Se llama Mereco mi muerto inolvidable. Para mí su viejo Ford nunca
termina de desbarrancarse de una quebrada puntana, bajo una suave
garúa que no amaina ni siquiera cuando vamos con mi padre rumbo a su
velorio. ¿Cómo puede ser que Mereco esté muerto si hace cuarenta
años que yo lo llevo en mí, flaco y alto como un farol de la plaza.?
Cuando mi padre se descuida me acerco al ataúd que está
más alto que mi cabeza y un comedido me levanta para que lo vea ahí, orondo, machucado y con la corbata planchada. La novia entra, llora un rato y se va, inclinada sobre otra mujer más vieja. Hay tipos que le fuman en la cara, toman copas y otro que entra al living repartiendo pésames prepotentes y se desmaya en los brazos de la madre.
más alto que mi cabeza y un comedido me levanta para que lo vea ahí, orondo, machucado y con la corbata planchada. La novia entra, llora un rato y se va, inclinada sobre otra mujer más vieja. Hay tipos que le fuman en la cara, toman copas y otro que entra al living repartiendo pésames prepotentes y se desmaya en los brazos de la madre.
Después vinieron otros muertos considerables, pero ninguno como él.
Recuerdo a un colorado que me convidaba pochoclo en el colegio y lo
agarró un camión a la salida. También a un insider de los Infantiles
Evita que nunca largaba la pelota y se quedó pegado a un cable de la
luz. Pero aquellos muertos no eran drama porque nosotros, los otros,
nunca nos íbamos a morir. Al menos eso me dijo mi padre mientras
caminábamos por la vereda, a lo largo de la acequia, cubiertos por
un paraguas deshilachado. Casi nunca llovía en aquel desierto pero
en esos días de comienzos del peronismo se levantó el chorrillero,
empezó a lloviznar y Mereco no pudo dominar el furioso descapotable
negro en el que yo aprendí a manejar.
Por mi culpa mi padre estaba resentido con él y sólo de verlo muerto
podía perdonarle aquel día en que lo llevaron preso. Salimos del
velorio por un corredor y cruzamos un terreno baldío para llegar al
depósito de la comisaría. El Ford A estaba en la puerta, aplastado
como una chapita de cerveza. Mi padre iba consolando a otra novia
que tenía el finado y ya no se acordaba de mí. Pegado a la pared
para que no me viera el vigilante, me acerqué al amasijo de fierros
y alcancé a ver el volante de madera lustrada. Seguía reluciente y
entero entre las chapas aplastadas. También estaba intacta la
plaqueta del tablero con el velocímetro y el medidor de nafta.
Marcaba en millas, me acuerdo, y cuando íbamos a ver a su otra
novia, Mereco lo levantaba a sesenta o más por el camino de tierra.
Nadie sabía nada. Mi padre creía que yo me quedaba en la escuela y
la novia de Mereco estaba convencida de que íbamos a buscar a mi
padre que controlaba el agua en las piletas del regimiento. Entonces
llegábamos a un caserío viejo que el coronel Manuel Dorrego había
tomado y defendido no sé cuántas veces y Mereco me dejaba solo con
el Ford A debajo de una higuera frondosa. Ésa era mi fiesta en los
días en que Mereco no estaba muerto y el Ford seguía intacto. Me
sentaba en su asiento, estiraba las piernas hasta tocar los pedales
y el que iba a mi lado era Fangio anunciándome curvas y terraplenes.
Mereco no es un muerto triste. Tiene como veinticinco años y todavía
lo veo así ahora que yo tengo el doble y he recorrido más rutas que
él. Antes del incidente que lo enemistó con mi viejo, solía venir a
casa a tomar mate y dar consejos. "Hágame caso, doble siempre
golpeando el volante, don José", le decía a mi padre como si mi
padre tuviera un coche con el que doblar. "En el culebreo suelte el
volante hasta que se acomode solo", insistía. "Es un farabute",
comentaba mi viejo mientras lo miraba alejarse con el parabrisas
bajo y las antiparras puestas.
Nunca tuvieron un mango ni Mereco ni mi padre. Por las tardes, a la
salida de la escuela, yo corría hasta la juguetería para mirar un
avión en la vidriera. Era un bimotor de lata con el escudo argentino
pintado en las alas. Mi madre me había dicho que nunca podría
comprármelo, que no alcanzaba el sueldo de Obras Sanitarias y que
por eso mi padre iba a cortar entradas al cine. Al menos podíamos
ver todas las películas que queríamos. Pero en casi todas mostraban
aviones y yo no me consolaba con recortarlos de las láminas del
Billiken.
Una tarde entré a robarlo. Por la única foto que me queda de ese
tiempo supongo que llevaría guardapolvo tableado, un echarpe de San
Lorenzo y la cartera en la que pensaba esconder el avión. En el
negocio había un par de mujeres mirando muñecas y el dueño me
relojeó enseguida. Era un pelado del Partido Conservador que recién
se había hecho peronista y tenía en la pared una foto del general a
caballo. Busqué con la mirada por los estantes mientras las mujeres
se iban y de pronto me quedé a solas con el tipo. Ahí me di cuenta
de que estaba perdido. No había robado nada pero igual me sentía un
ladrón. Me puse colorado y las piernas me temblaban de miedo. El
pelado dio la vuelta al mostrador y me dio una cachetada sonora,
justiciera. Nos quedamos en silencio, como esperando que el sol se
oscureciera. ¿Qué hacer si ya no podía robarle el juguete? ¿Cómo
esconder aquella humillación? Me volví y salí corriendo. Mi viejo
estaba esperándome en la esquina con la bicicleta de la repartición.
Tenía el pucho entre los labios y sonrió al verme llegar. "¿Qué te
pasa?", me preguntó mientras yo subía al caño de la bici. Le
contesté que me había retado la maestra, pero no me creyó. "¿No me
querés decir nada, no?", dijo y yo asentí. Hicimos el camino a casa
callados, corridos por el viento.
Una tarde, mientras iba en el Ford con Mereco, no pude aguantarme y
le conté. Se levantó las antiparras y como único comentario me guiñó
un ojo. Dos o tres días más tarde vino a casa con el plano de un
nuevo carburador que quería ponerle al coche. Traía una botella de
tinto y el avión envuelto en una bolsa de papel. "Lo encontré tirado
en la plaza", me dijo y cambió de conversación. Mi padre se olió
algo raro y a cada rato levantaba la vista del plano para vigilarnos
las miradas. No sé por qué tuve miedo de que el pelado viniera a
tocar el timbre y me abofeteara de nuevo.
Pero el pelado no vino y Mereco desapareció por un tiempo. Fue por
esos días cuando a mi padre lo comisionaron para hacer una
inspección en Villa Mercedes y me llevó con él en el micro. Un
pariente del gobernador tenía una instalación clandestina para regar
una quinta de duraznos, o algo así. Recuerdo que no bien llegamos el
jefe del distrito le dijo a mi padre que no se metiera porque lo
iban a correr a tiros. "¡Pero si la gente no tiene agua para tomar,
cómo no me voy a meter!", contestó mi viejo y volvimos a la pensión.
No me acuerdo de qué me habló esa noche a solas en el comedor de los
viajantes, pero creo que evocaba sus días del Otto Krause y a una
mujer que había perdido durante la revolución del año 30.
Todo aquello me vuelve ahora envuelto en sombras. Nebulosos me
parecen el subcomisario y el vigilante que vinieron a la mañana a
quitarme el avión y a echarnos de Villa Mercedes antes de que mi
padre pudiera hacer la inspección. Tenían un pedido de captura en
San Luis y nos empujaron de mala manera hasta la terminal donde
esperaba un policía de uniforme flamante. Hicimos el viaje de
regreso en el último asiento custodiados por el vigilante y la gente
nos miraba feo. En la terminal mi padre me preguntó por lo bajo si
yo era cómplice de Mereco. Le dije que sí pero me ordenó que no
dijera nada, que no nombrara a nadie.
No era la primera vez que nos llevaban a una comisaría y mi padre se
defendió bastante bien. Negó que yo hubiera robado el avión y
responsabilizó al comisario de interferir la acción de otro agente
del Estado en cumplimiento del deber. Era hábil con los discursos mi
viejo. Enseguida sacaba a relucir a los próceres que todavía estaban
frescos y si seguía la resistencia también lo sacaba al General que
tanto detestaba. A mí me llevaron a casa, donde encontré a mi madre
llorando. Al rato Mereco cayó en el Ford y nos dijo que lo
acompañáramos, que iba a entregarse.
Cuando llegamos, mi padre ya se había confesado culpable y en la
guardia se armó una trifulca bárbara porque Mereco también quería
ser el ladrón y mi viejo gritaba que a él sólo le asistía el derecho
de robar un juguete para su hijo. Como ninguno de los dos tenía
plata para pagarlo, mi avión fue a parar a un cajón lleno de
cachiporras y cartucheras. Al amanecer llegó el jefe de Obras
Sanitarias y nos largaron a todos. Mi padre se negó a subir al
descapotable de Mereco y le dijo que si aparecía otra vez por casa
le iba a romper la cara. Fue la última vez que lo vimos antes del
velorio. Se calzó las antiparras, saludó con un brazo en alto y ahí
va todavía, a noventa y capota baja, subiendo la quebrada con aquel
Ford en el que hace tanto tiempo yo aprendí a manejar.
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