El hecho de que esos textos hubieran sido por lo general soslayados por la crítica, tal vez se haya debido a que, para los supuestos y los valores con que tradicionalmente operaba la crítica, las Aguafuertes… parecían no formar parte de la obra arltiana. Tamaña suposición se sostenía solamente en una determinada manera de concebir dicha obra: esto es, en una manera que traza rígidas fronteras genéricas entre los textos, determinando qué es literario y qué no lo es, y circunscribiendo el alcance de la obra a aquellos textos que responden a las convenciones genéricas de lo que se considera literatura.
Pero los textos periodísticos de Roberto Arlt han desafiado y desafían este tipo de distinciones, ya que por su peculiar lenguaje, por sus formas descriptivas y narrativas, por su vasta temática o por sus recursos y dispositivos retóricos, nunca dejan de evocar la presencia de los discursos literarios en su propio seno. Se trata, por así decir, de textos que pueden ser leídos como literatura, aún cuando por su formato y su género se los ubique, en principio, en otra instancia taxonómica. Y es esa modalidad de su escritura, precisamente, la que obliga a relativizar las oposiciones clasificatorias rígidas, proponiendo esa nueva manera de leerlos: por tal razón, en vez de oponer las crónicas periodísticas de Arlt al conjunto de sus restantes textos, tal vez se trate indagar en qué medida se vinculan con ellos, sin desconocer, naturalmente, las diferencias de escritura y de género que objetivamente separan a unas de otros.
Arlt periodista
Como se ha dicho, las Aguafuertes Porteñas de Arlt son una serie de notas periodísticas publicadas en el diario El Mundo. La participación de Arlt en ese medio ilustra, de manera paradigmática, lo que podría llamarse la política editorial del periódico, dado que El Mundo era un diario de características modernas con gran penetración en los sectores populares. Primero en el país en ser editado en formato tabloid, El Mundo es un periódico que ofrece un variado menú de temas a un público tan amplio como heterogéneo, desde una perspectiva editorial que soslaya la crítica abierta o la confrontación con los poderes de turno. Pero esa orientación complaciente suponía al mismo tiempo la convocatoria de un conjunto de escritores e intelectuales que garantizaban la idoneidad profesional de su trabajo en el diario, asegurando así la calidad del producto que se lanzaba al mercado. Participaron de la redacción de El Mundo en sus orígenes además del propio Arlt una serie de escritores como Leopoldo Marechal, Horacio Rega Molina o Conrado Nalé Roxlo, como asimismo Alberto Gerchunoff que se desempeñó por un tiempo como director del periódico.
En ese contexto, Arlt llega a ser muy pronto el redactor “estrella” del nuevo medio. Fue el primero en firmar la columna a su cargo, y se convirtió en un punto de referencia ineludible para los lectores del periódico. De ese modo, la práctica periodística le permite acceder a un público verdaderamente masivo, que para la perspectiva de Arlt no difiere en esencia del público lector de sus textos literarios: por tal razón, periodismo y literatura, lejos de constituir esferas de acción necesariamente opuestas, son para Arlt dos actividades que de manera natural, se conectan entre sí de forma recurrente.
Situado en ese espacio de intersección e intercambio entre ambas prácticas, escribe entonces sus notas para El Mundo. Bautizadas como “aguafuertes” para designar el sentido icónico, visual, de su textualidad, según una tradición que remite a nombres tan ilustres como los de Rembrandt y Goya, las crónicas de Arlt irán modificando, a lo largo del tiempo, su temática, sus aspectos genéricos y su mismo nombre. Esas modificaciones generalmente se hallan ligadas a los itinerarios que el propio Arlt realizaba, y que brindan el sustento empírico donde recogía los materiales que nutrían sus notas. Así, las primeras crónicas salen de las recorridas que realiza por la ciudad de Buenos Aires, registrando diversos aspectos de la cultura urbana, particularmente de sus estratos populares. De ese modo, un conjunto de costumbres, actitudes, creencias, y sobre todo “personajes” de extracción popular, como asimismo su particular lenguaje, le brindan el material para desarrollar sus notas “costumbristas”, donde con ironía y sarcasmo pero también con una clara indulgencia compone las plásticas imágenes que los representan. A la manera de un antropólogo urbano, Arlt va registrando las distintas formas de la cultura popular de la época, desde una posición que le permite señalar lo que él entiende como sus virtudes tanto como sus defectos: por tal razón, a diferencia de los registros pretendidamente asépticos de la mirada científica, las aguafuertes arltianas se enuncian desde una perspectiva que no cesa de evaluar aquello que mira. Esa modalidad constituye, por otra parte, lo que podría llamarse la dimensión política de las crónicas de Arlt, caracterizadas siempre por las formas de juzgamiento crítico de sus objetos, aún cuando por su temática esa dimensión no se manifieste de manera explícita.
Las primeras aguafuertes se llamarán, en consecuencia, “porteñas”, por referir, como es obvio, a la ciudad de Buenos Aires. Pero Arlt se transformará prontamente en un cronista viajero, que ampliará significativamente su horizonte. Por ello, las aguafuertes irán variando su adjetivación para dar cuenta de los nuevos itinerarios que realiza: así, en 1930 se denominarán “aguafuertes uruguayas”, en 1934 “aguafuertes patagónicas” y en 1935 “aguafuertes españolas”, con sus especificaciones como “madrileñas”, “africanas”, “asturianas” o “gallegas”. Por otra parte, los cambios de nombre, que claramente dan cuenta del ámbito abordado en cada caso, no se limitan a esas variaciones en su adjetivación, dado que en 1933 la columna se denominará “Hospitales en la miseria” y en 1934 “Buenos Aires se queja”, cuando su autor realiza auténticas campañas de denuncia de las carencias y necesidades insatisfechas que padecen los habitantes de la ciudad; de igual manera, en 1936 la columna se titulará “Tiempos presentes” o “Al margen del cable”, cuando se aparta de los temas locales para abordar cuestiones inherentes a la problemática mundial de la época.
Como lo indican tales títulos, las crónicas de Roberto Arlt no se limitaban a esa especie de registro “antropológico” del mundo en que vivía, sino que suponían, además, verdaderas intervenciones en el orden de lo social y lo político cuyo carácter crítico alcanzaba también al campo del arte y de la literatura; por tal razón, la redacción de esas notas varía asimismo su configuración discursiva y genérica: según los casos, se trata de relatos de viaje, de crítica literaria o de textos de tipo ensayístico. Pero en todos los casos, las aguafuertes obedecen a una misma pulsión textual, en la que se reconocen las inconfundibles marcas de su singular escritura.
Como ya se ha dicho, esas crónicas nunca dejan de estar atravesadas por la escritura literaria del autor. Recíprocamente, también debe decirse que su obra de narrador y dramaturgo mucho le debe a su práctica periodística, lo cual es particularmente visible en su obra narrativa mayor, la saga compuesta por Los siete locos y Los lanzallamas, en el sentido de que, por de pronto, los extensos capítulos que conforman su texto se hallan divididos en una serie de secuencias narrativas menores, a la manera de auténticos episodios que, pese a su relativa autonomía diegética, no dejan de evocar la forma y la materialidad narrativa del folletín, género de difusión periodística por excelencia en el siglo pasado y comienzos del actual. Y si la articulación del texto de las novelas revela de ese modo la impronta de las formas de la escritura periodística (dada por la brevedad y recurrencia de pequeñas unidades producidas para su entrega diaria), ello es reforzado por el hecho de que cada uno de esos “episodios” lleva un título, al igual que los artículos que integran el cuerpo de un periódico; a su vez, los títulos de esas secuencias narrativas cumplen una función similar a la de los títulos periodísticos, puesto que operan como verdaderas condensaciones o tematizaciones de los asuntos que relatan.
Pero lo periodístico no se agota en ese plano formal o constructivo de los textos novelísticos: además penetra en ellos para manifestarse asimismo en el plano semántico. Así, en Los lanzallamas, los personajes de la novela utilizan permanentemente a los periódicos como fuente de información, generando un efecto de verosimilitud que es característico de los relatos realistas. Ese recurso funciona, en consecuencia, como una suerte de irrupción de lo real en el texto, que operaría, supuestamente, como una autenticación o garantía de la verdad de lo que allí se narra. Se trata, por cierto, de una pretensión que la escritura de Arlt rápidamente desestabliza: incorporadas al texto narrativo, las noticias devienen ellas mismas en material de ficción, y se pierde su procedencia periodística. Son, entonces, auténticas ficcionalizaciones que a su manera y en ese plano también revelan una dialéctica peculiar, la permanente tensión que en la narrativa de Arlt vincula la verdad con el engaño.
Esa profunda interrelación entre escritura periodística y literaria encuentra su instancia de manifestación mayor en el penúltimo episodio de Los Lanzallamas (“Una hora y media después”). Erdosain se despide del Comentador después de haber realizado la confesión de sus “iniquidades” y del crimen de “La Bizca” y se dispone a llevar a cabo su próximo y último acto, el suicidio a bordo del tren al que entonces asciende; para el desarrollo de la novela se trata, en este punto, de narrar precisamente ese acto. En ese punto culminante la narración, significativamente, se desplaza hacia el ámbito de la redacción de un periódico, y representa el escenario y los personajes que le son propios. En esa dramatización, el Secretario de Redacción recibe una llamada de un corresponsal que le informa del suicidio de Erdosain, profiere la típica orden de parar las máquinas, y escribe el título y el texto de la noticia que será un impacto informativo:
“- Sí, con el Secretario. Oigo…Hable…
Más fuerte, que no se oye nada…¿Eh?…¿Eh?…
¿Se mató Erdosain?…Diga…Oigo…Si…Sí…Sí…Oigo…
Un momento…¿Antes de Moreno?…Tren…
Tren número. Un momento – el Secretario
anota en la pared el número 119 -. Siga…
Oigo…Un momento…Diga…Pare la máquina…
Diga…Sí…Sí…Va en seguida.
El Capataz le hace una seña al Jefe de Máquinas.
Este aprieta un botón marrón. El ruido del oleaje
merma en el taller. Resbala despacio la sábana
de papel. La rotativa se detiene. Silencio
mecánico.
El Secretario se acerca rápidamente al escritorio
del taller y escribe en un trozo de papel cualquiera:
En el tren de las nueve y cuarenta y cinco
se suicidó el feroz asesino Erdosain.”
La muerte de Erdosain, de esa manera, es literalmente contada desde la redacción de un diario. Ello tiende a producir un halo de veracidad, puesto que ese contexto enunciativo tiene de por sí una relación con la verdad que parece, en principio, indubitable. La escena incluye, además, los aspectos más negativos de la actividad periodística: otro personaje, el Jefe de Revendedores, está satisfecho porque se logró aumentar la tirada en cincuenta mil ejemplares. Esa escenificación del discurso periodístico en la novela implica, entonces, tanto un reconocimiento como una crítica: si por un lado supone la admisión de la trascendencia social de ese discurso, y su interacción con el discurso narrativo que lo absorbe y transforma, por otra parte revela sus costados sórdidos, los crudos mecanismos mercantiles que lo sustentan y determinan su ética. En tal sentido, diríase que esa tematización del discurso periodístico por parte del discurso narrativo es una manifestación ejemplar de los modos en que ambos se vinculan en el imaginario de Arlt: la relación que se establece entre ellos, lejos de mostrarse como una correspondencia unitaria, siempre se presenta problemáticamente; antes y más que una diferencia de contenidos o de referentes discursivos, las tensiones entre periodismo y literatura en Arlt se presentan como una relación entre dos series de convenciones genéricas específicas que nunca cesan de infiltrarse mutuamente.
Y es por la misma razón que la escritura de sus aguafuertes tanto le debe a su práctica literaria. Porque cuando en ellas se trata de representar diversos aspectos de la realidad, la experiencia y el saber poético del escritor proveen los medios y recursos que posibilitan esa representación. Así, técnicas y procedimientos narrativos, descripciones, dramatizaciones, y por sobre todo un estilo reconocible tanto por su léxico como por sus figuras y su sintaxis, sostienen inequívocamente esos textos, en los que, al igual que en sus novelas, para Arlt siempre se trata de narrar su peculiar visión del mundo.
Presencia del escritor en sus textos
A diferencia de los textos habitualmente considerados periodísticos, las aguafuertes de Roberto Arlt comportan un alto grado de subjetividad, que se sostiene en la ecuación en la que por lo general se revela, por el uso de la primera persona acompañada de un nombre propio. La forma de esa ecuación – Yo, Roberto Arlt – sostiene y atraviesa sus crónicas, y por ello las aguafuertes pueden leerse también como las formas virtuales de un registro autobiográfico. Ellas narran el desplazamiento incesante de ese sujeto por el espacio y el tiempo, según un movimiento que ensancha permanentemente el arco de su mirada, y por eso dan cuenta tanto del devenir del mundo que se observa como del devenir de ese sujeto en el mundo observado.
Por ello, las aguafuertes siempre suponen diversas formas de representación de su autor, que trata de escenificar su quehacer y su experiencia. Así, en una nota como “El placer de vagabundear”, Arlt atribuye al vagabundeo lo que sostiene y posibilita su escritura. Para un soñador “irónico y un poco despierto”, propone, las calles de Buenos Aires “están llenas de novedades”: ese soñador es el que ve, pero también el que descubre, el que devela dramas escondidos o historias crueles. Notablemente, muchas de esas historias se reconocen en los semblantes de sus protagonistas, porque hay semblantes que, según Arlt, son “como el mapa del infierno humano”. De manera que el cronista deviene en una especie de cartógrafo, en alguien que lee en los rostros los diagramas visibles de esos dramas ocultos que alientan en la vida gregaria y anónima de la ciudad. Así, en su autorrepresentación, el cronista es un Intérprete, un Gran Hermeneuta que insistentemente devela sentidos en la misma medida en que narra historias. Historias y sentidos que le brinda la calle, que para un soñador como él se transforma asimismo en “un escenario grotesco y espantoso”, al tiempo que “la ciudad desaparece” para “dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal”. En esa imagen se reconocen claramente los modos en que concibe su propio quehacer: se trata, por cierto, de una experiencia reveladora, de una suerte de iluminación profana antes que mística, que surge del encuentro con la ciudad y sus sufridos habitantes. Y es por todo ello que, para Arlt, las calles constituyen la mejor escuela para entender al mundo, dado que ofrecen una sabiduría superior a la que pueden brindar los libros y los poetas.
La perspectiva que proponen las aguafuertes supone, entonces, un fuerte anclaje subjetivo, sobre los lazos que ligan al Yo con un nombre propio. Y si el nombre es vivido como una marca, un signo ineludible, fatalmente heredado – como lo propone la nota “Yo no tengo la culpa” -, las aguafuertes por otra parte no dejan de remitir a escenas de la infancia, donde ese nombre funciona como un auténtico anticipo de aquello que llegará a ser su portador adulto. Así, en notas como “Yo no tengo la culpa” o “El viejo maestro”, las aguafuertes recrean la escena de un Arlt escolar, que anticipa en una serie de rasgos – la imaginación, la rebeldía, la capacidad de inventar o soñar – la imagen adulta del Arlt escritor que proponen sus textos.
Pero esa trama autobiográfica que urden las aguafuertes no se limita a la evocación del pasado sino que se proyecta además hacia el presente. En la nota titulada “La crónica 231”, Arlt refiere su trabajo actual, el del director del diario y el de sus lectores, como asimismo el idioma que utiliza y el de aquellos escritores a los que considera sus maestros: “escribo en un “idioma” que no es propiamente el castellano, sino el porteño”, señala, para manifestar además su relación discipular con autores como Dickens, Quevedo, Dostoievski o Cervantes.
Las aguafuertes van dibujando de ese modo una cierta imagen del escritor, que, como toda imagen literaria, es una imagen construida discursivamente. Por tal razón, debe representar lo que se consideran sus rasgos distintivos, aquellos atributos que le confieren su identidad singular. Entre tales atributos, como se ha dicho, se destaca particularmente su condición de sujeto que pasea y que mira: muchas aguafuertes representan al cronista Arlt en el ejercicio de tales propiedades. En la nota titulada “Taller de compostura de muñecas”, Arlt se narra o se representa a sí mismo deambulando por la calle Talcahuano, donde descubre tal taller.
Sorprendido, llega hasta la calle Uruguay, donde hay un taller similar, que se ocupa de lo mismo. A la sorpresa por la repetición del insólito hallazgo le sucede una sesuda y arbitraria meditación acerca de las razones por las cuales existen esos talleres de composturas de muñecas; por medio de una argumentación tan aguda como sarcástica, Arlt sostiene que esos talleres existen gracias al “sentimiento de tacañería o de sentimentalismo” de los “eternos conservadores” que acumulan objetos inservibles y de escaso valor en sus hogares.
La nota vira hacia una especie de “crítica social” a los hábitos y valores de la pequeña burguesía porteña de la época, según un procedimiento que consiste en interpretar lo que se mira. Porque las aguafuertes, en una recurrencia tan persistente como previsible en su escritura, consisten precisamente en eso: un proceso de evaluación constante de todo aquello que se muestra como el espectáculo del mundo.
Esa modalidad de la escritura periodística de Arlt, por otra parte, siempre parece descansar sobre una supuesta anuencia o complicidad espontánea del público lector. Esa actitud, lejos de reducirse al plano de los implícitos de cada texto, en varios casos se manifiesta explícitamente como el contenido o la materia de las aguafuertes.
Por ello, diversas notas incluyen la figura de sus destinatarios, representando las formas de comunicación que se establecen entre Arlt y sus lectores, según un procedimiento al que podría calificarse como tematización del circuito interlocutivo. Así, una nota como “Sobre la simpatía humana” muestra con claridad las características de dicho circuito, al pasar revista a los distintos tipos de cartas que Arlt recibe diariamente. Pero ese relevamiento no sólo permite conocer algunos datos referidos a los emisores de las cartas – puede tratarse, según los casos, de una muchacha que escribe cada quince días, de un hombre que manejaría con más habilidad un martillo o un pincel que una pluma, de una dactilógrafa o de un estudiante – sino que permite además, dar cuenta de la perplejidad que experimenta Arlt frente a esos mensajes, ante todo por no saber verdaderamente quiénes son los que le escriben, ya que las cartas no son más que las manifestaciones visibles de un otro ignoto, “inexistente”. “¿Con quién habla uno?. He aquí el problema”, se pregunta y responde Arlt, enfrentado a esa masa de lectores de los que conoce tan sólo sus señas epistolares. Pero esa perplejidad que genera la realidad abstracta y anónima de su multitudinario público, en lo que parecería toda una escenificación de la posición del escritor en las sociedades contemporáneas, puede transformarse asimismo en una sensación agradable, cuando Arlt señala que todos esos lectores “se parecen por la identidad del impulso”, esto es, que la necesidad de expresión, de comunicación, los hace semejantes.
Las cartas – auténticos sustitutos de ese otro que es el público lector – pueden entonces interpretarse como la manifestación de “un problema, una realidad espiritual” que encierra cada hombre, y por ello inspiran en Arlt la fantasía que podría calificarse de “moderna” y “democrática” de un diario escrito únicamente por sus lectores: un diario donde “cada hombre y cada mujer pudiera exponer sus alegrías, sus desdichas, sus esperanzas”. Si esa fantasía supone, por una parte, algo así como un movimiento demagógico hacia ellos, por la otra pone de relieve el reconocimiento de la importancia fundamental que cobran los lectores para Arlt, ya que sin ellos, su quehacer periodístico y literario no podría sostenerse e incluso perdería sentido.
Además de esas formas de comunicación espistolar, las aguafuertes también recurren a formas de comunicación telefónica establecidas por sus receptores. En una nota titulada “La señora del médico”, Arlt dramatiza, en tono de comedia, la llamada que le hace un médico, quien le pide que escriba una nota sobre su esposa, que ha sido cautivada por el habla de un curandero. El planteo le permite desplegar caústicos juicios acerca de la incurable credulidad de las mujeres, atrapadas con facilidad por la charlatanería de esos chamanes modernos, pero además, a partir de ahí puede poner en escena uno de los roles esenciales que desempeña su público, como es el de ofrecerle temas y asuntos para su columna. Pero las aguafuertes no consignan solamente esa situación: también registran otro tipo de actitudes hacia su autor, mucho menos favorables o amistosas. Así, en “¿Cómo quieren que les escriba?”, Arlt reproduce el reclamo de un lector, quien le pide que “no rebaje más sus artículos hasta el cieno de la calle”. La misma clase de crítica es narrada en otra nota, titulada “El derecho de alacranear”, en la que un lector le escribe para contarle que, en una tertulia de café, uno de los contertulios ha dicho que las aguafuertes “no pasan de ser descripciones perrunas”, mientras que otro ha afirmado que “no son aguafuertes sino que son pasteles”. Por ello, el autor de la carta, que a diferencia de los otros parroquianos se ubica en una posición favorable respecto de Arlt, le pide que lo instruya acerca de cómo defenderlo, diciéndole si lo que escribe son o no aguafuertes. La respuesta da lugar a una de sus más notables argumentaciones; descalifica, ante todo, ese tipo de preguntas por el género de sus textos: “nunca me interesó la etiqueta con que se clasifica cualquier mercadería”, afirma y luego, con su desenfadado lenguaje, desmitifica la importancia que suele atribuirse a las clasificaciones de las obras. Porque lo que cuenta es la sustancia, el contenido de lo que se dice, sostiene Arlt, independientemente de los rótulos que lo expresan. De igual modo, admite que no todos los lectores reaccionan de la misma forma ante sus textos; algunos se disgustan por lo mismo que otros se complacen.
De esa forma, las aguafuertes incorporan la representación de sus lectores en su textualidad, exhibiendo la diversidad de actitudes con que se sitúan en la instancia de su recepción. Ello contribuye a “verosimilizar” dicha representación, volviendo creíbles las imágenes que los inscriben en las crónicas. Independientemente de los grados de correspondencia que esas imágenes pudieran guardar con los destinatarios reales, empíricos, de las aguafuertes, su mero dibujo simboliza de manera elocuente el valor y la significación que esos destinatarios suponían para la perspectiva de su autor. Son, por así decir, el otro necesario de la escritura de Arlt, el mismo que posibilita y confiere sentido a la presencia del escritor en sus propios textos.
El mundo representado
Como se ha señalado, las aguafuertes suponen, en primer instancia, un intento de representación del mundo urbano tal y como Arlt estima que dicho mundo se manifiesta en la ciudad de Buenos Aires. Por ello, las primeras crónicas que escribe emanan de un itinerario, un nervioso paseo por los lugares más significativos de la ciudad: el espacio limítrofe de Flores, donde el pasado se pierde irremisiblemente; el ámbito del Parque Rivadavia, proclive para las formas efusivas del amor; la Isla Maciel, especialmente iluminada por las formas expresionistas del espectáculo de un conjunto de grúas abandonadas, que parecen “un paisaje del algún cuento fantástico de Lord Dunsany”; el Jardín Botánico, convertido en el escenario paródico de la holgazanería y la indolencia de los habitantes de la ciudad. Semejante recorrido no podía dejar de incluir como una de sus estaciones privilegiadas la calle Corrientes, tal como lo expone “El espíritu de la calle Corrientes no cambiará con el ensanche”, que condensa, casi como una alegoría, los rasgos característicos del espíritu de la ciudad, ese modo de ser porteño que en ella (y por ella) siempre está haciéndose presente.
Esos lugares, por otra parte, están lógicamente poblados, y en consecuencia las aguafuertes, que no lo ignoran, llevan a cabo un registro o más bien un retrato de los tipos característicos, idiosincrásicos, que los habitan. Esos tipos son, más que personajes en el sentido literario del término – esto es, individuos singulares dotados de una psicología y una “interioridad” subjetiva que los distingue en la medida en que les confiere una identidad personal – especies de íconos, o auténticos diagramas de tipos sociales a los que reconocemos por sus atributos genéricos: el solterón, el tenorio, el enamorado, el mirón, el que se tira a muerto, el que da siempre la razón, el hombre corcho. Por tal razón, siempre se presentan como casos, esto es, como manifestaciones singulares, puntuales, de aquello que podría considerarse como su ser genérico, lo cual en ocasiones procede de generalizaciones tan imaginarias como arbitrarias, a la manera de inferencias humorísticas producidas a partir de observaciones particulares: una nota (valga como ejemplo) como “El hombre de la camiseta calada” afirma que “todos los legítimos esposos de las planchadoras usan camisetas caladas”, y además “no trabajan”. Ese procedimiento revela, desde luego, la mirada de Arlt, pero además, y esencialmente, intenta hacerse cargo de una probable perspectiva atribuida al público lector – aquello que podría llamarse acaso una ideología o un sistema de opiniones y creencias – con la que el autor de las crónicas siempre intenta establecer complicidades. Al mismo tiempo, y tal vez para ser persuasivos, esos tipos que evocan las aguafuertes suelen ser vistos con humor e ironía pero también con piedad e indulgencia; ya se trate de esas muchachas sacrificadas, que pasan la vida trabajando duramente desde pequeñas, de esos turcos que recorren la ciudad ofreciendo baratijas mientras juegan a la lotería para poder volver a su país, o de los jóvenes que se postulan para un trabajo tan deseado como inaccesible, los seres que las crónicas retratan devuelven, como en espejo, infinidad de rasgos y caracteres en los que, seguramente, debían reconocerse sus consecuentes lectores. No obstante ello, la indulgencia de Arlt nunca resulta absoluta o indiscriminada: en ocasiones cede su lugar a una visión crítica de esas figuras, como ocurre con la imagen corrosiva del oportunismo que se expone en “El hombre corcho”. Por otra parte, y a pesar de esa intención de concordar generalmente con los valores y opiniones del público lector, las aguafuertes arltianas soslayan lo que podría llamarse la perspectiva moral socialmente dominante, al rescatar ciertas actitudes y comportamientos de naturaleza transgresora y por momentos ilegal: así, hablarán no sólo del que obtiene ventajas en el trabajo a costa de los otros o del que vive de lo que saca a los demás, sino también de auténticos malvivientes, como ocurre en “Conversaciones de ladrones”, donde se formula una significativa homología entre los que roban y los que cuentan historias, como si se tratase, por lo menos en su caso, de propiedades convergentes.
Junto con esa auténtica galería de tipos socialmente relevantes, las aguafuertes arltianas exhiben asimismo lo que podría definirse como costumbres y actitudes culturalmente significativas. Y en este caso, también pueden abarcar desde hábitos y prácticas de tipo picaresco, que son mirados con benevolencia, como ocurre, por ejemplo, en las aguafuertes “El hermanito coimero” o “El enfermo profesional”, hasta actitudes y costumbres que se constituyen en objeto de crítica implacable por parte del autor. Ejemplo de ello es la nota “Filosofía del hombre que necesita ladrillos”, donde se pone en evidencia, satíricamente, las formas de hurto que practican los “pequeños propietarios” cuando se abocan a la tarea de construir sus viviendas, para proponer, según los modos tan brillantes como irónicos de su argumentación, que “viene aquí a establecerse casi la verdad de ese postulado de Proudhon de que la propiedad es un robo”.
La mirada de Arlt aparece, de ese modo, como sesgada; soslaya los objetos privilegiados por el discurso periodístico convencional – los grandes episodios, los personajes importantes – para detenerse en aquello que nunca podría ser tema de dicho discurso: lo ínfimo de la vida social, el detalle de las formaciones culturales. Si muchas de las aguafuertes resultan paradigmáticas respecto de esa modalidad, hay una que la condensa de manera ejemplar, “Silla en la vereda”. Porque al hablar de algo aparentemente tan insignificante como es la costumbre de “sacar sillas” a la calle al atardecer, la escritura de Arlt revela, con agudeza, sus aspectos característicos. En primer término, lo que podría llamarse la necesaria irrupción de la subjetividad: “Yo no sé qué tienen estos barrios tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente” dirá el cronista, dramatizando su atracción por esos escenarios barriales, al hablar de ellos desde el lugar intransferible de su propio Yo. A ello se añade el uso de un léxico y una sintaxis que identifican, de manera inequívoca, su peculiar estilo. Con esos instrumentos verbales, Arlt responde a sus propias interrogaciones diciendo: “Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos barrios!”, en una secuencia nominal en la que la adjetivación puede ser entendida como uno de los registros por los que penetra el habla popular en el texto de la crónica. Y si la adjetivación remite a este ámbito, los sustantivos pertenecen a otro registro, más “alto” o por lo menos más neutro: por tal razón, en ese nivel tan puntual, la sintaxis de Arlt, a su manera, pone de manifiesto el sentido de mezcla y amalgama cultural que caracteriza a su escritura, que la nota tematiza y enfatiza cuando dice luego: “Fulería poética, encanto misho, el estudio de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o Mattos Rodríguez”.
Esa mirada al sesgo, por otra parte, no es privativa de esta clase de notas abiertamente costumbristas, sino que domina en la totalidad de las aguafuertes: aún en aquellas que abordan excepcionalmente temas o asuntos de actualidad, la mirada del cronista es la misma. Así, en la serie que escribe a propósito del golpe militar del 6 de setiembre de 1930, en vez de referir a los grandes protagonistas de ese episodio escribe mirando al común de la gente, es decir, a los soldados, los oficiales de menor jerarquía, los transeúntes, los comerciantes o los propios periodistas que en diversa medida participan de ese suceso, para adoptar generalmente su misma perspectiva en el tratamiento de esos temas.
Por consiguiente, puede decirse que la escritura de las aguafuertes se organizan según constantes y variables. Sería, de este modo, una constante la perspectiva adoptada por el autor, su peculiar mirada: se trata siempre del mismo punto de vista, que se posiciona en el territorio multiforme de las culturas de los sectores populares urbanos. Mientras que los lugares sobre los que y desde los que escribe, los hic et nunc desde donde emite sus singulares mensajes, constituyen uno de los elementos variables de sus textos, que permite trazar el recorrido por el mundo que Arlt va realizando a lo largo de su vida. Eso se lee, por ejemplo, en las “aguafuertes patagónicas”, escritas en 1934, en las que se trata, como siempre, de la mirada urbana de Arlt, pero proyectada, en este caso, sobre un mundo agreste, natural, de formas y carácter “no-urbano” por así decirlo. Ese mundo patagónico, en las crónicas de Arlt, se revela como un inmenso espacio a conquistar, y por ello sus textos se leen como la narración épica de su apropiación, a la manera de los clásicos relatos de conquista. Ello constituye una manifestación de la atracción que ejerció el espacio patagónico no sólo en Arlt sino también en toda una vertiente de la literatura argentina que tiene en Roberto J. Payró una expresión primigenia, y que en el caso de Arlt se revela además en sus textos de ficción, ya que la Patagonia se constituye en esperanza de redención en el final de El Juguete Rabioso, o en el ámbito mítico donde se desarrollan las andanzas de “El Buscador de Oro” en Los Siete Locos. Y si en las “aguafuertes patagónicas” los personajes que retratan las crónicas suelen ser auténticos pioneros, su tono y su sentido adoptan las formas de lo grandioso e incluso lo desmesurado, dado que en ellas todo parece basarse en el esfuerzo físico y la destreza que permiten realizar acciones características como cazar, construir, y en definitiva dominar a la naturaleza. La admiración del cronista por ese mundo tan resistente como incipiente es notoria: Arlt siempre parece fascinarse por el espectáculo de la liberación de fuerzas que supone el acceso a la modernidad, sobre todo en un escenario natural que se ofrece como desafío físico e imaginario.
Pero la fascinación y la curiosidad de Arlt no se agotan ante el espectáculo de ese mundo surgente, sino que se despliegan además ante el espectáculo milenario del universo europeo. Notoriamente, cuando el desplazamiento del cronista por el mundo sea mayor, su atracción por lo diferente, lo novedoso, se incrementará de manera proporcional. Como es sabido, en 1935 Arlt viaja a España, desde donde escribirá una serie de crónicas que dan cuenta de su admiración por todo lo que allí encuentra. En primer término, la arquitectura tradicional de sus antiquísimas ciudades, los monumentos y construcciones religiosas que abundan en su territorio, pero también sus habitantes, de los que una vez más, y de modo invariante, registrará sus manifestaciones y sus tipos populares. Esa atracción, por otra parte, nunca será ingenua: el enfrentamiento con el mundo europeo parece potenciar la conciencia perceptiva y cognitiva en Arlt. De ese modo, en una nota titulada “Llegada a Cádiz” critica la visión distorsionada, mediada, que de España ofrecen la música, la fotografía o la literatura, para reivindicar la percepción directa, si se quiere empírica, que le permite acceder a lo que está más allá de las imágenes costumbristas y convencionales: las calles, las multitudes, la realidad misma de la España popular. Se trata de una estética o una poética que privilegia los contactos directos con Europa, y que, por lo tanto, sólo puede plasmarse como una literatura de viaje. Por esa vía las aguafuertes de Arlt se emparientan con otros textos contemporáneos que también relatan la experiencia del viaje a Europa, como los que escribieran pocos años antes Oliverio Girondo y Raúl González Tuñón, entre otros. Porque más allá de las diferencias de género que separan a las aguafuertes arltianas de los libros que por entonces publican González Tuñón y Girondo – pensamos, básicamente, en obras como Veinte poemas para ser leídos en el tranvía y Calcomanías en el caso de Girondo, y en La calle del agujero en la media en el caso de González Tuñón -, las crónicas de Arlt comparten con los versos de esos poetas el mismo afán por registrar, desde la misma Europa, la visión novedosa de un mundo viejo al que se accede desde una exterioridad. Difieren desde luego en el tono y en el lenguaje adoptados para dar cuenta de lo que registran: así, los poemas de Girondo se caracterizan por una irreverencia sarcástica y paródica que desacraliza las imágenes milenarias de Europa y, por ello, cuando se enfrentan con los mismos objetos que reclaman la atención de las crónicas de Arlt, trazan una imagen crítica, hasta irrisoria de los mismos. Los poemas de González Tuñón, por su parte, parecen aproximarse más a la visión de Arlt, puesto que, como él, este autor registra figuras populares, y manifiesta un interés similar por los vestigios monumentales del pasado. No obstante, sus textos tienen un tono jovial, una euforia vital que pone el acento en la experiencia y la figura del poeta, lo cual implica, por otro lado, una diferencia evidente respecto de la escritura arltiana. De todos modos, y más allá de tales diferencias, las crónicas de Arlt comparten con la poesía de Girondo y González Tuñón su condición de textos de viaje, trayendo, acaso movidos todos por su similar y generacional interés, un afuera monumental al espacio de la literatura argentina. En tal sentido, representan asimismo la presencia de una escritura foránea en el seno mismo de la geografía y la cultura europeas, para intentar trazar, desde su propio territorio, las representaciones textuales con que la literatura argentina nunca deja de des-cubrir al universo europeo.
El ejercicio de la crítica
Ese trabajo de registro y representación que implican las aguafuertes arltianas supone, como uno de sus rasgos característicos, el ejercicio constante de la crítica. El universo de objetos y sujetos que permanentemente dibujan nunca es visto con neutralidad; siempre constituye una materia que se somete a notorios procesos de valoración. En tal sentido, para la escritura de Arlt todo debe evaluarse, asumiendo posiciones muchas veces beligerantes y polémicas, a la manera de auténticas intervenciones políticas en el orden de lo social, lo político y lo cultural.
Pero la crítica que se ejerce de forma incesante sobre el universo representado, descansa además en un movimiento que somete a crítica al medio o al instrumento de la representación, esto es, al lenguaje mismo utilizado por el autor. Desde esa perspectiva, puede afirmarse que Arlt posee una clara conciencia de los recursos verbales con los que trabaja; eso lo lleva a adoptar posiciones radicales y provocativas respecto de un conjunto de opiniones y creencias impuestos socialmente acerca de los usos correctos del lenguaje. En consecuencia, y de modo análogo a lo que se produce en su obra de ficción –lo que vuelve a establecer un continuo entre los diversos aspectos de su producción-, las aguafuertes adoptan formas y usos propios del habla popular como la materia verbal a partir de la cual se genera su escritura, según una operatoria discursiva que conjuga valoraciones de tipo cultural con posiciones políticas y principios éticos en la práctica textual de su autor. La escritura de las aguafuertes supone una posición enunciativa que se configura a partir del propósito de asumir un auténtico decir popular, reivindicado frente a las concepciones cerradas y retrógadas del poder político y cultural. Desde ese punto de vista, Arlt se revela como un observador atento no sólo de la realidad que observa sino también del lenguaje, de las formas y usos lingüísticos concretos propios de los sectores mayoritarios de la sociedad. Por ello, justamente, se define como alguien que practica una filología lunfarda, según una figura que vincula, de un modo tan provocativo como escandaloso, el ámbito de una disciplina prestigiosa y académica con un objeto socialmente degradado e inadmisible para ese campo del saber. Pero la actividad del “filólogo lunfardo” no se limita a exhumar el sentido de un conjunto de términos habitualmente ignorados por el saber académico, sino que yendo hacia su origen, como corresponde a una genuina labor filológica, practica una serie de operaciones de traducción, al establecer las equivalencias españolas de esas voces de raíz foránea que el filólogo dobla para sus lectores.
De manera que Arlt traduce, es decir, vincula por encima de las diferencias lingüísticas y culturales, cuando la cultura oficial se empecina en segregar esas formas espúreas del habla popular: de ahí el alcance y el valor político de su escritura. De ello da cuenta, de manera paradigmática, la nota “El idioma de los argentinos”, en la que polemiza con un exponente de la cultura académica, José María Monner Sans, quien preconiza la necesidad de desarrollar una campaña de depuración de la lengua. Arlt responde a ese propósito reivindicando la creatividad del habla popular, a la que compara con las formas populares y nativas de la práctica del boxeo, oponiéndolas a las formas escolásticas y europeizantes del boxeo de salón. Leídos desde esta perspectiva, los textos de Arlt parecen recoger ciertos temas propios de la época, como los que refieren a los componentes populares de la cultura nacional. Se trata, por cierto, de la preocupación por una cultura situada, o por la situación de la cultura local, que no podría entenderse desconociendo las relaciones de fuerza conflictivas que configuran dicha situación.
Y es a partir de semejantes puntos de vista que Arlt desarrolla además su tarea de crítico cultural. Así, las aguafuertes exponen sus particulares intereses acerca de la literatura, el cine o el teatro contemporáneos, desplegando un catálogo de nombres que configuran el espectro de todo aquello que concita su interés: por ejemplo, los nombres de Enrique González Tuñón, Sergio Pondal Ríos, Armando Discépolo, o Charles Chaplin. En esa serie de notas, Arlt se revela como un receptor atento y especializado de las obras que comenta, que puede exhibir sus conocimientos técnicos acerca de la materia analizada, sobre todo en el caso de las obras literarias.
Si las aguafuertes en las que Arlt ejerce la crítica cultural trasuntan casi naturalmente su condición de escritor, ello se potencia aún más cuando escribe notas que constituyen manifestaciones específicas del género ensayístico. En ellas reflexiona acerca del ser y del destino de la literatura actual, tanto como acerca de la naturaleza de la juventud o de lo que significa el advenimiento de la guerra, sin que ninguna de esas cuestiones deje de estar contaminada por las significaciones que generan las otras. Podría decirse, entonces, que en estas aguafuertes el escritor Roberto Arlt se manifiesta en todo su esplendor: atravesando las urgencias propias del medio y de los géneros periodísticos, se enfrenta con un mundo que trepida, y en ese enfrentarse lo interpela persistentemente, para tratar de revelar, con sus honrosos recursos verbales, la naturaleza real de su miseria y su grandeza.
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