Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su
cansancio.
Para él no era una cosa de años o de siglos, sino de ilimitados flujos
de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían
convertido en parte de un esquema creado por los dioses y en un pedazo de
Eternidad.
Si los dioses le hubieran mandado siquiera un viento contrario, esto
habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.
Tan grises resultaban siempre las cosas donde él estaba que si alguna
luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como
Cleopatra, sus ojos no podrían percibirla.
Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales
cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta.
No era la obligación ni el deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas
en su alma gris. Caronte se inclinaba hacia adelante y remaba.
Entonces nadie vino por un tiempo. No era usual que los dioses no
mandaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Mas los Dioses
saben.
Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó
estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote zarpó. Sólo un pasajero;
los dioses saben. Y un Caronte grande y cansado remó y remó junto al pequeño,
silencioso y tembloroso espíritu.
Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.
Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.
-Soy el último -dijo.
Nunca nadie antes había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie antes lo había hecho llorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario