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Cuestionario (para la evaluación)
Prólogo
La historia del regreso de Odiseo al reino de Ítaca tras una ausencia de veinte años es conocida principalmente gracias a la Odisea de Homero. Se supone que Odiseo pasó la mitad de esos años combatiendo en la guerra de Troya y la otra mitad navegando por el mar Egeo, tratando de volver a su tierra natal, soportando penalidades, venciendo o esquivando monstruos y acostándose con diosas. Se ha hablado mucho del «astuto Odiseo»: tiene fama de mentiroso convincente y artista del disfraz, de hombre que vive de su ingenio, que idea estrategias y trampas y a veces hasta se pasa de listo. Lo protege y ayuda Palas Atenea, una diosa que admira su aguda inventiva.
En la Odisea se describe a Penélope —hija de Icario de Esparta y prima de la hermosa Helena de Troya— como la esposa fiel por excelencia, una mujer célebre por su inteligencia y lealtad. Además de llorar y rezar por el regreso de su esposo, engaña con astucia a los numerosos pretendientes que asedian el palacio y consumen los bienes de Odiseo con objeto de obligarla a casarse con uno de ellos. Penélope no sólo los engatusa con falsas promesas, sino que teje un sudario que desteje por la noche, aplazando la elección del pretendiente hasta haber terminado su labor. Parte de la Odisea trata de los problemas de Penélope con su hijo adolescente, Telémaco, que se ha propuesto plantar cara no sólo a los molestos y peligrosos pretendientes sino también a su madre. El libro termina con la matanza de los pretendientes por Odiseo y Telémaco, el ahorcamiento de doce criadas que se acostaban con los pretendientes y el reencuentro de Odiseo y Penélope.
Pero la Odisea de Homero no es la única versión de la historia. Originariamente, el material mítico era oral, y también local (los mitos se contaban de forma completamente distinta en diferentes lugares). Así pues, he recogido material de otras fuentes, sobre todo relacionado con los orígenes de Penélope, los primeros años de su vida y su matrimonio y los escandalosos rumores que circulaban sobre ella.
Me he decantado por dejar que fueran Penélope y las doce criadas ahorcadas quienes contaran la historia. Las criadas forman un coro que canta y recita y que se centra en dos preguntas que cualquier lector se plantearía tras una lectura mínimamente atenta de la Odisea: ¿cuál fue la causa del ahorcamiento de las criadas?, y ¿qué se traía entre manos Penélope? La historia como se cuenta en la Odisea no se sostiene: hay demasiadas incongruencias. Siempre me han intrigado esas criadas ahorcadas, y en Penélope y las doce criadas a ella le ocurre lo mismo.
1
Un arte menor
«Ahora que estoy muerta lo sé todo», esperaba poder decir; pero, como tantos otros de mis deseos, éste no se hizo realidad. Sólo sé unas cuantas patrañas que antes no sabía. Huelga decir que la muerte es un precio demasiado alto para la satisfacción de la curiosidad.
Desde que estoy muerta —desde que alcancé este estado en que no existen huesos, labios, pechos— me he enterado de algunas cosas que preferiría no saber, como ocurre cuando escuchas pegado a una ventana o cuando abres una carta dirigida a otra persona. ¿Creéis que os gustaría poder leer el pensamiento? Pensadlo dos veces.
Aquí abajo todo el mundo llega con un odre, como los que se usan para guardar los vientos, pero cada uno de esos odres está lleno de palabras: palabras que has pronunciado, palabras que has oído, palabras que se han dicho sobre ti. Algunos odres son muy pequeños, y otros más grandes; el mío es de tamaño mediano, aunque muchas de las palabras que contiene se refieren a mi ilustre esposo. Cómo me engañó, dicen algunos. Ésa era una de sus especialidades: engañar a la gente. Siempre se salía con la suya. Otra de sus especialidades era escabullirse.
Era sumamente convincente. Muchos han creído que su versión de los acontecimientos era la verdadera, sin detenerse a contar con rigor el número de asesinatos, de seductoras beldades, de monstruos de un solo ojo. Hasta yo le creía, a veces. Sabía que mi esposo era astuto y mentiroso, pero no esperaba que me hiciera jugarretas ni que me contara mentiras. ¿Acaso no había sido yo fiel? ¿No había esperado y seguido esperando pese a la tentación —casi la obligación— de hacer lo contrario? ¿Y en qué me convertí cuando ganó terreno la versión oficial? En una leyenda edificante. En un palo con el que pegar a otras mujeres. ¿Por qué no podían ellas ser tan consideradas, tan dignas de confianza, tan sacrificadas como yo? Ésa fue la interpretación que eligieron los rapsodas, los recitadores de historias. «No sigáis mi ejemplo», me gustaría gritaros al oído. ¡Sí, a vosotras! Pero, cuando intento gritar, parezco una lechuza.
Sí, claro que tenía sospechas: de su sagacidad, de su astucia, de su zorrería, de su… ¿cómo explicarlo? De su falta de escrúpulos. Pero hacía la vista gorda. Mantenía la boca cerrada; y si la abría, era para elogiarlo. No lo contradecía, no le planteaba preguntas delicadas, no trataba de obtener detalles. En aquella época me interesaban los finales felices, y la mejor forma de conseguir un final feliz es mantener bien cerradas las puertas y echarse a dormir durante las refriegas.
Sin embargo, una vez pasados los principales sucesos, y cuando las cosas ya habían perdido su aire de leyenda, me di cuenta de que mucha gente se reía a mis espaldas. Se burlaban de mí y hacían chistes de todo tipo, inocentes y groseros; me estaban convirtiendo en una historia, o en varias, aunque no en la clase de historias que me habría gustado que contaran. ¿Qué puede hacer una mujer cuando se extienden por el mundo chismes escandalosos sobre ella? Si se defiende, parece que reconozca su culpabilidad. Así que decidí esperar un poco más.
Ahora que todos los demás se han quedado ya sin aliento, me toca a mí contar lo ocurrido. Me lo debo a mí misma. No me ha resultado fácil convencerme de ello: la narración de cuentos es un arte menor. A las ancianas les encanta, como a los vagabundos, a los cantores ciegos, a las sirvientas, a los niños: gente con tiempo. En otra época se habrían reído si yo hubiera intentado reconvertirme en aedo, pues no hay nada más ridículo que un aristócrata metido a artista, pero ¿qué importa ahora la opinión pública? ¿Qué valor tiene la opinión de la gente que hay aquí abajo: la opinión de las sombras, de los ecos? Así que voy a tejer mi propia versión.
El inconveniente es que no tengo boca para hablar. No puedo hacerme entender en vuestro mundo, el mundo de cuerpos, lenguas y dedos; y la mayor parte del tiempo no hay nadie que me escuche en vuestra orilla del río. Si alguno de vosotros alcanza a oír algún susurro, algún chillido, confunde mis palabras con el ruido de los juncos secos agitados por la brisa, con el de los murciélagos al anochecer, con una pesadilla.
Pero siempre he sido una mujer decidida. Paciente, decían. Me gusta ver las cosas acabadas.
2
Coro: Canción de saltar a la cuerda
somos las criadas
que mataste
las criadas traicionadas
colgadas en el aire
quedamos agitando
los desnudos pies
tú te desahogabas
con cada diosa, reina y ramera
con que te cruzabas
nosotras ¿qué hicimos?
mucho menos que tú
fuiste injusto
tú tenías la fuerza
de la lanza
el poder de la palabra
de mesas y suelos
de sillas y puertas
la sangre limpiamos
de nuestros amantes
de rodillas, empapadas,
mientras tú contemplabas
nuestros pies desnudos
fuiste injusto
saboreabas nuestro miedo
tu fuente de placer
levantaste la mano
nos viste caer
en el aire suspendidas
nos dejaste
traicionadas y asesinadas
3
Mi infancia
¿Por dónde empiezo? Sólo hay dos opciones: empezar por el principio o no empezar por el principio. El verdadero principio sería el principio del mundo, después de lo cual una cosa ha llevado a la otra; pero como sobre eso hay diversidad de opiniones, empezaré por mi nacimiento.
Mi padre era el rey Icario de Esparta; mi madre, una náyade. En aquella época, hijas de náyades las había a montones; uno se las encontraba por todas partes. Sin embargo, nunca va mal tener orígenes semidivinos, al menos en teoría.
Siendo yo todavía muy pequeña, mi padre ordenó que me arrojaran al mar. Mientras viví, nunca supe por qué lo había hecho, pero ahora sospecho que un oráculo debió de predecirle que yo tejería su sudario. Seguramente pensó que si me mataba él a mí primero, ese sudario nunca llegaría a tejerse y por tanto él viviría eternamente. Ya imagino cuáles debieron de ser sus razonamientos. En ese caso, su deseo de ahogarme habría surgido de un comprensible afán de protegerse. Pero debió de oírlo mal, o quizá fuera el oráculo el que oyó mal —los dioses suelen hablar entre dientes—, porque no se trataba del sudario de mi padre, sino del de mi suegro. Si ésa era la profecía, era cierta, y desde luego, tejer ese otro sudario me vino muy bien más adelante.
Tengo entendido que ahora ya no está de moda enseñar oficios a las niñas, pero por fortuna no ocurría lo mismo en mi época. Siempre resulta útil tener las manos ocupadas. De ese modo, si alguien hace un comentario inadecuado, puedes fingir que no lo has oído. Y así no tienes que contestar.
Pero quizá esta idea mía de la profecía del sudario pronunciada por el oráculo sea infundada. Quizá la inventé para sentirme mejor. Se oyen tantos susurros en las oscuras cavernas y los prados, que a veces cuesta discernir si proceden del exterior o suenan dentro de tu propia cabeza. Digo «cabeza» en sentido figurado. Aquí abajo nadie tiene cabeza.
El caso es que me arrojaron al mar. ¿Si me acuerdo de las olas cerrándose sobre mí, si me acuerdo de cómo mis pulmones se quedaban sin aire y del sonido de campanas que al parecer oyen los ahogados? No, no me acuerdo de nada. Pero me lo contaron: siempre hay alguna sirvienta, alguna esclava, alguna anciana nodriza o alguna entrometida dispuesta a obsequiar a un niño con el relato de las cosas espantosas que le hicieron sus padres cuando él era demasiado pequeño para recordarlo. Oír esta desalentadora anécdota no mejoró mi relación con mi padre. Es a ese episodio —o mejor dicho, al conocimiento de él— a lo que atribuyo mi prudencia, así como mi desconfianza respecto a las intenciones de la gente.
Sin embargo, Icario cometió una estupidez al intentar ahogar a la hija de una náyade. El agua es nuestro elemento, un medio donde nos desenvolvemos bien. Aunque no somos tan buenas nadadoras como nuestras madres, flotamos con facilidad y tenemos buenos contactos entre los peces y las aves marinas. Una bandada de patos salvajes vino a rescatarme y me llevó hasta la orilla. Tras un presagio así, ¿qué podía hacer mi padre? Me acogió de nuevo y me cambió el nombre: pasé a llamarme «patita». Sin duda se sentía culpable por lo que había estado a punto de hacerme, pues se volvió sumamente cariñoso conmigo.
Me resultaba difícil corresponder a ese afecto. Imaginaos. Iba paseando de la mano de mi presuntamente afectuoso padre por el borde de un acantilado, por la orilla de un río o por un parapeto, y de pronto se me ocurría pensar que quizá él decidiera, de improviso, arrojarme al vacío o golpearme con una piedra hasta matarme. En esas circunstancias, mantener una apariencia de tranquilidad suponía todo un reto para mí. Después de esas excursiones, me retiraba a mi habitación y lloraba a mares. (También debo deciros que el llanto exagerado es una característica típica de los hijos de las náyades. Pasé como mínimo una cuarta parte de mi vida terrenal deshaciéndome en lágrimas. Afortunadamente, en mi época llevábamos velo, muy útil para disimular los ojos hinchados y enrojecidos).
Como todas las náyades, mi madre era hermosa, pero insensible. Tenía el cabello ondulado, hoyuelos en las mejillas y una risa cantarina. Era esquiva. De pequeña, muchas veces intentaba abrazarla, pero ella tenía la costumbre de escabullirse. Me gustaría pensar que fue mi madre la que llamó a aquella bandada de patos, aunque seguramente no fue así: ella prefería nadar en el río antes que cuidar a niños pequeños, y muchas veces se olvidaba de mí. Si mi padre no me hubiera arrojado al mar, quizá lo habría hecho ella misma en un momento de distracción o enfado. Le costaba mantener la atención y cambiaba rápidamente de humor.
Por lo que os he contado, supondréis que aprendí pronto las ventajas —si es que son tales— de la independencia. Comprendí que tendría que cuidar de mí misma, ya que no podía contar con el apoyo familiar.
4
Coro: Llanto de las niñas (lamento)
Nosotras también fuimos niñas. Nosotras tampoco tuvimos unos padres perfectos. Nuestros padres eran padres pobres, padres esclavos, padres campesinos, padres siervos; nuestros padres nos vendían o dejaban que nos robaran. Estos padres no eran dioses, ni semidioses, ni ninfas ni náyades. Nos ponían a trabajar en el palacio cuando todavía éramos unas crías; trabajábamos como esclavas, de sol a sol, y no éramos más que crías. Si llorábamos, nadie nos enjugaba las lágrimas. Si nos quedábamos dormidas, nos despertaban a patadas. Nos decían que no teníamos madre. Nos decían que no teníamos padre. Nos decían que éramos perezosas. Nos decían que éramos cochinas. Éramos unas cochinas. Las cochinadas eran nuestra preocupación, nuestro tema, nuestra especialidad, nuestro delito. Éramos las niñas cochinas. Si nuestros amos o los hijos de nuestros amos o un noble que estaba de visita o los hijos de un noble que estaba de visita querían acostarse con nosotras, no podíamos negarnos. No servía de nada llorar, no servía de nada decir que estábamos enfermas. Todo eso nos pasó cuando éramos niñas. Si éramos guapas, nuestra vida era aún peor. Pulíamos el suelo de las salas donde se celebraban espléndidos banquetes de boda, y luego nos comíamos las sobras; nuestros cuerpos tenían muy poco valor. Pero nosotras también queríamos bailar y cantar, también queríamos ser felices. Cuando nos hicimos mayores, nos volvimos refinadas y esquivas, hasta dominar las artes de seducción. Ya de niñas meneábamos las caderas, acechábamos, guiñábamos el ojo, alzábamos las cejas; quedábamos con los niños detrás de las pocilgas, tanto si eran nobles como si no. Nos revolcábamos en la paja, en el barro, en el estiércol, en los lechos de suave vellón que estábamos preparando para nuestros amos. Apurábamos el vino que quedaba en las copas. Escupíamos en las bandejas. Entre el reluciente salón y la oscura antecocina nos llenábamos la boca de carne. Por la noche, reunidas en nuestro desván, reíamos a carcajadas. Robábamos cuanto podíamos.
5
Asfódelos
Esto está muy oscuro, como muchos han observado. «La oscura muerte», solían decir; «las tenebrosas regiones del Hades», y cosas así. Bueno, sí, está oscuro, pero eso tiene sus ventajas. Por ejemplo: si ves a alguien con quien preferirías no hablar, siempre puedes fingir que no lo has reconocido.
Y están los prados de asfódelos, claro. Si quieres, puedes pasearte por allí. Hay más luz, y a veces encuentras a alguien bailando alguna danza insulsa, aunque esa región no es tan bonita como su nombre podría sugerir («prados de asfódelos» suena muy poético). Pero imaginaos. Asfódelos, asfódelos, asfódelos: unas flores blancas muy bonitas, pero al cabo de un tiempo uno se cansa de ellas. Habría sido preferible introducir cierta variedad: una gama más amplia de colores, unos cuantos senderos sinuosos, miradores, bancos de piedra y fuentes. Yo habría preferido unos pocos jacintos, como mínimo, ¿y habría sido excesivo pedir algún azafrán de primavera?
Aunque aquí nunca hay primavera, ni ninguna otra estación. Desde luego, el que diseñó este sitio se lució.
¿He mencionado que para comer sólo hay asfódelos?
Pero no debería quejarme.
Las grutas más oscuras tienen más encanto: allí, si encuentras a algún granujilla (un carterista, un agente de Bolsa, un proxeneta de poca monta), puedes mantener conversaciones interesantes. Como muchas jóvenes modélicas, siempre me sentí secretamente atraída por hombres así.
De todos modos, no frecuento los niveles muy profundos. Allí es donde se castiga a los verdaderamente infames, aquellos a los que no se atormentó suficiente en vida. Los gritos son insoportables. Aunque se trata de tortura psicológica, puesto que ya no tenemos cuerpo. Lo que más les gusta a los dioses es hacer aparecer banquetes —enormes fuentes de carne, montones de pan, racimos de uvas— y luego hacerlos desaparecer. Otra de sus bromas favoritas consiste en obligar a la gente a empujar rocas enormes por empinadas laderas. A veces me entran unas ganas locas de bajar allí: quizá eso me ayudara a recordar lo que era tener hambre de verdad, lo que era estar cansado de verdad.
En ocasiones, la niebla se disipa y podemos echar un vistazo al mundo de los vivos. Es como pasar la mano por el cristal de una ventana sucia para mirar a través de él. A veces la barrera se desvanece y podemos salir de excursión. Cuando eso ocurre, nos emocionamos mucho y se oyen numerosos chillidos.
Esas excursiones pueden producirse de muchas maneras. En otros tiempos, cualquiera que quisiera consultarnos algo le cortaba el cuello a una oveja, una vaca o un cerdo y dejaba que la sangre fluyera hacia una zanja excavada en la tierra. Nosotros la olíamos e íbamos derecho hacia allí, como las moscas hacia un cadáver. Allí estábamos, gorjeando y revoloteando, miles de nosotros, como el contenido de una papelera gigantesca girando en un tornado, mientras el supuesto héroe de turno nos mantenía apartados con la espada desenvainada, hasta que aparecía aquel a quien él quería consultar, y entonces se pronunciaban algunas profecías vagas (aprendimos a enunciarlas con vaguedad: ¿por qué contarlo todo? Necesitábamos que vinieran a buscar más, con otras ovejas, vacas, cerdos, etcétera).
Una vez pronunciado ante el héroe el número adecuado de palabras, nos dejaban beber a todos de la zanja, y no puedo hacer grandes elogios de los modales que exhibíamos en tales ocasiones. Había codazos y empujones; sorbíamos ruidosamente y la sangre nos teñía la barbilla de rojo. Sin embargo, era fabuloso sentir la sangre circulando de nuevo por nuestras inexistentes venas, aunque sólo fuera un instante.
A veces nos aparecíamos en forma de sueños, aunque eso no era tan satisfactorio. Luego estaban los que se quedaban atrapados al otro lado del río porque no les habían hecho el funeral adecuado. Vagaban muy compungidos; no estaban ni aquí ni allí, y podían causar muchos problemas.
Y entonces, tras cientos, quizá miles de años —aquí es fácil perder la noción del tiempo, porque en realidad no existe el tiempo—, las costumbres cambiaron. Los vivos ya casi nunca descendían al mundo subterráneo, y nuestra morada quedó eclipsada por creaciones mucho más espectaculares: fosos abrasadores, gemidos y rechinamiento de dientes, gusanos que te roían, demonios con tridentes; un montón de efectos especiales.
Pero en ocasiones todavía nos invocaban los magos y los hechiceros —personas que habían pactado con los poderes infernales—, y también otros sujetos de poca monta: videntes, médiums, espiritistas, gente de esa calaña. Todo eso era degradante (tener que aparecerse dentro de un círculo de tiza o en un salón tapizado con terciopelo sólo porque a alguien se le antojaba contemplarte embobado), pero también nos permitía estar al corriente de lo que ocurría entre los vivos. A mí me interesó mucho la invención de la bombilla, por ejemplo, y las teorías de conversión de materia en energía del siglo XX. Más recientemente, algunos de nosotros hemos podido infiltrarnos en el nuevo sistema de ondas etéreas que ahora envuelven el planeta, y viajar de ese modo, asomándonos al mundo desde las superficies planas e iluminadas que sirven de santuarios domésticos. Quizá fuera así como los dioses se las ingeniaban para ir y venir tan deprisa en otros tiempos: debían de tener algo parecido a su disposición.
A mí los magos no me invocaban mucho. Sí, era famosa —preguntad a quien queráis—, pero por algún extraño motivo no querían verme. En cambio, mi prima Helena estaba muy solicitada. Era injusto: yo no era célebre por haber hecho nada malo, y menos aún en el terreno sexual, mientras que ella tenía muy mala reputación. Helena era muy hermosa, desde luego. Decían que había salido de un huevo, pues era hija de Zeus, que había adoptado la forma de un cisne para violar a su madre. Helena se lo tenía muy creído. No sé cuántos de nosotros se tragaban ese cuento de la violación del cisne. En aquella época circulaban muchas historias de ese tipo; por lo visto, los dioses no podían quitarles las manos, las patas o los picos de encima a las hembras mortales, y siempre estaban violando a alguna.
En fin, los magos insistían en ver a Helena, y ella siempre estaba dispuesta a complacerlos. Ver a un montón de hombres contemplándola boquiabiertos era como volver a los viejos tiempos. A ella le gustaba aparecer con uno de sus atuendos troyanos, demasiado recargados para mi gusto, pero chacun à son goût. Se volvía lentamente; luego agachaba la cabeza y miraba desde abajo a quien fuera que la hubiera invocado, le dedicaba una de sus características sonrisas íntimas y ya lo tenía en el bote. O adoptaba la forma en que se mostró a su ultrajado esposo, Menelao, cuando Troya ardía y él estaba a punto de clavarle la espada de la venganza. Lo único que tuvo que hacer fue descubrir uno de sus incomparables pechos, y él se arrodilló y se puso a babear y suplicar que volviera con él.
En cuanto a mí… bueno, todos me decían que era hermosa; tenían que decírmelo porque yo era una princesa, y poco después me convertí en reina, pero la verdad es que, aunque no era deforme ni fea, tampoco era nada del otro mundo. Eso sí, era inteligente: muy inteligente, para la época. Por lo visto, por eso me conocían: por mi inteligencia. Y por mi labor, y por la lealtad a mi esposo, y por mi prudencia.
Si vosotros fuerais magos y estuvierais tonteando con las artes oscuras y arriesgando vuestra alma, ¿invocaríais a una esposa sencilla pero inteligente, buena tejedora, que nunca ha cometido pecado alguno, en lugar de a una mujer que ha vuelto locos de lujuria a centenares de hombres y que ha provocado que una gran ciudad arda?
Yo tampoco.
Me gustaría saber por qué Helena no recibió ningún castigo. A otros, por delitos mucho menores, los estrangulaban serpientes marinas, se ahogaban en tempestades, se convertían en arañas, les disparaban flechas. Por comerse determinada vaca. Por presumir. Por cosas así. Lo normal habría sido que Helena hubiera recibido una buena azotaina, como mínimo, después de todo el daño y sufrimiento que causó a tantísima gente. Pero no fue así.
Y no es que me importe.
Ni que me importara entonces.
Había otras cosas en mi vida que requerían mi atención.
Lo cual me lleva al tema de mi boda.
6
Mi boda
La mía fue una boda planeada. Así es como se hacían las cosas en aquellos tiempos: siempre que había boda había planes. Y no me refiero a cosas como los trajes nupciales, las flores, los banquetes y la música, aunque también teníamos todo eso. Eso está en todas las bodas, incluso ahora; me refiero a unos planes más sutiles.
Según las antiguas normas, sólo la gente importante celebraba bodas, porque sólo la gente importante tenía herencias. Todo lo demás eran simples cópulas de diversos tipos: violaciones o seducciones, romances o aventuras de una noche, con dioses que decían ser pastores o pastores que decían ser dioses. De vez en cuando intervenía también alguna diosa y tenía sus escarceos adoptando forma humana, pero en esos casos la recompensa que recibía el hombre era una vida corta y, a menudo, una muerte violenta. La inmortalidad y la mortalidad no se llevaban bien: eran fuego y lodo, sólo que siempre ganaba el fuego.
Los dioses nunca se mostraban reacios a organizar un buen lío. De hecho les encantaba. Ver a algún mortal con los ojos friéndose en las cuencas por una sobredosis de sexo divino les hacía reír a carcajadas. Los dioses tenían algo infantil y cruel. Ahora puedo decirlo porque ya no tengo cuerpo; estoy por encima de esa clase de sufrimiento, y de todos modos los dioses no me oyen. Que yo sepa, están durmiendo. En vuestro mundo, la gente no recibe visitas de los dioses como antes, a menos que se haya drogado.
¿Por dónde iba? Ah, sí. Las bodas. Las bodas servían para tener hijos, y los hijos no eran juguetes ni mascotas. Los hijos eran vehículos para transmitir bienes. Esos bienes podían ser reinos, valiosos regalos de boda, historias, rencores, enemistades familiares. Mediante los hijos se forjaban alianzas; mediante los hijos se vengaban agravios. Tener un hijo equivalía a liberar una fuerza en el mundo.
Si tenías un enemigo, lo mejor que podías hacer era matar a sus hijos, aunque éstos fueran recién nacidos. Si no, ellos crecían y te buscaban. Si no te sentías capaz de matarlos, podías disfrazarlos y enviarlos lejos, o venderlos como esclavos; pero mientras siguieran con vida supondrían un peligro para ti.
Si tenías hijas en lugar de hijos, necesitabas criarlas deprisa para que te dieran nietos. Cuantos más varones dispuestos a empuñar espadas y arrojar lanzas hubiera en tu familia, mejor, porque todos los linajudos de los alrededores estaban esperando un pretexto para atacar a algún rey o a algún noble y robarle todo lo que pudieran, incluidos los seres humanos. Una persona débil que ocupara un puesto de poder era una oportunidad para otra que ocupara otro puesto de poder, de modo que todos los reyes y nobles necesitaban toda la ayuda que pudieran conseguir.
Así pues, era evidente que cuando llegara el momento se planearía mi boda.
En la corte de mi padre, el rey Icario, todavía conservaban la antigua tradición de celebrar certámenes para decidir quién se casaría con una mujer de noble cuna a la que sacaban, por decirlo así, a subasta. El vencedor de la competición se casaba con ella, y luego se esperaba que se quedara en el palacio del suegro y aportara su cuota de hijos varones. Mediante la boda, él obtenía riquezas: copas de oro, cuencos de plata, caballos, túnicas, armas, y toda esa basura que tanto se valoraba entonces, cuando yo vivía. También se esperaba que la familia del novio entregara un montón de su basura.
Puedo usar la palabra «basura» porque sé dónde acababa gran parte de todo aquello. Acababa acumulando polvo y moho por los rincones, o se hundía en el fondo del mar, o se rompía, o se fundía. Una parte acabó en enormes palacios en los que, curiosamente, no hay reyes ni reinas. Unas procesiones interminables de gente vestida sin ninguna elegancia desfila por esos palacios, contemplando las copas de oro y los cuencos de plata, que ya ni siquiera se usan. Luego van a una especie de mercado que hay dentro del palacio y compran fotografías de esas cosas, o versiones en miniatura que no son de oro y plata verdaderos. Por eso digo «basura».
La tradición dictaba que el enorme montón del reluciente botín nupcial se quedara en la familia de la novia, en el palacio de la familia de la novia. Quizá por eso mi padre se encariñó tanto conmigo después de fracasar en su intento de ahogarme en el mar: porque donde estuviera yo estaría el tesoro.
(¿Por qué me arrojó al mar? La pregunta todavía me atormenta. Aunque no me satisface del todo la explicación del tejido del sudario, nunca he logrado dar con la respuesta correcta, ni siquiera aquí abajo. Cada vez que veo a mi padre a lo lejos, paseando entre los asfódelos, e intento alcanzarlo, él se escabulle como si no quisiera dar la cara.
A veces pienso que quizá yo fuera un sacrificio al dios del mar, lamoso por su sed de vidas humanas. Entonces aquellos patos me rescataron sin que mi padre interviniera. Supongo que mi padre podría argumentar que él había cumplido su parte del trato, si es que se trataba de un trato, y que no había hecho trampas, y que si el dios del mar no había podido llevarme al fondo y devorarme, él no tenía la culpa de su mala suerte.
Cuanto más pienso en esta versión de los hechos, más me gusta. Tiene sentido).
Imaginadme, pues, como una muchacha inteligente pero no excesivamente hermosa en edad de merecer (unos quince años). Supongamos que estoy mirando por la ventana de mi habitación —situada en el segundo piso del palacio— hacia el patio, donde se están reuniendo los aspirantes: un montón de jóvenes dispuestos a competir por mi mano.
No miro abiertamente por la ventana, por supuesto. No planto los codos en el alféizar como una criada y me pongo a otear con todo descaro. No: miro con disimulo, desde detrás de mi velo y de las colgaduras. No estaría bien que todos esos jóvenes ligeros de ropa vieran mi rostro descubierto. Las mujeres del palacio me han emperifollado lo mejor que han podido, los aedos han compuesto canciones de elogio en mi honor —«radiante como Afrodita», y todas las paparruchas de costumbre—, pero yo me siento cohibida y desgraciada. Los jóvenes ríen y bromean; da la impresión de que están muy relajados, y no miran hacia arriba.
Yo sé que no me persiguen a mí, a Penélope el Pato. Sólo persiguen lo que va conmigo: los lazos reales, el montón de basura reluciente. Ningún hombre se quitaría la vida por mi amor.
* * *
Y ninguno lo hizo. Y no es que a mí me hubiera gustado inspirar ese tipo de suicidios. Yo no era ninguna devoradora de hombres, ninguna sirena; no era como mi prima Helena, a la que le encantaba hacer conquistas sólo para demostrar que podía hacerlas. En cuanto el hombre se arrastraba a sus pies, y ninguno se resistía mucho tiempo, ella se alejaba con aire despreocupado y sin mirar atrás, soltando esa risa de desdén tan suya, como si acabara de ver al enano del palacio haciendo el pino de manera ridícula.
Yo era una niña muy amable, más amable que Helena, o eso creía. Sabía que me convenía tener algo que ofrecer ya que no podía ofrecer belleza. Era lista, eso lo decía todo el mundo —de hecho, lo repetían tanto que me abrumaban—, pero la inteligencia es una virtud que a los hombres no les disgusta de sus esposas, siempre y cuando éstas permanezcan a cierta distancia de ellos. En las distancias cortas, si no se les ofrece nada más seductor, prefieren la amabilidad.
El esposo más adecuado para mí habría sido el hijo pequeño de algún rey con extensas propiedades, algún hijo del rey Néstor, quizá. Ése habría sido un lazo conveniente para el rey Icario. A través de mi velo observaba a los jóvenes que se arremolinaban en el patio, intentando averiguar quién era quién y a cuál prefería; lo cual no tenía ninguna consecuencia práctica, porque no era a mí a quien correspondía elegir a mi esposo.
Había un par de criadas conmigo: nunca me dejaban sola; yo era un riesgo hasta que estuviera casada sin percance, porque cualquier advenedizo cazador de fortunas podía intentar seducirme o agarrarme y huir conmigo. Las criadas eran mi fuente de información. Eran inagotables manantiales de frívolas habladurías: ellas podían ir y venir a su antojo por el palacio, podían examinar a los hombres desde todos los ángulos, podían escuchar sus conversaciones, podían reír y bromear con ellos cuanto quisieran: a nadie le importaba quién se deslizara entre sus piernas.
—¿Quién es aquel tan fornido? —pregunté.
—¿Aquel de allí? Bah, es Odiseo —contestó una de las criadas.
A Odiseo no lo consideraban un candidato serio para ganar mi mano, o al menos así lo juzgaban las criadas. El palacio de su padre estaba en Ítaca, un islote poblado de cabras; la ropa que llevaba era rústica; tenía los modales de un ricacho de pueblo, y ya había expuesto varias ideas complicadas que los otros encontraron extrañas. Sin embargo, decían que era listo. Es más, que se pasaba de listo. Los otros jóvenes bromeaban sobre él: «No hagas apuestas con Odiseo, el amigo de Hermes. Nunca ganarás». Eso equivalía a afirmar que Odiseo era un tramposo y un ladrón. Su abuelo, Autólico, era famoso por esas cualidades, y se rumoreaba que jamás había ganado nada sin hacer trampas.
—Me pregunto si correrá mucho —dije.
En algunos reinos, la competición por las novias era una lucha, en otros una carrera de cuadrigas, pero en nuestro reino consistía en correr.
—No creo que corra mucho, con esas piernas tan cortas que tiene —contestó con crueldad una de las criadas.
Y era verdad: Odiseo tenía las piernas muy cortas en comparación con el cuerpo. Cuando estaba sentado no se notaba, pero cuando se ponía de pie parecía un tentetieso.
—Por mucho que corriera, seguro que a ti no te atraparía —dijo otra criada—. Supongo que no querrías despertar por la mañana y encontrarte en la cama con tu esposo y la manada de bueyes de Apolo. —Eso era un chiste sobre Hermes, quien el mismo día de su nacimiento había protagonizado un audaz robo de ganado.
—No, a menos que uno de los animales fuera un toro —intervino otra.
—O un chivo —dijo una tercera—. ¡Un robusto carnero! ¡Seguro que a nuestra joven pata le gustaría eso! ¡No tardaría en ponerse a gemir!
—A mí no me importaría encontrarme un carnero en la cama —comentó una cuarta—. ¡Mejor un carnero que los gusanitos que tanto abundan por aquí!
Todas rompieron a reír, tapándose la boca con las manos y muy alborozadas.
Yo estaba muerta de vergüenza. Todavía no entendía los chistes más ordinarios, de modo que no sabía exactamente de qué se reían las criadas, aunque sí sabía que se reían a costa de mí. Pero no podía impedirlo.
Entonces apareció mi prima Helena, deslizándose con majestuosidad, como si fuera el cisne de largo cuello que creía ser, y exagerando aquel peculiar balanceo suyo al andar. Aunque la boda en cuestión era la mía, ella pretendía acaparar toda la atención. Estaba tan hermosa como siempre, o incluso más: estaba insoportablemente hermosa. Iba vestida a la perfección: Menelao, su esposo, siempre se aseguraba de eso, y como le sobraba riqueza podía permitírselo. Helena ladeó la cabeza hacia mí, mirándome con gesto enigmático, como si coqueteara conmigo. Me parece que mi prima coqueteaba con su perro, con su espejo, con su peine, con los postes de su cama. Necesitaba mantenerse entrenada.
—Creo que Odiseo sería un buen esposo para nuestra patita —comentó—. A ella le gusta la vida tranquila, y desde luego tendrá tranquilidad si Odiseo se la lleva a Ítaca, como presume que va a hacer. Podrá ayudarlo a vigilar sus cabras. Odiseo y Penélope son tal para cual. Ambos tienen las piernas muy cortas.
Lo dijo como de pasada, pero aquellos comentarios superficiales que hacía eran los más crueles. ¿Por qué será que las personas muy guapas creen que los demás sólo existen para que ellas se diviertan?
Las criadas reían por lo bajo. Yo estaba muy abatida. Nunca había pensado que mis piernas fueran tan cortas, y desde luego ignoraba que Helena se hubiera fijado en ellas. Pero cuando se trataba de evaluar las gracias y los defectos físicos de los demás, pocas cosas se le escapaban. Por eso más tarde se lió con Paris; Paris era mucho más atractivo que Menelao, torpe y pelirrojo. El comentario más favorable que se hacía de Menelao, cuando éste empezó a salir en los poemas, era que tenía una voz muy potente.
Las criadas me miraron para ver qué diría yo. Pero Helena sabía dejar a la gente sin habla, y yo no era la excepción.
—No importa, primita —me dijo dándome unas palmadas en el brazo—. Dicen que es muy listo. Y tengo entendido que tú también lo eres. Así que podrás entender lo que dice. ¡Yo nunca lo he entendido! ¡Fue una suerte para las dos que no me ganara a mí!
Me lanzó la sonrisita condescendiente de quien ha tenido ocasión de comerse un trozo de salchicha no precisamente delicioso, pero que lo ha rechazado con asco. Era cierto que Odiseo había sido uno de los aspirantes a obtener su mano, y que como el resto de los mortales había deseado desesperadamente ganarla. Ahora competía por una mujer que como mucho podía considerarse un segundo premio.
Tras lanzar sus hirientes palabras, Helena se alejó a grandes zancadas. Las criadas se pusieron a hablar de su espléndido collar, de sus centelleantes pendientes, de su perfecta nariz, de su elegante peinado, de sus luminosos ojos, de la delicada cenefa bordada en su brillante túnica. Era como si yo no estuviera allí. Y era el día de mi boda.
Todo aquello me puso muy nerviosa. Rompí a llorar, como iba a hacer a menudo en el futuro, y me acostaron en mi cama.
Así pues, me perdí la carrera. La ganó Odiseo. Más tarde me enteré de que había hecho trampa. El hermano de mi padre, Tíndaro, el padre de Helena —aunque, como ya he dicho, hay quien cree que su verdadero padre era Zeus—, lo ayudó a conseguirlo. Mezcló el vino del resto de los contendientes con una droga que los entorpeció, aunque no lo suficiente para que lo notaran; a Odiseo le hizo beber una poción que tenía el efecto contrario. Tengo entendido que estas cosas se han convertido en una tradición, y que todavía se practican en el mundo de los vivos cuando se celebran competiciones atléticas.
¿Por qué ayudó el tío Tíndaro a mi futuro esposo? Nunca habían sido amigos ni aliados. ¿Qué esperaba ganar Tíndaro? Mi tío no habría ayudado a nadie, os lo aseguro, sólo por su bondad, algo que no le sobraba.
Según cuenta una versión, yo era el pago por un servicio que Odiseo le había prestado a Tíndaro. Cuando todos competían por Helena y el ambiente se estaba poniendo cada vez más tenso, Odiseo hizo jurar a todos los pretendientes que quienquiera que ganara la mano de Helena debería ser defendido por todos los demás en caso de que otro hombre intentara arrebatársela al ganador. De ese modo consiguió calmar los ánimos y permitió que el combate con Menelao se desarrollara sin incidentes. Odiseo debía de saber que no tenía posibilidades de ganar. Según se rumorea, fue entonces cuando llegó a un acuerdo con Tíndaro: a cambio de haberle asegurado una apacible y muy lucrativa boda para la radiante Helena, Odiseo conseguiría a la poco agraciada Penélope.
Pero a mí se me ha ocurrido otra cosa, que es ésta: Tíndaro y mi padre Icario compartían el trono de Esparta. Se suponía que tenían que gobernar alternativamente, un año uno y al siguiente el otro, turnándose continuamente. Tíndaro quería el trono para él solo, y al final lo consiguió. Parece lógico que hubiera sondeado a los diversos pretendientes respecto a sus perspectivas y sus planes, y que se hubiera enterado de que Odiseo compartía la moderna opinión de que la esposa debía irse a vivir con la familia del esposo, no al revés. A Tíndaro debía de encantarle la idea de que me enviaran lejos, a mí y a los hijos que pudiera tener. De ese modo serían menos los que acudirían a ayudar a Icario en caso de producirse un conflicto abierto.
Fuera lo que fuese lo que había detrás, el caso es que Odiseo hizo trampas y ganó la carrera. Vi a Helena sonriendo con malicia mientras observaba los ritos matrimoniales. Ella creía que estaban entregándome a un palurdo ordinario que me llevaría a un deprimente páramo, y la idea no le disgustaba. Seguramente ella ya sabía que todo estaba amañado.
En cuanto a mí, me costó trabajo soportar la ceremonia: los sacrificios de animales, las ofrendas a los dioses, los rociados purificadores, las libaciones, las plegarias, los interminables cantos. Estaba muy mareada. Mantenía la vista baja, de modo que lo único que veía de Odiseo era la parte inferior de su cuerpo. «Tiene las piernas cortas», pensaba, incluso en los momentos más solemnes. No era un pensamiento apropiado; era frívolo y absurdo, y me daba ganas de reír, pero debo decir en mi descargo que sólo tenía quince años.
7
La cicatriz
De modo que me entregaron a Odiseo, como si fuera un paquete de carne. Un paquete de carne con un lujoso envoltorio, claro. Una especie de morcilla dorada.
Pero quizá ése sea un símil demasiado ordinario para vosotros. Dejadme añadir que en mi época la carne era algo muy valioso: la aristocracia comía muchísima carne: carne, carne, carne, y lo único que hacían con ella era asarla: la nuestra no era una época de haute cuisine. Ah, se me olvidaba: también había pan, es decir pan ácimo: pan, pan, pan, y vino, vino, vino. Sí, había algunas frutas y algunas verduras, pero seguramente vosotros nunca habéis oído hablar de ellas porque nadie las mencionaba en las canciones.
A los dioses les gustaba la carne tanto como a nosotros, pero lo único que recibían de nosotros eran los huesos y la grasa, gracias a un rudimentario ardid de Prometeo: sólo un imbécil se habría dejado engañar por una bolsa llena de trozos de ternera incomibles disfrazados de trozos buenos, y Zeus se dejó engañar; lo cual viene a demostrar que los dioses no siempre eran tan inteligentes como pretendían hacernos creer.
Eso puedo decirlo ahora porque estoy muerta. Antes no me habría atrevido. Nunca se sabía cuándo podía haber algún dios escuchando, disfrazado de mendigo, de viejo amigo o de desconocido. Es cierto que a veces yo dudaba de la existencia de aquellos dioses. Pero en vida siempre consideré prudente no correr riesgos innecesarios.
En mi banquete nupcial había abundancia de todo: enormes y brillantes pedazos de carne, enormes trozos de pan fragante, enormes jarras de vino añejo. Lo asombroso fue que los invitados no reventaran allí mismo, porque se atiborraron de comida. No hay nada que fomente más la gula que comer viandas por las que no se tiene que pagar, como más tarde me enseñó la experiencia.
En aquellos tiempos comíamos con las manos. Roíamos y mascábamos a base de bien, pero era mejor así: nada de utensilios afilados que alguien pudiera clavarle a otro comensal que lo hubiera importunado. En todas las bodas precedidas por un certamen había unos cuantos perdedores dolidos; sin embargo, en mi banquete ningún pretendiente derrotado perdió la calma. Más bien aparentaban no haber conseguido ganar la subasta de un caballo.
El vino era demasiado fuerte, de modo que muchos acabaron con la mente embotada. Se emborrachó hasta mi padre, el rey Icario. Sospechaba que Tíndaro y Odiseo lo habían embaucado. Estaba casi seguro de que habían hecho trampas, pero no había averiguado cómo; eso lo enfurecía, y cuando estaba furioso bebía todavía más y soltaba comentarios ofensivos sobre los abuelos de la gente. Claro que, como era rey, nadie lo retaba a duelo.
Odiseo no se emborrachó. Se las ingeniaba para simular que bebía mucho cuando en realidad apenas probaba el vino. Más tarde me contó que cuando uno vive de su astucia, como hacía él, necesita tener el ingenio siempre afilado, como las hachas o las espadas. Decía que sólo a los imbéciles les gustaba alardear de lo mucho que podían beber. Eso solía acabar en competiciones para ver quién era capaz de beber más, lo cual, a su vez, producía distracción y pérdida de fuerza, y entonces era cuando atacaba el enemigo.
En cuanto a mí, estaba demasiado nerviosa para probar bocado. Estaba allí sentada, envuelta en mi velo de novia, casi sin atreverme a mirar de reojo a Odiseo. Sabía que iba a llevarse un chasco conmigo en cuanto levantara ese velo y se abriera camino a través del manto, la faja y la reluciente túnica con que me habían engalanado. Pero Odiseo no me miraba; de hecho, nadie lo hacía. Todos miraban fijamente a Helena, que repartía deslumbrantes sonrisas a diestro y siniestro, sin dejarse a un solo hombre. Helena sonreía de un modo que hacía que cada uno de ellos creyera en su fuero interno que estaba enamorada sólo de él.
Supongo que fue una suerte que Helena acaparara la atención de todos, porque eso les impedía fijarse en mí, en cómo temblaba y en lo incómoda que me sentía. No era sólo que estuviera nerviosa, sino que estaba muy asustada. Las criadas me habían llenado la cabeza de cuentos sobre cómo, una vez que entrara en la cámara nupcial, mi esposo me desgarraría como el arado hiende la tierra, y lo dolorosa y humillante que resultaría esa experiencia.
En cuanto a mi madre, había dejado de nadar por ahí como una marsopa el tiempo suficiente para asistir a mi boda, lo cual yo le agradecía menos de lo que habría debido. Allí estaba, sentada en su trono junto a mi padre, vestida de color azul, con un pequeño charco alrededor de los pies. Mi madre me dirigió un breve discurso mientras las doncellas me cambiaban una vez más de traje, pero yo no lo encontré nada útil en ese momento. Fue un discurso ambiguo, por no decir algo peor; pero no hay que olvidar que todas las náyades son ambiguas.
Esto es lo que me dijo:
«El agua no ofrece resistencia. El agua fluye. Cuando sumerges la mano en el agua, lo único que notas es una caricia. El agua no es un muro sólido, no te puede detener. Pero el agua siempre va a donde quiere, y al final nada puede oponerse a ella. El agua es paciente. Las gotas de agua pueden erosionar la piedra. No lo olvides, hija mía. Recuerda que eres mitad agua. Si no puedes atravesar un obstáculo, rodéalo. Es lo que hace el agua».
Tras las ceremonias y el banquete, hubo la tradicional procesión hasta la cámara nupcial, con las tradicionales antorchas y los chistes groseros y los gritos de los borrachos. Habían engalanado la cama, rociado el umbral y hecho las libaciones. El guardián ya estaba situado frente a la puerta para impedir que la novia huyera horrorizada, y para evitar que sus amigas derribaran la puerta y la rescataran al oírla gritar. Todo eso era teatro: se suponía que habían raptado a la novia, y la consumación del matrimonio se convertía en una especie de violación autorizada. Se suponía que era una conquista, la afrenta de un enemigo, un asesinato simulado. Se suponía que tenía que haber sangre.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Odiseo me cogió de la mano y me sentó en la cama. «Olvida todo lo que te han contado —me susurró—. No voy a hacerte daño, o no mucho. Pero nos ayudaría a ambos que fingieras. Me han dicho que eres una muchacha inteligente. ¿Crees que podrás gritar un poco? Con eso quedarán satisfechos (están escuchando detrás de la puerta), y entonces nos dejarán en paz y nosotros podremos tomarnos el tiempo que queramos para hacernos amigos».
Ése era uno de sus grandes secretos para persuadir: sabía convencer al otro de que los dos se enfrentaban juntos a un obstáculo común, y de que necesitaban unir sus fuerzas para superarlo. Era capaz de obtener la colaboración de casi cualquiera que lo escuchara, de hacer participar a casi cualquiera en sus pequeñas conspiraciones. No había nadie que hiciera eso mejor que él: por una vez, las historias no mienten. Y también tenía una maravillosa voz, grave y resonante. Así que hice lo que me pedía, por supuesto.
Aquella misma noche supe que Odiseo era de esos hombres que, después del coito, no se limitan a darse la vuelta y ponerse a roncar. Y no es que esté al corriente de esa extendida costumbre masculina por mi propia experiencia; pero, como ya he dicho, las criadas me contaban muchas cosas. No: Odiseo quería hablar conmigo, y puesto que sabía contar anécdotas, yo lo escuché de buen grado. Creo que eso era lo que él más valoraba de mí: mi capacidad para apreciar las historias que me contaba. Es un talento que en las mujeres no se valora en su justa medida.
Yo me había fijado en la larga cicatriz que tenía en el muslo, y él procedió a contarme cómo se había hecho aquella herida. Como ya he mencionado, su abuelo era Autólico, quien aseguraba ser hijo del dios Hermes. Quizá fuera una manera de decir que era un ladrón astuto, tramposo y mentiroso, y que la suerte lo había favorecido en ese tipo de actividades.
Autólico era el padre de la madre de Odiseo, Anticlea, que se había casado con el rey Laertes de Ítaca y por lo tanto era mi suegra. Sobre Anticlea circulaba un rumor calumnioso —que la había seducido Sísifo, y que éste era el verdadero padre de Odiseo—, pero a mí me costaba creerlo, porque ¿a quién se le iba a ocurrir seducir a Anticlea? Sería como seducir a un mascarón de proa. Pero démosle crédito a ese cuento, de momento.
Según contaban, Sísifo era tan tramposo que había burlado a la muerte en dos ocasiones: una vez engañando al rey Hades para que se pusiera unas esposas que Sísifo se negó a abrir, y otra convenciendo a Perséfone para que lo dejara salir del infierno alegando que no le habían hecho el funeral adecuado y que por lo tanto no le correspondía estar en el lado de los muertos del río Estigia. De modo que, si admitimos el rumor sobre la infidelidad de Anticlea, Odiseo tenía a hombres astutos y sin escrúpulos en dos de las ramas principales de su árbol genealógico.
Tanto si eso es verdad como si no, el caso es que su abuelo Autólico —quien había elegido el nombre de mi esposo— invitó a Odiseo al monte Parnaso para recoger los regalos que le habían sido prometidos el día de su nacimiento. Odiseo realizó la visita, durante la cual salió a cazar jabalíes con los hijos de Autólico. Fue un jabalí particularmente feroz el que lo hirió en el muslo.
El modo en que Odiseo me contó la historia me hizo sospechar que no me lo había explicado todo. ¿Por qué el jabalí había atacado salvajemente a Odiseo, pero no a los otros? ¿Sabían los demás dónde estaba escondido el jabalí y le habían tendido una trampa a Odiseo? ¿Pretendían matar a Odiseo para que Autólico, el tramposo, no tuviera que entregarle a su nieto los regalos que le debía? Es posible.
A mí me gustaba pensarlo así. Me gustaba pensar que tenía algo en común con mi esposo: a ambos había estado a punto de matarnos un miembro de nuestra familia cuando éramos jóvenes. Razón de más para que permaneciéramos juntos y lo meditáramos bien antes de confiar en los demás.
A cambio de su historia de la cicatriz, yo le conté la historia de cómo estuve a punto de ahogarme y de cómo me rescataron unos patos. A él le interesó mi relato, me hizo preguntas sobre él y se mostró comprensivo: es decir, hizo todo lo que uno espera que haga una persona que lo escucha. «Mi pobre patita —dijo, acariciándome—. No te preocupes. Yo jamás arrojaría a una muchacha tan preciosa al mar». Entonces me eché a llorar, y Odiseo me consoló como era de esperar tratándose de la noche de bodas.
Así que cuando llegó la mañana, Odiseo y yo nos habíamos hecho amigos, como él había prometido. O mejor dicho: en mí habían nacido sentimientos de amistad hacia él —más que eso: sentimientos afectuosos y apasionados—; y él se comportaba como si los correspondiera, lo cual no es exactamente lo mismo.
Pasados unos días, Odiseo anunció su intención de regresar a Ítaca conmigo y con mi dote. A mi padre le molestó esa sugerencia: dijo que quería que se respetaran las antiguas costumbres, lo cual significaba que quería que nosotros y nuestra recién obtenida fortuna permaneciéramos bajo sus órdenes. Pero nosotros contábamos con el apoyo del tío Tíndaro, cuyo yerno era el esposo de Helena, el poderoso Menelao, de modo que Icario se vio obligado a ceder.
Seguramente habréis oído decir que mi padre echó a correr tras nuestra cuadriga cuando nos marchamos, suplicándome que me quedara con él, y que Odiseo me preguntó si me iba a Ítaca con él por mi propia voluntad o si prefería quedarme con mi padre. Cuentan que a modo de respuesta me tapé con el velo, pues era demasiado recatada para proclamar con palabras el deseo que sentía por mi esposo, y que más tarde erigieron una estatua de mí en honor a la virtud del pudor.
En esa historia hay algo de verdad. Pero me tapé con el velo para ocultar que estaba riendo. Comprenderéis que daba risa ver a un padre, que en su día había arrojado a su propia hija al mar, corriendo y brincando por el camino detrás de esa misma hija y gritando: «¡Quédate conmigo!».
No me apetecía quedarme. En aquel momento estaba impaciente por alejarme de la corte de Esparta. No había sido muy feliz allí, y estaba deseando empezar una nueva vida.
8
Coro: Si yo fuera princesa (canción popular)
Interpretada por las Criadas, con un Violín, un Acordeón y un Flautín.
Primera Criada:
Si yo fuera princesa, tendría oro y plata,
y juventud eterna si un héroe me amara.
¡Si mi mano pidiera un joven apuesto,
la belleza jamás se borraría de mi gesto!
Coro:
Pues zarpa, gentil dama, y surca
los mares de agua oscura como la tumba,
mas quizá te hundas con tu pequeño bote:
sólo la esperanza nos mantiene a flote.
Segunda Criada:
Soy la mandadera, obedezco sin chistar,
sonrío, asiento y procuro no llorar,
«sí, señor» y «no, señora» todo el maldito día;
preparo blandas camas y deliciosas comidas.
Tercera Criada:
¡Oh dioses! ¡Oh profetas! ¿No podéis mi vida alterar?
¡Dejad que un joven héroe me venga a buscar!
Pero el héroe no llega, no hay suerte para mí.
¡Mi destino es trabajar sin descanso hasta morir!
Coro:
Pues zarpa, gentil dama, y surca
los mares de agua oscura como la tumba,
mas quizá te hundas con tu pequeño bote:
sólo la esperanza nos mantiene a flote.
Las tres criadas hacen una reverencia.
Melanio, la de hermosas mejillas, pasando el sombrero:
Gracias, señor. Gracias. Gracias. Gracias. Gracias.
9
La cotorra leal
El viaje por mar hasta Ítaca fue largo y estuvo lleno de peligros, y además me produjo un terrible mareo. Pasé la mayor parte del tiempo acostada o vomitando, y a veces ambas cosas a la vez. Es posible que tuviera aversión al mar debido a la experiencia que había vivido en la infancia, o que el dios del mar, Poseidon, todavía estuviera enojado por no haber logrado devorarme.
Así pues, no pude contemplar la hermosura del cielo y las nubes que Odiseo me describía en las escasas visitas que me hacía para ver cómo me encontraba. Él pasó la mayor parte del tiempo en la proa, mirando detenidamente al frente con ojos de halcón por si había rocas, serpientes marinas u otros peligros (así me lo imaginaba yo); o al timón; o dirigiendo el barco de algún otro modo (yo no sabía cómo, porque era la primera vez que navegaba).
Desde el día de nuestra boda me había formado muy buena opinión de Odiseo. Lo admiraba enormemente, y tenía una idea exagerada de sus aptitudes —recordad que tenía quince años—, de modo que confiaba plenamente en él y consideraba que era un capitán competente que no podía fallar.
Por fin llegamos a Ítaca y entramos en el puerto, rodeado de abruptos acantilados. Debían de haber puesto vigías y encendido antorchas para anunciar nuestra llegada, porque el puerto estaba abarrotado de gente. Mientras me conducían a la orilla hubo algunas ovaciones y muchos empujones entre los que querían ver qué aspecto tenía yo, la prueba palpable de que Odiseo había cumplido con éxito su misión y había regresado a su tierra con una esposa de noble cuna y los valiosos regalos que completaban el lote.
Aquella noche se celebró un banquete al que invitaron a los aristócratas de la ciudad. Yo asistí con un reluciente velo y una de las túnicas mejor bordadas que me había llevado, y acompañada de la criada que también me había llevado. Ella era un regalo de boda de mi padre; se llamaba Actoris, y no le hizo ninguna gracia acompañarme a Itaca. Actoris lamentaba haber dejado los lujos del palacio de Esparta y a todas las amigas que tenía entre las criadas, y yo no se lo reprochaba. Como no era joven —ni siquiera mi padre habría sido tan estúpido para enviarme a Ítaca con una radiante muchacha que pudiera rivalizar conmigo por el afecto de Odiseo, sobre todo teniendo en cuenta que una de sus tareas consistía en montar guardia toda la noche frente a la puerta de nuestro dormitorio para impedir interrupciones— no duró mucho. Su muerte me dejó sola en Ítaca: una extraña rodeada de extraños.
Aquellos primeros días me harté de llorar encerrada en mi habitación. Intentaba ocultarle mi desdicha a Odiseo, por temor a parecer desagradecida. Y él seguía mostrándose tan atento y considerado como al principio, aunque me trataba como las personas mayores tratan a los niños. A menudo lo sorprendía observándome, con la cabeza ladeada y la mano en la barbilla, como si yo fuera un enigma para él; pero pronto descubrí que eso lo hacía con todo el mundo.
En una ocasión me dijo que todos teníamos una puerta oculta que conducía a nuestro corazón, y que para él era una cuestión de honor encontrar la forma de abrir esas puertas. Pues el corazón era a la vez llave y cerrojo, y quien pudiera llegar a dominar el corazón de los hombres y descubrir sus secretos estaba más cerca de dominar a las Parcas y controlar el hilo de su propio destino. Y eso no podía lograrlo cualquiera, se apresuró a añadir. Ni siquiera los dioses, dijo, eran más poderosos que las Tres Moiras. No las llamó por su nombre, y escupió para alejar la mala suerte; yo me estremecí al imaginármelas en su tenebrosa cueva, desenrollando, midiendo y cortando los hilos de la vida.
—¿Tengo yo también una puerta oculta que conduce a mi corazón? —le pregunté con un tono insinuante y seductor—. ¿Y la has encontrado?
Odiseo se limitó a sonreír y respondió:
—Eso tienes que decírmelo tú.
—Y tú, ¿tienes también una puerta que conduce a tu corazón? —pregunté—. ¿Y he encontrado yo la llave?
Me produce bochorno recordar el ridículo tono de voz con que formulé estas preguntas: eran el tipo de halagos que habría utilizado Helena. Pero Odiseo se había girado y estaba mirando por la ventana.
—Ha entrado un barco en el puerto —dijo—. Y no lo conozco. —Tenía la frente arrugada.
—¿Esperas noticias? —pregunté.
—Siempre espero noticias —respondió él.
Ítaca no era ningún paraíso. Solía soplar viento, y también llovía y hacía frío. Los nobles de allí eran unos desastrados comparados con los nobles a que yo estaba acostumbrada, y el palacio no era precisamente grande.
Era verdad que había muchas piedras y cabras, como me habían contado en Esparta. Pero también había vacas, y ovejas, y cerdos, y grano para hacer pan, y algún que otro higo, manzana o pera en temporada, de modo que nuestras mesas estaban bien surtidas, y con el tiempo me acostumbré a la isla. Además, tener un esposo como Odiseo no era nada despreciable. En aquella región todo el mundo lo admiraba, y mucha gente iba a pedirle favores y consejos. Algunos hasta llegaban en barco desde muy lejos para consultar con él determinado asunto, pues Odiseo tenía fama de ser un hombre capaz de deshacer cualquier nudo por complicado que fuera, aunque a veces lo conseguía atando otro todavía más complicado.
Su padre, Laertes, y su madre, Anticlea, aún vivían en el palacio por aquel entonces; su madre todavía no había muerto, consumida por la espera y por el deseo de ver regresar a Odiseo, y también por su deficiente aparato digestivo, sospecho; y su padre todavía no había abandonado el palacio, desesperado por la ausencia de su hijo, para retirarse a vivir a una casucha y castigarse labrando la tierra. Todo eso ocurriría cuando Odiseo llevara unos años fuera, pero nadie podía imaginárselo todavía.
Mi suegra era una mujer circunspecta y reservada, y pese a que me dio la bienvenida formal, enseguida comprendí que no le caía bien. No se cansaba de repetir que yo era muy joven. Odiseo le contestaba con aspereza que ése era un defecto que ya se corregiría por sí solo con el tiempo.
La mujer que al principio me causó más problemas fue la antigua nodriza de Odiseo, Euriclea. Según ella, todo el mundo la respetaba porque era sumamente formal. Estaba en aquella casa desde que la comprara el padre de Odiseo, quien la valoraba tanto que ni siquiera se había acostado con ella. «¡Imagínate! ¡Y eso que era una esclava! —me dijo, muy orgullosa de sí misma—. ¡Y en aquella época yo era muy hermosa!». Algunas criadas me contaron que Laertes se había abstenido, no por respeto hacia Euriclea, sino por temor a su esposa, quien no lo habría dejado vivir si hubiera tomado una concubina. «Anticlea sería capaz de congelarle el deseo a Helios», comentó una de ellas. Yo sabía que debía reprenderla por insolente, pero no pude contener la risa.
Euriclea se hizo cargo de mí y me paseó por el palacio para enseñarme dónde estaba todo, y, como decía una y otra vez, «cómo hacemos las cosas aquí». Debí agradecérselo, no sólo con los labios sino también con el corazón, pues no hay nada más violento que equivocarse con las formas de hacer las cosas, revelando tu ignorancia de las costumbres de quienes te rodean. Si debes taparte la boca cuando ríes, en qué ocasiones debes ponerte un velo, qué parte de la cara debe ocultar éste, con qué frecuencia tienes que pedir que te preparen un baño… Euriclea era experta en todas esas materias. Y tuve suerte, porque mi suegra, Anticlea —que tendría que haberse hecho cargo de mí—, se limitaba a permanecer sentada y en silencio, con una tensa y discreta sonrisa en los labios, mientras yo me ponía en ridículo. Anticlea se alegraba de que su adorado hijo Odiseo hubiera conseguido semejante logro —una princesa de Esparta no era moco de pavo—, pero creo que se habría alegrado más si me hubiera muerto del mareo en el viaje a Ítaca y Odiseo hubiera llegado a su casa con los regalos de boda, pero sin la novia. La frase que más a menudo me dirigía era: «No tienes buena cara».
Por eso la evitaba siempre que podía, y me paseaba con Euriclea, que al menos se mostraba amable conmigo. Ella tenía un arsenal de información sobre las familias nobles vecinas, y de ese modo me enteré de muchas cosas vergonzosas sobre ellas que más tarde me serían útiles.
Euriclea hablaba por los codos, y nadie sabía tantas cosas como ella acerca de Odiseo. Sabía perfectamente lo que le gustaba y cómo había que tratarlo, pues ella lo había amamantado y lo había cuidado cuando Odiseo era un recién nacido, y lo había criado hasta que se hizo mayor. Sólo ella podía bañarlo, untarle los hombros con aceite, prepararle el desayuno, guardar sus objetos de valor, disponer sus túnicas, etcétera. Me dejaba sin nada que hacer, sin faena alguna que realizar para mi esposo, pues si yo intentaba llevar a cabo cualquier pequeña tarea, ella aparecía y me decía que no era así como a Odiseo le gustaba tal o cual cosa. Ni siquiera las túnicas que yo confeccionaba para él eran del todo adecuadas: o demasiado ligeras, o demasiado pesadas, o demasiado resistentes, o demasiado delicadas. «No está mal para el mozo —decía—, pero no vale para Odiseo».
Sin embargo, intentaba ser amable conmigo, a su manera. «¡Habrá que engordarte —decía—, para que puedas darle un hermoso hijo a Odiseo! Ésa es tu única obligación; lo demás déjamelo a mí». Como ella era lo más parecido a alguien con quien yo pudiera hablar —aparte de Odiseo, claro—, con el tiempo acabé aceptándola.
La verdad es que Euriclea fue de gran ayuda para mí cuando nació Telémaco. Tengo la obligación moral de admitirlo. Cuando el dolor era tan intenso que me impedía hablar, ella rezó las oraciones a Artemisa, y me sostuvo las manos y me frotó la frente con una esponja, y recibió al bebé y lo lavó, y lo envolvió para que no se enfriara; porque si de algo entendía —como no paraba de repetirme— era de recién nacidos. Tenía un lenguaje especial para hablar con ellos, un lenguaje absurdo —«Cuchi cuchi», le canturreaba a Telémaco mientras lo secaba, después del baño; «¡Agugu!»—, y a mí me desconcertaba imaginar al fornido Odiseo, con su voz grave, tan hábil en las artes de persuasión, tan lúcido para expresar sus ideas y tan digno, en brazos de la nodriza, cuando era un recién nacido, y a ella dirigiéndole uno de aquellos discursos compuestos de gorjeos.
Pero no podía molestarme que Euriclea le dedicara tantas atenciones a Telémaco, al que adoraba. Cualquiera habría podido pensar que ella misma lo había parido.
Odiseo estaba contento conmigo. Claro que estaba contento. «Helena todavía no ha tenido ningún hijo», decía, lo cual debería haberme alegrado. Y me alegraba. Pero, por otra parte, ¿por qué volvía Odiseo a pensar en Helena? ¿Acaso nunca había dejado de pensar en ella?
10
Coro: El nacimiento de Telémaco (idilio)
Nueve meses navegó por los rojos mares de la sangre de su madre
tras salir de la cueva de la temida Noche, de un letargo
poblado de perturbadores sueños
en su frágil y oscuro barco, el barco que era él mismo.
Por el peligroso océano de su inmensa madre navegó
desde la lejana gruta donde las tres Moiras,
concentradas en su truculenta labor,
hilan los hilos de la vida de los mortales,
y luego los miden, y luego los cortan.
Y nosotras, las doce a las que más tarde él daría muerte
por orden de su implacable padre,
navegábamos también, en los frágiles barcos que éramos nosotras mismas,
por los turbulentos mares de nuestras madres, hinchadas y con los pies doloridos,
que no eran reinas, sino un grupo variopinto
de mujeres compradas, canjeadas, capturadas, robadas a siervos y desconocidos.
Tras el viaje de nueve meses alcanzamos la orilla,
desembarcamos al tiempo que él lo hacía, zarandeadas por un viento hostil.
Éramos bebés, igual que él; llorábamos igual que él,
estábamos indefensas, igual que él, pero diez veces más indefensas,
pues su nacimiento se anhelaba y fue celebrado, mientras que los nuestros no.
Su madre dio a luz a un príncipe. Nuestras madres simplemente
parieron, desovaron, nos echaron.
Nosotras éramos crías de animales, de las que uno podía deshacerse a su antojo,
vender, ahogar en el pozo, canjear, utilizar, desechar cuando ya no luciéramos.
A él lo engendraron; nosotras simplemente aparecimos,
como los azafranes de primavera, las rosas, los gorriones engendrados en el barro.
Nuestras vidas estaban entrelazadas con la suya; nosotras también éramos niñas
cuando él era un niño;
éramos sus mascotas y sus juguetes, sus hermanas de mentira, sus pequeñas compañeras.
Crecíamos, igual que él, y reíamos y corríamos igual que él,
aunque más sucias, más hambrientas, más bronceadas.
Él nos consideraba suyas, para lo que se le antojara:
para servirle y darle de comer, para lavarlo, para distraerlo,
para mecerlo hasta que quedara dormido
en peligrosos barcos que éramos nosotras mismas.
No sabíamos, mientras jugábamos con él en la playa
de nuestra rocosa isla, cerca del puerto,
que apenas alcanzada la adolescencia nos iba a matar a sangre fría.
De haberlo sabido, ¿lo habríamos ahogado entonces?
Los niños son crueles y egoístas: todos quieren vivir.
Doce contra uno: lo habría tenido difícil.
¿Lo habríamos hecho? En sólo un minuto, cuando nadie mirara.
Habríamos podido hundir su pequeña cabeza, todavía inocente, en el agua
con nuestras infantiles manos de niñera, todavía inocentes,
y culpar de lo ocurrido al mar. ¿Nos habríamos atrevido?
Preguntádselo a las Tres Moiras, que con sus hilos trazan laberintos de color sangre,
y entrelazan las vidas de hombres y mujeres.
Sólo ellas saben qué rumbo habrían podido tomar los acontecimientos.
Sólo ellas conocen nuestros corazones.
De nosotras no obtendréis respuesta.
11
Helena me destroza la vida
Con el tiempo fui acostumbrándome a mi nuevo hogar, aunque tenía poca autoridad en él, pues Euriclea y mi suegra se ocupaban de todos los asuntos domésticos y tomaban todas las decisiones relacionadas con la casa. Odiseo dirigía el reino, aunque, como es natural, su padre Laertes metía baza de vez en cuando, para discutir las decisiones de su hijo o para respaldarlas. Dicho de otro modo: había el clásico tira y afloja familiar sobre qué opinión era la que contaba más, y todos estaban de acuerdo en una cosa: no era la mía.
Las comidas eran los momentos más tensos. Había demasiados trasfondos, demasiadas malas caras y demasiados gruñidos por parte de los hombres, y un silencio demasiado tenso alrededor de mi suegra. Cuando yo intentaba hablar con ella, mi suegra nunca me miraba al contestarme, sino que dirigía sus comentarios a un escabel o a una mesa. Como correspondía a una conversación con los muebles, aquellos comentarios eran rígidos y poco espontáneos.
No tardé en comprender que lo más sensato era mantenerme al margen de todo, y dedicarme a cuidar a Telémaco cuando Euriclea me lo permitía. «Pero si no eres más que una niña —decía, arrancándome el bebé de los brazos—. Dame, ya me ocupo yo del crío. Tú vete y diviértete».
Pero yo no sabía cómo divertirme. No podía pasear sola por los acantilados ni por la orilla del mar como una campesina o una esclava: siempre que salía tenía que llevarme a dos criadas conmigo —debía preservar mi reputación, y la reputación de la esposa de un rey está bajo escrutinio constante—, pero ellas iban varios pasos detrás de mí, como correspondía. Me sentía como un caballo premiado en exhibición, paseando con mis lujosas túnicas mientras los marineros me miraban fijamente y las mujeres susurraban. No tenía ninguna amiga de mi misma edad y condición, de modo que aquellas excursiones no resultaban muy divertidas, y por ese motivo cada vez se fueron volviendo menos frecuentes.
A veces me quedaba sentada en el patio, hilando lana y escuchando a las criadas, que reían y cantaban en los edificios anexos mientras realizaban sus tareas. Cuando llovía, llevaba mi labor a las dependencias de las mujeres. Allí, al menos, tenía compañía, porque siempre había varias esclavas trabajando en los telares. Me gustaba tejer, hasta cierto punto. Era un trabajo lento, rítmico y tranquilizador, y mientras tejía nadie, ni siquiera mi suegra, podía acusarme de estar ociosa (nunca lo había hecho, pero también existen las acusaciones silenciosas).
Pasaba mucho tiempo en nuestra habitación, la habitación que compartía con Odiseo. Era bastante bonita, con vistas al mar, aunque no tan bonita como la que yo tenía en Esparta. Odiseo había construido una cama especial, uno de cuyos pilares estaba tallado de un olivo que todavía tenía las raíces en el suelo. De ese modo, decía, nadie podría mover ni cambiar de lugar aquella cama, y sería un buen augurio para los hijos que fueran concebidos en ella. Aquel pilar era un gran secreto: nadie sabía de él excepto el propio Odiseo, mi criada Actoris —pero ella ya había muerto— y yo misma. Si alguien se enteraba de la existencia de aquel pilar, decía Odiseo fingiendo un tono siniestro, él sabría que yo me había acostado con otro hombre, y entonces —añadió, mirándome con ceño, con un gesto presuntamente bromista—, él se enfadaría muchísimo, y tendría que cortarme en trocitos con su espada o colgarme de la viga del techo.
Yo fingía que me asustaba y le aseguraba que nunca jamás se me ocurriría traicionar a su enorme pilar.
Pero lo cierto es que estaba asustada de verdad.
Pese a todo, los mejores momentos juntos los pasamos en aquella cama. A Odiseo le gustaba hablar conmigo después de hacer el amor. Me contaba muchas historias, historias sobre sí mismo, es cierto, y sus hazañas de cazador, y sus expediciones y saqueos, y sobre aquel arco que sólo él podía tensar, y sobre cómo siempre lo había protegido la diosa Atenea a causa de su agudo ingenio y su habilidad para disfrazarse y tramar estrategias, etcétera, etcétera; pero también me contaba otras historias: por qué cayó una maldición sobre la casa de Atreo, y cómo Perseo obtuvo el casco de Hades, que volvía invisible a quien se lo ponía, y le cortó la cabeza a la repugnante Gorgona; cómo el célebre Teseo y su amigo Pirítoo habían raptado a mi prima Helena antes de que ella cumpliera doce años y la habían escondido, con la intención de echarse a suertes cuál de los dos se casaría con ella cuando ésta alcanzara la edad apropiada. Teseo no la forzó, como habría podido hacer, porque mi prima no era más que una niña, o eso decían. La rescataron sus dos hermanos, pero para recuperarla tuvieron que librar una gran guerra contra Atenas.
Yo ya conocía esa historia, pues me la había contado la propia Helena. Cuando la contaba ella, sonaba muy diferente. Helena explicaba que Teseo y Pirítoo estaban tan impresionados por su divina belleza que casi se desmayaban cada vez que la miraban, y apenas podían acercarse lo suficiente a ella para sujetarse a sus rodillas y suplicarle que los perdonara por su atrevimiento. La parte de la historia con que más disfrutaba Helena era la que mencionaba el número de hombres que habían perdido la vida en la guerra contra Atenas: consideraba aquellas muertes un tributo a su persona. La triste realidad es que la gente la había alabado tanto y le había prodigado tantos elogios y cumplidos que Helena se había trastornado. Creía que podía hacer cualquier cosa que quisiera, igual que los dioses de los que estaba convencida que descendía.
Me he preguntado muchas veces si, de no haber sido Helena tan vanidosa, habríamos podido ahorrarnos todos los sufrimientos y las penas que ella nos causó por su egoísmo y su desquiciada lujuria. ¿Por qué no podía llevar una vida normal? Pero no: las vidas normales eran aburridas, y Helena era ambiciosa. Quería hacerse un nombre. Deseaba destacar de la masa.
El desastre se produjo cuando Telémaco tenía un año. Fue por culpa de Helena, ahora ya lo sabe todo el mundo.
La primera noticia que tuvimos de la inminente catástrofe nos la dio el capitán de un barco espartano que había atracado en nuestro puerto. El barco estaba en ruta por nuestras islas, comprando y vendiendo esclavos, y, como era habitual con los huéspedes de cierta posición, invitamos al capitán a cenar y le ofrecimos alojamiento para esa noche. Esa clase de visitas eran una fuente de noticias que siempre agradecíamos —quién había muerto, quién había nacido, quién acababa de casarse, quién había matado a quién en un duelo, quién había sacrificado a sus propios hijos a tal o cual dios—, pero las noticias que nos dio aquel hombre eran extraordinarias.
Nos dijo que Helena había huido con un príncipe troyano. El individuo, un tal Paris, era el hijo menor del rey Príamo, y decían que era muy atractivo. Lo de Helena y Paris fue amor a primera vista. Durante nueve días de banquete —ofrecido por Menelao con motivo de la gran categoría de aquel príncipe—, Paris y Helena no habían dejado de lanzarse miradas a espaldas del anfitrión, que no se había enterado de nada. Eso no me sorprendió, porque Menelao era más tonto que un ladrillo y sus modales daban pena. Está claro que no había halagado lo suficiente a Helena, de modo que ella estaba preparada para que lo hiciera otro hombre. Entonces, aprovechando que Menelao había tenido que ausentarse para asistir a un funeral, los dos amantes habían cargado el barco de Paris con todo el oro y la plata que pudieron reunir y se habían escabullido.
Menelao estaba furioso, igual que su hermano Agamenón, porque aquello era una ofensa al honor familiar. Habían enviado emisarios a Troya, exigiendo el regreso de Helena y del botín, pero los mensajeros habían vuelto con las manos vacías. Mientras tanto, Paris y la perversa Helena se reían de ellos desde detrás de las altas murallas de Troya. «Están que se suben por las paredes», comentó nuestro invitado, sin ocultar su deleite: como el resto de nosotros, él disfrutaba cuando los fuertes y poderosos caían de bruces. Nos aseguró que en Esparta no se hablaba de otra cosa.
Mientras escuchaba su relato, Odiseo palideció, aunque permaneció callado. Sin embargo, aquella noche me reveló el motivo de su inquietud. «Estamos todos comprometidos por un juramento —me explicó—. Lo pronunciamos sobre los pedazos de un caballo sagrado descuartizado, de modo que es un juramento muy poderoso. Todos los varones que lo hicieron serán llamados a defender los derechos de Menelao, zarparán hacia Troya y lucharán para recuperar a Helena». Odiseo agregó que ésa no iba a ser tarea fácil: Troya era una gran potencia, un hueso mucho más duro de roer de lo que había sido Atenas cuando los hermanos de Helena la asolaron por el mismo motivo.
Reprimí el impulso de decir que deberían haber metido a la pérfida Helena en un baúl cerrado con llave y haberla encerrado en un sótano oscuro porque era una víbora con piernas. Lo que dije fue: «¿Tú también tendrás que ir?». Me horrorizaba la idea de quedarme en Ítaca sin Odiseo. ¿Qué iba a hacer sola en el palacio? Cuando digo sola quiero decir sin amigos ni aliados, ya me entendéis. Ya no habría placeres nocturnos para compensar el autoritarismo de Euriclea y los gélidos silencios de mi suegra.
«Yo también pronuncié el juramento —respondió Odiseo—. Es más, ese juramento fue idea mía. Ahora no me sería fácil librarme de él».
Con todo, Odiseo lo intentó. Cuando aparecieron Agamenón y Menelao, lo cual tarde o temprano tenía que ocurrir —los acompañaba un fatídico tercer hombre, Palamedes, quien, a diferencia de los otros dos, no tenía ni un pelo de tonto—, Odiseo estaba preparado para recibirlos. Había hecho circular el rumor de que se había vuelto loco, y para demostrarlo se había puesto un ridículo sombrero de campesino y estaba arando un campo con un buey y un asno y sembrando los surcos con sal. Me creí muy lista cuando me ofrecí a acompañar a los tres visitantes al campo para presenciar aquella penosa imagen. «Ya lo veréis —dije con lágrimas en los ojos—. ¡Ya no me reconoce, ni siquiera reconoce a nuestro hijito!».
Y me llevé al pequeño para demostrarlo.
Fue Palamedes quien descubrió a Odiseo: me arrancó a Telémaco de los brazos y lo colocó frente a la yunta. Odiseo tuvo que desviarse para no pasar por encima de su propio hijo con el arado.
De modo que tuvo que ir.
Los otros tres lo adularon asegurándole que un oráculo había afirmado que Troya jamás caería sin su ayuda. Eso aceleró los preparativos de la partida de mi esposo, naturalmente. ¿Quién puede resistirse a la tentación de ser considerado indispensable?
12
La espera
¿Qué queréis que os cuente acerca de los diez años siguientes? Odiseo zarpó rumbo a Troya y yo me quedé en Ítaca. El sol salía, cruzaba el cielo y se ponía, y, al verlo, yo casi nunca pensaba en el llameante carro de Helios. Lo mismo hacía la luna, pasando de una fase a otra, y, al verla, yo casi nunca pensaba en el barco plateado de Artemisa. La primavera, el verano, el otoño y el invierno se sucedían con puntualidad. El viento soplaba a menudo. Telémaco fue creciendo, bien alimentado con abundante carne y mimado por todos.
Nos llegaban noticias del desarrollo de la guerra contra Troya: a veces eran buenas y a veces malas. Los aedos loaban en sus canciones a los héroes más distinguidos: Aquiles, Agamenón, Áyax, Menelao, Héctor, Eneas y compañía. A mí no me importaban ellos: sólo me interesaban las noticias acerca de Odiseo. ¿Cuándo regresaría mi esposo y aliviaría mi aburrimiento? También él aparecía en las canciones, y yo saboreaba aquellos momentos. Allí estaba, pronunciando un discurso inspirador, uniendo a las facciones enfrentadas, inventando con facilidad asombrosa, ofreciendo sabios consejos, disfrazándose de esclavo fugitivo para colarse en Troya y entrevistarse con Helena, quien —así lo proclamaba la canción— lo había bañado y lo había ungido con sus propias manos.
Esa parte no me gustaba tanto.
Y allí estaba por último, tramando la estrategia del caballo de madera lleno de soldados. La noticia de la caída de Troya fue propagándose de faro en faro. Dijeron que se había producido una gran matanza y que hubo un terrible saqueo en la ciudad. Las calles se convirtieron en torrentes de sangre; el cielo sobre el palacio ardía en llamas; lanzaban a niños inocentes desde lo alto de un acantilado, y las mujeres troyanas, entre ellas las hijas del rey Príamo, fueron entregadas como botín. Por fin nos confirmaron lo que tanto tiempo llevábamos deseando oír: que los barcos griegos habían emprendido el regreso a casa.
Y luego, nada.
Un día tras otro, yo subía a lo alto del palacio y oteaba el horizonte, pero no había ni rastro de Odiseo. A veces veía barcos, pero nunca el que anhelaba ver.
Llegaban otros barcos que traían rumores. Odiseo y sus hombres se habían emborrachado en el primer puerto de escala y los hombres se habían amotinado, decían algunos; no, explicaban otros: habían comido una planta mágica que les había hecho perder la memoria, y Odiseo los había salvado haciéndolos atar y transportar a las naves. Odiseo había luchado contra un cíclope, afirmaban unos; no, sólo se había peleado con un tabernero tuerto, desmentían otros, y el motivo de la discusión había sido una cuenta que no se había pagado. Varios hombres habían sido devorados por caníbales, aseguraban unos; no, sólo había sido una reyerta como otra cualquiera, replicaban otros, con mordiscos en la oreja, narices sangrantes, apuñalamientos y destripamientos. Odiseo era huésped de una diosa en una isla encantada, sostenían unos; la diosa había convertido a los marinos en cerdos —lo cual, en mi opinión, no debía de haberle costado mucho trabajo—, pero les había devuelto la forma humana porque se había enamorado de Odiseo y le preparaba deliciosos manjares con sus propias manos inmortales, y cada noche hacían el amor con desenfreno; no, corregían otros, sólo era una prostituta de lujo, y lo que hacía Odiseo era gorronear a la madam.
Huelga decir que los aedos recogían esos temas y los adornaban considerablemente. En mi presencia siempre cantaban las versiones más nobles, aquellas que describían a Odiseo como un hombre inteligente, valiente e ingenioso que luchaba contra monstruos sobrenaturales y al que las diosas apreciaban.
El único motivo por el que todavía no había regresado a casa era que un dios —según algunos, Poseidón, el dios del mar— estaba contra él porque el cíclope al que Odiseo había lisiado era hijo suyo. O varios dioses estaban contra él. O las Parcas. O algo. Pues no cabía duda —insinuaban los aedos para elogiarme— de que sólo una poderosa fuerza divina podía impedir a mi esposo regresar cuanto antes a los tiernos —y amorosos— brazos de su esposa.
Cuanto más exageraban, más costosos eran los regalos que esperaban de mí. Yo siempre cumplía sus deseos. Hasta una mentira obvia sirve de cierto consuelo cuando no hay verdades que nos reconforten.
Murió mi suegra, arrugada como el barro seco y enferma de tanto esperar, convencida de que nunca volvería a ver a Odiseo. Según ella, la culpa la tenía yo, y no Helena: ¡si no me hubiera llevado al crío al campo de labranza! La anciana Euriclea envejeció aún más.
Y lo mismo hizo mi suegro, Laertes. A Laertes dejó de interesarle la vida de palacio y se marchó a vivir al campo; se lo podía ver arrastrando los pies por una de sus granjas, vestido con ropa mugrienta y quejándose de los perales. Yo sospechaba que estaba volviéndose idiota.
Yo sola dirigía las extensas propiedades de Odiseo. En Esparta, en mi anterior vida, no me habían preparado para semejante tarea. Al fin y al cabo, yo era una princesa, y trabajar era algo que hacían los demás. Mi madre, pese a haber sido reina, no me había dado buen ejemplo. A ella no le gustaba la comida que se servía en el gran palacio, pues la más solicitada eran unos enormes pedazos de carne; ella prefería, como mucho, un pescadito o dos, con guarnición de algas. Se comía los pescados crudos, la cabeza primero, una práctica que yo contemplaba entre fascinada y horrorizada. ¿Os he comentado ya que mi madre tenía unos dientes muy pequeños y puntiagudos?
Tampoco le gustaba dar órdenes a los esclavos ni castigarlos, aunque de pronto podía matar a uno que la fastidiaba —no entendía que los criados tenían valor como propiedades—, y ni el tejido ni el hilado le interesaban en absoluto. «Demasiados nudos. Eso es trabajo de arañas. Que lo haga Aracne», decía. En cuanto a la tarea de supervisar las provisiones de comida, la bodega y lo que ella llamaba «los juguetes dorados de los mortales» que se guardaban en los enormes almacenes del palacio, mi madre se reía sólo de pensarlo. «Las náyades no sabemos contar más que hasta tres —aclaraba—. Los peces van en bancos, no en listas. ¡Un pez, dos peces, tres peces, otro pez, otro pez, otro pez! ¡Así es como los contamos nosotras!». Y reía con su risa cantarina. «Nosotros, los inmortales, no somos tacaños. ¡Acaparar no tiene ningún sentido!». Se escabullía e iba a bañarse en la fuente del palacio, o desaparecía y pasaba varios días contando chistes con los delfines y haciéndoles bromas a las almejas.
Así que en el palacio de Ítaca tuve que aprender empezando desde cero. Al principio me lo impedía Euriclea, que quería encargarse de todo, pero al final se dio cuenta de que había demasiado trabajo que hacer, incluso para una entrometida como ella. Pasaron los años y me sorprendí a mí misma haciendo inventarios —donde hay esclavos es inevitable que haya robos; hay que vigilar—, y preparando los mentis y organizando los guardarropas del palacio. Aunque las prendas que vestían los criados eran bastas y resistentes, con el tiempo acababan estropeándose y había que reemplazarlas, de modo que yo tenía que indicar a las hilanderas y tejedoras lo que tenían que hacer. Los moledores de grano estaban en el escalafón más bajo de la jerarquía de los esclavos, y vivían encerrados en un edificio anexo; generalmente los ponían allí por mal comportamiento, y a veces había peleas entre ellos, así que yo tenía que estar al corriente de animosidades y venganzas.
Se suponía que los esclavos varones no podían dormir con las esclavas sin haber solicitado permiso. Ése era un tema delicado. A veces se enamoraban y se ponían celosos, igual que sus amos, lo cual causaba muchos problemas. Si la situación se descontrolaba, yo tenía que venderlos, como es lógico. Pero si de esos apareamientos nacía una hermosa criatura, solía quedármela y educarla yo misma, convirtiéndola en una criada refinada y amable. Quizá mimé en exceso a algunas de esas niñas. Euriclea siempre lo decía.
Melanto, la de hermosas mejillas, era una de ellas.
A través de mi administrador, compraba provisiones, y pronto me gané la reputación de astuta negociadora. A través de mi capataz, supervisaba las granjas y los rebaños, y me preocupé de aprender cuestiones como las épocas de nacimiento de los corderos y los terneros, o la forma de impedir que una cerda devore a su camada. A medida que fui adquiriendo experiencia, empecé a disfrutar con las conversaciones sobre esos temas tan burdos y ordinarios. Para mí era motivo de orgullo que el porquerizo viniera a pedirme consejo.
Mi plan consistía en hacer crecer las propiedades de Odiseo para que cuando él volviera tuviera aún más riquezas que cuando se había marchado: más ovejas, más vacas, más cerdos, más campos de cereal, más esclavos. Tenía una imagen muy clara en la mente: Odiseo regresaba, y yo —con femenina modestia— le mostraba lo bien que había realizado un trabajo que solía considerarse de hombres. Y lo había hecho por Odiseo, por supuesto. No había dejado de pensar en él. ¡Cómo se iba a iluminar su rostro! ¡Qué satisfecho iba a estar de mí! «Vales mil veces más que Helena», me diría. ¿Verdad que sí? Y me abrazaría con ternura.
* * *
Pese a tanto trabajo y tanta responsabilidad, me sentía más sola que nunca. ¿Qué sabios consejeros tenía? En realidad, ¿con quién podía contar, aparte de conmigo misma? Muchas noches me dormía llorando o suplicando a los dioses que me devolvieran a mi amado esposo o me trajeran una muerte rápida. Euriclea me preparaba baños relajantes y bebidas reconfortantes, aunque todo eso conllevaba un precio. Euriclea tenía la irritante costumbre de recitar dichos populares pensados para endurecerme y animarme a seguir dedicada al trabajo, como por ejemplo:
La que llora cuando el sol brilla
nunca llenará su plato de comida.
O:
La que en quejas pierde el tiempo
no se lleva a la boca más que viento.
O:
Si eres perezosa, descarados
se te vuelven los esclavos.
Truhanes, rameras y ladrones
tendrás si castigos no impones.
Y cosas parecidas. Si Euriclea hubiera sido más joven, le habría pegado una bofetada.
Sin embargo, sus exhortaciones debieron de surtir algún efecto, porque durante el día yo conseguía mantener la apariencia de ánimo y esperanza, y aunque no me engañara a mí misma, al menos engañaba a Telémaco. Le contaba historias sobre Odiseo: sobre lo buen guerrero, lo inteligente y lo atractivo que era, y lo felices que íbamos a ser cuando él volviera a casa.
Cada vez inspiraba más curiosidad, como era lógico que ocurriera con la esposa —¿o había que decir la viuda?— de un hombre tan famoso; cada vez venían a visitarnos con más frecuencia barcos extranjeros que traían nuevos rumores. Y a veces también tanteaban el terreno: si se demostraba que Odiseo había muerto, no lo quisieran los dioses, ¿estaría yo abierta, quizá, a otras ofertas? Yo y mis tesoros, claro. Yo no hacía caso de esas indirectas, porque seguían llegando noticias de mi esposo, aunque fueran confusas.
Odiseo había descendido al reino de los muertos para consultar a los espíritus, aseguraban algunos. No, sólo había pasado la noche en una vieja y tenebrosa cueva llena de murciélagos, decían otros. Había hecho que sus hombres se pusieran cera en los oídos, explicó uno, cuando navegaban cerca de las seductoras sirenas —mitad pájaro, mitad mujer—, que atraían a los hombres a su isla y luego los devoraban; él se había atado al mástil para poder oír su irresistible canto sin saltar por la borda. No, le corrigió otro, era un burdel siciliano de lujo: las cortesanas que trabajaban allí eran famosas por su talento musical y sus extravagantes vestidos de plumas.
Resultaba difícil saber qué creer. A veces pensaba que la gente inventaba cosas sólo para asustarme, y para ver cómo se me llenaban los ojos de lágrimas. Tiene cierta gracia atormentar a los vulnerables.
No obstante, cualquier rumor era mejor que no saber nada de Odiseo, así que yo los escuchaba todos con avidez. Pero pasados unos cuantos años más dejaron de llegar rumores: era como si Odiseo hubiera desaparecido de la faz de la tierra.
13
Coro: El astuto capitán de barco (saloma)
Interpretada por las Doce Criadas, con trajes de marinero
El astuto Odiseo de Troya partió
de oro y de gloria colmado.
El protegido de Atenea zarpó
¡con sus trampas, sus mentiras y sus timos!
Se detuvo primero en el país de los lotófagos, donde sus hombres la odiosa guerra olvidar quisimos;
pero pronto en las negras naves volvieron a embarcarnos
sin hacer caso de nuestros llantos y suspiros.
Dimos después con el cíclope aterrador,
al que cegamos cuando devorarnos intentó.
«Me llaman Nadie», mintió el capitán, para alardear luego:
«¡Soy príncipe del engaño, me llaman Odiseo!».
Poséidon, su enemigo, lo maldijo por ello
y aún lo busca por los mares sin descanso,
desatando tempestades para enviarlo al fondo
¡a Odiseo, el marino traicionero!
Por nuestro capitán, dondequiera que esté, brindemos.
Atrapado en un islote, bajo un árbol dormido
o de alguna ninfa del mar en brazos,
¡que es donde nos gustaría estar a todos!
Luego a los malvados lestrigones encontramos.
Devoraron a nuestros compañeros y no dejaron ni los huesos.
Haberles pedido algo de comer lamentó Odiseo,
¡el más audaz, el más valiente y temerario!
En la isla de Circe nos convirtieron en cerdos,
hasta que Odiseo con la diosa se acostó;
luego comió sus dulces y su vino se bebió:
¡durante un año fue su huésped y señor!
Dondequiera que esté, por nuestro capitán brindemos.
La espuma del ancho mar de aquí para allá lo ha llevado.
Seguro que no tiene prisa por llegar a casa Odiseo,
¡el más apuesto, el más osado, el más astuto!
Descendió a continuación a la Isla de los Muertos,
vertió sangre en una zanja y a los espíritus contuvo
para oír del profeta Tiresias el discurso,
¡ah, Odiseo, el más ingenioso, el más bribón y desenvuelto!
Más tarde, al dulce canto de las sirenas se enfrentó.
Hacia una tumba de plumas intentaban arrastrarlo.
Despotricaba y deliraba al mástil atado,
¡pero sólo Odiseo el enigma descifró!
El remolino de Caribdis a nuestro hombre no atrapó,
ni Escila, el monstruo de seis cabezas, cogerlo pudo.
Odiseo su nave entre malignos escollos deslizó
¡sin amedrentarse ante vorágines y rugidos!
Al desobedecer sus órdenes, sus hombres mal hicimos,
como la deliciosa carne de las vacas del Sol comernos.
En una tempestad todos perecimos,
pero nuestro capitán la isla de Calipso alcanzó.
Tras siete largos años que allí pasó gozando
huyó en una balsa y a la deriva navegó.
Hasta que desnudo en la playa lo hallaron
las doncellas de Nausicaa ¡y cómo estaba de mojado!
Narró sus aventuras, pero en la manga se guardó
cientos de desgracias y un sinfín de tormentos, pues lo que le depararán las Parcas nadie puede saberlo
¡ni siquiera ese genio del disfraz, Odiseo!
Dondequiera que esté, por nuestro capitán brindemos.
Si camina por tierra o navega por mar es indistinto.
Sabed que no está en el Hades, como todos nosotros,
¡pero basta, nada más os diremos!
14
Los pretendientes se ponen morados
El otro día —si es que podemos llamarlo día— paseaba por el prado, mordisqueando unos asfódelos, cuando me encontré a Antínoo. Normalmente va por ahí dándose aires con su manto más bonito y su mejor túnica, con broches de oro y todo, con aire agresivo y orgulloso, haciendo a un lado a empujones a los otros espíritus; pero en cuanto me ve, adopta la forma de su cadáver, con la sangre manándole a chorros y una flecha clavada en el cuello.
Antínoo fue el primer pretendiente al que mató Odiseo. Ese espectáculo de la flecha que organiza cuando me ve quiere ser un reproche, pero a mí me deja fría. Ese hombre era repugnante en vida, y sigue siendo repugnante.
—Salud, Antínoo —le dije—. ¿Por qué no te quitas esa flecha del cuello?
—Es la flecha de mi amor, divina Penélope, la más hermosa y la más inteligente de las mujeres —me contestó—. Aunque salió del famoso arco de Odiseo, en realidad el cruel arquero fue el propio Cupido. La llevo en memoria de la gran pasión que sentía por ti, y que me llevó a la tumba. —Y siguió un buen rato con esas falacias, porque cuando vivía practicaba sin descanso.
—Vamos, Antínoo —repliqué yo—. Ahora estamos muertos. Aquí abajo no hace falta que digas esas tonterías: no te van a servir de nada. No hace falta que exhibas tu característica hipocresía. Así que, por una vez, sé bueno y quítate la flecha. No consigue mejorar tu aspecto.
Me miró con gesto lúgubre, como un cachorro maltratado.
—Despiadada en vida y despiadada después de muerta.
Suspiró. Pero desaparecieron la flecha y la sangre, y la piel de Antínoo, de un blanco verdoso, recuperó algo de color.
—Gracias —dije—. Así está mejor. Ahora podemos ser amigos, y como amiga te pido que contestes esta pregunta: ¿por qué arriesgasteis la vida los pretendientes comportándoos conmigo y con Odiseo de un modo tan injurioso, y no sólo una vez, sino durante varios años? No me dirás que no os avisaron. Los oráculos predijeron vuestra muerte, y el propio Zeus envió aves de mal agüero y reveladores truenos.
Antínoo suspiró.
—Los dioses querían destruirnos —dijo.
—Ésa siempre es la excusa para comportarse mal —objeté—. Dime la verdad. No creo que fuera por mi divina belleza. Hacia el final tenía treinta y cinco años, estaba consumida por la preocupación y el llanto, y, como tú y yo sabemos, mi cintura se estaba ensanchando. Vosotros, los pretendientes, todavía no habíais nacido cuando Odiseo zarpó hacia Troya, o a lo sumo erais unos críos, como mi hijo Telémaco, o un poco mayores que él, de modo que yo habría podido ser vuestra madre. No parabais de decir que cuando me veíais se os doblaban las rodillas, y que anhelabais compartir la cama conmigo y que os diera hijos, y sin embargo sabíais perfectamente que ya hacía tiempo que yo no estaba en edad fértil.
—Seguro que aún habrías podido parir uno o dos mocosos —replicó Antínoo con crueldad. No pudo contener una sonrisita.
—Así me gusta —dije—. Prefiero las respuestas sinceras. Dime, ¿cuáles eran vuestros verdaderos motivos?
—Queríamos el tesoro, naturalmente —contestó él—. ¡Queríamos el reino! —Esta vez tuvo la insolencia de reír abiertamente—. ¿Qué joven no iba a aspirar a casarse con una viuda rica y famosa? Dicen que a las viudas las consume la lujuria, sobre todo si sus esposos llevan mucho tiempo desaparecidos o muertos, como era tu caso. No eras tan guapa como Helena, pero eso lo podríamos haber arreglado. ¡La oscuridad lo disimula todo! Y que fueras veinte años mayor que nosotros era una ventaja: morirías antes, quizá con un poco de ayuda, y entonces, una vez que hubiéramos heredado tus riquezas, habríamos podido escoger a la joven y hermosa princesa que hubiéramos querido. No me dirás que creías que estábamos locamente enamorados de ti, ¿verdad? Quizá no fueras ninguna beldad, pero siempre fuiste inteligente.
Había dicho que prefería las respuestas sinceras, pero cuando las respuestas son tan poco halagüeñas nadie las prefiere, claro.
—Gracias por tu franqueza —dije con frialdad—. Debes de sentir un gran alivio al expresar tus verdaderos sentimientos, por una vez. Ahora ya puedes volver a clavarte la flecha. Si he de serte sincera, siento una alegría inmensa cada vez que la veo sobresaliendo de tu mentirosa e insaciable garganta.
Los pretendientes no se presentaron enseguida. Durante los nueve o diez primeros años de la ausencia de Odiseo, sabíamos dónde estaba —en Troya—, y sabíamos que seguía con vida. No, no empezaron a asediar el palacio hasta que la esperanza se fue reduciendo y estaba a punto de apagarse. Primero llegaron cinco, luego diez, luego cincuenta; cuantos más eran, a más atraían, y todos temían perderse el interminable festejo y la lotería de la boda. Eran como los buitres cuando divisan una vaca muerta: primero baja uno, luego otro, hasta que al final todos los buitres que hay en varios kilómetros a la redonda están allí disputándose los huesos.
Se presentaban cada día en el palacio, como si tal cosa, y ellos mismos se proclamaban huéspedes míos; elegían ellos mismos el ganado, sacrificaban ellos mismos los animales, asaban la carne con la ayuda de sus criados y daban órdenes a las sirvientas y les pellizcaban el trasero como si estuvieran en su propia casa. Era asombrosa la cantidad de comida que podían engullir: se atracaban como si tuvieran las piernas huecas. Cada uno comía como si se hubiera propuesto superar a todos los demás; su objetivo era vencer mi resistencia con la amenaza del empobrecimiento, de modo que montañas de carne, colinas de pan y ríos de vino desaparecían por sus gaznates como si la tierra se hubiera abierto y se lo hubiera tragado todo. Decían que seguirían haciéndolo hasta que yo eligiera a uno de ellos como nuevo esposo, así que intercalaban en sus borracheras y sus juergas absurdos discursos sobre mi deslumbrante belleza, mis virtudes y mi sabiduría.
No voy a fingir que aquello no me deleitara en cierta medida. A todo el mundo le deleita; a todos nos gusta oír cantos de alabanza, aunque no nos los creamos. Pero yo intentaba contemplar sus gracias como habría contemplado un espectáculo o las travesuras de un bufón. ¿Qué nuevos símiles emplearían? ¿Cuál de ellos fingiría, de modo muy convincente, desmayarse de emoción al verme? De vez en cuando me presentaba —acompañada de dos criadas— en el salón donde ellos se estaban dando un festín, sólo para ver cómo se superaban unos a otros. Anfínomo solía imponerse en el terreno de los buenos modales, aunque distaba mucho de ser el más enérgico. Debo admitir que a veces soñaba despierta y me ponía a pensar con cuál preferiría acostarme, si llegaba el caso.
Después las criadas me repetían los comentarios graciosos que hacían los pretendientes a mis espaldas. Ellas podían escucharlos con disimulo, pues las obligaban a ayudar a servir la carne y la bebida.
¿Queréis saber qué decían los pretendientes sobre mí cuando estaban solos? Os pondré algunos ejemplos. Primer premio, una semana en la cama de Penélope; segundo premio, dos semanas en la cama de Penélope. Si cierras los ojos todas son iguales: imagínate que es Helena, eso endurecerá tu lanza, ¡ja, ja! ¿Cuándo va a decidirse la muy bruja? Matemos al hijo, quitémoslo de en medio ahora que todavía es joven; ese desgraciado empieza a ponerme nervioso. ¿Qué impide que uno de nosotros agarre a esa arpía y se largue con ella? No, amigos, eso sería hacer trampa. Ya sabéis cuál es el trato: hemos acordado que el que se lleve el premio hará regalos decentes a los demás, ¿no? Estamos todos en el mismo bando, vencer o morir. Si tú vences, ella muere, porque quienquiera que gane, tiene que matarla a polvos, ja, ja, ja.
A veces me preguntaba si las criadas no inventaban algunos de aquellos comentarios, quizá porque se dejaban llevar por su alborozo, o simplemente para fastidiarme. Parecían disfrutar con los informes que me traían, sobre todo cuando yo me deshacía en lágrimas y rezaba a Atenea, la diosa de ojos grises, suplicándole que me devolviera a Odiseo o pusiera fin a mis sufrimientos. Entonces ellas también se deshacían en lágrimas y sollozaban, gemían y me ofrecían bebidas reconfortantes. Eso era un alivio para sus nervios.
Euriclea era especialmente diligente con los informes de chismes maliciosos, tanto si eran ciertos como inventados: seguramente intentaba endurecer mi corazón frente a los pretendientes y sus fervientes súplicas, para que yo continuase fiel a mi esposo hasta el último momento. Siempre fue la mayor admiradora de Odiseo.
¿Qué podía hacer yo para detener a aquellos jóvenes matones aristocráticos? Estaban en la edad de la arrogancia, de modo que los llamamientos a su generosidad, los intentos de razonar con ellos y las amenazas de represalias no tenían ningún efecto. Ni uno solo se retiraría, por temor a que los otros se burlaran de él y lo llamaran cobarde. Quejarse a sus padres no habría servido de nada: sus familias esperaban beneficiarse de su comportamiento. Telémaco era demasiado joven para enfrentarse a ellos, y en cualquier caso él estaba solo y ellos eran ciento doce, o ciento ocho, o ciento veinte (había tantos que resultaba difícil contarlos). Los hombres que habrían podido ser leales a Odiseo habían zarpado con él rumbo a Troya, y de los que quedaban, los pocos que habrían podido ponerse de mi parte, intimidados por la superioridad numérica de los pretendientes, no se atrevían a defenderme.
Yo sabía que no serviría de nada intentar expulsar a aquellos pretendientes indeseados, ni atrancar las puertas para impedirles la entrada al palacio. Si lo intentaba, ellos se pondrían desagradables de verdad, arrasarían el palacio y tomarían por la fuerza lo que estaban intentando conseguir mediante persuasión. Pero yo era hija de una náyade, y recordaba el consejo de mi madre. «Haz como el agua —me decía yo—. No intentes oponer resistencia. Cuando intenten asirte, cuélate entre sus dedos. Fluye alrededor de ellos».
Por eso fingía que me complacía su cortejo. Hasta llegué a animar a uno, y luego a otro, y a enviarles mensajes secretos. Pero antes de elegir a uno de ellos, les decía, tenía que estar completamente segura de que Odiseo nunca regresaría a Ítaca.
15
El sudario
Transcurrían los meses, y la presión a que estaba sometida era cada vez mayor. Pasaba días enteros sin salir de mi habitación —no la que había compartido con Odiseo, eso no lo habría soportado, sino una habitación para mí sola que se hallaba en los aposentos de las mujeres—. Me tumbaba en la cama y lloraba, sin saber qué hacer. Lo último que quería era casarme con uno de aquellos mocosos maleducados. Sin embargo, mi hijo Telémaco estaba haciéndose mayor —tenía aproximadamente la misma edad que los pretendientes—, y empezaba a mirarme de forma extraña y a responsabilizarme de que aquellos granujas se estuvieran zampando literalmente su herencia.
Él lo habría tenido más fácil si yo hubiera hecho las maletas y regresado a Esparta con mi padre, el rey Icario, pero las probabilidades de que hiciera eso voluntariamente eran nulas, porque no tenía intención de que me arrojaran al mar por segunda vez. Al principio, Telémaco pensó que mi regreso al palacio de mi padre sería una buena solución desde su punto de vista, pero después de reflexionar un poco —y de hacer cuatro cálculos matemáticos— se dio cuenta de que una buena parte del oro y la plata que había en el palacio regresarían conmigo a Esparta, porque constituían mi dote. Y si me quedaba en Ítaca y me casaba con uno de aquellos críos, ese crío se convertiría en rey, y en su padrastro, y tendría autoridad sobre él. Y a Telémaco no le hacía ninguna gracia que lo mangoneara un muchacho de su misma edad.
En realidad, la mejor solución para Telémaco habría sido que yo hubiera encontrado una muerte digna, una muerte de la que no se lo pudiera culpar de ningún modo. Porque si hacía lo mismo que Orestes —pero sin motivo, a diferencia de Orestes— y asesinaba a su madre, atraería a las Erinias —las temidas Furias, con serpientes en el cabello, cabeza de perro y alas de murciélago— y ellas lo perseguirían con sus ladridos, sus silbidos, sus latigazos y sus azotes hasta volverlo loco. Y como me habría matado a sangre fría, y por el más abyecto de los motivos —la adquisición de riquezas—, no habría podido obtener la purificación en ningún santuario y mi sangre lo habría contaminado hasta que, completamente enloquecido, hubiera hallado una muerte terrible.
La vida de una madre es sagrada. Hasta la vida de una mala madre es sagrada —recordad a mi repugnante prima Clitemnestra, adúltera, asesina de su esposo y torturadora de sus hijos—, y nadie decía que yo fuera una mala madre. Pero no me gustaba nada el aluvión de hoscos monosílabos y miradas de rencor que recibía de mi propio hijo.
Cuando los pretendientes iniciaron su campaña, yo les recordé que un oráculo había predicho el regreso de Odiseo; pero, como pasaban los años y Odiseo no aparecía, la fe en el oráculo empezó a debilitarse. Quizá habían interpretado mal el oráculo, sugirieron los pretendientes: los oráculos tenían fama de ambiguos. Hasta yo empecé a dudar, y al final tuve que reconocer —al menos en público— que lo más probable era que Odiseo hubiera muerto. Sin embargo, su fantasma nunca se me había aparecido en sueños, como habría tenido que ocurrir. Yo no me explicaba que Odiseo no me hubiera enviado ningún mensaje desde el Hades, si era cierto que había llegado a aquel tenebroso reino.
Seguía intentando hallar la manera de aplazar el día de la decisión sin labrarme la deshonra. Finalmente se me ocurrió un plan. Cuando más tarde explicaba la historia, solía decir que fue Palas Atenea, la diosa del tejido, quien me había inspirado esa idea, y quizá fuera cierto, al fin y al cabo; pero atribuirle a algún dios las propias inspiraciones siempre era una buena manera de evitar acusaciones de orgullo en caso de que el plan funcionara, así como de echarle la culpa si fracasaba.
Esto fue lo que hice: puse una gran pieza de tejido en mi telar y dije que era un sudario para mi suegro Laertes, pues sería muy impío por mi parte no regalarle una lujosa mortaja para el caso de que muriera. Hasta que terminara esa obra sagrada no podría pensar en elegir un nuevo esposo, pero en cuanto la completara me apresuraría a escoger al afortunado.
(A Laertes no le agradó mucho mi amable idea: después de enterarse de lo que pretendía hacer, se mantuvo alejado de palacio más que de costumbre. ¿Y si algún pretendiente, en su impaciencia, decidía precipitar su muerte, obligándome a enterrar a Laertes en el sudario, lo hubiera terminado o no, para acelerar así mi boda?).
Nadie podía oponerse a mi tarea, pues era extremadamente piadosa. Pasaba todo el día trabajando en mi telar, tejiendo sin descanso, y haciendo comentarios melancólicos como «Este sudario sería una prenda más adecuada para mí que para Laertes, desgraciada de mí, y condenada por los dioses a una existencia que parece una muerte en vida». Pero por la noche deshacía la labor que había hecho durante el día, de modo que el sudario nunca crecía.
Para que me ayudaran en aquella laboriosa tarea elegí a doce de mis criadas, las más jóvenes, porque llevaban toda su vida conmigo. Las había comprado o adquirido cuando eran niñas, las había criado como compañeras de juego de Telémaco, y las había instruido meticulosamente en todo lo que necesitarían saber para vivir en palacio. Eran muchachas agradables y llenas de energía; a veces resultaban un poco ruidosas y alborotadoras, como ocurre con todas las criadas jóvenes, pero a mí me animaba oírlas charlar y cantar. Todas tenían una voz hermosa, y les habían enseñado a usarla.
Ellas eran mis ojos y mis oídos en el palacio, y fueron ellas quienes me ayudaron a deshacer lo tejido, en plena noche y con las puertas cerradas con llave, a la luz de las teas, durante más de tres años. Aunque teníamos que trabajar con cuidado y hablar en susurros, aquellas noches tenían un aire festivo, incluso un toque de hilaridad. Melanto, la de hermosas mejillas, robaba manjares para que comiéramos algo: higos frescos, pan con miel, vino caliente en invierno. Mientras avanzábamos en nuestra tarea de destrucción, contábamos historias, chistes, adivinanzas. A la vacilante luz de las teas, nuestros rostros diurnos se suavizaban y cambiaban, igual que nuestros modales diurnos. Éramos casi como hermanas. Por la mañana, la falta de sueño oscurecía nuestros ojos; intercambiábamos sonrisas de complicidad y nos dábamos algún disimulado apretón en las manos. Sus «sí, señora» y «no, señora» estaban al borde de la risa, como si ni ellas ni yo pudiéramos tomarnos en serio su actitud servil.
Por desgracia, una de ellas traicionó el secreto de mi interminable labor. Estoy segura de que fue un accidente: las jóvenes son despistadas, y a esa muchacha debió de escapársele algún indicio o alguna palabra reveladora. Todavía no sé quién fue: aquí abajo, entre las sombras, siempre van en grupo, y escapan corriendo cuando me acerco a ellas. Me rehúyen como si yo les hubiera causado una herida terrible. Pero yo jamás les habría hecho daño, al menos voluntariamente.
El hecho de que traicionaran mi secreto fue, estrictamente hablando, culpa mía. Les dije a mis doce jóvenes criadas —las más adorables, las más cautivadoras— que hicieran compañía a los pretendientes y los espiaran, utilizando cualquier tentadora argucia que se les ocurriera. Nadie estaba al corriente de mis instrucciones, salvo yo misma y las criadas en cuestión; decidí no compartir el secreto con Euriclea, lo cual fue un grave error.
El plan se fue al traste. A varias niñas las forzaron, desgraciadamente; a otras las sedujeron, o las presionaron tanto que decidieron que era mejor ceder que oponer resistencia.
No era inusual que los invitados de una gran casa o un palacio se acostaran con las criadas. Proporcionar un animado entretenimiento nocturno se consideraba parte de la hospitalidad de un buen anfitrión, y ese anfitrión magnánimo podía ofrecer a sus invitados que eligieran entre las muchachas; sin embargo, estaba totalmente fuera de lugar que las criadas fueran utilizadas de ese modo sin el permiso del señor de la casa. Eso equivalía a robar.
Pero en nuestra casa no había señor, así que los pretendientes hacían lo que querían con las criadas, con el mismo desparpajo con que consumían ovejas, cerdos, cabras y vacas. Seguramente, para ellos no tenía ninguna importancia.
Yo consolé a las niñas lo mejor que pude. Se sentían muy culpables, y a aquellas a las que habían violado había que cuidarlas y prestarles atención. Dejé esa tarea en manos de Euriclea, que maldijo a los viles pretendientes, y bañó a las niñas y las ungió con mi propio aceite de oliva perfumado, lo cual era un privilegio muy especial. Se quejó un poco de tener que hacerlo. Seguramente le molestaba el cariño que yo sentía por aquellas muchachas. Me dijo que las estaba mimando, y que se volverían unas creídas.
«No importa —les dije yo—. Debéis fingir que estáis enamoradas de esos hombres. Si creen que os habéis puesto de su parte, se confiarán a vosotras, y así sabremos cuáles son sus planes. Es una manera de servir a vuestro amo, y él estará muy agradecido cuando regrese a casa». Eso las hizo sentirse mejor.
Hasta las animé a hacer comentarios groseros e irreverentes sobre Telémaco y sobre mí, y también sobre Odiseo, para reforzar el engaño. Ellas se abocaron a ese proyecto con gran voluntad: Melanto, la de hermosas mejillas, era especialmente hábil y se divertía mucho inventando comentarios insidiosos. Sin duda hay algo maravilloso en ser capaz de combinar la obediencia y la desobediencia en un solo acto.
No todo era una farsa absoluta. Varias criadas se enamoraron de los hombres que con tanta crueldad las habían utilizado. Supongo que era inevitable. Ellas creían que no me daba cuenta de lo que estaba pasando, pero yo lo sabía perfectamente. Sin embargo, las perdoné. Eran jóvenes e inexpertas, y no todas las esclavas de Ítaca podían jactarse de ser la amante de un joven noble.
Pero, estuvieran enamoradas o no, y hubiera excursiones nocturnas o no, ellas seguían transmitiéndome cualquier información útil que hubieran sonsacado a los pretendientes.
Así que, pobre de mí, me consideraba muy lista. Ahora me doy cuenta de que mis actos eran poco meditados, y de que causaron perjuicios. Pero se me acababa el tiempo, y empezaba a desesperarme, y tenía que emplear todas las artimañas y estrategias que tuviera a mi disposición.
Cuando se enteraron del truco del sudario con que los engañaba, los pretendientes irrumpieron en mis aposentos en plena noche y me sorprendieron trabajando en mi secreta labor. Estaban furiosos, sobre todo por haberse dejado engañar por una mujer; montaron una escena terrible, y yo tuve que pasar a la defensiva. No me quedó más remedio que prometer que terminaría el sudario tan pronto pudiera, después de lo cual escogería sin falta a uno de los pretendientes como esposo.
Aquel sudario se convirtió casi de inmediato en una leyenda. «La telaraña de Penélope», lo llamaban; la gente llamaba así a cualquier tarea que continuara misteriosamente inacabada. A mí no me gustaba la palabra «telaraña». Si el sudario era una telaraña, entonces yo era la araña. Pero yo no pretendía atrapar hombres como si fueran moscas: todo lo contrario, sólo intentaba evitar verme ligada a ellos.
16
Pesadillas
Allí empezó el peor período de mi suplicio. Lloraba tanto que temí convertirme en un río o una fuente, como en las historias antiguas. Por mucho que rezara y ofreciera sacrificios y buscara presagios, mi esposo seguía sin regresar a Ítaca. Por si fuera poca mi desgracia, Telémaco ya tenía edad para empezar a darme órdenes. Yo llevaba veinte años dirigiendo los asuntos del palacio prácticamente sin ayuda de nadie, pero ahora él quería imponer su autoridad como hijo de Odiseo y tomar las riendas. Empezó a montar escenas en el salón, plantándoles cara a los pretendientes con una impetuosidad que habría podido costarle la vida. Era evidente que cualquier día se embarcaría en alguna descabellada aventura, como suelen hacer los varones jóvenes.
Y efectivamente, se marchó a escondidas en un barco para ir en busca de noticias de su padre, sin consultarlo siquiera conmigo. Eso era un grave insulto, pero yo no podía pensar demasiado en ello, porque mis criadas favoritas me trajeron la noticia de que los pretendientes, tras enterarse de la osada aventura emprendida por mi hijo, pensaban enviar uno de sus barcos para que estuviera al acecho, le tendiera una emboscada y lo matara en su viaje de regreso.
Es cierto que el heraldo Medonte me reveló también a mí esa conspiración, como lo relatan las canciones. Pero yo ya lo sabía por las criadas. Sin embargo, tuve que fingir que la noticia me sorprendía, para que Medonte —que no estaba ni en un bando ni en otro— no supiera que yo tenía mis propias fuentes de información.
Pues bien, como es lógico, me tambaleé, me derrumbé en el umbral, lloré y gemí, y todas mis criadas —mis doce favoritas y las demás— se unieron a mis lamentos. Les reproché que no me hubieran informado de la partida de mi hijo y que no le hubieran impedido marchar, hasta que Euriclea, la vieja entrometida, confesó que ella era la única que lo había ayudado y encubierto. Explicó que el único motivo por el que habían mantenido la partida de mi hijo en secreto era que no querían preocuparme. Pero al final todo saldría bien, añadió, porque los dioses eran justos.
Me abstuve de manifestar que hasta entonces había visto escasas pruebas de la justicia de los dioses. Afortunadamente, cuando las cosas se ponen demasiado negras, y cuando ya he llorado todo lo posible sin convertirme en un estanque, siempre puedo dormir. Y cuando duermo, sueño. Aquella noche tuve un montón de sueños, sueños que no han quedado registrados en ningún sitio, porque nunca se los conté a nadie. En uno de ellos, el cíclope le rompía la cabeza a Odiseo y se comía sus sesos; en otro, Odiseo saltaba al agua desde su barco y nadaba hacia las sirenas, que cantaban con una cautivadora dulzura, igual que mis criadas, mientras estiraban sus garras de ave para desgarrarlo; en otro, Odiseo disfrutaba haciendo el amor con una hermosa diosa. Entonces la diosa se convertía en Helena, que me miraba por encima del hombro desnudo de mi esposo esbozando una sonrisita maliciosa. Esta última pesadilla era tan desagradable que desperté y recé para que fuera un sueño falso enviado desde la cueva de Morfeo a través de la puerta de marfil, y no un sueño verdadero enviado a través de la puerta de cuerno.
Volví a dormirme, y al final conseguí tener un sueño reconfortante. Ése sí lo expliqué; quizá lo hayáis oído. Mi hermana Iftime —que era mucho mayor que yo y a la que apenas conocía porque se había casado y se había ido a vivir lejos— entró en mi habitación y se quedó de pie junto a mi cama. Me dijo que la enviaba la propia Atenea, porque los dioses no querían que yo sufriera. Su mensaje era que Telémaco regresaría sano y salvo, pero cuando le pregunté si Odiseo estaba vivo o muerto, ella se negó a contestar y desapareció.
Menos mal que los dioses no querían verme sufrir. Son todos unos falsos. Mi tormento podría compararse con el de un perro callejero, acribillado a pedradas o con la cola en llamas para divertir a los dioses. Lo que a los inmortales les encanta saborear no son la grasa y los huesos de animales, sino nuestro sufrimiento.
17
Coro: Naves del sueño (balada)
El sueño es nuestro único solaz;
sólo dormidas hallamos paz:
los suelos no nos hacen pulir ni fregar,
ni nos hacen la mugre rascar.
No nos persiguen por el salón
ni nos revuelcan por el suelo,
todos los nobles tarados
ansiosos de un buen bocado.
Y cuando dormimos nos gusta soñar.
Soñamos que vamos por el mar,
surcando las olas en naves doradas,
y que somos libres, felices y honradas.
En sueños deseables estamos
con nuestros vestidos encarnados;
con nuestros amantes dormimos
y de besos los cubrimos.
Ellos convierten en festines nuestros días,
de canciones llenamos sus noches nosotras,
los llevamos en nuestras naves doradas
y vamos todo el año a la deriva.
Y todo es alegría y bondad,
de dolor no hay lágrimas;
pues las leyes que imponemos son piadosas
en nuestro reino de tranquilidad.
Pero llega la mañana y nos despierta:
hemos de volver a trabajar,
recogernos la falda cada vez que nos lo ordenan,
y dejarlos hacer sin rechistar.
18
Noticias de Helena
Telémaco evitó la emboscada que le habían tendido —gracias a la buena suerte, no a una buena planificación— y regresó a casa sano y salvo. Yo lo recibí con lágrimas de gozo, y lo mismo hicieron las criadas. Lamento tener que decir que a continuación mi único hijo y yo tuvimos una fuerte discusión.
—¡Tienes un cerebro de mosquito! —lo reprendí—. ¿Cómo te atreves a embarcarte y partir sin más, sin pedir siquiera permiso? ¡Pero si eres un crío! ¡No tienes experiencia como capitán de barco! Es un milagro que no te hayas matado, y si hubieras muerto ¿qué habría dicho tu padre a su regreso? ¡Pues que la culpable era yo, por no haberte vigilado bien! —Y etcétera, etcétera.
Me equivoqué de táctica. Telémaco se envalentonó. Dijo que ya no era ningún crío y proclamó su hombría: había vuelto a casa, ¿no? ¿Acaso no era prueba suficiente de que sabía lo que hacía? Luego desafió mi autoridad materna argumentando que no necesitaba el permiso de nadie para coger un barco que, de hecho, era parte de su herencia, y añadió que si quedaba algo de esa herencia no era gracias a mí, pues yo no la había defendido y ahora se la estaban zampando los pretendientes. Entonces dijo que había tomado la decisión correcta: había ido en busca de su padre, porque nadie más parecía dispuesto a mover ni un dedo en ese sentido. Aseguró que su padre habría estado orgulloso de él por demostrar un poco de coraje y no dejarse dominar por las mujeres, que como de costumbre se mostraban excesivamente emotivas y no exhibían ni sensatez ni buen juicio.
Al decir «las mujeres» se refería a mí. ¿Cómo podía referirse a su propia madre de esa manera?
¿Qué podía hacer yo sino romper a llorar?
A continuación le solté el clásico sermón de «¿así es como me lo agradeces?, no tienes ni idea de lo que he tenido que soportar por ti, ninguna mujer merece semejante sufrimiento, más me valdría suicidarme». Pero me temo que Telémaco ya lo había oído otras veces, y cruzándose de brazos y poniendo los ojos en blanco manifestó que mi discurso lo importunaba y que estaba esperando a que terminara.
Después de eso nos tranquilizamos. Telémaco se dio un agradable baño que le prepararon las criadas; ellas le restregaron todo el cuerpo, le llevaron ropa limpia y luego les sirvieron deliciosos manjares a él y a unos amigos suyos a los que había invitado: Pireo y Teoclímeno. Pireo era itacense, y había ayudado a mi hijo a emprender su viaje secreto. Decidí hablar con él más adelante, y echar en cara a sus padres que dejaban demasiada libertad al muchacho. A Teoclímeno no lo conocía. Parecía agradable, pero pensé que debía averiguar algo acerca de su estirpe, porque es muy frecuente que los jóvenes de la edad de Telémaco caigan en malas compañías.
Telémaco devoró la comida y se bebió el vino de un trago, y yo me reproché no haberle enseñado modales en la mesa. Nadie podía recriminarme por no haberlo intentado. Pero, cada vez que lo regañaba, intervenía la anciana Euriclea y decía cosas por el estilo de:
—No seas así, hija mía, deja que el niño coma a gusto, cuando crezca ya tendrá tiempo de sobra para aprender buenos modales.
—Los árboles crecen hacia donde torcemos las ramitas —decía yo.
—¡Exacto! —replicaba ella—. Y nosotras no queremos que esta ramita se tuerza, ¿verdad que no? ¡Pues claro que no! ¡Nosotras queremos que crezca alto y erguido, y que arranque todo lo bueno que tiene su sabroso trozo de carne, sin que nuestra mamaíta cascarrabias lo ponga triste!
Entonces las criadas reían por lo bajo y le llenaban el plato a Telémaco, y le decían que era un muchacho muy guapo.
Lamento tener que admitir que mi hijo estaba muy mimado.
Cuando los tres jóvenes hubieron acabado de comer, les pedí que me hablaran del viaje. ¿Había averiguado Telémaco algo acerca de Odiseo y su paradero, dado que aquél era el objeto de su excursión? Y si había descubierto algo, ¿le importaría compartir conmigo sus hallazgos?
Como veréis, yo seguía un poco dolida. No es fácil perder una discusión con tu hijo adolescente. Cuando tus hijos ya son más altos que tú, sólo te queda la autoridad moral, que es un arma muy débil.
Lo que Telémaco dijo a continuación me sorprendió mucho. Después de visitar al rey Néstor, que no sabía nada de Odiseo, había ido a visitar a Menelao. A Menelao en persona. A Menelao el rico, Menelao el tarugo, Menelao el de la voz estridente, Menelao el cornudo. Menelao, el esposo de Helena, mi prima Helena, Helena la hermosa, Helena la zorra infecta, la causa fundamental de todas mis desgracias.
—¿Y viste a Helena? —pregunté un tanto cohibida.
—Sí, ya lo creo —contestó mi hijo—. Nos ofreció una espléndida cena.
Entonces se puso a contar no sé qué historia acerca del anciano del mar, y de cómo Menelao se había enterado gracias a aquel anciano y sospechoso caballero de que Odiseo estaba atrapado en la isla de una hermosa diosa que lo obligaba a hacer el amor con ella noche tras noche hasta que llegaba el alba.
Llegados a este punto, yo ya había oído suficientes historias sobre hermosas deidades.
—¿Y cómo encontraste a Helena? —pregunté.
—Pues la encontré bien —respondió Telémaco—. Todos contaban historias de la guerra de Troya, historias fabulosas, con muchos enfrentamientos, combates cuerpo a cuerpo y tripas desparramadas (mi padre salía en ellas), pero cuando los ancianos veteranos empezaron a lloriquear, Helena echó algo en las bebidas y todos nos reímos mucho.
—Ya, ya, pero ¿qué aspecto tenía?
—Estaba tan radiante como la dorada Afrodita —contestó Telémaco—. Uno se estremecía al verla. Helena tiene gran fama, y hasta forma parte de la historia. ¡Es como la pintan, o incluso más hermosa! —Sonrió tímidamente.
—Supongo que habrá envejecido un poco —dije con toda la calma de que fui capaz. ¡Helena no podía seguir tan radiante como la dorada Afrodita! ¡Eso habría sido antinatural!
—Bueno, sí, claro —dijo mi hijo. Y finalmente se impuso ese vínculo que se supone que existe entre las madres y los hijos que han crecido sin padre. Telémaco escudriñó mi rostro e interpretó mi expresión—. La verdad es que estaba muy envejecida —prosiguió—. Parecía mucho mayor que tú. Estaba como consumida. Y muy arrugada —añadió—. Como una seta reseca. Y tenía los dientes amarillentos. Y le faltaban unos cuantos. No empezó a parecemos hermosa hasta que hubimos bebido mucho.
Yo sabía que Telémaco mentía, pero me conmovió que mintiera para complacerme. Tenía que notarse que era bisnieto de Autólico, el amigo de Hermes, el tramposo por excelencia, e hijo del astuto Odiseo, el de la voz tranquilizadora, fecundo en ardides, experto en persuadir a hombres y engañar a mujeres. Al final iba a resultar que mi hijo no era tonto del todo.
—Gracias por todo lo que me has contado, hijo mío —dije—. Te lo agradezco mucho. Ahora voy a entregar un cesto de trigo como ofrenda, y rezaré para que tu padre regrese sano y salvo.
Y así lo hice.
19
El grito de alegría
¿Quién afirma que las oraciones sirven para algo?
Y por otra parte, ¿quién afirma que no sirven para nada? Me imagino a los dioses triscando en el Olimpo, deleitándose en el néctar, la ambrosía y el aroma de los huesos y la grasa ardiendo, traviesos como una pandilla de niños de diez años con un gato enfermo con que jugar y un montón de tiempo por delante. «¿A qué oración respondemos hoy? —se preguntan unos a otros—. ¡Echemos los dados! Esperanza para éste, desconsuelo para ese otro, y ya puestos, ¡destrocémosle la vida a aquella mujer de allí adoptando forma de cangrejo y poseyéndola!». Creo que muchas de sus travesuras las hacen porque se aburren.
Mis plegarias llevaban veinte años sin ser escuchadas. Pero finalmente los dioses me prestaron atención. En cuanto hube realizado el ritual de rigor y hube derramado las lágrimas de rigor, Odiseo entró arrastrando los pies en el patio.
Lo de arrastrar los pies formaba parte de la puesta en escena, como es lógico. Yo no esperaba menos de él. Era evidente que mi esposo ya se había formado una idea de lo que estaba sucediendo en el palacio —de cómo los pretendientes estaban dilapidando sus riquezas, de sus intenciones asesinas hacia Telémaco, de cómo se habían apropiado de los servicios sexuales de sus criadas, y del afán de apoderarse de su esposa— y había llegado a la sabia conclusión de que no podía entrar como si tal cosa, anunciar que era Odiseo y ordenar a aquellos intrusos que salieran de su casa. Si lo hubiera hecho, lo habrían matado en pocos minutos.
Por eso iba disfrazado de anciano y sucio mendigo. Jugaba a su favor el hecho de que la mayoría de los pretendientes no tenían ni idea de qué aspecto tenía, pues eran demasiado jóvenes o ni siquiera habían nacido cuando Odiseo partió de Ítaca. Su disfraz estaba muy logrado —yo confié en que las arrugas y la calvicie no fueran reales, sino parte del engaño—, pero en cuanto vi aquel torso fornido y aquellas piernas cortas surgió en mí una profunda sospecha, que se convirtió en certeza después de oír que aquel hombre le había partido el cuello a un pordiosero agresivo. Ése era su estilo: furtivo cuando era necesario, sí, pero cuando estaba seguro de que podía ganar nunca renunciaba al asalto directo.
No le hice saber que lo había reconocido, porque lo habría puesto en peligro. Además, si un hombre se enorgullece de su habilidad para disfrazarse, es una tontería que su esposa le haga saber que lo ha reconocido: siempre es una imprudencia interponerse entre un hombre y el reflejo de su propia inteligencia.
También me di cuenta de que Telémaco estaba confabulado con Odiseo. Mi hijo era un farsante nato, como su padre, pero todavía no dominaba tanto el arte del embuste. Cuando me presentó al presunto mendigo, lo delataron su balbuceo, sus miradas de soslayo y su turbación.
Esa presentación no se produjo hasta más tarde. Odiseo pasó las primeras horas en el palacio fisgoneando y siendo objeto de los insultos de los pretendientes, que se burlaban de él y le lanzaban objetos. Por desgracia, yo no podía revelar a mis doce criadas quién era en realidad aquel individuo, de modo que ellas continuaron mostrándose groseras con Telémaco y se unieron a los pretendientes en sus insultos. Según me dijeron, Melanto, la de hermosas mejillas, estuvo particularmente hiriente. Decidí interponerme cuando llegara el momento y explicarle a Odiseo que aquellas muchachas habían actuado obedeciendo mis instrucciones.
Cuando cayó la noche, manifesté mis deseos de ver al presunto mendigo en el salón, entonces vacío. Él afirmó tener noticias de Odiseo: me contó una historia verosímil, y me aseguró que Odiseo volvería pronto a casa, y yo lloré y expresé mi temor de que no fuera así, pues muchos viajeros me habían garantizado lo mismo durante años. Le describí mis sufrimientos con detalle, y la nostalgia que sentía por mi esposo: era mejor que Odiseo oyera todo eso mientras todavía iba disfrazado de vagabundo, pues así estaría más inclinado a creerlo.
A continuación lo halagué pidiéndole consejo. Dije que había decidido sacar el gran arco de Odiseo, aquel con el que mi esposo había disparado una flecha que había atravesado el ojo de doce hachas puestas en fila —un logro asombroso—, para desafiar a los pretendientes a imitar esa hazaña, ofreciéndome como premio. Sin duda de ese modo pondría fin, de una forma u otra, a la intolerable situación en que me encontraba. ¿Qué opinaba él de mi plan?
Dijo que era una idea excelente.
Las canciones afirman que la llegada de Odiseo y mi decisión de organizar la prueba del arco y las hachas coincidieron por casualidad, o por intervención divina, que era como lo expresábamos en aquellos tiempos. Ahora ya conocéis la verdad lisa y llana. Yo sabía que sólo Odiseo sería capaz de realizar aquel truco de tiro con arco. Sabía que el mendigo era Odiseo. No hubo ninguna casualidad. Lo organicé todo a propósito.
Adoptando un tono más confidencial con el falso y andrajoso vagabundo, a continuación le conté un sueño que había tenido, en el que aparecía mi bandada de adorables gansos blancos, con los que yo estaba muy encariñada. Soñé que estaban picoteando tranquilamente por el patio cuando, de pronto, un águila enorme con el pico curvo descendió en picado y los mató a todos, con lo cual yo me puse a llorar desconsoladamente.
El mendigo Odiseo interpretó mi sueño: el águila era mi esposo, los gansos eran los pretendientes, y aquél no tardaría en dar muerte a éstos. No dijo nada acerca del pico curvo del águila, ni del cariño que yo sentía por los gansos, ni de mi angustia ante su muerte.
Resultó que Odiseo se equivocó al interpretar mi sueño. Él era el águila, en efecto, pero los gansos no eran los pretendientes. Los gansos eran mis doce criadas, como pronto comprendería, para mi infinito pesar.
Hay un detalle sobre el que insisten mucho las canciones. Ordené a las criadas que le lavaran los pies al mendigo Odiseo, y él se negó, alegando que sólo podía permitir que le lavara los pies una persona que no fixera a burlarse de él por ser pobre y estar deforme. Entonces propuse para la tarea a la anciana Euriclea, una mujer cuyos pies tenían tan poco valor estético como los de Odiseo. Euriclea, rezongando, puso manos a la obra, sin sospechar la trampa que yo le había preparado. La anciana no tardó en ver la larga cicatriz que ella tan bien conocía, pues le había hecho aquel servicio a Odiseo en innumerables ocasiones. Entonces soltó un grito de alegría y volcó la vasija de agua, y Odiseo casi la estranguló para que no lo delatara.
Según las canciones, yo no me enteré de nada porque Atenea me había distraído. Si os creéis ese cuento, os creeréis todo tipo de tonterías. La verdad es que yo les había dado la espalda a ambos para que ellos no vieran cómo me regocijaba por el éxito de mi pequeña sorpresa.
20
Calumnias
Creo que ha llegado el momento de abordar las diversas habladurías que han estado circulando durante los últimos dos mil o tres mil años. Esas historias son completamente falsas. Muchos han dicho que cuando el río suena agua lleva, pero eso es un argumento necio. Todos hemos oído rumores que más tarde resultaron completamente infundados, y lo mismo ocurre con esos rumores sobre mí.
Las acusaciones se refieren a mi conducta sexual. Se afirma, por ejemplo, que me acosté con Anfínomo, el más educado de los pretendientes. Según las canciones, yo encontraba agradable su conversación, o más agradable que la de los demás, y eso es cierto; pero de ahí a la cama hay mucho trecho. También es verdad que les di esperanzas a los pretendientes y que a algunos les hice promesas en privado, pero eso era pura estrategia. Entre otras cosas, los animé falsamente para obtener de ellos costosos regalos —escasa compensación por todo lo que habían comido y despilfarrado—, y os ruego que os fijéis en el detalle de que el propio Odiseo me vio hacerlo y aprobó mi actitud.
Las versiones más descabelladas sostienen que me acosté con todos los pretendientes, uno detrás de otro —eran más de cien—, y que luego di a luz al gran dios Pan. ¿Quién va a creerse un cuento tan monstruoso? Hay canciones que no valen ni el aliento que se gasta en contarlas.
Varios comentaristas han citado a mi suegra, Anticlea, que no dijo nada acerca de los pretendientes cuando Odiseo habló con su espíritu en la Isla de los Muertos. Su silencio se interpreta como prueba: dicen que si ella hubiera mencionado a los pretendientes, tendría que haber mencionado también mi infidelidad. Quizá lo que pretendía mi suegra era sembrar la desconfianza en la mente de Odiseo, pero ya sabéis la actitud que tenía Anticlea conmigo. Esa omisión pudo ser su estocada póstuma.
Otros han destacado el hecho de que yo no despidiera ni castigara a las doce criadas insolentes, ni las encerrara en un edificio anexo y las pusiera a moler grano; según ellos, eso significa que yo hacía las mismas marranadas que ellas. Pero todo eso ya lo he explicado.
Hay otra acusación más grave, basada en el hecho de que Odiseo no me revelara su identidad en cuanto regresó a Itaca. Dicen que desconfiaba de mí, y que quería asegurarse de que no me dedicaba a celebrar orgías en el palacio. Pero el verdadero motivo era que temía que me pusiera a llorar de alegría y de ese modo lo delatara. Por el mismo motivo me hizo encerrar en las dependencias de las mujeres junto con las demás mientras asesinaba a los pretendientes, y no me pidió ayuda a mí sino a Euriclea. Mi esposo conocía mi gran sensibilidad y mi costumbre de deshacerme en lágrimas y derrumbarme en los umbrales, y él no quería exponerme a peligros ni a espectáculos desagradables. No cabe duda de que ésa fue la razón de su comportamiento.
Si mi esposo se hubiera enterado de esas calumnias mientras vivíamos, estoy segura de que habría cortado unas cuantas lenguas. Pero no tiene sentido amargarse pensando en las oportunidades perdidas.
21
Coro: Penélope en peligro (drama)
Presentado por: las Criadas
Prólogo: recitado por Melanio, la de hermosas mejillas:
Ahora que nos acercamos al clímax,
sangriento y macabro,
digamos la verdad: hay otra historia.
O varias, como le gusta al dios Rumor,
que no siempre de buen humor se muestra.
¡Dicen que Penélope, eso he oído,
tratándose de sexo no era nada estrecha!
Cuentan unos que se acostaba con Anfínomo
y que disimulaba con llantos y gemidos su lujuria;
otros, que todos los briosos candidatos
tuvieron la suerte, por turnos, de beneficiársela.
Y que de esos actos promiscuos fue concebido
Pan, el dios cabra, o eso afirman las leyendas.
La verdad no siempre está clara, público querido,
pero ¡echemos una miradita detrás de la cortina!
Euriclea (interpretada por una Criada):
¡Niña querida! ¡Abróchate la túnica!
¡Deprisa!
¡Ha regresado el señor! ¡Sí, ha regresado!
Penélope (interpretada por una Criada):
Por sus cortas piernas
lo he reconocido desde lejos.
Euriclea:
¡Y yo por su cicatriz tan larga!
Penélope:
Y ahora, nodriza querida, se va a armar un buen lío.
¡Por dejarme llevar por el deseo me va a descuartizar!
Mientras él con toda ninfa y beldad se dedicaba al gozo,
¿qué creía, que yo a cumplir con mi deber me limitaría?
Mientras él a diosas y muchachas colmaba de halagos,
¿creía que yo a secarme como una pasa esperaría?
Euriclea:
Mientras tú fingías tejer tu famosa labor,
¡lo que hacías en realidad era en la cama trabajar!
¡Y ahora él para decapitarte de sobra tiene motivos!
Penélope:
¡Rápido, Anfínomo! ¡Baja por la escalera secreta!
Yo me quedaré aquí sentada, fingiendo congoja y aflicción.
¡Abróchame la túnica! ¡Arréglame la alborotada cabellera!
¿Qué criadas de mis aventuras han sabido?
Euriclea:
Tan sólo las doce que os ayudaron, señora,
saben que a los pretendientes no os habéis resistido.
Por la noche los hacían entrar y salir a escondidas,
y la lámpara en alto sostenían tras descorrer el cortinado.
Ellas están al corriente de vuestras adúlteras citas.
¡Hay que hacerlas callar, o acabarán por descubriros!
Penélope:
¡En ese caso, querida nodriza, tú eres la única
que salvarme puede, y salvar también el honor de Odiseo!
Como él mamó de tus pechos, ancianos ahora,
eres la única en quien confiará, estoy seguro.
¡Señala a esas irresponsables y desleales criadas,
que a hacerse con el botín ilícito a los pretendientes ayudaron,
corruptas, descaradas, indignas
de ser las criadas de semejante amo!
Euriclea:
Les cerraremos el pico al Hades enviándolas:
¡por repugnantes y perversas las colgarán del cuello!
Penélope:
Y yo me haré famosa como esposa ejemplar,
¡todos los esposos pensarán que Odiseo es un hombre afortunado!
Pero date prisa, que los pretendientes ya llegan
a cortejarme y por mi parte debo
deshacerme en llanto.
Coro, con zapatos de claqué:
¡Culpad a las criadas!
¡Esas picaras mujerzuelas!
¡No preguntéis por qué, y colgadlas!
¡Culpad a las criadas!
¡Culpad a las esclavas!
¡Esos juguetes de truhanes y granujas!
¡Colgadlas! ¡Ahorcadlas!
¡Culpad a las esclavas!
¡Culpad a las fulanas!
¡Esas indecentes zorras,
obscenas y desvergonzadas!
¡Culpad a las fulanas!
Hacen todas una reverencia.
22
Helena se da un baño
Estaba paseando entre los asfódelos, reflexionando sobre el pasado, cuando vi acercarse a Helena. La seguía su habitual horda de espíritus masculinos, todos muy excitados. Ella ni siquiera los miraba, aunque evidentemente era consciente de su presencia. Mi prima siempre ha tenido un par de antenas invisibles que perciben hasta el más leve olorcillo a hombre.
—Hola, patita —me dijo con su proverbial tono afable y condescendiente—. Voy a darme un baño. ¿Te apetece venir?
—Ahora somos espíritus, Helena —repliqué, esforzándome por componer una sonrisa—. Los espíritus no tenemos cuerpo. No nos ensuciamos. No necesitamos bañarnos.
—Pero si cuando yo me bañaba siempre era por motivos espirituales —dijo Helena abriendo mucho sus preciosos ojos—. Lo encontraba tan relajante, en medio de tanta agitación… No te puedes imaginar lo agotador que resulta tener a tantísimos hombres peleándose por ti, año tras año. La belleza divina es una carga tremenda. ¡Al menos tú te has ahorrado eso!
—¿Vas a quitarte la túnica de espíritu? —pregunté sin hacer caso de la burla.
—Todos conocemos tu legendario pudor, Penélope —contestó—. Estoy segura de que si algún día te bañaras te dejarías puesta la túnica, como supongo que hacías cuando estabas viva. Por desgracia —añadió sonriendo—, el pudor no era uno de los dones que me concedió Afrodita, la amante de la risa. Prefiero bañarme sin túnica, aunque sea en forma de espíritu.
—Eso explica la extraordinaria multitud de admiradores que has atraído —comenté lacónicamente.
—¿Extraordinaria multitud? —repitió ella arqueando las cejas con gesto de inocencia—. Pero si siempre me sigue un tropel de admiradores. Nunca los cuento. Tengo la sensación de que como murieron tantos por mí (bueno, por culpa mía), les debo algo.
—Aunque sólo sea un atisbo de lo que no lograron ver cuando vivían, ¿verdad?
—El deseo no muere con el cuerpo —replicó—. Sólo muere la capacidad de satisfacerlo. Pero echar un vistazo anima a esos pobrecitos.
—Les da un motivo para vivir —dije.
—Estás muy ocurrente —observó—. Mejor tarde que nunca, supongo.
—¿A qué te refieres? ¿A mi agudeza, o a tu baño en cueros como regalo para los muertos?
—¡Qué cínica eres! Que ya no estemos… bueno, ya sabes, que ya no existamos no significa que tengamos que ser tan negativas. ¡Ni tan… vulgares! Algunos somos generosos. A algunos nos gusta ayudar en lo posible a los menos afortunados.
—Así que lo que haces es limpiarte la sangre de las manos —dije—. En sentido figurado, por supuesto. Ofrecer una compensación por todos aquellos cadáveres destrozados. No sabía que fueras capaz de sentirte culpable.
Eso la fastidió. Arrugó la frente y dijo:
—Dime, patita, ¿a cuántos hombres se cargó Odiseo por tu culpa?
—A muchos —contesté.
Ella conocía el número exacto: siempre la había llenado de satisfacción que la cifra fuera insignificante comparada con las pirámides de cadáveres que se amontonaban a su puerta.
—Eso depende de lo que entiendas por «muchos» —puntualizó—. Pero me alegro. Estoy segura de que te sentiste más importante por eso. Quizá hasta te sentiste más guapa. —Sonrió sólo con los labios—. Bueno, tengo que irme, patita. Ya nos veremos. Disfruta de los asfódelos.
Y se alejó flotando, seguida de su embelesado séquito.
23
Odiseo y Telémaco se cargan a las criadas
Dormí durante toda la carnicería. ¿Cómo es posible? Sospecho que Euriclea me puso algo en la bebida tonificante que me ofreció, para mantenerme al margen de la acción e impedir que interviniera. Aunque de todos modos no habría podido participar: Odiseo se aseguró de que las mujeres permaneciéramos encerradas en nuestras dependencias.
Euriclea me describió el episodio, y también a cualquiera que quisiera escucharla. Primero, dijo, Odiseo —que todavía iba disfrazado de mendigo— observó cómo Telémaco colocaba en fila las doce hachas, y luego cómo los pretendientes intentaban sin éxito tensar su legendario arco. A continuación él cogió el arco y, tras tensarlo y disparar una flecha que atravesó el ojo de las doce hachas —ganando por segunda vez el derecho a casarse conmigo—, le disparó a Antínoo en el cuello, se desprendió del disfraz e hizo picadillo a todos los pretendientes, primero con flechas y luego con lanzas y espadas. Lo ayudaron Telémaco y dos sirvientes leales; con todo, fue una hazaña considerable. Los pretendientes tenían unas cuantas lanzas y espadas que les había proporcionado Melancio, el cabrero traidor, pero a la hora de la verdad no les sirvieron de nada.
Euriclea me contó que ella se había refugiado con el resto de las mujeres cerca de la puerta, que estaba cerrada con llave, y que oyó los gritos, los ruidos de los muebles al romperse y los gruñidos de los moribundos. Entonces me describió los terribles sucesos que se produjeron más tarde.
Odiseo la llamó y le ordenó que le indicara qué criadas habían sido «desleales». Mi esposo obligó a las muchachas a arrastrar hasta el patio los cadáveres de los pretendientes —entre ellos los de sus antiguos amantes—, a lavar los sesos y la sangre del suelo, y a limpiar las sillas y mesas que hubieran salido indemnes.
Entonces, prosiguió Euriclea, pidió a Telémaco que descuartizara a las criadas con la espada. Pero mi hijo, que quería hacerse valer ante su padre y demostrar que sabía lo que se hacía —ya sabéis, estaba en esa edad tan tonta—, las colgó a todas en fila con soga de barco.
Después de eso, añadió Euriclea sin poder disimular su satisfacción, Odiseo y Telémaco le cortaron las orejas, la nariz, las manos, los pies y los genitales a Melancio, el cabrero malvado, y se los arrojaron a los perros, sin prestar oídos a los gritos del agonizante desgraciado.
—Tenían que infligirle un castigo ejemplar —explicó Euriclea— para que no hubiera más deserciones.
—Pero ¿a qué criadas han colgado? —pregunté, empezando a llorar—. Oh, dioses, ¿a qué criadas han colgado?
—¡Señora, niña querida —dijo Euriclea, presintiendo mi contrariedad—, quería matarlas a todas! ¡Tuve que elegir a unas cuantas, porque de otro modo habrían muerto todas!
—¿A cuáles elegiste? —pregunté, intentando controlar mis emociones.
—Sólo a doce —balbuceó ella—. A las más impertinentes. A las que habían sido groseras. Las que se burlaban de mí. Melanio, la de hermosas mejillas, y sus amigas, ese grupito. Es bien sabido que eran unas rameras.
—Las que habían sido violadas —dije—. Las más jóvenes. Las más hermosas.
«Mis ojos y mis oídos entre los pretendientes», pensé, pero no lo dije. Las que me habían ayudado a deshacer el sudario por las noches. Mis gansos blancos como la nieve. Mis tordos, mis palomas. ¡Fue culpa mía! No le había revelado mi plan a Euriclea.
—Se les habían subido los humos —se defendió Euriclea—. No habría sido propio del rey Odiseo permitir que unas muchachas tan insolentes continuaran sirviendo en palacio. Él nunca habría confiado en ellas. Y ahora baja, querida niña. Tu esposo te está esperando.
¿Qué podía hacer? Lamentándome no conseguiría devolver la vida a mis queridas niñas. Me mordí la lengua. Es asombroso que todavía me quedara lengua, después de la frecuencia con que había tenido que mordérmela a lo largo de aquellos años.
A lo pasado, pisado, me dije. Rezaré oraciones y haré sacrificios por sus almas. Pero tendré que hacerlo en secreto, para que Odiseo no sospeche también de mí.
Podría haber una explicación más siniestra. ¿Y si Euriclea estaba al corriente del acuerdo que yo tenía con las criadas? ¿Y si sabía que espiaban a los pretendientes obedeciendo mis órdenes, y que yo les había ordenado que se comportaran con rebeldía? ¿Y si las eligió a ellas y las hizo matar por el resentimiento de haber sido excluida y por su deseo de conservar su privilegiada relación con Odiseo?
No he podido hablar con Euriclea de este asunto aquí abajo. Ella se ha hecho cargo de una docena de recién nacidos difuntos, y está muy ocupada cuidándolos. Por suerte para ella, esos bebés nunca crecerán. Cada vez que me acerco e intento iniciar una conversación con ella, me contesta: «Ahora no, mi niña. ¡Lo siento, pero estoy muy ocupada! ¡Mira qué cosita tan bonita! ¡Cuchicuchi! ¡Agugu!».
Así que nunca lo sabré.
24
Coro: Conferencia sobre antropología
Ofrecida por: las Criadas
¿Qué le sugiere nuestro número, el de las criadas —el número doce—, a la mente cultivada? Hay doce apóstoles, hay doce meses, ¿y qué le sugiere la palabra «mes» a la mente cultivada? ¿Sí? Usted, señor, el del fondo. ¡Correcto! La división del año en meses está basada en las fases lunares, como todo el mundo sabe. Y no es casualidad, claro que no es casualidad, que fuéramos doce criadas. ¿Por qué no once, ni trece, ni las ocho lecheras del cuento?
Porque no éramos simples criadas. No éramos meras esclavas y fregonas. ¡Claro que no! ¡Por supuesto que teníamos una función más elevada! ¿No seríamos las doce doncellas, en lugar de las doce criadas? ¿Las doce doncellas lunares, compañeras de Artemisa, la virginal pero mortífera diosa de la luna? ¿No seríamos ofrendas rituales, leales y obedientes sacerdotisas que primero nos permitíamos un comportamiento orgiástico con los pretendientes, propio de los ritos de fertilidad, y luego nos purificábamos lavándonos con la sangre de las víctimas masculinas —¡montones de ellas, qué gran honor para la diosa!— y renovábamos así nuestra virginidad, al igual que Artemisa renovaba la suya bañándose en un manantial teñido con la sangre de Acteón? Luego nos habríamos inmolado voluntariamente, porque era necesario, y habríamos representado la fase oscura de la luna para que el ciclo entero pudiera renovarse y la plateada diosa-luna llena pudiera elevarse una vez más. ¿Por qué habría que atribuirle a Ifigenia más generosidad y devoción que a nosotras?
Esta lectura de los acontecimientos en cuestión liga —y perdón por el juego de palabras— con la soga de barco de la que nos colgaron, pues la luna nueva es una embarcación. Y luego está el arco, que ocupa un lugar muy prominente en la historia: el arco con forma de luna menguante de Artemisa, que Odiseo utiliza para disparar una flecha que atraviesa doce hachas. ¡Doce! ¡La flecha atravesó el ojo de las doce hachas, los doce círculos con forma de luna! Y el ahorcamiento en sí… ¡piensen, queridas mentes educadas, en el significado del ahorcamiento! ¡Por encima del suelo, en el aire, conectadas al mar, gobernado por la luna, por un cordón umbilical relacionado con los barcos! ¡Vamos, hay demasiadas pistas para que no lo vean!
¿Cómo dice, señor? Usted, el del fondo. Sí, correcto, el número de meses lunares es, en efecto, trece, de modo que habríamos tenido que ser trece. Por tanto, dice usted —con cierta petulancia, podríamos añadir— que nuestra teoría sobre nosotras mismas es incorrecta, porque sólo éramos doce. Pero espere: ¡en realidad éramos trece! ¡La decimotercera era nuestra suma sacerdotisa, la encarnación de la propia Artemisa! ¡Sí, era nada menos que la reina Penélope!
Así pues, posiblemente nuestra violación y posterior ahorcamiento representa el derrocamiento de un culto lunar transmitido por vía matrilineal por parte de un nuevo grupo de bárbaros usurpadores patriarcales adoradores de un dios padre. Su cabecilla, que evidentemente era Odiseo, habría reclamado la realeza casándose con la suma sacerdotisa de nuestro culto, es decir, con Penélope.
No, señor, esta teoría no son simples e infundadas pamplinas feministas. Comprendemos su reticencia a sacar a la luz cosas así —las violaciones y los asesinatos no son temas agradables—, pero no cabe duda de que esos derrocamientos se producían por todo el mar Mediterráneo, como en numerosas ocasiones han demostrado las excavaciones de los yacimientos arqueológicos.
No cabe duda de que aquellas hachas —que curiosamente no se emplearon como armas en la posterior matanza, que curiosamente nunca han sido explicadas de forma satisfactoria en tres mil años de comentarios— debían de ser las labrys, hachas rituales de doble hoja asociadas con el culto a la Gran Madre de los minoicos, ¡las hachas utilizadas para cortarle la cabeza al Año Rey al final de su estación de trece meses lunares! ¡Qué profanación! ¡El insurrecto Año Rey utilizando el arco de la sacerdotisa para disparar una flecha a través de sus hachas rituales de la vida y la muerte, para demostrar su poder sobre ella! Al igual que el pene patriarcal se encarga de disparar unilateralmente en el… Pero nos estamos entusiasmando demasiado.
En el esquema prepatriarcal podría haberse celebrado una competición de tiro con arco, pero ésta se habría desarrollado de forma correcta. El ganador habría sido declarado rey ritual durante un año, y después lo habrían ahorcado (recuerden la figura del ahorcado, que sólo ha sobrevivido como una modesta carta del Tarot). También le habrían cortado los genitales, como corresponde al zángano que se ha apareado con la abeja reina. Ambos hechos, el ahorcamiento y la ablación de los genitales, habrían asegurado la fertilidad de los cultivos. Pero Odiseo, el usurpador forzudo, se negó a morir al final de su período legítimo. Avido de una vida y un poder más prolongados, encontró sustitutos. Se cortaron genitales, pero no fueron los suyos sino los del cabrero Melancio. Hubo ahorcamiento, en efecto, pero fue a nosotras, las doce doncellas lunares, a las que colgaron en lugar de a él.
Podríamos continuar. ¿Les gustaría ver algunas vasijas pintadas, algunas tallas de diosas? ¿No? No importa. Se trata de que no se emocionen ustedes demasiado respecto a nosotras, queridas mentes educadas. No tienen que considerarnos ustedes muchachas reales, de carne y hueso, que sufrieron de verdad, que fueron víctimas de una injusticia real. Eso resultaría demasiado turbador. Olviden los detalles sórdidos. Considérennos puro símbolo. No somos más reales que el dinero.
25
Corazón de piedra
Iba analizando mis opciones mientras bajaba la escalera. Había fingido no dar crédito a Euriclea cuando me contó que era Odiseo quien había matado a los pretendientes. Quizá aquel hombre fuera un impostor, había sugerido; ¿cómo podía yo saber qué aspecto tenía Odiseo, tras veinte años de ausencia? También me preguntaba cómo me vería él. Yo era muy joven cuando él partió, y me había convertido en una mujer madura. ¿Cómo no iba a llevarse una decepción?
Decidí hacerle esperar: yo también había esperado lo mío. Además, necesitaría tiempo para disimular mis verdaderos sentimientos con relación al desafortunado ahorcamiento de mis doce jóvenes criadas.
De modo que, cuando entré en el salón y lo vi allí sentado, no dije nada. Telémaco no perdió el tiempo: casi de inmediato se puso a regañarme por no darle una bienvenida más calurosa a su padre. Me dijo, con desdén, que yo tenía un corazón de piedra. Me di cuenta de que mi hijo se imaginaba un panorama alentador: ellos dos aliándose contra mí, dos adultos, dos gallos al mando del gallinero. Yo quería lo mejor para él, por supuesto —era mi hijo y deseaba que tuviera éxito como líder político, guerrero o cualquier cosa que decidiera hacer—, pero en aquel momento deseé que hubiera otra guerra de Troya para poder enviarlo a combatir y quitármelo de encima. Cuando empieza a salirles barba, los chicos se ponen insoportables.
A mí me convenía tener fama de dura de corazón, pues a Odiseo le tranquilizaría saber que no me había arrojado a los brazos de todos los hombres que habían aparecido asegurando ser él. De modo que lo miré con gesto inexpresivo y dije que no me creía que aquel vagabundo sucio y ensangrentado fuera el atractivo esposo que había zarpado veinte años atrás tan hermosamente vestido.
Odiseo sonrió; estaba deseando que llegara la gran escena de la revelación, el momento en que yo exclamaría: «¡Eras tú! ¡Qué disfraz tan logrado!», y le rodearía el cuello con los brazos. Entonces fue a darse un merecido baño. Cuando volvió con ropa limpia y oliendo mucho mejor que cuando se había marchado, no pude resistirme a atormentarlo por última vez. Ordené a Euriclea que sacara la cama del dormitorio de Odiseo y que se la preparara a aquel desconocido.
Recordaréis que uno de los postes de esa cama estaba labrado en un árbol que todavía tenía las raíces en el suelo. Los únicos que lo sabíamos éramos Odiseo y yo y mi criada Actoris, de Esparta, fallecida hacía tiempo.
Deduciendo que alguien había cortado su amado poste, Odiseo perdió los estribos. Entonces cedí y monté toda la escenita del reconocimiento. Derramé la cantidad adecuada de lágrimas, abracé a mi esposo y le dije que había pasado la prueba del poste de la cama, y que por fin estaba segura de su identidad.
Así pues, nos metimos en el mismo lecho donde habíamos pasado tantas horas felices después de casarnos, antes de que a Helena se le ocurriera huir con Paris, provocando una guerra y llevando la desolación a mi casa. Me alegré de que ya hubiera oscurecido, porque en la oscuridad no se nos veían tanto las arrugas.
—Ya no somos niños —observé.
—Somos lo que somos —replicó él.
Cuando hubo pasado cierto tiempo y empezamos a sentirnos cómodos el uno con el otro, retomamos la vieja costumbre de contarnos historias. Odiseo me explicó todos sus viajes y penalidades (las versiones más nobles, con monstruos y diosas, no las más sórdidas, con posaderos y rameras). Me refirió todas las mentiras que se había inventado, los nombres falsos que había adoptado —el truco más inteligente fue decirle al cíclope que se llamaba Nadie, aunque más tarde lo estropeó al jactarse de su ingenio— y las fraudulentas historias sobre su vida, inventadas para ocultar su identidad y sus intenciones. Yo, por mi parte, le expliqué la historia de los pretendientes, y el truco del sudario para Laertes, y cómo animaba en secreto a los pretendientes, y la sutileza con que los había engatusado y enemistado unos con otros.
Entonces Odiseo me aseguró que me había echado mucho de menos, y que había sentido una gran añoranza, incluso mientras lo rodeaban los níveos brazos de las diosas; y yo le conté cómo había llorado durante veinte años esperando su regreso, y lo perseverante y fiel que había sido, y que jamás se me había ocurrido siquiera traicionar su gigantesca cama con su fabuloso poste durmiendo en ella con otro hombre.
Ambos reconocíamos ser unos competentes y descarados mentirosos desde hacía tiempo. Es asombroso que nos creyéramos algo de lo que decía el otro.
Pero nos lo creímos.
O eso nos dijimos.
Odiseo no permaneció mucho tiempo en Ítaca. Resultó que, pese a lo mucho que le dolía separarse de mí, tenía que emprender otro viaje. El espíritu del adivino Tiresias le había dicho que tendría que purificarse llevando un remo tierra adentro, hasta un lugar tan lejano que la gente lo confundiera con un bieldo. Sólo de ese modo podría limpiarse la sangre de los pretendientes, evitar a sus vengativos fantasmas y sus vengativos parientes y apaciguar al dios marino Poséidon, que todavía estaba furioso con él por haber dejado ciego a su hijo el cíclope.
Era una historia creíble. Pero no olvidemos que todas sus historias eran creíbles.
26
Coro: El juicio de Odiseo, grabado en vídeo por las criadas
ABOGADO DEFENSOR: Señoría, permítame exponer la inocencia de mi cliente Odiseo, un héroe legendario de gran reputación, al que se acusa de asesinato múltiple. ¿Tenía o no motivos justificados para matar, por medio de lanzas y espadas (no vamos a cuestionar la matanza en sí, ni las armas empleadas), a más de ciento veinte jóvenes de alta cuna, docena más docena menos, que, debo recalcarlo, habían estado consumiendo su comida sin su permiso, molestando a su esposa y conspirando para matar a su hijo y usurparle el trono? Mi respetado colega ha argumentado que Odiseo no tenía motivos justificados, porque la matanza de aquellos jóvenes fue una reacción desproporcionada ante la glotonería exhibida en su palacio.
También se expone que a Odiseo y/o a sus herederos o cesionarios se les había ofrecido una compensación material por los alimentos consumidos, y que habría debido aceptar esa compensación pacíficamente. Pero esa compensación la ofrecieron los mismos jóvenes que, pese a haber recibido numerosas peticiones, previamente no habían hecho nada para poner freno a su desmesurado apetito, ni para defender a Odiseo, ni para proteger a su familia. No habían demostrado ninguna lealtad a él durante su ausencia, sino todo lo contrario. De modo que ¿hasta qué punto se podía confiar en su palabra? ¿Podía un hombre razonable esperar que aquellos jóvenes llegaran a pagarle algún día uno solo de los bueyes prometidos?
Y tengamos en cuenta las probabilidades. Ciento veinte, docena más docena menos, contra uno o, apurando, contra cuatro, porque Odiseo tenía cómplices, cierto, como mi colega los ha llamado; es decir, tenía un familiar apenas adulto y dos criados sin formación alguna para la guerra; ¿qué iba a impedir a aquellos jóvenes fingir que llegaban a un acuerdo con Odiseo, saltar sobre él una noche oscura, cuando hubiera bajado la guardia, y quitarle la vida? A nuestro modo de ver, al aprovechar la única oportunidad que le brindaba el destino, nuestro cliente Odiseo, una persona estimada por todos, actuaba sencillamente en defensa propia. Por lo tanto, le pedimos que desestime la acusación.
JUEZ: Me inclino a pensar lo mismo que usted.
ABOGADO DEFENSOR: Gracias, señoría.
JUEZ: ¿A qué viene tanto jaleo en el fondo? ¡Orden! ¡Señoras, no se pongan en ridículo! ¡Abróchense la ropa! ¡Quítense esas sogas del cuello! ¡Siéntense!
LAS CRIADAS: ¡Se olvidan de nosotras! ¿Qué pasa con nosotras? ¡No pueden dejarlo impune! ¡Nos ahorcó a sangre fría! ¡A las doce! ¡Doce muchachas! ¡Sin motivo!
JUEZ (al abogado defensor). Ésta es una nueva acusación. Estrictamente hablando, tendría que abordarse en otro juicio; pero dado que ambos asuntos parecen estar íntimamente relacionados, estoy dispuesto a oír los cargos. ¿Qué tiene usted que decir en defensa de su cliente?
ABOGADO DEFENSOR: Mi cliente actuaba dentro de la ley, señoría. Ésas eran sus esclavas.
JUEZ: De todos modos, debía de tener algún motivo para matarlas. Que fueran esclavas no significa que se las pudiera matar por simple capricho. ¿Qué habían hecho esas muchachas para merecer ser ahorcadas?
ABOGADO DEFENSOR: Habían mantenido relaciones sexuales sin permiso.
JUEZ: Hum. Entiendo. ¿Con quién habían tenido relaciones sexuales?
ABOGADO DEFENSOR: Con los enemigos de mi cliente, señoría. Los mismos que tenían los ojos puestos en su esposa y que planeaban quitarle la vida.
(Risitas ante la agudeza del abogado defensor).
JUEZ: Por lo que veo, eran las criadas más jóvenes.
ABOGADO DEFENSOR: Sí, por supuesto. Eran las más hermosas y las más apetecibles, desde luego. La mayoría.
(Las Criadas ríen con amargura).
JUEZ (hojeando un libro: Odisea): Está escrito aquí, en este libro, un libro que hay que consultar, pues es la principal autoridad en este tema (aunque pronuncia tendencias poco éticas y contiene demasiado sexo y violencia, en mi opinión). Aquí dice… veamos, en el canto veintidós… que a las criadas las violaron. Que las violaron los pretendientes. Nadie les impidió hacerlo. Además, explica que los pretendientes hicieron con ellas lo que se les antojó. Su cliente sabía todo eso; aquí pone que fue él mismo quien dijo todas esas cosas. Por tanto, las criadas no actuaban por voluntad propia, y estaban completamente desprotegidas. ¿Me equivoco?
ABOGADO DEFENSOR: Yo no estaba allí, señoría. Todo eso se produjo unos tres mil o cuatro mil años antes de mi época.
JUEZ: Entiendo. Llamen a la testigo Penélope.
PENÉLOPE: Yo estaba dormida, señoría. Dormía mucho. Sólo puedo referirle lo que dijeron después.
JUEZ: Lo que dijo ¿quién?
PENÉLOPE: Las criadas, señoría.
JUEZ: ¿Dijeron que las habían violado?
PENÉLOPE: Sí, señoría. Así es.
JUEZ: Y usted ¿las creyó?
PENÉLOPE: Sí, señoría. Es decir, me inclinaba a creerlas.
JUEZ: Tengo entendido que a menudo exhibían una conducta impertinente.
PENÉLOPE: Sí, señoría, pero…
JUEZ: Pero usted no las castigó, y ellas siguieron trabajando como criadas suyas, ¿no es cierto?
PENÉLOPE: Yo las conocía bien, señoría. Les tenía cariño. A algunas podría decirse que las había criado yo misma. Eran como las hijas que no había tenido. (Empieza a llorar). ¡Sentía tanta lástima por ellas! Pero a casi todas las criadas las violaban, tarde o temprano; eso era un hecho deplorable, pero habitual en la vida de palacio. Para Odiseo, lo que obró en contra de ellas no fue que las hubieran violado, sino que las hubieran violado sin permiso.
JUEZ (riendo entre dientes): Disculpe, señora, pero decir que las violaron sin permiso, ¿no es una redundancia?
ABOGADO DEFENSOR: Sin el permiso de su amo, señoría.
JUEZ: Ah. Entiendo. Pero su amo no se encontraba allí. De modo que, en realidad, esas criadas se vieron obligadas a acostarse con los pretendientes porque si se hubieran negado las habrían violado de todos modos, y de forma mucho más violenta, ¿no es así?
ABOGADO DEFENSOR: No veo que eso tenga ninguna relación con este caso.
JUEZ: Es evidente que su cliente tampoco lo veía. (Risas). Sin embargo, su cliente vivía en otros tiempos. Entonces las normas de conducta eran diferentes. Sería inoportuno que este incidente, lamentable pero de poca importancia, manchara una carrera por lo demás extraordinariamente distinguida. Además, no quiero cometer un anacronismo. Por lo tanto, debo desestimar la acusación.
LAS CRIADAS: ¡Exigimos justicia! ¡Exigimos un castigo! ¡Invocamos la ley de los delitos de sangre! ¡Apelamos a las Furias!
(Aparece un grupo de doce Erinias. Tienen serpientes en lugar de cabello, cabeza de perro y alas de murciélago. Olfatean el aire).
LAS CRIADAS: ¡Oh, Furias, oh, Euménides, vosotras sois nuestra última esperanza! ¡Os suplicamos que inflijáis el castigo y llevéis a cabo la venganza! ¡Sed nuestras defensoras, ya que nadie nos defendió cuando estábamos vivas! ¡Seguid el rastro de Odiseo allá donde vaya! ¡Perseguidlo de un sitio a otro, de una vida a otra, aunque se disfrace, aunque adopte otras formas! ¡Pisadle los talones, en la tierra o en el Hades, dondequiera que busque refugio, en canciones y en obras de teatro, en libros y en tesis, en notas al margen y en apéndices! ¡Apareceos ante él bajo nuestra forma, nuestra arruinada forma, la de nuestros lamentables cadáveres! ¡No lo dejéis descansar ni un momento!
(Las Erinias se vuelven hacia Odiseo. Sus ojos emiten rojos destellos).
ABOGADO DEFENSOR: ¡Apelo a Palas Atenea, la diosa de ojos grises, hija inmortal de Zeus, para que defienda los derechos de propiedad y el derecho de un hombre a ser el señor de su propia casa, y para que haga desaparecer a mi cliente en una nube!
JUEZ: ¿Qué está pasando aquí? ¡Orden! ¡Orden! ¡Esto es un tribunal de justicia del siglo veintiuno! ¡Usted, baje del techo! ¡Deje de ladrar y silbar! ¡Señora, tápese el pecho y guarde su lanza! ¿De dónde ha salido esa nube? ¿Dónde está la policía? ¿Dónde está el acusado? ¿Adónde han ido todos?
27
Una vida hogareña en el Hades
La otra noche estuve fisgando en vuestro mundo, utilizando los ojos de una vidente que había entrado en trance. Su cliente quería ponerse en contacto con su difunto novio para preguntarle si debía vender su condominio, pero en lugar de él aparecí yo. Cuando se presenta una oportunidad, suelo aprovecharla. No salgo con tanta frecuencia como me gustaría.
No es que quiera menospreciar a mis huéspedes, por así llamarlos; sin embargo, es asombroso cuánto les gusta a los vivos dar la lata a los muertos. Apenas cambian de una era a otra, aunque los métodos sí varían. No voy a decir que eche de menos a las sibilas —con sus ramas doradas, arrastrando hasta aquí y paseando de un lado a otro a todo tipo de advenedizos, formulando preguntas acerca del futuro y molestando a los espíritus—, pero al menos las sibilas tenían buenos modales. Los magos y adivinos que vinieron después eran peores, aunque es cierto que se lo tomaban todo muy en serio.
En cambio, la gente de hoy es tan frívola que no se merece que le prestemos atención. Preguntan cosas sobre el mercado de valores, sobre política mundial, sobre sus propios problemas de salud y estupideces por el estilo; y por si fuera poco, quieren conversar con un montón de difuntos insignificantes a los que quienes estamos en este reino no podemos conocer. ¿Quién es esa Marilyn a la que tanto admiran todos? ¿Quién ese Adolf? Perder el tiempo con esa gente es desperdiciar la energía, y resulta exasperante.
Pero mirar por esos ojos de cerradura tan limitados es la única forma que tengo de seguirle la pista a Odiseo cuando no está aquí bajo su forma habitual.
Supongo que ya conocéis las normas. Si queremos, podemos volver a nacer y probar suerte de nuevo en la vida; pero primero tenemos que beber de las Aguas del Olvido, para que nuestras vidas pasadas se borren de nuestra memoria. Ésa es la teoría; pero, como todas las teorías, sólo es una teoría. Las Aguas del Olvido no siempre funcionan como deberían. Mucha gente lo recuerda todo. Algunos dicen que hay más de unas aguas, y que también se pueden conseguir Aguas de la Memoria. No sé si es verdad.
Helena ha hecho unas cuantas excursiones. Así es como las llama ella: «mis pequeñas excursiones».
«Me lo he pasado genial», empieza diciendo. Y me describe con todo detalle sus últimas conquistas y me pone al día de los cambios que ha sufrido la moda. A través de ella me enteré de lo de los lunares, las sombrillas, los miriñaques, los zapatos de tacón, las fajas, los biquinis, los ejercicios de aerobic, los piercings y las liposucciones. Luego me suelta un discurso sobre lo picara que ha sido y el alboroto que ha causado y a cuántos hombres ha destrozado la vida. Le encanta decir que por su causa han caído imperios.
—Tengo entendido que la interpretación de todo el episodio de la guerra de Troya ha cambiado —comenté en una ocasión, para bajarle los humos un poco—. Ahora creen que sólo eras un mito. Que la guerra tenía que ver con no sé qué rutas comerciales. Al menos eso afirman los eruditos.
—Ay, Penélope, no puedo creer que todavía estés celosa —replicó ella—. ¡Ahora podemos ser amigas! ¿Por qué no vienes conmigo al mundo de los vivos, la próxima vez? Podríamos ir a Las Vegas y corrernos una juerga. Ah, se me olvidaba que ése no es tu estilo. Tú prefieres hacerte la esposa fiel, y todo el rollo ese del tejido del sudario. Lo siento, pero yo no podría ser como tú: me moriría de aburrimiento. En cambio, tú siempre fuiste muy hogareña.
Tiene razón. Nunca beberé de las Aguas del Olvido. No le veo la gracia. Mejor dicho: se la veo, pero no quiero correr ese riesgo. Mi vida pasada estuvo llena de dificultades, pero ¿quién me asegura que la siguiente no vaya a ser peor? Pese a que sólo tengo un acceso limitado, veo que el mundo sigue igual de peligroso que en mi época, sólo que ha aumentado la magnitud de la desgracia y el sufrimiento. Respecto a la naturaleza humana, es más patética que nunca.
Nada de eso supone un impedimento para Odiseo. Se pasa por aquí, hace ver que se alegra de verme, me asegura que lo único que él deseaba era llevar una vida hogareña conmigo, sin importar las deslumbrantes bellezas con que se haya acostado ni las descabelladas aventuras que haya tenido. Damos un tranquilo paseo, picoteamos unos asfódelos, nos contamos las viejas historias; él me trae noticias de Telémaco —ahora es diputado, ¡estoy muy orgullosa de él!—, y luego, precisamente cuando empiezo a relajarme, cuando empiezo a pensar que podré perdonarlo por todo lo que me hizo pasar y aceptarlo con todos sus defectos, cuando empiezo a creer que esta vez me lo dice en serio, él vuelve a las andadas y va derechito al río Leteo para volver a nacer.
Estoy convencida de que me lo dice en serio. Quiere estar conmigo. Me lo dice llorando. Pero luego hay una fuerza que nos separa.
Son las criadas. Odiseo las ve a lo lejos, acercándose a nosotros. Lo trastornan, lo ponen nervioso. Le hacen daño. Le hacen desear hallarse en otro sitio y ser otra persona.
Ha sido un general francés, un invasor mongol, un magnate americano, un cazador de cabezas en Borneo. Ha sido estrella de cine, inventor, publicista. Siempre ha acabado mal, con un suicidio, un accidente, una muerte en combate o un asesinato, y luego siempre ha vuelto aquí, una vez más.
—¿Por qué no lo dejáis en paz? —les grito a las criadas. Tengo que gritar porque no dejan que me acerque a ellas—. Ya basta, ¿no? ¡Ha hecho penitencia, ha rezado las oraciones, se ha purificado!
—Para nosotras no basta —me contestan.
—¿Qué más queréis de él? —les pregunto a voz en grito—. ¡Decídmelo!
Pero ellas salen corriendo.
«Corriendo» no es la palabra más adecuada. Sus piernas no se mueven. Sus pies, que todavía se agitan, no tocan el suelo.
28
Coro: Te seguimos (canción de amor)
¡Eh! ¡Señor Nadie! ¡Señor Sin Nombre! ¡Señor Maestro del Ilusionismo! ¡Señor Prestidigitador, nieto de ladrones y mentirosos!
Nosotras también estamos aquí, las que no tenemos nombre. Las otras sin nombre. Esas sobre las que cayó la vergüenza por culpa de otros. Las señaladas, las marcadas.
Las chicas de la limpieza, las mozas de mejillas sonrosadas, las niñas risueñas y picaronas, las muchachas frívolas y descaradas, las jóvenes limpiadoras de sangre.
Somos doce. Doce traseros redondos como la luna, doce apetitosas bocas, veinticuatro pechos mullidos como almohadas de plumas, y lo mejor de todo, veinticuatro temblorosos pies.
¿Te acuerdas de nosotras? ¡Claro que sí! Nosotras te llevamos el agua para que te lavaras las manos, te lavamos los pies, te lavamos la ropa, te ungimos los hombros con aceite, nos reímos con tus chistes, te molimos el grano, preparamos tu cómoda cama.
Tú nos agarraste, nos ahorcaste, nos dejaste colgando como ropa tendida. ¡Qué jarana! ¡Qué patadas! ¡Qué virtuoso te sentías, qué orgulloso, qué purificado, ahora que te habías librado de las rellenitas, jóvenes y cochinas criadas que tenías metidas en la cabeza!
Debiste hacernos un funeral adecuado. Debiste verter vino sobre nosotras. Debiste rezar para que te perdonáramos.
Ahora no puedes librarte de nosotras, dondequiera que vayas: ni en la vida ni después de la vida ni en ninguna otra vida que tengas.
Nosotras descubrimos todos tus disfraces: por caminos iluminados, por caminos oscuros, vayas por el camino que vayas, nosotras vamos siempre detrás de ti, te seguimos como un rastro de humo, como una larga cola, una cola compuesta de niñas, pesada como la memoria, liviana como el aire: doce acusaciones, con los dedos de los pies rozando el suelo, las manos atadas a la espalda, la lengua fuera, los ojos salidos de las órbitas, las canciones atascadas en la garganta.
¿Por qué nos mataste? ¿Qué te habíamos hecho que exigiera nuestra muerte? Nunca respondiste esas preguntas.
Fue un acto mezquino. Lo hiciste por pura maldad. Nos mataste para preservar tu reputación.
¡Eh, Señor Seriedad, Señor Bondad, Señor Divino, Señor Juez! ¡Mira hacia atrás! Estamos aquí, siguiendo tus pasos, cerca, muy cerca, tan cerca como un beso, tan cerca como tu propia piel.
Somos las sirvientas, estamos aquí para servirte. Estamos aquí porque te lo mereces. Nunca te abandonaremos, iremos tan pegadas a ti como tu sombra, suaves e infalibles como la cola adhesiva. Las bonitas doncellas, todas en fila.
29
Epílogo
no nos dieron voz
no nos dieron nombre
no nos dieron elección
nos dieron una cara
una sola cara
cargamos con la culpa
fue injusto
pero ahora estamos aquí
nosotras también estamos aquí
igual que tú
y te seguimos
te buscamos
te llamamos
uh-uh
uh-uh, uh-uh
uh-uh
uh-uh, uh-uh
Las criadas lanzan plumas y se alejan volando como lechuzas.
Notas
La fuente principal de este libro fue la Odisea de Homero. Los mitos griegos de Robert Graves también fue fundamental. La información acerca de la ascendencia de Penélope, sus parentescos —Helena de Troya era prima suya— y muchas cosas más, entre ellas las historias acerca de su posible infidelidad, se encuentran en este libro (véanse especialmente las secciones 160 y 171). Es a Graves a quien debo la teoría que relaciona a Penélope con un hipotético culto a una diosa, aunque curiosamente él no hace ningún comentario sobre el significado de los números doce y trece en relación con las desafortunadas criadas. Graves enumera gran cantidad de fuentes para las historias y sus variantes. Entre ellas están Herodoto, Pausanias, Apolodoro e Higinio.
Los himnos homéricos también me fueron muy útiles —sobre todo con respecto al dios Hermes—, y Trickster Makes This World, de Lewis Hyde, arrojó algo de luz sobre el personaje de Odiseo.
El coro de las Criadas es un homenaje al uso de esos coros en el teatro clásico. La costumbre de parodiar la acción principal aparecía en las obras satíricas interpretadas antes de las obras dramáticas serias.
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