Un trozo de andén de la estación de Témperley estaba débilmente iluminado por la luz que salía de una puerta de la oficina de los telegrafistas. Erdosain sentóse en un banco junto a las palancas para los cambios de vías, en la oscuridad. Tenía frío y tal vez fiebre. Además experimentaba la impresión de que la idea criminosa era una continuidad de su cuerpo, como el hombre de tiniebla que pudiera arrojar en la luz. Un disco rojo brillaba al extremo del brazo invisible del semáforo: más allá otros círculos rojos y verdes estaban clavados en la oscuridad, y la curva del riel galvanoplastiado de esas luces sumergía en las tinieblas su redondez azulenca o carminosa. A veces la luz roja o verde, descendía. Luego
todo permanecía quieto, dejando de rechinarlas cadenas en las roldanas y cesando el roce de los alambres en las piedras.
Quedóse amodorrado.
-¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué me quedo aquí? ¿Es cierto que quiero matarlo? ¿O es que quiero tener la voluntad de sentir el deseo de matarlo? ¿Es necesario eso? Ahora ella estará revolcándose con él. Pero, ¿qué me importa a mí? Antes, cuando la sabía sola en casa, mientras yo estaba en el café, sufría por ella, sufría porque era desdichada a mi lado... ahora—claro... ya se habrán dormido, ella con la cabeza sobre el pecho de él. ¡Nombre de Dios! ¿Y ésta es la vida? ¡Estar perdidos, siempre perdidos! ¿Pero yo seré realmente el que soy? ¿O seré otro? ¡La tristeza! ¡vivir con extrañeza! Esto es lo que me pasa. Igual que a él. Cuando está lejos me lo imagino tal cual es, canalla, desdichado. Casi me rompe la nariz. ¡Pero qué formidable! ¡Resulta ahora al final de cuentas que el cornudo y apaleado es él y no yo! ¡Yo!... ¡Realmente, la vida es una bufonada! Y sin embargo, hay algo serio. ¿Por qué me repugna cuando está cerca?
Unas sombras se mecían ante la vidriera amarilla de los telegrafistas.
-¿Matarlo o no matarlo? ¿Qué me importa esto a mí? ¿Me importa matarlo? Seamos sinceros. ¿Me importa matarlo? ¿O es que no me importa nada? ¿Que me da igual que viva? Y sin embargo quiero tener voluntad de matarlo. Si ahora viniera un dios y me preguntara: ¿Quieres tener fuerzas para destruir a la humanidad? ¿Yo la destruiría? ¿La destruiría yo? No, no la destruiría. Porque el poder hacerlo le quitaría interés al asunto. Además, ¿qué iba a hacer yo solo en la tierra? ¿Mirar cómo se oxidaban las dínamos en los talleres y cómo se desmoronaban los esqueletos que estaban a caballo encima de las calderas? Cierto es que él me ha abofeteado, pero, ¿me importa eso? ¡Qué lista! ¡Qué colección! El capitán, Elsa, Barsut, el Hombre de Cabeza de Jabalí, el Astrólogo, el Rufián, Ergueta. ¡Qué lista! ¿De dónde habrán salido tantos monstruos? Yo mismo estoy descentrado, no soy el que soy, y, sin embargo, algo necesito hacer para tener conciencia de mi existencia, para afirmarla. Eso mismo, para afirmarla. Porque yo soy como un muerto. No existo ni para el capitán ni para Elsa, ni para Barsut. Ellos si quieren pueden hacerme meter preso, Barsut abofetearme otra vez, Elsa irse con otro en mis barbas, el capitán llevársela nuevamente. Para todos soy la negación de la vida. Soy algo así como el no ser. Un hombre no es como acción, luego no existe. ¿O existe a pesar de no ser? Es y no es. Ahí están esos hombres. Seguramente tienen mujer, hijos, casa. Quizá son unos miserables. Pero si alguien tratara de invadir su casa, de arrebatarles un centavo o de tocarles la mujer, se volverían como fieras. ¿Y yo por qué no me he rebelado? ¿Quién puede contestarme a esta pregunta? Yo mismo no puedo. Sé que existo así, como negación. Y cuando me digo todas estas cosas no estoy triste, sino que el alma se me queda en silencio, la cabeza en vacío. Entonces, después de ese silencio y vacío me sube desde el corazón la curiosidad del asesinato. Eso mismo. No estoy loco, ya que sé pensar, razonar. Me sube la curiosidad del asesinato, curiosidad que debe ser mi ultima tristeza, la tristeza de la curiosidad. O el demonio de la curiosidad. Ver cómo soy a través de un crimen. Eso, eso mismo. Ver cómo se comporta mi conciencia y mi sensibilidad en la acción de un crimen.
«Sin embargo, estas palabras no me dan la sensación del crimen del mismo modo que el telegrama de una catástrofe en China no me da la sensación de la catástrofe. Es como si yo no fuera el que piensa el asesinato, sino otro. Otro que sería como yo un hombre liso, una sombra de hombre, a la manera del cinematógrafo. Tiene relieve, se mueve, parece que existe, que sufre, y, sin embargo, no es nada más que una sombra. Le falta vida. Que diga Dios si esto no está bien razonado. Bueno: ¿qué es lo que haría el hombre sombra? El hombre sombra percibiría el hecho, pero no sentiría su pesantez, porque le faltaba volumen para
contener un peso. Es sombra. Yo también veo el suceso, pero no lo contengo. Esta debe ser una teoría nueva. ¿Qué diría un Juez del Crimen de conocerla? ¿Se daría cuenta de lo sincero que soy? ¿Mas cree esa gente en la sinceridad? Fuera de mí, de los límites de mi cuerpo, existe el movimiento, pero para ellos la vida mía debe ser tan inconcebible como vivir al mismo tiempo en la Tierra y en la Luna. Yo soy la nada para todos. Y sin embargo, si mañana tiró una bomba, o asesino a Barsut, me convierto en el todo, en el hombre que existe, el hombre para quien infinitas generaciones de jurisconsultos prepararon castigos, cárceles y teorías. Yo, que soy la nada, de pronto pondré en movimiento ese terrible mecanismo de polizontes, secretarios, periodistas, abogados, fiscales, guardacárceles, coches celulares, y nadie verá en mí un desdichado sino el hombre antisocial, el enemigo que hay que separar de la sociedad. ¡Eso sí que es curioso! Y sin embargo, sólo el crimen puede afirmar mi existencia, como sólo el mal afirma la presencia del hombre sobre la tierra. Y yo sería el Erdosain, previsto, temido, caracterizado por el código, y entre los miles de Erdosain anónimos que infectan el mundo, sería el otro Erdosain, el auténtico, el que es y será. Realmente, es curioso todo esto. Sin embargo, a pesar de todo existen las tinieblas y el alma del hombre es triste. Infinitamente triste. Mas la vida no puede ser así. Un sentimiento interno me dice que la vida no debe ser así. Si yo descubriera la particularidad de por qué la vida no puede ser así, me pincharía, y como un globo me desinflaría de todo este viento de mentira y quedaría de mi apariencia actual un hombre flamante, fuerte como uno de los primeros dioses que animaron la creación. Con todo esto me he ido a las ramas. ¿Lo veo o no al Astrólogo? ¿Qué dirá cuando me vea llegar otra vez? Quizá me espere. El es, como yo, un misterio para sí mismo. Esa es la verdad. Sabe tanto hacia dónde va como yo. La sociedad secreta. Toda la sociedad se resume en él en estas palabras: sociedad secreta. Otro demonio. ¡Qué colección! Barsut, Ergueta, el Ruñan y yo... Ni expresamente se podía reunir tales ejemplares. Y para colmo, la ciega embarazada. ¡Qué bestia!
El vigilante de la estación pasó por segunda vez ante Erdosain. Remo comprendió que llamaba la atención del hombre y entonces, levantándose, se dirigió hacia la casa del Astrólogo. No había luna. Los arcos voltaicos lucían entre las aéreas enramadas de las bocacalles. De alguna quinta salían los sones de un piano y a medida que caminaba, su corazón se empequeñecía más, oprimido por la angustia que le producía el espectáculo de la felicidad que adivinaba tras de los muros de aquellas casas refrescadas por las sombras, y frente a cuyas puertas cocheras se hallaba detenido un automóvil.
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