Me acuerdo. La vieja Pepa Mondelli vivía en el pueblo Las Perdices. Era tía de mis cuñados, los hijos de Alfonso Mondelli, el terrible don Alfonso, que azotaba a su mujer, María Palombi, en el salón de su negocio de ramos generales. Reventó, no puede decirse otra cosa,
cierta noche, en un altillo del caserón atestado de mercaderías, mientras en Italia la Palombi gastaba entre los sacamuelas de Terra Bossa el dinero que don Alfonso enviaba para costear los estudios de los hijos.
Los siete Mondelli eran ahora oscuros, egoístas y enteles, a semejanza del muerto. Se contaba de este que una vez, frente a la estación del ferrocarril, con el mango del látigo le saltó, a golpes, los ojos a un caballo que no podía arrancar de los baches el carro demasiado cargado.
De María Palombi llevaban en la sangre su sensualidad precipitada, y en los nervios el repentino encogimiento, que hace más calculadora a la ferocidad en el momento del peligro. Lo demostraron más tarde.
Ya la María Palombi había hecho morir de miedo, y a fuerza de penurias, a su padre en un granero. Y los hijos de la tía Pepa fueron una noche al cementerio, violaron el rústico panteón, y le robaron al muerto su chaleco. En el chaleco había un reloj de oro.
Yo viví un tiempo entre esta gente. Todos sus gestos transparentaban brutalidad, a pesar de ser suaves. Jamás vi pupilas grises tan inmóviles y muertas. Tenían el labio inferior ligeramente colgante, y cuando sonreían, sus rostros adquirían una expresión de sufrimiento que se diría exasperada por cierta convulsión interior, circulaban como fantasmas entre ellos.
Me acuerdo.
Entonces yo había perdido mucho dinero.
Merodeaba por las calles de tierra del pueblo rojo, sin saber qué destino darle a mi vida. Una lluvia de polvo amarillo me envolvía en sus torbellinos, el sol centelleaba terriblemente en lo alto, y en la huella del camino torcido oía rechinar las enormes ruedas de un carro cargado de muchas grandes bolsas de maíz.
Me refugiaba en la farmacia de Egidio Palombi.
En el laboratorio, encalado, Egidio trituraba sales en un mortero o, con una espátula en un mármol, frotaba un compuesto. En tanto que yo me preparaba un refresco con ácido cítrico y jarabe, Egidio decía, sonriendo tristemente:
–Esta receta me cuesta ocho centavos, y se la cobraré dos pesos y sesenta y cinco.
Y sonreía, tristemente. O, anochecido, abría la caja de hierro que en otros tiempos perteneció a don Alfonso, sacaba el dinero, producto de la venta del día, y lo alineaba encima del tapete verde del escritorio.
Primero los amarillentos billetes de cien pesos, después los de cincuenta, a continuación los de diez, cinco y uno. Sumaba, y decía:
–Hoy gané ciento treinta y cuatro pesos. Ayer gané ciento ochenta y nueve pesos.
Y sus grandes ojos grises se detenían en mi rostro con fijeza intolerable. Con un anonadamiento invencible me inmovilizaba su crueldad. Y él repetía, porque comprendía mi angustia, repetía, con una expresión de sufrimiento dibujado en el semblante por una sonrisa:
–Ciento treinta y cuatro pesos, ciento ochenta y nueve pesos.
Y lo decía porque sabía que ya había perdido mi fortuna. Y ese conocimiento le hacía más enorme y dulce su dinero, y necesitaba verme pálido de odio frente a su dinero para gozarse más sabrosamente en él.
Y yo me preguntaba:
–¿De quién le viene esta ferocidad?
En un automóvil de seis cilindros me llevaba a casa de su tía Pepa, la hermana de su padre. Allí comía, para no gastar en el hotel, y la vieja, recordando el egoísmo de su difunto hermano, se regocijaba en esta virtud del sobrino.
Cuando yo llegaba, la tía Pepa me hacía recorrer su caserón, abría los armarios y me mostraba rollos de telas, bultos de frazadas y joyas que ella regalaría a sus futuras nueras y conducíame a la huerta, donde recogía ensalada para el almuerzo o me mostraba las habitaciones desocupadas y la sólida reja de las ventanas.
Si no, hablaba, interrumpiéndose, tomándome de un brazo y clavando en mí sus implacables ojos grises, más grises aún en el arco de los párpados. Y a espaldas del sobrino, me contaba de su hermano muerto, de su hermano que yo comprendía había robado en todas las horas de su vida, para dejar un millón de pesos a los hijos de María Palombi.
La vieja vociferaba:
–Y esa perra tiró todo a la calle.
Cuando nombraba a su cuñada, la tía Pepa masticaba su odio como una carne pulposa, y exaltándose, contábame tantas cosas horribles, que yo terminaba por sentir cómo su odio entrábase a tonificar mi rencor, y ambos nos deteníamos, estremecidos de un coraje que se hacía insoportable en el latido de las venas.
Y yo me preguntaba:
–¿De dónde les viene a esa gente un alma tan sucia?
Y a veces creía en la herencia trasegada de la María Palombi y otras en la continuidad del terrible don Alfonso Mondelli. Después comprendí que ambos se complementaban.
Esta historia explicará el alma de los Mondelli, el egoísmo y la crueldad de los Mondelli, y su sonrisa, que les daba expresión de sufrimiento, y su belfo colgante como el de los idiotas.
Y esta historia me la contó, riéndose, el hijo de la tía Pepa, aquel que fue una noche al cementerio a robarle el chaleco al padre de María Palombi.
La tía Pepa tenía gallinas en el fondo de la casa, y junto al brasero, siempre acurrucado a su lado, un hermoso gato negro.
Cuando una de las gallinas se «enculecó», la tía Pepa consiguiose una docena de «verdaderos» huevos catalanes.
Más tarde nacieron once pollitos, que iban de un lado a otro por el patio de tierra, bajo la implacable mirada de la vieja.
Vigilándoles, el gato negro se regodeaba, enarcando el lomo y convirtiendo sus pupilas redondas en oblicuas rayas de oro macizo.
Una mañana devoró un pollo, y estropeó a otro de un zarpazo.
Cuando la tía Pepa recogió del suelo la gallinita muerta, el gato, soleándose en la cresta del muro, malhumorado, la espiaba con el vértice de sus ojos.
Doña Pepa no gritó. Súbitamente amontonó en ella tanta ira, que, desesperada, fue a sentarse junto al brasero.
Al mediodía el gato entró al comedor. Se deslizó prudentemente, atisbando el ojo gris de la patrona, y deteniéndose a los pies de la mesa, maulló dolorosamente.
La tía Pepa le arrojó un pedazo de carne asada.
Después que los muchachos salieron, la vieja tomó una lata vacía, en cuya tapa circular hizo varios agujeros, y la llenó hasta la mitad de agua.
Preparó también cierto alambre, de esos que se utilizan para atar los fardos de pasto, y llamó al gato con voz meliflua. Este se deslizó como a mediodía, prudente, desconfiado. La tía Pepa insistía, llamándole despacio, golpeándose un muslo con la palma de la mano.
El gato maulló, quejándose de un desvío, luego, acercose, y frotó su pelaje en la saya de la vieja.
Bruscamente, lo metió en el tacho, con los alambres ató la tapa, echó más carbón en el brasero, colocó la lata encima, y tomando la pantalla, suavemente, movió el aire para avivar el fuego.
Y sentada allí, la tía Pepa pasó la tarde escuchando los gritos del gato que se cocía vivo.
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