De aquel versículo que Lane memorablemente tradujo:And
in this palace is the last information respecting lords collected in the
dust, nuestro doctor apenas extrae:Pasaron, todos aquellos! Tuvieron
apenas tiempo de reposar a la sombra de mis torres. La confesión del
ángel: Estoy aprisionado por el Poder, confinado por el Esplendor, y
castigado mientras el Eterno lo mande, de quien son la Fuerza y la
Gloria, es para el lector de Mardrus: Aquí estoy encadenado por la
Fuerza Invisible hasta la extinción de los siglos.
Tampoco
la hechicería tiene en Mardrus un coadjutor de buena voluntad. Es
incapaz de mencionar lo sobrenatural sin alguna sonrisa. Finge traducir,
por ejemplo: Un día que el califa Abdelmélik, oyendo hablar de ciertas
vasijas de cobre antiguo, cuyo contenido era una extraña humareda negra
de forma diabólica, se maravillaba en extremo y parecía poner en duda la
realidad de hechos tan notorios, hubo de intervenir el viajero Tálib
ben-Sahl. En ese párrafo (que pertenece, como los demás que alegué, a la
Historia de la Ciudad de Latón, que es de imponente Bronce en Mardrus)
el candor voluntario de tan notorios y la duda más bien inverosímil del
califa Abdelmélik, son dos obsequios personales del traductor.
Continuamente,
Mardrus quiere completar el trabajo que los lánguidos árabes anónimos
descuidaron. Añade paisajes art-nouveau, buenas obscenidades, breves
interludios cómicos, rasgos circunstanciales, simetrías, mucho
orientalismo visual. Un ejemplo de tantos: en la noche 573, el gualí
Muza Bennuseir ordena a sus herreros y carpinteros la construcción de
una escalera muy fuerte de madera y de hierro. Mardrus (en su noche 344)
reforma ese episodio insípido, agregando que los hombres del campamento
buscaron ramas secas, las mondaron con los alfanjes y los cuchillos, y
las ataron con los turbantes, los cinturones, las cuerdas de los
camellos, las cinchas y las guarniciones de cuero, hasta construir una
escalera muy alta que arrimaron a la pared, sosteniéndola con piedras
por todos lados... En general, cabe decir que Mardrus no traduce las
palabras sino las representaciones del libro: libertad negada a los
traductores, pero tolerada en los dibujantes —a quienes les permiten la
adición de rasgos de ese orden... Ignoro si esas diversiones sonrientes
son las que infunden a la obra ese aire tan feliz, ese aire de patraña
personal, no de tarea de mover diccionarios. Sólo me consta que la
"traducción" de Mardrus es la más legible de todas —después de la
incomparable de Burton, que tampoco es veraz. (En ésta, la falsificación
es de otro orden. Reside en el empleo gigantesco de un inglés charro,
cargado de arcaísmos y barbarismos.)
*
Deploraría
(no por Mardrus, por mí) que en las comprobaciones anteriores se leyera
un propósito policial. Mardrus es el único arabista de cuya gloria se
encargaron los literatos, con tan desaforado éxito que ya los mismos
arabistas saben quien es. André Gide fue de los primeros en elogiarlo,
en agosto de 1899; no pienso que Cancela y Capdevila serán los últimos.
Mi fin no es demoler esa admiración, es documentarla. Celebrar la
fidelidad de Mardrus es omitir el alma de Mardrus, es no aludir siquiera
a Mardrus. Su infidelidad, su infidelidad creadora y feliz, es lo que
nos debe importar.
3. ENNO LITTMANN
Patria
de una famosa edición árabe de las 1001 Noches, Alemania se puede
(vana) gloriar de cuatro versiones: la del "bibliotecario aunque
israelita" Gustavo Weil —la adversativa está en las páginas catalanas de
cierta Enciclopedia—; la de Max Henning, traductor del Curán; la del
hombre de letras Félix Paul Greve; la de Enno Littmann, descifrador de
las inscripciones etiópicas de la fortaleza de Axum. Los cuatro
volúmenes de la primera (1839-1842) son los más agradables, ya que su
autor —desterrado del África y del Asia por la disentería— cuida de
mantener o de suplir el estilo oriental. Sus interpolaciones me merecen
todo respeto. A unos intrusos en una reunión les hace decir: No queremos
parecernos a la mañana, que dispersa las fiestas. De un generoso rey
asegura: El fuego que arde para sus huéspedes trae a la memoria el
Infierno y el rocío de su mano benigna es como el Diluvio; de otro nos
dice que sus manos eran tan liberales como el mar. Esas buenas
apocrifidades no son indignas de Burton o Mardrus, y el traductor las
destinó a las partes en verso —donde su bella animación puede ser un
Ersatz o sucedáneo de las rimas originales. En lo que se refiere a la
prosa, entiendo que la tradujo tal cual, con ciertas omisiones
justificadas, equidistantes de la hipocresía y del impudor. Burton
elogia su trabajo— "todo lo fiel que puede ser una traslación de índole
popular". No en vano era judío el doctor Weil "aunque bibliotecario"; en
su lenguaje creo percibir algún sabor de las Escrituras.
La
segunda versión (1895-1897) prescinde de los encantos de la
puntualidad, pero también de los del estilo. Hablo de la suministrada
por Henning, arabista de Leipzig, a la Universalbibliothek de Philipp
Reclam. Se trata de una versión expurgada, aunque la casa editorial diga
lo contrario. El estilo es insípido, tesonero. Su más indiscutible
virtud debe ser la extensión. Las ediciones de Bulak y de Breslau están
representadas, amén de los manuscritos de Zotenberg y de las Noches
Suplementales de Burton. Henning traductor de Sir Richard es
literariamente superior a Henning traductor del árabe, lo cual es una
mera confirmación de la primacía de Sir Richard sobre los árabes
En
el prefacio y en la terminación de la obra abundan las alabanzas de
Burton —casi desautorizadas por el informe de que éste manejó "el
lenguaje de Chaucer, equivalente al árabe medieval". La indicación de
Chaucer como una de las fuentes del vocabulario de Burton hubiera sido
más razonable. (Otra es el Rabelaisde Sir Thomas Urquhart.)
La
tercer versión, la de Greve, deriva de la inglesa de Burton y la
repite, con exclusión de las enciclopédicas notas. La publicó antes de
la guerra el Insel-Verlag.
La
cuarta (1923-1928) viene a suplantar la anterior. Abarca seis volúmenes
como aquélla, y la firma Enno Littmann: descifrador de los monumentos
de Axum, enumerador de los 283 manuscritos etiópicos que hay en
Jerusalén, colaborador de la Zeitschrift für Assyriologie. Sin las
demoras complacientes de Burton, su traducción es de una franqueza
total. No lo retraen las obscenidades más inefables: las vierte a su
tranquilo alemán, alguna rara vez al latín. No omite una palabra, ni
siquiera las que registran —1000 veces— el pasaje de cada noche a la
subsiguiente. Desatiende o rehúsa el color local; ha sido menester una
indicación de los editores para que conserve el nombre de Alá, y no lo
sustituya por Dios. A semejanza de Burton y de John Payne, traduce en
verso occidental el verso árabe. Anota ingenuamente que si después de la
advertencia ritual "Fulano pronunció estos versos" viniera un párrafo
de prosa alemana, sus lectores quedarían desconcertados. Suministra las
notas necesarias para la buena inteligencia del texto: una veintena por
volumen, todas lacónicas. Es siempre lúcido, legible, mediocre. Sigue
(nos dicen) la respiración misma del árabe. Si no hay error en la
Enciclopedia Británica, su traducción es la mejor de cuantas circulan.
Oigo que los arabistas están de acuerdo; nada importa que un mero
literato —y ése, de la República meramente Argentina— prefiera disentir.
Mi
razón es esta: las versiones de Burton y de Mardrus, y aun la de
Galland, sólo se dejan concebirdespués de una literatura. Cualesquiera
sus lacras o sus méritos, esas obras características presuponen un rico
proceso anterior. En algún modo, el casi inagotable proceso inglés está
adumbrado en Burton —la dura obscenidad de John Donne, el gigantesco
vocabulario de Shakespeare y de Cyril Tourneur, la afición arcaica de
Swinburne, la crasa erudición de los tratadistas del mil seiscientos, la
energía y la vaguedad, el amor de las tempestades y de la magia. En los
risueños párrafos de Mardrus conviven Salammbó y Lafontaine, el Manequí
de Mimbre y el ballet ruso. En Littmann, incapaz como Washington de
mentir, no hay otra cosa que la probidad de Alemania. Es tan poco, es
poquísimo. El comercio de las Noches y de Alemania debió producir algo
más.
Ya en
el terreno filosófico, ya en el de las novelas, Alemania posee una
literatura fantástica —mejor dicho,sólo posee una literatura fantástica.
Hay maravillas en las Noches que me gustaría ver repensadas en alemán.
Al formular ese deseo, pienso en los deliberados prodigios del
repertorio —los todopoderosos esclavos de una lámpara o de un anillo, la
reina Lab que convierte a los musulmanes en pájaros, el barquero de
cobre con talismanes y fórmulas en el pecho— y en aquellas más generales
que proceden de su índole colectiva, de la necesidad de completar mil y
una secciones. Agotadas las magias, los copistas debieron recurrir a
noticias históricas o piadosas, cuya inclusión parece acreditar la buena
fe del resto. En un mismo tomo conviven el rubí que sube hasta el cielo
y la primera descripción de Sumatra, los rasgos de la corte de los
Abbasidas y los ángeles de plata cuyo alimento es la justificación del
Señor. Esa mezcla queda poética; digo lo mismo de ciertas repeticiones.
¿No es portentoso que en la noche 602 el rey Shahriar oiga de boca de la
reina su propia historia? A imitación del marco general, un cuento
suele contener otros cuentos, de extensión no menor: escenas dentro de
la escena como en la tragedia de Hamlet, elevaciones a potencia del
sueño. Un arduo y claro verso de Tennyson parece definirlos:
Laborious orient ivory, sphere in sphere.
Para
mayor asombro, esas cabezas adventicias de la Hidra pueden ser más
concretas que el cuerpo: Shahriar, fabuloso rey "de las Islas de la
China y del Indostán" recibe nuevas de Tárik Benzeyad, gobernador de
Tánger y vencedor en la batalla del Guadalete... Las antesalas se
confunden con los espejos, la máscara está debajo del rostro, ya nadie
sabe cuál es el hombre verdadero y cuáles sus ídolos. Y nada de eso
importa; ese desorden es trivial y aceptable como las invenciones del
entresueño.
El
azar ha jugado a las simetrías, al contraste, a la digresión. ¿Qué no
haría un hombre, un Kafka, que organizara y acentuara esos juegos, que
los rehiciera según la deformación alemana, según la Unheimlichkeitde
Alemania?
Adrogué, 1935.
Entre los libros compulsados, debo enumerar los que siguen:
Les Mille et une Nuits. contes árabes traduits par Galland. París, s. d.
The
Thousand and One Nights commonly called The Arabian Nights'
Entertainments A new translation from the Arabic, by E. W. Lane. London,
1839.
The
Book of the Thousand Nights and a Night. A plain and literal translation
by Richard F. Burton. London (?), n. d. Vols VI, VII, VIII.
The
Arabian Nights. A complete (sic) and unabridged selection from the
famous literal translation of R. F. Burton. New York, 1932.
Le Livre des Mille Nuits et Une Nuit. Traduction littérale et complete du texte árabe, par le Dr. J. C Mardrus. París, 1906.
Tausend und eme Nacht. Aus dem Arabischen übertragen von Max Henning. Leipzig, 1897.
Die
Erzählungen aus den Tausendundein Nächten. Nach dem arabischen Urtext
der Calcuttaer Ausgabe vom Jahre 1839 übertragen von Enno Littmann.
Leipzig, 1928.
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