Trenzador, de Ricardo Güiraldes

Núñez trenzó, como hizo música Bach; pintura, Goya; versos, el Dante.
Su organización de genio le encauzó en senda fija, y vivió con la única preocupación de su arte.
Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue atesorando un secreto que sus más instruidos profetas no han sabido aclarar.
Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos. Luego, otras: las enseñanzas de saber más complejo.

Núñez miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.
Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto; mientras los otros sesteaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.
Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñandutí. A los motivos habituales de decoración uniría inspiraciones personales de árboles y animales varios.
Iba despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos como cerda; a la escasez de los ratos libres; a las puyas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.
¿Qué haría Núñez tan a menudo encerrado en su cuarto?
Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón, que quiso saber.
Entró de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser sentido.
Al concluir la siesta, mandóle llamar, encargándole irónicamente compusiera unas riendas, en las cuales tenía que echar cuatro botones sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.
Al día siguiente estaba la orden cumplida. La obra antigua parecía de aprendiz.
Fue un advenimiento.
Así como un pedazo de grasa se extiende sobre la sartén caldeada, corrió la fama de Núñez.
Los encargos se amontonaron. El hombre tuvo que dejar su trabajo para atender pedidos. Todos sus días, a partir de entonces, fueron atosigados de trabajo, no teniendo un momento para mirar hacia atrás y arrepentirse o alegrarse del cambio impuesto.
Meses más tarde, para responder a las exigencias de su clientela, mudóse al pueblo, donde mantuvo una casa suficiente a sus necesidades de obrero.
Perfeccionábase, malgrado lo cual una sombra de tristeza parecía empañar su gloria.
Nunca fue nadie más admirado.
Decíanlo capaz de trenzarse un poncho tan fino, tan flexible y sobado como la más preciada vicuña. Remataba botones con perfección que hacía temer brujería; injería costuras invisibles. Le nombraban como rebenquero.
La maceta de sobar era parte de su puño; el cuchillo, prolongación de sus dedos hábiles. Entre el filo y el pulgar salían los tientos, que se enrulaban al separarse de la lonja.
Aleznas de diferentes tamaños y formas asentaban sus cabos en el hueco de la mano, como en nicho habitual.
Humedecía los tientos, haciéndolos patinar entre sus labios; después corríalos contra el lomo del cuchillo hasta dejarlos dúctiles e inquebrables.
Corre también que poseyó una curiosa yegua tobiana. Cada año le daba un potrillo oscuro y otro palomo. Núñez los degollaba a los tres meses para lonjearlos, combinando luego, blancos y negros, en sabias e inconcluibles variaciones, nunca repetidas.
Durante cuarenta años puso el suficiente talento para cumplir lo acordado con el cliente.
Hizo plata, mucha plata; lo mimaron los ricachos del partido, pero hubo siempre una cerrazón en su mirada.
Viejo ya, la vista le flaqueaba a ratos, y no alcanzó a trabajar más de cuatro horas al día. Cuando insistía sobre el cansancio, las trenzas salían desparejas.
Entonces fue cuando Núñez dejó el oficio.
El pobre, casi decrépito, pudo al fin disponer libremente de su vida.
No quería para nada tocar una lonja y evitaba las conversaciones sobre su oficio, hasta que, de pronto, pareció recaer en niñez.
Le tomó ese mal un día que, por acomodar un ropero, dio con el bozal que empezara en sus mocedades.
El viejo, desde ese momento, perdió la cabeza; abrazó las guascas enmohecidas y olvidando su promesa de no trenzar más, recomenzó la obra abandonada cincuenta años antes, sin dejarla un minuto, en detrimento de sus ojos gastados y de su cuerpo, cuya postura encorvada le acalambraba.
Cada vez más doblado, en la atención fatal de aquel trabajo, murió don Crisanto Núñez.
Cuando lo encontraron duro y amontonado sobre sí mismo, como peludo, fue imposible arrancarle el bozal que atenazaba contra el pecho con garras de hueso. Con él tuvieron que acostarlo en el lecho de muerte.
Los amigos, la familia, los admiradores, cayeron al velorio y se comentó aquella actitud desesperada con que oprimía el trabajo inconcluso.
Alguien, asegurando que era su mejor obra, propuso cortarle al viejo los dedos para no enterrarle
con aquella maravilla.
Todos le miraron con enojo: "Cortar los dedos a Núñez, los divinos dedos de Núñez".
Un recuerdo curioso e indescifrable queda del gesto de zozobra con que el viejo oprimía lo que fue su primera y última obra. ¿Era por no dejar algo que consideraba malo?
¿Era por cariño?
¿O simplemente por un pudor de artista, que entierra con él la más personal de sus creaciones?

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