Pienso que la amó tanto cuanto se puede amar a una mujer en este mundo; pero su historia fue más triste que ninguna. Él había estudiado durante mucho tiempo a Dante y a Petrarca; las formas de Beatriz y de Laura flotaban ante sus ojos y los divinos versos en los que resplandece el nombre de Francisca de Rímini cantaban en sus oídos.
En
el primer ardor de su juventud había amado apasionadamente a las
vírgenes atormentadas de Correggio, cuyos cuerpos voluptuosamente
prendados de cielo tienen ojos que desean, bocas que palpitan y llaman
dolorosamente al amor. Más tarde, admiró el pálido esplendor humano de
las figuras de Rafael, su sonrisa apacible y su gozo virginal. Pero
cuando fue él mismo, eligió por maestro, como Dante, a Brunetto Latini, y
vivió en su siglo en el que los rostros rígidos tienen la
extraordinaria beatitud de los paraísos misteriosos.
Y,
entre las mujeres, conoció primero a Jenny, que era nerviosa y
apasionada, cuyos ojos estaban adorablemente rodeados de ojeras, bañados
de humedad lánguida, con una mirada profunda. Fue un amante triste y
soñador; buscaba la expresión de la voluptuosidad con una acritud
entusiasta; y cuando Jenny, fatigada, se quedaba dormida con los
primeros rayos del alba, él esparcía guineas brillantes entre sus
cabellos soleados; luego, contemplando sus párpados cerrados y sus
largas pestañas que reposaban, su frente cándida que parecía ignorar el
pecado, se preguntaba amargamente, recostado sobre la almohada, si ella
no prefería el oro amarillo a su amor y qué sueños desilusionantes
estarían pasando bajo las paredes transparentes de su carne.
Luego
imaginó a las mujeres de los tiempos supersticiosos que hacían
maleficios a sus amantes porque éstos las habían abandonado; eligió a
Hélène, que daba vueltas en una sartén de bronce a la imagen en cera de
su pérfido prometido: él la amó, mientras que ella le atravesaba el
corazón con su fina aguja de acero. La dejó por Rose-Mary a la que su
madre, que era hada, le había dado un globo cristalino de berilo como
prenda de su pureza. Los espíritus del berilo velaban por ella y la
acunaban con sus cantos. Pero cuando ella sucumbió, el globo se tornó
color de ópalo, y ella lo hendió de un espadazo en su furor; los
espíritus del berilo se escaparon llorando de la piedra rota, y el alma
de Rose-Mary voló con ellos.
Entonces
amó a Lilith, la primera mujer de Adán, que no fue creada a partir del
hombre. No fue hecha de arcilla roja, como Eva, sino de materia
inhumana; había sido semejante a la serpiente, y fue ella quien tentó a
la serpiente para que ésta tentara a los demás. Le pareció que era la
más auténticamente mujer, y la primera, de tal manera que a la joven del
Norte que amó finalmente en esta vida, y con la que se casó, le dio el
nombre de Lilith.
Pero
era puro capricho de artista; ella se asemejaba a las figuras
prerrafaelitas que él hacía revivir en sus lienzos. Tenía los ojos del
color del cielo, y su larga cabellera era luminosa como la de Berenice
que, desde que la ofreció a los dioses, está esparcida por el
firmamento. Su voz tenía el sonido suave de las cosas que están a punto
de romperse; todos sus gestos eran delicados como roces de plumas; y
tenía con tanta frecuencia el aspecto de pertenecer a un mundo diferente
del de aquí abajo, que él la miraba como una visión.
Escribió para ella sonetos sublimes que se seguían narrando la historia de su amor, a los que les dio por título La casa de la vida. Los había copiado en un volumen hecho con páginas de pergamino; la obra se asemejaba a un misal pacientemente iluminado.
Lilith
no vivió mucho pues no había nacido para esta tierra; y como los dos
sabían que debía morir, ella lo consoló lo mejor que pudo.
-Mi
amor, -le dijo- desde las barreras doradas del cielo me inclinaré hacia
ti; llevaré tres lirios en la mano y siete estrellas en el pelo. Te
veré desde el puente divino tendido sobre el éter; tú vendrás hacia mí y
juntos iremos a los pozos insondables de luz. Y le rogaremos a Dios
vivir eternamente como nos amamos por un instante en este mundo.
La
vio morir mientras pronunciaba estas palabras y escribió con ellas un
poema magnífico, la joya más bella con la que jamás se haya adornado a
una muerta. Pensó que ella lo había abandonado desde hacía ya diez años;
y la veía asomada a las barreras doradas del cielo hasta que la barrera
se ablandó por la presión de su seno, hasta que los lirios se durmieron
en sus brazos. Ella le susurraba siempre las mismas palabras; luego
escuchaba largo rato y sonreía: «Todo será cuando él venga», decía. Y la
veía sonreír; luego ella tendía sus brazos a lo largo de las barreras,
cubría la cara con sus manos y lloraba. Él escuchaba sus llantos.
Ésa
fue la última poesía que escribió en el libro de Lilith. Lo cerró para
siempre con broches de oro y, rompiendo la pluma, juró que sólo había
sido poeta para ella y que Lilith se llevaría a la tumba su gloria. Los
antiguos reyes bárbaros eran así enterrados junto a sus tesoros y a sus
esclavos favoritos. Se degollaba sobre la fosa abierta a las mujeres que
amaba y sus almas acudían a beber la sangre bermeja.
El
poeta que había amado a Lilith le hacía ofrenda de la vida de su vida y
de la sangre de su sangre; inmolaba su inmortalidad terrestre e
introducía en el ataúd la esperanza de los tiempos futuros. Levantó la
luminosa cabellera de Lilith, y colocó el manuscrito bajo su cabeza;
detrás de la palidez de su piel él veía lucir el tafilete rojo y los
broches dorados que encerraban la obra de su existencia.
Luego
huyó lejos de la tumba, lejos de todo lo que había sido humano llevando
la imagen de Lilit en el corazón y sus versos resonándole en el
cerebro. Viajó buscando paisajes nuevos que no le recordaran a su amada.
Pues quería conservar el recuerdo por él mismo, no porque la visión de
los objetos indiferentes se la hiciera aparecer ante sus ojos, no una
Lilit humana, tal como ella había parecido ser en una forma efímera,
sino una de las elegidas, idealmente ubicada más allá del cielo, y con la que él iría a reunirse algún día.
Pero
el ruido del mar le recordaba sus llantos y oía su voz en el bajo
profundo de los bosques; y la golondrina, al volver su negra cabeza,
parecía el gracioso movimiento del cuello de su amada, y el disco de la
luna, roto en las aguas oscuras de los estanques, le enviaba miles de
miradas doradas y huidizas. De repente, una cierva que entró en la
espesura le oprimió el corazón con un recuerdo; las brumas que envuelven
los bosquecillos bajo el resplandor azulado de las estrellas tomaban
forma humana para avanzar hacia él, y las gotas de agua de la lluvia que
cae sobre las hojas muertas parecían el ruido ligero de los dedos
amados.
Cerró
los ojos ante la naturaleza, y en la sombra por la que pasan las
imágenes de luz ensangrentada, vio a Lilith tal como la había amado,
terrestre no celeste, humana no divina, con una mirada cambiante de
pasión que era alternativamente la mirada de Hélène, de Rose-Mary y de
Jenny; y cuando quería imaginársela inclinada sobre las barreras de oro
del cielo, entre la armonía de las siete esferas, su rostro expresaba
añoranza de las cosas de la tierra, infelicidad por no amar más.
Entonces deseó tener los ojos sin párpados de los seres del infierno,
para escapar a tan tristes alucinaciones.
Luego
quiso recuperar de alguna forma aquella imagen divina. Pese a su
promesa, intentó describirla y la pluma traicionó sus esfuerzos. Sus
versos lloraban sobre Lilit, sobre el pálido cuerpo de Lilith que la
tierra encerraba en su seno. Entonces recordó (pues habían transcurrido
ya dos años) que había escrito maravillosos poemas en los que su ideal
resplandecía extrañamente. Y se estremeció.
Cuando
le volvió esta idea, lo dominó por completo. Él era poeta ante todo;
Correggio, Rafael y los maestros prerrefaelitas, Jenny, Hélène,
Rose-Mary, Lilith, no habían sido sino motivos de entusiasmo literario.
¿Lilith también? Tal vez, y sin embargo Lilith no quería volver a él
sino tierna y dulce como una mujer terrenal. Pensó en sus versos, y
recordó algunos fragmentos que le parecieron bellos. Y se sorprendió
diciendo: «Allí debía haber buenos poemas». Volvió a saborear la acritud
de la gloria perdida. El hombre de letras renació en él y lo hizo
implacable.
Una
noche se encontró, temblando, perseguido por un olor tenaz que se pega a
la ropa, con la humedad de la tierra en las manos, con un ruido de
madera rota en los oídos, y delante de él el libro, la obra de su vida
que acababa de arrancarle a la muerte. Había robado a Lilith; y
desfallecía al pensar en los cabellos separados, en sus manos buscando
entre la podredumbre de lo que había amado, en aquel tafilete
deteriorado que olía a la muerta, en aquellas páginas odiosamente
húmedas de las que se escaparía la gloria con hedor de corrupción.
Y
cuando vio de nuevo el ideal sentido por un instante, cuando creyó ver
de nuevo la sonrisa de Lilith y beber sus lágrimas ardientes, fue presa
del frenético deseo de la gloria. Envió a la imprenta el manuscrito, con
el sangriento remordimiento de un robo y de una prostitución, con el
doloroso sentimiento de una vanidad no saciada. Y abrió al público su
corazón y mostró sus desgarros, arrastró ante los ojos de todos el
cadáver de Lilith y su inútil imagen entre las elegidas; y en ese tesoro
violado por su sacrilegio, entre las destellos de las frases, resuenan
crujidos de tumba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario