COBAYO lívido engendro digo de puna que enquena el aire y en uniqueja isola su yo cotudo de ámbito telúrico (Oliverio Girondo: «En la masmédula») |
Querríamos comenzar esta nota preguntando(nos) si hay, en estos
días finiseculares, una especie de «moda» Girondo. Si la hay, parecería mérito del
cine, y no de la literatura, el haberla impuesto.
Estas presunciones no tienen, ni pretenden tener, otro basamento
empírico que unos pocos comentarios recogidos casi al azar entre algunas personas
conocidas, pero que sirven para insinuar, al menos, que la película de Subiela obró como
catalizador de ciertos intereses difusos y dispersos orientados hacia el nombre -y quizás
la obra- de Oliverio Girondo.
En tal sentido, no deja de ser paradójico que, a más de veinte años
de su muerte, sea un lenguaje (un discurso) exterior a su obra el que promueve cierta
«popularización» de su figura, pero junto con ello deberíamos decir además que no
deja de ser inevitable: para estos días que corren, de auge y de inflación de los
lenguajes audiovisuales, sería sumamente difícil, por no decir imposible, que la obra de
ningún poeta -ni siquiera del mismísimo Girondo- pudiera lograr, por sí misma, la
difusión que producen esos modernísimos lenguajes.
Por ello, el «rescate» que produce la película de Subiela parecería
ser la única (y acaso la última) posibilidad de «recuperar», para el gran público, el
nombre y la escritura de un autor valioso que, por el género y el lenguaje en que compuso
su obra, parecería condenado al silencio y al ostracismo en el que confinan a la poesía
estos tiempos audiovisuales.
Y desde ese punto de vista, ese «rescate» cobraría además el halo
moralizador de las causas nobles, que vendría a recubrir al film para exaltarlo como el
dignísimo intento de «hacer llegar» la poesía a la gente.
Lo bienintencionado de esa visión oculta, de todos modos, lo falaz de
sus argumentos. Porque en la mediación que se produce al inscribir en el film la
escritura y el nombre de Girondo, se sustituye la lectura de su obra por una
representación cinematográfica de esa escritura que oblitera toda posibilidad de acceder
a la misma.
Pero además, esa representación, lejos de entenderse como una suerte
de «traducción» o mejor, de «transposición» de un lenguaje a otro, se concibe -como
no podría ser de otra manera, dada la lógica específica del medio y su lenguaje- como
una simple «versión» de esa escritura. Por ello, el film se permite recortar y parcelar
su texto, para escoger algunos fragmentos o pasajes que obedecen a sus necesidades y a sus
estrategias narrativas.
Obviamente, para nosotros no se trata, en un gesto simétrico y
reactivo, de «condenar» a la película de Subiela por el tratamiento que realiza de
Girondo. No sólo por la razón «democrática» de admitir que cualquier film puede
tratar a cualquier cosa como quiera, sino además por comprender que ningún film podría
hacer algo esencialmente distinto de lo que hace esta película, desde el punto de vista
de su configuración genérica y discursiva.
En todo caso, de lo que se trata es de señalar que el cine y la
poesía son cosas distintas, y que por ello ninguna película podría significar de la
misma manera como significa el lenguaje poético. Sin embargo, cuando se habla del
«rescate» que de Girondo haría la película, parece perderse de vista esta elemental -y
decisiva- diferencia.
Así, la idea misma del «rescate» no deja de ser una trampa que se
echa sobre la poesía de Girondo, dado que implica al mismo tiempo un abandono. Porque en
la medida en que, supuestamente, se la recupera cinematográficamente, se desiste de la
única experiencia que de ella puede hacerse: la experiencia de su lectura.
Se dirá: la película es una lectura de Girondo. Y ello puede
aceptarse, en la medida en que los textos de las lecturas pueden estar compuestos con los
lenguajes visuales.
Pero esa lectura es la del film, y no la del espectador. Para éste, lo
que el film dice leyendo a la poesía de Girondo no podría sustituir nunca, dada la
diferencia de naturaleza que la separa, a su propia lectura de esa poesía.
Que debería comenzar, como no podría ser de otro modo, por la
literalidad de la escritura de Girondo; por su mismísima letra. Y en tal caso, la
confrontación de sus hábitos y modos de lectura con los textos del autor de
«Espantapájaros» seguramente que depararían, a más de uno, más de una sorpresa.
Porque además de las diferencias profundas que separan a los lenguajes
audiovisuales del lenguaje de la poesía, en este caso lo que también se juega es una
diferencia profunda en cuanto a los cánones o códigos de legibilidad propuestos por cada
uno de esos discursos. En el caso del cine, y más específicamente en el de esta
película, los cánones de legibilidad son al mismo tiempo cánones de inteligibilidad: se
trata siempre, o por lo menos se trata siempre en el cine comercial, de hacer globalmente
comprensibles los sentidos del film para la mayoría de los espectadores. En tal sentido,
puede decirse que para la lógica de la industria cinematográfica, la actividad de leer
(mirar) siempre es sinónimo de comprender.
Y si en esa actitud pueden reconocerse los fundamentos de una estética
que se construye sobre el principio de la masificación de su público, ello explica
además la búsqueda de congruencia entre los códigos de producción y los códigos de
lectura que preside la filmación de cualquier obra cinematográfica.
En el caso de la poesía de Girondo, por el contrario, la incongruencia
deliberada entre los códigos de emisión y los códigos de recepción es una constante
que atraviesa buena parte de su obra. Las razones de esa incongruencia pueden ser
múltiples y las posibilidades de abordarlas en este trabajo, de hecho, sumamente escasas;
señalemos, de todos modos, que la inscripción de gran parte de los textos de Girondo en
el marco de una poética de vanguardia puede ser una primera aproximación al asunto que
permita ir echando luz sobre las razones aludidas.
Como es público y notorio, Oliverio Girondo publica sus primeros
libros a comienzos de la década del veinte. Por aquel entonces, era uno de los jóvenes y
conspicuos miembros de la vanguardia poética vernácula, al igual que Jorge Luis Borges,
Leopoldo Marechal o Raúl González Tuñón. Y si todos ellos asumían idéntica postura
en cuanto a la necesidad de romper con la tradición -que encarnaba, básicamente,
Lugones-, en el caso de Girondo esa necesidad cobraba modalidades radicalizadas, que lo
llevaban a distanciarse nítidamente de las convenciones literarias impuestas como
tradición y aceptadas por el público.
Así, «Veinte poemas para ser leídos en el tranvía» (1922) y
«Calcomanías» (1925) son dos libros cuyo lenguaje exige nuevas formas de legibilidad.
Ese lenguaje acompañaba las nuevas formas sociales y culturales que se imponían no sólo
sobre Buenos Aires sino sobre el mundo entero -para decirlo brevemente, las formas de una
modernidad expansiva-, y que exigían temas, formas y convenciones distintas para el
conjunto de las artes. Se trataba entonces de hablar de ese mundo novedoso que iba
surgiendo sobre todo como mundo urbano, y de hacerlo con un lenguaje a tono con las
características de los tiempos. Por ello, el gran tema de esos libros son las ciudades
-ya sean las ciudades del extremo sur del continente o las ciudades europeas e incluso
africanas-, y su lenguaje, sobre todo en «Veinte poemas...», un lenguaje que oscila
permanentemente entre el verso y la prosa.
Por otra parte, no se trataba de un lenguaje que representara
«fidedignamente» a la realidad, a la manera de los lenguajes «realistas» o
«naturalistas». Por el contrario, y en consonancia con el espíritu vanguardista que los
animaba, esos libros suponían una puesta en cuestión de la idea misma de re-
presentación y de las posibilidades de transmitir algún tipo de representaciones por
medio del lenguaje. Por ello, el mundo del que hablaban sus poemas se presentaba como un
mundo dislocado y fragmentario, y el lenguaje con el que se lo decía se exhibía como un
lenguaje fracturado que abolía la idea de totalidad y sobre todo de unidad artística y
discursiva.
Ese tipo de lenguaje y esa clase de significaciones debieron resultar
por lo menos extrañas -por no decir incomprensibles o escandalosas- para los cánones de
legibilidad y para la sensibilidad estética propios de la época. De todos modos, y sea
ello como fuere, Oliverio Girondo insistió con esa poética provocativa y publicó en
1932 «Espantapájaros». Por consiguiente, en este libro se tensan las características
de su escritura; su lenguaje se hace prácticamente prosaico y la representación de las
cosas sufre una irrisión que lleva tanto a la desmembración del mundo como a la
multiplicación de las formas y las instancias de lo subjetivo. Paródico, grotesco,
zumbón, el texto de «Espantapájaros» parece ser el último momento de la euforia y de
la risa vanguardista frente a la inminencia de la hecatombe y de la catástrofe.
En 1942, Oliverio Girondo publica «Persuasión de los días». Con
este libro su escritura comienza a intensificar la serie de mutaciones que la
caracterizan, y que constituyen a una producción no demasiado voluminosa (Girondo
publicó solamente seis libros de poesía y uno de prosa, «Interlunio»), en un espacio
heterogéneo a nivel de su configuración estilística y textual.
«Persuasión de los días» es, desde el punto de vista «temático»,
una suerte de recusación del mundo que le toca vivir al poeta, caracterizado por las
aristas más negativas y repugnantes de la cultura moderna, y desde el punto de vista de
su lenguaje, el comienzo de un retorno hacia las formas abandonadas en el contexto de su
poética de vanguardia.
Ese retorno habría de consumarse plenamente en la escritura de «Campo
Nuestro» (1946), especie de plegaria destinada a exaltar la pampa. En tal sentido,
«Campo Nuestro» representa una vuelta a una poética basada en la noción de
«mímesis» y en la creencia en la capacidad de representación de las palabras.
Pero si la idea misma de representación viene a restituir una poética
tradicional que respeta las formas y las proporciones del lenguaje de los versos, ello no
se hará para producir una representación diferente de lo urbano, sino para producir una
representación de lo rural. Porque esta mutación de la escritura de Girondo supone
además un desplazamiento a nivel de su objeto: ya no se trata del «topos» urbano,
representado como un espacio discontinuo y heterogéneo que se halla poblado por una
multitud de objetos y sujetos, sino del «topos» rural, significado como un espacio
homogéneo pero despoblado y despojado de seres y de cosas, a la manera de un escenario
cultual en el que solamente cabría la palabra mística del poeta.
De ese modo, la escena poética deviene en escena rural. Lejos del
optimismo irreverente que caracterizaba a sus textos vanguardistas, la escritura de
Girondo ha operado una mutación considerable que la lleva a adoptar las formas y los
asuntos negados hasta entonces. Si «Campo Nuestro» hubiese sido el último libro de
Girondo, seguramente que se podría decir que en él se había sepultado su espíritu
vanguardista.
Pero ello no fue así. Años después, Oliverio Girondo publicaría
«En la masmédula» (1954), sin duda su obra más significativa, y con ella volvería a
asombrar a sus lectores. Porque entonces podía constatarse que el deslizamiento que
comenzara a insinuarse en «Persuasión de los días» y que se intensificara en «Campo
Nuestro» no había sido más que un giro provisorio en un movimiento de búsquedas
estéticas que se mantendría hasta el final de su obra.
Si hay un valor que funda la escritura de «En la masmédula», ése es
el de la ilegibilidad. Pero no de la ilegibilidad entendida como una especie de velamiento
criptográfico de los sentidos del texto -y por ello como la posibilidad siempre presente
de su revelación-, sino de la ilegibilidad entendida como la imposibilidad radical de
interpretar los sentidos supuestos del texto.
Y ello es así porque la escritura de «En la masmédula» se sustrae
deliberadamente de todo espacio de significación en común con sus lectores. Por
paradójica que parezca esta afirmación, puede constatarse con relativa facilidad cuando
uno se interna en la lectura de sus poemas.
Sabemos que para que exista la posibilidad de «hacer sentido» para
otros, es necesario contar con algún tipo de «código común», y que el código primero
por excelencia, el «natural», el que permite articular a todos los demás, es el código
de la lengua. Por ello, el hecho de compartir una lengua es lo que permite, según
creemos, producir, transmitir y comprender las significaciones o los sentidos que
organizan nuestra percepción y nuestra representación de las cosas y el mundo.
Son este tipo de premisas, precisamente, las que deroga la escritura de
«En la masmédula». En tal sentido, su texto se sitúa estratégicamente en el lugar de
la descomposición de la lengua, al producir una verdadera irrisión de sus formas, para
operar, a partir de sus restos, una especie de rearticulación significante que genera ya
no las formas de la lengua sino las de su parodia o su simulacro.
Los modos de esa operatoria son claros y evidentes. A nivel lexical,
por ejemplo, la escritura de Girondo descompone unidades preexistentes en el código
lingüístico y construye, con sus restos o fragmentos, auténticos neologismos. Esos
neologismos, obviamente, constituyen verdaderos «inventos» semióticos, dado que se
producen como unidades inéditas a nivel del sistema que vienen a instaurar un conjunto de
formas irreductibles a toda posibilidad de codificación, o en otros términos, a toda
determinación tanto en el plano de lo significante como de lo significado.
Por ello, la significación literalmente estalla en esos neologismos
que se multiplican ilimitadamente a lo largo del libro. Para ellos no hay reglas
gramaticales que presidan su composición -a lo sumo, lo que hay es una parodia de
sujeción a tales reglas-, porque no hay ningún tipo de acuerdo previo entre diversos
individuos (la institución de la lengua) que establezca el sentido que debería
atribuírsele a la singularidad de sus formas.
Así, la construcción del neologismo condensa las tendencias
acráticas de la escritura de Girondo. Concebidos como el espacio de la utopía de una
libertad absoluta, esos sintagmas radicalmente originales vienen a proponer la fantástica
ilusión de un lenguaje absolutamente individual, que se sustrae de todo tipo de
convención o de legislación en el orden de su experiencia y de su práctica.
De ese modo, cualquiera puede leer cualquier cosa en ellos, porque no
hay pactos ni contratos que sancionen lo que deberían significar para los otros. Pero esa
libertad verbal también termina reconociendo ciertos límites, porque para que se
mantenga por lo menos el simulacro de las relaciones interlocutivas con el lector, es
necesario que se mimen las formas lingüísticas que las posibilitan. Así, la escritura
traza las articulaciones sintácticas y discursivas que sostienen el verosímil de un
proceso enunciativo, generando la ficción de un habla que aparenta instituir los lugares
del sujeto y su otro.
Como una alucinación que dibujara un universo absolutamente
fantasmático, la escritura de Girondo va simulando entonces la inscripción de un sujeto
y un mundo; pero se trata precisamente de éso, de un simulacro y no de una
representación. A lo largo del libro, hay una voz que aparenta decir. ¿Qué cosa?...
Nunca lo sabemos muy bien, pero esas formas imprevistas y sorpresivas parecen hablar de
seres y de cosas que de todos modos nunca pueden ser transpuestos en términos de
referencias precisas. Alguien habla de algo. Si en esa fórmula pudiera ceñirse el
proceso de desborde semiótico que supone «En la masmédula», con ello estaríamos
diciendo simultáneamente lo mínimo y lo máximo, el todo y la nada, la definición y la
metáfora que querían dar cuenta de su escritura.
Como dos polos extremos y antitéticos, la ilegibilidad radical de «En
la masmédula» y la legibilidad de la versión cinematográfica dibujan la parábola que
traza la historia posible de una escritura poética. O en otros términos, el pasaje de
una poética vanguardista practicada a ultranza a una estética de lo masivo parecerían
dibujar los límites para una recepción «actualizada» de Girondo.
Porque además parecería que en función de la hegemonía de los
«novísimos» lenguajes audiovisuales, la única posibilidad de supervivencia de la
escritura poética fuese su transmutación en el lenguaje de los íconos. Algo así como
la poesía del video-clip.
Y acaso ello no resultaría contradictorio respecto del espíritu
vanguardista de Girondo: sus libros, sobre todo los primeros, nunca desdeñaron la
perspectiva de los procedimientos característicos de los lenguajes de los nuevos medios
de comunicación. Pero esa supervivencia se daría al precio de una transformación
esencial de su escritura, que terminaría siendo la imagen espectral de lo que ella fue (o
es) en tanto que letra impresa.
Por ello, la lectura y la reflexión sobre la obra de Girondo -que
valdrían como ejemplo de lo que ocurriría con la lectura de cualquier texto poético-
parecen enfrentarse con una disyunción histórica: o se la confina en el lugar marginal e
irrelevante de las curiosidades arqueológicas para mantener incólumes su naturaleza y su
sustancia, o se la trasviste en imagen móvil para garantizar su pervivencia en las
percepciones y los gustos del público.
La falacia de esa disyunción seguramente reposa en oponer público
(mercado) a su carencia, o en otros términos, en legitimar las formas y los lenguajes
estéticos en lo que, mayoritariamente, es admitido o se impone como tal.
Porque una visión utópica y optimista podría afirmar que el arte del
futuro será necesariamente audiovisual (suponiendo que en el futuro haya algo equivalente
respecto de lo que entendemos por arte). Y admitamos que ello pueda ser así. Pero ello no
implica necesariamente que, en función de esa realidad hipotética, se trate de absorver
en esas formas presuntamente futuras el universo de los lenguajes estéticos existentes.
Por el contrario, tal vez se trate de mantener esos lenguajes -ese
lenguaje, el de lo poético- para conservar cierta capacidad humana consistente en
significar más allá, o más acá, de lo que establece el orden de lo convencional y de
lo gregario. Para significar, como lo hace la poesía de Oliverio Girondo, aspirando a la
utopía de una libertad que estaría por encima de todas las constricciones, incluso de
aquellas que están en la base de todas las de- más, es decir, las constricciones propias
de la lengua.
Ese ideal estético, seguramente vanguardista y probablemente
romántico, poco tiene que ver con las sujeciones respecto de la lógica y la estética
impuestas por cualquier mercado. Y por ello acaso sea uno de los legados más valiosos que
nos brinda nuestra cultura, aún para aquellos que pretenden decir lo mismo en el
vertiginoso lenguaje de una película.
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