Escribo lejos de toda referencia, Arlt y yo solos en un rincón
perdido de la costa pacífica. De alguna manera siempre estuvimos solos
uno y otro, uno con otro; en mi juventud lo leí apasionadamente pero sin
interesarme por los trabajos críticos que buscaron explicarlo después
de su muerte; incluso ignoro su biografía en detalle, salvo las síntesis
en las solapas de los libros y en algunas páginas de Mirta Arlt y de
Raúl Larra. No se busque aquí un «estudio» sino, como prefiero, el juego
de vasos comunicantes entre autor y lector, un lector que también llegó
a ser autor y que cuenta entre sus nostalgias la de no haber tenido la
suerte de que Arlt lo leyera, incluso con el riesgo de que le repitiera
su famoso y terrible «rajá, turrito, rajá».
Cualquiera sabe de esas esperanzadas exhumaciones que
llegado el día practicamos con ciertos libros, ciertas películas,
ciertas músicas, y de sus resultados casi siempre decepcionantes; a
veces la razón está en las obras, a veces en quienes buscan repetir lo
irrepetible, recobrar por un momento la juventud que mordía a ojos
cerrados los frutos del tiempo. De tanto en tanto, sin embargo, salimos
de un cine, de un capítulo o de un concierto con la plenitud del
reencuentro sin pérdidas, de la casi indecible abolición de la edad que
nos devuelve a los primeros deslumbramientos, todavía más asombrosos
ahora puesto que ya no tienen por apoyo la inocencia o la ignorancia. Me
ocurre eso cuando vuelvo a ver Vampyr, Les enfànts du paradis o King
Kong, cuando reescucho Le sacre du printemps o Mahogany Hall Stomp, y en
estos días en que retorno a las novelas y a los cuentos de Roberto Arlt
(conozco mal su teatro). Casi cuarenta años después de la primera
lectura, descubro con ese asombro que tanto se parece a la maravilla
hasta qué punto sigo siendo el mismo lector de la primera vez.
Sí, pero para eso es necesario que Arlt sea el mismo
escritor, que en sus libros no se haya operado la casi inevitable
degradación o desleimiento que este siglo vertiginoso ha impuesto a
tantas de sus criaturas. Ahora que salgo de su relectura como de una
máquina del tiempo que me hubiera devuelto a mi Buenos Aires de los años
cuarenta, me doy cuenta de cómo muchos escritores argentinos que en ese
entonces me parecían a la altura de Arlt, Güiraldes, Girondo, Borges y
Macedonio Fernández (después vendría Leopoldo Marechal, pero ésa es otra
historia) se me habían ido esfumando en la memoria como otros tantos
cigarrillos. La esporádica relectura de algunos de ellos por nostálgicas
razones de distancia y tiempo me dejó vacío y triste, sin ganas de
reincidir, y tal vez por eso Arlt se me fue quedando también atrás sin
que yo me animara a entrarle de nuevo, acordándome de flaquezas y de
incapacidades que, vistas por este Viejo Marinero «más sabio y más
triste», podían ahogar definitivamente lo que tanto me había conmovido y
enseñado en mi mocedad de grumete porteño.
Pero ocurre que a veces los editores son útiles, y cuando
el que lanza esta reedición de Arlt me propuso un prefacio, sentí que ya
no podía seguir siendo cobarde frente a un escritor tan querido, y que a
riesgo de romperme los dientes que me quedan tenía que hincarlos de una
vez por todas en estos ocho o nueve volúmenes polvorientos de mi
biblioteca (las ediciones originales y horrendas de Claridad, y las
subsiguientes y no menos horrendas de Futuro). Amigos argentinos me
prestaron lo que faltaba, y me vine con todo a una playa mexicana;
anteayer terminé la relectura y hoy empiezo estas páginas en caliente,
un poco desolado porque Arlt se me fue de las manos con el último cuento
de El criador de gorilas para dejarme solo frente a un bloc en blanco y
un profundo mar azul que no me sirve de mucho. Como si de alguna manera
le llegara su turno de leerme, de aprobar o desaprobar esto con el
derecho de un amigo de cuarenta años.
Hablando de edad, pienso que Arlt me precedió en la vida
por catorce años, y que yo lo he sucedido a lo largo de treinta y ocho;
su brusca muerte en 1942 es como un irreparable escándalo en un país que
no puede jactarse de tantos escritores como a veces pretende, y en todo
caso yo me siento injustamente afortunado por haber vivido todo ese
tiempo que le faltó a Arlt, sin hablar de tantas otras cosas que también
le faltaron. Él lo dice en el prólogo de Los lanzallamas: «Para hacer
estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada.» Como era
típico en él, éste es un error que encubre una verdad, porque si no es
cierto que «hacer» un estilo exige esas cosas, su carencia sumada a la
brevedad injusta de la vida vuelve harto difícil la conquista de una
gran escritura. La falta del respaldo, del contagio cultural que se
respira en un medio económicamente protegido (cuyos integrantes pueden
ser perfectamente brutos pero cuentan con la biblioteca comprada para
aparentar, los discos ídem, el teatro, los estudios para el diploma del
nene o de la nena, al menos éste era el clima en que me tocó a mí
criarme y conmigo a la mayoría de los futuros escritores nacidos en mi
tiempo), hace del proletatio un paria cultural, y explica el
resentimiento que dicta esas palabras de Arlt. Lo que en Buenos Aires se
dio en llamar el grupo de Florida y el de Boedo (burguesía y
proletariado miniburgués respectivamente, con no pocas zonas linderas o
de transhumancia) determinó niveles de cultura y de técnica literaria,
ya que desde luego no podía determinar los del genio. Insisto en que eso
no era obligadamente una cuestión de «rentas» y de «vida holgada»,
puesto que, para citar un ejemplo muy posterior que conozco bien -el
mío-, lo que contaba era la atmósfera familiar que rodeaba y sigue
rodeando a los adolescentes con vocación literaria o artística,
atmósfera no siempre directamente relacionada con los niveles
económicos. Yo me crié en un suburbio que al principio era casi el
campo, y fui a una escuela de Bánfield donde todos mis condiscípulos
llegaban al sexto grado diciendo demelón, pantomina, se estrenaban para
bosear, les dolían las amídolas, o anunciaban que ahora lo vamo a casa o
que después vamo de mama. Esos chicos y chicas eran con frecuencia
hijos de artesanos o pequeños comerciantes que tenían todas las rentas y
la vida holgada que faltaban terriblemente en mi casa, donde los
prejuicios de gente burguesa venida al cacho (se me contagia la jerga)
exigían una apariencia exterior impecable para disimular la lenta
degradación de las deudas, las hipotecas, los usureros y sólo buscaban
empleos «de oficina» porque nadie se hubiera ensuciado las manos con un
oficio o una artesanía, no faltaba más. La diferencia estaba en que
mientras mis amigos no recibían el mennr aliciente espiritual, yo me
criaba teniendo a mi alcance los restos de una biblioteca que debió ser
excelente y que lo seguía siendo para un niño, y escuchaba
conversaciones de sobremesa donde la actualidad mundial, las novedades
artísticas e incluso literarias, y el culto de no pocos valores
espirituales e intelectuales constituían esa atmósfera que me ayudaría
luego a dar mi propio salto. Si por contagio, o por ese gusto de
encanallarse que tienen los niños, yo hubiera soltada un demelón o un
voy de Pedro, cuatro personas por lo menos me hubieran corregido sobre
el pacho (esta última expresión pasaba por aceptable, porque mi gente no
era mojigata para las formas pintorescas del habla mientras no fueran
groseras o gramaticalmente incorrectas). Algo muy claro y muy profundo
me dice que Roberto Arlt, hijo de inmigrantes alemanes y austríacos, no
tuvo esa suerte, y que cuando empezó a devorar libros y a llenar
cuadernos de adolescente, múltiples formas viciadas, cursis o falsamente
«cultas» del habla se habían encarnado en él y sólo lo fueron
abandonando progresivamente y nunca, creo, del todo.
Lo malo es que en esto hay más que las carencias
idiomáticas, hay esa incertidumbre en materia de gusto, de niveles
estéticos, que es uno de los rasgos de mucha de la literatura
tercermundista y que proviene de las circunstancias, de la atmósfera que
rodea a un niño como los que conocí en mi propia infancia. ¿Qué
escuchan en su casa, en la calle? ¿Qué códigos de sobrevivencia
cotidiana los rigen? ¿Cuándo se les ofrece la ocasión de ver algo
realmente hermoso y, si lo ven, quiénes están ahí para darles el leve
empujón que podría descubrirles el mundo de la poesía, la música o la
palabra? Nada tiene de extraño que el primer libro de Arlt, El juguete
rabioso, se abra resentidamente con un relato de niños pobres titulado
Los ladrones, y que a su vez el relato empiece con una frase que revela
la vocación del autor y la misérrima oportunidad que se le da de
satisfacerla: «Cuando tenía catorce años, me inició en los deleites y
afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz...» ¿Qué
leíamos Jorge Luis Borges y yo a los catorce años?
La pregunta no es gratuita ni insolente, y sobre todo no
pretende situar de manera paternalista esta visión de Roberto Arlt.
Simplemente, cuarenta años después, dijo lo que jamás dijeron y ni
siquiera pensaron muchos escritores o lectores del grupo de Florida, que
en su día cayeron sobre los libros de Arlt con el fácil sistema de
mostrar tan sólo sus falencias y sus imposibilidades, como él mismo lo
denunciara amargamente en el prólogo de Los lanzallamas. Y si es cierto
que un escritor no es sino que se hace, sea de Boedo o de Florida, a mí
me duele comprender cómo las circunstancias me facilitaron el camino en
la misma época en que Arlt tenía que abrirse paso hacia sí mismo con
dificultades instrumentales que otros habían superado rápidamente
gracias a los colegios selectos y los respaldos familiares. Toda su obra
es la prueba de esa desventaja que paradójicamente me la vuelve más
grande y entrañable. Basta pasar de El juguete rabioso a Los siete
locos, y sobre todo de éste a Los lanzallamas, para advertir la difícil
evolución de la escritura arltiana, el avance estilístico que alcanza su
culminación en las admirables páginas finales donde se describe el
asesinato de la Bizca por Erdosain y el suicidio de este último.
Alcanzado ese límite, el lector no puede dejar de lamentar que mucho de
lo anterior y lo posterior esté tan por debajo, que con todo su genio
Roberto Arlt haya tenido que debatirse durante años frente a opciones
folletinescas o recursos sensibleros y cursis que sólo la increíble
fuerza de sus temas vuelve tolerables. Curiosamente, este tipo de
desequilibrio ha sido también señalado en Edgar Allan Poe y en Fedor
Dostoievski; como se ve, Arlt está en buena compañía después de todo,
digámoslo para aquellos que todavía creen demasiado en eso de que el
estilo es el hombre.
De ahí las contradicciones que en el fondo no lo son tanto:
si después de Los lanzallamas el «estilo» de Arlt se depura aún más,
como es fácil comprobar leyendo su tercera y última novela, El amor
brujo, no es menos comprobable que este libro es perceptiblemente
inferior a los precedentes. A la zaga de un personaje como Remo
Erdosain, el de Estanislao Balder resulta ñoño, y todos los recursos
arltianos para llenarlo de ansiedad existencial parecen tan artificiales
como la personalidad de Irene, que da la impresión de estar formada por
dos mujeres totalmente distintas según que se la busque al comienzo o
al final del libro. El resto de su obra de ficción -los cuentos de El
criador de gorilas- llega a la paradoja de una esctitura prácticamente
libre de defectos formales pero al servicio de mediocres cuentos
exóticos, nacidos de un tardío y deslumbrado conocimiento de otras
regiones del mundo, y que salvo alguno que otro pasaje carecen de esa
atmósfera que es el estilo profundo de su mejor obra. Ahora que Arlt
escribe «bien», poco queda de la terrible fuerza de escribir «mal»; la
muerte lo esperaba demasiado pronto y, como siempre, incita a la
pregunta sobre una cuarta novela posible. El éxito de las Aguafuertes
porteñas y otros textos periodísticos más generales debieron alejarlo de
esa concentración obsesiva que las salas de redacción no habían podido
robarle mientras escribía la saga de Erdosain; de paradojas así está
lleno el panteón lirerario, que lo digan Scott Fitzgerald y Malcolm
Lowry entre otros.
Tal vez sea el momento de comprender mejor el
deslumbramiento maravillado que me trae esta relectura a cuarenta años
de la época en que, juntando con trabajo los cincuenta centavos que
costaban las ediciones de Claridad, leí Los siete locos y de ahí fui
pasando no sólo a los otros libros de Arlt sino a sus compañeros de
edición y en gran medida de sensibilidad y temática, como Elías
Castelnuovo, Alvaro Yunque y Nicolás Olivari, todo eso con un fondo de
calles porteñas redescubiertas por ellos, iluminadas o entenebrecidas
por los pasos de Remo Erdosain, guía mayor en esta visión abismal de un
Buenos Aires que los otros escritores de ese tiempo no habían sabido
darme. Me acuerdo de haber repetido itinerarios de Los siete locos, y
admirado la minuciosa reconstrucción del viaje en tren de Retiro al
Tigre que inicia El amor brujo. Me acuerdo de haber buscado, sin
demasiadas ganas de encontrarla y de entrar, la fonda de los ladrones en
la calle Sarmiento, al lado del diario Crítica; es así que ciertas
ceremonias de la posesión y la fidelidad se repiten como prueba de que
algunas novelas no son ese espejo ambulante de que hablaba Stendhal sino
incitaciones y signos recortando y ahondando la realidad con una
precisión estereoscópica que los ojos de todos los días no saben ver.
Cada vez que algún lector me ha contado de sus itinerarios en París tras
la huella de algún personaje de mis libros, me he visto de nuevo en las
calles porteñas diciéndome que por ahí había pasado el Rufián
Melancólico, que en esa cuadra estaba una de las roñosas pensiones donde
recalaron Hipólita, la Bizca o Erdosain. Si de alguien me siento cerca
en mi país es de Roberto Arlt, aunque la crítica venga a explicarme
después otras cercanías desde luego atendibles puesto que no me creo un
monobloc. Y esa cercanía se afirma aquí y ahora, al salir de esta
relectura con el sentimiento de que nada ha cambiado en lo fundamental
entre Arlt y yo, que el miedo y el recelo de tantos años no se
justificaban, que Silvio Astier, Remo e Hipólita, guardan esa inmediatez
y ese contacto que tanto me hicieron sufrir en su día, sufrir en esa
oscura zona donde todo es ambivalente, donde el dolor y el placer, la
tortura y el erotismo mezclan humana, demasiado humanamente sus raíces.
Hoy, claro, lo releo con un poco más de distanciamiento
intelectual, de embriones de análisis, de territorios descuidados en la
primera lectura y que ahora adquieren un relieve diferente. La obsesión
científca en Arlt, por ejemplo, que enconces me había dejado
indiferente. ¿Influencias familiares, primeros oficios, atavismos
germánicos en una época en que la química, la balística y la farmacopea
parecían tener su amenazante capital en Berlín? Se sabe que Arlt murió
mientras trabajaba en su improvisado laboratorio, a punto de lograr un
procedimiento que hubiera evitado un drama de la época que hoy resulta
inconcebible: el corrimiento de las mallas en las medias de la mujeres.
Múltiples temas y episodios de sus cuentos y novelas vuelven explicable y
casi fatal esta vocación paralela de inventor; ya en su primer libro,
el adolescente Silvio Astier ha fabricado una culebrina capaz de atraer a
toda la policía del barrio, y da consejos a un amigo sobre la manera de
hacer volar un aeroplano. El día en que explica ante oficiales del
ejército sus ideas sobre un señalador automático de estrellas y una
máquina capaz de imprimir lo que se le dicta oralmente, Silvio logra su
primer empleo como mecánico de aviación, e irónicamente lo pierde cuando
un teniente coronel lo da de baja con una explicación que sigue
explicando tantas cosas: «Vea, amigo... su puesto está en una escuela
industrial. Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para
el trabajo.»
Era obligado que Remo Erdosain buscara en los inventos una
de las posibles salidas del laberinto donde voluntariamente se había
encerrado. Siendo quien es, la maravillosa rosa de cobre que debía hacer
la fortuna de los Espila y de él mismo, se deshoja entre sus manos
indiferentes, de la misma manera que los planos y dibujos de la fábrica
de fosgeno no son más que una manera de llenar con trabajo el horror de
otra noche al borde del crimen. Arlt era un adolescente en el período de
la primera guerra mundial, y el infierno que Henri Barbusse y Remarque
describirían en Europa le llegó a través de los libros y los periódicos y
se reflejó intensamente en sus novelas mayores. Un cuento como La luna
roja condensa esas obsesiones, y también las repetidas y a veces
extensas citas sobre las propiedades de los gases asfixiantes y sus
técnicas de aplicación; pero el punto máximo de su fascinación y su
horror frente a un arma que anuncia ya las bombas atómicas que caerían
apenas tres años después de su muerte, se da en ese capítulo de Los
lanzallamas titulado El enigmático visitante. Ya antes su imaginación
había visto lo que luego veríamos en los noticiosos sobre la explosión
en Hiroshima: las víctimas tratando de escapar de la ciudad, con los
cabellos erizados verticalmente. Vaya a saber qué posición tomarán
nuestros cabellos cuando caigan las bombas de neutrones, tan
entusiastamente aprobadas por los Estados Unidos, Francia y otros países
democráticos.
La perceptible falta de humor en la obra de Arlt traduce un
resentimiento que él no alcanzó a superar dentro de condiciones de vida
y de trabajo que sólo al final cambiaron un tanto, cuando ya era tarde
para abrirle una visión más comprensiva e incluso más generosa. Su
tremendismo, manifiesto desde la primera página de las novelas o los
cuentos, se da privado de la compensación axiológica y estética del
humor; única fuerza dominante, crece sin freno para mantener la tensión
dramática, y entra obligadamente en lo repetitivo después de alcanzado
el límite máximo. En lo mejor, el resultado es la posesión casi
diabólica del lector por los personajes; en lo menos bueno, se resbala
hacia la fatiga y la impaciencia, como ocurre en El amor brujo.
Buena parte de los cuentos de Arlt constituyen momentos y
situaciones que él habría podido incorporar a Los siete locos o a Los
lanzallamas; tanto los relatos anteriores como los que siguen a la
novela del doble título, comportan esquemas que se articularían sin
esfuerzo en la trama mayor; así (y no es un reproche, basta pensar en
Kafka o en Mauriac), Arlt es el autor de un gran relato único que se
parcela a lo largo de su búsqueda, de sus vacilaciones, de su
interminable rondar al borde del abismo central en el que ha de
precipitarse Remo Erdosain.
Un tema que creo poco o nada tratado, y que es a la vez
interesante y patético: Arlt y la música. Como todo aquel que busca
rebasar su medio social de origen (él agrega en su rechazo no solamente
los otros medios sino la sociedad entera, pero guardando la nostalgia de
estamentos culturales superiores), la única manera de evadirse consiste
en negar el contexto contaminante y tratar de sustituirlo por otro del
que sólo se tiene una noción aproximada. Como todos los argentinos de su
tiempo, Arlt crece en un clima de tango, sólo que mientras otros poetas
y escritores lo aceptan y elogian en la medida en que el tango no los
acusa, no los incluye en sus letras conventilleras, malevas o de
cursilería sensiblera, Arlt se siente obviamente aludido por cada tango,
involucrado en su marginalidad fundamental. Muy pocas alusiones al
tango aparecen en sus libros, y siempre con un claro trasfondo de
desprecio y de rechazo («el tango carcelario»). La obligada sustitución
estética es desafortunada; queriendo remontar a la «clásica», no va más
allá de músicas como la Danza del fuego (en El amor brujo, por supuesto,
lo que sólo en parte es una excusa) y sus equivalentes. Sin embargo se
lo adivina sensible a la música, y en el relato El traje del fantasma
dedica varias páginas a transcribir con toda clase de imágenes y climas
una melodía imaginaria que el personaje improvisa en el violín. Una o
dos referencias indiferentes al jazz, y eso es todo; la pintura y la
música son otros tantos ingredientes de ese Buenos Aires interior que se
le escapará siempre a Arlt, reducido a conocer Buenos Aires desde la
calle, siempre desde fuera cuando se trata del refinamiento que empieza
detrás de las puertas burguesas. El día en que sus libros y él mismo
empiezan a franquearlas, ya es tarde para compensar la desventaja, y
además no creo que le interesara compensarla ni que en su caso fuera una
desventaja: el mundo de Erdosain no tiene lugar para colgar cuadros o
escuchar sonatas.
Supongo que la crítica habrá ahondado en el «ideario» -como
se decía en estos años- de Roberto Arlt, y no seré yo quien intente ver
más claro en sus motivaciones y sus intenciones. De esa inextricable
madeja de misantropía, megalomanía, miserabilismo, masoquismo, impulso
fáustico, negatividad schopenhaueriana, salto bergsoniano a un dinamismo
dionisíaco (y Nietzsche, claro), de ese infierno voluntario en
permanente rebelión, empapado de nostalgia de cielos abiertos, de
paraísos terrestres, de fugas a lo absoluto, de ese anarquismo en busca
de praxis nihilistas o fascistas, de ese rechazo de la doble mugre
proletaria y burguesa, no creo que quede nada históricamente
aprovechable, salvo la denuncia de un orden social que hace igualmente
posibles el horror de lo más bajo y de lo más alto, la configuración
prostibularia del mundo del Astrólogo y de Erdosain y su reverso
igualmente prostibulario pero en el nivel profiláctico y detergente del
mundo empresarial y financiero. Esa denuncia, hecha sin rigor teórico,
ese interminable balbuceo de ilota borracho mostrando infaliblemente las
llagas del mundo, eso de príncipe Muishkin que tienen Arlt Erdosain o
Arlt Balder, nos alcanza en zonas más hondas que las de cualquier cateo
sociológico de gabinete, nos quema con el fosgeno imaginario de cada día
y cada noche de Hipólita, de Silvio Astier, del miserable de Las
fieras, del tuberculoso de Ester primavera, del Astrólogo castrado y
visionario y embaucador, de Haffner golpeando salvajemente a las putas
que lo hacen vivir. Roberto Arlt no necesitó la cultura porteña de la
música, la pintura y las más altas letras para ser uno de nuestros
videntes mayores. En último término su obra es apenas «intelectual»; la
escritura tiene en él una función de cauterio, de ácido revelador, de
linterna mágica proyectando una tras otra las placas de la ciudad
maldita y sus hombres y mujeres condenados a vivirla en un permanente
merodeo de perros rechazados por porteras y propietarios. Eso es arte,
como el de un Goya canyengue (Arlt me hubiera partido la cara de haber
leído esto), como el de un François Villon de quilombo o un Kit Marlowe
de taberna y puñalada. Mientras la crítica pone en claro el «ideario» de
ese hombre con tan pocas ideas, algunos lectores volvemos a él por
otras cosas, por las imágenes inapelables y delatoras que nos ponen
frente a nosotros mismos como sólo el gran arte puede hacerlo.
Que sea él quien cierre estos apuntes, él que ve a su doble
Erdosain en ese momento en que, «igual a las fieras enjauladas, va y
viene por su cubil, frente a la indestructible reja de su incoherencia».
Arlt, que hace decir a Balder, su otro doble: «Mi propósito es
evidenciar de qué manera busqué el conocimiento a través de una
avalancha de tinieblas y mi propia potencia en la infinita debilidad que
me acompañó hora tras hora.» De esa incoherencia, de esas debilidades,
nacerá siempre la interminable, indestructible fuerza de la gran
literatura.
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