¿Cuánto tiempo llevaba encerrado?
La mañana de mayo velada por la neblina en que había ocurrido aquello
le resultaba tan irreal como el día de su nacimiento, ese hecho acaso
más cierto que ninguno, pero que sólo atinamos a recordar como una
increíble idea. Cuando descubrió, de improviso, el dominio secreto e
impresionante que el otro ejercía sobre ella, se decidió a hacerlo. Se
dijo que quizás iba a obrar en nombre de ella, para librarla de una
seducción inútil y envilecedora. Sin embargo, pensaba en sí mismo,
seguía un camino iniciado mucho antes. Y aquella mañana, al salir de esa
casa, después que todo hubo ocurrido,
vio que el viento había expulsado
la neblina, y, al levantar la vista ante la claridad enceguecedora,
observó en el cielo una nube negra que parecía una enorme araña huyendo
por un campo de nieve. Pero lo que nunca olvidaría era que a partir de
ese momento el gato del otro, ese gato del que su dueño se había jactado
de que jamás lo abandonaría, empezó a seguirlo, con cierta
indiferencia, con paciencia casi ante sus intentos iniciales por
ahuyentarlo, hasta que se convirtió en su sombra.
Encontró esa pensionucha, no demasiado sucia ni incómoda, pues aún se
preocupaba por ello. El gato era grande y musculoso, de pelaje gris, en
partes de un blanco sucio. Causaba la sensación de un dios viejo y
degradado, pero que no ha perdido toda la fuerza para hacer daño a los
hombres; no les gustó, lo miraron con repugnancia y temor, y, con la
autorización de su accidental amo, lo echaron. Al día siguiente, cuando
regresó a su habitación, encontró al gato instalado allí; sentado en el
sillón, levantó apenas la cabeza, lo miró y siguió dormitando. Lo
echaron por segunda vez, y volvió a meterse en la casa, en la pieza, sin
que nadie supiera cómo. Así ganó la partida, porque desde entonces la
dueña de la pensión y sus acólitos renunciaron a la lucha.
¿Se concibe que un gato influya sobre la vida de un hombre, que consiga modificarla?
Al principio él salía mucho; los largos hábitos de una vida regalada
hacían que aquella habitación, con su lamparita de luz amarillenta y
débil, que dejaba en la sombra muchos rincones, con sus muebles
sorprendentemente feos y desvencijados si se los miraba bien, con las
paredes cubiertas por un papel listeado de colores chillones, le
resultaba poco tolerable. Salía y volvía más inquieto; andaba por las
calles, andaba, esperando que el mundo le devolviera una paz ya
prohibida. El gato no salía nunca. Una tarde que él estaba apurado por
cambiarse y presenció desde la puerta cómo limpiaba la habitación la
sirvienta, comprobó que ni siquiera en ese momento dejaba la pieza: a
medida que la mujer avanzaba con su trapo y su plumero, se iba
desplazando hasta que se instalaba en un lugar definitivamente limpio;
raras veces había descuidos, y entonces la sirvienta soltaba un chistido
suave, de advertencia, no de amenaza, y el animal se movía. ¿Se
resistía a salir por miedo de que aprovecharan la ocasión para echarlo
de nuevo o era un simple reflejo de su instinto de comodidad? Fuera lo
que fuese, él decidió imitarlo, auque para forjarse una especie de
sabiduría con lo que en el animal era miedo o molicie.
En su plan figuraba privarse primero de las salidas matutinas y luego
también de las de la tarde; y, pese a que al principio le costó ciertos
accesos de sorda nerviosidad habituarse a los encierros, logró
cumplirlo. Leía un librito de tapas negras que había llevado en el
bolsillo; pero también se paseaba durante horas por la pieza, esperando
la noche, la salida. El gato apenas si lo miraba; al parecer tenía
suficiente con dormir, comer y lamerse con su rápida lengua. Una noche
muy fría, sin embargo, le dio pereza vestirse y no salió; se durmió
enseguida. Y a partir de ese momento todo le resultó sumamente fácil,
como si hubiese llegado a una cumbre desde la que no tenía más que
descender. Las persianas de su cuarto sólo se abrieron para recibir la
comida; su boca, casi únicamente para comer. La barba le creció, y al
cabo puso también fin a las caminatas por la habitación.
Tirado por lo común en la cama, mucho más gordo, entró en un período
de singular beatitud. Tenía la vista casi siempre fija en las
polvorientas rosetas de yeso que ornaban el cielo raso, pero no las
distinguía, porque su necesidad de ver quedaba satisfecha con los
cotidianos diez minutos de observación de las tapas del libro. Como si
se hubieran despertado en él nuevas facultades, los reflejos de la luz
amarillenta de la bombita sobre esas tapas negras le hacían ver sombras
tan complejas, matices tan sutiles, que ese solo objeto real bastaba
para saturarlo, para sumirlo en una especie de hipnotismo. También su
olfato debía haber crecido, pues los más leves olores se levantaban como
grandes fantasmas y lo envolvían, lo hacían imaginar vastos bosques
violáceos, el sonido de las olas contra las rocas. Sin saber por qué
comenzó a poder contemplar agradables imágenes: la luz de la lamparita
-eternamente encendida- menguaba hasta desvanecerse, y, flotando en los
aires, aparecían mujeres cubiertas por largas vestimentas, de rostro
color sangre o verde pálido, caballos de piel intensamente celeste...
El gato, entretanto, seguía tranquilo en su sillón.
Un día oyó frente a su puerta voces de mujeres. Aunque se esforzó, no
pudo entender que decían, pero los tonos le bastaron. Fue como si
tuviera una enorme barriga fofa y le clavaran en ella un palo, y
sintiera el estímulo, pero tan remoto, pese a ser sumamente intenso, que
comprendiese que iba a tardar muchas horas antes de poder reaccionar.
Porque una de las voces correspondía a la dueña de la pensión, pero la
otra era la de ella, que finalmente debía haberlo descubierto.
Se sentó en la cama. Deseaba hacer algo, y no podía.
Observó al gato: también él se había incorporado y miraba hacia la
persiana, pero estaba muy sereno. Eso aumentó su sensación de
impotencia.
Le latía el cuerpo entero, y las voces no paraban. Quería hacer algo.
De pronto sintió en la cabeza una tensión tal que parecía que cuando
cesara él iba a deshacerse, a disolverse.
Entonces abrió la boca, permaneció un instante sin saber que buscaba
con ese movimiento, y al fin maulló, agudamente, con infinita
desesperación, maulló.
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