Adrogué, en un atardecer de verano. En mi recuerdo se confunden ahora la larga crónica
de un odio y su trágico fin con el olor medicinal de los eucaliptos y la voz de los
pájaros.
Hablamos, como siempre, de la entreverada historia de las dos patrias. Me dijo que sin
duda yo tenía mentas de Juan Patricio Nolan, que había ganado fama de valiente, de
bromista y de pícaro. Le contesté, mintiendo, que sí. Nolan había muerto hacia el
noventa, pero la gente seguía pensando en él como en un amigo. Tuvo también sus
detractores, que nunca faltan. Me contó una de sus muchas diabluras. El hecho había
ocurrido poco antes de la batalla de Manantiales; los protagonistas eran dos gauchos de
Cerro Largo, Manuel Cardoso y Carmen Silveira.
¿Cómo y por qué se gestó su odio? ¿Cómo recuperar, al cabo de un siglo, la oscura
historia de dos hombres, sin otra fama que la que les dio su duelo final? Un capataz del
padre de Reyles, que se llamaba Laderecha y "que tenía un bigote de tigre", había
recibido por tradición oral ciertos pormenores que ahora traslado sin mayor fe, ya que el
olvido y la memoria son inventivos.
Manuel Cardoso y Carmen Silveira tenían sus campitos linderos. Como el de otras
pasiones, el origen de un odio siempre es oscuro, pero se habla de una porfía por
animales sin marcar o de una carrera a costilla, en la que Silveira, que era más fuerte,
había echado a pechazos de la cancha al parejero de Cardoso. Meses después ocurría, en
el comercio del lugar, una larga trucada mano a mano, de quince y quince; Silveira
felicitaba a su contrario casi por cada baza, pero lo dejó al fin sin un cobre. Cuando
guardó la plata en el tirador, agradeció a Cardoso la lección que le había dado. Fue
entonces, creo, que estuvieron a punto de irse a las manos. La partida había sido muy
reñida; los concurrentes, que eran muchos, los desapartaron. En esas asperezas y en
aquel tiempo, el hombre se encontraba con el hombre y el acero con el acero; un rasgo
singular de la historia es que Manuel Cardoso y Carmen Silveira se habrán cruzado en
las cuchillas más de una vez, en el atardecer y en el alba, y que no se batieron hasta el
fin. Quizá sus pobres vidas rudimentarias no poseían otro bien que su odio y por eso lo
fueron acumulando. Sin sospecharlo, cada uno de los dos se convirtió en esclavo del
otro.
Ya no sé si los hechos que narraré son efectos o causas. Cardoso, menos por amor que
por hacer algo, se prendó de una muchacha vecina, la Serviliana; bastó que se enterara
Silveira para que la festejara a su modo y se la llevara a su rancho. Al cabo de unos
meses la echó porque ya lo estorbaba. La mujer, despechada, quiso buscar amparo en lo
de Cardoso; éste pasó una noche con ella y la despidió al mediodía. No quería las sobras
del otro.
Fue por aquellos años que sucedió, antes o después de la Serviliana, el incidente del
ovejero. Silveira le tenía mucho apego y le había puesto Treinta y Tres como nombre.
Lo hallaron muerto en una zanja; Silveira no dejó de maliciar quién se lo había
envenenado.
Hacia el invierno del 70, la revolución de Aparicio los encontró en la misma pulpería de
la trucada. A la cabeza de un piquete de montoneros, un brasilero amulatado arengó a
los presentes, les dijo que la patria los precisaba, que la opresión gubernista era
intolerable, les repartió divisas blancas y, al cabo de ese exordio que no entendieron,
arreó con todos. No les fue permitido despedirse de sus familias. Manuel Cardoso y
Carmen Silveira aceptaron su suerte; la vida del soldado no era más dura que la vida del
gaucho. Dormir a la intemperie, sobre el recado, era algo a lo que ya estaban hechos;
matar hombres no le costaba mucho a la mano que tenía el hábito de matar animales. La
falta de imaginación los libró del miedo y de la lástima, aunque el primero los tocó
alguna vez, al iniciar las cargas. El temblor de los estribos y de las armas es una de las
cosas que siempre se oyen al entrar en acción la caballería. El hombre que no ha sido
herido al principio ya se cree invulnerable. No extrañaron sus pagos. El concepto de
patria les era ajeno; a pesar de las divisas de los chambergos, un partido les daba lo
mismo que otro. Aprendieron lo que se puede hacer con la lanza. En el curso de
marchas y contramarchas, acabaron por sentir que ser compañeros les permitía seguir
siendo rivales. Pelearon hombro a hombro y no cambiaron, que sepamos, una sola
palabra.
En el otoño del 71, que fue pesado, les llegaría el fin.
El combate, que no duraría una hora, ocurrió en un lugar cuyo nombre nunca supieron.
Los nombres los ponen después los historiadores. La víspera, Cardoso se metió
gateando en la carpa del jefe y le pidió en voz baja que si al día siguiente ganaban, le
reservara algún colorado, porque él no había degollado a nadie hasta entonces y quería
saber cómo era. El superior le prometió que si se conducía como un hombre, le haría ese
favor.
Los blancos eran más, pero los otros disponían de mejor armamento y los diezmaron
desde lo alto de un cerro. Al cabo de dos cargas inútiles que no llegaron a la cumbre, el
jefe, herido de gravedad, se rindió. Ahí mismo, a su pedido, lo despenaron.
Los hombres depusieron las armas. El capitán Juan Patricio Nolan, que comandaba a los
colorados, ordenó con suma prolijidad la consabida ejecución de los prisioneros. Era de
Cerro Largo y no desconocía el rencor antiguo de Silveira y Cardoso. Los mandó buscar
y les dijo:
—Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se andan buscando desde hace rato. Les
tengo una buena noticia; antes que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más
toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios
quién ganará.
El soldado que los había traído se los llevó.
La noticia no tardó en cundir por todo el campamento. Nolan había resuelto que la
carrera coronaría la función de esa tarde, pero los prisioneros le mandaron un delegado
para decirle que ellos también querían ser testigos y apostar a uno de los dos. Nolan,
que era hombre razonable, se dejó convencer; se cruzaron apuestas de dinero, de
prendas de montar, de armas blancas y de caballos, que serían entregados a su tiempo a
las viudas y deudos. El calor era inusitado; para que nadie se quedara sin siesta,
demoraron las cosas hasta las cuatro. (Les dio trabajo recordar a Silveira.) Nolan, a la
manera criolla, los tuvo esperando una hora. Estaría comentando la victoria con otros
oficiales; el asistente iba y venía con la caldera.
A cada lado del camino de tierra, contra las carpas, aguardaban las filas de prisioneros,
sentados en el suelo, con las manos atadas a la espalda, para no dar trabajo. Uno que
otro se desahogaba en malas palabras, uno dijo el principio del Padrenuestro, casi todos
estaban como aturdidos. Naturalmente, no podían fumar. Ya no les importaba la carrera,
pero todos miraban.
—A mí también me van a agarrar de las mechas —dijo uno, envidioso.
—Sí, pero en el montón—reparó un vecino.
—Como a vos —el otro le retrucó.
Con el sable, un sargento marcó una raya a lo ancho del camino. A Silveira y a Cardoso
les habían desatado las muñecas, para que no corrieran trabados. Un espacio de más de
cinco varas quedaba entre los dos. Pusieron los pies en la raya; algunos jefes les
pidieron que no les fueran a fallar, porque les tenían fe y las sumas que habían apostado
eran de mucho monto.
A Silveira le tocó en suerte el Pardo Nolan, cuyos abuelos habían sido sin duda esclavos
de la familia del capitán y llevaban su nombre; a Cardoso, el degollador regular, un
correntino entrado en años, que para serenar a los condenados solía decirles, con una
palmadita en el hombro: "Ánimo, amigo; más sufren las mujeres cuando paren".
Tendido el torso hacia adelante, los dos hombres ansiosos no se miraron.
Nolan dio la señal.
Al Pardo, envanecido por su actuación, se le fue la mano y abrió una sajadura vistosa
que iba de oreja a oreja; al correntino le bastó con un tajo angosto. De las gargantas
brotó el chorro de sangre; los hombres dieron unos pasos y cayeron de bruces. Cardoso,
en la caída, estiró los brazos. Había ganado y tal vez no lo supo nunca.
FIN
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