Como Kipling (con el que tiene
tantas afinidades, pero de quien los años hicieron un hombre más
complejo y más desdichado), Lugones es de los primeros autores que me
fue dado leer; juzgarlo es juzgar a mi generación y acaso a toda la
literatura argentina.
Lugones es un hecho histórico; antes de investigarlo tenemos que
investigar sus causas. Mi punto de partida será Flaubert, cuya doctrina y
cuyo destino, más que en su obra, son ejemplares en la literatura de
nuestro tiempo. Flaubert pensaba que hay un modo de decir cada cosa y
que es deber del escritor descubrir este modo único. Postuló, además,
una armonía preestablecida de lo eufónico y de lo exacto y se maravilló
de que la palabra justa fuera, invariablemente, la musical.
Al exponer esta doctrina, escribió: Se parle en platonicien, y el hecho es que tal imaginación tiene mucho de mística. Podemos oponerle este párrafo de Alfred Nordth Whitehead:
«Hay una suposición persistente que esteriliza la naturalísima
certidumbre de que la Humanidad posee todas las ideas fundamentales que
son aplicables a su experiencia. Se pretende asimismo que esas ideas han
encontrado explícita expresión en el lenguaje humano, en palabras
sueltas o en frases. A esa postulación yo la nombro: Falacia del
Diccionario Perfecto.» Ya Chesterton, en 1904, había escrito: «El hombre
sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y
más anónimos que los colores de una selva otoñal… Cree, sin embargo, que
esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables
con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos.
Cree que del interior de un corredor de bolsa salen realmente ruidos que
significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del
anhelo.»
La imprecisión que Chesterton denuncia y que la precisión y la
belleza de su alegato parecen contradecir tiene una confirmación en el
hecho, fácilmente observable, de que ciertas cosas pueden decirse en
determinados idiomas, y en otros, no. Así, en inglés o en alemán o en
francés actual no hay manera de decir estaba solita, y en español no cabe decir to laugh it off o to explain away… Pero volvamos a Flaubert:
El mot juste de Flaubert, «la palabra justa», no es necesariamente la palabra anómala o asombrosa; el lenguaje de Madame Bovary o de Bouvard et Pécuchet
es normal y no excluye (la comprobación es fácil) los lugares comunes y
las metáforas imprecisas, [18] aunque nunca enigmáticas o violentas.
Suele definir lo mental o sentimental con imágenes físicas; esta mala
costumbre no corresponde a lo más perdurable de su labor. Así en L'Education sentimentale, compara el recuerdo de una palabra con el tañer de una campana que trae el viento…
En otro escritor, el culto de la palabra, la ansiedad de la palabra,
hubiera parado fatalmente en la formación de un pequeño dialecto;
tendríamos, en el peor de los casos, a René Ghil; en el mejor, a Stefan
George, Swinburne o Mallarmé. Un persa o un polaco, digamos, que
estudiara francés en la prosa y el verso de Mallarmé, correría el albur
de descubrir, al cabo de arduos años de aprendizaje, que Boileau y
Voltaire manejaron un dialecto nocturno.
Bajo la pluma de Leopoldo Lugones, el mot juste degeneró en el mot surprenant,
y la página proba en la mera página de antología hecha de triunfos
técnicos, menos aptos para conmover o para persuadir que para
deslumbrar. Su literatura, por exceso de aplicación o por una aplicación
perversa, quedó así maculada de vanidad; detrás de los epítetos
inauditos y de la metáforas alarmantes, el lector percibe o cree
percibir, ese grave defecto moral.
Escéptico en tantas cosas, Lugones no lo fue jamás en el lenguaje y, a
juzgar por su práctica, creyó con valerosa simplicidad en cada una de
las palabras que lo componen. Para el diccionario las voces azulado, azuloso, azulino y azulenco
son estrictamente sinónimas; asimismo lo fueron para Lugones, que,
sólo, atento a la significación, no advirtió, no quiso advertir, que su
connotación es distinta. Azulado y tal vez azuloso son palabras que pueden entrar en un párrafo sin destacarse demasiado; azulino y azulenco pecan de énfasis.
Moore observó que, desde Shakespeare, sólo Kipling escribió con todo
el idioma; también Lugones abrigó alguna vez este desaforado propósito.
El bien educado siglo XVIII buscó la máxima economía de vocabulario y la
máxima precisión, el siglo XIX, especialmente el siglo XIX español,
quiso aplicar a los idiomas un criterio estadístico y multiplicó las
palabras. Lugones, que en Las montañas del oro usó un lenguaje austero, se propuso en La guerra gaucha superar en su propio campo a los españoles, y prodigó todas las palabras posibles.
Wordsworth juzgó que a las composiciones de Goethe les faltaba
inevitabilidad; el dictamen es aplicable a buena parte de la literatura
de Lugones y aun de la literatura argentina. Muchos libros argentinos
adolecen del pecado original de no ser necesarios. Los leemos con
respeto o admiración, pero sentimos que el autor pudo haber redactado
con pareja felicidad libros del todo opuestos.
Leopoldo Lugones fue y sigue siendo el máximo escritor argentino.
Recabar este título para Sarmiento es olvidar que su obra escrita debe
ser juzgada a la luz de su obra total, quiero decir de su vida;
recabarlo para Groussac es olvidar que éste fue un crítico europeo que
se produjo en español accidentalmente, si bien con maestría singular. El
Facundo y el Martín Fierro significan más para los argentinos que cualquier libro de Lugones o que su heterogéneo conjunto, pero Lugones por su Historia de Sarmiento y El payador
comprende de algún modo y supera aquellos libros fundamentales. Además,
una cosa es el máximo escritor y otra el libro máximo; no hay libro de
Quevedo que pueda equipararse al Quijote, [19] pero Cervantes,
juzgado como hombre de letras, es inferior a Quevedo, sin menoscabo de
su gloria… Inversamente, hay composiciones poéticas de Ezequiel Martínez
Estrada que igualan o sobrepasan a las mejores de Leopoldo Lugones,
pero Martínez Estrada, poeta, no es más que una extensión de Lugones, y
lo mismo podría acaso decirse del memorable y dulce López Velarde.
Lugones encarnó en grado heroico las cualidades de nuestra
literatura, buenas y malas. Por un lado, el goce verbal, la música
instintiva, la facultad de comprender y reproducir cualquier artificio;
por otro, cierta indiferencia esencial, la posibilidad de encarar un
tema desde diversos ángulos, de usarlo para la exaltación o para la
burla. Así Góngora pudo sonoramente saludar la Armada Invencible y
denunciar en un soneto burlesco la cobardía de los defensores de Cádiz…
Lugones está, por decirlo así, un poco lejos de su obra; ésta no es casi
nunca la inmediata voz de su intimidad, sino un objeto elaborado por
él. En lugar de la inocente expresión tenemos un sistema de habilidades,
un juego de destrezas retóricas. Raras veces un sentimiento fue el
punto de partida de su labor; tenía la costumbre de imponerse temas
ocasionales y resolverlos mediante recursos técnicos. Un poema suyo
famoso enumera y celebra todas las variedades de la ganadería, de la
agricultura y de la industria; cuatro sonetos describen los paisajes del
sur, del norte, del este y del oeste. Cíclicamente surgen poetas que
parecen agotar la literatura, ya que se cifra en ellos toda la ciencia
retórica de su tiempo; tales artífices, cuyo fin es el estupor («chi non sa far stupire, vada alla striglia», decretó uno de ellos, Marino), acaban por cansar.
Ya Samuel Johnson observó que el asombro es un placer trabajoso. La
obra que maravilla a una generación suele parecer fría, inexplicable y
hasta poco ingeniosa a las venideras, interesadas en otras novedades o
novelerías.
Acaso es lícito ir más lejos. Acaso cabe adivinar o entrever o
simplemente imaginar la historia, la historia de un hombre que, sin
saberlo, se negó a la pasión y laboriosamente erigió altos e ilustres
edificios verbales hasta que el frío y la soledad lo alcanzaron.
Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las
pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y
puede ser incomunicable y atroz, y fue, callado y solo, a buscar, en el
crepúsculo de una isla, la muerte.
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