Mathilde sacó su agenda
y escribió: «El tipo que está sentado a mi izquierda empieza a tocarme las
narices».
Bebió un sorbo de
cerveza y volvió a echar una ojeada a su vecino, un tipo enorme que daba
golpecitos con los dedos en la mesa desde hacía diez minutos.
Añadió en la agenda:
«Está sentado demasiado cerca de mí, como si nos conociéramos, aunque jamás le
había visto. Estoy segura de que no le había visto jamás. No se puede contar
nada más de este tipo que lleva gafas negras. Estoy en la terraza del Café
Saint-Jacques y he pedido una caña. La bebo. Me concentro en la cerveza. No
tengo nada mejor que hacer».
El vecino de Mathilde
siguió tecleando.
—¿Pasa algo? —preguntó
Mathilde.
Mathilde tenía la voz
grave y muy cascada. El hombre dedujo que era una mujer y que fumaba todo lo
que podía.
—Nada, ¿por qué?
—preguntó el hombre.
—Me está empezando a
poner nerviosa verle tamborilear en la mesa. Hoy me crispa todo.
Mathilde acabó la cerveza.
Todo le parecía insulso, sensación típica de los domingos. Mathilde tenía la
impresión de que sufría más que los demás ese mal bastante común que ella
llamaba «el mal del séptimo día».
—Tiene usted
aproximadamente cincuenta años, ¿verdad? —preguntó el hombre sin apartarse de
ella.
—Es posible —dijo
Mathilde.
No le hizo ninguna
gracia. ¿Qué podía importarle a ese tipo? En ese instante acababa de descubrir
que el chorrillo de agua de la fuente de enfrente, desviado por el viento,
mojaba el brazo de un ángel esculpido más abajo, y esos eran seguramente
instantes de eternidad. En realidad, el tipo estaba a punto de estropearle el
único instante de eternidad de su séptimo día.
Y además, normalmente le
echaban diez años menos. Se lo dijo.
—¿Qué importa? —dijo el
hombre—. Yo no sé valorar las cosas como los demás, pero supongo que es usted
más bien guapa, ¿o me equivoco?
—¿Acaso hay algo raro en
mi cara? No parece usted muy convencido —dijo Mathilde.
—Sí —dijo el hombre—,
supongo que es usted guapa, pero no puedo jurarlo.
—Haga lo que quiera
—dijo Mathilde—. De todas formas usted sí es guapo, y puedo jurarlo si le sirve
de algo. En realidad siempre sirve. Y ahora voy a dejarle. Realmente hoy estoy
demasiado crispada para desear hablar con tipos como usted.
—Yo tampoco estoy muy
relajado. Iba a ver un apartamento para alquilar y ya lo habían cogido. ¿Y
usted?
—He dejado escapar a
alguien que me interesaba.
—¿Una amiga?
—No, una mujer a la que
he seguido en el metro. Había tomado un montón de notas y, de repente, la he
perdido. ¿Lo ve?
—No. No veo nada.
—No lo intenta, eso es
lo que pasa.
—Es evidente que no lo
intento.
—Es usted un hombre
patético.
—Sí, soy patético y,
además, ciego.
—Dios mío —dijo
Mathilde—, lo siento.
El hombre se volvió
hacia ella con una sonrisa bastante perversa.
—¿Por qué lo siente?
—dijo—. De todas formas usted no tiene la culpa.
Mathilde se dijo que
debería dejar de hablar, pero también sabía que no lo conseguiría.
—¿De quién es la culpa?
—preguntó.
El ciego guapo, como
Mathilde ya le había llamado en su pensamiento, se volvió casi de espaldas.
—De una leona que
disequé para entender el sistema de locomoción de los felinos. ¡A quién carajo
le importa el sistema locomotor de los felinos! Unas veces me decía: «Es
formidable», y otras pensaba: «Maravilloso, los leones caminan, retroceden,
saltan, y eso es todo lo que hay que saber». Un día, hice un movimiento torpe
con el escalpelo...
—Y le salpicó.
—Así fue. ¿Cómo lo sabe?
—Hubo un chico, el que
construyó la columnata del Louvre, que murió así, por culpa de un pajarraco
podrido extendido sobre una mesa. Pero fue hace mucho tiempo y era un
pajarraco. Realmente es muy grande la diferencia.
—Pero la putrefacción es
la putrefacción. La putrefacción me saltó a los ojos y me vi lanzado a la
oscuridad. Todo terminó, ya no podía ver. Mierda.
—Una leona asquerosa. Yo
conocí un animal así. ¿Cuánto tiempo hace?
—Once años. Si fuera
posible, seguro que en este momento la leona seguiría riéndose a carcajadas.
Bueno, ahora yo también me río a veces. Pero no entonces. Un mes después volví
al laboratorio y lo destrocé todo, esparcí putrefacción por todas partes,
quería que la putrefacción saltara a los ojos de todo el mundo y lancé por los
aires todo el trabajo del equipo sobre la locomoción de los felinos. Por
supuesto, no logré la menor satisfacción. Estaba decepcionado.
—¿De qué color eran sus
ojos?
—Negros como vencejos,
negros como las hoces del cielo.
—Y ahora, ¿cómo son?
—Nadie se ha atrevido a
describírmelos. Negros, rojos y blancos, creo. A la gente se le hace un nudo en
la garganta cuando los ve. Imagino que el espectáculo es espeluznante. Jamás me
quito las gafas.
—Pues yo quiero verlos
—dijo Mathilde—, si realmente usted quiere saber cómo son. A mí lo espeluznante
no me impresiona.
—Eso dicen y luego
lloran.
—Un día, haciendo
submarinismo, un tiburón me mordió la pierna.
—De acuerdo, no debe de
ser muy agradable.
—¿Qué es lo que más
siente no poder ver?
—Sus preguntas me matan.
No vamos a hablar de leones, tiburones y bichos asquerosos todo el día,
¿verdad?
—No, por supuesto que
no.
—Echo de menos a las
chicas. Es normal.
—¿Las chicas se fueron
después de la leona?
—Eso parece. Usted no me
ha dicho por qué seguía a esa mujer.
—Por nada. Yo sigo a
cantidad de gente, ¿sabe? Es más fuerte que yo.
—¿Su amante se fue
después del tiburón?
—Se fue y vinieron
otros.
—Es usted una mujer
singular.
—¿Por qué lo dice? —dijo
Mathilde.
—Por su voz.
—¿Qué oye usted en las
voces?
—¡Vamos, no puedo
decírselo! ¿Qué me quedaría, Dios mío? Señora, hay que dejar algo al ciego
—dijo el hombre sonriendo.
Se levantó para
marcharse. Ni siquiera se había terminado su copa.
—Espere. ¿Cómo se llama?
—dijo Mathilde.
El hombre titubeó.
—Charles Reyer —dijo.
—Gracias. Yo me llamo
Mathilde.
El ciego guapo dijo que
era un nombre bastante elegante, que la reina Mathilde había reinado en
Inglaterra en el siglo XII, y luego se fue, guiándose con un dedo a lo largo de
la pared. A Mathilde le importaba un carajo el siglo XII y vació la copa del
ciego frunciendo el ceño.
Durante mucho tiempo,
semanas enteras, en el transcurso de sus excursiones por las aceras, Mathilde
buscó al mismo tiempo al ciego guapo con el rabillo del ojo. No le encontró. Le
calculaba treinta y cinco años.
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