Las muertes, Olga Orozco

 He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la

lluvia,
lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso
de la piel del lagarto,
inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz
de alguna lágrima;
arena sin pisadas en todas las memorias.
Son los muertos sin flores.
No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.
Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.
Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,
mas su destino fue fulmíneo como un tajo;
porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los
infames lechos vendidos por la dicha,
porque solo acataron una ley más ardiente que la ávida
gota de salmuera.
Esa y no cualquier otra.
Esa y ninguna otra.
Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros
de nuestra vida.


“Las muertes” de Olga Orozco: el rostro exasperado de nuestra vida

En su poema Las muertes, Olga Orozco construye una elegía perturbadora y conmovedora para aquellos que han sido condenados no solo a morir, sino también a no ser recordados. No hay aquí heroicidad ni consuelo religioso, ni siquiera la tranquilidad del olvido. Hay algo peor: la invisibilidad. Desde el primer verso, el poema nos enfrenta a “unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia”, una imagen potente que instala la idea de seres expulsados del ciclo natural del recuerdo. La lluvia, tradicionalmente purificadora y vinculada al duelo, no cae sobre ellos. Esos muertos han quedado fuera de la historia, fuera de los rituales, fuera de la piedad.

El poema no ofrece nombres ni identidades; al contrario, subraya lo que no hay: no hay cartas, alianzas, retratos, ni siquiera flores. La ausencia de todo vínculo humano los convierte en una especie de vacío que perturba. Sus lápidas no han sido tocadas “por la piel del lagarto” —una alusión que puede interpretarse como el paso del tiempo natural o incluso como símbolo solar— y sus inscripciones no han merecido “la luz de alguna lágrima”. No hay memoria para ellos; ni siquiera una memoria indiferente. Solo “arena sin pisadas”, un paisaje sin historia.

Este olvido absoluto podría hacernos pensar en vidas inútiles o anónimas, pero Orozco tuerce la perspectiva de modo magistral: si bien sus vidas “se cumplieron sin honor en la tierra”, su muerte fue “fulmínea como un tajo”. Ese tajo no es solo literal: es el destino, es la justicia brutal de los que eligieron una ley distinta, ardiente, irrenunciable. La segunda mitad del poema revela que estos muertos no se vendieron a la dicha, no aceptaron los “infames lechos” del conformismo, del goce comprado, de la paz fácil. Vivieron insomnes, sin descanso, siguiendo una ley más intensa que el sufrimiento físico, más exigente que cualquier mandato externo: “esa y no cualquier otra”.

El final es tan revelador como incómodo: “Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros de nuestra vida.” Lo que parecía una elegía se transforma en una acusación. El poema no los lamenta; los rescata como testigos y denuncias vivientes. Sus muertes, tan desoladas y ardientes, son el reverso de nuestras vidas tal vez tibias, resignadas, adormecidas. Aquellos sin nombre nos enfrentan al rostro que no queremos ver: el de una vida sin coraje, sin ley propia.

Así, Las muertes no es solo una elegía, sino también un poema ético, político y existencial. Orozco recupera a los olvidados y los transforma en jueces mudos. No importa quiénes fueron en términos biográficos: importa lo que encarnaron. El poema nos obliga a preguntarnos si estamos entre los que son llorados... o entre los que se vendieron a la dicha.



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