Enfoques en la enseñanza de la escritura, por Maite Alvarado



La escritura es una tecnología cuyo dominio requiere un entrena­miento especializado y costoso. La institución encargada de llevar a cabo ese entrenamiento ha sido, desde su origen, la escuela. En ella, los niños tienen la oportunidad de entrar en contacto con textos es­critos y desarrollar las habilidades necesarias para comprenderlos y producirlos. A través de la enseñanza de la lectura y la escritura, la escuela ha ejercido, históricamente, una labor de disciplinamiento y fijación de normas y valores, a la vez que ha propiciado los modos de reflexión y elaboración de conocimiento que permiten el acceso a la ciencia y la teoría. Esos modos de producción del conocimiento están estrechamente vinculados al carácter diferido, distanciado y controlado de la comunicación escrita, que favorece la objetivación del discurso y su manipulación. Por eso, el entrenamiento en la ela­boración de textos escritos de cierta complejidad, que demandan procesos de composición
, ha sido, desde siempre, tarea de la escue­la.
En distintas culturas y en diferentes momentos históricos, la es­cuela selecciona y valora habilidades discursivas y cognitivas diver­sas a través de las prácticas que promueve. Tanto esas prácticas co­mo el discurso que las funda, las prescribe y las describe constituyen valiosos objetos de análisis para acceder a las representaciones que la sociedad y las instituciones han construido de sí mismas y de sus funciones en el transcurso de la historia.
El presente artículo estará dedicado a revisar distintas propues­tas para trabajar la escritura en la escuela. Comenzaremos con un repaso histórico para luego detenernos en los aportes más significa­tivos de las dos últimas décadas. En esta recorrida se privilegiarán las propuestas destinadas a docentes, ya que es allí donde se confi­guran las grandes líneas que se plasman en enfoques para la ense­ñanza. Dada la dificultad que entraña reconstruir las prácticas de aula, nos mantendremos dentro de los límites del discurso acerca de esas prácticas y procuraremos describir cómo se redefine la escritu­ra a la luz de las tendencias teóricas que hegemonizan el campo du­rante el período.
Históricamente, la enseñanza de la escritura abarcaba diversos dominios: ortografía, caligrafía, composición. Pero se reservaba el nombre “escritura” para el segundo de ellos. Enseñar a escribir era enseñar a dibujar las letras y, en esa tarea, el ejercicio de copia era lo central. La importancia que se concedía a ese entrenamiento has­ta mediados del siglo pasado comenzó a declinar junto con otras prácticas escolares basadas en la imposición de modelos, destinadas a uniformar la producción de los niños y más atentas a los resulta­dos finales que al proceso que conduce a ellos. En esa declinación, fueron decisivas las tendencias pedagógicas progresistas, respetuosas de la diversidad y la pluralidad de perspectivas, que fueron ganando terreno en el discurso didáctico desde las primeras décadas del siglo y posteriormente alcanzaron las aulas, en un proceso lento pero fir­me, que se extendió durante todo el siglo XX. Así, aspectos como la prolijidad en la presentación de los trabajos escritos de los alumnos fueron perdiendo peso progresivamente en la valoración de los do­centes, para dar paso a otros, como la creatividad o la originalidad en la resolución de las tareas escolares. El desplazamiento de la preocupación por la caligrafía de los niños está emparentado tam­bién con el avance de las nuevas tecnologías de la palabra (máquina de escribir, computadora) y la consiguiente pérdida de valor de las habilidades propias de una representación más artesanal de la escri­tura.
La ortografía, por su parte, siempre tuvo un espacio propio de enseñanza, independiente de la composición, ya que se los conside­raba dominios distintos, si bien ambos relacionados con el escribir. “La ‘obsesión ortográfica’ impide, todavía, aclarar y delimitar los fi­nes propios de la composición”, dice José D. Forgione en 1931, y se lamenta de que esa obsesión sea la que guía casi exclusivamente la corrección y la evaluación que los maestros hacen de las composi­ciones de los niños. Luego afirma: “La cultura técnica de la ortogra­fía, que reclama ejercitaciones especiales, es asunto separable de la composición” (pág. 43).
La enseñanza de la ortografía, más vinculada a la gramática, pa­só del enfoque inductivo tradicional, que proponía un camino desde las reglas hacia los casos, a través de ejercicios de aplicación que culminaban en el dictado, a un enfoque deductivo, para los prime­ros grados de la escuela primaria, que va de los casos a la regla, en un camino inferencial e integrador de distintos niveles de la lengua. En efecto, al aprendizaje memorístico y repetitivo asociado a la ar­bitrariedad del sistema ortográfico, se opone un aprendizaje razona­do, que busca compensar esa arbitrariedad derivando la atención hacia las regularidades morfológicas y los parentescos semánticos que la ortografía acompaña o revela. Se trata de una forma de enca­rar la enseñanza de la ortografía que se ha extendido en las últimas décadas, con el avance de una perspectiva constructivista en la di­dáctica del área.
En cuanto al dominio de la composición, será el objeto de refle­xión y revisión del presente artículo. No obstante, se hacen necesa­rias algunas aclaraciones iniciales. En primer lugar, será preciso de­limitar el sentido del término “composición” tal como será utilizado en las páginas que siguen; en segundo lugar, haremos lo propio en relación con el término “escritura”.
El término “composición” remite, por una parte, a una acción, la de “componer” o “juntar varias cosas para formar un todo que se expresa” (Moliner, 1991, pág. 697). Su aplicación al campo de la lengua es, por consiguiente, directa: “composición” es la acción de “reunir pensamientos expresados con palabras” (Ragucci, 1931, pág. 465); en un sentido amplio, incluiría la generación de las ideas o los pensamientos y la elección de las palabras para expresarlos. Dado que esta acción puede ser considerada fruto de un conoci­miento y objeto de enseñanza, también se designa con el término “composición” el arte respectivo; por esta vía, se convierte en asig­natura escolar. Por último, el término “composición” se aplica tam­bién al efecto de “componer”; así lo entiende María Moliner, quien en la segunda acepción lo define como “cosa compuesta” (pág. 698). La composición sería, entonces, el todo que resulta de la reu­nión de las partes: el texto escrito.
En nuestro país, el nombre “composición” aplicado al ejercicio escolar de escritura viene del siglo XIX y recorre el XX (aunque su predominio corresponde a la primera mitad, ya que en la segunda empieza a compartir el espacio con otras denominaciones: redac­ción, expresión escrita). El término se corresponde con la concep­ción de la escritura como proceso retórico, que comprende las ope­raciones de invención, disposición y elocución.
Por otra parte, en las últimas décadas, el término “composición” ha sido retomado en trabajos de investigación provenientes del cam­po de la psicología cognitiva. En efecto, estas investigaciones desig­nan el proceso cognitivo de producción escrita como “composición” y la definen como una interacción de subprocesos recursivos (plani­ficación, redacción y revisión), que dan por resultado un texto.
Las distintas acepciones del término que acabamos de reseñar es­tán relacionadas y serán retomadas en este artículo.
Si bien, como ya se indicó, la palabra “escritura” se ha usado, históricamente, para referir al diseño de las letras y a la enseñanza de la caligrafía, en la década de 1980 comenzó a usársela en reem­plazo de “composición” y de “redacción”. El término perdió, en­tonces, su connotación artesanal, y la práctica que designaba asu­mió algunas características que la diferenciaron, a su vez, de la composición en el sentido tradicional. Heredada de las corrientes teóricas que, en las décadas anteriores, habían revolucionado el campo de las ciencias sociales y la crítica literaria en Francia (estructuralismo y postestructuralismo), la palabra “escritura”, en su nue­va acepción, llega al discurso pedagógico a través del “taller de es­critura”. Se reivindicaba, en esas propuestas, el trabajo con la lengua a través de la escritura; pero no se trataba ya de un trabajo sistemático, vinculado a una metodología de enseñanza, sino de una exploración más libre y lúdica de los recursos lingüísticos.
El auge del taller de escritura concluyó con la década de 1980, pero el término “escritura” ya había sido resignificado. En la déca­da siguiente, y hasta nuestros días, continuó siendo utilizado para designar un conjunto amplio de prácticas de producción de textos escritos. Cuando decimos “enseñanza de la escritura”, por lo tanto, nos estamos refiriendo a ese sentido ampliado del término, que en algunos casos equivale a “composición” y en otros se limita al terre­no de la redacción o bien recupera sus connotaciones lúdicas para centrarse en la experimentación y la manipulación del lenguaje es­crito con fines creativos.
PROPUESTAS ANTERIORES A 1970
En este apartado se presentarán algunas líneas o enfoques repre­sentativos de la pedagogía de la escritura en nuestro país hasta la década de 1970. La mayoría de estos enfoques o propuestas siguie­ron vigentes mucho tiempo después de su publicación original, co­mo lo atestiguan las sucesivas ediciones de los libros respectivos. En algunos casos, esa influencia llega hasta nuestros días; en otros, se trata de propuestas que fueron abandonadas en algún momento pe­ro se las ha vuelto a releer hoy a la luz de las nuevas tendencias en la didáctica de la lengua. Por su parte, un alto porcentaje de docen­tes actualmente en actividad en distintos niveles del sistema educa­tivo, han tenido contacto con alguna de ellas en su escolaridad pri­maria o secundaria, o en su formación. Se trata, por lo tanto, de enfoques o modos de pensar y encarar la enseñanza de la escritura que, más allá de su antigüedad, siguen operando, directa o indirec­tamente, en las prácticas de aula.
Los griegos entendían por “retórica” el arte de hablar en públi­co, es decir, de saber utilizar la palabra en distintos contextos y pa­ra hacer distintas cosas. Era el arte de la oratoria, el arte de argu­mentar, de influir en el auditorio a través de la palabra. Ese arte era objeto de enseñanza. Los maestros de retórica enseñaban a sus dis­cípulos a elaborar discursos eficaces para distintas situaciones, a tra­vés de un método que constaba de cinco operaciones o etapas: 1) la inventio, que es la etapa de búsqueda de los argumentos o pruebas que se van a utilizar en el discurso; 2) la dispositio, que consiste en ordenar esas pruebas o argumentos teniendo en cuenta la estructura del discurso oratorio y el poder persuasivo de aquellas; 3) la elocutio, que corresponde a la puesta en palabras; es aquí donde se recu­rre al adorno de las figuras; 4) la memoria o memorización del dis­curso para ser pronunciado luego oralmente, y 5) la actio, que es la representación del discurso frente al auditorio; en esta etapa eran importantes los recursos tomados de la praxis teatral.
En todas las etapas del proceso retórico era fundamental la re­presentación que el orador tenía de su auditorio, así como el cono­cimiento de la causa acerca de la cual argumentaría y los objetivos que perseguía con el discurso. Estos conocimientos determinaban la selección de los argumentos, su disposición en el discurso y la elec­ción de las palabras con las que se lo pronunciaría, y los gestos que lo acompañarían. Esta conciencia discursiva es una marca fuerte de la antigua retórica que se fue perdiendo a medida que ésta abando­nó el terreno de la oratoria para ocuparse del discurso escrito, y principalmente de la literatura.
Aplicada a la elaboración del discurso escrito, la retórica se re­dujo, en principio, a las operaciones de invención, disposición y elo­cución, ya que la memorización y la actuación correspondían a la elaboración del discurso oral. Con el paso de los siglos, sin embar­go, fue la elocución el aspecto de la retórica que más sobrevivió, ba­jo la forma de inventarios de figuras. La enseñanza de las figuras re­tóricas era, hasta no hace muchos años, parte de la educación literaria que ofrecía la escuela secundaria. Esta persistencia de la re­tórica en el aparato escolar contrariaba las tendencias que, desde el romanticismo en adelante, manifestaron su rechazo a la reducción que aquella operaba sobre el discurso literario y sobre el proceso de creación. Para comprender ese rechazo y la aceptación que el mode­lo retórico tuvo, en cambio, en la pedagogía tradicional e incluso en algunas versiones de la “escuela activa”, es necesario hacer referen­cia al carácter prescriptivo de la retórica y al peso que ésta concedía a los temas, las expresiones y las figuras de “probada eficacia”, es decir, a los recursos avalados por el uso o la tradición. La originali­dad, para la retórica, no era considerada un valor en la misma me­dida que lo era para los movimientos que, a partir del romanticis­mo, impusieron su impronta en el terreno de la creación literaria y artística. La escuela tradicional, por su parte, menos atenta a desa­rrollar las potencialidades creativas de los alumnos que a instruirlos moral e intelectualmente, vio en la retórica un método especialmen­te apto para llevar adelante esa tarea en el dominio de la composi­ción, aun cuando, para hacerlo, debió adaptar el modelo a sus nece­sidades.
En El habla de mi tierra, Rodolfo Ragucci (1931, pág. 465) des­cribía así el proceso de composición:
La composición exige tres operaciones, a saber:
1)  Buscar y elegir los pensamientos, lo cual llámase “invención”.
2)  Ordenarlos convenientemente, esto es, la “disposición”.
3)  Expresarlos con las palabras y formas oportunas, lo que se denomina “ elocución”.
Raúl Castagnino, por su parte, en su libro Observaciones meto­dológicas sobre la enseñanza de la composición, de 1969, agrega una distinción entre “composición” y “redacción”:
La tarea de composición, asimilada a un arte de pensar, entraña el proceso retórico de invención, disposición y elocución; mientras que re­dacción es, simplemente, el ejercicio de poner por escrito el material re­cogido en el acto de invención, elaborado y ordenado en el de disposi­ción (pág. 18).
Se vincula, de esta manera, la composición a una tarea de elabo­ración mental o intelectual, en tanto la puesta en palabras a través de la escritura correspondería a la redacción. Castagnino lo aclara en estos términos: “[...] es igualmente absurdo conjeturar que el componer únicamente se realiza por escrito. Cada vez que hablamos ha habido in mente previo trabajo de composición” (pág. 19).
La mayor parte de los métodos para la enseñanza de la composi­ción en la escuela primaria hasta la década de 1960 son adaptacio­nes del modelo retórico a los requerimientos pedagógicos de la épo­ca. Esa adaptación, por lo general, mantiene la secuencia en etapas, útil para organizar la tarea escolar y que se ajusta a la exigencia de “método” que imperó en la escuela tradicional y, con matices, hasta no hace mucho tiempo, como principio organizador del trabajo en el aula. Se sacrifica, en cambio, la orientación discursiva que carac­terizaba a la retórica antigua: puesto que el docente es el único des­tinatario de los textos que se componen en la escuela, el problema retórico que supone la adecuación del discurso a auditorios y obje­tivos diversos se desdibuja. Esta reducción, a su vez, confiere a los productos de la práctica de composición rasgos genéricos. Desde es­te punto de vista, la composición puede ser definida como un géne­ro de circulación restringida al ámbito escolar (y, más específica­mente, al aula), que incluye y transforma otros géneros (cartas, esquelas, relatos). Esta transformación de objetos discursivos en ob­jetos escolares desvincula a aquellos de su contexto de uso habitual y simplifica el proceso de escritura con el objeto de facilitar la ense­ñanza.
Por supuesto que, como toda práctica y todo género discursivo, la composición escolar no es un sistema fijo, sino que se ha ido mo­dificando históricamente sobre la base de requerimientos sociales, pedagógicos y del campo científico.
En el contexto del debate entre la pedagogía tradicional y la es­cuela nueva, que alcanza su punto más alto en nuestro país durante las décadas de 1930 y 1940, algunos defensores de las ideas más progresistas siguen proponiendo una retórica adaptada a la ense­ñanza de la composición. En los años siguientes, no obstante, los escolanovistas más radicales abjurarán del método retórico en nombre de la libertad creadora del niño y propugnarán el reemplazo de la “composición” por la “libre expresión”. Estas ideas traducen, en términos pedagógicos, la ruptura con la tradición retórica que el ro­manticismo había iniciado a fines del siglo XVIII. Junto a esta peda­gogía más progresista y moderna, subsistió, no obstante, un enfoque más conservador. Incluso las propuestas que se autodefinían como “activas” incluían ejercicios de composición inspirados en aquella tradición. Dentro de lo que se denominaba “géneros escolares” (epistolar, descriptivo, narrativo, biográfico), el descriptivo consti­tuía un enclave del enfoque retórico en la enseñanza de la composi­ción; por esta razón, nos detendremos en él, ya que constituye un ejemplo que condensa las características de esa matriz pedagógica.
En tanto la descripción aparece directamente vinculada a la ob­servación, favorece el disciplinamiento de los sentidos, a los que ine­vitablemente apela por su orientación hacia el mundo sensible y ha­cia el objeto, a la vez que pone en juego la capacidad de analizar o descomponer la totalidad en elementos, propiedades y aspectos. En este sentido, un buen ejemplo es la utilización de láminas como re­curso. En un artículo publicado en El Monitor de la Educación Co­mún (EMEC) de julio de 1920, Juan B. Ardizzone define la descrip­ción de láminas como “uno de los géneros más importantes que se usan en la escuela”. En efecto, son numerosos los libros de la época, destinados a docentes y alumnos, que incluyen láminas para descri­bir. La lámina es un sustituto de la escena real y presenta la ventaja de que -por su carácter fijo- permite al docente ordenar más fácil­mente la observación. En general, se trata de láminas que admiten relación con temas curriculares o de enseñanza moral, imágenes fuertemente codificadas en su sentido simbólico o sus connotacio­nes. Y si alguna duda pudiera caber, las preguntas que las acompa­ñaban disipaban cualquier sombra de incertidumbre acerca de los sentidos admitidos. Los cuestionarios que acompañaban las láminas guiaban tanto la descripción como la interpretación, ayudando a elegir el nivel de percepción adecuado, a acomodar la mirada y la intelección.
En Tesoro del idioma, cuya sexta edición es de 1943, Luis Gorosito Heredia incluye una lámina que muestra el frente de la catedral de Córdoba. La guía que la acompaña dice:
Observe el frontis triangular, las dos puertas, los nichos. El Cristo colocado sobre el tímpano. La torre del campanario. La cúpula. Descri­ba la edificación circundante, particularmente la de la izquierda, que le quita no poca belleza a la catedral. Observe el tránsito. Compare lo pe­queños que resultan los transeúntes ante la mole venerable.
Como se puede apreciar, la orientación que se impone a la mira­da se eleva desde el frontis y las puertas hacia la cúpula, pasando por el tímpano y el campanario; para describir el entorno, en cam­bio, la atención se dirige hacia la parte inferior de la imagen. En este descenso, se orienta la observación hacia el contraste (la belleza de la catedral en oposición a los edificios que la circundan, la pequeñez de los transeúntes en relación con la “mole venerable”). El orden de las consignas colabora, así, con el establecimiento de la correspon­dencia entre lo material y lo espiritual que el adjetivo “venerable” propicia. Por último, la guía sirve para introducir términos del cam­po de la arquitectura, con lo que se promueve la ampliación del vo­cabulario de los niños.
Pero la utilización de cuestionarios como parte de la presenta­ción de los temas no se limitaba al trabajo con láminas, sino que era un recurso habitual en la preparación de la descripción en general. En consonancia con los principios pedagógicos que prescribían un orden para la enseñanza que va de lo concreto a lo abstracto y en grados de dificultad creciente, los cuestionarios evolucionaban de la descripción física o sensorial hacia el campo de lo afectivo para con­cluir con la evaluación moral:
¿Cómo es mi reloj? Forma, tamaño, color. Metal de las tapas. Partes del reloj.
¿Para qué me servirá el reloj? Puntualidad. Hacer las cosas a su de­bido tiempo.
Éste es el cuestionario que propone J. D. Forgione como presen­tación del tema de composición “Mi reloj de bolsillo” (1935). Por su parte, en EMEC de julio de 1928 se propone la siguiente guía pa­ra trabajar la descripción de “la aguja”:
1) Lugar donde se guarda, 2) objeto a que se destina, 3) personas que la usan, 4) forma, tamaño, partes, historia, 5) sentimientos que despierta.


En la columna de “Explicaciones” que acompaña al cuestiona­rio, se consigna, en relación con el punto 5: “La aguja es símbolo de trabajo y laboriosidad, de orden y de recato en la mujer”. En el or­den de las preguntas o ítem del cuestionario se percibe, también aquí, una intención inductiva y una orientación ejemplar o moral que es propia de la pedagogía tradicional.
El disciplinamiento de la observación hacia el que tiende esta “retórica primaria” tiene como correlato, por otra parte, la denomi­nación de lo que se ve, es decir, el desarrollo de una nomenclatura cuya finalidad es la de ampliar y enriquecer el vocabulario de los ni­ños. La práctica de la descripción se vinculaba, así, a la enseñanza del vocabulario, y el ejercicio de descripción, en muchas propuestas didácticas de la época, era precedido de listas de palabras relaciona­das semánticamente con el objeto:
LIBRO
Libro, obra, volumen, ejemplar, edición, tirada; encuadernado en te­la, en rústica, encartonado; abrochado, cosido.
Tapa, punteras, lomo; portada, cubierta.
Ilustraciones, figuras, láminas, grabados, bicromías, tricromías, di­bujos, estampas, adornos, diseños, guardas.
Hojas, páginas, títulos, subtítulos, capítulos, párrafos, trozos, frag­mentos, transcripción, adaptación.
Impreso, manuscrito, letras de molde, ilustrado en negro y colores [•••]•
Este vocabulario es parte de la extensa lista de palabras relacio­nadas con el tema de composición “El libro” que propone J. D. Forgione en Cómo se enseña la composición (1931, págs. 113-114).
La concepción tradicional de la composición, que subsumía el ejercicio intelectual en una moral, comienza a fisurarse a medida que el impulso modernizador y el espíritu romántico de la escuela nueva se hacen sentir con más fuerza. A medida que esta línea se profundice, se tenderá a suprimir los cuestionarios-guía (a los que se considerará una imposición que coarta la libertad expresiva del ni­ño) y a reemplazar los temas abstractos o generales por temas más concretos (por lo menos-en su formulación): no “la madre” o “el li­bro”, sino “mi mamá” o “mi libro de lectura”. Y, como correlato de esta particularización, disminuirá la posiblidad de utilizar la des­cripción para transmitir valores. Podemos decir, entonces, que entre las décadas de 1920 y 1970 el discurso referido a la enseñanza de la escritura experimentó un cambio progresivo, que lo alejó gradual­mente del modelo retórico dominante en la escuela tradicional y lo fue acercando a las pedagogías de la expresión y de la creación. En ese lapso coexisten enfoques distintos, más vinculados a la pedago­gía tradicional o más progresistas, dualidad que se repite en el inte­rior de muchas propuestas entre lo que se declara y lo que se pres­cribe. Debemos tener en cuenta, a su vez, que la práctica escolar es más lenta para asimilar los cambios, más conservadora que el dis­curso pedagógico, razón por la cual es raro encontrar huellas de ese proceso, por ejemplo, en los cuadernos de clase. No obstante, es po­sible apreciar, durante esas décadas, una preocupación creciente por los procesos de aprendizaje y por el desarrollo afectivo e intelectual de los niños, así como una consideración cada vez mayor a la diver­sidad en sentido amplio.
2.     Cultivar la expresión de los niños
En 1938, la editorial Kapelusz publica La enseñanza de la len­gua. Contribución experimental, de Martha Salotti y Carolina To­bar García. Esa primera edición lleva un prólogo de Rosario Vera Peñaloza, quien en ese momento era Directora del Museo Argentino para la Escuela; allí, en el marco de un programa en el que maestros de distintas partes del país exponían sus experiencias, las autoras de La enseñanza de la lengua presentaron el método que dio origen al libro. Representante de una corriente crítica del normalismo de principios de siglo, Rosario Vera Peñaloza adhirió muy temprana­mente a los postulados de la escuela activa; de allí el entusiasmo con el que celebra la salida de este “nuevo libro”, que modifica “sustan­cialmente el proceso seguido, hasta ahora, en la enseñanza de la len­gua”.
¿En qué consiste la novedad del método? En primer lugar, la fundamentación teórica que contiene, inusual para la época. Si bien la propuesta parte de la experiencia y se presenta como tal (“Contri­bución experimental” es el subtítulo), las autoras rastrearon en las teorias lingüisticas y psicológicas del momento “la conformación de sus observaciones”, como se encarga de destacar Rosario Vera Pe­ñaloza en el prólogo, lo que constituye, a su juicio, “un aconteci­miento educacional digno de ser celebrado”. En efecto, en su mayo­ría maestros o inspectores, los autores de los libros didácticos de la primera mitad del siglo XX no recurrían al aval científico para sus­tentar sus observaciones o sus prescripciones. En este sentido, las re­ferencias a Saussure, Bally, Vendryes o Piaget constituyen una origi­nalidad que añade al aval de la experiencia docente de Salotti y Tobar García una dosis de “autoridad” de fuerte impacto persuasi­vo.
En segundo lugar, Salotti-Tobar García se animan a proponer lo que otros autores apenas sugieren tímidamente: postergar la ense­ñanza explícita de la gramática para los últimos grados de la escuela primaria:
[...] Si el objeto de esta enseñanza, desde primer grado inferior, es contribuir al conocimiento y manejo de la lengua, podemos ya, después de cincuenta años de práctica, sin recurrir a argumentos psicológicos, lingüísticos ni pedagógicos, sentenciar que no lo ha conseguido. No se trata aquí de suprimir la gramática en los programas, sino sencillamente de desplazarla.
¿A qué edad se podrá hablar de ella con eficacia, a los niños? Falta experimentación al respecto. Tal vez en quinto y sexto grados pudiera hablarse de modo muy general de categorías gramaticales, buscando cuidadosamente formas de hacerlo [...] (pág. 25).
Quizá lo más radical de la propuesta resida en ese cuestionamiento al monopolio de la gramática en la enseñanza de la lengua y en su sustitución por una reflexión gramatical subordinada a la pro­ducción oral y escrita de los niños:
La escuela nueva no puede serlo por su forma, sino por su conteni­do: hagamos, pues, escuela activa, y en lugar de enseñar como unidades aisladas qué es adjetivo, cuáles son los tiempos verbales, qué es artículo, dejemos que el niño maneje el conjunto de la lengua, que adquiera la vi­sión sincrética de ese organismo social y que vaya sintiendo, al usarla, la necesidad de lo establecido, la urgencia de la norma, en una palabra, que sienta la necesidad interior de pedir gramática y no la obligación de recibirla como una imposición exterior (pág. 92).
El terreno de la composición o de la escritura en sentido más amplio ha sido, desde siempre, un enclave de las posiciones antigramaticalistas o críticas de la hegemonía gramatical. Lo novedoso de la propuesta de Salotti-Tobar García estaría en que no se postula como una didáctica de la composición ni de la expresión escrita, si­no como una didáctica de la lengua, con fundamento lingüístico; pe­se a lo cual, se rebela contra el predominio de la gramática y erige en su lugar el reino de la expresión, o, en términos más actuales, de la enunciación.
Esta particularidad se relaciona directamente con la tercera ca­racterística del método que justificaría la calificación de “nuevo” con la que Rosario Vera Peñaloza elogia el libro. Si bien en su pró­logo da por sentada la prioridad escolar de la lengua oral por sobre la lengua escrita (“[...Jdentro de la enseñanza de la lengua oral, que es la que la escuela está obligada a cultivar [...]”), destaca, por me­dio de la tipografía, los términos “lengua oral”, que, así resaltados, aparecen como respuesta implícita a una postura de defensa de la lengua escrita como eje de la enseñanza. En este enfrentamiento subyacente entre dos maneras de concebir la función de la escuela en relación con la enseñanza de la lengua, se condensan distintas lí­neas de tensión, algunas de las cuales analizaremos a continuación.
En oposición a la pedagogía tradicional de la composición, basa­da en la transmisión de modelos, normas y valores, Martha Salotti y Carolina Tobar García proponen una pedagogía de la expresión, basada en la “dignificación” de la lengua del niño, la lengua oral por medio de la cual se comunica en su vida cotidiana. Las autoras utilizan el término “reeducación” para referirse a este proceso por el cual se acompaña a los niños en la recuperación de su propia lengua y el abandono de la lengua artificial impuesta por la escuela. No obstante, proponen cultivar la lengua oral para alejarla de la lengua vulgar, es decir, trabajar con una norma culta que admite desviacio­nes estilísticas con valor expresivo. Es necesario aclarar, además, que para las autoras, como para la mayoría de los normalistas de la época, “la escuela debe proceder a una verdadera cura preventiva, en los niños” unificando la lengua cotidiana para “contrarrestar la invasión de lenguas extranjeras”. Este imperativo normalizador li­mita la potencialidad innovadora de la propuesta acotando la refle­xión a los procedimientos expresivos y a la introducción de la nor­mativa ortográfica y gramatical en el contexto de la práctica.
Coherente.pon el movimiento de “adentro hacia afuera” que ca­racterizó a la escuela nueva, la propuesta didáctica de Salotti se cen­tra en la voz del niño y en su subjetividad, propiciando un cambio significativo en el ejercicio de composición: el desplazamiento de la tercera persona por la primera. En esta metodología, los temas son seleccionados atendiendo a su capacidad de despertar “resonancias afectivas” y evocar experiencias intensas. Se pasa, así, de los temas abstractos de composición a temas en los que el acento está puesto en la enunciación. En efecto, los temas se formulan recurriendo a expresiones familiares para los niños, como “¡qué risa!”, “¡qué sus­to!”, “¡qué sorpresa!”, “a mí no se me había ocurrido”, “¿de ve­ras?”, “¡qué lengua!”, “¡ay, ay, ay!”, “eso no es justo”, etc., que son leídos en voz alta por el maestro, con distintas entonaciones, de ma­nera de permitir una variedad lo más amplia posible de interpreta­ciones. Así enunciados, los temas inducen la narración a partir de una impresión o una evaluación de una situación concreta, remitien­do a experiencias vividas. Salotti cuestiona tanto los temas abstrac­tos de composición como la imposición de un modelo de lengua ajeno a la comprensión y la experiencia del niño: “[...] el tema ex­presado de esa manera saca al niño fuera de sí mismo, lo saca de la esfera de lo vivido y lo lleva al terreno de lo objetivo. Una vez allí, no solo pierde el niño contacto legítimo con la vida, sino que, como se le priva del uso de su lengua y de su estilo, adopta un habla con­vencional, estereotipada, habla de escuela, que no sirve más que pa­ra recitar lecciones o escribir composiciones sin vida” (pág. 41).
Salotti opone la lengua oral culta a la lengua vulgar o “plebeya”, pero también a la lengua literaria y a la lengua escolar, neutra, del maestro y del manual. Frente a ésta, la lengua oral que propone ree­ducar o cultivar es rica en matices expresivos y su dominio es condi­ción para la apreciación, en un futuro, de la lengua literaria, para la que el niño “no está aún preparado”. Los procedimientos expresi­vos que caracterizan la lengua oral de los niños (onomatopeyas, in­terjecciones, exclamaciones e interrogaciones, elipsis, inversión del orden sintáctico) son recursos estilísticos en manos de los escritores, que los utilizan con una función estética, dice Salotti. Y agrega: “La escuela debe dar al niño las bases presentes que servirán de funda­mento al goce estético futuro”.
En esta inversión de la pedagogía tradicional que proponen Martha Salotti y Carolina Tobar García, es la lengua oral culta y no la lengua escrita o literaria el modelo en el que se basa el ejercicio de composición. Esta inversión repercute en la elección de los géne­ros a entrenar. Si para la retórica de la composición el género privi­legiado era la descripción, para esta pedagogía de la expresión de inspiración estilística el género elegido es el diálogo. Dice Salotti: “Cuando se quiere relatar un hecho en el que intervienen dos o más personas, se puede hacer de dos maneras: o bien presentando el su­ceso y reproduciendo textualmente las palabras y los pensamientos de los actores, o bien quitándoles la palabra y filtrando su pensa­miento a través del lenguaje del relator. De ahí han nacido dos for­mas estilísticas de narración: el estilo directo y el indirecto” (pág. 37). Luego de definir ambos estilos y presentar ejemplos, Martha Salotti transcribe algunas composiciones de los niños y señala el asombroso parecido entre el uso del estilo directo que allí se hace y el que se aprecia en los textos literarios. Y agrega: “[...] el estilo di­recto es el que predomina naturalmente en las composiciones infan­tiles. El niño es un ser que siente, pinta, exclama, interroga, ruega, manda, imita. Por eso su estilo, además de ser directo cuando rela­ta, es impresionista cuando describe” (pág. 40).
El cultivo de la lengua oral a través de la escritura encuentra, así, en el diálogo la forma de expresión más adecuada. Veamos un ejem­plo; es una composición a partir del tema: “¡Qué frío esta maña­na!”:

Yo no tenía ganas de levantarme.
Pero por fin me decidí.
-¡Mamáaaaa!... ¡Mamáaaaa! ¡Ven!
-¡Ya voy! -me contestaba mamá.
-Me voy a levantar, dame el desayuno.
-Bueno.
-¡Ay, pero qué frío hace!
-¡Ah, si tú dices que tienes frío, que dirá esa pobre gente que no tiene dónde dormir ni qué comer ni ropa para ponerse!
-Tienes razón, mamá. ¿Qué me pongo?
-Pues ponte la pollera azul, la blusa de lana, el chaleco colorado.
Me vestí. Corrí un poco y se me pasó el frío.
En el comentario a esta composición, dice Salotti: “Repárese en la onomatopeya, la interjección original, el diálogo vivo y la gran habilidad para engarzar la lección materna sin ese tono de sermón que tiene la moral en los libros escolares” (pág. 65). En efecto, sor­prende, en éste y en otros textos que se transcriben en el libro, la destreza con la que los autores dejan implícita la moraleja o la ense­ñanza que da sentido a la anécdota. En este caso, como en muchos otros, el contrapunto entre la madre y la hija se resuelve a favor de la madre, que una vez más demuestra su sabiduría. Estas situaciones son muy frecuentes en los textos de los niños, en los que la madre u otro adulto, por lo común de sexo femenino, es el interlocutor pri­vilegiado, y su superioridad se manfiesta, por lo general, en una fra­se que obliga al niño a recapacitar o modificar su actitud. Se trata de escenas de enseñanza-aprendizaje representadas. Veamos otro ejemplo:
ESO ME PASÓ POR TONTO
El otro día mi mamá dijo que iba a revolear una moneda; si salía cara iba yo y si salía seca, mi hermano, a la panadería.
Acerté yo y le dije a mi hermano:
-Eso te pasó por tonto.
Y como estaban mis tías, me dijeron:
-El tonto eres tú, porque él no es adivino.
Desde ese día no digo nada antes de pensarlo.
Clasificamos estos breves relatos como anécdotas, ya que en ellos se cumplen los requisitos que, según Juan Carlos Indart (1974), definen el género: son narraciones breves,   incidentales, de hechos aislados y curiosos por algún motivo. El         motivo,           según  Indart, es que el personaje que protagoniza la anécdota actúa, en una situación nueva, de manera coherente con los atributos que lo defi­nen. De este tipo son las anécdotas en tercera persona que poblaban los viejos libros de lectura, protagonizadas por personajes ilustres -proceres, artistas, santos- que confirmaban, en distintas situacio­nes, su excepcionalidad o los rasgos que los hacían dignos de admi­ración o imitación. Esa estructura, que Indart califica de “tautológi­ca” porque se limita a confirmar la premisa de la cual se parte, es la que subyace a estos relatos en primera persona, en los que se confir­ma la ignorancia del menor y lo mucho que tiene que aprender de sus mayores. En muchos de ellos, la superioridad del adulto se ex­presa a través de refranes, dichos o frases hechas, que condensan la sabiduría para la cultura oral del niño. La conclusión de la anécdota se limita, en algunos casos, a confirmar el poder o la autoridad de la madre, como en el siguiente ejemplo:
A MÍ NO ME GUSTA
-Nena; toma la sopa; así detrás tomas el aceite de hígado de bacalao.
-No; a mí no me gusta ese aceite.
-Tómalo. ¡No ves que pareces un espárrago de tan flaca?
-Tomo la sopa, pero el aceite no.
-Toma las dos cosas, porque mando yo.
-No y no; yo no lo tomo.
-Pero al final, quién manda, ¿tú o yo?
-Mandas tú, mamá; ¡pero yo no quiero y no quiero!...
Al final, lo tomé.
A mí no me gusta el aceite de hígado de bacalao, pero tengo que tomar­lo.
El diálogo recrea, a través de la alternancia de voces, el contexto que da sentido al discurso del adulto y justifica la moraleja, que ya no es necesario explicitar. Pero, a su vez, por estar enunciado desde el niño, da lugar a su propio discurso, en general ausente en la lite­ratura de la época. En este caso, la falta del razonamiento adulto que justifica la enseñanza en la mayoría de los textos ejemplares o didácticos hace evidente el juego de poder adulto-niño y la sumisión de este último a normas cuya lógica se le escapa:
¡ESO ME PASÓ POR TONTA!
El domingo mi abuelita dijo:
-El que quiera salir, que se vista.
Mis hermanos se vistieron, pero yo no. Cuando salían me dicen:
-Y tú, ¿no vas?
-No, le dije, no tenemos permiso de mamá, abuela. Y me quedé.
Cuando volvieron me dijeron:
-¡Qué tonta que no fuiste! Anduvimos a caballo y en bicicleta.
-¡Eso me pasó por tonta!
En sus breves comentarios a los textos, Martha Salotti centra la atención en la vivacidad de los diálogos y en el uso de las interjeccio­nes y de los signos de entonación. También en la avidez de los niños por corregir sus textos y por encontrar las formas correctas para ex­presarse. En el capítulo del libro dedicado a la reflexión didáctica, señala el interés que despierta en los niños la puntuación cuando es­tá asociada a la expresión. “Es tal el deseo de que se lea ‘tal cual’, que vienen muchas veces a preguntar, mientras escriben: “Señorita, mi mamá dijo así... ¿con qué signo lo pongo?” (pág. 100). Hoy podríamos interpretar esa avidez por traducir con exactitud la ento­nación de la frase como un síntoma de conciencia, por parte de los niños, de que la entonación expresa valoraciones sociales sobreen­tendidas en el enunciado, como para la misma época sostenía Valen­tín Voloshinov (1976); y un problema clave de la escritura es encon­trar el modo de traducirla. Así, a través de las entonaciones con las que la maestra lee la frase que dispara la composición, el niño evoca un contexto discursivo y reconstruye una experiencia en la que, la mayoría de las veces, la fuerza ilocutiva del enunciado determina la intensidad del recuerdo. Desde este punto de vista, podríamos decir que la innovación más importante que introducen Salotti y Tobar- García consiste en haber propuesto una didáctica de la lengua basa­da en la enunciación, que orienta la atención de los niños hacia el discurso y los obliga a reflexionar sobre él.
3. El texto libre
Luis Iglesias es el exponente más representativo, en nuestro país, de una de las líneas más radicalizadas de la escuela nueva: la “peda­gogía del texto libre” o de la “libre expresión”. Admirador de Char­les Bally, al igual que Martha Salotti, Iglesias hace del “lenguaje de la vida”, el que el niño habla y siente, objeto de cultivo escolar a través de la expresión libre.
La pedagogía del “texto libre”, que se inicia en la década de 1920, en Francia, con Célestin Freinet, encuentra terreno propicio para difundirse en América latina en las décadas de 1960 y 1970. El subtítulo que Freinet da a su obra L’École Moderne Française (1944) es elocuente en este sentido: Guide pratique pour l’organisa­tion matérielle, technique et pédagogique de l’École populaire (Guía práctica para la organización material, técnica y pedagógica de la escuela popular). Allí sienta las bases de lo que define como “una etapa nueva en la evolución de la escuela”, que consiste en adaptar las concepciones pedagógicas, los materiales y las técnicas de traba­jo escolar a los intereses y las necesidades del pueblo. Con ese fin, lleva la imprenta a la escuela, para que los niños puedan editar e imprimir sus propios libros y periódicos, como un medio de lucha contra la ideología conservadora que vehiculizan los manuales y otros materiales escolares. Justamente una de las grandes novedades del movimiento Freinet fue haber introducido en la escuela un pro­ceso de producción completo, incluyendo la etapa de socialización y consumo de los productos (Clanché, 1976). El texto libre, por su parte, constituye una unidad con la imprenta y no puede ser separa­do de ella. Se trata de técnicas destinadas a subvertir la pedagogía oficial y los modos tradicionales de enseñar.
La mayoría de los pedagogos que se inscriben en esta corriente comparten las ideas progresistas de Freinet y muchos de ellos son militantes de izquierda (socialistas o comunistas). También mayori- tariamente, las experiencias que se llevaron a cabo dentro de este marco tuvieron sede en escuelas rurales o suburbanas, y en algunos casos de grado único (como ocurre con Iglesias); esto supone condi­ciones especiales para su puesta en práctica: grupos reducidos de alumnos, lo que permite una atención más personalizada, y -en el caso de la escuela unitaria- un mismo maestro a cargo del grupo a lo largo de varios años. La reivindicación del lenguaje, el pensa­miento y la experiencia de los niños de clases populares, de sectores campesinos u obreros, tiene, en casi todas estas propuestas, un sen­tido político además de pedagógico: darles la palabra significa dar­les la oportunidad de expresarse, de hacerse oír, de hacerse entender y valorar su propia realidad y su cultura.
Al igual que otros pedagogos, Luis Iglesias une a su experiencia docente un conocimiento de las teorías pedagógicas de la época, lo que confiere a sus observaciones un interés que trasciende lo anec­dótico o lo descriptivo y supera los lugares comunes de cierto dis­curso modernista y libertario de moda por esos años. Iglesias se de­clara contrario al espontaneísmo tanto como al acartonamiento y al verbalismo escolar; su fascinación por la frescura con que los niños refieren sus experiencias no le impide estar atento al sentimentalis- ino y a los estereotipos del lenguaje adulto que se infiltran en las composiciones infantiles.
En la breve recorrida que haremos por las ideas de Luis Iglesias en relación con la expresión escrita y el modo de desarrollarla y tra­bajarla en la escuela, nos detendremos en algunos temas que permi­ten reflexionar sobre su vigencia en la actualidad.
Un primer punto a destacar es la importancia que se concede, en la obra de Iglesias y en la de otros pedagogos de la misma corriente, a la circulación y socialización de los textos de los niños, incluso fuera de la escuela. Para la pedagogía tradicional, el maestro es el único lector de los textos que los alumnos escriben y los lee siempre con la misma finalidad: corregir la redacción y la ortografía. Sin em­bargo, ya en las primeras décadas del siglo pasado, los divulgadores del método activo para la enseñanza de la composición, como José D. Forgione, aconsejaban que los textos de los chicos fueran leídos también por los pares, por aquellos que piensan y sienten como ellos y están en condiciones de juzgar o evaluar los escritos desde parámetros comunicativos más adecuados a las posibilidades e inte­reses de la edad. La novedad que introduce la pedagogía del texto libre, y que Iglesias adopta y adapta a su realidad, es la de promo­ver formas de ampliar ese circuito a toda la escuela, a otras escuelas e incluso a la comunidad. Este es el sentido de introducir la im­prenta, el mimeògrafo y el hectógrafo, y del trabajo con el periódi­co escolar, la correspondencia interescolar, el diario mural y otros géneros que las escuelas Freinet desarrollan y promueven. En el mo­mento de mayor auge y florecimiento de este movimiento, los textos producidos por los niños superan incluso las fronteras nacionales; a principios de la década de 1970, la cantidad de libros publicados en distintos países y traducidos a distintos idiomas que reseñaban ex­periencias e incluían antologías de textos libres era enorme. Luis Iglesias recurría con frecuencia a esas publicaciones, tanto en sus li­bros como en sus clases, como un material de consulta y de inspira­ción para su propia práctica y para la escritura de sus alumnos.
Un pilar de esta pedagogía, que comparte con Salotti, es la valo­ración de la vida cotidiana de los niños como fuente de sus escritos. Al igual que aquélla, Iglesias se opone a la enseñanza de la compo­sición de matriz retórica, a los temas abstractos y alejados de la comprensión de los niños y a la imposición de un modelo de lengua al que llama “escolar”, que no tiene inserción en la realidad de los alumnos y, por lo tanto, constituye un aprendizaje poco significati­vo o irrelevante. La escuela, para Iglesias como para Salotti, debe cultivar el habla del niño, enriquecer su expresión, pero evitando los amaneramientos y la solemnidad del lenguaje escolar, así como las “recetas para componer toda clase de temas, que son delineados en un largo enhebrar de frases hechas con las que se pretende disimular la ausencia de ideas”. Para evitar este ejercicio estéril, Iglesias -co­mo muchos otros, antes y al mismo tiempo que él- propone que los niños escriban sobre lo que conocen, sobre su ambiente y su vida personal, con los giros expresivos de su lengua cotidiana. En su apoyo, cita a José Martí: “Para escribir bien una cosa hay que saber de ella mucho”; a lo que él agrega: “Y de lo que los niños saben mucho es de lo que viven” (1973, pág. 184).
En la pedagogía de Iglesias, dibujo y escritura se potencian mu­tuamente. El dibujo tiene una función importante en la generación del texto escrito a través de la libre expresión. Iglesias recomienda que el niño comience dibujando, para luego ir introduciendo textos breves, a manera de epígrafes, al pie de las imágenes. “Porque mien­tras dibuja, tiene oportunidad de organizar y clarificar sus impresio­nes, recuerdos e ideas [...]. Comenzar por el dibujo puede ser así una buena manera de trazar un bosquejo previo, y de elaborar los argumentos con algún detalle; pero también es casi siempre la pues­ta en marcha de la capacidad de razonamiento, excitado por nume­rosos problemas que sucesivamente va planteando la construcción de una imagen gráfica” (1973, págs. 173-174). Iglesias parte de la observación de lo difícil que resulta a los niños componer un texto y atribuye esa dificultad a la falta de un plan que les permita orga­nizar las imágenes y los pensamientos que acuden a su mente en for­ma desordenada. El dibujo previo tendría, en este sentido, una fun­ción ordenadora, ligada a la planificación del texto escrito. El trabajo de generar las ideas o elaborar el contenido del texto (lo que para la retórica era la inventio) es, para Iglesias, un proceso central y sumamente complejo para los niños, por lo que recomienda al maestro que no interfiera con comentarios o exigencias “de segundo orden”, como los que atañen a la prolijidad en la presentación del texto o la claridad de la caligrafía: “Mientras el niño lucha por coordinar sus ideas, fijar sus pensamientos, expresar sus emociones, es imperdonable salirle al cruce con cuestiones de segundo orden. Porque primero importan los contenidos -nacidos de un complejo proceso interior- y sólo después las formas de presentación. Cuan­do el original está concluido, redactado, corregido y leído, entonces sí, llega el momento de la copia prolija, clara y hasta, si se quiere, exquisita [...]” (1979, pág. 219). Podríamos traducir las recomenda­ciones de Iglesias como una preocupación por el proceso de planifi­cación del texto, que demuestra una conciencia clara de la impor­tancia que éste tiene para la producción escrita y de la dificultad que representa para los escritores novatos. A su vez, Iglesias hace refe­rencia a las ventajas de trabajar con géneros o formatos conocidos por los chicos, cuya estructura les resulte familiar y les ayude a or­ganizar la información en el texto. Uno de esos géneros es el diario personal, al que caracteriza como una estructura previa que ayuda a componer el relato y las descripciones, dado que “el transcurso de un día es ya un itinerario objetivo y propone un ordenamiento de los hechos” (1973, pág. 175). Veamos un ejemplo que el propio Iglesias selecciona por su “deliciosa ingenuidad”:
DIARIO DEL JUEVES
Cuando venía de la escuela vi tres patos nadando, nadando y nadando.
Yo vi un caballo con cola larga.
Yo vi una perdiz. Y en un puente, vi un linyera.
Yo vi un tala en el camino.
Vi un cazador.
Vi un perro malo.
Vi un gorrión amarillo.
Vi un hombre arando.
El diario se termina.
FIN.
Domingo Gabrielli, 8 años, 1 ° superior
Algo semejante ocurre con la carta. Se trata de géneros accesi­bles a los niños, que no los fuerzan a buscar modelos externos y a adecuar su lenguaje y su pensamiento a esos modelos. Al respecto, refiriéndose al periódico escolar, Iglesias advierte sobre la inconve­niencia didáctica de promover la imitación o la copia del periodis­mo adulto; el periódico escolar debe ser pensado y diseñado por los niños según sus necesidades, las de su comunidad infantil, por pe­queña que sea: “Quien lo lea, a la distancia, tiene que encontrar desde la primera ojeada, la fisonomía biogeográfica propia del lugar de origen, dibujada y animada por lo que allí se describe, relata, in­forma, por la gente que se nombra, por la flora y la fauna que aso­man en sus páginas y aun por los giros del lenguaje que aparecen aquí y allá” (1979, pág. 251).
Por último, nos detendremos en los aportes que la pedagogía de la libre expresión -y, en particular, la de Luis Iglesias- han hecho en relación con el problema de la revisión y la corrección de los textos. Coherente, en este aspecto, con una tradición de las pedagogías de la composición, Iglesias propone subordinar la reflexión gramatical a los propósitos de la expresión. El lugar para los aprendizajes gra­maticales es, por lo tanto, el momento de revisión o “puesta a pun­to” de los textos, que se realiza en clase. Allí, se pone en juego una “gramática vivencial”, simplificada y cercana al sentido común, en la que “el sustantivo no es el nombre de un objeto indefinido, de fi­sonomía general, sino que nombra el árbol, la casa o el perro que todos los presentes conocen [...]” (1973, pág. 178). Esta gramática viva actúa a partir de la lectura de los textos escritos por los niños, en respuesta a dudas y necesidades vinculadas a la corrección o con el aprendizaje de las estructuras del lenguaje que resultan apropia­das o que sorprenden por algún motivo. Pero la corrección de los textos no busca ajustarlos a una norma neutra, sino respetar sus particularidades y resolver aquellos problemas que afecten la com­prensión. Iglesias insiste en que las correcciones sean pocas y respe­tuosas de los textos de los niños. Un lugar especial le dedica a la or­tografía, que sí considera imprescindible corregir. En este caso, propone enmendar los errores en el texto y copiar las palabras en dos o tres renglones en las páginas finales de los cuadernos donde se plasman las expresiones libres. De esta manera, los niños llevan un registro de errores personales que serán trabajados por medio de ejercitaciones y comprobaciones periódicas.
A través de la expresión libre de los niños, la pedagogía de Luis Iglesias alienta una relación más fluida con la escritura, objetivo na­da desdeñable tratándose de niños provenientes, en su mayoría, de hogares no lectores o poco familiarizados con la lectura y con la producción de textos escritos. Por otra parte, en el discurso de Igle­sias, la libertad expresiva aparece, a menudo, asociada a la creativi­dad (el título de su libro Pedagogía creadora lo ilustra). Esta con­cepción de creatividad será revisada en los años siguientes a la luz de aportes de la psicología y de la experimentación estética, que opondrán a esa matriz romántica una versión que hace de las res­tricciones y los límites el motor de la creación.
PROPUESTAS DE LAS DOS ÚLTIMAS DÉCADAS 1. La imaginación al poder
Para la antigua retórica, la inventio era la etapa de búsqueda y hallazgo de los argumentos o pruebas más adecuados a la causa que se defendía y al auditorio al que se dirigía el discurso. El término te­nía, por lo tanto, un significado cercano al de descubrimiento y, des­de este punto de vista, compartiría con la idea actual de invención ese matiz de “iluminación” que rodea a los procesos heurísticos. No obstante, la habilidad o inteligencia del orador consistía en evaluar correctamente el problema que enfrentaba, sopesando todos sus as­pectos, y en saber seleccionar criteriosamente los argumentos más adecuados dentro de un repertorio o inventario de “lugares” (topoi) transitados previamente con éxito. Poco había de original en la in­ventio retórica, entre otras cosas porque, para una cultura todavía apegada a la oralidad, como la griega, el valor de la innovación era relativo comparado con el de la tradición y la memoria, encargada de conservar la herencia cultural.
La valoración de lo original, lo nuevo, lo diferente, frente a la re­petición, la tradición, la autoridad, está en la raíz del rechazo a la retórica que inicia el romanticismo y de la defensa de la libertad ex­presiva que preside algunas de las innovaciones de la “escuela nue­va”. Para la misma época, la creatividad y la imaginación aparece­rán como ingredientes a tomar en cuenta en el trabajo del aula. Se trata de una aparición tímida y difusa en un principio, pero poco a poco irán convocando la atención en distintas propuestas destinadas a desarrollar la escritura de los niños.
En este trayecto, la palabra “invención” irá adquiriendo un nue­vo significado, vinculado a la creatividad. Al respecto, investigacio­nes en el campo de la psicología que se dedican al tema definen la creatividad como la capacidad de ver las cosas de una forma nueva y no convencional, y la vinculan a la habilidad solucionadora de problemas. Los investigadores proponen distintas capacidades crea­tivas como explicación de la inventiva humana: la fluidez o flexibi­lidad en la generación de las ideas y en las estrategias para concre­tarlas; la capacidad de cambiar de punto de vista o perspectiva para evaluar un problema; la posibilidad de generar soluciones alternati­vas; la posiblidad de cambiar de estrategia sobre la marcha si la que se está aplicando no resulta efectiva; la habilidad para recuperar in­formación remotamente asociada con el problema que se intenta re­solver, a diferencia del pensamiento convencional, que descansa en las asociaciones inmediatas reforzadas por la vida cotidiana (Nic­kerson, 1987).
La invención aplicada a la producción de textos escritos a partir de consignas constituyó el objeto de los primeros talleres de escritu­ra, que empezaron a funcionar en nuestro país a fines de la década de 1970.
Podríamos definir el taller de escritura como una modalidad en la que se privilegia la producción y en la que los textos producidos son leídos y comentados por todos. La modalidad de taller no está circunscripta a una metodología en particular ni a la práctica con un tipo de discurso; no obstante, se lo suele asociar con la escritura literaria, quizá porque los primeros talleres -con ese nombre- fue­ron “literarios”. Pero más allá de cuáles sean los géneros con los que se trabaje (literarios o no), la invención y la experimentación tienen un lugar central en un taller de escritura. Las consignas del taller plantean una exigencia de descentramiento, de salirse del lu­gar habitual para adoptar otro punto de vista, una mirada más o menos extrañada sobre el mundo y sobre el lenguaje. En esta sus­pensión de las leyes que rigen la cotidianidad, el trabajo de taller se asemeja al juego.
Una de las claves del taller de escritura es la correcta formula­ción de las consignas.
A veces, la consigna parece lindar con el juego; en otras ocasiones,
con un problema matemático. Pero cualquiera sea la ecuación, siempre
la consigna tiene algo de valla y algo de trampolín, algo de punto de partida y algo de llegada (Grafein, 1981, pág. 13).
Como punto de partida, la consigna conjura el temor a la página en blanco, que es un factor importante de inhibición: si no hay un tema, un procedimiento, un tipo de texto al que circunscribirse, las opciones se multiplican hasta el infinito, y el efecto suele ser paradó­jico: bloqueo de las ideas, silencio, imposibilidad de escribir. La con­signa ciñe las opciones: puede proponer la generación de un texto nuevo o la transformación de uno ya existente, puede pautar las operaciones a realizar o simplemente fijar algunas características del texto resultante. Pero siempre tiene algo de llegada, y por eso es también el enunciado de un contrato que debe guiar la escritura y la lectura de los textos. La consigna o propuesta de escritura tiene, por lo tanto, un lugar central en el taller, ya que será la encargada de evocar, en el tallerista, los conocimientos necesarios para resolver el problema que se le plantea. Esta función de la consigna es decisiva, sobre todo teniendo en cuenta que la escritura en el taller no parte de modelos ni de ninguna enseñanza previa que sea necesario apli­car. “En general este silencio previo a la propuesta implica un gesto de confianza que intenta movilizar al máximo los recursos y el co­nocimiento literario que cada uno tiene. Implica también que no existe un único modo aceptable de cumplirla” (Pampillo, 1982, pág. 13).
El cotejo de los resultados y la evidencia de la diversidad de reso­luciones que son posibles para una misma consigna constituyen una parte importante del aprendizaje que el taller de escritura promueve.
Una fuente de la que se nutren los talleres de escritura y de la que extraen buena parte de sus consignas son las experiencias de los surrealistas y del grupo francés OuLiPo. Los surrealistas se propu­sieron rescatar la imaginación de todo lo que la reprimía, y muy es­pecialmente, de la racionalidad; para el surrealismo, creatividad se oponía a razón. Por eso exploraron las posibilidades del azar y de los procesos automáticos como generadores de imágenes y de aso­ciaciones no convencionales:
Pidan que les traigan con qué escribir, tras haberse instalado en un lugar que sea lo más favorable posible para la concentración del espíri­tu sobre sí mismo. Entren en el estado más pasivo o receptivo que pue­dan. Prescindan de su genio, de su talento y del genio y del talento de los demás. Digan hasta empaparse que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes. Escriban rápido, sin tema pre­concebido, escriban lo suficientemente rápido para no tener que frenar­se y no tener la tentación de leer lo escrito. La primera frase se les ocu­rrirá por sí misma, ya que cada segundo que pasa hay una frase que desea salir (André Breton, 1924, citado por Setton, 1990).
Con el mismo objetivo, los surrealistas experimentaron formas de escritura colectiva. Sus estrategias de creación promueven expe­riencias movilizadoras, que apartan del lugar común y las asociacio­nes fijadas por la costumbre.
También el grupo OuLiPo, fundado por el escritor Raymond Queneau y el matemático François Le Lionnais en 1960, se propo­nía investigar el proceso de creación literaria a través de la experi­mentación; pero si el propósito de los surrealistas era eliminar cual­quier barrera (racional, cultural) para liberar la mente en el proceso de creación, OuLiPo hace de la restricción el mecanismo básico de la invención. A partir de la idea de que “el que escribe una tragedia siguiendo un cierto número de reglas que conoce es más libre que el poeta que escribe lo que le pasa por la mente y es esclavo de otras reglas que desconoce”, OuLiPo experimenta los límites de la restric­ción a través de una serie de consignas que son lúdicas por el carác­ter maquinal y arbitrario del procedimiento que ponen en juego: es­cribir un texto introduciendo en un orden preciso palabras de una lista elaborada de antemano; intercambiar en un texto las termina­ciones de sustantivos y verbos o de los sustantivos entre sí (procedi­miento que utiliza Vicente Huidobro en “Altazor”: “Al horintaña de la montazonte/La violondrina y el goloncelo [...]”); reemplazar las palabras de un texto por sus definiciones de diccionario; escribir un texto evitando usar una letra determinada, etcétera.
En la sustentación teórica del taller de escritura tuvieron inciden­cia, también, las redefiniciones de términos como “texto”, “lectura” y “escritura” que habían llevado a cabo en la década anterior algu­nas corrientes del postestructuralismo. Así, en Teoría y práctica de un taller de escritura (Grafein, 1981: 73), se afirma:
El lector participa del texto en el momento en que el texto se produ-
ce. Esto no significa que asista al proceso de una presunta génesis ante­rior. Repitámoslo una vez más: el texto no es un objeto (libro, obra), es objeto en relación con el sujeto de una práctica. No existe fuera de ella. No conoce el reposo, la tranquila certeza de la inmovilidad. Un libro no leído no es texto, como no lo es un libro ya leído. Es texto en tanto y en cuanto se lee-escribe, en tanto y en cuanto nunca deja de hacerse.
Leer y escribir son prácticas significantes equivalentes en correlación con el texto. Ambas se constituyen en ese espacio, siendo -por otra par­te- la condición necesaria de la configuración del mismo [...].
Desde esta perspectiva teórica, el taller se postula como el espa­cio en el que esas prácticas significantes se ponen en escena. El taller es también una ocasión para investigarlas.
En la década de 1980 se publican distintas propuestas de taller destinadas a la escuela. La primera de ellas, El taller de escritura, de Gloria Pampillo (1982), combina una adaptación de técnicas surrea­listas y oulipianas con consignas inspiradas en la Gramática de la fantasía de Gianni Rodari, quien ideó y puso en práctica un método para despertar la imaginación de los niños y encauzarla hacia la construcción de relatos y poesías. Rodari era maestro y escritor, por lo que sumaba a su experiencia en el aula una aguda reflexión sobre el propio proceso creativo, sobre el modo como él creaba sus histo­rias. Docente y escritora también, además de conocedora de la lite­ratura infantil de la época, Gloria Pampillo logra hacer de su libro un producto original y consistente: la selección de los textos, los te­mas y las consignas es adecuada para niños de escuela primaria y la propuesta provoca, tanto en los alumnos como en los docentes que tuvieron contacto con ella en esos años, un efecto de sorpresa y en­tusiasmo. No se trataba de un método para enseñar lengua, ni de un método para enseñar a redactar. Pampillo propone crear un espacio para la producción literaria en la escuela a'través de un sistema de trabajo que se articula en cinco momentos: formulación de la pro­puesta o consigna; escritura; lectura de los textos; comentario; eva­luación del trabajo. El libro, que recoge una experiencia y las refle­xiones que la acompañaron, está destinado a docentes y concede un lugar muy importante a la teoría literaria:
Por ello estas páginas, cuyo primer objetivo es dar a conocer un mé­todo de trabajo que ha demostrado ser productivo, tienen como propósito inseparable relacionar ese sistema con aquellos principios de la teo­ría literaria que lo han hecho posible.
Hay aun otra razón para este énfasis en el aspecto teórico, y es el he­cho de que un sistema de trabajo, por más libre y enriquecedor que fue­ra en sus inicios, puede empobrecerse y mecanizarse si desconoce o no alimenta su práctica con una paralela relexión teórica, que le permita comprender los nuevos frutos que en el curso de la propia tarea va ob­teniendo (Pampillo, 1982, págs. 7-8).
La segunda mitad de la década de 1980, en nuestro país, estuvo marcada por la vuelta a la democracia y, en el terreno que nos ocu­pa, el de la enseñanza de la lengua y de la escritura, por el descrédito de la gramática estructural, que había monopolizado la asignatura durante años, el desembarco de la literatura infantil en las escuelas y una preocupación creciente por mejorar la relación de los niños y adolescentes con el lenguaje, en particular con el escrito. Este pano­rama configuró un terreno propicio para que las propuestas de taller de escritura entraran en la escuela, a veces en forma de espacios ex- tracurriculares, otras integrándose más o menos sistemáticamente en el dictado de la materia. Sin embargo, el romance duró poco, en par­te porque para llevar adelante un taller de escritura hacían falta do­centes capacitados en esa metodología de trabajo, y eran muy pocos los que lo estaban; en parte, porque la idea de un espacio donde no se corrige ni se califica no es fácilmente compatible con la escuela. No obstante, aunque breve, la experiencia dejó sus huellas. En la dé­cada de 1990, la mayoría de los manuales y libros de texto para el área incluyen consignas de taller de escritura entre sus actividades.
2. El regreso de la retórica
En 1986, desde las páginas de la revista Pratiques, Michel Cha- rolles pasaba revista a lo que él consideraba las razones del fracaso de la enseñanza de la escritura en las escuelas francesas. Entre esas razones, menciona la artificialidad de las situaciones escolares de es­critura. Las situaciones escolares de escritura son artificiales, para Charolles, porque el destinatario de los textos que se escriben es siempre el mismo -el docente-, que los lee siempre con el mismo propósito; porque las propuestas son, por lo general, temáticas, y los temas sobre los que se propone escribir no suelen ser interesan­tes ni cercanos a los intereses de los alumnos; porque no se propo­nen situaciones de escritura diversas, que exijan investigar las carac­terísticas de distintos géneros o clases de textos.
Otra de las razones del fracaso de la enseñanza de la escritura que menciona Charolles son las representaciones de la escritura más generalizadas entre alumnos y docentes. La escritura, en esas repre­sentaciones, aparece asociada a un don que sólo algunos poseen; ese don es una especie de talento que no se adquiere ni se desarrolla a fuerza de trabajo. Esta representación, de raíz romántica, actuaría de manera inhibitoria respecto del aprendizaje.
En el mismo artículo, Charolles repasa algunas de las estrategias que, a lo largo de esos años, se pusieron en práctica en Francia para contrarrestar las razones del fracaso. Entre otras, hace referencia al trabajo con manuscritos y borradores de obras consagradas, donde se puede apreciar, con las herramientas de la crítica genética, el pro­ceso de composición de los textos y mostrar a los alumnos el traba­jo que hay detrás de ellos. Menciona también los encuentros con es­critores o las visitas de los escritores a las escuelas, en las que los niños o adolescentes pueden dialogar con ellos y hacerles preguntas referidas al trabajo de producción. En este caso, lo mismo que en el anterior, se trata de actividades tendientes a desmitificar la produc­ción literaria y modificar representaciones inhibitorias u obstaculi- zadoras para el desarrollo de habilidades de escritura.
En cuanto a la artificialidad de las situaciones escolares de com­posición, es quizá el aspecto sobre el que se ha centrado más la di­dáctica específica en los últimos diez años por lo menos. En el inten­to de revertir esa artificialidad y conferir al trabajo de escritura en la escuela un sentido que lo transforme en un aprendizaje valioso y útil para la vida, han sido pilares importantes la caracterización de tipos y clases textuales, así como la de géneros discursivos (véase el artícu­lo de Marina Cortés), y los aportes de los enfoques cognitivos del proceso de composición. Con este doble fundamento teórico se han elaborado propuestas para trabajar la producción de textos escritos en la escuela. Entre ellas, las más extendidas son las que proponen trabajar la escritura en el marco de proyectos que se organizan en torno a determinados géneros discursivos o clases de textos e impli­can la realización de una serie de tareas vinculadas a esos géneros. La resolución de esas tareas pone en juego conocimientos lingüísti- eos y discursivos cuyo aprendizaje se promueve desde la práctica y, en algunos casos, a través de actividades complementarias de aplica­ción y sistematización.
La mayoría de las propuestas para la enseñanza de la composi­ción de los últimos años parten, además, de una concepción cons- tructivista del aprendizaje, que sostiene que el conocimiento está guardado en la mente en forma de esquemas que se activan durante el aprendizaje; el nuevo conocimiento amplía y reestructura el ya existente. Para que haya aprendizaje, es necesario, por lo tanto, que existan esquemas previos con los que relacionar lo nuevo y que el aprendiz pueda actualizarlos o recuperarlos de la memoria. De aquí la importancia que reviste en los nuevos enfoques de enseñanza de la escritura el trabajo con clases y tipos de textos diversos y la inte- rrelación de escritura y lectura. Dado el lugar central que ocupan, en estos modelos de inspiración psicolingüística, los conocimientos lingüísticos y textuales del escritor, que se activan durante el proce­so de composición, es fundamental el contacto previo que los niños hayan tenido con la clase de texto cuya producción se demanda y las estrategias que el docente ponga en juego para recuperar y hacer conscientes los saberes adquiridos a través de ese contacto. Tam­bién es importante la sistematización que se lleve a cabo de lo aprendido durante la tarea de composición y la elaboración de cri­terios a los que los niños puedan recurrir como guía en su produc­ción futura, y el docente pueda hacerlo en la etapa de corrección y evaluación de los escritos. Se apunta, a través de estas actividades, a que los alumnos acrecienten gradualmente el control sobre sus propios procesos de composición de manera de poder usarlos cons­cientemente en situaciones nuevas.
Los modelos cognitivos del proceso de composición coinciden en identificar tres operaciones básicas que interactúan: la planificación, la textualización y la revisión. En la instancia de planificación, el escritor construye una representación del texto que va a escribir a partir de la evaluación que hace del problema que se le plantea. El problema incluye distintos aspectos a considerar, desde las caracte­rísticas del destinatario del texto hasta la elección del género o la clase de texto más adecuado a los fines que persigue. De la correcta evaluación o definición del problema, dependerá en gran medida la eficacia del texto que produzca. Las semejanzas entre el proceso de planificación y las operaciones de invención y disposición tal como fueron definidas por la retórica son evidentes: se trata de encontrar qué decir y cómo hacerlo de la mejor manera posible para lograr cumplir los propósitos en una situación concreta. Esas semejanzas 'llevaron a caracterizar a esta línea de investigación sobre el proceso de escritura como una “retórica cognitiva”.
En cuanto al proceso de textualización, consiste básicamente en la linealización del texto, es decir, su redacción, atendiendo a las res­tricciones de la gramática oracional y textual, a la normativa orto­gráfica y a los parámetros discursivos y semánticos que rigen la se­lección del léxico o vocabulario. En esta instancia, lo planificado se materializa o pone en palabras, razón por la cual se la denomina también “traducción” o redacción. Se trata de un proceso suma­mente demandante por la cantidad de aspectos distintos a los que el escritor debe prestar atención. Los escritores maduros o expertos re­ducen esa exigencia intensificando el proceso de planificación, cosa que no ocurre con los escritores novatos, que raramente planifican. Otra diferencia decisiva entre expertos y novatos es que aquéllos no necesitan prestar tanta atención a la ortografía o a la sintaxis y ma­nejan un vocabulario más amplio, lo que facilita las elecciones; de esta manera, pueden concentrarse en los aspectos semánticos y retó­ricos de la composición. No obstante, la dificultad de la tarea, tan­to para éstos como para los novatos, dependerá en gran medida de la experiencia previa que hayan tenido en producir textos de esa cla­se y del conocimiento que tengan sobre el tema. Existen, sin embar­go, diferencias entre expertos y novatos que no se reducen al cono­cimiento previo almacenado.
Algunas investigaciones explican la diferencia entre el modo en que componen los escritores maduros y el modo en el que lo hacen los inmaduros como una diferencia en-el tratamiento de la informa­ción o del conocimiento que se lleva a cabo durante el proceso y en la capacidad de construir una representación retórica de la tarea. Scardamalia y Bereiter (1992) sostienen que los escritores maduros transforman su conocimiento a partir de esa representación. La ca­pacidad de definir la tarea como un problema retórico permite a los escritores expertos construir enunciadores diversos y adecuarse a diferentes lectores o auditorios, así como reformular sus textos y producir versiones distintas en función de la situación. Según Scar- damalia y Bereiter, la conciencia de las restricciones situacionales y discursivas mueve al escritor maduro a volver una y otra vez sobre el conocimiento almacenado en su memoria en relación con el tema del texto, en busca de nuevas informaciones que amplíen o especifi­quen su enunciado, en busca de ejemplos, definiciones, etc. En este proceso de reformulación, aprende o descubre nuevas asociaciones entre conocimientos que estaban archivados en su memoria, genera ideas nuevas. Se trata, por lo tanto, de un proceso de descubrimien­to desencadenado por la representación retórica de la tarea de es­critura y por la misma actividad de escribir. Por eso, cuando el tex­to está terminado, el escritor siente que sabe más que antes de empezarlo. La reformulación del propio texto para ajustarlo al gé­nero y a la situación repercute, así, sobre el contenido, cuyo cono­cimiento se transforma. No ocurre lo mismo con los escritores in­maduros. Según Scardamalia y Bereiter, los escritores inmaduros no tienen una representación retórica de la tarea de escritura, es decir, escribir no constituye para ellos un problema retórico; la adecua­ción al género y al destinatario no está dentro de sus preocupacio­nes. Por esa razón, se limitan a decir lo que saben por escrito, repi­ten el conocimiento que tienen archivado en la memoria en relación con el tema, y lo hacen en las formas conocidas o familiares. Para estos escritores, entonces, escribir es “decir el conocimiento”, decir lo que ya se sabe. En esta breve descripción de las diferencias entre la composición madura e inmadura, el proceso de revisión es clave. La relectura del texto que se está produciendo con la finalidad de ajustarlo a la representación del problema retórico o de evaluar su adecuación es lo que permite a los escritores maduros corregir o re- formular sus escritos. Los escritores inmaduros, por lo general, no releen ni corrigen sus textos por propia decisión, y si lo hacen, se li­mitan a aspectos de la superficie: reparar errores ortográficos o de normativa gramatical. En cambio, para los escritores expertos, el proceso de revisión, que involucra operaciones de sustitución, am­pliación o expansión, reducción y movimiento de elementos en el texto (recolocación), es la clave de la escritura: escribir es reescribir.
El interés creciente que se observa desde hace varios años por in­vestigar lo que pasa por la mente de un escritor cuando compone un texto, cuáles son los procesos mentales que pone en juego al escribir, está relacionado con la preocupación por enseñar a escribir a niños y adolescentes. Un supuesto en el que se basan la mayoría de las in­vestigaciones cognitivas sobre el proceso de escritura de los escrito­res expertos es que los resultados que se obtengan pueden ayudar a comprender las dificultades que enfrentan los escritores inexpertos y a diseñar estrategias didácticas para superarlas. Hoy se sabe que pa­ra que esto ocurra es necesaria una práctica de escritura sostenida, que enfrente a los alumnos a tareas de complejidad creciente, en las que escribir sea un desafío que obligue a pensar y a establecer rela­ciones entre conocimientos, a experimentar con distintas alternati­vas de resolución y a volver sobre sus textos para reformularlos con objetivos diversos.
En esta búsqueda se encuentran comprometidas, actualmente, las distintas líneas de la llamada “pedagogía de proyectos” aplicada a la composición o la producción de textos. Josette Jolibert (1991), una de sus más conocidas representantes, puntualiza las característi­cas de un “proyecto” en los siguientes términos: el niño conoce los objetivos de la tarea que se le propone; aprende a planificar el texto que va a escribir; produce un texto que se ajusta a las características de un tipo textual que identifica desde el comienzo; se compromete personalmente en la tarea de escritura. Jolibert divide los proyectos de escritura que propone para la escuela en tres grupos: a) proyectos de vida cotidiana, que se basan en estructuras que permiten a los ni­ños hacerse cargo de la organización colectiva de la clase: informes de reuniones, listas de responsabilidades, planes de trabajo, etc.; b) proyectos-empresa, que comprenden actividades complejas nuclea- das alrededor de un objetivo preciso y de cierta amplitud: realizar una encuesta, organizar una kermese, una exposición, una recopila­ción de cuentos, etc. Se trata de proyectos que buscan desescolarizar la producción escrita de los niños, crear una “necesidad real” de es­cribir, y c) proyectos competencias-conocimientos, que apuntan a la reflexión y sistematización conjunta de los aprendizajes. Se trata de la elaboración de instrumentos a través de los cuales el docente po­ne al alcance de los niños los contenidos que se desarrollan, sintetiza lo trabajado y permite que aquéllos evalúen sus aprendizajes.
En sus distintas variantes, la pedagogía de la escritura a través de proyectos parte del supuesto de que la escuela debe ser un espacio abierto a prácticas y discursos diversos y que los niños deben expe­rimentar esa diversidad a través de tareas de escritura que involu- eren distintas habilidades y estrategias. La idea de “proyecto” con­fiere una unidad, una dirección y un sentido a las actividades que se proponen y que tienen como objetivo final el aprendizaje o el desa­rrollo de una competencia.
A MANERA DE CIERRE
Como se puede apreciar en este breve recorrido, las propuestas para enseñar composición o escritura en la escuela parecen haber se­guido un movimiento de alejamiento progresivo de la retórica a me­dida que nos adentramos en el siglo XX, para volver a aproximarse a ella hacia finales de ese siglo y comienzos del presente. Este retor­no, no obstante, se hace recuperando la perspectiva discursiva que caracterizó a esta tejné o arte en sus orígenes y que las adaptaciones escolares de principios del siglo pasado en general no contempla­ban. Esto significa que la consideración de la situación o contexto de uso del discurso, así como de las características de los géneros o clases de textos a través de los cuales se realiza la comunicación en la sociedad, de su estructura y sus funciones, ocupa un lugar central en los nuevos enfoques de la composición y de su enseñanza.
Por su parte, en las dos últimas décadas, a raíz del impacto que han tenido las numerosas investigaciones que sobre escritura se vie­nen llevando a cabo en el campo de las ciencias sociales, de la lin­güística y de la psicología, se observa una preocupación creciente por deslindar los aspectos específicos del lenguaje escrito de los que corresponden al lenguaje oral. En el terreno de la enseñanza, la atención a esa diferencia, que aparecía débilmente expresada en las reflexiones de Luis Iglesias, se hace particularmente presente en las décadas de 1980 y 1990. No obstante, es posible apreciar, en los úl­timos años, una tendencia, todavía incipiente, a reconsiderar las vin­culaciones entre escritura y oralidad, y los modos en que se comple­mentan y potencian mutuamente en el marco de las tareas de composición. Particularmente en el contexto escolar, la importancia del trabajo grupal y del intercambio oral entre pares y con el docen­te mientras se produce un texto es, en este momento, un aspecto so­bre el que se está centrando la investigación específica.
Por su parte, la influencia de la lingüística del texto se ha hecho sentir fuertemente en el terreno de la enseñanza de la escritura. La importancia que hoy se concede a la planificación del texto y a la organización de la información que éste brinda en una estructura coherente ha desplazado del centro de atención los problemas rela­cionados con la redacción, que habían acaparado la escena hasta la década de 1970 por lo menos. Coincidentemente con el desprestigio que sufrió la enseñanza de la gramática, y especialmente de la sinta­xis, las cuestiones relativas a la normativa gramatical aplicada a la redacción también entraron en un cono de sombra.
Por último, si bien se mantiene, en líneas generales, una postura de rechazo más o menos explícito a la enseñanza basada en mode­los, heredada de las corrientes románticas y de la pedagogía más progresista, no obstante se tiende a promover la conformación de modelos mentales de los textos, a partir de la lectura, el análisis y la sistematización de características propias de los distintos tipos y cla­ses textuales. En este sentido, la influencia de la psicología cognitiva y su concepción de la memoria y de su funcionamiento en los proce­sos de comprensión y producción de textos ha sido decisiva. La en­señanza tendería, por lo tanto, no ya a imponer modelos a imitar o copiar, sino a promover la construcción de esos modelos por parte de los aprendices y a desarrollar estrategias para acceder a ellos y utilizarlos cuando se los necesita.
Quizá la ausencia más significativa en los enfoques para la ense­ñanza de la escritura de los últimos años sea la experimentación con la lengua, bajo la forma del juego, la poesía, el disparate o el humor. Como se verá en el artículo dedicado a las relaciones entre gramáti­ca y escuela, el predominio de un enfoque comunicativo en la ense­ñanza de la lengua ha subordinado la reflexión gramatical a las prácticas de comprensión y producción de textos con distintas fun­ciones. La preocupación por trabajar con una diversidad de clases textuales y por promover un desempeño competente en distintas si­tuaciones comunicativas, ha eclipsado el valor que tiene el conoci­miento de los niveles inferiores al texto: la oración, la frase, la pala­bra. Ese conocimiento, que se obtiene de la manipulación reflexiva de las distintas unidades de la lengua, la experimentación y la trans­gresión de sus convenciones, hace a los usuarios más seguros y más libres, a la vez que tiende un puente hacia la literatura, promoviendo lectores más suspicaces y potenciales escritores; su ausencia, como contrapartida, encierra la amenaza de erigir la eficacia comunicativa en el único objetivo de la producción escrita y de su enseñanza. En este sentido, la literatura y la gramática aportan herramientas im­prescindibles para proponer prácticas de escritura que propicien el pensamiento crítico, la invención, el conocimiento de la lengua, sus límites y sus posibilidades, además de la eficacia en la comunicación.
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