A la luz de las casta luna electrónica, Por Angelica Gorodischer


Ayer estuve con Trafalgar Medrano. No es fácil encontrárselo. Siempre anda de aquí para allá en esos negocios suyos de exportación e importación. Pero de vez en cuando anda de allá para aquí y le gusta sentarse a tomar café y charlar con un amigo. Yo estaba en el Burgundy y cuando lo vi entrar casi no lo reconocí: se había afeitado el bigote.
El Burgundy es uno de esos bares de los que ya van quedando pocos, si queda alguno. Nada de fórmica, ni de fluorescentes, ni de coca cola. Una alfombra gris un poco gastada, mesas de madera de veras y sillas de madera de veras, algunos espejos entre la boiserie, ventanas chicas, puerta de una sola hoja y fachada que no dice nada. Gracias a todo eso adentro hay bastante silencio y cualquiera puede sentarse a leer el diario o a conversar con otro o a no hacer nada, frente a una mesa con mantel, vajilla de loza blanca o vidrio como la gente y azucarera en serio sin que nadie, y menos Marcos, venga a molestarlo.
No le digo dónde queda porque en una de ésas usted tiene hijos adolescentes, o peor, hijas adolescentes, que se enteran y adiós tranquilidad. Le doy un solo dato: esta en el centro, entre una tienda y una galería y seguro que usted pasa por ahí todos los días cuando va al banco y no lo ve.
Pero Trafalgar Medrano se me vino enseguida para la mesa. Él sí que me reconoció porque yo sigo teniendo ese aspecto gordinflón cheviot y Yardley de abogado próspero que es exactamente lo que soy. Nos saludamos como si nos hubiéramos visto hacía un par de días, pero calculé que habrían pasado como seis meses. Le hizo una seña a Marcos que quería decir a ver ese café doble, y yo seguí con mi jerez.
— Hacía rato que no te veía -le dije.
— Y, sí -me contestó-. Viajes de negocios.
Marcos le trajo un café doble y un vaso con agua fresca sobre un platito de plata. Eso es lo que me gusta del Burgundy.
— Además me metí en un lío.
— Un día de éstos vas a terminar en cana -le dije- y no me llames para que te vaya a sacar. No me ocupo de esas cosas.
Probó el café y prendió un cigarrillo negro. Fuma cortos, sin filtro. Tiene sus manías como cualquiera.
— Un lío con una mujer -aclaró sin mirarme-. Creo que era una mujer.
— Traf -le dije poniéndome muy serio-, espero que no hayas contraído una exquisita inclinación por los jovencitos frágiles, de piel tersa y ojos claros.
— Era como una mujer cuando estábamos en la cama.
— ¿Y qué hacías con ella o con él en la cama? -le pregunté, cosa de estimularlo un poco.
— ¿Qué te parece que hace uno con una mujer en la cama? ¿Cantar a dúo los lieder de Schumann?
— Ta bien, ta bien, pero explicame: ¿qué tenía entre las piernas? ¿Una cosa que sobresalía o un agujero?
— Un agujero. Mejor dicho dos, cada uno en el lugar correspondiente.
— Y vos te aprovechaste de los dos.
— Y no.
— Era una mujer -resolví.
— Hummm -me dijo-. Eso pensé.
Y volvió al café y al negro corto sin filtro. No se lo puede apurar a Trafalgar. Si usted se lo encuentra alguna vez, en el Burgundy o en el Jockey o en cualquier otra parte, y él empieza a contarle lo que le pasó en uno de sus viajes, por Dios y toda la corte celestial no lo apure, vea que tiene que ir largando sus cosas a su modo perezoso y socarrón. Así que pedí otro jerez y algunos saladitos y Marcos se acercó y comentó algo sobre el tiempo y Trafalgar decidió que los cambios de clima son como los chicos, si uno les da pelota está perdido. Marcos estuvo de acuerdo y se las tomó para la barra.
— Fue en Veroboar -siguió-. Era la segunda vez que iba, pero a la primera no la cuento porque estuve ahí de pasada y no alcancé ni a bajar. Queda en el borde de la galaxia.
No he sabido nunca si es cierto o no que Trafalgar viaja por las estrellas, pero no tengo por qué no creerle. Pasan tantas cosas más raras. Lo que sí sé es que es fabulosamente rico. Y que no parece importarle un bledo.
— Yo había andado vendiendo material de lectura en el sistema de Seskundrea, siete mundos limpitos y brillantes, en los que la lectura visual es un lujo. Un lujo que impuse yo, por otra parte. Allá los textos se escuchaban o se leían al tacto. La chusma lo sigue haciendo, pero yo les he vendido libros y revistas a todos los que se creen que son alguien. Tuve que bajarme en Veroboar, que no queda muy lejos, para que me controlaran una pantalla de inducción única, y aproveché para vender el sobrante -prendió otro cigarrillo-. Eran revistas de historietas. No pongas esa cara que si no hubiera sido por las revistas de historietas no hubiera tenido que afeitarme el bigote.
Marcos le trajo otro café doble antes que se lo pidiera, es una maravilla este Marcos: si usted no toma más que jerez seco bien helado como yo, o jugo de naranja sin colar y con gin como Salustiano, el más chico de los Herrera, o siete cafés dobles al hilo como Trafalgar Medrano, puede estar seguro de que Marcos va a estar ahí para recordarlo, así haga diez años que usted no va al Burgundy.
— Esta vez no fui a Seskundrea, no vaya a ser que el lujo se convierta en costumbre y tenga que ponerme a pensar en otra cosa, pero llevaba Bayaspirina a Belanius III. Allá la Bayaspirina tiene efectos alucinógenos. Cuestión de clima o de metabolismo debe ser.
— ¿No te digo que vas a terminar en cana?
— Difícil. Lo convencí al jefe de policía de Belanius III para que probara con Cafiaspirina. Imaginatelo.
Traté pero no pude. El jefe de policía de Belanius III castigándose con Cafiaspirina es algo que está más allá de los límites de mi modesta imaginación. Y hay que ver que no hice un gran esfuerzo porque estaba intrigado con lo de la mujer que a lo mejor no era, y con lo del lío.
— Belanius III queda no muy cerca de Veroboar, pero ya que estaba decidí probar con más revistas y algunos libros, pocos para no espantarlos. Claro que ahora me iba a quedar un tiempo y no se las iba a ofrecer al primer mono que apareciera para que él las vendiera y se quedara con mi tajada, cualquier día. Estacioné el cacharro, metí la ropa y la mercadería en una valija y tomé un ómnibus que iba a Verov, la capital.
— ¿Y la aduana?
Me miró sobrador:
— En los mundos civilizados no hay aduanas, viejo. Son más vivos que nosotros.
Terminó el segundo café y miró para la barra, pero Marcos estaba atendiendo otra mesa.
— Iba decidido a hablar con alguien estratégico que me pudiera decir dónde y cómo organizar la venta, comisión mediante.
— Así que en los mundos civilizados no hay aduanas, pero hay coimas.
— Bah, más o menos civilizados. No seas tan estricto: todos tienen sus debilidades. Ahí, por ejemplo, me llevé la gran sorpresa: Veroboar es un aristomatriarcado.
— ¿Un qué?
— Eso. Un millar de mujeres, supongo que son mujeres; jóvenes, supongo que son jóvenes; divinas.
— Suponés que son divinas.
— Eso se ve a la legua. Ricas. También se ve a la legua. Ellas solas tienen en un puño a todo Veroboar. Y qué puño. No podes ni estornudar sin su permiso. A los dos minutos de estar en el hotel recibí una nota con sellos y membretes, en la que se me citaba al despacho del Gobernador. A las treinta y una horas setenta y cinco minutos en punto. Quiere decir que tenía media hora para bañarme, afeitarme y vestirme.
Marcos llegó con el tercer café doble.
— Y desgraciadamente -dijo Trafalgar-, salvo en las casas de Las Mil, aunque yo no tuve tiempo de verlos, en Veroboar no hay aparatos de tocador sofisticados como en Sechus o en Vexvise o en Forendo Lhda. ¿Te conté alguna vez que en Drenekuta V viajan engarros tirados por bueyes, pero tienen televisión en relieve y unos cubículos de aire comprimido que te afeitan, te bañan, te hacen peeling, te masajean, te maquillan porque en Drenekuta V los hombres se maquillan y se enrulan el pelo y se pintan las uñas, y te visten en siete segundos?
— No, creo que no. Un día me contaste de unos tipos mudos que bailaban en vez de hablar o algo así.
— Por favor. Anandaha-A. Qué mundo fulero. Nunca pude venderles nada.
— ¿Y llegaste a tiempo?
— Adónde.
Se tomó media taza de café.
— Al despacho del Gobernador.
— Flor de gobernador. Rubia, ojos verdes, muy alta, con unas piernas que si las ves te da un ataque.
A mí con mujeres esplendorosas. Me casé con una hace treinta y siete años. No sé si Trafalgar Medrano está casado o no. Agrego que mi mujer se llama Leticia y sigo.
— Y dos manzanitas duras que se le veían a través de la blusa y unas caderas redondas -hizo una pausa-. Era una víbora. No gastó saliva en ceremonias. Se me plantó adelante y me dijo: "Nos preguntábamos cuándo volvería a Veroboar señor Medrano". Pensé que empezábamos bien y me equivoqué como un boludo. Le dije que me sentía muy halagado de que se acordaran de mí y me miró como si yo hubiera sido un pedazo de bosta que el barrendero se olvidó de levantar y me largó, ¿sabes lo que me largó?
— Ni idea.
— "No hemos visto con buenos ojos sus actividades clandestinas en el puerto de Verov". Qué me decís.
No le dije nada.
— Para qué te voy a repetir el diálogo. Además no me acuerdo. Las brujas éstas habían fusilado al pobre tipo que se puso a vender mis revistas -tomó otro poco de café- y habían confiscado el material y decidido que yo era un delincuente.
— Y vos te la llevaste a la cama y la convenciste de que no te fusilara a vos también.
— No me la llevé a la cama -me explicó con mucha paciencia.
— Pero vos me dijiste.
— No con ésta. Después de advertirme que tenía que dirigirme a ella por su título que era Iluminada Señora a Cargo de la Gobernación de Verovsian.
— No me digás que cada vez que le hablabas tenías que largarle todo eso.
— Sí te lo digo. Después de advertirme me dijo que no podía salir del hotel sin su autorización y que por supuesto no tratara de vender nada y que ya me avisarían cuando pudiera venirme de vuelta. Si alguna vez podía. Y que al día siguiente tenia que presentarme ante uno de los miembros del Gobierno Central. Y que me retirara.
— La flauta.
— Me fui al hotel y me fumé tres paquetes de cigarrillos. La cosa no me estaba gustando nada. Me hice llevar la comida a la habitación. Un asco la comida del hotel y eso que era el mejor de Verov y para colmo la cama era demasiado blanda y la ventana no cerraba bien.
El resto del café seguro que ya estaba frío, pero se lo tomó. Marcos repasaba el diario sección carreras: sabe de caballos todo lo que hay para saber y un poco más. Tiene un hijo flamante colega mío y una hija casada que vive en Córdoba. No había más que otras dos mesas ocupadas, así que el Burgundy estaba bastante más pacífico que Veroboar. Trafalgar fumó un rato sin hablar y yo miré mi copa vacía preguntándome si era una ocasión especial: solamente en ocasiones especiales me tomo más de dos.
— Al día siguiente recibí otra nota, con membrete, pero sin sellos, donde me decían que la entrevista era con la Iluminada y Casta Señora Guinevera Lapislázuli.
— ¿Qué dijiste? -salté-. ¿Se llamaba así?
— No, claro que no.
Marcos había largado el diario, había cobrado en una de las otras mesas y ya se venía con el cuarto café doble. A mí no me trajo nada porque la cosa no tenía pinta de ocasión especial.
— Se llamaba -dijo Trafalgar que nunca le pone azúcar al café- algo que sonaba como eso. En todo caso lo que me decían era que la entrevista se había aplazado hasta el día siguiente porque la iluminada casta y demás que era miembro del Gobierno Central había iniciado su trámite anual ante la División de Relaciones Integrales de la Secretaría de Comunicación Privada. Allá el año dura casi el doble que acá y los días son más largos y las horas también.
Francamente, no me interesaba la cronosofía de Veroboar.
— Y todo eso qué quiere decir -le pregunté.
— Yo qué sabía.
Se quedó callado mirando a tres tipos que entraron y se sentaron en la mesa del fondo. No estoy seguro pero me parece que uno de ellos era Bender, el que tiene una empresa constructora, usted lo debe conocer.
— Me fui enterando después, de a puchos -dijo Trafalgar con la taza de café en la mano- y no sé si lo entendí del todo. Y al otro día la misma historia porque la iluminada seguía con sus diligencias y al otro también y al otro también. Al quinto día me cansé de las matriarcas rubias y sus secretarias, de estar encerrado en la habitación del hotel, de la bazofia que había para comer, de la cama y de la ventana y de todo y de pasearme en veinte metros cuadrados pensando que por ahí me secuestraban en Veroboar por tiempo indeterminado. O me fusilaban.
Se empacó un rato, enojado con retroactividad, mientras tomaba el café y ya iban cuatro.
— Entonces soborné al mozo que me traía la comida. No fue difícil y yo ya me lo había supuesto porque era un flaco con cara de hambre, dientes cariados y ropa raída. Todo es miserable y triste en Veroboar. Todo menos Las Mil. No vuelvo más a ese mundo de porquería -lo pensó-. Es decir, no sé.
Yo me estaba impacientando:
— ¿Lo sobornaste. Y?
— El tipo tenía un julepe pampa, pero me consiguió una guía de teléfonos y me pasó el dato que para entrevistar a un miembro del Gobierno Central había que ir vestido de gala, maldito sea.
— Traf, no entiendo nada -le grité casi-. Marcos, otro jerez.
Marcos me miró como extrañado, pero sacó la botella.
— Ah, es que no te dije que en la última de esas notas me informaban que como la iluminada había terminado los trámites iba a quedarse entre cinco y diez días enclaustrada en su casa. Y ya que no me llamaban al despacho, quería la dirección de la casa para ir a verla ahí.
— Pero te habían prohibido salir del hotel.
— Ajá.
Marcos llegó con el jerez: ocasión especial.
— Tenía que hacer algo. Cinco a diez días más era demasiado. Por eso esa noche como no sabía cuál era el vestido de gala en Veroboar y el flaco tampoco, qué iba a saber, me vestí como para salir de padrino: frac, camisa blanca con botones de perlas, moño de raso, zapatos de charol, galera y capa. Y bastón y guantes.
— Andá.
— No te imaginás las cosas que llevo en mi equipaje. Haceme acordar que te cuente lo que es el traje de ceremonia en Foulikdan. Y lo que hay que ponerse encima si uno quiere vender algo en Mesdabaulli IV -se rió, no le diré que mucho, porque Trafalgar no es muy expresivo, pero se rió-. Ya vestido, esperé la señal del flaco y cuando me avisó por el teléfono interno que no había nadie abajo, salí del hotel y tomé un taxi que ya me estaba esperando y que recorrió unos cinco kilómetros a paso de hombre. Mi Dios, lo que era la casa. Claro, vos no sabés lo que son las casas de Veroboar. Apenas mejores que las de una villa miseria. Pero la Guinevera Lapislázuli era una de Las Mil y miembro del Gobierno Central. Viejo, qué palacio. Todo de mármol y cristal de medio metro de espesor en un jardín lleno de flores y fuentes y estatuas. La noche era oscura, Veroboar tiene una luna raquítica que no alumbra nada, pero había focos amarillos entre las plantas del jardín. Lo atravesé caminando apurado como si viviera ahí y el del taxi, me miró con la boca abierta. Llegué a la puerta y busqué un timbre o una aldaba. No había. Tampoco había picaporte. La empujé y se abrió.
— ¿Entraste?
— Claro que entré. Estaba seguro de que me iban a fusilar. Si no esa noche, al otro día.
— ¿Y?
— No me fusilaron.
— Ya me había dado cuenta.
— Adentro no había nadie. Tosí, golpeé las manos, llamé. Nadie. Me puse a caminar para cualquier lado. Los pisos eran de mármol. Había enormes focos redondos de luz colgando del techo con cadenas incrustadas de piedras. Los muebles eran de madera dorada muy trabajada.
— Me importa un pito la decoración de la casa de la Laspislázuli. Haceme el favor de decirme qué pasó.
Como ve, predico pero no practico. A veces Trafalgar me saca de mis casillas.
— Por un rato, nada. Hasta que por ahí empujé una puerta y me la encontré.
El jerez estaba bien frío y el tipo que me parece que era Bender se levantó y fue al baño.
— ¿También era rubia? -le pregunté.
— También. Vos disculparás, pero te tengo que hablar de la decoración de ese cuarto.
— Si no hay más remedio.
— No hay. Era monstruosa. Mármol por todas parte de varios tonos de rosa en las paredes y el piso y negro en el techo. De los zócalos salían plantas y flores artificiales. De plástico. De todos colores. Rinconeras en las que había pebeteros con incienso. Arriba brillaba una luna fluorescente como una tortilla colgada con hilos transparentes y que se hamacó cuando yo abrí la puerta. Junto a una pared había una máquina del tamaño de un aparador que zumbaba y tenía lucecitas que se prendían y se apagaban. Y contra otra pared una cama dorada interminable y en la cama estaba ella desnuda y me miraba.
Pensé seriamente en tomarme un cuarto jerez.
— Yo llevaba preparado un verso perfecto que consistía en no versear o en versear lo menos posible, pero el cuadro me había dejado sin aliento. Me saqué la galera, hice una reverencia, abrí la boca y no me salió nada. Ensayé de nuevo y empecé a tartamudear. Ella me seguía mirando y cuando yo estaba por largarme con lo de Iluminada y Casta Señora, etcétera, levantó una mano y me hizo señas para que me acercara.
Yo ni me había dado cuenta cuándo, pero se había tomado el cuarto café porque Marcos llegó con otra taza.
— Me acerqué, cómo no. Me paré al lado de la cama y la máquina que zumbaba vino a quedar a mi derecha. Estaba nervioso, calculá, y alargué la mano y empecé a tantear a ver si la podía apagar, sin dejar de mirarla. Valía la pena.
— Era una mujer nomás, qué tanto.
— Ya te dije que creo que sí. De lo que estoy seguro es de que tenía una calentura bárbara. A esa altura yo también. Con la mano derecha encontré una palanca y la bajé y la máquina se apagó. Sin el zumbido me empecé a sentir mejor, me agaché y la besé en la boca, que por lo visto era lo más indicado para las circunstancias, porque ella me agarró del cuello y entró a tirar para abajo. Largué la galera y usé las dos manos libres para las dos manzanitas, esta vez sin blusa ni nada.
— Linda noche.
— Más o menos, ya vas a ver. Me desvestí en tiempo record, me le tiré encima y le dije algo así como piba, sos lo más lindo que he visto en mi vida y te aseguro que no mentía, porque era linda y tibia y a mí ya me parecía que yo era payador y rey del mundo todo en uno, ¿y sabes lo que me dijo ella?
— Pero cómo voy a saber. ¿Qué te dijo?
— Me dijo "Mandrake, amor mío, no me digás piba, decime Narda".
— Traf, dejate de macanas.
— No son macanas. Yo, que no estaba para andar pensando en sutilezas, arremetí con todo, aunque tuve la sensación de haberme volteado a una piantada.
— ¿Era casta?
— Qué iba a ser. Tal vez fuera iluminada, pero casta no era. Se las sabía todas. Y entre los grititos y las piruetas me seguía diciendo Mandrake.
— Y vos le decías Narda.
— Qué me importaba. Era linda, ya lo creo, y era incansable y tentadora. En cuanto yo aflojaba un poco y me adormilaba abrazándola, ya me recorría con los dedos y la lengua y se me reía metiéndome el hocico en el cuello y me mordisqueaba y yo volvía a la carga y rodábamos hechos un nudo sobre la cama dorada. Hasta que por ahí en una de esas volteretas se avivó que la máquina estaba apagada. Se sentó en la cama y pegó un alarido y yo pensé para qué tanto lío. Es como si vos te pones a aullar porque se te apagó el calefón.
— Pero eso no sería un calefón, digo yo.
— No, no era. Yo quería seguir con la farra y traté de agarrarla para que se volviera a acostar, pero gritó más fuerte y a los gritos me preguntó qué estaba haciendo yo ahí. Le dije pero qué mala memoria tenés mi querida y ella seguía a los gritos que quién era yo y que qué hacía en su cuarto y que me fuera inmediatamente y trataba de taparse con algo.
— Piantada es poco -comenté.
— Ah, eso pensé yo, pero resulta que no, que un poco de razón tenia, la pobre.
Se quedó un rato callado y después se acordó que yo estaba ahí:
— ¿Te dije que me había desvestido en tiempo record? Bueno, me vestí más ligero todavía, no sé cómo, porque aunque no entendía lo que pasaba, tuve la impresión de que el asunto se estaba poniendo más fiero de lo que yo suponía. Y mientras me prendía la camisa y me sujetaba los pantalones y metía el moño en un bolsillo todo al mismo tiempo, pensé que realmente me hubiera venido bien ser Mandrake para hacer un pase magnético y aparecer todo vestido. Y ahí mismo supe que yo era Mandrake.
— ¡Pero che!
— ¿No te das cuenta? -me dijo un poco fastidiado, como si uno pudiera darse cuenta de algo en toda esa mezcolanza-. Yo estaba vestido de Mandrake y tengo, tenía bigote, y el pelo negro un poco aplastado, y Las Mil habían confiscado las revistas de historietas.
— Y la Lapislázuli las había leído y se había enamorado de Mandrake, eso lo entiendo. ¿Pero por qué gritaba si creía que vos eras Mandrake?
— Esperá, esperá.
— Porque qué más quería, ¿con la nochecita que estaban pasando?
— Esperá te digo, a vos no se te puede contar nada.
El cenicero estaba lleno de puchos de negro sin filtro. Yo hace dieciocho años que dejé de fumar y en ese momento lo lamenté.
— Me terminé de vestir y salí rajando con la capa y la galera en la mano y sin el bastón ni los guantes mientras la rubia se envolvía con una sábana de seda dorada aunque no lo creas, y me amenazaba con la tortura y la muerte por descuartizamiento. No sé cómo no me perdí entre tanto mármol. Hasta la puerta de entrada se oían los gritos. En la calle, ni un taxi. Corrí dos o tres cuadras, en lo oscuro, por un barrio silencioso en donde seguro que vivían cinco o seis de Las Mil porque cada casa ocupaba por lo menos una manzana. Después de una avenida más ancha que la de los porteños, cuando empezaba la villa miseria, encontré un taxi. El chofer era un viejo amarillento que quería charlar. Yo no. Tal vez me hubiera puesto amarillento, no te digo que no, pero no quería charlar. Subí los escalones de a tres, no había ascensor en ese hotel mugriento, entré en el cuarto, me saqué el frac, me afeité el bigote, me puse una peluca rubia, ya te dije que en esos viajes mi equipaje da para todo, y anteojos y una gorra y un saco a cuadros y un pantalón marrón y empecé a meter cosas en la valija. Y en eso apareció el flaco, que se había tomado un interés especial en mis asuntos, no gracias a mi personalidad arrolladora, sino gracias a las posibilidades de mi billetera: y me encontró revoleando calzoncillos.
— Decime Traf, ¿por qué te escapabas de un puñado de mujeres que eran estupendas y además acostables, por lo que veo?
Iba por la mitad del sexto café y estábamos solos en el Burgundy. Se hacía tarde, pero yo ni miré el reloj porque no pensaba irme hasta no haber escuchado el final. Leticia sabe que a veces, a veces, llego a cualquier hora y no le importa, siempre que siga siendo a veces.
— Vos no estuviste en Veroboar -dijo Trafalgar-, ni te gritoneó el Gobernador, ni conociste al flaco hambriento y asustado o al tipo que fusilaron por dos docenas de revistas, un mecánico asmático que tenía conjuntivitis purulenta, le faltaban tres dedos de la mano izquierda y quería ganar unos mangos extra para estar dos días sin trabajar en el puerto. Ni viste la casa de la Lapislázuli. Miseria, mugre y barro y olor a enfermedad y a podrido por todos lados. Eso es Veroboar. Eso y mil mujeres espantosamente ricas y poderosas que hacen lo que quieren con el resto del mundo.
— No se puede confiar en las mujeres -dije.
Tengo cuatro hijas: si alguna me oye, me estrangula. Sobre todo la tercera, que también es abogada, el Señor nos asista. Pero Trafalgar me salió al cruce:
— Por algunas cosas que he visto, en los hombres tampoco.
Tuve que estar de acuerdo y eso que no he viajado tanto como Trafalgar Medrano. México, algo de Estados Unidos, Europa y esas cosas y veraneo en Punta del Este. Pero no he estado en Seskundrea ni en Anandaha-A.
— Puede ser que te parezca que estuve, digamos demasiado prudente, pero ya vas a ver que tuve razón. Me daba cuenta que si la rubia del Gobierno Central me agarraba, me descuartizaba seguro.
Terminó el café y abrió otro paquete de negros sin filtro.
— El flaco me dio algunos detalles en cuanto le dije que estaba en un lío aunque no le aclaré qué clase de lío. La posición de Las Mil no es hereditaria, no son hijas de familias notables. Salen del pueblo. Cualquier chica que sea linda pero muy linda y consiga, cosa que no es fácil ni mucho menos, reunir una suma determinada antes de empezar a arrugarse, puede aspirar a ser una de Las Mil. Si llega, repudia familia, pasado y clase. Las otras la pulen, la educan y después la largan. Y lo único que tiene que hacer de ahí en adelante es pasarla bien, ser cada vez más rica porque todo el mundo trabaja para ella, y gobernar Veroboar. No tienen hijos. Ni hijas. Se supone que son vírgenes e inmortales. La gente sospecha, sin embargo, que no son inmortales. Yo sé que no son vírgenes.
— La tuya no era.
— Las demás tampoco, me juego la cabeza. No tienen hijos, pero hacen el amor.
— ¿Con quién? ¿Con Los Mil?
— No hay Los Mil. Supongo que, en secreto, entre ellas. Pero oficialmente una vez al año, todo planificado en la Secretaría ésa de Comunicación Privada. Hacen una solicitud y mientras esperan que les contesten las demás las felicitan y les mandan regalitos y les hacen fiestas. De la Secretaría siempre les dicen que sí cómo no y entonces se van a sus casas, despiden a los sirvientes, arreglan el escenario, conectan la máquina y se acuestan. Con la máquina. La que yo apagué. La máquina les da dos cosas: una, alucinaciones visuales, táctiles, auditivas y todo, que responden al modelo que eligieron y que ya está programado en el artefacto. El modelo puede existir o no, puede ser el portero del ministerio o un engendro imaginado por ellas, o, en mi caso, un personaje de historieta de las malditas revistas que yo mismo le vendí al mecánico. Y dos, todas las sensaciones del orgasmo. Por eso la Lapislázuli estaba en el séptimo cielo con lo que creía que eran los efectos de la máquina y pensaba, me imagino yo, que la ilusión de acostarse con Mandrake era perfecta. Cómo no iba a ser perfecta, pobre mina, si yo había llegado justo a tiempo. El romance electrónico dura unos días, el flaco no sabía cuentos, y después vuelven muy campantes a gobernar y a pasarla como reyes. Como reinas.
— ¿El flaco te contó todo eso?
— Sí. No como te lo cuento yo a vos sino lleno de adornos mitológicos y explicaciones fabulosas. Mientras yo metía cosas en la valija. Hasta me ayudó. La cerré y salí corriendo porque ahora ya sabía que las papas quemaban y por qué, y el flaco atrás mío. Ya me llamaba la atención tanto coraje. Pero mientras bajábamos los tres pisos se puso a contarme boqueando que tenía una hija más linda y más rubia que Ver. Eso dijo.
— ¿Ver?
— El sol. Y que estaba ahorrando para que llegara a ser una de Las Mil. Me paré en seco en el primer piso y le dije que estaba loco, que si la quería que la casara con el vendedor de tortas fritas o con el remendón y se sentara a esperar que le diera nietos. Pero estaba loco y ni me oyó y si me oyó no me hizo caso: me preguntó si yo era rico. Cuando te digo que en los hombres tampoco se puede confiar.
— Le diste la guita.
— Seguí bajando la escalera a los saltos y el flaco me consiguió un taxi.
— Le diste la guita.
— No hablemos del asunto. Me metí en el taxi y le dije al chofer que no sé si era viejo o amarillento o las dos cosas o ninguna, que le pagaba doble si me llevaba volando al puerto. Me llevó volando y le pagué doble. Yo iba mirando para atrás todo el tiempo a ver si la Lapislázuli me había largado los perros.
Marcos llegó con otro café doble. Volví a pensar en un cuarto jerez pero no lo pedí.
— No te había largado nada.
— Cómo que no. Les gané por un pelo. Prendí los motores pero todavía estaba pegado al suelo cuando llegaron con sirenas y focos y ametralladoras. Empezaron a tirar y ahí despegué. Los deben haber fusilado a todos por dejarme escapar. O quizá los descuartizaron en lugar mío.
— Qué salvada.
Tomó el café y manoteó la billetera.
— Dejá -le dije-, invito yo. Para festejar tu vuelta.
— Para festejos quedé -dudó antes de guardar la billetera-. Me desvié un poco y me fui a Naijale II. Ahí podes vender cualquier cosa. Y comprar por chirolas una planta de la que los químicos de Oen sacan un perfume que no se puede comparar con ninguno de ninguna otra parte. Cómo estaría yo que no bajé la mercadería y no compré nada. Me fui a un hotel como la gente y pasé una semana comiendo bien y durmiendo como podía. Aparte de eso lo único que hice fue ir a la playa y ver televisión. No tomé alcohol, no miré mujeres y no leí revistas de historietas. Y te aseguro que en Naijale II las tres cosas son de primera calidad. Después me vine. Hice un viaje infernal, durmiendo a los saltos, equivocándome de ruta a cada momento, meta hacer cálculos que a lo mejor no sirven para nada porque no sé cuánto dura un embarazo en Veroboar. No se lo pregunté al flaco y si se lo hubiera preguntado él me hubiera hablado del embarazo de su mujer que debe ser una vieja arrugada y más escuálida que él ¿y cómo sé yo si Las Mil tienen la misma fisiología que las mujeres comunes? ¿Cómo sé si no las alteran? ¿Cómo sé si pueden o no quedar embarazadas? ¿Y si pueden cómo sé si la Lapislázuli quedó embarazada esa noche? ¿De Mandrake? ¿Cómo sé si Las Mil no son máquinas ellas también y si no la han fusilado o algo peor a la hija del flaco igual que a todas las que aspiraron a ser como ellas, cuestión de quedarse con la plata y seguir haciendo el amor con otras máquinas?
— Vos estuviste en la cama con ella, Traf. ¿Era una mujer?
— Sí. Creo que sí.
— Lástima -le dije-. Si fueran máquinas no tendrías por qué volver a Veroboar.
Pagué, nos levantamos y nos fuimos. Cuando salimos, había dejado de llover.
Rosario, 1966-1977.

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