Preludio Heracles, por Luciano de Samósata


A Heracles los celtas lo llaman Ogmio, usando una voz del país, y la imagen del dios la pintan muy rara. Para ellos es un viejo en las últimas, calvo por delante, enteramente canoso en los pelos que le quedan, llena su piel de arrugas y tostada hasta la completa negrura,
como los viejos lobos de mar. Antes lo tomarías por un Caronte o un Jápeto del Tártaro 1 que por Heracles. Pero, a pesar de sus trazas, tiene la indumentaria de Heracles:

lleva ceñida la piel del león, tiene la maza en la diestra, porta el carcaj en bandolera y su mano izquierda muestra el arco tenso. En todos estos detalles es plenamente
Heracles, sin duda.
Yo creía, por consiguiente, que los celtas cometían estas arbitrariedades en la figura de Heracles para irrisión de los dioses griegos, vengándose de él en las representaciones, porque una vez recorrió su territorio saqueándolo, cuando, en busca de los rebaños de Gerión,
corrió la mayor parte de los pueblos de Occidente.
Pero aún no he dicho lo más sorprendente de su imagen. Ese Heracles viejo arrastra una enorme masa de hombres, atados todos de las orejas. Sus lazos son finas cadenas de oro y ámbar, artísticas, semejantes a los más bellos collares. Y, pese a ir conducidos por elementos tan débiles, no intentan la huida —que lograrían fácilmente—, ni siquiera resisten o hacen fuerza con los pies,
revolviéndose en sentido contrario al de la marcha, sino que prosiguen serenos y contentos, vitoreando a su guía, apresurándose todos con la cadena tensa al querer adelantarse; al parecer, se ofenderían si se les soltara. Pero lo que me resultó más extraño de todo no vacilaré en
relatarlo: no teniendo el pintor punto al que ligar los extremos de las cadenas, pues en la diestra llevaba ya la maza y en la izquierda tenía el arco, perforó la punta de la lengua del dios y representó a todos arrastrados desde ella, ya que se vuelve sonriendo a sus prisioneros.
Permanecí en pie mucho tiempo contemplando el  cuadro, lleno de admiración, extrañeza e ira. Y un celta que estaba a mi lado, no ignorante de nuestra cultura, como demostró en su magnífico dominio del griego —un filósofo, al parecer, de las costumbres patrias—, dijo: «Yo te descifraré, extranjero, ei enigma de la pintura, pues pareces muy desconcertado ante ella. Nosotros, los
celtas, no creemos como vosotros, los griegos, que Hermes sea la Elocuencia, sino que identificamos a Heracles con ella, porque éste es mucho más fuerte que Hermes.
Y no te extrañes de que se le represente como a un viejo, pues sólo la elocuencia gusta de mostrar su pleno vigor en la vejez, si dicen verdad vuestros poetas al afirmar que ’’las mientes de los jóvenes son errantes”, mientras que la vejez "tiene algo por decir más sensato que los
jóvenes”. Por eso la miel fluye de la lengua de vuestro Néstor, y los oradores troyanos tienen una voz florida. Lirios se llaman, si bien recuerdo, sus flores. »De modo que, si ese viejo Heracles [—es decir, la Elocuencia—] arrastra a los hombres atados de las orejas a su lengua, no te extrañes de ello, pues conoces la afinidad entre los oídos y la lengua. Y' no es un agravio
contra él que la tenga perforada, pues recuerdo —añadió— unos versos cómicos en yambos que aprendí entre vosotros: quienes hablan en extremo ”la lengua tienen
todos perforada”  »En una palabra: nosotros creemos que Heracles lo
consiguió todo gracias a la palabra por ser sabio, y mediante la persuasión dominó casi siempre. Y sus flechas son las palabras —creo yo—, agudas, certeras, rápidas, que hieren las almas. Aladas decís vosotros también que son las palabras»

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