Con frecuencia voy a visitar a un pariente que vive en los alrededores. Al pasar por alguna de las estaciones —¡no falla ni por casualidad!— el tren salta sobre el andén, arrasa los equipajes, derrumba la boletería, el comedor. Los vagones se trepan los unos sobre los otros. El furgón se acopla con la locomotora. No hay más que piernas y brazos por todas partes: bajo los asientos, entre los durmientes de la vía, sobre las redes donde se colocan las valijas.
De mi compartimento sólo queda un pedazo de puerta. Echo a un lado los cadáveres que me rodean. Rectifico la latitud de mi corbata, y salgo, lo más campante, sin una arruga en el pantalón o en la sonrisa.
Aunque preveo lo que sucederá, otras veces me embarco, con la esperanza de que mis presentimientos resulten inexactos.
Los pasajeros son los mismos de siempre. Está el marido adúltero, con su sonrisa de padrillo. Está la señorita cuyos atractivos se cotizan en proporción directa al alejamiento de la costa. Está la señora foca, la señora tonina; el fabricante de artículos de goma, que apoyado sobre la borda contempla la inmensidad del mar y lo único que se le ocurre es escupirlo.
Al tercer día de navegar se oye —¡en plena noche!— un estruendo metálico, intestinal.
¡Mujeres semidesnudas! ¡Hombres en camiseta! ¡Llantos! ¡Plegarias! ¡Gritos!…
Mientras los pasajeros se estrangulan al asaltar los botes de salvamento, yo aprovecho un bandazo para zambullirme desde la cubierta, y ya en el mar, contemplo —con impasibilidad de corcho— el espectáculo.
¡Horror! El buque cabecea, tiembla, hunde la proa y se sumerge.
¿Tendré que convencerme una vez más que soy el único sobreviviente?
Con la intención de comprobarlo, inspecciono el sitio del naufragio. Aquí un salvavidas, una silla de mimbre… Allá un cardumen de tiburones, un cadáver flotante…
Calculo el rumbo, la distancia, y después de batir todos los récords del mundo, entro, el octavo día, en el puerto de desembarque.
Mis amigos, la gente que me conoce, las personas que saben de cuántas catástrofes me he librado, supusieron, en el primer momento, que era una simple casualidad, pero al comprobar que la casualidad se repetía demasiado, terminaron por considerarla una costumbre, sin darse cuenta que se trata de una verdadera predestinación.
Así como hay hombres cuya sola presencia resulta de una eficacia abortiva indiscutible, la mía provoca accidentes a cada paso, ayuda al azar y rompe el equilibrio inestable de que depende la existencia.
¡Con qué angustia, con qué ansiedad comprobé, durante los primeros tiempos, esta propensión al cataclismo!… ¡La vida se complica cuando se hallan escombros a cada paso! ¡Pero es tal la fuerza de la costumbre!… Insensiblemente uno se habitúa a vivir entre cadáveres desmenuzados y entre vidrios rotos, hasta que se descubre el encanto de las inundaciones, de los derrumbamientos, y se ve que la vida sólo adquiere color en medio de la desolación y del desastre.
¡Saber que basta nuestra presencia para que las cariátides se cansen de sostener los edificios públicos y fallezcan —entre sus capiteles, entre sus expedientes— centenares de prestamistas, que se alimentaban de empleados… ¡públicos!… y de garbanzos!
¡Saborear —como si fuese mazamorra— los temblores que provoca nuestra mirada; esos terremotos en los que las bañaderas se arrojan desde el octavo piso, mientras perecen enjauladas en los ascensores, docenas de vendedoras rubias, y que sin embargo se llamaban Esther!
¿Verdad que ante la magnificencia de tales espectáculos, pierden todo atractivo hasta los paisajes de montañas, mucho mejor formadas que las nalgas de la Venus de Milo?
El exotismo de las mariposas o de los mastodontes, los ritos de la masonería o de la masticación —al menos en lo que a mí se refieren— no consiguen interesarme. Necesito esqueletos pulverizados, decapitaciones ferroviarias, descuartizamientos inidentificables, y es tan grande mi amor por lo espectacular, que el día en que no provoco ningún cortocircuito, sufro una verdadera desilusión.
En estas condiciones, mi compañía resultará lo intranquilizadora que se quiera.
¿Tengo yo alguna culpa en preferir las quemaduras a las colegialas de tercer grado?
Aunque la mayoría de los hombres se satisfaga con rumiar el sueño y la vigilia con una impasibilidad de cornudo, quien haya pernoctado entre cadáveres vagabundos comprenderá que el resto me parezca melaza, nada más que melaza.
Yo soy —¡qué le vamos a hacer!— un hombre catastrófico, y así como no puedo dormir antes que se derrumben, sobre mi cama, los bienes, y los cuerpos de los que habitan en los pisos de arriba, no logro interesarme por ninguna mujer, si no me consta, que al estrecharla entre mis brazos, ha de declararse un incendio en el que perezca carbonizada… ¡la pobrecita!
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