Núñez trenzó, como hizo música Bach; pintura, Goya;
versos, el Dante.
Su organización de genio le encauzó en senda fija, y
vivió con la única preocupación de su arte.
Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió
en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el
ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue atesorando un secreto
que sus más instruidos profetas no han sabido
aclarar.
Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo
Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos.
Luego, otras: las enseñanzas de saber más complejo.
Núñez miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad
voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador
trepaba sobre sí misma, independientemente de lo
enseñable.
Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer
materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos
y en el secreto del cuarto; mientras los otros sesteaban, comenzó
un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con
simplicidad.
Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad
de ñandutí. A los motivos habituales de decoración uniría
inspiraciones personales de árboles y animales
varios.
Iba despacio, debido al tiempo que requería la
preparación de los tientos, finos como cerda; a la escasez de los
ratos libres; a las puyas de los compañeros, que trataba de
eludir como espuela enconosa, llevadera a malos
desenlaces.
¿Qué haría Núñez tan a menudo encerrado en su
cuarto?
Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón, que quiso
saber.
Entró de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en
un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser
sentido.
Al concluir la siesta, mandóle llamar, encargándole
irónicamente compusiera unas riendas, en las cuales tenía que
echar cuatro botones sobre el modelo inimitable de un trenzador
muerto.
Al día siguiente estaba la orden cumplida. La obra
antigua parecía de aprendiz.
Fue un advenimiento.
Así como un pedazo de grasa se extiende sobre la sartén
caldeada, corrió la fama de Núñez.
Los encargos se amontonaron. El hombre tuvo que dejar su
trabajo para atender pedidos. Todos sus días, a partir de
entonces, fueron atosigados de trabajo, no teniendo un momento
para mirar hacia atrás y arrepentirse o alegrarse del cambio
impuesto.
Meses más tarde, para responder a las exigencias de su
clientela, mudóse al pueblo, donde mantuvo una casa suficiente a
sus necesidades de obrero.
Perfeccionábase, malgrado lo cual una sombra de tristeza
parecía empañar su gloria.
Nunca fue nadie más admirado.
Decíanlo capaz de trenzarse un poncho tan fino, tan
flexible y sobado como la más preciada vicuña. Remataba botones
con perfección que hacía temer brujería; injería costuras
invisibles. Le nombraban como rebenquero.
La maceta de sobar era parte de su puño; el cuchillo,
prolongación de sus dedos hábiles. Entre el filo y el pulgar
salían los tientos, que se enrulaban al separarse de la
lonja.
Aleznas de diferentes tamaños y formas asentaban sus
cabos en el hueco de la mano, como en nicho
habitual.
Humedecía los tientos, haciéndolos patinar entre sus
labios; después corríalos contra el lomo del cuchillo hasta
dejarlos dúctiles e inquebrables.
Corre también que poseyó una curiosa yegua tobiana. Cada
año le daba un potrillo oscuro y otro palomo. Núñez los degollaba
a los tres meses para lonjearlos, combinando luego, blancos y
negros, en sabias e inconcluibles variaciones, nunca
repetidas.
Durante cuarenta años puso el suficiente talento para
cumplir lo acordado con el cliente.
Hizo plata, mucha plata; lo mimaron los ricachos del
partido, pero hubo siempre una cerrazón en su
mirada.
Viejo ya, la vista le flaqueaba a ratos, y no alcanzó a
trabajar más de cuatro horas al día. Cuando insistía sobre el
cansancio, las trenzas salían desparejas.
Entonces fue cuando Núñez dejó el oficio.
El pobre, casi decrépito, pudo al fin disponer
libremente de su vida.
No quería para nada tocar una lonja y evitaba las
conversaciones sobre su oficio, hasta que, de pronto, pareció
recaer en niñez.
Le tomó ese mal un día que, por acomodar un ropero, dio
con el bozal que empezara en sus mocedades.
El viejo, desde ese momento, perdió la cabeza; abrazó
las guascas enmohecidas y olvidando su promesa de no trenzar más,
recomenzó la obra abandonada cincuenta años antes, sin dejarla un
minuto, en detrimento de sus ojos gastados y de su cuerpo, cuya
postura encorvada le acalambraba.
Cada vez más doblado, en la atención fatal de aquel
trabajo, murió don Crisanto Núñez.
Cuando lo encontraron duro y amontonado sobre sí mismo,
como peludo, fue imposible arrancarle el bozal que atenazaba
contra el pecho con garras de hueso. Con él tuvieron que
acostarlo en el lecho de muerte.
Los amigos, la familia, los admiradores, cayeron al
velorio y se comentó aquella actitud desesperada con que oprimía
el trabajo inconcluso.
Alguien, asegurando que era su mejor obra, propuso
cortarle al viejo los dedos para no enterrarle
con aquella maravilla.
Todos le miraron con enojo: "Cortar los dedos a Núñez,
los divinos dedos de Núñez".
Un recuerdo curioso e indescifrable queda del gesto de
zozobra con que el viejo oprimía lo que fue su primera y última
obra. ¿Era por no dejar algo que consideraba malo?
¿Era por cariño?
¿O simplemente por un pudor de artista, que entierra con
él la más personal de sus creaciones?
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