Ahogado, Guy de Maupassant



 
  I     Todos conocían en Fècamp la historia de la tía Patin. Era una mujer que no había sido feliz, ni mucho menos, con su marido; porque su marido la apaleaba lo mismo que se apalea el trigo en las granjas.
    Era patrón de una lancha de pesca, y se casó con ella, de esto hacía tiempo, porque era bonita, aunque pobre.
    Buen marinero, pero hombre violento, el tío Patin era cliente asiduo de la taberna del tío Aubán, en la que se echaba al cuerpo, los días en que no pasaba nada, cuatro o cinco copas, y los días en que se le había dado bien la pesca, ocho, diez o más, si se lo pedía el cuerpo, como él decía.
    Servía el aguardiente a los parroquianos la hija del tío Aubán, una morena de buen ver, que si atraía a la clientela era únicamente por su buen palmito, porque jamás había dado que hablar con su conducta.
    Cuando Patin entraba en la taberna, le producía satisfacción el verla, y le dirigía piropos corteses, frases moderadas de mozo formal. Después de la primera copa, ya la llamaba bonita; a la segunda, le guiñaba el ojo; a la tercera, se le declaraba: «Si usted quisiese, Deseada...», pero nunca acababa la frase; a la cuarta copa, intentaba sujetarla por la falda para darle un beso, y cuando llegaba a la décima, tenía que encargarse de seguir sirviéndole el mismo tío Aubán.

    El tabernero, práctico en todos los recursos del oficio, hacía que Deseada tratase con la clientela, para que ésta hiciese más gasto; y Deseada, que por algo era hija del tío Aubán, se rozaba con los bebedores y bromeaba con ellos, siempre con la sonrisa en los labios y una expresión de picardía en los ojos.
    A fuerza de beber copas de aguardiente, acabó Patín por hacerse a la cara de Deseada, y pensaba ya en ella hasta en el mar, cuando tiraba las redes, muy lejos de la costa, lo mismo en las noches de viento que en las de calma, lo mismo si era noche de luna que si era noche cerrada. Y mientras sus cuatro compañeros dormitaban con la cabeza apoyada en el brazo, Patín, a popa, con el timón en la mano, pensaba en Deseada. La vela sonriéndole siempre, y que le servia el aguardiente amarillo con un ligero movimiento del hombro, diciéndole antes de retirarse:
    —¡Así! ¿Quiere algo más?
    De tanto tenerla dentro de sus ojos y dentro de sus recuerdos, le entraron tales ansias de casarse con ella, que ya no pudo dominarse, y pidió su mano.
    El era rico; la embarcación y los aparejos eran de su propiedad, y tenía una casa al pie de la colina, frente al rompeolas; el tío Aubán, en cambio, no poseía nada. Fue acogida su petición con la mayor solicitud, y la boda tuvo lugar lo antes posible, porque las dos partes tenían prisa, aunque por diferentes razones.
    Pero a los tres días de la boda Patin estaba hecho un lío, y se preguntaba a si mismo cómo había podido metérsele en la cabeza aquella idea de que Deseada era diferente de las demás mujeres. Si que había hecho el idiota preocupándose por una que no tenía una perra, y que seguramente lo había embrujado con su aguardiente !Eso era, por su aguardiente, en el que habría mezclado algún asqueroso bebedizo!
    Desde que empezaba la pesca no dejaba de blasfemar; rompía la pipa a fuerza de morderla, maltrataba de palabra a su tripulación, y después de jurar a boca llena contra todo lo habido y por haber, valiéndose de todas las fórmulas conocidas, descargaba las heces de su rabia contra todos los peces y crustáceos que iba sacando uno a uno de las redes, y no los echaba a los canastos sin dedicarles un insulto o una frase sucia.
    Y como, al volver a su casa, era su mujer, la hija del tío Aubán, quien estaba al alcance de su boca y de su mano, pronto acabó tratándola como a la mujer más arrastrada. Ella, que ya estaba acostumbrada a los malos tratos de su padre, le oía con resignación, y esta tranquilidad exasperaba a su marido, que una noche pasó de las palabras a los golpes. Y desde entonces la vida en aquella casa fue espantosa.
    No se habló de otra cosa durante diez años en el muelle que de las palizas que Patin pegaba a su mujer, y de las palabrotas y blasfemias que soltaba cuando le dirigía la palabra. Era, en efecto un especialista en hablar mal, poseyendo una riqueza de vocabulario y una sonoridad de voz superiores a todo lo conocido en Fècamp. En cuanto su barca aparecía a la entrada del puerto, de regreso de la pesca, ponía todo el mundo atención, esperando oir la primera andanada que siempre lanzaba desde el puente de su embarcación contra el rompeolas así que divisaba el gorrillo blanco de su compañera.
    Hasta en los días de mar gruesa, en pie en la popa, atento a la vela y al rumbo, y a pesar del cuidado que tenía que tener con aquella boca de entrada, estrecho y difícil, y con las olas de mucho fondo que se precipitaban como montañas por el estrecho corredor, se esforzaba por descubrir entre las mujeres de los marineros que esperaban a éstos, entre salpicaduras de espuma de las olas, a la suya, la hija del tío Aubán, la pordiosera.
    Y en cuanto la descubría sin importarle el ruido de las olas y del viento, le largaba una rociada de insultos con voz tan estentórea que hacía reír a todos, aun que todo el mundo compadeciese a la mujer. Luego, cuando atracaba al muelle, tenía un modo de descargar su lastre de galantería, según frase suya, al mismo tiempo que el pescado, que atraía alrededor de su puesto de amarre a todos los pilluelos y desocupados del puerto.
    Unas veces como cañonazos, secos, estrepitosos; otras veces como truenos que retumbaban durante cinco minutos, descargaba por su boca un huracán tal de palabrotas, que parecía tener en sus pulmones todas las tormentas del Padre Eterno.
    Después, ya en tierra, al verse con ella cara a cara, en medio de los curiosos y de las sardineras, revolvía en lo más hondo de la bodega para sacar a flote todos los insultos que se le habían olvidado, y así por todo el camino hasta casa: ella delante, él detrás; ella llorando, él gritándole.
    Y ya a solas con ella y a puerta cerrada, la golpeaba con el menor pretexto. Cualquier cosa le daba motivo para levantar la mano, y todo era empezar para no acabar ya, escupiéndole a la cara las verdaderas razones de su odio.
    Cada bofetada, cada golpe, iba acompañado de una imprecación ruidosa: «¡Toma, zarrapastrosa! ¡Toma, arrastrada! ¡Toma, muerta de hambre! ¡Bonito negocio hice el día que me enjuagué la boca con el veneno del canalla de tu padre!»
    La pobre mujer vivía siempre asustada, con el alma y el cuerpo en vilo, en una expectativa enloquecedora de injurias y de palizas.
    Y así diez años. Era tan asustadiza que se ponía pálida para hablar con cualquiera, y ya no podía pensar en otra cosa que en los golpes que la esperaban, acabando por ponerse seca, amarilla y delgada como un pescado ahumado.
    II
    Una noche, estando su hombre en el mar, la despertó de pronto el gruñido de fiera que el viento  deja escapar cuando llega como perro lanzado contra su presa. Se incorporó en la cama, emocionada; pero como ya no se oía nada volvió a acostarse; pero casi en seguida entró por la chimenea un bramido, que hizo estremecer toda la casa, y que llenó luego todo  el espacio, como si cruzase por el cielo una manada de animales furiosos, resoplando y mugiendo. Se levantó y se dirigió hacia el puerto. Otras mujeres llegaban también de todas partes con sus linternas. Los hombres acudían corriendo, y todos se quedaban mirando en la noche hacia el mar, viendo rebrillar las espumas en la cresta de las olas. Quince horas duró la tempestad. Once marineros no regresaron, y uno de los once era Patín.
    Restos de su barca, la Joven Amelia. fueron encontrados hacia Dieppe. Cerca de Saint-Valéry se recogieron los cadáveres de los hombres de su tripulación; pero jamás apareció el suyo. La quilla de la embarcación daba lugar a suponer que había sido partida en dos, y esto hizo que su mujer esperase y temiese durante mucho tiempo su regreso; porque si había habido un abordaje, era posible que el otro barco lo hubiese recogido a él solo y lo hubiese llevado lejos.
    Después, y poco a poco, se fue haciendo a la idea de considerarse viuda, aunque bastase para sobresaltarla el que una vecina, un pobre o un vendedor ambulante entrasen de pronto en su casa.
    *
    Habrían pasado cuatro años desde la desaparición de su marido. Una tarde, caminando por la calle de los Judíos, se detuvo delante de la casa de un antiguo capitán de barco que había fallecido hacia poco, y cuyos muebles estaban subastándose.
    En aquel mismo instante se sacaba a la puja un loro, un loro verde, con la cabeza azul, que miraba a la concurrencia con disgusto e inquietud.
    —¡Tres francos! — gritaba el vendedor—. Un pájaro que habla tan bien como un abogado, ¡tres francos!
    Una amiga de la viuda de Patin le dio un golpecito con el codo:
    —Usted, que es rica, debería comprarlo—le dijo—. Le serviría de compañía este pájaro, y vale más de treinta francos. Puede revenderlo cuando quiera en veinte o veinticinco.
    —¡Cuatro francos, señoras. Cuatro francos!—repetía el subastador—. Canta vísperas y predica como el padre cura. ¡Es un fenómeno..., un prodigio!
    La señora Patin pujó cincuenta céntimos. y le fue entregado aquel bicho de nariz corva dentro de una pequeña jaula que se llevó a casa.
    Lo instaló en su sitio, pero al abrir la puerta de alambre con intención de darle de beber, recibió un picotazo en el dedo que le atravesó la piel e hizo brotar sangre.
    —¡Vaya si es un mal bicho! —exclamó la mujer.
    Sin embargo, después que ella le dio cañamones y maíz, consintió en que le alisase las plumas, aunque miraba con aire receloso su nueva casa y a su nueva dueña.
    Empezaba a despuntar el día siguiente, cuando, de pronto, la la señora Patin oyó con toda claridad una voz fuerte, sonora, retumbante, la voz mismísima de Patin, que gritaba:
    —¿Te vas a levantar o no te vas a levantar, mala pécora?
    La acometió un terror tan grande, que se tapó la cabeza con la ropa de cama. Conocía bien aquellas palabras, porque eran precisamente las que todas las mañanas, desde que abría los ojos, le gritaba a la oreja su difunto marido.
    Temblorosa, acurrucada, preparando la espalda a la paliza que veía encima, murmuraba entre las sábanas:
    —¡Señor, Dios mío, ahí está! ¡Ahí está, Señor! ¡Ha vuelto, santo Dios!
    Transcurrían los minutos; ningún ruido turbaba el silencio de la habitación. Sacó la cabeza, toda trémula, segura de que estaba allí, acechándola, dispuesto a pegarla.
    Y no vio nada; tan sólo un rayo de sol que pasaba a través del cristal de la ventana. Entonces pensó:
    —Seguramente que se ha escondido.
    Esperó largo rato, y acabó por recobrar la tranquilidad, pensando:
    —Habré soñado, porque no se le ve por ninguna parte.
    Volvía ya a cerrar los ojos, tranquilizada casi, cuando estalló muy próxima la voz furibunda, la voz de trueno del ahogado, que vociferaba:
    —¡Recontra, recrisma, recáspita! ¿Te levantas o no, puerca?
    Saltó de la cama movida por el resorte de la obediencia, de su obediencia pasiva de mujer vapuleada, que no ha olvidado en cuatro años los palos, ni los olvidará nunca, y que se acordará siempre de aquella voz. Y contestó:
    —Voy en seguida, Patin. ¿Qué es lo que quieres?
    Pero Patin no contestó.
    Aterrada, miró a su alrededor, buscó por todas partes: en los armarios, en la chimenea, debajo de la cama, pero no encontró a nadie, y entonces se dejó caer en una silla, loca de angustia y convencida de que era el espíritu de Patín el que había vuelto para atormentarla, y que lo tenía allí, junto a ella.
    Se acordó súbitamente del granero, que tenía acceso por el exterior por medio de una escalera. De fijo que se había escondido allí para pillarla de sorpresa. Seguramente que habría ido a parar a alguna costa habitada por salvajes, y no había podido escapar antes de entre sus manos; pero había vuelto, y con peores intenciones que nunca. No le cabía duda alguna, después de oír el timbre de aquella voz suya.
    Levantó la cabeza hacia el techo y preguntó:
    —¿Estás ahí arriba, Patin? Patin no contestó.
    Entonces ella salió de casa, y poseída de un miedo espantoso, que aceleraba los latidos de su corazón, subió por la escalera, se asomó a la lumbrera, miró al interior, sin ver nada; entró, registró, sin encontrar nada.
    Se sentó encima de un haz de paja, y rompió a llorar; pero mientras sollozaba, oyó, traspasada de un terror angustioso y sobrenatural, en su habitación, debajo de donde ella estaba, la voz de Patín, que conversaba en tono menos colérico, más tranquilo, y que decía:
    —¡Puerco de tiempo! ¡Y ese condenado mar! ¡Puerco de tiempo! ¡y yo sin desayunarme aún... carámbanos!
    Ella le gritó a través del techo:
    —Voy en seguida, Patin: te prepararé la sopa. No te enfades, que en seguida estoy ahí.
    Y bajó comiendo.
    No había nadie dentro de la toda casa.
    Se sintió desfallecer, como si la hubiese tocado la mano de la  Muerte, e iba ya a echar a correr para pedir socorro en la vecindad, cuando estalló junto a su misma oreja la voz:
    —¡Que no me he desayunado, ree......contra!
     Y el loro la contemplaba desde jaula con sus ojos redondos, en los que había una expresión de astucia y malignidad.
    También ella le miró, fuera de sí, murmurando:
     —¡Ah! ¿Conque eras tú?
     Y entonces él agregó, moviendo la cabeza:
     —Espera, espera, espera, que te voy a enseñar a estarte mano sobre mano.
    ¿Qué ocurrió entonces en el interior de aquella mujer? Tuvo la clara sensación y el convencimiento de que era él en persona, el muerto, que se le aparecía, que se había escondido bajo las plumas de aquel animal para volver a atormentarla; que no haría más que blasfemar de la mañana a la noche, como en otro tiempo, y morderla e injuriarla para que viniesen los vecinos y se riesen a costa suya. Entonces la señora Patin se abalanzó, abrió la jaula, cogió al pájaro, que se defendía con pico y garras, arrancándole la piel. Pero ella lo sujetaba con toda la fuerza de sus dos manos, y se tiró al suelo encima de él, y se revolvió una vez y otra vez con frenesí de poseída, lo aplastó, lo dejó convertido en una piltrafa, en una cosita blanda, verde, que ya no se movía, que ya no hablaba, de miembros flácidos; cogió un trapo de cocina y lo envolvió en él como en un sudario; salió de su casa en camisa, con pies descalzos, cruzó el muelle en el que se estrellaban las pequeñas olas del mar, sacudió el trapo y dejó caer aquella cosa muerta que parecía un puñado de hierba verde; volvió a su casa, se puso de rodillas delante de la jaula vacía, y pidió perdón al Señor, trastornada por lo que había hecho, sollozando como si acabase de cometer un horrendo crimen.

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