«… el Hada Morgana no se casó, sino que fundó una escuela en un convento y fue una gran maestra de magia.»
THOMAS MALORY, Morte d'Arthur
Habla Morgana
En mi vida me han
llamado de muchas maneras: hermana, amante, sacerdotisa, hechicera, reina.
Ahora, ciertamente, soy hechicera, y acaso haya llegado el momento de que estas
cosas se conozcan. Pero, a decir verdad, creo que serán los cristianos quienes
digan la última palabra, pues el mundo de las hadas se aleja sin pausa del
mundo en el que impera Cristo. No tengo nada contra Él, sino contra sus
sacerdotes, que ven un demonio en la Gran Diosa y niegan que alguna vez tuviera
poder en este mundo. A lo sumo, dicen que su poder procede de Satanás. O bien
la visten con la túnica azul de la señora de Nazaret (que también, a su modo,
tenía poder) y dicen que siempre fue virgen. Pero ¿qué puede saber una virgen
de los pesares y tribulaciones de la humanidad?
Y ahora que el mundo ha cambiado, ahora que Arturo (mi
hermano, mi amante, el rey que fue y el rey que será) yace muerto (dormido,
dice la gente) en la sagrada isla de Avalón, es necesario contar la historia
tal como era antes de que llegaran los sacerdotes del Cristo Blanco y lo
ocultaran todo con sus santos y sus leyendas.
Pues, como digo, el mundo ha cambiado. Hubo un tiempo
en que un viajero, si tenía voluntad y conocía algunos secretos, podía
adentrarse con su barca por el mar del Estío y llegar, no al Glastonbury de los
monjes, sino a la sagrada isla de Avalón, pues en aquellos tiempos las puertas
entre los mundos se difuminaban entre las brumas y estaban abiertas, según el
viajero pensara y deseara. Y éste es el gran secreto, que era conocido por
todos los hombres instruidos de nuestros días: el pensamiento del hombre crea
un mundo nuevo a su alrededor, día a día.
Y ahora los sacerdotes, pensando que esto atenta
contra el poder de su Dios, que creó el mundo inmutable de una vez para
siempre, han cerrado esas puertas (que nunca fueron tales, salvo en la mente de
los hombres), y los senderos llevan sólo a la isla de los Sacerdotes, que ellos
salvaguardan con el tañido de las campanas de sus iglesias, ahuyentando toda
idea de que otro mundo se extienda en la oscuridad.
E incluso dicen que ese mundo, si en verdad existe, es
propiedad de Satanás y la entrada del Infierno, si no el Infierno mismo.
No sé qué puede o no puede haber creado su Dios. Pese
a las leyendas que se cuentan, nunca supe mucho de sus sacerdotes ni vestí el
negro de sus monjas esclavizadas. Si los cortesanos de Arturo, en Camelot,
quisieron verme de ese modo (puesto que siempre usé la túnica oscura de la Gran
Madre en su función de hechicera), no los saqué de su error. En verdad, hacia
el final del reinado de Arturo, hacerlo habría sido peligroso, y yo inclinaba
la cabeza ante la conveniencia, algo que no habría hecho nunca mi gran maestra:
Viviana, la Dama del Lago, en otros tiempos la mejor amiga de Arturo,
exceptuándome a mí, y más tarde su más tenebrosa enemiga… también exceptuándome
a mí.
Pero la lucha ha terminado; cuando Arturo agonizaba
pude tratarlo, no como a mi enemigo y el de mi Diosa, sino como a mi hermano,
como a un moribundo que necesitaba el socorro de la Madre, a la que todos los
hombres acaban por acudir. También los sacerdotes lo saben, pues su siempre
virgen, María, vestida de azul, se convierte a la hora de la muerte en la Madre
del mundo.
Así, Arturo yacía por fin con la cabeza en mi regazo,
sin ver en mí a la hermana, a la amante o a la enemiga, sino sólo a la
hechicera, la sacerdotisa, la Dama del Lago. Y así descansaba en el seno de la
Gran Madre, del que salió al nacer y al que tenía que volver al final, como
todos los hombres. Y mientras yo conducía la barca que lo llevaba, no ya a la isla
de los Sacerdotes, sino a la verdadera isla Sagrada que está en el mundo de las
tinieblas, más allá del nuestro, tal vez se arrepintió de la enemistad que se
había interpuesto entre nosotros.
En esta narración hablaré de sucesos acontecidos
cuando yo era demasiado niña para comprenderlos, y de otros que sucedieron
cuando yo no estaba presente. Y tal vez mi oyente se distraerá pensando: «He
aquí su magia.» Pero siempre he tenido el don de la videncia y el de ver dentro
de la mente humana, y en todo este tiempo he estado cerca de hombres y mujeres.
Por eso a veces sabía, de un modo u otro, todo lo que pensaban. Y así contaré
esta leyenda.
Pues un día los sacerdotes también la contarán, tal
como la conocieron. Quizás, entre una y otra versión, se pueda ver algún
destello de la verdad.
Porque esto es lo que los sacerdotes no saben, con su
único Dios y su única Verdad: que no hay leyenda veraz. La verdad tiene muchos
rostros. Es como el antiguo camino hacia Avalón: de la voluntad de cada cual y
de sus pensamientos depende el rumbo que tome y que al final se encuentre en la
sagrada isla de la Eternidad o entre los sacerdotes, con sus campanas, su
muerte, su Satanás, el infierno y la condenación… Pero tal vez soy injusta con
ellos. Incluso la Dama del Lago, que detestaba las vestiduras sacerdotales
tanto como a las serpientes venenosas (y con sobrados motivos), me censuró
cierta vez por hablar mal de su Dios.
«Porque todos los dioses son un solo Dios —me dijo,
como había dicho muchas otras veces, como yo he repetido a mis novicias, como
lo dirán todas las sacerdotisas que me sucedan—, y todas las diosas son una
sola Diosa, y sólo hay un Iniciador. A cada hombre su verdad y el Dios que hay
en su interior.»
Así, tal vez, la verdad flote entre el camino de
Glastonbury, isla de los Sacerdotes, y el camino de Avalón, para siempre
perdido en las brumas del mar del Estío.
Pero ésta es mi verdad; yo, Morgana, os la cuento.
Morgana, la que en épocas más actuales se llamó Hada Morgana.
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