La leyenda del soldado encantado, por Washington Irving



Todo el mundo ha oído hablar de la cueva de San Cipriano, en Salamanca, donde en tiempos remotos enseñaba astronomía, nigromancia, quiromancia y otras artes ocultas y condenables un viejo sacristán, o por lo que decían muchos, el Diablo en persona… Hace años que la cueva quedó cerrada, hace años que incluso olvidaron las gentes su localización, mas, según la tradición, la entrada estaba donde hoy se alza una cruz de piedra, en la plazoleta del Seminario de Carvajal; una tradición, en cualquier caso, que parece corroborada por las circunstancias de la siguiente historia.
Una vez un estudiante de Salamanca, de esa clase de estudiantes alegres pero pobres que se ven obligados a recorrer los caminos de aquí para allá, sin una moneda en la bolsa, y que durante las vacaciones de cada curso mendigan de ciudad en ciudad y de aldea en aldea para sacar el dinero que les permita continuar sus estudios. Se preparaba nuestro estudiante para echarse al mundo un buen día, pues, y se le ocurrió colgarse la guitarra a la espalda con la pretensión honesta de divertir con ella a las gentes y obtener así el beneplácito de los aldeanos, y lo que es más importante, comida, lecho y algunas monedas.
Cuando pasó ante la cruz de la plazoleta del seminario, se destocó respetuosamente y rezó a San Cipriano pidiéndole suerte; mas al bajar los ojos vio algo que brillaba a los pies de la cruz. Era un anillo, que recogió presto del suelo, un anillo de oro y de plaza mezclados, con un sello que tenía grabados dos triángulos que formaban una estrella… Se dice que este emblema es un signo cabalístico creado por el sabio rey Salomón, un talismán que poseía grandes virtudes contra los encantamientos y la brujería en general. Pero el estudiante no era mago ni brujo, ni siquiera sabio, e ignorante de estos asuntos se puso el anillo en el dedo, como si fuera un simple premio que San Cipriano le daba en muestra de gratitud por sus oraciones… Siguió caminando, luego de santiguarse muy devotamente, contento pues suponía que empezaba bien su jornada, e incluso comenzó a rasguear las cuerdas de su guitarra mientras andaba.
La vida de un estudiante mendicante en España no es la más miserable del mundo, en especial si es persona agradable y demuestra al menos un poco de talento para la música. Goza de la libertad de dirigirse al lugar que más apetezca, o a donde lo lleven su curiosidad, o a donde le indique una corazonada, o el simple capricho… Los curas que ejercen su ministerio en los pueblos, la mayor parte de los cuales también mató la hambruna de semejante manera en sus días mozos, cuando fueron estudiantes, lo acogen por la noche, le dan de comer más que bien y hasta le regalan algunos cuartos[56], medio penique, aproximadamente, al despedirle por la mañana… Cuando un estudiante llama y pide de casa en casa por las calles de cualquier pueblo, aldea o ciudad, nadie lo despide con destemplanza ni malas palabras, ni se muestra frío e indiferente; al contrario, lo atienden, porque todo el mundo piensa que acaso algún día ese muchacho llegue a ser alguien, como tantos que empezaron así su carrera y llegaron después a ser gente importante y de provecho. Nuestro estudiante, además, era especialmente alegre y simpático; como sabía arrancar a las cuerdas de su guitarra notas muy agradables, los aldeanos le abrían de inmediato su corazón y las comadres lo recibían con la mejor de sus sonrisas.
Así vagó el estudiante de nuestra historia por medio reino, con la intención manifiesta de llegarse hasta Granada para conocerla, antes de volver a Salamanca; así, pasaba una noche en la choza de un pastor, otra en el modesto pero muy hospitalario albergue que le brindaba un labriego… En donde fuese, sentado a la entrada de cualquier casa, deleitaba a las gentes del lugar con sus coplas graciosas, o tocando fandangos y boleros que animaban a bailar a las muchachas y a los mozos cuando se hacía el crepúsculo, para cenar después, descansar lo necesario y echarse a los caminos de nuevo, a la mañana siguiente, después de despedirse con un muy elocuente apretón de manos de la hija de quienes le habían dado posada.
Al fin llegó a lo que era el objeto soñado de su musical peregrinaje, la tantas veces renombrada ciudad de Granada. Saludó maravillado sus torres moriscas, su maravillosa vega y sus montañas con nieve en las cumbres aun en el claro y sofocante verano. No menos entusiasmado paseó por las calles de la ciudad admirándose de sus muchos y hermosos monumentos orientales. Cada mujer que salía a un balcón, o que se dejaba ver tras la celosía de su ventana, era para nuestro estudiante una Zoraida o una Zelinda; cuanta dama o damisela veían sus ojos enfebrecidos por la Alameda, le hacía suponer que se hallaba ante cualquier princesa árabe, y presto ponía a los pies de la bella su capa. Como su disposición para la música era excelente, tanto como su buen humor e incluso su apostura, pronto supo granjearse buenas amistades; y sin que nadie tuviera en cuenta sus raídas ropas, fue recibido en la vieja capital mora como todo un personaje de importancia, lo que le valió para encontrar un alojamiento magnífico y ser atendido regaladamente. Uno de los lugares que con más gusto frecuentaba era la Fuente de los Avellanos, en el valle del Darro, a la que acudía desde tiempos de la dominación musulmana una gran muchedumbre para expansionarse. Era, naturalmente, el lugar más apropiado para que nuestro estudiante se entregase a la contemplación arrebatada de las bellezas femeninas de la región, algo, por lo demás, que lo dejaba encantado.
Ahí sacaba pronto la guitarra, se ponía a tocar y a cantar, y ganaba pronto la admiración de las majas y los majos que comenzaban a bailar entusiasmados y agradecidos al estudiante. A tan honesto y divertido entretenimiento se daba una tarde, cuando vio llegar a un cura, ante cuya presencia todos se levantaban y destocaban… Parecía aquel reverendo padre un hombre en perfecta armonía con la vida que imponen los hábitos, pues era sanguíneo, robusto, sudoroso… No cesaba en el reparto de maravedíes entre los mendigos, dando su limosna con un aire de superioridad indecible. Los pordioseros, agradecidos, exclamaban después:
—¡Bendito sea el padre! ¡Que Dios le guarde muchos años y ojalá lo veamos de obispo!
Para ayudarse en la subida de la cuesta, se apoyaba el padre en una joven, la que limpiaba sus aposentos y salía con él de paseo, doncella que era, desde luego, la oveja favorita del rebaño del pastor… ¡Menuda damisela! Andaluza de los pies a la cabeza, siempre con una rosa fresca en el moño, pequeños sus zapatos y caladas las medias… Andaluza en todos sus movimientos, en la menor ondulación de su cuerpo en cada paso… Andaluza en lo apetitoso de su ser carnal todo, en lo vivo y grácil de su persona… Mas, aun sí, parecía modesta e incluso vergonzosa… Atenta siempre a las palabras del padre, con los ojos bajos… Y si por casualidad alzaba la vista un segundo, o miraba disimuladamente a uno u otro lado al punto los volvía a bajar para seguir en su estar modesto y recatado.
Miró el cura condescendiente la reunión que allí se hacía alrededor del estudiante, junto a la fuente, y decidió entonces tomar asiento en un banco de piedra, mientras su doncella se apresuraba a llevarle un vaso de agua fresca, que bebió a sorbos, deleitándose, después de echar en e vaso un azucarillo, cosa que tanto gusta a los epicúreos españoles. A devolver el vaso a su doncella, le dio una palmadita en una mejilla, en señal de amoroso agradecimiento.
—¡Ah!, nuestro buen pastor —se dijo el estudiante al contemplar la escena—. ¡Cuán dichoso sería yo en un redil con semejante ovejita por compañía!
Pero semejante dicha no parecía a él destinada… En vano desplegó aun con mayor denuedo, sus encantos, las virtudes que lo adornaban. No parecía llamar la atención ni del cura ni de su doncella. Nunca antes a buen seguro, tocó la guitarra tan bien como aquel día, ni jamás puso tal sentimiento como el de entonces en la interpretación de sus coplas. Al cura parecía no interesarle la música lo más mínimo y la muchacha no levantaba los ojos del suelo ni una sola vez… No se quedaron mucho tiempo en la fuente, porque el cura, una vez repuesto de la caminata urgió a la doncella para regresar a Granada… Y entonces, cuando se marchaban, la hermosa muchacha dirigió al estudiante una mirada hurtadillas, a medias entre el descaro y la vergüenza, que naturalmente hizo que latiera brioso el corazón del doncel.
Preguntó por ellos en cuanto se fueron. Resultó que el padre Tomás era uno de los más santos varones de Granada, hombre metódico y circunspecto, siempre puntual en el cumplimiento de sus obligaciones, y la hora de levantarse, a la hora de dar un paseo que le abriese el apetito, a la hora de comer, a la hora de echarse la siesta, a la hora de jugar al tresillo con varias de las damas que habitualmente oían misa en la catedral, a la hora de cenar y a la hora de retirarse a descansar y allegarse esas fuerzas que tan necesarias le eran para al día siguiente perseverar en sus metódicas costumbres… Un mulo manso y castrado lo llevaba cuando decidía dar un paseo más largo, una cocinera ya entrada en años le preparaba muy buenos condumios, y la mocita andaluza le hacía la cama en la que reposaba y le llevaba el chocolate por las mañanas.
¡Adiós[57] a la alegría del pobre muchacho! La mirada que le echó la doncella del cura no pudo sino desconcertarle… Ya no pudo, ni de día ni de noche, alejar de sí su recuerdo… Buscó la casa del cura, pero le pareció fuera del alcance de un mendicante de su condición. Aquel cura, además, no podía sentir la menor simpatía hacia él, pues no había sido de los que de jóvenes andan los caminos como cualquier estudiante sopista, obligado a cantar para sobrevivir. Se dedicó a pasear por la calle donde estaba la casa del cura, a contemplar de lejos a la muchacha… Aquello, empero, no hacía más que aumentar sus ansias de ella sin obtener el menor alimento para su esperanza. Decidió darle serenatas por la noche bajo su balcón, y una vez, al fin, pudo sentirse al menos contento y halagado porque vio acercarse una leve sombra blanca tras la ventana… Mas, fijó la atención en aquella silueta y vio que era… ¡el cura con su camisón y su gorro de dormir!
Nunca hubo enamorado tan ferviente y nunca hubo damisela más esquiva… Desesperaba el pobre estudiante… Llegó la víspera de la festividad de San Juan, cuando las gentes de Granada salen de romería y cantan y bailan por la tarde, y pasan la noche en las riberas del Darro y del Genil. Gentes felices que se refrescan la cara en esas aguas cuando las campanas de la catedral dan las doce, porque en ese preciso momento, según la tradición, poseen las aguas de ambos ríos la virtud de embellecer a quien se lava con ellas. El estudiante, como no tenía cosa mejor que hacer, se dejó llevar por la alegría bullanguera de la muchedumbre hasta el estrecho valle del Darro, bajo las montañas y las purpúreas torres de la Alhambra. El lecho seco del río, en aquella parte, los pedruscos que lo rodeaban, los jardines de las azoteas que allí cuelgan, todo, en fin, estaba lleno de grupos de gente que danzaba y bailaba bajo los emparrados y las higueras, al compás de las guitarras y las castañuelas.
El estudiante, sin embargo, estaba triste, amurriado… Sentándose, apoyó la espalda en uno de los enormes granados de piedra que adornan los extremos del puente del Darro y desde allí se entregó a la contemplación de la algarabía feliz de la gente, dividida en su mayor parte en parejas, lo que le hizo suspirar lamentándose de estar solo, víctima de una suerte de mal de ojo que le hubiera echado aquella damisela tan encantadora como esquiva… Dio en pensar entonces que su pobre vestimenta, sucia y rota, por lo demás, sería a buen seguro la causa de que se le cerraran las puertas de su esperanza.
Poco a poco, sin embargo, y en tanto se daba a tales conjeturas, fue atrayendo su atención un hombre, solo como él, que parecía hacer guardia en el granado de piedra del lado opuesto al que servía de apoyo al estudiante… Era un soldado alto, de barba gris, de rostro curtido y bronceado, de aspecto rudo, con armadura española, adarga y lanza, que parecía una estatua… Lo que más sorprendió al estudiante fue que, a pesar de tal impedimenta, nada parecía importarle, ni la muchedumbre, ni que tropezaran con él sin pedirle perdón siquiera.
«Esta ciudad está llena de antiguos recuerdos —se dijo el estudiante mirando con mayor atención al soldado—. Sin duda este hombre es uno más de esos monumentos con los que tan familiarizados están sus habitantes». Pero su curiosidad natural le hizo acercarse, al fin, al soldado.
—¡Qué rara y antigua es la armadura que llevas, amigo! ¿En qué cuerpo sirves? —dijo el estudiante como en broma.
El soldado lanzó una concisa respuesta, que le salió de su gran boca como enmohecida, para sorpresa del estudiante.
—Sirvo en la guardia real de Isabel y Fernando —dijo.
—¡Santa María! —dijo el estudiante, atónito—. Ese cuerpo sirvió hace más de trescientos años…
—Los tres siglos que llevo montando guardia en este lugar. Pero precisamente ahora se acaba mi turno de centinela… ¿Quieres hacer fortuna? —le preguntó el soldado.
El estudiante, por toda respuesta, alzó su capa.
—Te he comprendido —le dijo el soldado—. Todo depende de ti; si tienes fe y valor, sígueme y hallarás la fortuna que necesitas.
—Espera, amigo, no tan deprisa… Para seguirte, no creo que sea necesario tener mucho valor, pues poco coraje necesita quien sólo tiene la vida por perder, y una vieja guitarra, cosas de poca importancia… Pero la fe es diferente… No la pongamos, pues, a los pies de la tentación… Si he de cometer un crimen para hallar fortuna, no creas que estoy dispuesto a cosa semejante, aunque mis harapos puedan hacerte pensar lo contrario. El soldado lo miró con altivez y cierto disgusto.
—¡Nunca desenvainé mi espada, salvo para defender mi fe y mi trono! —le dijo—. Soy un cristiano viejo, así que confía en mí y no temas al Demonio.
Marchó el estudiante tras los pasos del guerrero. Observó el joven que nadie parecía haber prestado la menor atención a lo que hablaron, y que el soldado se abría camino entre los grupos de ociosos y retozones sin que nadie se volviera a mirarle, como si fuera invisible. Cruzaron el puente y se metió el soldado por una senda pedregosa que a través de un molino y de un acueducto moriscos, conduce a la hondonada que separa la Alhambra del Generalife. Caía el último rayo de sol sobre las murallas rojas de la Alhambra, que se veían a lo lejos, y anunciaban ya las campanas de las iglesias y los conventos la festividad próxima. Sobre la hondonada comenzaban a arrojar sombras las higueras, las parras y los arrayanes, además de las torres y las murallas de la Alhambra. Todo era soledad y empezaban a zumbar por el aire los murciélagos. Al fin se detuvo el guerrero cristiano al pie de una torre en ruinas, que fue en tiempos puesto de vigilancia de un acueducto árabe. Golpeó entonces los cimientos con el regatón de su lanza, y se dejó sentir un ruido, y se abrieron las piedras, como una gran boca que bosteza, para dejar suficiente paso.
—Entra, en el nombre de la Santísima Trinidad, y nada temas —dijo el soldado al estudiante.
Se estremeció el corazón del joven, pero no se echó atrás. Se santiguó, musitó un Ave María y siguió a tan misterioso guía a través de una bóveda tajada bajo la torre, en la pura roca, que tenía las paredes preñadas de inscripciones árabes. El soldado lo llevó a un banco hecho en la piedra, a un lado de la bóveda.
—Aquí, en tan duro lecho, reposo desde hace trescientos años —dijo el soldado.
Quiso el estudiante, de tan asustado, hacer una broma para espantarse el miedo.
—¡Por San Antonio bendito! —exclamó—. Seguro que tienes un sueño muy pesado para poder soportar este duro jergón…
—Al contrario —contestó el soldado—, mis ojos jamás tienen reposo; mi destino es una vigilia constante… Pero, óyeme con atención… Fui uno de los guardias reales de Isabel y Fernando, como ya te he dicho, mas me tomaron prisionero los moros y me encerraron en esta torre. Cuando se preparaba la rendición de la fortaleza a los reyes cristianos, me pidió un alfaquí, un sabio árabe, que le ayudase a esconder en esta bóveda parte de los tesoros de Boabdil, de los que se había apoderado. Lo hice y peno desde entonces por haberme prestado a ese robo… El alfaquí era un nigromante africano, y conjurando sus infernales artes me hechizó para hacerme vigilante del tesoro. Debió de sucederle algo malo, de forma inesperada, porque jamás volvió… Yo quedé aquí, enterrado de por vida; han pasado los años y han sacudido esta montaña los terremotos más violentos; he oído caer las rocas desde lo alto y piedra a piedra la torre; pero las paredes de esta bóveda han resistido cualquier calamidad… Cada cien años, en la festividad de San Juan, cesa el encantamiento y se me permite salir; me dirijo entonces al puente del Darro a la espera de que pase alguien, un mortal que posea la facultad de romper este embrujamiento del nigromante africano… Todo ha sido inútil hasta ahora… No pueden avistarme los ojos de los mortales porque me hallo envuelto por una nube mágica; tú eres el primero que me ha visto y comprendo la razón por la cual has adivinado mi presencia… Llevas en uno de tus dedos el anillo del sabio Salomón, que tiene la virtud de romper los malos encantamientos. De ti depende que me libere al fin de este horrible encierro, o de que siga guardando el tesoro durante varios cientos de años más.
Mudo de asombro y maravillado escuchó el estudiante la historia del soldado. Muchas más historias había oído contar, a propósito de los tesoros escondidos por los moros en las cuevas y bóvedas subterráneas de la Alhambra, pero las creía meras fábulas. Apreciaba ahora el poder de su anillo, que tenía por una manifestación de la munificencia de San Cipriano, pero armado como lo estaba por un talismán así de benéfico, tuvo la sensación de que algo aciago podía sucederle de seguir en aquel sombrío lugar y en la compañía de un guerrero espectral, en tan extraño tête-à-tête… El soldado cristiano, así lo creyó el estudiante, debía reposar en paz en su sepultura, de acuerdo con las leyes de la naturaleza.
Tuvo el estudiante por excepcional lo que le acontecía, y por ello se dijo que no era un asunto a tratar con ligereza; aseguró al soldado, pues, que podía confiar en su amistad y en su buena voluntad para hacer cuanto de él dependiera a fin de liberarlo del encantamiento.
—Confío en un motivo más poderoso que la amistad —le dijo el soldado. Señaló entonces con su dedo un arcón de hierro perfectamente cerrado y que tenía inscripciones árabes.
—Ahí se guardan incontables tesoros en oro y en piedras preciosas; rompe el conjuro que me ata y la mitad de esa riqueza será tuya.
—¿Y qué he de hacer? —preguntó el estudiante.
—Es precisa la ayuda de un sacerdote cristiano y de una doncella, también cristiana; el sacerdote, para exorcizar los poderes de las tinieblas; la doncella, para que toque ese arcón con el sello del anillo del sabio Salomón… Todo habrá de hacerse a medianoche, pero ten en cuenta un detalle de extraordinaria importancia: es un asunto grave y no deben hacerlo personas a las que dominen los apetitos carnales… El sacerdote ha de ser un cristiano viejo, un modelo de santidad, un hombre acostumbrado a la mortificación de su carne, y deberá hallarse en ayuno un día entero antes de hacer el exorcismo… En cuanto a la doncella, tiene que ser una hembra libre de cualquier reproche que acerca de su virginidad pudiera hacérsele y a prueba de tentaciones… No te demores en solicitud de esa ayuda, pues sólo tres días dura mi presente libertad… Si antes de la medianoche del tercer día no he sido exorcizado, me veré obligado a seguir de guardia al menos otro siglo más…
—No temas —le dijo el estudiante—, que ya he puesto mi ojo en el sacerdote ideal, y en la no menos idónea doncella… ¿Cómo entraré de nuevo en esta bóveda?
—El sello del sabio Salomón te allanará el camino…
Salió de allí el estudiante con el corazón más alegre que cuando accedió a la bóveda de la torre; se cerró tras él la pared de piedra, mostrándose impenetrable, como antes.
A la mañana siguiente se presentó el joven, con total descaro, en la mansión del cura, no como el pobre estudiante que era y que trata de abrirse paso tañendo las cuerdas de su guitarra, sino como el heraldo del mundo de las sombras que guarda maravillosos tesoros a repartir… Nada de particular interés hay que decir acerca de los acuerdos a que llegó con el cura; baste saber que logró inflamar muy fácilmente el celo cristiano de aquél, ante la idea de rescatar de las garras de Satán el tesoro del rey Chico[58]y a un virtuoso soldado de la fe… y todo a cambio, nada más, de un arcón lleno de oro y piedras preciosas… ¡La cantidad de iglesias que podrían erigirse, los parientes pobres que así estarían bien socorridos, las limosnas que podría dar el cura gracias a semejante tesoro…!
La inmaculada doncella tampoco puso reparo alguno ante obra tan piadosa; por lo demás, el emisario del soldado encantado, después de demostrar tanta preocupación por éste, comenzó a ganarse las mejores miradas de la bella, el favor de sus más tiernos sentimientos.
Había, empero, una dificultad que salvar, que no era otra sino el ayuno al que debía someterse el sacerdote… Dos veces lo intentó, y en las dos su apetencia mundana venció al espíritu… Sólo merced a un esfuerzo supremo pudo resistir el sacerdote una tercera tentación ante su bien provista despensa, pero le parecía tan largo el ayuno que él mismo dudaba de su fuerza de voluntad para resistir durante veinticuatro horas completas.
A última hora decidió llevarse a la bóveda una cesta bien repleta, para con buenas viandas exorcizar al demonio del hambre tan pronto como los demás demonios de la bóveda cayeran de cabeza en las profundidades del Mar Rojo. Al fin salieron los tres de la casa del cura alumbrándose con hachones y a buen paso.
El anillo de Salomón les franqueó la entrada. Encontraron al soldado cristiano sentado sobre el arcón de hierro, esperándoles. Se hizo el exorcismo tal como ha de hacerse. Tocó la doncella las cerraduras del arcón con el sello del sabio Salomón, y se abrió la tapa, descubriendo tesoros del metal más precioso, y joyas, y gemas que deslumbraron sus ojos.
—¡Llenemos nuestras bolsas una vez y otra! —gritó entusiasmado el estudiante hambriento, y fue el primero en poner manos a la obra.
—Más cómodo y mejor será —terció el soldado— sacar de aquí el arcón y hacer el reparto lejos…
Ayudaron al guerrero el sacerdote y el estudiante, pero les resultaba difícil a causa del peso enorme del arcón. En un descanso en sus afanes, el sacerdote echó mano de su cesta para saciar el voraz apetito que sentía, que en realidad le mordía las tripas más violentamente de lo que pudiera habérselas mordido el peor de los espíritus… Así, devoró un capón bien asado, que acompañó de largos tragos de buen vino de Valdepeñas[59]; de postre, y en agradecimiento por lo sabroso que le había cocinado el capón, puso el sacerdote un ardiente beso en los labios de la mocita; fue un beso silencioso, dado en un rincón de la bóveda, pero no pasó inadvertido a las paredes, que lo comentaron entre sí en señal de triunfo, como comadres aviesas… Jamás hubo beso de consecuencias tan terribles… El soldado lanzó un grito de desesperación; el arcón de hierro, que ya habían logrado mover, cerró de golpe su tapa, guardando otra vez sus tesoros. El cura, el estudiante y la doncella, se vieron de golpe fuera de la torre mientras se cerraba con estrépito la piedra que antes les franqueara el paso… El buen sacerdote había roto antes de tiempo el ayuno…
Una vez repuesto de la sorpresa inicial, quiso el estudiante volver a la bóveda… A punto estuvo de desmayarse cuando la doncella le confesó que de tanto miedo como había sentido, dejó caer el anillo con el sello de Salomón al suelo, por lo que se había quedado allí, en la bóveda del soldado encantado.
En una palabra, dio la medianoche en la catedral, volvió el soldado a ser víctima del hechizo, y allá quedó, obligado a permanecer en guardia al menos durante otros cien años más, por haber comido y después besado el cura a su doncella antes de tiempo…
—¡Ay, padre, padre…! —se lamentó el estudiante, moviendo tristemente la cabeza, cuando iban por la hondonada abajo—. Mucho me temo que vuestro beso fue más de pecador que de santo…
Así acaba la leyenda, tal y como dan fe de su autenticidad las crónicas. La tradición, sin embargo, añade que el estudiante no salió tan mal parado de su aventura, pues acertó a meterse en los bolsillos oro y piedras preciosas, antes de que intentaran sacar el arcón, suficientes como para prosperar en adelante… Obtuvo del sacerdote, además, la mano de la hermosa doncella, pesaroso por el desmán que había causado en la bóveda del soldado encantado… Después demostró ser la bella un modelo de esposa y de madre, como lo fue de doncellas dedicadas a cuidar de los curas… Dio a su esposo muchos hijos, el primero de ellos sietemesino, no obstante lo cual acabó siendo el más fuerte de todos… Los demás nacieron en el tiempo normal.
La historia del soldado encantado es una de las tradiciones populares más famosas de Granada; se refiere de mil maneras distintas y con infinitos detalles diferentes; creen las gentes que el guardia de la escolta de Isabel y Fernando todavía hace de centinela al pie del gigantesco granado de piedra que adorna el puente del Darro, en la noche de San Juan, envuelto en la nube mágica que lo hace invisible para el común de los mortales, excepto para el que acierte a lucir el sello del sabio Salomón.

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