Me he mudado. Solía vivir en el hotel Duke, que se encuentra en una esquina de la
plaza de Washington. Mi familia ha vivido allí durante generaciones, y
con ello quiero decir doscientas o trescientas generaciones, por lo
menos. Pero ese hotel ha dejado de gustarme. No es lugar para mí. El
hotel ha ido muy a menos. Oí a mi tatara-tatara-tatara abuela —y pueden
ascender cuanto quieran en el árbol genealógico, a pesar de que yo la
conocí y hablé con ella— hablar de los viejos tiempos, los buenos
tiempos, en que la gente llegaba al hotel en carruajes tirados por
caballos, con maletas que olían a cuero, y que era gente que desayunaba
en la cama, y dejaba caer en la alfombra algunas migajas para nosotras.
No lo hacían adrede, desde luego, ya que nosotras sabíamos guardar
distancias y mantenernos en nuestro sitio. Nuestro sitio era los
rincones de los cuartos de baño y la cocina. Ahora, podemos pasearnos
por las alfombras con relativa impunidad, debido a que los clientes del
hotel Duke van tan drogados que ni siquiera nos ven, o bien carecen, por
culpa de la droga, de las energías precisas para aplastarnos con el
pie, o bien se limitan a reírse cuando nos ven.
Ahora, el hotel Duke tiene una maltratada marquesina verde, que se
extiende por encima de la acera, con tantos agujeros que no protege a
nadie de la lluvia. Después de subir cuatro peldaños de cemento, se
entra en un sórdido vestíbulo que apesta a humo de marihuana, a whisky
rancio, y que está insuficientemente iluminado. A fin de cuentas, la
actual clientela no siempre desea ver a sus compañeros de hotel. En
ocasiones, los clientes tropiezan entre sí en el vestíbulo en penumbra, y
del choque puede nacer una amistad superficial, pero es más frecuente
que el tropezón provoque un desagradable intercambio de palabras. A la
izquierda del vestíbulo se encuentra una covacha todavía más oscura que
se llama el Salón de Baile del Doctor Demasiado. Cobran dos dólares por
la entrada, que se pagan en el vestíbulo, antes de entrar en el baile.
Allí, hay música de máquina tocadiscos. Los clientes son chusma. Da
asco.
El hotel tiene seis plantas, y yo, por lo general, tomo el ascensor, que
antes los clientes, en buen americano, llamaban «elevator», pero que
ahora llaman el «lift», para imitar a los ingleses. ¿A santo de qué he
de subir por las mugrientas chimeneas interiores, o arrastrarme por la
escalera, tramo tras tramo, cuando puedo saltar el estrechísimo abismo,
de menos de un centímetro, que media entre el suelo y el ascensor y
deslizarme sin correr riesgos hasta el rincón en que se encuentra el
ascensorista? Sé distinguir los pisos del hotel por su olor. El quinto
piso huele a desinfectante desde hace más de un año, debido a que allí
se organizó una ensalada de tiros, y delante del ascensor quedaron
abundantes rostros de sangre y tripas. El segundo piso se enorgullece de
contar con una vieja alfombra, por lo que su olor es a polvo, con un
leve toque de orina. El tercero huele a sauerkraut (alguien
seguramente dejó caer de sus manos una bandeja de este manjar, y el
suelo es de porosa cerámica). Y así sucesivamente. Ahora bien, si quiero
bajarme en el tercer piso, por ejemplo, y el ascensor no se detiene en
él, me quedo dentro, en espera del próximo viaje, y tarde o temprano me
bajo en el tercero.
Me encontraba en el hotel Duke cuando llegaron los formularios del censo
de los Estados Unidos, correspondiente a 1970. ¡Qué risa! Cada cual
cogió un formulario, y todos se echaron a reír. Para empezar digamos que
allí casi nadie tiene un hogar, y resulta que los formularios
preguntaban: «¿Cuántas habitaciones tiene su hogar?» Y luego: «¿Cuántos
hijos tiene usted?» Y así sucesivamente. Y: «¿Qué edad tiene su esposa?»
La gente cree que las cucarachas no entendemos el inglés o cualquier
otro idioma que se hable en nuestras proximidades. La gente cree que las
cucarachas sólo comprenden el mensaje de una luz súbitamente encendida,
que significa «¡huye!» Cuando se ha circulado por ahí durante el tiempo
que nosotras lo hemos hecho, que se remonta a fechas anteriores a la de
la llegada del Mayflower a estos pagos, se entiende muy bien el habla
en uso sea la que fuere. Por eso, tuve ocasión de regocijarme con muchos
comentarios referentes al censo de los Estados Unidos, cuyos
formularios ninguno de los brutos alojados en el hotel Duke se tomaron
la molestia de rellenar. Me divirtió pensar en lo que tendría que poner
yo, en el caso de verme obligado a llenarlo. Sí, ¿por qué no? A fin de
cuentas yo era un residente en el hotel, con aposento hereditario, con
más derecho que cualquiera de las bestias humanas alojadas allí. Soy (y
conste que no soy Franz Kafka disfrazado) una cucaracha, ignoro la edad
que tienen mis esposas, de la misma forma que ignoro el número de
esposas que tengo. La semana pasada tenía siete esposas, dicho sea
empleando este último término en un sentido amplio, ahora bien, ¿cuántas
de ellas han muerto aplastadas por un pisotón? En cuanto a hijos, diré
que ni siquiera puedo contarlos, lo cual también dicen en tono de alarde
muchos de mis compañeros de dos patas, pero si vamos a hacer cuentas,
si es que los del censo quieren que las hagamos (para divertirse más, me
parece), no me queda más remedio que fiarme de mi flaca memoria, en
este aspecto. Recuerdo que la semana pasada, dos de mis esposas estaban
ya a punto de dar a luz un par de huevos, las dos se alojan en el tercer
piso (el que huele a sauerkraut). Pero, ¡santo Dios!, la verdad
es que también yo me encontraba en situación apurada y con prisas, en
busca (y me ruboriza tener que confesarlo) de un alimento que había
olfateado y que estimaba se encontraba a cosa de un metro. Me parece que
eran patatas fritas aromatizadas con queso. No me gustó nada tener que
decir
«Hola y adiós» tan de prisa a mis esposas, pero mi necesidad quizá era
tan grande como la de ellas, ¿y dónde estarían ellas, o, mejor dicho,
nuestra raza, si no pudiera yo hacer lo preciso para conservar mi vigor?
Instantes después, vi a mi tercera esposa en el acto de ser aplastada
por una bota de vaquero (los hippies llevan prendas del lejano Oeste,
incluso en el caso de que hayan nacido en Brooklyn), aun cuando ésta,
por lo menos, no estaba poniendo un huevo, por el momento, sino que, al
igual que yo, corría, aunque en dirección opuesta a la mía. Pensé: «Hola
y adiós», aunque tengo la seguridad de que ni siquiera me vio. Cabe la
posibilidad de que jamás vuelva a ver a mis dos parturientas esposas,
aunque quizá viera a algunos de mis hijos, antes de abandonar el hotel
Duke.
Cuando recuerdo a algunas de las personas que se alojaban en el hotel
Duke, me enorgullezco de ser una cucaracha. Por lo menos gozo de mejor
salud y, a pequeña escala, elimino basura. Lo cual me lleva al punto que
me proponía abordar. En el hotel Duke solía haber basura en forma de
migas de pan o de porciones de canapés cuando se daba una fiesta con
champaña. Pero, ahora, la clientela del hotel Duke no come, o se droga o
se emborracha. Conozco los buenos tiempos del hotel Duke sólo a través
de los relatos de mis tatara-tatara-tatara abuelos y abuelas. Pero doy
crédito a estos relatos. Decían, por ejemplo, que se podía saltar al
interior de un zapato, situado ante la puerta de un dormitorio, y ser
transportado a bordo de él, en bandeja sostenida por un criado, a las
ocho de la mañana, lo cual le permitía a uno desayunarse con migajas de
croissant. Ahora, en el Duke ni siquiera se limpian los zapatos, ya que
si hay alguien capaz de dejar los zapatos junto a la puerta de su
dormitorio, no sólo no se los limpiarán, sino que lo más probable es que
se los roben. En la actualidad sólo se puede esperar esto de esos
peludos monstruos ataviados con prendas de cuero con flecos y de sus
novias de ropas transparentes, que se bañan muy de vez en cuando, y que
únicamente dejan unas gotitas de agua en la bañera, que me permiten
beber un poco. Beber agua del inodoro es peligroso, y a mi edad prefiero
no hacerlo.
Sin embargo, quiero hablar de mi recién hallada dicha. La semana pasada,
mi paciencia llegó a agotarse. Ante mi propia vista otra de mis jóvenes
esposas fue aplastada por un violento pisotón (recuerdo que esta esposa
se encontraba alejada de las zonas de normal tránsito). Además, tuve
que presenciar cómo un grupo de drogados cretinos, que atestaban una
habitación, se dedicaba a recoger literalmente a lametazos la comida que
habían esparcido en el suelo, a modo de diversión. Hombres y mujeres
jóvenes, desnudos, fingían, llevados por algún motivo propio de orates,
carecer de manos, e intentaban comer bocadillos como si fueran perros,
con lo que la comida iba a parar al suelo, y entonces, se revolcaban por
el suelo, retorciéndose, todos juntos, entre salchichas, cebolletas y
mayonesa. En esta ocasión, había comida en abundancia, pero era
peligroso andar por entre aquellos cuerpos que rodaban por el suelo.
Estos cuerpos me parecieron más peligrosos que pies. Ahora bien, ver
bocadillos fue algo excepcional. En el hotel Duke ya no hay restaurante,
pero la mitad de sus habitaciones se denominan «apartamentos», lo que
significa que en ellas hay refrigeradores y hornillos. Ahora bien, en lo
tocante a comida el principal producto que los alojados en el Duke
tienen es zumo de tomate en lata, para preparar Bloody Marys. Ni
siquiera fríen un huevo. Entre otras cosas, ello se debe a que el hotel
no proporciona sartenes, ni cazos, ni abrelatas, ni siquiera tenedores o
cucharas, por cuanto, si lo hiciera, estos enseres serían robados. Y
ninguno de los encantadores clientes está dispuesto a salir del hotel y
comprar un cazo para calentar sopa. Por eso mis oportunidades eran
escasas, como suele decirse. Y eso no es lo peor del «departamento de
servicios», en el Duke. Casi ninguna ventana cierra debidamente, las
camas parecen monstruosos camastros, las sillas están desvencijadas, y
esos muebles a los que se les da indebidamente el nombre de sillones, de
los que quizá hay uno en cada habitación, pueden causar lesiones por el
medio de disparar un muelle contra alguna tierna parte del cuerpo. Las
piletas están casi siempre atascadas, y los inodoros o bien tienen
cisternas de las que no mana el agua o bien ésta sale enloquecedoramente
de ellas. ¡Y los robos! He sido testigo de muchos. La doncella da la
llave maestra a alguien, y ese alguien se mete en una habitación, abre
las maletas y se mete su contenido bajo el brazo, o lo introduce en la
funda de una almohada, fingiendo que se trata de ropa sucia.
De todas maneras, el caso es que, hace una semana, me encontraba yo en
un dormitorio temporalmente vacante, en el Duke, en busca de alguna
migaja, o de unas gotas de agua, cuando entró un botones negro
transportando una maleta que olía a cuero. Detrás del botones iba un
caballero que olía a fricción para después del afeitado, además de olor a
tabaco, lo cual es perfectamente normal. El caballero deshizo la
maleta, dejó unos papeles en la mesa escritorio, abrió el grifo de agua
caliente y musitó algo para sus adentros, intentó detener el constante
fluir de agua del inodoro, probó la ducha, que esparció agua por todo el
cuarto de baño. El caballero llamó por teléfono a conserjería.
Comprendí casi todo lo que dijo. Esencialmente dijo que por el precio
que pagaba, esto, aquello y lo de más allá podía ser un poco mejor, y
que quizá la solución consistía en que le dieran otro dormitorio.
Agazapada en mi rincón, hambrienta y sedienta, escuché con interés,
aunque sabedora de que aquel caballero me aplastaría de un pisotón, en
el caso de que yo hiciera acto de presencia sobre la alfombra. Sabía muy
bien que si el caballero me veía, yo figuraría en su lista de quejas.
Era un día ventoso y la vieja ventana de dos hojas se abrió bruscamente,
con lo que los papeles del caballero volaron en todas direcciones. Tuvo
que cerrar la ventana por el medio de apoyar una silla contra las
hojas. Luego, lanzando maldiciones, el caballero recogió sus papeles.
—¡Washington Square! ¡Henry James se levantaría de la tumba si viera esto!
Recuerdo textualmente estas palabras, que el caballero pronunció en voz
alta, mientras se atizaba una palmada en la frente como si aplastara un
mosquito.
Llegó un botones, con el viejo y sucio uniforme castaño del
establecimiento, totalmente drogado, y anduvo manoseando la ventana, en
un vano intento de arreglarla. Por la ventana penetraban rachas de aire
helado, sus hojas se estremecían armando un ruido infernal, y todo lo
que había en el cuarto, incluso un paquete de cigarrillos, tenía que ser
fijado mediante un peso puesto encima, para evitar que saliera volando
de encima de la mesa o de lo que fuera. El botones, al inspeccionar la
ducha, sólo consiguió quedar empapado, y entonces dijo que avisaría al
«especialista... En el hotel Duke, el «especialista» no es más que una
broma, broma que no voy a analizar detenidamente. Aquel día, el
«especialista» no tuvo ocasión de ejercer sus funciones, debido a que el
botones fue la gota de agua que hizo rebosar el vaso, y el caballero
cogió el teléfono y dijo:
—¿Pueden ustedes mandarme a alguien que no esté drogado o borracho para
que baje mi equipaje al vestíbulo... Oh, sí, claro, quédense con el
dinero. Yo me voy. Y avisen un taxi, por favor.
Éste fue el momento en que tomé una decisión. Mientras el caballero
hacía la maleta, me despedí mentalmente con un beso de todas mis
esposas, hermanos, hermanas, primos, hijos, nietos y biznietos, y,
luego, me metí a bordo de la hermosa maleta que olía a cuero. Me deslicé
en un compartimento en la parte interior de la tapa de la maleta, y me
situé en un cómodo lugar entre los pliegues de una bolsa de plástico que
olía a jabón de afeitar y a loción para después del afeitado, en donde
me constaba no sería aplastada cuando el caballero cerrara la maleta.
Media hora después, me encontraba en una habitación calentita, con una
gruesa alfombra que no olía a polvo. El caballero desayuna en la cama a
las siete y media de la mañana. En el pasillo, tengo a mi disposición
comida sumamente variada, que encuentro en las bandejas puestas ante las
puertas de los dormitorios, entre la que se cuenta restos de huevos
revueltos, y, desde luego, abundante mermelada, mantequilla y
panecillos. Ayer escapé por pelos, cuando un camarero con chaqueta
blanca anduvo persiguiéndome durante unos treinta metros, por lo menos,
atizando pisotones, con ambos pies, a derecha e izquierda, aunque
fallando siempre el golpe. Todavía soy ágil, y en el hotel Duke aprendí
mucho.
Ya he inspeccionado la cocina, a la que voy y de la que regreso en
ascensor, naturalmente. En la cocina hay comida en abundancia, pero,
para mi desdicha, la fumigan una vez a la semana. He conocido a cuatro
posibles esposas, aunque todas ellas con mala salud, por culpa de los
humos de la fumigación, a pesar de lo cual siguen decididas a permanecer
en la cocina. Lo mío son los pisos superiores. Allí no hay competencia,
y abundan las bandejas de desayuno y, a veces los bocadillos de
medianoche. Quizá en la actualidad me haya convertido en un solterón,
pero aún tengo el vigor suficiente si es que aparece una posible esposa.
Entretanto, me considero mucho mejor que aquellos bípedos del hotel
Duke, a quienes he visto comer cosas que yo ni siquiera tocaría, y que
no quiero siquiera mencionar. Lo hacen por apuesta. ¡Apuestas! Si la
vida entera es un juego de azar, ¿para qué apostar?
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