El arzobispo de Samos camina a grandes trancos por la celda del convento de Santo Domingo que le sirve de prisión. Walter ha escapado llevándose lo único que al griego le quedaba: su grueso anillo de oro cuya esmeralda ostenta labrado el mochuelo grato a Minerva. Mientras va y viene, colérico, el arzobispo se tortura pensando cómo habrá conseguido robarle la sortija. Los dedos de su mano derecha acarician incesantemente el anular izquierdo, como si esa fricción mecánica pudiera hacer surgir,
bajo las yemas, la lisura familiar de la piedra preciosa.
Walter, su paje, desapareció hace quince horas con el anillo. ¡El anillo merced al cual Fray Joseph Georgerini proyectaba comprar su evasión a los carceleros! Y ahora no le resta nada, ni siquiera la esperanza. El también parece un mochuelo, un enorme mochuelo absurdo, con sus ojos redondos y crueles, su nariz corva, su cara amarilla y sus ropas talares pardas y sucias, cuyas mangas flotantes se agitan como alas en la celda conventual.
¡Adiós, pues, a los planes de huida! El gobernador del Río de la Plata, el obispo y los comisarios de la Inquisición se salieron con la suya, y el arzobispo de Samos deberá emprender el camino de Lima, donde le aguardan los señores del Santo Oficio. Todo por culpa de Walter, por culpa de ese condenado inglés, hijo de mala madre, que sin duda se estará riendo ahora, rumbo al norte o al sur, lejos de los dominicos, de los interrogatorios, de los tribunales del Perú.
Fray Joseph Georgerini no teme el encuentro con los inquisidores. Otros careos más graves ha soportado en el curso de su vida azarosa y es hombre de mucho ingenio para que puedan hacerle trastrabillar las zancadillas de unos pequeños eclesiásticos coloniales. En cambio Walter sí lo temía. ¡Había que verle palidecer y demudarse, cuando se hablaba de los tormentos! Pero el arzobispo, con toda su ciencia sutil, no quiere enfrentarse con los agentes romanos. Prefiere que en Roma olviden su existencia. Y va y viene, rabioso, en tanto que las campanas del convento llaman a la primera misa.
Su cólera sube de punto. Hay en sus ojos de mochuelo un brillo peligroso. Desata el largo cordón que le ciñe la cintura y lo coloca en el piso, dibujando un triángulo. Luego se descalza, penetra en él, alza las palmas y comienza su invocación, implorando a Satán, Leviatán, Elioni, Astarot, Baalberit.
Las fórmulas mágicas de los grimorios, las del Libro de San Cipriano, las de la Clavícula de Salomón, resuenan en la celda de Buenos Aires. El arzobispo de Samos es ante todo un hechicero. Ahora no semeja un mochuelo sino un macho cabrío, temblorosa la barba, las cejas juntas, revuelto el pelo como una cornamenta, mientras repite por lo bajo los conjuros que otorgan la alianza del Demonio:
—Belfegor, Tanín, Belial, Alastor, Baal...
Hace más de cuatro meses que la impaciencia roe a Fray Joseph en el convento de Santo Domingo. Sólo una desgraciada tempestad y el naufragio de su barco pudo llevarle a playa de tanta miseria. Cuando le condujeron desde las toscas, medio muerto, sobre una parihuela, entreabrió los párpados y vio desfilar a su lado la infinita pobreza de Buenos Aires que clamaba por la lluvia. Seguían su camilla, haciendo ademanes de teatro, el gobernador don Francisco de Robles, tres o cuatro oficiales reales, algunos soldados, y el extraño séquito del arzobispo: un paje inglés y los dos frailes agustinos, un español y un napolitano, que había recogido en sus andanzas. Detrás zozobraban los restos del navío y el lento olear del Río de la Plata batía contra unos pocos cajones tumbados en el barro. Todo se había perdido.
Días complicados aguardaban al griego. Naturalmente, nadie comprendía quién era. El comisario porteño del Santo Oficio estudió sus papeles dándose aires de sabiduría, pero fue en vano. Dio vueltas y vueltas a las dos bulas escritas con letras ilegibles sobre pergaminos en forma de media luna, por medio de las cuales el Gran Turco despojaba a Fray Joseph del arzobispado de la Isla de Samos. El comisario resoplaba sobre las iniciales de oro, fruncía las narices y aspiraba el sospechoso olor de la herejía.
Los dos agustinos salvaron su responsabilidad de inmediato. Arguyeron que le habían conocido recientemente, y, abriendo las manos en abanico sobre la boca, apuntaron que se dedicaban a ordenar sacerdotes cobrando por ello buenas monedas de plata. El arzobispo mascullaba en griego, en latín, en turco, barajando los vocablos. Su criado sólo hablaba inglés. Era imposible comprenderles y ellos mismos alimentaban la confusión adrede con tanto sonido ronco. Pero el comisario inquisitorial buscaba su pista dentro del laberinto. Iba arremangado, congestionado, repitiendo las preguntas.
Unas veces creía deducir que Fray Joseph Georgerini, griego de nación, cismático que había abjurado, había obtenido el permiso del Papa Clemente X para decir misa según el rito griego. Deducía otras que el forastero había vagado de Samos a Roma y de allí a Florencia, a París, a Marsella, a Londres, a Lisboa; que los ingleses le habían reducido a prisión; que había ambulado por Madrid con el hábito desgarrado, como un profeta antiguo. Y por fin, cuando estaba seguro de que Su Majestad vería con agrado que las autoridades de Buenos Aires procedieran contra el intruso, el griego sagaz lograba torcer el expediente y dar la impresión de que el monarca le había autorizado a pedir limosna en sus dominios por tiempo de un año.
El comisario don Sebastián Crespo y Flores se mesaba los escasos mechones y volvía a empezar. Desesperado, cerró las carpetas, escribió al Santo Oficio de Lima y ordenó que el arzobispo de Samos, o lo que fuera la jerarquía de su obligado visitante, se encerrara bajo custodia en el convento de los hijos de Guzmán. Allá se fue Fray Joseph Georgerini, aleteantes las mangas de su ropón. Le quedaba su esmeralda, con el grabado mochuelo de las viejas monedas atenienses. Seduciría con ella a sus guardianes y se podría escapar. Y ahora Walter se la había robado...
—Satán, Leviatán, Elioni, Astarot, Baalberit...
El arzobispo de Samos llama al Demonio en su socorro; al Diablo a quien Erasmo vio en las pulgas de Rotterdam, a quien el ermitaño San Antonio escupió en la cara, a quien el Papa San Silvestre metió en una cueva; a quien San Cipriano abrazó en su juventud.
Y la celda se ilumina con el color del azufre en torno del brujo que semeja un macho cabrío.
Walter escapa a uña de caballo camino de Córdoba. En su anular izquierdo fulge la esmeralda con la pequeña ave rapaz que se nutre de reptiles y de roedores. El paje se detiene a pasar la noche bajo un espinillo. En la soledad que le oprime y le asusta, piensa, para distraerse y darse ánimo, en el mal rato que estará viviendo su señor. Una leve sonrisa asoma a sus labios pero pronto se borra. La imagen iracunda del arzobispo de Samos, a quien supone entregado a quién sabe qué ritos nefandos en el convento de Buenos Aires, basta para invadirle de zozobra. Durante los últimos meses, en el barco, ha espiado a Fray Joseph en más de una ocasión por el ojo de la cerradura, y le ha visto modelando figurillas de cera en las que luego clavaba alfileres agudos, o inclinado con el rostro descompuesto sobre sus libros arábigos. Pero por más que el griego quiera, no podrá alcanzarle hasta aquí con sus mañas. Hay muchas leguas entre ambos.
El muchacho enciende una fogata y se tumba a dormir arrebujado. Allá cerca, su caballo pasta en los cardales.
La noche pesa encima con su terrible negrura.
Horas más tarde, Walter despierta bruscamente. Algo, quizás un insecto, le ha picado el anular, en la mano donde lleva la sortija. La hoguera se ha extinguido casi y al tímido resplandor de las brasas el paje distingue, sobre el anillo, en la segunda falange, una diminuta mancha azul.
Alrededor la noche acentúa su desamparo. La pampa no goza ni de una estrella ni de un grillo. Sólo rompe el silencio, en las tinieblas cercanas, el balido de un animal que podría ser una cabra salvaje. Temeroso, Walter silba a su caballo y como respuesta oye, dentro de la fronda del árbol que le cobija, el grito de un ave oculta, quizás un mochuelo, como una risa falsa, destemplada. El muchacho se esfuerza por divisar algo en la sombra, pero la masa del espinillo se funde con las tintas nocturnas. Se pone de pie y, extendiendo los brazos como un ciego, sale en busca de su alazán. Lo silba de nuevo, lo llama, y entretanto el balido responde a la risa agorera que parte del tronco.
El dedo le quema como si lo hubiera arrimado al rescoldo. Acaso le haya mordido una víbora. Lívido de terror, Walter se quita la esmeralda y la coloca en el anular derecho. Mientras las palpa con angustia, siente que las falanges izquierdas se le hinchan y que el dolor se insinúa hacia la muñeca, hacia el brazo.
Entre los cardos roza por casualidad un fragmento de la brida de su cabalgadura. Se oprime la mano envenenada que al tacto parece algo monstruoso y caliente. A la distancia, escucha el alegre relincho del caballo que huye por la llanura desierta.
Walter regresa a los tropezones al refugio del fuego. Ahora le arde la otra mano, el otro anular, a la altura de la sortija. Saca también de allí el anillo y lo desliza en su faltriquera. Acerca los dedos a las brasas y ve que los de una mano, tumefactos, agarrotados, con las uñas irreconocibles, comienzan a cubrirse de una transpiración verde y mohosa. En la otra ya avanza la gangrena azul.
El paje llora de miedo y se echa a correr entre las matas. Bajo su faltriquera, en el muslo, la misma mordedura le irrita la carne. Toma el anillo griego, el anillo maldito, y lo arroja a la noche. La piedra brilla en el aire como un carbunclo. Pronto, los brazos de Walter penden, inertes, perdidos. Arrastra la pierna que le pesa como si fuera de plomo. Comprende que no podrá continuar así por mucho tiempo. Y en tanto vaga cayendo y levantándose, por el llano cruel, gimiendo como un loco, le persigue la risa del mochuelo invisible, que revolotea en la oscuridad y le golpea la cara con las alas duras.
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