Al formular esta pregunta, a primera vista muy ingenua, pero de enorme trascendencia, el director (del British Weekly), un tanto insidiosamente, ha tendido un lazo a sus corresponsales. Sólo tras alguna reflexión y análisis despierta el escritor y se encuentra pergeñando una suerte de autobiografía o, lo que acaso sea peor, un capítulo sobre ese agraciado hermano pequeño que todos tuvimos alguna vez y hemos perdido y llorado, el hombre que debíamos haber sido, el que anhelábamos ser. Pero cuando hemos dado nuestra palabra (incluso tratándose de un director) debiéramos, en lo posible, mantenerla; y si en ocasiones soy juicioso y digo poco y en otras débil y digo demasiado, hágase responsable al hombre que me embaucó.
Los libros más decisivos y de influencia más duradera son las novelas. No atan al lector a un dogma que más tarde resulte ser inexacto, ni le enseñan lección alguna que deba posteriormente desaprender. Repiten, reestructuran, esclarecen las lecciones de la vida; nos alejan de nosotros mismos reduciéndonos a conocer a nuestro prójimo; y muestran la trama de la experiencia, no como aparece a nuestros ojos, sino singularmente transformada, toda vez que nuestro ego monstruoso y voraz ha sido momentáneamente eliminado. A tal fin han de ser razonablemente fieles a la comedia humana; y cualesquiera obras de tal naturaleza sirven al propósito de instruirnos. Mas de la andadura de nuestra formación intelectual dan mejor cuenta esos poemas y relatos en que se respira una atmósfera espiritual tolerante y se descubren personajes caritativos y desprendidos. Shakespeare ha sido para mí extremadamente valioso. Pocos amigos han ejercido sobre mí una influencia tan profunda como Hamlet o Rosalinda. En fecha que estimo memorable, tuve la inmensa dicha de contemplar a esta última, por quien ya sintiera especial devoción a través de la lectura, encarnada por Mrs. Scott Siddons. Nada me ha conmovido, agradado y rejuvenecido tanto; y su influjo tampoco se ha desvanecido. La breve tirada de Kent reclinado sobre Lear moribundo me causó una profunda impresión y fue durante mucho tiempo objeto de mis reflexiones, tanta era la profunda y conmovedora riqueza de significado, tan abrumadora su fuerza expresiva. Además de Shakespeare, acaso mi mejor y más entrañable amigo sea D'Artagnan, el viejo D'Artagnan del Vicomte de Bragelonne. No conozco alma más humana ni, en su estilo, más exquisita; inspira lástima el hombre de hábitos tan pedantes que no pueda aprender nada del capitán de los Mosqueteros. Por último mencionaré El Progreso del Peregrino, libro cuajado de emociones bellas y valiosas.
Sin embargo, bien poco puede decirse de las obras de arte; su influencia, como la influencia de la naturaleza, es honda y silenciosa; su trato nos moldea; apuradas hasta la última gota como un vaso de agua, nos hacen mejores sin que comprendamos cómo. Es en los libros más específicamente didácticos donde podemos rastrear este efecto, percibir, sopesar y comparar. Un libro muy importante para mí cayó tempranamente en mis manos, y puede por ello aparecer en primer lugar, si bien su influencia sólo se dejó sentir posteriormente y tal vez continúe obrando, pues es una creación a la que no se sobrevive con facilidad: me refiero a los ensayos de Montaigne. Esta visión sosegada y afable de la existencia es un inmenso regalo para cualquier hombre de nuestro tiempo; en sus risueñas páginas hallará un depósito de sabiduría y heroísmo, todo ello impregnado de un saber de época; removerán sus "buenas costumbres" y sus acaloradas ortodoxias y (si en algún modo posee talento para la lectura) advertirá que no sin una buena razón o fundamento; y (repito, si posee talento para la lectura) llegará a descubrir en ese venerable caballero una personalidad diez veces más delicada y con una visión de la existencia diez veces más noble que la suya o la de sus contemporáneos.
Cronológicamente, el libro que a continuación ejerció en mí su influencia fue el Nuevo Testamento, y muy especialmente el Evangelio de San Mateo. Estoy seguro de que aquel que, con un pequeño esfuerzo de imaginación, lo lea de nuevas y no monótona y tediosamente como si de un texto de la Biblia se tratara, se sentirá asombrado y conmovido. Descubrirá entonces esas verdades que tan cortésmente aparentamos conocer como humildemente nos cuidamos de ejercitar. Pero en este punto tal vez sea mejor guardar silencio.
Llega el turno de Leaves of Grass, de Whitman, libro de especial utilidad, pues ante mis ojos puso el mundo patas arriba, disipó mil telarañas de espejismos éticos y burgueses y, habiendo de tal suerte demolido mi tabernáculo de falsedades, me asentó sobre sólidos cimientos de virtudes viriles y primitivas. No obstante, una vez más, es un libro sólo indicado para aquellos que poseen talento para la lectura. Seré franco; creo que esto sucede con todo buen libro, salvo quizá con las novelas. El hombre común vive y ha de vivir de una manera tan convencional, que la verdad en cargas de pólvora contribuye más a desmantelar su credo que a fortalecerlo. O bien clama al cielo por la blasfemia y la inmoralidad reinantes y se acurruca junto al idolillo de medias verdades y convencionalismos que constituyen la divinidad de nuestro tiempo, o bien, seducido por lo nuevo, olvida lo antiguo y se convierte él mismo en un hombre verdaderamente inmoral y blasfemo. Una verdad nueva sólo es útil como complemento de la antigua; una verdad tosca sólo sirve para vigorizar, nunca para destruir, nuestros a menudo elegantes y cívicos convencionalismos. Aquel que no sepa juzgar, limítese a la lectura de novelas y periódicos. Le harán poco daño, y al menos de aquéllas sacará algún provecho. Poco después de mi descubrimiento de Whitman, vine a caer bajo la influencia de Herbert Spencer. No existe rabino más persuasivo, y pocos que sean mejores. Sería bastante curioso estudiar qué parte de la vasta estructura de su obra resistirá a la acción del tiempo, cuánto en ella es barro y cuánto cobre. Sus palabras, aunque lacónicas, siempre son viriles y honestas; en sus páginas alienta un espíritu de extrema alegría abstracta, reducido a la desnudez del símbolo algebraico mas, con todo, alegre; y en ella encontrará el lector un caput mortuum de devoción, con pocos de sus encantos, pero buena parte de sus esencias; y de la misma manera que estas dos cualidades hacen de él un escritor íntegro, su vigor intelectual confiere fuerza a su obra. No sería yo mejor que un perro si olvidara mi gratitud hacia Herbert Spencer.
Cuando la leí por primera vez, La vida de Goethe, de Lewes, significó mucho para mí; extraño ejemplo éste de parcialidad de lo que sea beneficioso o perjudicial para el hombre. No conozco a nadie por quien sienta menor admiración que por Goethe; parece el resumen de todos los pecados del genio cuando abre de par en par las puertas de la vida privada hiriendo gratuitamente a sus amigos en esa ofensa cumbre que es el Werther, y como persona, boceto de Napoleón a lápiz y plumilla, es tan consciente de los derechos y deberes de los talentos superiores como un inquisidor español lo estuviera de los de su cargo. Y sin embargo, ¡cuántas lecciones se contienen en la exquisita devoción a su arte, en la sincera y servicial amistad para con Schiller! La biografía, de suyo infiel a su cometido, desarrolla por una vez tareas propias de la novelística, recordándonos el abigarrado tejido de la naturaleza humana y cómo enormes defectos y encomiables virtudes concurren y se perpetúan en un mismo carácter. En este sentido, aunque solamente para aquellos que, bajo formas extrañas, a menudo disfrazadas y con extraños nombres, no pocas veces cambiados, reconocen sus propios defectos y virtudes, las fuentes de la historia son de gran utilidad, no así las obras del divulgador popular, obligado por la naturaleza misma de su oficio a hacernos sentir más la diferencia de épocas que la identidad esencial del hombre. Marcial es un poeta poco estimado, pero la lectura desapasionada de sus obras y el hallazgo en los pasajes más graves de este impresentable bufón de la imagen de un caballero amable, sabio y respetable, invita a reflexionar. Sospecho que ya es costumbre en el lector de Marcial pasar por alto estos versos placenteros; al menos nunca oí hablar de ellos hasta que yo mismo los descubrí; y esta parcialidad es una entre las mil ideas que contribuyen a alimentar nuestra concepción histérica y distorsionada del gran imperio romano.
Ello nos conduce de un modo natural a un libro noble: Las Meditaciones, de Marco Aurelio. Su desapasionada gravedad, la ternura, el noble olvido de sí mismo allí expresados y pródigamente practicados en vida del autor, hacen de éste un libro extraordinario. Nadie podrá leerlo sin sentirse conmovido. Con todo, en escasas, rarísimas ocasiones, apela a los sentimientos, esas cualidades humanas tan volubles y tornadizas. Su alcance es más profundo; su lección más honda. Una vez leído, pervive el recuerdo del hombre; como si hubiésemos rozado una mano leal, mirado a unos ojos intrépidos y sellado una noble amistad; desde ese momento, un nuevo vínculo nos une a la vida y al culto de la virtud.
A continuación quizá debiera figurar Wordsworth. Todos hemos padecido la influencia de Wordsworth, aunque es difícil precisar en qué medida. Una inocencia singular, la alegría áspera y adusta, la visión de las estrellas, "el silencio sobre colinas solitarias", el frío estremecimiento de la madrugada, impregnan toda su obra y le confieren un atractivo especial para nuestras mejores cualidades. No creo que se aprenda lección alguna; ni hace falta -a Mill tampoco- coincidir con sus creencias; no obstante, el hechizo está conjurado. Tales son los mejores maestros: un dogma aprendido es un nuevo error, sin que sean mejores los ya conocidos; pero un espíritu que se comunica es una posesión eterna. Estos maestros se elevan por encima del campo de la enseñanza al plano del arte; se comunican a sí mismos lo mejor de sí mismos.
No me perdonaría si olvidase El Egoísta. Arte, si queréis, aunque en propiedad pertenezca al arte didáctico, ocupa entre las novelas que he leído (y han sido muchas) un lugar primordial. Descubrimos al Natán del contemporáneo David; una sátira que lleva la sangre al rostro de los hombres. La sátira, esa visión airada de los defectos humanos, no es gran arte; todos tenemos motivos para estar irritados con nuestro prójimo; y en realidad deseamos que se nos muestren no tanto los defectos que tan bien conocemos como las virtudes a las que estamos demasiado ciegos. Y El Egoísta es una sátira; esto hay que concedérselo; empero, es una sátira de singular calidad, pues nada dice de la brizna de paja evidente en el ojo ajeno, comprometida como está de principio a fin con la viga invisible en el propio. Tú eres la presa; éstos son tus defectos arrastrados a la luz y numerados con justicia, cruel sagacidad y prolongada complacencia. Según tengo entendido, un joven amigo de Meredith se acercó a éste en su lecho de muerte. "¡Qué impropio de usted!", exclamó. "¡Willoughby soy yo!" "No, mi querido amigo", dijo el autor; "él es todos nosotros". He leído El Egoísta cinco o seis veces y tengo la intención de volverlo a leer; pues como el joven amigo de la anécdota, tengo a Willoughby por un enmascaramiento cobarde, aunque extremadamente servicial de mí mismo.
Sospecho que, al terminar, descubriré haber omitido muchas influencias, pues ya compruebo que he olvidado a Thoreau, a Hazlitt, cuyo ensayo sobre El espíritu de las obligaciones dio a mi vida un rumbo decisivo. A Penn, cuyo librito de aforismos fue una honda aunque breve influencia, y Las narraciones del Japón Antiguo, de Mitford, donde por primera vez oí hablar de la más adecuada actitud de un ser racional para con las leyes de su país, secreto descubierto y preservado en las islas Asiáticas. Rendirles debido homenaje es más de lo que de mí puede esperarse o el editor desear. Después de lo mucho que me he extendido sobre libros instructivos, hace más al caso decir una o dos palabras sobre el lector como sujeto educable. El talento para la lectura, como he dado en llamarlo, nu es corriente ni, por lo general, comprendido. Consiste en primer término en una amplia dotación intelectual -una gracia, me parece la palabra más apropiada-, por la cual el hombre llega a comprender que no tiene sistemáticamente la razón, ni que aquellos de quienes difiere están siempre absolutamente equivocados. Cabe sostener dogmas; cabe defenderlos apasionadamente; cabe incluso saber que otros lo hacen con frialdad, o que ni siquiera los tienen. Pues bien, en posesión de talento para la lectura, los dogmas ajenos están llenos de sustancia. Son los hombres que postulan una verdad diferente o, como solemos creer, una peligrosa mentira quienes pueden ensanchar nuestro reducido campo de conocimiento y despertar nuestras conciencias abotargadas. Lo que es completamente nuevo, descaradamente falso, o muy peligroso, pone a prueba al lector. Si éste intenta aprehender su significado, la verdad que lo redime, posee talento; lea, pues. Mas si, por el contrario, se siente herido u ofendido o clama contra el desvarío del autor, hará mejor en tomarle gusto a los periódicos; nunca será lector.
Y en este punto, con toda la fuerza ilustrativa de que me sienta capaz y expuesta ya mi verdad a medias, doy entrada a su opuesta. Pues al cabo somos recipientes de muy limitado contenido. No todos los hombres pueden leer todos los libros; sólo en unos pocos escogidos hallará cualquier hombre el alimento que le ha sido destinado; y las lecciones más decisivas son también las más sabrosas, y reciben buena acogida en nuestra inteligencia. Así lo aprende el escritor y pronto es éste su principal sostén; continúa sentando cátedra, impertérrito; pero en lo más profundo de su corazón sabe que la mayoría de sus palabras son manifiestamente falsas, muchas confusas, no pocas ofensivas y las menos de muy escasa utilidad; pero sabe también que, en manos de un lector genuino, sus palabras serán medidas y cribadas hasta asimilar las que le convengan; y que en manos del lector poco inteligente caerán en oídos sordos, mudas e inarticuladas, ocultando su secreto como si nunca las hubiera escrito.
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