Aguafuerte de los dos templos: Boca y River, la guerra santa del domingo

Para la Adru, la mejor bostera que tuve la felicidad de conocer:

Hay domingos en que la ciudad no respira: aguanta la exhalación como quien espera un veredicto o una confesión. Buenos Aires se parte al medio, no por política ni por religión, sino por algo más serio: el superclásico.

En una esquina del mundo, allá donde el Riachuelo huele a herrumbre y recuerdos, emerge la Bombonera como un monstruo dormido que sólo despierta con cantos de guerra. Los bosteros bajan en oleadas: vienen de todos lados, de casitas bajas, de conventillos, del tren que rechina, del bondi que vibra con el grito contenido. Huelen a barrio, a lucha, a camiseta con barro, a un Diego con los botines desatados. Dicen que la cancha tiembla, pero no es la estructura: son las almas que patean desde la tribuna. La Bombonera no tiembla, late, como un corazón con arritmia gloriosa.

Del otro lado, por Núñez, se alza el Monumental, majestuoso, prolijo, como un templo griego pasado por escuadra. Allí no se baja: se desfila. El hincha de River camina derecho, elegante, con la remera bien planchada y una copa Libertadores tatuada en la mirada. No grita: declama. No putea: analiza. El gol se celebra como se sirve un vino caro: con elegancia medida y cierto desdén hacia el que no entiende de paladar.

Pero no te confundas, que el millonario también sangra. Cuando le meten un gol en el último minuto, tira el vino al piso, se arranca la camisa y grita con la misma desesperación con la que el bostero se cuelga del alambrado. En el fondo, el fútbol nos iguala: todos lloramos, todos puteamos, todos creemos que el árbitro está comprado cuando nos cobra un penal en contra.

Los bosteros llevan el barro con orgullo. “Somos grasa, pero tenemos aguante”, te dicen con una sonrisa torcida y una bandera de Maradona colgando del alma. Los millonarios, en cambio, se creen herederos de una aristocracia que viste de rojo y blanco. Se jactan de ser el club más grande, el más copero, el más educado. Se burlan de la bosta, pero no soportarían un domingo sin tener un bostero al cual cargar.

Y entonces pasa: se cruzan. En la cancha, en la tele, en la calle. El clásico. El mito. El ring de la patria. No importa si sos kirchnerista o macrista, obrero o abogado, hincha de Chacarita o neutral por cobardía. Todos tienen que tomar partido. Porque en la guerra santa del domingo, nadie es inocente.

Y yo, que no soy ni uno ni otro, que crecí con un viejo que escuchaba los partidos por radio mientras se afeitaba con espuma de jabón, los miro a los dos con ternura. Porque son el reflejo perfecto de esta ciudad rota y maravillosa: River con su obsesión por el estilo, y Boca con su obsesión por la sangre.

Dicen que el cielo es azul y oro, pero los de Núñez aseguran que Dios lleva una banda roja. Tal vez los dos tengan razón. O tal vez el cielo sea el grito de gol de cualquiera de los dos un domingo a las cinco, con el sol bajo y la radio encendida.

Porque en Buenos Aires, el fútbol no se juega, se respira. Y aunque uno pierda y el otro gane, el verdadero triunfo es que esta ciudad, caótica y hermosa, siga latiendo al ritmo de una pelota que no para de rodar.

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