Kryptonita - Capítulo 13

XIII

Y para todas esas chicas lindas de ayer y de hoy
(Igualitas a cualquier noche con o sin luna)
¿No le pasó, Tordo, que se acuerda de algo que le parece que no fue hace tanto y que cuando se pone a sacar la cuenta ya son quince, veinte años de eso? ¿Que diez años ya no es mucho tiempo si se pone a pensar? ¿No le da un poco de cosita? ¿Vio?
¿Y cómo es que se llama esa sensación? ¿Cómo era? ¿La de sentir que algo ya le pasó? ¡Déjà vu! Eso. Déjà vu.
Desde que tengo memoria siempre estuve con ellos. Con Pinino, el Federico, Juan Raro, Lady Di y el Faisán. La última que se nos sumó fue la Cuñataí Güirá. Pero con los otros cinco rancheamos prácticamente desde que nos parieron. Primero fuimos amigos. Después una banda. Ahora somos familia. Y vamos a morir así: como una familia.
Como hermanos.
Hermanos abrazados.
Hermanos en armas.
Nos conocemos bien. Sabemos todas nuestras mañas de memoria. Nos la respetamos. Nos gusten o no. Pero nos la respetamos. Como también celebramos en las que coincidimos todos. Y si hay algo en lo que los siete hacemos AlcoyanaAlcoyana es en ir a bailar. Y más cuando el dancin’ se hace en la villa. En cualquier villa.
¿Para mí? El franeleo previo a irse a la cama con una mina o pasar de cuarta a quinta se parecen y mucho a escuchar la música a todo volumen desde la calle. A colar rancho por cualquier hueco. Entrar por los pasillos con los brazos abiertos a los costados y las palmas de las manos acariciando las paredes de revoques gruesos, los ladrillos huecos anaranjados y los alambrados con formas de rombos; hasta llegar al patio donde sea la fiesta al ritmo de la canción que esté sonando.
Las primeras veces que fuimos a bailar la música se pasaba en tocadiscos. En el momento en el que empezamos a sumar entradas en la comisaría, minicomponentes dobles caseteras eran los que nos hacían mover los pies. Para mí fue ayer cuando vi por primera vez una compactera. Y todavía hoy me parece que nos están bolaceando mal cuando pelan repertorios para toda la noche en pendrives.
Últimamente me la paso pensando en vinilos, casetes, compacts y MP3. Ando enroscado con eso. Sobre todo desde que tomó la comunión la Shaki. La hija de la Abi y el Luchi. La nieta de la Evi y el Marcelo. La Evi y el Marcelo. Tienen nuestra misma edad. Y ya son abuelos la puta madre. La mayoría de por acá ya son abuelos. Y para mí no fue hace mucho cuando la Evi y el Marcelo se pusieron de novios. Hasta me acuerdo de la canción con la que por primera vez apretaron: Dilo tal como es, de Don Johnson.
Según como se mire, Don Johnson le hizo muy bien o muy mal a Los Eucaliptus. Porque así como la Evi quedó embarazada de la Abi, acaramelada con ese lento, a más de diez pendejas le llenaron la cocina de humo en esta villa con el mismo tema. Posta.
Yo tengo ojo y oído para eso: para detectar con que canciones los vagos inflan bombos. La Abi se quedó embarazada de la Shaki con Los Unicornios. Porque esos eran tiempos de ¡Cumbia, nena! ¡Guaquí! ¡Guaquí!
Ahora que la onda es el reggaeton, hay que estar atentos cuando suena el Nigga. ¿Lo conoce? Es ese de y es que te quiero guouuu guouu, baby te quiero guouuu guouuu, desde que te he conocido yo vivo tan feliz; porque por culpa de ese negro hijo de puta y el romantic style in the world el año que viene en Los Eucaliptus no va a haber ni un puto rincón para tirarse un pedo.
Qué se yo.
Me acuerdo de cuando la Abi cumplió los quince. De la fiestita en el rancho de la Evi y el Marcelo. De bailar el vals con ella en el patio. De cortar la torta. Y de que a eso de la una de la mañana ella con sus amigas y amigos se fueron para el Yesi. Y de que nosotros nos quedamos con los viejos y corrimos los caballetes y los tablones que hacían de mesas para hacer espacio improvisando una pista. Que el Marcelo bajó de arriba del ropero el tocadisco, donde estaba juntando telarañas, para poner un compilado que traía Deseo, de Gene Loves Jezabel. De las guirnaldas que había improvisado la Evi con las cintas de TDK’s y otros casetes vírgenes que no servían más, porque ya no venían los equipos con caseteras. TDK’s grabados con canciones que pasaban en la radio. Especialmente uno del que se cagaban de la risa recordando que tenía grabado de un lado la misma canción una y otra vez: La gloria del amor, de Peter Cetera. Otro lento para dejar embarazada a tu chica. O para hacer la grulla, Daniel-san. Me acuerdo de que amaneció. De que los pájaros empezaban a cantar. Y de que nosotros todavía seguíamos bailando.
No pasó un año de eso cuando la Abi tuvo a la Shaki por cesárea.
¿Cómo podía ser que en algunas cosas fuéramos un calco y en otras tan diferentes a estos pendejos?
La veo a la Evi. Lo veo al Marcelo. Y aunque tengamos la misma edad, parecen mucho más viejos que nosotros. Y la veo a la Abi. Y lo veo al Luchi. Y ellos sí que parecen de nuestra edad, aunque nosotros tengamos las edades de los padres. Si me preguntan a mí la que voy a batir es que dejar de bailar es lo que te pone medio momia. Y si dejás de ir a bailar siendo todavía un guacho, al toque pintó el jubilado mal.
Pero así como se cierran boliches o uno deja de ir a donde ya no se divierte; de un tiempo a esta parte los Súper Amigos empezamos a evitar ir a bailar a Los Eucaliptus. Porque a eso de que la mujer de un amigo tiene bigote y la hermana barba candado ahora le teníamos que agregar como intocables a las hijas de los amigos. Y será de Dios, pero fija que las que hechan mejores cuerpos son las hijas de los amigos.
Los cinco vagos somos lindos guachos, Tordo. Y nuestras chicas para qué le cuento, si ya vio lo que son la Cuñataí Güirá y la Lady Di. Todavía estamos en actividad. Nos gusta y mucho la joda. Pasarla piola. Que pinte la fiesta. Por eso salimos a buscarla. Aunque juguemos de ahora en más de visitantes. Ya sea en Lafe o en Morón, la actitud siempre va a ser la misma: entramos en plan ustedes personajes abran cancha. Nos mandamos relojeando a las solteras y, para qué chamuyar y hacerse el otro, si están buenas también le echamos el ojo a las ajenas.
Pasa que la calle les cabe a todos. Y que la sangre delincuente tira. Nosotros estamos para el deleite, Tordo. Y, como nunca fuimos de andar presumiendo gajos, las que no quieren andar solas fácil nos encuentran.
Pero si hay una cancha en la que nunca ganamos, esa es en Catán. No me pregunte por qué. Pero en Catán no nos funcionan los poderes. Y por eso pasó lo que pasó cuando fuimos a bailar a una fiesta en la villa El Dorado.
Se escuchaba la música desde la calle. Colamos rancho por el primer hueco que encontramos. Paredes de revoque grueso. Ladrillos huecos anaranjados. Alambrados con formas de rombos. Déjà vu. Hasta que llegamos al patio. Nos dieron la bienvenida y ahí nomás empezamos a escabiar.
Hay noches en que uno necesita el dancin’. Otras en la que nos hace falta el alcohol. Pero siempre lo que andamos buscando es compañía. Y mal que nos pese, necesitar a una mujer es volver débil al fuerte.
Exactamente lo que le pasó a Pinino con esa pendeja: cagó fuego.
Era bonita. Muy bonita. Ya la teníamos fichada varios. Zarpada en linda. Pero siempre andaba con esa jeta de haber amanecido con la tanga dada vuelta y que estaba todo mal. Lo importante era que pesaba más de cuarenta kilos, tenía veinte años y monedas y no era la mujer ni la hermana ni la hija de ningún amigo.
No sé de dónde se tenían esos dos, pero algo ya se habían hablado Pinino y la piba antes de esa noche en la que se volvieron a cruzar. Seguro. Saltaba a la vista. Con razón el loco andaba con esa remera que le quedaba re balardi, todo perfumadito y metiendo panza.
La piba tenía unos faroles increíbles. Las luces altas de un camión que te viene de frente. Unos ojos verdes Stella Artois que emborrachaban. Y vio, Tordo, cómo somos los tipos cuando nos ponemos en curda, ¿no? Primero nos pinta jugarla de honestos. Después se viene el guachito mimoso. El tiernito. Y a lo último siempre aparece el heavy metal. El pesado. Fija. Somos de manual. Y en esto, Pinino también. Que con un pedo como jamás le vi en la vida la encaró mal a la pendeja en actitud secuestrame del baile ya y en tu cama matame.
La piba de ojos verde Stella Artois le cortó los pelos. Por guaso, insistente y porque según ella con esa remera más que feroz forajido tenía pinta de flogger. Y como el Pini no sabía que carajos era un flogger, ella le tuvo que explicar. Ahí la cosa rumbeó para otro lado. Que él era tan de los noventa, decía ella. Más bien ochentoso, le aclaraba el Pini. Que él estaba chapa. Que ella ya iba a llegar a su edad. Y mientras se tiraban los perros y no dejaban de jugar con el doble sentido Clack-Clack, Pum-Pum, Bang-Bang se tirotearon hasta que los dos se acertaron. Pinino le pasó los dedos por el pelo y después le dio uno de sus abrazos que aprietan fuerte y te hacen chocar las costillas. Y aunque él la tuviera rodeada, era el Pini el que estaba esperando que le tiraran las rejas. Porque más que para un toco y me voy había pintado otra cosa.
Pero la piba no le quería aflojar porque decía que él la iba a terminar cagando. Que conocía muy bien su prontuario, que él tenía un hijo y que los hombres para sentirnos hombres siempre andábamos de cacería. Que si con ella no pasaba nada esa noche a él le iba a dar lo mismo cualquier otra. O, por ahí, cualquier otro, ¿quién te dice?; se pasó de pilla cagándose de risa mientras le batía que seguro no iba a faltarle alguien con quien mimarse.
Pero que ella no iba a ser.
Pinino le juró por su santo que no quería nada de nada con nadie de los que estaban ahí presentes. Entonces la piba lo toreó asegurándole que si la cosa hubiera sido al revés, que si después de probarnos a todos, él prefiriera quedarse con ella… ahí le creía. Porque en un acto como ese había honestidad y algo de amor.
Qué hija de puta.
Pinino no se lo pensó dos veces. Nunca se comió los mocos y no se los iba a comer ahora. Nos hizo seña para que nos juntáramos los de la banda. Cuando estuvimos los siete en ronda nos dijo que nos tenía que besar a todos.
¿Cómo que nos tenés que besar a todos? Sí. A todos, nos dijo. A ustedes y a todos los que están acá en el patio. Pero en la mejilla, ¿no? No. En la boca. ¡¿Un pico?! ¿Un picopico-pico-pico? Pero, pero, pero… ¡Pero las pelotas! Yo nunca les pido nada, se nos puso a llorar. Soldadeenme en esta, loco. Por favor.
Y como somos familia…
Y vamos a morir como hermanos…
Hermanos abrazados…
Hermanos en armas…
No muy convencidos nos separamos para mezclarnos entre todos los que estaban bailando. Cuando el Pini cabeceó todos sacamos los chumbos a la vez, apuntando para abajo. Al toque todo el mundo estatua. Y ahí, a los que teníamos más cerca, el típico chamuyo de colaboren que un poco de dulzura no le va doler a nadie.
Miramos al que estaba pasando música a ver si nos tiraba un centro en este asunto amoroso. Yo llegué al costado del vago para decirle al oído: ponés esa de y es que te quiero guouuu guouuu, baby te quiero guouuu guouuu, desde que te he conocido yo vivo tan feliz; ponés esa y te comés un corchazo en la panza. El flaco, un irresponsable que ya había seleccionado en la notebook con banda ancha un archivo que en intérprete decía Nigga, tragó saliva y me miró sin animarse a preguntarme si no es romantic style in the world, ¿entonces qué? Entre dientes le recalqué: cualquiera menos esa. El chabón entonces movió la flechita del mouse hasta otro cuadradito, hizo un click, el video de YouTube cargó al toque y después de maximizar la pantalla sonó una guitarrita con un pam-pam-pam-PAM, pam-pam-pamPAM, pam-pam-pam-PAM, pam-pam ¡PAM! Pampam ¡PAM! y acto seguido la voz de un carolo que sobre el pam-pam-pam-PAM arrancaba diciendo quizá no fue coincidencia encontrarme contigo, a lo que una rubia que daba a gato viejo, pero con unas tetas así, le retrucaba tal vez eso lo hizo el destino.
Pinino le sonrió a la piba de ojos verdes Stella Artois y no se anduvo con vueltas: para empezar encaró de una al único de la banda que por más superamigo que fuera se le hubiera plantado igual.
El Federico.
El Pini no dijo ni mu. Solo le sostuvo la mirada. El Federico estaba de brazos cruzados. Mirando para otro lado. En eso el carolo y la rubia tetona aullaron a coro sabes que estoy colgando en tus manos / así que no me dejes caer / sabes que estoy… colgando en tus manos. Y cuando menos lo esperábamos, el Federico fue el que besó a Pinino. Ojota: que no le comió la boca. Tampoco estuvo asquerosito. Pero le dio un beso-beso.
Después, de arremetida, el Pini fue meta sopapa con todo lo que estuviera cerca y fuera humano. Así, sin distinción de sexo y sin dar tiempo a reaccionar. Deteniéndose solo un poco con los que éramos miembros de su banda. Para cabecear, como lo hizo con Juan Raro, agradeciéndole. O para despegarse a la Cuñataí Güirá, que se había prendido gustosa. O la deferencia que tuvo para conmigo cuando con los dedos contó hasta tres para que me animara y pasara rápido el mal trago.
No creo que a Pinino le haya gustado hacer toda esta historieta. Ni ahí que lo disfrutó. Pero a la que más le dolió hacerlo fue a la Lady Di. Porque ella estuvo enamorada del Pini toda la vida. Ya sea como la Princesa Diana o como cuando era Daniel. Y él lo sabía. Y por eso estuvo cariñoso cuando estuvieron frente a frente. Él le levantó la perita con un dedo. Le dio un pico. Y mientras se alejaba de ella le guiñó un ojo. Lady Di, sonriendo, le dijo que era un boludo. Y cuando Pini le dio la espalda no lloró. Pero estuvo ahí: aguantando.
Los que sí lloraban de lo lindo eran los cantantes con eso de que no perderé la esperanza de hablar contigo / no me importa qué dice el destino / quiero tener tu fragancia conmigo / y beberme de ti lo prohibido…
Cuando se besaron con el Faisán, Pinino abrió los ojos como un dos de oro. Se separaron y se secó los labios con el revés de la mano. Fue con el único que hizo ese gesto. Un gesto y una actitud corte: Eh, eh, eh… ¿Qué pasó, Faisán? ¿Qué onda? Mariconadas las justas, man. Después el negro, todo colorado, nos contó que le había mandado la lengua. Que había sido sin querer. Que había sido un reflejo. Que él cuando besaba en la boca siempre mandaba la lengua.
Bueno, cuando terminó de darse picos con todos, el Pini buscó a la piba de ojos verdes Stella Artois para partirle bien la jeta de un beso. Onda: mami haceme el amor la noche entera, delictivamente, y de mil maneras. ¿Y a que no sabe que pasó, Tordo?
Obvio: ella se había tomado el palo. Se había ido a la mierda.
Viendo que lo habían dejado pagando pensé: liiissstoooo… ¡Cagamos! Siete a uno a que a Pinino ahora le pinta el tiki rompe nazos. Que empieza a enterrar narices hasta el cerebro. Y mejor que le agarre por ese lado y no por romper culos, porque si ya estaba re caliente cuando se la estaba hablando a la piba después de haber dado y recibido cariño con todo el mundo era mínimo, póngale, la más alta sensación térmica en enero. ¿Pero sabe que no, Tordo? Ni pintaron los guantes ni la carne por popa. El loco solo negó con la cabeza mirando al piso. Y después, con una sonrisa de oreja a oreja, lo único que hizo fue murmurar algo. Algo que alcancé a leerle en los labios.
Pendeja atrevida.
Pendeja atrevida es lo que estaba diciendo antes de ponerse a bailar él solo en el medio del patio eso de que te envío poemas de mi puño y letra / te envío canciones de Cuatro Cuarenta / Te envío las fotos cenando en Marbella / Y cuando estuvimos por Venezuela (por Cristianía y Venezuela en el barrio Atalaya, porque este nunca se había ido de La Matanza) / Y así me recuerdes y tengas presente / Que mi corazón está colgando en tus manos / Cuidado / Cuidado / Mucho cuidado / Cuidado / Marta yo te digo me tienes en tus manos.
Al otro día, domingo a la siesta, resaca y zapping.
Pinino lo había ido a buscar al hijo y estaba con el Monchi sentado sobre sus piernas leyendo en el diario declaraciones del Blas Giunta después de otro empate consecutivo de la Fragata mientras que Monchi en el Croniquita unía puntos para terminar formando un Pato Donald. Lady Di estaba lavando los platos de lo que habíamos picado y yo me hacía el boludo mirando en Canal 13, con volumen muy bajo, Un lugar llamado Notting Hill; porque vio lo que somos, Tordo, no da ni ahí andar admitiendo en público que nos gusta Notting Hill. Que nos cabe mil puntos.
Bueno, la cosa es que en lo mejor —cuando Julia Roberts le dice al zapato que piense que solo es una chica pidiéndole a un chico que la ame (¡Cha-bón! ¡Se me pone la piel de pollo cada vez que me acuerdo!)— escuchamos de afuera los primeros chiflidos y después los piropos. El típico ¡Mamasa! ¡Quedate conmigo que te hago un pibe! Y ahí me la vi venir. No me pregunte por qué, pero al toque me di cuenta de lo que iba a pasar. Que llegaba alguien a jugarla ahora de visitante. Y que iba a ganar fácil, muy fácil, en una cancha habitualmente difícil, como lo es la de Los Eucaliptus.
El perro del Pini, el Miguel, salió hecho una furia. Y más que ladrar dio lástima, porque se le escapó algo parecido a una tos. Después el perro volvió a entrar meta mover la colita. Contento.
Guardián y bravo nos había salido el Miguel.
Golpearon el marco de la puerta. Dos veces. Antes de que alguno contestara, las cortinas se abrieron junto con el buenas de la pendeja atrevida de ojos verdes Stella Artois.
Pinino y el Monchi alzaron la cabeza para verla y después volvieron a concentrarse cada uno con la parte del diario con la que estaban. La Lady Di refunfuñó algo que no se entendió y el único que le devolvió el saludo fui yo, apagando el televisor cuando Julia Roberts dejaba la librería de Hugh Grant.
La piba no se dejó intimidar y, como si hubieran dormido juntos esa noche, siguió la conversación que había quedado trunca cuando se tomó el palo.
—Qué personalidad tenés, guachito. Eh.
Pinino la miró de costado antes de preguntarle entonces por qué se había ido. Si se había puesto celosa.
Ella le respondió:
—No. ¿Pero sabés qué me pone celosa? —le confesó con una hebilla en la boca mientras se agarraba el pelo para hacerse una cola—. Dudo, y mucho, que vaya a ser tu primera víctima joven.
Pinino lo bajó al Monchi de sus piernas y le dio un chas-chas en la cola corte empujoncito. Y le pidió que fuera a lo de la abuela un rato. El hijo amagó empacarse cuando se cruzó de brazos y le puso una trompa igualita a la del Pato Donald que se formaba en el unir con puntos de Croniquita. Pero el Pini estuvo rápido y desenfundó primero, diciéndole que si no le rompía las pelotas en ese momento, al otro día a primera hora le iba a comprar el jueguito del Hombre Araña que quería para la Play. Original. El Monchi, con la felicidad pintada en la jeta, agarró la bici, que todavía usaba rueditas a los costados, y pedaleó nomás desde adentro de la casilla. Cuando iba saliendo se cruzó con la piba. Los dos se sonrieron.
—Chau.
—Chau, bonito… ¿Nunca te dijeron que tu hijo y vos tienen la misma mirada? Ojos negros. Pero transparentes.
Pinino se puso de pie y se acercó hasta la piba. Lady Di agarró el repasador viejo que le colgaba sobre un hombro y se secó de mala gana las manos. Lo revoleó sobre la mesa justo cuando yo la tomé de un brazo para que también saliéramos.
La puta madre.
¡Justo yo! No tuve tiempo de manotearle el celular al Pini. Por las dudas. A ver si todavía le encontraba en algún ringtone al Nigga o algo de romantic style in the world.
—Tenés ojos de buen tipo. Avivados. Pero de buen tipo —le batió la piba de ojos verdes Stella Artois mientras le daba un abrazo rolinga.
¿Sabe cómo son los abrazos rolingas, Tordo? Más cálidos que los comunes. Seguidos de dos golpecitos en el pecho antes de que te vayan a largar. No son muy femeninos. Pero mierda que son lindos.
Cuando lo hizo, cuando le dio el abrazo rolinga, la pendeja atrevida le palpó la escarificación al Pini. La cicatriz en forma de ese que él tiene en el pecho. Se tomó su tiempo para acariciarle la lastimadura con las puntas de los dedos sin llegar a entender qué era eso, salvo que estaba herido. Y lo miró con esos ojazos verdes Stella Artois con un brillito onda dibujito japonés.
Y ahí perdió el Pini.
Porque ahí es donde perdemos todos.
Porque si vamos a la que es, como todo buen delincuente que se precie, por un besito siempre terminamos abatidos.

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