Señales y augurios: supersticiones en la vida cotidiana de la antigua Roma

 En la antigua Roma, la vida cotidiana estaba llena de supersticiones. Los romanos creían que los dioses se comunicaban con ellos a través de pequeños signos, y cualquier gesto o ruido podía ser interpretado como un augurio.

Por ejemplo, un simple estornudo podía cambiar el destino de un día. Si alguien estornudaba, los demás respondían con un “¡Salve!” o “¡Júpiter te proteja!”. De esta manera, lo que hoy nos parece un gesto automático, para ellos era un ritual de buena suerte. Plinio el Viejo lo menciona en su Historia Natural (Libro XXVIII).

Otra costumbre era el miedo al mal de ojo. Para protegerse, los romanos usaban amuletos en forma de falo, llamados fascina, que estaban directamente vinculados con Priapo, el dios de la fertilidad y la protección. Estos amuletos colgaban del cuello de los niños o incluso en las puertas de las casas, convencidos de que su forma grotesca alejaba la envidia y cualquier influencia negativa. Representaban fuerza, virilidad y poder protector, y se creía que, gracias a su vínculo con Priapo, traían buena fortuna y seguridad a quienes los portaban.

También existía la superstición con respecto a los animales. El canto del búho, por ejemplo, era presagio de muerte. Si se escuchaba en un tejado, era señal de desgracia inminente. En cambio, ver golondrinas revoloteando cerca de una casa era augurio de buena fortuna. Virgilio, en la Eneida, utiliza estas imágenes para mostrar cómo los héroes interpretan el destino en cada señal de la naturaleza.

Los días nefastos también eran un asunto serio. Había jornadas en las que no se podía comenzar ninguna actividad importante porque estaban marcadas como de mal agüero. Emprender un viaje o casarse en esas fechas era considerado un error fatal. Ovidio, en su Fastos, detalla estas fechas y los rituales para evitarlas.

Por último, los romanos tenían una obsesión con las palabras y los gestos. Decir la palabra equivocada antes de una batalla, o tropezar al subir un templo, era interpretado como un aviso divino de fracaso. Por eso, los sacerdotes y augures observaban todo con atención.

En definitiva, la superstición formaba parte inseparable de la vida romana. A través de ellas buscaban sentirse en armonía con los dioses y encontrar sentido en lo inesperado. Y aunque hoy nos parezcan exageradas, muchas de estas costumbres todavía nos resultan familiares: ¿quién no toca madera o evita pasar debajo de una escalera?

La importancia de las normas de convivencia y el respeto en el aula

 La escuela es un espacio compartido: nadie aprende en soledad, todos lo hacemos junto a otros. Por eso, además de estudiar, necesitamos aprender a convivir. La convivencia se construye con reglas claras que no son un capricho de los adultos, sino acuerdos básicos para que el aula sea un lugar seguro, donde podamos crecer y sentirnos respetados.

Entre esas normas están la buena conducta y el respeto hacia los demás. Buena conducta significa actuar de manera responsable, cuidando que nuestras acciones no perjudiquen a nadie. Respetar, en cambio, implica reconocer que cada compañero y compañera tiene la misma dignidad que nosotros. Esto se refleja en gestos concretos: no molestar, no burlarse, no agredir, no decir palabras que puedan herir. Las palabras pesan, y a veces una frase desagradable puede doler tanto como un golpe.

Conviene detenernos a pensar: ¿qué buscamos cuando herimos a otro con palabras o actitudes? Muchas veces, quien molesta o se burla en realidad está mostrando que algo no anda bien en su interior: inseguridades, enojos, frustraciones. Agredir a los demás nunca soluciona esos problemas; al contrario, los agrava. Preguntarnos “¿por qué necesito desacreditar a alguien?” es un primer paso para crecer y mejorar.

También debemos pensar en quienes reciben esas burlas o agresiones. Puede ser muy doloroso y despertar una mezcla de tristeza y enojo. No es raro que, después de mucho aguantar, esa persona explote y responda con violencia. Esa reacción es comprensible, porque todos queremos sentirnos defendidos y apoyados. Sin embargo, debemos recordar que responder con golpes o insultos no resuelve el problema; muchas veces lo empeora.

La mejor forma de defenderse no es con violencia, sino con la palabra y la reflexión. A veces es necesario pedir ayuda a un docente, a un preceptor o a un adulto de confianza. Es cierto: los adultos no siempre podemos intervenir en el mismo momento para frenar la situación, pero eso no significa que no nos importe. Escuchar, acompañar, mediar y trabajar con todo el grupo puede ser más valioso y duradero que una intervención inmediata. Lo importante es que nadie se quede callado ni sienta que tiene que soportar en silencio.

También es fundamental entender que todos somos responsables de la convivencia. Si vemos que un compañero o compañera está siendo agredido, no alcanza con mirar para otro lado. Reírse del que agrede o quedarse en silencio equivale a avalar lo que está pasando. Al contrario, podemos elegir apoyar a la persona que está sufriendo, mostrar empatía y dejar en claro que no estamos de acuerdo con la burla ni con la falta de respeto.

En conclusión, las normas de convivencia son mucho más que reglas para evitar castigos: son principios que nos permiten vivir mejor y aprender en un clima sano. Respetar, cuidar nuestras palabras y actuar con reflexión en lugar de violencia nos convierte en un grupo más unido y en personas más justas. En la escuela, como en la vida, la verdadera fuerza no está en lastimar, sino en construir respeto y en encontrar caminos para resolver los conflictos sin herir a nadie.


Actividades

  1. ¿Por qué se dice que lastimar a otros, ya sea con palabras o con burlas, en realidad muestra que “algo no anda bien en nosotros mismos”?

  2. Si un compañero o compañera reacciona con violencia porque está cansado de que lo molesten, ¿qué otras formas de defenderse podría intentar antes de llegar a ese punto?

  3. Cuando somos testigos de una burla o una agresión, ¿qué significa “no ser indiferente”? ¿Cómo podríamos actuar de manera justa y respetuosa en esa situación?


La importancia del dictado en el aula


El dictado es una de las prácticas escolares más antiguas y, al mismo tiempo, más valiosas. A primera vista, podría parecer un simple ejercicio de “escribir lo que otro dice”, pero en realidad encierra mucho más que eso: es un entrenamiento integral de la atención, la memoria y la escritura, que ayuda a cada estudiante a crecer en el manejo del lenguaje.

En primer lugar, el dictado es una herramienta fundamental para mejorar la ortografía. Cada palabra que se escucha y se escribe pone a prueba los conocimientos sobre las reglas ortográficas y obliga a aplicar lo aprendido en situaciones concretas. Cuando un estudiante comete un error en un dictado y luego lo corrige, no solo está borrando una falta: está reforzando su memoria y entrenando su capacidad de escribir con precisión. La práctica constante hace que las reglas dejen de ser algo abstracto y se transformen en un hábito, en una manera natural de expresarse con claridad.

Pero el dictado no se limita a la ortografía. También es un ejercicio de atención y concentración. Mientras se dicta, el alumno debe escuchar con cuidado, retener lo que oye y trasladarlo al papel sin distracciones. En una época en la que las pantallas y la inmediatez dificultan la capacidad de concentrarse, el dictado se convierte en un espacio privilegiado para entrenar la mente en la escucha atenta y en la disciplina del trabajo bien hecho. Esta capacidad de concentración no solo sirve para escribir mejor, sino que también fortalece el rendimiento en todas las demás materias.

Además, el dictado estimula la memoria de trabajo, esa habilidad de recordar una información durante unos segundos para transformarla en acción. Al escuchar una frase, mantenerla en la mente y escribirla correctamente, el estudiante ejercita una destreza que luego le será útil al estudiar, al resolver problemas matemáticos, al preparar una exposición oral o al desenvolverse en la vida cotidiana.

El dictado también enseña a valorar la importancia del detalle. Cada tilde, cada coma, cada punto, cuentan. No se trata solamente de escribir “más o menos bien”, sino de hacerlo con precisión. Y esa atención al detalle, cultivada en el aula a través de los dictados, se proyecta después en la redacción de textos más largos, en la comunicación formal y en cualquier situación en la que sea necesario expresarse por escrito.

Por otro lado, los dictados muestran con claridad que los errores son parte del aprendizaje. Cada equivocación es una oportunidad para detenerse, reflexionar y comprender por qué se escribió de una manera y no de otra. El proceso de corrección, sobre todo cuando se comparte en clase, refuerza el conocimiento y enseña que la escritura es un camino de mejora continua.

Existen, claro, distintas modalidades de dictado. El más habitual es el tradicional, en el que el docente lee y el alumno escribe. Pero también pueden explorarse variantes más dinámicas, como dictados breves con pausas para comentar las dudas ortográficas, o dictados en los que se incluyen signos de puntuación que el estudiante debe decidir por sí mismo. Estas variantes no cambian el propósito central: seguir entrenando la ortografía y la atención, pero de maneras que resulten más atractivas.

En conclusión, el dictado no es un castigo ni una rutina mecánica. Es una herramienta pedagógica de enorme valor, porque combina la práctica de la ortografía con la concentración, la memoria y el hábito del detalle. Al perfeccionarse en los dictados, los estudiantes no solo mejoran su escritura: también fortalecen capacidades que les servirán en toda su vida académica y personal. Por eso, cada vez que se realiza un dictado en clase, conviene verlo como una oportunidad de crecer, de entrenar la mente y de dar un paso más en el camino hacia una comunicación clara, correcta y eficaz.