Toledo. A toda hora doblan campanas por el fenecer de la Ciudad
Imperial; por la ciudad que, falta de la vida y del resplandor de sus
glorias antiguas, semeja despojado cadáver de príncipe. Presto va a
rezarle la noche, lívida de cirios y de terciopelos negra, el oficio de
difuntos.
Bajo la enseña de un estampero de naipes, dos pícaros
adulan a un abad de la orden de San Benito. Su escarcela promete escudos
famosos.
Unos señores, ahorcados por sus lechuguillas, van
discutiendo hazañas de Flandes y de Portugal. Aquí y allá, en los
jubones prietos, adviértense remiendos sutiles.
La brisa lleva y trae una cantiga de ciego. Un perro olfatea escorias.
Suenan campanas y campanas. A toda hora, en la ciudad moribunda, suenan campanas y campanas.
Frente
al portal de las casas del Marqués de Villena, palacio que fue de
Samuel Leví, está un hidalgo. Huero de carnes. Azulina la color y
quebrada. Todo ojos y esqueleto. Lee en voz alta las Oraciones Éticas, de san Basilio. Tan absorto se halla, que no mira que, por el callizo, avanza un fantasmón a él semejante.
Es uno de aquellos que apellidaban hidalgos tagarotes: pobres y
rancios. Trae también un libraco abierto sobre las palmas. Se titula: Crónica del muy valiente y esforzado príncipe y caballero de la Ardiente Espada, don Amadís de Grecia.
Y si es magro el lector de las oraciones, no le va en zaga el de las
caballerías. En torno de los pómulos, dibújale el cuello de rígidos
pliegues un como remedo de las perdidas almenas ancestrales. La barba le
prolonga la faz. Cuando levanta la testa, échase de ver que cada ojo es
una llama inmóvil. Llamas de cirios que están ardiendo en las entrañas
del flaco señor.
Curioso, el de san Basilio comienza a bocetar un
retrato del otro, en el margen estrecho de su libro. Obsérvalo el
segundo, en tanto, y traban diálogo ameno.
Sorprende, a fe, que
Cide Hamete Benengeli, tan picado del escrúpulo de no omitir cosa que a
su paladín ataña, pase este encuentro en silencio. Del gracioso razonamiento que don Quijote y su pintor tuvieron, debió llamarlo.
Nada
sabemos, con exactitud, de lo que aconteció aquella noche memorable, en
Toledo, ante las casas del nigromántico Marqués de Villena. Barruntamos
que el manchego se resistió, con aspereza en él desusada, cuando el
artista le propuso fijar sus rasgos en el lienzo. Y si tal hizo, hizo
bien. Porque don Quijote desconcierta a las paletas, esquiva las plumas y
se burla de los eruditos. Es anterior a Cervantes y posterior a él. Es
eterno. Pudo el manco ilustre arroparlo en vocablos y detener un
instante su forma inquieta, para ofrecérnoslo en los capítulos
maravillosos. Pero el caballero de la Triste Figura asoma su semblante
trágico y satírico en cien otras historias, que nada tienen que hacer
con la del grande soldado. En lo que brilla el mérito de éste, es en
haberle brindado el amparo palaciego de sus cuartillas, las que fueron
aposento digno de él. Don Quijote es España, es la pureza de España, y,
como tal, está por encima de Cervantes.
Acontece lo propio con los
pintores. ¿Quién se arriesgaría a pintar una alma, trazar su contorno,
copiar sus colores? Nadie. Nadie ha podido retratar a don Quijote.
Y
sin embargo... sin embargo... Lo mismo que el guerrero de Lepanto logró
sujetarlo dentro de la malla fuerte de su prosa, un pintor hubo que
fijó someramente su fisonomía y su hechura. Es aquel que, frente al
portal del casón toledano, leía en el texto griego las Oraciones Éticas
del obispo de Cesarea. No le hizo un retrato sólo, de cuerpo entero,
porque escapaba a lo humano conseguirlo. Mas en todos sus cuadros queda
un reflejo del enamorado de Dulcinea. Esta nariz, estas pupilas, que
alumbran los salones del Museo del Prado, suyas fueron. Suya esa mano
fina, abierta como una flor sobre el pecho. Suya la frente aquella
despejada. Y aquel meditar, suyo también.
El alma está, asimismo,
presente y diseminada en las telas numerosas. Simboliza alguno de los
modelos la valentía del retador de gigantes, el otro su locura, su
piedad y su desencanto postrero, los otros. Y la razón de tal agudeza
finca en que, en tiempos de Felipe II, rey de empresas católicas y de
altos sueños, del soberano abajo hervían los hombres de contenido
quijotismo. Quijotismo: afán desmesurado de cosas inmensas y nobles que,
las más de las veces, deshácese en polvo al viento. Al viento de la
gloria.
Recorramos la galería de óleos de aquel de quien se dijo: «Creta le dio la vida y los pinceles Toledo...».
Acaso, con la ayuda de Doménico Theotokópuli, llamado el Greco, nos sea
dada la ventura de reconstruir la efigie huidiza de don Quijote de la
Mancha.
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