Clase 63, Pablo de Santis

Un sábado de febrero de 1982 entré en la peluquería que estaba enfrente de mi casa. Los peluqueros eran dos: Alberto y Luigi. Alberto era argentino y cortaba muy bien. Luigi era italiano (había venido a Buenos Aires en 1946, meses después del fin de la guerra) y cortaba muy mal. Todos los clientes querían atenderse con Alberto. Yo prefería con Luigi, para no tener que esperar. Esa mañana pasé frente a los tres clientes que esperaban a Alberto y me senté en el sillón siempre vacío de Luigi:—Rapado, por favor.

—¿Rapado?

—Me llegó la carta del servicio militar. El lunes tengo que presentarme en el cuartel.

Entre peluqueros y clientes hubo un murmullo equi­distante entre la compasión y un vago orgullo viril, del ti­po “en la colimba se hacen los hombres”. Pero pronto la conversación volvió a su cauce natural: el fútbol.

Alberto hablaba todo el tiempo, siempre de Inde­pendiente. Luigi no hablaba nunca, excepto cuando decía su frase de cabecera. Gramaticalmente eran tres frases, pero podemos considerarla solo una. Todos los pequeños problemas y preocupaciones de los clientes quedaban aplastados por esa sentencia. ¿Quién se hu­biera atrevido a discutirle? La charla interminable de Alberto nos hablaba de los pequeños placeres y per­cances que hacen nuestra vida. La frase única de Luigi nos recordaba el feroz peso de la Historia. Había que escuchar a uno y a otro para tener una mirada equili­brada sobre el significado de las cosas.

Esa mañana alguien se quejó de cuánto costaba la platea en River y agregó que no podía llegar a fin de mes, aunque febrero fuera tan corto. Alberto suspiró con fastidio: ese paso del fútbol a la realidad le iba a dar pie a Luigi para salir de su silencio y decir su frase, que desanimaba a todo el mundo. Así fue. Luigi, sin apartar sus ojos de mi ya despoblada cabeza, dejó caer su sentencia de siempre:

—Ustedes no saben lo que es el hambre. Ustedes no saben lo que es el frío. Ustedes no saben lo que es la guerra.

Silencio. ¿Qué podíamos decir nosotros, los que no conocíamos el hambre, el frío, la guerra? Pronto Alberto tiró el nombre de algún borroso defensor de Independiente y la conversación revivió.

El lunes siguiente antes del amanecer fui en tren hasta el cuartel, en Ciudadela. Era el gada 101. Ya no existe, gada quería decir Grupo de Artillería de Defen­sa Antiaérea. Debíamos ser unos doscientos. La mayo­ría nos habíamos rapado, y otros tuvieron que pasar por los peluqueros del ejército, tres soldados clase 62 que se ensañaban con los novatos. Nos entregaron un bolso grande, un uniforme de combate (color verde), un uniforme de fajina (color marrón), un par de zapa­tillas Flecha y un equipo de vajilla de aluminio, abolla­do por generaciones de soldados. Cuando nos llevaron a elegir borceguíes, los que quedaban eran muy chicos o muy grandes. Tuve que elegir un 45, cuatro núme­ros más grandes que mi pie.

—Rápido, señoritas, rápido —alentaba un cabo.

Nos llevaron en camiones hasta un campo en Ingeniero Maschwitz. Nos separaron en dos grandes grupos y estos a su vez en pelotones de ocho solda­dos cada uno. Armamos las carpas de lona vieja bajo unos altos eucaliptos.

El segundo día me hice amigo de Aguirre, que vivía en Flores y al que también, como a mí, le gustaban los li­bros. No podíamos leer, por supuesto, pero al menos po­díamos conversar de los libros que habíamos leído. Una mañana le señalé a dos soldados que yacían en el suelo, a unos veinte metros del campamento. Estaban boca arri­ba, las manos y los pies separados y atados a estacas, co­mo en una ilustración del Martín Fierro. Aguirre dijo que si él tenía que pasar todo el día al sol, inmóvil, con las hormigas caminándole por la cara, se moría. Pero entonces se oyó una voz serena y segura.

—Esos dos son clase 62. A nosotros no nos pueden estaquear.

—¿Por qué no?

—Somos clase 63, técnicamente no somos soldados, somos reclutas. Nos vamos a convertir en soldados recién el 20 de junio, cuando juremos la bandera. Entonces sí van a poder estaquearnos.

El que hablaba era Pedro Lañes. Más alto que Aguirre y yo, lo que no quiere decir que fuera alto. Era uno de los pocos que había terminado el secundario, y pensaba estudiar para contador.

De otros castigos, según aprendimos los días si­guientes, no podíamos escapar: cavar pozos en medio de la noche, recibir patadas de cabos y sargentos, aplaudir cardos. Pero Lañes nunca tomaba aquellas cosas como algo personal:

—Es una parte de la vida. Se pasa.

Una tarde, en un milagroso minuto de paz, mien­tras cosíamos las medias rotas y reponíamos botones caídos, Lañes nos preguntó con aire confidencial a Aguirre y a mí:

—¿Se anotaron entre los voluntarios para el curso?

—¿Qué curso?

—Cañones antiaéreos. Empieza apenas volvamos al cuartel.

Nadie nos había hablado de nada. Aguirre susurró:

—Mi padre me dio un consejo: “Nunca seas volun­tario para nada. Nunca confíes en ellos. Que no se den cuenta de que existís”.

—Yo tengo mis razones para aceptar —dijo La­ñes—. Las prácticas de fuego antiaéreo se hacen en el grupo de artillería de Mar del Plata. En Ciudadela no tienen campos de tiro, ahí sí. Sueltan unos grandes globos y les disparan con los cañones. Si acertás, te premian con días de franco.

—¿Y con eso qué? —preguntó Aguirre.


—Quiero conocer Mar del Plata.

Un sargento llamó a Aguirre para que fuera a la cocina a pelar papas. Lañes dijo en voz baja, concentrado en el hilo y la aguja:

—Yo nunca vi el mar.

Me pareció milagroso que hubiera algo que no co­nociera y yo sí, algo frente a lo cual no sintiera esa alar­mante familiaridad con la que caminaba por la vida.

Durante un mes habíamos llevado los fusiles des­de el amanecer hasta la noche. Llegó el día en que hubo que cargarlos. Nos repartieron veinte balas a cada uno. Marchamos una hora hasta llegar al campo de tiro. Primero con la rodilla en tierra y luego echados sobre el suelo les disparamos, con viejos y averiados Fals de fabricación belga, a lejanos blancos. Un teniente feli­citó a Lañes, que había sido el mejor tirador de la compañía.

Al día siguiente volvimos al campo de tiro, esta vez para disparar con pistolas. Pero nunca llegamos a ha­cerlo. Desde temprano oficiales y suboficiales habían estado conversando entre ellos. En todo el día nadie nos había insultado ni pateado. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué de pronto nos trataban sin furia ni desprecio, como si el invisible pecado que nos había llevado hasta allí hubiera sido perdonado?

Con Aguirre consultamos a Lañes, que todo lo sabía.

—Acabamos de tomar Malvinas.

-¿Qué?

—Lo que oyen. Se suspende todo.

—¿La práctica de tiro?

Nos miró como a niños:

—La instrucción, el campamento, todo. Volvemos al cuartel.

Uno de los subtenientes que estaban a cargo de nues­tra compañía nos reunió y confirmó la versión de Lañes. Dio una pequeña arenga, pero se notaba que estaba ner­vioso. Otros oficiales, en cambio, lucían exaltados, se abrazaban y reían. En silencio volvimos al campamen­to. Desarmamos las carpas y subimos a los camiones. Cuando partimos, ya era de noche.

Mientras en las tapas de los diarios y en la televi­sión sólo había noticias de triunfos, en el cuartel había constantes rumores de desastres y de muertes. No po­díamos saber nada con certeza: no lo teníamos a Lañes. Todos los que sabían manejar los cañones antiaéreos habían sido movilizados.

Poco después de la rendición me dieron la baja, igual que a casi todos los soldados del país. Volví a la vida civil, dejé de afeitarme y de cortarme el pelo. Ya había empezado la primavera cuando me encontré en la calle con Aguirre. Antes de que tuviera tiempo de preguntar, me dio la mala noticia: Lañes había muerto durante uno de los últimos ataques ingleses, en las afueras de Puerto Argentino.

—Fue poco antes de la rendición, en medio de una retirada. Habían estado tirándoles a los aviones ingle­ses. Cuando los proyectiles daban en el blanco, no estalla­ban. Toda la munición estaba arruinada. Lañes y un soldado clase 62 quedaron en la retaguardia. Estaban terminando de levantar los equipos cuando una bomba los alcanzó.

Yo tenía diecinueve años: no pensé en padres o her­manos, no pensé en la red que une a cada uno con los demás, en el daño de una muerte en otras vidas. Ni si­quiera pensé en el otro caído, el soldado clase 62, Pensé en la muerte de Lañes como un hecho aislado, como si hubiera ocurrido en el interior de un laboratorio o en la superficie de un planeta distante.

Con Lañes la frase del peluquero Luigi no se cum­plía. Él sí había conocido el hambre, el frío y la guerra.

—Le dije que no se ofreciera de voluntario —dijo de pronto Aguirre—. Que nunca confiara en ellos. Él, que sabía todo, ¿cómo no sabía eso? ¿Por qué aceptó?

La pregunta no era para mí. No era para nadie. Igual respondí:

—Quería conocer el mar.


Actividades:

1) Explica por qué el cuento se titula Clase 63.

2) Busca el significado de las siguientes palabras: colimba, recluta, estaquear. Si hay alguna otra

palabra que no sepas, busca su definición.

3) ¿Quiénes son los personajes principales?

4) ¿Qué otros personajes intervienen el relato?

5) ¿Qué “castigos” recibían los de la clase 63?

6) ¿Cuál era el sueño de Pedro Láñez? ¿Pudo cumplirlo? ¿Por qué?

7) ¿Quién narra la historia? Menciona si es narrador omnisciente, protagonista o testigo.

8) ¿Qué opinas acerca de lo que ocurrió en Malvinas?

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