Teoría King Kong - Virginie Despentes - Texto completo


VIRGINIE DESPENTES
TEORÍA KING KONG
Traducido del francés por Marlène Bondil Relectura por Pablo Cesario
Tiïulo original: King Kong Théorie.
Editions Grasset et Fasquelle, Paris, 2006.
1era edición Buenos Aires (Capital Federal), septiembre 2012
Editorial El Asunto
1era edición: 100 ejemplares
Teoría King Kong
Virginie Despentes
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Para más información: teoriakingkong@hotmail.com
Prólogo
Por Pablo Cesario
Teoría King Kong (Virginie Despentes, n. 1969, Nancy, Francia) no es precisamente un libro complaciente de esos que buscan la aquiescencia entre el autor-obra y el público. Muy por el contrario nos hallamos frente a un ensayo provocativo, cuya estrategia retórica pareciera ser aquella que encuentra en la ruptura (sensación de querer “romper con el libro” o directamente “romper el libro”), en la discontinuidad del flujo entre la obra y el lector, la ocasión para el salto al vacío, para cortar amarras con una tradición de pensamiento, para adoptar un nuevo y, acaso, riesgoso -en el sentido en que implica, precisamente, el desquicio respecto de lugares de comodidad moral e intelectual- enfoque respecto de temas obstinadamente “tabúes” (la prostitución, la violación, la homosexualidad), así como de otros cuya invisibilidad y radical silenciamiento ni siquiera nos permite elaborarlos como tales (por nombrar algunos: la carga que comportan los estereotipos masculinos para los propios hombres o la figura de la prostituta como una trabajadora emancipada). Si no se está dispuesto a asumir ese riesgo, cierre inmediatamente el libro.
No obstante, una vez caídas las barreras del prejuicio, el tono del libro por momentos casi “confesional” -el cual, no obstante, se ubica en un sitio equidistante entre la pretensión de redención y del brutal cinismo- y su narración basada en experiencias vividas por la propia escritora y cineasta, quien conoció el submundo punk de los arrabales parisinos trabajando como desnudista en un peep show llegando, inclusive, a ejercer la prostitución- producen un efecto tal en el lector que éste se siente poderosamente inclinado, desafiando toda actitud resistencial primera, a erigir casi a la categoría de “dogma” hasta las tesis más perturbadoras.
El tipo de lenguaje y estilos utilizados por la autora son de lo más heterogéneos y pueden ser ubicados dentro de un arco que se tiende desde metáforas llenas de lirismo, hasta imágenes truculentas escritas en el argot más descarnado pasando por pasajes argumentativos plagados de conceptos de los campos más variados (el derecho, el psicoanálisis, la filosofía, la antropología, etc.). Por otra parte, su particular forma de usar la puntuación, por momentos, rayana en lo arbitrario, obliga a una lectura “rítmica” que imprime a la lectura una particular dinámica, sin recaer en la excentricidad vanguardista y sin llegar a la fatiga del lector.
Por último, me permito recomendar la lectura de Teoría King Kong a todo aquel hombre y a toda mujer que por rasgo de carácter o bien por “deformación profesional”, como tal vez sea el caso de quien escribe estas líneas, “desconfíe” o “sospeche” de las posturas que en la radical inmovilidad e intransigencia de su retórica dogmática obturen toda posibilidad de revisión, enriquecimiento, profundización y diálogo que implica necesariamente una dislocación, un corrimiento del lugar axial de seguridad; así como a aquellos quienes abrigan la convicción de que, si el objetivo final es la liberación y emancipación del género humano de su actual estado de sujeción y opresión (económico, social, cultural) se yerra el camino si se pretende “patear el tablero” moviendo prolijamente y según un aséptico reglamento una y sola una pieza del juego.
La “revolución de los géneros”, como una de las batallas a dar para el colapso final y total del capitalismo, involucra a ambos géneros por igual, ya que varón-hembra, hombre-mujer, y los distintos roles que somos llamados a cumplir según nos quepa tal o cual rótulo, no son sino otra de las múltiples estrategias del sistema para perpetuarse. No se trata de volver a una situación primigenia de indiferenciación sexual, no se trata de volver a la “Isla Calavera” (señorío de King Kong), en la cual ebulle una sexualidad infinitamente potente, voraz, sino de deconstruir los modelos de género y sus correspondientes imperativos con que encorsetan nuestra sexualidad para controlarla y dominarla, para retomar el cauce de nuestro deseo y sus fatales consecuencias para el sistema de dominación capitalista.
De esta manera, pues, concluyen estas palabras inaugurales que más que un prólogo han pretendido ser una invitación a la lectura de una obra de esas que no pasan desapercibidas, en el mejor de los casos, por esclarecedora, y en el peor por irreverente y subversiva, incluso respecto de la llamada “literatura de género”, anaquel al cual será confinada seguramente en la mayoría de las tiendas y bibliotecas a falta de una categoría más amplia y, sin duda alguna, más ajustada al espíritu del libro.
a Karen Bach, Raffaëla Anderson y Coralie Trinh Thi.
Las tenientes corruptas1Escribo desde las feas, para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal cogidas, las incogibles, las histéricas, las chifladas, todas las excluidas de la gran feria de las que están buenas. Y empiezo por ahí para que las cosas sean claras: no me disculpo de nada, no me vengo a quejar. No cambiaría mi lugar por ningún otro, porque ser Virginie Despentes me parece que es un negocio mucho más interesante de llevar que cualquier otro.
Me parece maravilloso que también haya mujeres a las que les gusta seducir, que sepan seducir, otras que busquen casarse, algunas que huelan a sexo y otras a la merienda de los niños a la salida de la escuela. Me parece maravilloso que algunas sean muy dulces, otras se sientan plenas con su feminidad, que haya mujeres jóvenes, hermosísimas, otras coquetas y radiantes. Sinceramente, estoy muy contenta por todas las que están conformes con las cosas tales como son. Lo digo sin ironía alguna. Simplemente resulta que no soy una de ellas. Por supuesto, no escribiría lo que escribo si fuera hermosa, tan hermosa como para cambiar la actitud de los hombres con los que me cruzo. Hablo como proletaria de la feminidad, como tal hablé ayer y sigo hablando hoy. Cuando cobraba el RMI2, no sentía vergüenza por estar excluida, tan sólo enojo. Lo mismo como mujer: no estoy para nada avergonzada de no estar súper buena. En cambio, me da rabia que como mina que poco les interesa a los hombres, siempre traten de hacerme entender que ni debería estar acá. Siempre existimos. Aunque los hombres, que sólo imaginan a mujeres con las que quisieran tener sexo, no hayan hablado de nosotras en sus novelas. Siempre existimos, nunca hablamos. Incluso hoy, cuando las mujeres publican muchas novelas, son muy escasas las figuras femeninas con físicos ingratos o mediocres, no aptas para querer a los hombres o hacerse querer por ellos. Al contrario, las heroínas contemporáneas quieren a los hombres, los conocen con facilidad, tienen sexo con ellos a los dos capítulos, acaban en cuatro líneas y a todas les gusta el sexo. La figura de la perdedora de la feminidad me es más que simpática, me es esencial. Exactamente como la figura del perdedor social, económico o político. Prefiero a los que no pueden, por la buena y sencilla razón que yo no puedo mucho tampoco. Y que en términos generales el humor y la inventiva más bien están de nuestro lado. Cuando uno no tiene lo necesario para creérsela, es generalmente más creativo. Soy una mina más King Kong que Kate Moss. Soy de esas mujeres con las que no se casa, con las que no se tiene hijos, hablo desde mi lugar de mujer que es siempre demasiado todo lo que es, demasiado agresiva, demasiado ruidosa, demasiado gorda, demasiado brutal, demasiado ruda, siempre demasiado viril, según dicen. Sin embargo, son mis cualidades viriles las que hacen que no sea un bicho raro más entre otros. Todo lo que me gusta de mi vida, todo lo que me salvó, se lo debo a mi virilidad. Por lo tanto escribo aquí como mujer no apta para atraer la atención masculina, para satisfacer el deseo masculino, y para conformarme con un lugar en la sombra. De ahí escribo, como mujer no atractiva, pero ambiciosa, atraída por el dinero que gano por mis medios, atraída por el poder, el de hacer y de rehusar, atraída más bien por la ciudad que por el hogar, siempre deseosa de vivir las experiencias
e incapaz de conformarme con su relato. Me importa tres carajos ponérsela dura a hombres que no me hacen soñar. Nunca me pareció obvio que las chicas atractivas la pasaran tan bien. Siempre me sentí fea, y me adapto a ello tanto más cuanto que esto me salvó de una vida de mierda, en la que me hubiese tenido que fumar a tipos buenos que nunca me hubiesen llevado más allá de la línea azul de las Vosges3. Estoy contenta conmigo, así, más deseante que deseable. De modo que escribo desde ahí, desde aquellas, las no vendidas, las piradas, las rapadas, las que no se saben vestir, las que tienen miedo de oler mal, las que tienen el comedor podrido, las que no saben cómo manejarse, a las que los hombres no les regalan nada, las que cogerían con cualquiera con tal de que acepte cogérselas, las más putas, las trolitas, las mujeres que siempre tienen la concha seca, las que tienen panzas gordas, las que quisieran ser hombres, las que creen que son hombres, las que sueñan con ser actrices porno, a las que les chupan un huevo los hombres pero les interesan sus amigas, las que tienen un culo gigante, las que tienen pelos tupidos y bien negros y que no se van a depilar, las mujeres brutales, ruidosas, las que rompen todo al pasar, a las que no les gustan las perfumerías, las que se ponen rouge demasiado rojo, las que están demasiado mal hechas para vestirse como calentonas pero que se mueren de las ganas, las que quieren ir con ropa de hombre y barba por la calle, las que quieren mostrar todo, las que son pudorosas por complejo, las que no saben decir no, a las que encierran para someterlas, las que dan miedo, las que dan lástima, las que no dan ganas, las que tienen la piel fláccida, la cara llena de arrugas, las que sueñan con hacerse un lifting, una liposucción, con que les rompan la nariz para hacerse otra pero que no tienen dinero para hacerlo, las que ya están demasiado feas, las que sólo cuentan con ellas mismas para protegerse, las que no saben dar seguridad, a las que les importan tres carajos sus hijos, a las que les gusta tomar hasta revolcarse por el suelo de los bares, las que no saben portarse; lo mismo que, y ya que estoy, para los hombres que no tienen ganas de ser protectores, a los que les gustaría pero no saben cómo, los que no saben pelear, los que lloran de buena gana, los que no son ambiciosos, ni competitivos, ni bien dotados, ni agresivos, los que son miedosos, tímidos, vulnerables, los que preferirían cuidar la casa antes que ir a trabajar, los que son delicados, pelados, demasiado pobres para gustar, a los que tienen ganas de que se la pongan, los que no quieren que cuenten con ellos, los que tienen miedo cuando están solos de noche.
Porque el ideal de la mujer blanca, atractiva pero no puta, bien casada pero no relegada, que trabaja pero sin ser muy exitosa, para no humillar a su hombre, flaca pero no neurótica con la comida, que sigue indefinidamente joven sin que la desfiguren los cirujanos estéticos, que se siente plena con ser mamá pero no es acaparada por los pañales y los deberes de la escuela, buena ama de casa pero no sirvienta tradicional, culta pero menos que un hombre, esta mujer blanca feliz que nos ponen siempre frente a los ojos, que deberíamos esmerarnos para parecernos a ella, más allá de que parece aburrirse mucho por poca cosa, de todas formas nunca me la crucé, en ningún lugar. Creo que no existe.
«Por cierto, si la mujer sólo existiera en las obras literarias masculinas, la imaginaríamos como una criatura de gran importancia, diversa, heroica y mediocre, magnífica y vil, infinitamente bella y extremadamente repelente, con tanta grandeza como el hombre, y hasta más, según algunos. Pero ahí se trata de la mujer a través de la ficción. En realidad, como lo indicó el profesor Trevelyan, la mujer era encerrada, golpeada y arrastrada a su cuarto.»4
Virginia Woolf, Una habitación propia5.
¿Te cojo o me cogés?
Desde hace un tiempo, en Francia, no dejan de retarnos, por lo de los 70. Que nos equivocamos de camino, y qué mierda hicimos con la revolución sexual, y que nos creemos hombres o qué, y que con nuestras boludeces, uno se pregunta dónde quedó la buena virilidad de antes, la de papá y del abuelo, aquellos hombres que sabían morir en la guerra y manejar un hogar con una sana autoridad. Y con la ley de su parte. Nos cagan a pedos porque los hombres tienen miedo. Como si tuviéramos algo que ver. Es verdaderamente asombroso, y bastante moderno, ver a un dominante ponerse a chillar porque el dominado no pone bastante de su parte... ¿Será que ahí el hombre blanco realmente se dirige a las mujeres o más bien que trata de expresar su sorpresa acerca del cariz que, globalmente, toman sus asuntos? Sea como sea, no se puede concebir lo mucho que nos retan, nos llaman al orden y nos controlan. Para algunos nos hacemos demasiado las víctimas, para otros no cogemos como deberíamos, o somos demasiado perras o demasiado enamoradas y tiernas, pase lo que pase no entendimos nada, demasiado porno o no bastante sensuales... Decididamente, esa revolución sexual era tirarles margaritas a los chanchos. Hagamos lo que hagamos, siempre hay alguien para molestarse en decir que es una mierda. Casi que era mejor antes. ¿En serio?
Nací en el 69. Fui al colegio mixto. Supe desde el curso preparatorio6 que la inteligencia escolar de los niños era la misma que la de las niñas. Usé polleras cortas sin que nadie en mi familia se preocupara nunca por mi reputación entre los vecinos. Tomé la píldora con 14 años sin que sea complicado. Cogí en cuanto pude, me encantó mal en aquel momento, y veinte años después el único comentario que me inspira es: «qué buena onda». Me fui de casa con 17 años y podía vivir sola, sin que a nadie le parezca mal. Siempre supe que trabajaría, que no tendría que bancarme la compañía de un hombre para que pague mi alquiler. Abrí una cuenta bancaria a mi nombre sin ser consciente de pertenecer a la primera generación de mujeres que lo podían hacer sin padre ni marido. Me masturbé bastante tarde, pero ya conocía la palabra, porque la había leído en libros muy claros que trataban del asunto: no era un monstruo asocial porque me tocaba, aparte lo que hacía con mi concha era cosa mía. Tuve sexo con cientos de tipos, sin embarazarme nunca, de todas formas, sabía donde abortar, sin la autorización de nadie, sin jugarme la vida7. Me hice puta, paseé por la ciudad con tacones altos y escotes profundos, sin rendir cuentas, cobré y gasté cada centavo por mí ganado. Hice dedo, fui violada, volví a hacer dedo. Escribí una primera novela que firmé con mi nombre de chica, sin imaginarme ni un segundo que a la publicación me vendrían a recitar el alfabeto de las fronteras que no hay que cruzar. Las mujeres de mi edad son las primeras para las cuales es posible tener una vida sin sexo, sin pasar por el casillero «convento». El matrimonio forzado se volvió chocante. El deber conyugal ya no es una evidencia. Durante años, estuve a miles de kilómetros del feminismo, no por falta de solidaridad o de consciencia, sino porque, de hecho, durante mucho tiempo ser de mi género no me impidió hacer casi nada. Ya que tenía ganas de una vida de hombre, tuve una vida de hombre. O sea que la revolución feminista sí tuvo lugar. Estaría bueno que nos dejen de contar que éramos más plenas, antes. Algunos horizontes se desplegaron, territorios repentinamente abiertos, como si siempre lo hubiesen estado.
Está bien, la Francia actual está lejos de ser la Arcadia8 para todos. No somos felices acá, ni las mujeres ni los hombres. No tiene nada que ver con el respeto de la tradición de los géneros. Podríamos quedarnos todas en la cocina con un delantal puesto y tener hijos siempre que cogemos, no cambiaría en nada la bancarrota del trabajo, del liberalismo, del cristianismo o del equilibrio ecológico.
Es un hecho: las mujeres de mi alrededor ganan menos dinero que los hombres, ocupan puestos subalternos, ven normal el ser subvaloradas cuando emprenden algo. Hay un orgullo de empleada doméstica al tener que avanzar con dificultad, como si fuera útil, agradable o sexy. Un goce servil al pensar que servimos de escalón. No sabemos qué hacer con nuestro poder. Siempre vigiladas por los hombres que se siguen metiendo en nuestros asuntos y señalando lo que es bueno o malo para nosotras, pero sobre todo por las otras mujeres, vía la familia, las revistas femeninas, y el discurso corriente. Una tiene que aminorar su poder, nunca valorado: «competente» para una mujer todavía quiere decir «masculina».
Joan Rivière, psicoanalista de principios del siglo XX, escribe en 1927 La feminidad como mascarada9. Estudia el caso de una mujer de tipo intermedio, es decir heterosexual pero viril, que sufre porque siempre que se expresa en público, le agarra un horrible miedo que le hace perder todas sus facultades y se traduce en una necesidad obsesiva y humillante de llamar la atención de los hombres.
«El análisis reveló que su coquetería y sus guiñadas compulsivas (...) se explicaban de la siguiente manera: se trataba de un intento inconsciente para apartar la angustia que resultaría de las represalias que teme por parte de las figuras paternas como consecuencia de sus proezas intelectuales. La demostración en público de sus capacidades intelectuales, que de por sí representaba un logro, tomaba el sentido de una exhibición que tendía a mostrar que poseía el pene del padre, después de haberlo castrado. Una vez hecha la demostración, le agarraba un miedo horrible de que el padre se vengue. Obviamente, se trataba de un intento para apaciguar su venganza ofreciéndose a él sexualmente.»
Este análisis brinda una herramienta de lectura para la rompiente de «trolez» en la empresa pop actual. Ya sea que paseemos por la ciudad, miremos MTV, un programa de variedades del primer canal10 o que hojeemos una revista femenina, llama la atención la explosión del look perra extremo adoptado por muchas chicas, que por otro lado les sienta muy bien. En realidad, es una forma de disculparse, de tranquilizar a los hombres: «mirá lo buena que estoy: a pesar de mi autonomía, mi cultura, mi inteligencia, sigo aspirando sólo a gustarte» parecen clamar las pibitas en tanga. Tengo la posibilidad de vivir otra cosa, pero decido vivir la alienación vía las estrategias de seducción más eficaces.
Uno se puede asombrar, a primera vista, de que las pendejas adopten con tal entusiasmo los atributos de la mujer-«objeto», que mutilen su cuerpo y lo exhiban espectacularmente, cuando al mismo tiempo esta joven generación valora a «la mujer respetable», es decir lejos del sexo festivo. La contradicción sólo es aparente. Las mujeres les dirigen a los hombres un mensaje tranquilizador: «no nos tengan miedo». Vale la pena llevar una vestimenta incómoda, calzados que traban el caminar, hacerse romper la nariz o hinchar los pechos, matarse de hambre. Nunca ninguna sociedad exigió tantas pruebas de sumisiones a las imposiciones estéticas, tantas modificaciones corporales para feminizar un cuerpo. Al mismo tiempo, nunca ninguna sociedad permitió tanta libre circulación corporal e intelectual de las mujeres. El remarcar la feminidad parece una excusa después de la pérdida de las prerrogativas masculinas, una manera de tranquilizarse, tranquilizándolos. «Liberémonos, pero no demasiado. Queremos jugar el juego, no queremos poderes vinculados con el falo, no queremos asustar a nadie.» Las mujeres se disminuyen espontáneamente, disimulan lo que acaban de adquirir, se ponen en posición de seductoras, reintegrando su papel, de forma tanto más ostensiva cuanto más saben -en el fondo- que ya sólo se trata de un simulacro. El acceso a poderes tradicionalmente masculinos se mezcla con el miedo al castigo. Desde siempre, el salir de la jaula fue acompañado por sanciones brutales.
No es tanto la idea de nuestra propia inferioridad la que asimilamos -hayan sido las que hayan sido las violencias de las herramientas de control, la historia cotidiana nos mostró que por naturaleza los hombres no eran ni superiores, ni tan diferentes de la mujeres. Es la idea de que nuestra independencia es nefasta la que está incrustada hasta en nuestros huesos. Y transmitida por los medios, con encarnizamiento: ¿cuántos artículos estos últimos veinte años fueron escritos sobre las mujeres que asustan a los hombres, las que están solas, castigadas por sus ambiciones o sus singularidades? Como si ser viuda, abandonada, sola en tiempos de guerra o maltratada fueran invenciones recientes. Siempre nos las tuvimos que arreglar sin que nadie nos ayude. Pretender que los hombres y las mujeres se llevaban mejor antes de los 70 es una falsedad histórica. Estábamos menos tiempo juntos, nada más.
De la misma manera, la maternidad se convirtió en la experiencia femenina ineludible, valorada entre todas: dar la vida es fantástico. La propaganda «pro-maternidad» raramente fue tan llamativa. Una gastada, método contemporáneo y sistemático del doble apremio: «Tengan hijos, es fantástico, se sentirán más mujer y más cumplidas que nunca», pero ténganlos en una sociedad en hundimiento, donde el trabajo asalariado es una condición de supervivencia social, pero no está garantizado para nadie, y menos para las mujeres. Den a luz en ciudades donde el alojamiento es precario, donde la escuela desiste, donde los niños son sometidos a las agresiones mentales más viciosas, vía la publicidad, la tele, Internet, los vendedores de gaseosas y demás. Sin hijo, no hay felicidad femenina, pero criar nenes en condiciones decentes será casi imposible. De todas formas, es imprescindible que las mujeres sientan que fracasan. Emprendan lo que emprendan, se debe poder demostrar que lo hicieron mal. No hay actitud correcta, necesariamente erramos al elegir, nos tienen por responsables de una bancarrota que en realidad es colectiva, y mixta. Las armas en contra de nuestro género son específicas, pero el método se aplica a los hombres. Un buen consumidor es un consumidor inseguro.
Asombroso, y desagradablemente revelador: la revolución feminista de los 70 no dio lugar a ninguna reorganización acerca de la guarda de los niños. De la gestión del espacio doméstico tampoco. Trabajos benévolos, por ende femeninos. Seguimos en el mismo estado de artesanado. Tanto política como económicamente, no ocupamos el espacio público, no nos lo apropiamos. No creamos guarderías infantiles, ni los lugares que necesitábamos para dejar a los niños; no creamos los sistemas industrializados de limpieza a domicilio que nos hubiesen emancipado. No nos apropiamos de estos sectores económicamente rentables, ni para hacer fortuna, ni para ayudar a nuestra comunidad. ¿Por qué nadie inventó el equivalente de Ikéa11 para la guarda de los niños, el equivalente de Macintosh para la limpieza domiciliaria? Lo colectivo siguió siendo un modo masculino. Carecemos de seguridad en cuanto a nuestra legitimidad para apropiarnos de lo político -es lo menos que podemos hacer, a la vista del terror físico y moral al que nuestra categoría sexual se enfrenta. Como si otros fueran a ocuparse correctamente de nuestros problemas, y como si nuestras preocupaciones específicas no fueran tan importantes. Estamos equivocadas. Si parece obvio que las mujeres se vuelven exactamente tan corruptibles y asquerosas como los hombres al contacto con el poder, es innegable que ciertas consideraciones son específicamente femeninas. Dejar de lado el ámbito político como lo hicimos revela nuestras propias reticencias a la emancipación. Es cierto que para pelear y tener éxito en política, hay que estar dispuesta a sacrificar la feminidad, ya que hay que estar dispuesta a luchar, triunfar, hacer alarde de potencia. Hay que olvidarse de ser dulce, agradable, servicial, hay que permitirse dominar al otro, públicamente. Hay que obrar sin su asentimiento, ejercer el poder frontalmente, sin hacer melindres ni disculparse, ya que escasos son los opositores que las felicitarán por vencerlos.
La maternidad se volvió el aspecto más glorificado de la condición femenina. También es, en Occidente, el ámbito en el que el poder de la mujer más se acrecentó. Lo que es real desde hace mucho respecto de las hijas, ese dominio total de la madre, ahora lo es también para los hijos. La mamá sabe lo que está bueno para su hijo, nos lo repiten en todos los tonos, llevaría intrínsecamente en ella ese poder asombroso. Réplica doméstica de lo que se organiza en lo colectivo: el Estado cada vez más vigilante sabe mejor que nosotros lo que debemos comer, beber, fumar, ingerir, lo que estamos aptos para ver, leer, entender, cómo tenemos que desplazarnos, gastar nuestro dinero, distraernos. Cuando Sarkozy12 reclama la policía en las escuelas, o Royal13 el ejército en los barrios, no es una figura viril de la ley la que introducen en los espacios de los niños, sino la prolongación del poder absoluto de la madre. Sólo ella sabe castigar, encuadrar, mantener a los niños en estado de dependencia prolongado. Un Estado que se proyecta como una madre todopoderosa es un Estado fascistoide. El ciudadano de una dictadura vuelve al estadio de bebé: le pone los pañales, le da de comer, y lo mantiene en la cuna una fuerza omnipresente, que sabe todo, que puede todo, que tiene todos los derechos sobre él, por su propio bien. Le quita al individuo su autonomía, su facultad de equivocarse, de ponerse en peligro. Nuestra sociedad tiende a eso, posiblemente porque nuestro tiempo de grandeza terminó hace mucho ya, experimentamos una regresión hacia estadios de organización colectiva que infantilizan al individuo. Tradicionalmente, los valores viriles son los de la experimentación, de la toma de riesgo, de la ruptura con el hogar. Los hombres estarían equivocados al alegrarse, o al sentirse protegidos cuando la virilidad de las mujeres es despreciada, obstaculizada, señalada como nefasta por todas partes. Su autonomía es tan cuestionada como la nuestra. En nuestra sociedad liberal de vigilancia, el hombre es un consumidor como cualquier otro, y no es deseable que tenga muchos más poderes que una mujer.
El cuerpo colectivo funciona como un cuerpo individual: si el sistema es neurótico, engendra espontáneamente estructuras autodestructivas. Cuando el inconsciente colectivo, a través de esas herramientas de poder que son los medios y la industria del entretenimiento, sobrevalora la maternidad no es por amor a lo femenino, ni por benevolencia global. La madre investida de todas las virtudes, implica que se prepara al cuerpo colectivo para una regresión fascista. El poder otorgado por un Estado enfermo es necesariamente sospechoso.
Hoy en día se escuchan hombres lamentarse de que la emancipación feminista los desviriliza. Extrañan un estadio anterior, cuando su fuerza se arraigaba en la opresión femenina.
Olvidan que esta ventaja política que les era dada siempre tuvo un costo: los cuerpos de las mujeres sólo les pertenecen a los hombres a cambio de que los cuerpos de los hombres le pertenezcan a la producción, en tiempos de paz, al Estado, en tiempos de guerra. La confiscación del cuerpo de las mujeres se produce al mismo tiempo que se produce la confiscación del cuerpo de los hombres. Los únicos ganadores en este asunto son unos pocos dirigentes.
El soldado más famoso de la guerra en Irak es una mujer. Ahora, los Estados mandan a sus pobres al frente. Los conflictos armados se volvieron territorios mixtos. Cada vez más, la polaridad en la realidad se define en función de la clase social.
Los hombres denuncian con virulencia injusticias sociales o raciales, pero se muestran indulgentes y comprensivos cuando se trata de dominación machista. Muchos son los que quieren explicar que la lucha feminista es secundaria, un deporte de ricos, sin pertinencia ni emergencia. Hay que ser cretino, o desagradablemente deshonesto, para encontrar una opresión insoportable y la otra llena de poesía.
De la misma manera, a las mujeres les convendría pensar mejor las ventajas del acceso de los hombres a una paternidad activa, antes que aprovecharse del poder que se les otorga políticamente, vía la exaltación del instinto maternal. La mirada del padre sobre el hijo constituye una revolución en potencia. Entre otras cosas, les pueden transmitir a las hijas que tienen una existencia propia, más allá del mercado de la seducción, que son capaces de fuerza física, de espíritu de empresa y de independencia, y valorarlas por esta fuerza, sin temor a un castigo inherente. Les pueden señalar a los hijos que la tradición machista es una trampa, una severa restricción de las emociones, al servicio del ejército y del Estado. Porque la virilidad tradicional es una empresa tan mutiladora como la asignación de la feminidad. ¿Cuáles son, exactamente, las exigencias para ser un hombre, un hombre de verdad? Represión de las emociones. Callar su sensibilidad. Avergonzarse de su delicadeza, de su vulnerabilidad. Dejar la infancia brutal y definitivamente: los hombres-niños no tienen buena prensa. Estar angustiado por el tamaño de su pija. Saber hacer acabar a las mujeres sin que sepan o quieran indicar el camino que hay que seguir. No mostrar su debilidad. Amordazar su sensualidad. Vestirse con colores apagados, siempre tener el mismo calzado ordinario, no jugar con su pelo, no llevar muchas joyas, ni ningún maquillaje. Tener que dar el primer paso, siempre. No tener ninguna cultura sexual para mejorar su orgasmo. No saber pedir ayuda. Tener que ser valiente, por más que no se tenga ganas. Valorar la fuerza, sea cual sea su carácter. Dar muestras de agresividad. Tener un acceso restringido a la paternidad. Ser exitoso socialmente, para poder pagarse las mejores mujeres. Temer su homosexualidad porque un hombre, un hombre de verdad, no debe ser penetrado. No jugar con muñecas en la infancia, conformarse con autitos y armas de plástico súper feas. No cuidar mucho su cuerpo. Ser sumiso a la brutalidad de los otros hombres, sin quejarse. Saber defenderse, por más que uno sea dulce. Estar separado de su feminidad, simétricamente a las mujeres que renuncian a su virilidad, no en función de las necesidades de una situación o de un carácter, sino en función de lo que exige el cuerpo colectivo. Para que, siempre, las mujeres le den los hijos a la guerra, y que los hombres acepten ir a la muerte para salvar los intereses de tres o cuatro cretinos de vista corta.
Si no avanzamos hacia esta incógnita que es la revolución de los géneros, sabemos exactamente hacia qué retrocedemos. Un Estado todopoderoso que nos infantiliza, interviene en todas nuestras decisiones, por nuestro propio bien, que -con el pretexto de protegernos mejor- nos mantiene en la infancia, la ignorancia, el miedo a la sanción, a la exclusión. El trato preferente que hasta ahora estaba reservado a las mujeres, con la vergüenza como herramienta de vanguardia para mantenerlas en el aislamiento, la pasividad, el inmovilismo, podría extenderse a todos. Entender las mecánicas de nuestra inferiorización, y cómo nos llevan a ser sus mejores vigilantes, es entender las mecánicas de control de toda la población. El capitalismo es una religión igualitaria, en el sentido de que nos somete a todos, y lleva a cada uno a sentirse atrapado, como lo están todas las mujeres.
«En Estados Unidos y en otros países capitalistas, las leyes sobre la violación primero fueron pensadas para proteger a los hombres de las clases altas, cuyas hijas y esposas podían ser atacadas. Lo que les pasaba a las mujeres de las clases obreras no le importaba mucho a la justicia; por eso muy pocos hombres blancos fueron inculpados por los crímenes sexuales que les infligieron a estas mujeres.»
Angela Davis, Women, race, and class, 198114.
Imposible violar a esta mujer llena de vicios15
Julio del 86, tengo 17 años. Somos dos chicas, con pollera corta, llevo medibachas rayadas y unas Converse bajas rojas. Volvemos de Londres donde gastamos en discos, tinturas y diversos accesorios con clavos todo el dinero que teníamos, así que ni un mango para el viaje de vuelta. La remamos para llegar a Dover16 haciendo dedo, nos lleva todo el día, y después para pagar el ferry pedimos dinero al lado mismo de la boletería, cuando llegamos a Calais17 ya es bien de noche. Durante la travesía, buscamos a personas viajando con el auto18 que nos podrían acercar un poco. Dos Italianos más bien lindos, que fuman porro, nos llevan hasta las puertas de París. Y ahí estamos, en plena noche en una estación de servicio, en alguna parte del periférico19. Decidimos esperar a que llegue el día y los camioneros con él, para encontrar a uno que fuera directamente a Nancy20. Damos vueltas en el estacionamiento, en la tienda, no hace tanto frío.
Auto con tres tipos, blancos, típicos habitantes de los suburbios de la época, birras, porros, hablan de Renaud, el cantante. Como son tres, al principio, nos negamos a subir con ellos. Se toman la molestia de ser realmente copados, hacer chistes y charlar. Nos convencen de que es una lástima esperar al oeste de París cuando nos podrían dejar al este, donde nos será más fácil encontrar a alguien. Y subimos al auto. De las dos chicas, soy la que más cancha tiene, la más bocona, la que decide que está todo bien. En el momento en que las puertas se cierran, sin embargo, ya sabemos que nos estamos mandando una cagada. Pero en lugar de gritar: «bajamos» a lo largo de los pocos metros en los que todavía estamos a tiempo, las dos pensamos que hay que dejar de paranoiquearse y de ver violadores por todas partes. Llevamos más de una hora hablando con ellos, sólo tienen pinta de ser unos pajeros, divertidos, para nada agresivos. Desde aquel entonces, esa cercanía quedó entre las cosas indelebles: cuerpos de hombres en un lugar cerrado en el que estamos encerradas, con ellos, pero no iguales a ellos. Nunca iguales, con nuestros cuerpos de mujeres. Nunca a salvo, nunca las mismas que ellos. Somos del sexo del miedo, de la humillación, el sexo extranjero. Sobre esta exclusión de nuestros cuerpos se construyen las virilidades, su famosa solidaridad masculina, es en esos momentos que se conforma. Un pacto fundado en nuestra inferioridad. Sus risas de chabones, entre ellos, la risa del más fuerte, en número.
Mientras pasa, fingen no saber exactamente qué está pasando. Porque tenemos polleras cortas, una con el pelo verde, la otra naranja, necesariamente «cogemos como conejos», entonces
lo que está ocurriendo no es del todo una violación. Como en la mayoría de las violaciones, me imagino. Me imagino que, desde aquel día, ninguno de estos tres tipos se identifica como violador. Porque lo que hicieron, ellos, es otra cosa. De a tres con un rifle contra dos chicas que golpearon hasta hacerlas sangrar: eso no es violación. Prueba de ello: si realmente no hubiésemos querido que nos violaran, hubiésemos preferido morir, o hubiésemos logrado matarlos. Desde el punto de vista de los agresores -de alguna forma se las arreglan para creerlo- aquellas a quienes les pasa, mientras salgan con vida de ello, es que no les disgustaba tanto. Es la única explicación que le encontré a esta paradoja: en cuanto se publicó Baise-moi21, conocí mujeres que me venían a contar «fui violada, cuando tenía tantos años, en tales circunstancias». Esto se repetía hasta tal punto que ya era molesto y, al principio, hasta me pregunté si mentían. Está en nuestra cultura, desde la Biblia y la historia de José en Egipto, la palabra de la mujer que acusa al hombre de violación antes que nada es una palabra que se pone en duda. Y terminé por aceptarlo: pasa todo el tiempo. He aquí un acto unificador, que conecta a todas las clases, sociales, de edades, de bellezas y hasta de caracteres. ¿Cómo explicar entonces que nunca se escuche la otra parte: «Violé a Fulana, tal día, en tales circunstancias»? Porque los hombres siguen haciendo lo que las mujeres aprendieron a hacer durante siglos: nombrarlo de otra forma, adornar, ingeniárselas, sobre todo no usar la palabra para describir lo que hicieron. «Forzaron un poco a una chica», «se fueron un poco a la mierda», estaba «demasiado borracha» o era una ninfómana que fingía no querer: pero si pudo ser, es que en el fondo la chica consentía. Que haga falta golpearla, amenazarla, juntarse de a varios para obligarla y que llore antes durante y después no cambia nada: en la mayoría de los casos, el violador se acomoda con su consciencia, no hubo violación, sólo fue una trola que no se asume y que bastó con saber convencer. A no ser que también sea difícil llevarla, del otro lado. No se sabe, no lo hablan.
Sólo a los psicópatas graves, a los violadores en serie que cortan conchas con botellas rotas, o a los pedófilos que atacan a las niñas, se les identifica en la cárcel. Porque los hombres condenan la violación. Lo que practican, siempre es otra cosa.
Muy seguido dicen que el cine porno aumenta el número de violaciones. Hipócrita y absurdo. Como si la agresión sexual fuera una invención reciente, y que hiciera falta introducirla en las mentes con películas. En cambio, el que los machos franceses no hayan ido a la guerra desde los años sesenta y la guerra de Argelia, seguramente aumenta las violaciones «civiles». La vida militar era una ocasión regular para practicar la violación colectiva, «por una buena causa». Antes que nada es una estrategia guerrera, que es parte de la virilización del grupo que la comete mientras debilita al grupo adverso al proceder a su hibridación, y ello desde que las guerras de conquista existen. Que dejen de querer hacernos creer que la violencia sexual en contra de las mujeres es un fenómeno reciente, o propio de cualquier grupo.
Los primeros años, evitamos hablar de lo que sucedió. Tres años después, en las cuestas de la Croix Rousse22, una chica a quien quiero mucho es violada en su casa, sobre la mesa de la cocina, por un tipo que la siguió desde la calle. El día en que me entero, estoy trabajando en un pequeño negocio de discos, Attaque Sonore, en la ciudad vieja de Lyon. Día hermoso, sol, mucha luz de verano sobre las paredes de las calles angostas de la ciudad vieja, viejas piedras de sillería pulidas, blancas tirando a amarillo y naranja. Los muelles del Saône23, los puentes, las fachadas de las casas. Siempre me impactó lo hermoso que era, y aquel día particularmente. La violación no turba ninguna tranquilidad, ya está contenida en la ciudad. Cerré el negocio y salí a caminar. Me sublevó más que cuando nos pasó a nosotras. Entendí a través de la historia de ella que era algo que una contrae y de lo que no se deshace más. Inoculado. Hasta ahí, pensaba que me la había bancado bien, que tenía la piel dura y otras cosas que hacer en la vida que dejar que tres pelotudos me traumaticen. Sólo al observar que yo asimilaba su violación con un acontecimiento muy importante después del que ya nada volverá a ser como antes, acepté escuchar, de rebote, lo que sentía por nosotras. Herida de una guerra que se debe disputar en el silencio y la oscuridad.
Tenía veinte años cuando le pasó, no tenía muchas ganas de que me hablaran de feminismo. No era suficientemente punk-rock, demasiado correcto. Después de su agresión, cambié de opinión y seguí durante un fin de semana un curso de escucha de «Stop Viol», una guardia telefónica, para hablar después de una agresión, o para conseguir información jurídica. Apenas había comenzado y ya estaba renegando internamente: ¿por qué se le aconsejaría a quienquiera que hiciera una denuncia? Me costaba entender el interés de ir a ver a los canas, si no era para que funcione un seguro. Declararse víctima de una violación, en una comisaría, pensaba instintivamente que era volver a ponerse en peligro. La ley de los yutas, es la de los hombres. Luego, una interventora explicó: «La mayoría de las veces, una mujer que habla de su violación empezará por llamarla de otra forma». Interiormente, sigo resoplando: «Cualquiera». Eso sí que me parece altamente improbable: ¿por qué no usarían esta palabra, y qué sabe, la que está hablando? ¿Acaso cree que todas nos parecemos? De repente, me freno sola en mi arranque: ¿qué hice, yo, hasta ahora? Las escasas veces -la mayoría de las cuales estaba bien borracha- en las que quise hablar del tema, ¿usé la palabra? Nunca. Las escasas veces en que intenté contar «eso», eludí la palabra «violación»: «agresión», «me jodieron», «me agarraron», «un garrón», whatever2... Es que mientras no lleve su nombre, la agresión pierde su especificidad, se puede confundir con otras agresiones, por ejemplo que te afanen, que te lleven los canas, que te demoren, o que te caguen a palos. Esta estrategia de la miopía tiene su utilidad. Porque a partir del momento en que una le dice violación a su violación, todo el aparato de vigilancia de las mujeres se pone en marcha: ¿querés que se sepa lo que te pasó? ¿Querés que todo el mundo te vea como una mujer a la que le pasó? ¿Y, de todas formas, cómo podés haber salido viva de eso sin ser una trola patentada? Una mujer que aprecia su dignidad hubiese preferido que la maten. Mi supervivencia, en sí, es una prueba que habla en mi contra. El hecho de estar más aterrorizada al pensar que me podían matar que traumada por los pijazos de los tres hijos de puta, parecía algo monstruoso: nunca lo había escuchado decir, en ninguna parte. Por suerte, como punky practicante, me las podía arreglar sin mi pureza de mujer bien. Porque hay que estar traumada por una violación, hay una serie de marcas visibles que hay que respetar: miedo a los hombres, a la noche, a la autonomía, asco al sexo y otras jocosidades. Te lo repiten de mil y una maneras: es grave, es un crimen, los hombres que te quieren, si lo llegan a saber, se van a volver locos de dolor y de rabia (la violación también es un diálogo privado en el que un hombre les declara a los demás: cojo a sus mujeres a las apuradas). Pero el consejo más razonable, por un montón de razones, sigue siendo: «no se lo digas a nadie». Ahogate, entonces, entre las dos exhortaciones. Morite, perra, como suelen decir.
la palabra es evitada. A causa de todo lo que encubre. En el campo de las agredidas, como en el de los agresores, se elude el término. Es un silencio cruzado.
Los primeros años, después de la violación, sorpresa penosa: los libros no me serán de ayuda alguna. Nunca me había pasado. Cuando, por ejemplo, en 1984, fui internada unos meses, mi primera reacción, al salir, fue leer. Le pavillon des enfants fous24, Vol au-dessus d'un nid de coucous25, Quand j'avais cinq ans je m'ai tué26, y los ensayos sobre la psiquiatría, el internamiento, la vigilancia, la adolescencia. Los libros estaban, hacían compañía, lo hacían posible, decible, compartible. Cárcel, enfermedad, malos tratos, drogas, abandonos, deportaciones, todos los traumas tienen su literatura. Pero este trauma crucial, fundamental, definición primera de la feminidad, «la que se puede tomar sin permiso y debe seguir indefensa», este trauma no entraba en literatura. Después de haber pasado por la violación, ninguna mujer había recurrido a las palabras para convertirla en un tema de novela. Nada, ni que guíe, ni que acompañe. No pasaba a lo simbólico. Es extraordinario que entre mujeres no se les diga nada a las más chicas, absolutamente ninguna transmisión de saber, de consignas de supervivencia, de consejos prácticos sencillos. Nada.
Por fin, en 1990, me voy a París a un recital de los Limbomaniacs, TGV27, leo Spin. Una tal Camille Paglia publica ahí un artículo que me llama la atención y empieza por causarme gracia, en el que describe el efecto que le producen los jugadores en la cancha, fascinantes bestias de sexo llenas de agresividad. Empezaba su nota con toda esta rabia guerrera y cuanto le gustaba, este alarde de sudor y de muslos musculosos en acción. Lo cual, de una cosa a la otra, la llevaba al tema de la violación. Olvidé sus palabras exactas. Pero, en sustancia decía: «Es un riesgo inevitable, es un riesgo que las mujeres tienen que tomar en cuenta y aceptar correr si quieren salir de sus casas y circular libremente. Si te pasa, parate, dust yourself28 y superalo. Y si te da demasiado miedo, quedate en lo de mamá y ocupate de hacerte la manicura». Me indignó, en el momento. Náusea de defensa. En los minutos siguientes, esta sensación de gran calma interior: atontada. Estación de Lyon29, ya era de noche, llamaba a Caroline, siempre la misma amiga, antes de irme rumbo al norte para encontrar la sala en la calle Ordener30. La llamaba, sobreexcitada, para hablarle de esta Ítalo-estadounidense, que tenía que leer esto y decirme lo que opinaba. La dejó atontada a Caroline, igual que a mí.
Desde aquel día, nunca más nada fue compartimentado, cerrado con cerrojo, como antes. Pensar por primera vez la violación de una manera nueva. Hasta ahí, el tema había sido tabú, tan minado que no nos permitíamos decir otra cosa que «qué horror» y «pobres chicas».
Por primera vez, alguien valoraba la facultad de superarlo antes que hablar extensamente y con complacencia del repertorio de los traumas. Desvalorización de la violación, de su alcance, de su resonancia. No anulaba nada de lo que había pasado, no borraba nada de lo que habíamos aprendido aquella noche.
Camille Paglia es, sin lugar a duda, la más controvertida de las feministas estadounidenses. Proponía pensar la violación como un riesgo que hay que tomar, inherente a nuestra condición de chicas. Una libertad inaudita, de desdramatización. Sí, habíamos estado afuera, un espacio que no era para nosotras. Sí, habíamos vivido, en lugar de morir. Sí, llevábamos polleras cortas y estábamos solas sin un hombre con nosotras, de noche, sí habíamos sido estúpidas, y débiles, incapaces de cagarlos a trompadas, débiles como las chicas aprenden a serlo cuando las agreden. Sí, nos había pasado, pero por primera vez, entendíamos lo que habíamos hecho: habíamos salido a la calle porque en lo de papá y mamá no pasaba gran cosa. Habíamos asumido el riesgo, habíamos pagado el precio, y mejor que avergonzarnos de estar vivas, podíamos decidir pararnos y superarlo lo mejor posible. Paglia nos permitía imaginarnos como guerreras, ya no responsables personalmente de lo que bien se habían buscado, sino víctimas ordinarias de lo que hay que esperar sobrellevar si una es mujer y se quiere aventurar afuera. Era la primera en sacar la violación de la pesadilla absoluta, de lo no dicho, de lo que sobre todo no debe pasar nunca. La convertía en una circunstancia política, algo que había que aprender a bancarse. Paglia cambiaba todo: ya no se trataba de negar, ni de sucumbir, se trataba de vivir con.
Verano del 2005, Filadelfia, estoy frente a Camille Paglia, hacemos una entrevista para un documental. Muevo la cabeza con entusiasmo al escuchar lo que dice. «En los años 60, en los campus, las chicas estaban encerradas en los dormitorios comunes a las diez de la noche, mientras los chicos hacían lo que querían. Preguntamos «¿por qué esta diferencia de trato?» nos explicaron «porque el mundo es peligroso, corren el riesgo de ser violadas», contestamos «entonces dennos el derecho de arriesgarnos a ser violadas».
Una de las reacciones suscitadas por el relato de mi historia, fue esta: «¿Y volviste a hacer dedo, después?» Porque contaba que no se lo había dicho a mis padres, porque tenía miedo que me encerraran con tres vueltas de llave, por mi propio bien. Porque sí, volví a hacer dedo. Menos confiada, menos agradable, pero lo hice de nuevo. Hasta que otros punks me dieron la idea de viajar en tren sin pagar a pesar de las multas31, no conocía otra forma de ir a un recital en Toulouse32 un jueves y a otro en Lille33 un sábado. Y en aquella época, ir a recitales era más importante que cualquier otra cosa. Justificaba el ponerse en peligro. Nada podía ser peor que quedarme en mi habitación, lejos de la vida cuando pasaban tantas cosas afuera. Así que seguí llegando a ciudades donde no conocía a nadie, seguí quedándome sola en las estaciones hasta el cierre para pasar la noche ahí, o durmiendo en las alamedas de edificios esperando el tren del día siguiente. Seguí actuando como si no fuera una chica. Y si nunca más fui violada, me arriesgué a serlo cien veces después, tan sólo al estar mucho afuera. Lo que viví, en aquella época, con aquella edad, era irreemplazable, mucho más intenso que encerrarme en el colegio para aprender la docilidad, o que quedarme en casa leyendo revistas. Eran los mejores años de mi vida, los más instructivos y atronadores, y todas las mierdas que vinieron con ellos, encontré los recursos para vivirlas.
Pero evité escrupulosamente contar mi historia porque sabía de antemano cual iba a ser la sentencia: «ah, así que después seguiste haciendo dedo. Si no te calmó, es que te debe haber gustado». Ya que con la violación, siempre hace falta demostrar que una realmente no consentía.
La culpa está como sometida a una atracción moral no enunciada, según la cual ésta siempre se inclina del lado de la mujer a la que se la pusieron, antes que del lado del tipo que golpeó.
Cuando la película Baise-moi3 fue sacada de la cartelera, muchas mujeres -los hombres no se atrevieron a pronunciarse sobre este punto- consideraron importante el afirmar públicamente: «Qué horror, que la gente sobre todo no piense que la violencia es una solución contra la violación». ¿En serio? Nunca se escucha hablar en la sección “policiales” de chicas solas o en grupos, que arrancan las pijas con los dientes durante las agresiones, que encuentran a los agresores para matarlos, o cagarlos a piñas. Sólo existe, por ahora, en las películas dirigidas por hombres. La dernière maison sur la gauche34, de Wes Craven, L’Ange de la vengeance27, de Ferrara, I spit on your grave35, de Meir Zarchi, por ejemplo. Las tres películas empiezan por violaciones más o menos horribles (más bien más que menos, por lo demás). Y detallan en una segunda parte las venganzas ultra sangrientas que las mujeres les infligen a sus agresores. Cuando hombres crean personajes femeninos, muy pocas veces lo hacen con el objetivo de tratar de entender lo que viven y sienten como mujeres. Más bien es una forma de poner en escena su sensibilidad de hombres, en un cuerpo de mujer. Volveré sobre este punto con el porno, que sigue la misma lógica. Así que en estas tres películas, vemos cómo reaccionarían los hombres ante la violación, si estuvieran en el lugar de las mujeres. Baño de sangre de una violencia despiadada. El mensaje que nos dirigen está claro: ¿cómo es que no se defienden más brutalmente? Lo sorprendente, de hecho, es que no reaccionemos así. Una empresa política ancestral, implacable, les enseña a las mujeres a no defenderse. Como de costumbre, doble apremio: hacernos saber que no hay nada más grave, y al mismo tiempo, que no debemos ni defendernos, ni vengarnos. Sufrir, y no poder hacer otra cosa. Es la espada de Damocles entre los muslos.
Pero hay mujeres que sienten la necesidad de seguir afirmándolo: la violencia no es una solución. Sin embargo, cuando llegue el día en que los hombres tengan miedo que les laceren la pija a cuterazos cuando se cogen a una chica obligándola, de repente sabrán controlar mejor sus pulsiones «masculinas», y entender lo que quiere decir «no». Hubiese preferido, aquella noche, ser capaz de extirparme lo que le inculcaron a mi sexo, y degollarlos a todos, uno por uno. Antes que vivir siendo esta persona que no se atreve a defenderse, porque es una mujer, porque la violencia no es su territorio, y porque la integridad física del cuerpo de un hombre es más importante que la de una mujer.
Durante esta violación, tenía en el bolsillo de mi Teddy rojo y blanco una sevillana, mango negro rutilante, mecánica impecable, hoja fina pero larga, afilada, lustrada, brillante. Una sevillana que esgrimía con bastante facilidad, en aquellos tiempos globalmente confusos. Me había encariñado con ella, a mi manera había aprendido a usarla. Aquella noche, se quedó escondida en mi bolsillo y lo único que pensé respecto a esta hoja fue: ojalá no la encuentren, ojalá no decidan jugar con ella. Ni siquiera pensé en usarla. Desde el momento en que entendí lo que nos estaba pasando, estuve convencida de que eran más fuertes. Una cuestión de disposición mental. Desde entonces, estoy convencida de que si nos hubiesen querido robar las camperas, mi reacción hubiese sido distinta. No era temeraria, pero sí inconsciente. Pero, en aquel preciso momento, me sentí mujer, desagradablemente mujer, como nunca lo había sentido antes, como nunca más lo sentí después. Defender mi propia vida no me permitía herir a un hombre. Creo que hubiese reaccionado de la misma manera si hubiese sido un solo chico contra mí. El proyecto de violación es lo que volvía a hacer de mí una mujer, una persona esencialmente vulnerable. Las niñas son amaestradas para nunca hacerles daño a los hombres, y las mujeres son llamadas al orden cada vez que van en contra de la regla. A nadie le gusta saber lo cobarde que es. Nadie lo quiere saber en carne propia. No me tengo bronca por no haberme atrevido a matar a uno. Le tengo bronca a una sociedad que me educó sin nunca enseñarme a herir a un hombre si me abre las piernas por la fuerza, cuando esta misma sociedad me inculcó la idea de que era un crimen que no debía poder superar. Y sobre todo me pone loca de rabia que frente a tres hombres, un rifle y atrapada en un bosque del que no se puede escapar corriendo, me siga sintiendo, hasta el día de hoy, culpable por no haber tenido el valor de defendernos con un cuchillito.
Al final, uno de ellos encuentra esta hoja, se la enseña a los demás, sinceramente sorprendido de que no la haya sacado. «Entonces es que le gustaba.» Los hombres, con toda sinceridad, ignoran hasta qué punto el dispositivo de castración de las chicas es imparable, hasta qué punto todo está escrupulosamente organizado para garantizar que triunfen sin arriesgar gran cosa, cuando atacan mujeres. Creen, con falsa inocencia, que su superioridad se debe a su gran fuerza. No les molesta pelear rifle contra sevillana. Consideran que el combate es igualitario los bienaventurados cretinos. Este es el secreto de su tranquilidad de espíritu.
Es asombroso que en el 2006, cuando tanta gente anda por ahí con minúsculas computadoras celulares en el bolsillo, cámaras, teléfonos, agendas, música, no exista absolutamente ningún objeto que una se pueda meter en la concha cuando sale a dar una vuelta afuera, y que le despedazaría la poronga al primer hijo de puta que se mete ahí. Quizás el volver el sexo femenino inaccesible por la fuerza no sea deseable. La mujer tiene que seguir siendo abierta, y temerosa. ¿Sino, qué definiría la masculinidad?
Post violación, la única actitud tolerada consiste en volver la violencia contra una misma. Engordar veinte kilos, por ejemplo. Salir del mercado sexual, ya que una ha sido estropeada, sustraerse una misma al deseo. En Francia, no matan a las mujeres a quienes les pasó, pero se espera de ellas que tengan la decencia de señalarse como mercancía deteriorada, contaminada. Putas o afeadas, que salgan espontáneamente del vivero de las desposables.
Porque la violación fabrica a las mejores putas. Una vez violentadas, a veces conservan a flor de piel una marchitez que les gusta a los hombres, algo desesperado y atractivo. Muchas veces, la violación es iniciática, talla la carne viva para hacer a la mujer regalada, que ya nunca se vuelve a cerrar del todo. Estoy segura de que hay como un olor, algo que los machos notan, y que les excita más.
Se obstinan en hacer de cuenta que la violación es extraordinaria y periférica, fuera de la sexualidad, evitable. Como si sólo concerniese a poca gente, agresores y víctimas, como si fuera una situación excepcional, que no dice nada del resto. Cuando, al contrario, está en el centro, en el corazón, base de nuestras sexualidades. Ritual de sacrificio central, está omnipresente en las artes, desde la Antigüedad, representada por los textos, las estatuas, las pinturas, una constante a lo largo de los siglos. Tanto en los jardines de París como en los museos, representaciones de hombres forzando a mujeres. En Las metamorfosis de Ovidio, pareciera que los dioses se la pasan queriendo agarrar a mujeres que no están de acuerdo, obteniendo lo que quieren por la fuerza. Fácil, para ellos que son dioses. Y cuando se embarazan, también son el blanco de la venganza de las mujeres de los dioses. La condición femenina, su alfabeto. Siempre culpables por lo que nos hacen. Criaturas consideradas como responsables del deseo que suscitan. La violación es un programa político preciso: esqueleto del capitalismo, es la representación cruda y directa del ejercicio del poder. Designa a un dominante y organiza las leyes del juego para permitirle ejercer su poder sin restricción. Robar, arrancar, arrebatar, imponer, que su voluntad se ejerza sin trabas y que goce de su brutalidad, sin que el bando adverso pueda manifestar resistencia. Goce de la anulación del otro, de su palabra, de su voluntad, de su integridad. La violación, es la guerra civil,
la organización política por la cual un sexo le declara al otro: tomo todos los derechos sobre vos, te obligo a sentirte inferior, culpable y degradada.
La violación, es lo propio del hombre, no son la guerra, la caza, el deseo crudo, la violencia o la barbarie, sino realmente la violación, de la que las mujeres -hasta ahora- nunca se apropiaron. La mística masculina debe ser construida como peligrosa, criminal, incontrolable por naturaleza. Como tal, debe ser rigurosamente vigilada por la ley, regentada por el grupo. Detrás del velo del control de la sexualidad femenina aparece el objetivo original de lo político: formar el carácter viril como asocial, pulsional, brutal. Y antes que todo, la violación le hace de vehículo a esta constatación: el deseo del hombre es más fuerte que él, es impotente para dominarlo. Todavía se escucha bastante seguido: «gracias a las putas, hay menos violaciones», como si los machos no se pudieran contener, como si se tuvieran que descargar de una forma u otra. Creencia política construida, pero no la evidencia natural -pulsional- que quieren que creamos. Si la testosterona los convirtiera en animales con pulsiones indomables, matarían tan fácilmente como violan. Y está lejos de ser el caso. Los discursos sobre la cuestión de lo masculino están sembrados de residuos de oscurantismos. La violación, el acto condenado del que no se debe hablar, sintetiza un conjunto de creencias fundamentales acerca de la virilidad.
Existe esta fantasía de la violación. Esta fantasía sexual. Si realmente quiero hablar de «mi» violación, tengo que pasar por eso. Es una fantasía que tengo desde que soy pequeña. Diría que se trata de un vestigio de la poca educación religiosa que recibí, indirectamente, a través de los libros, de la tele, de los compañeritos de la escuela, de los vecinos. Las santas, atadas, quemadas vivas, las mártires fueron las primeras imágenes que provocaron en mí emociones eróticas. La idea de ser entregada, forzada, obligada es una fascinación morbosa y excitante para la niña que soy en aquel entonces. Más adelante, no me deshago más de estas fantasías. Estoy segura de que muchas mujeres prefieren no masturbarse, pretendiendo que no les interesa, antes que saber lo que les excita. No todas somos iguales, pero no soy la única en mi caso. Estas fantasías de violación, de ser tomada por la fuerza, en condiciones más o menos brutales, que declino a lo largo de mi vida masturbatoria, no me vienen «out of the blue»36. Es un dispositivo cultural preciso que se impone, y predestina la sexualidad de las mujeres para que gocen de su propia impotencia, o sea de la superioridad del otro, tanto como para que disfruten a pesar suyo, antes que como trolas a quienes les gusta el sexo. En la moral judeocristiana, es mejor ser tomada por la fuerza antes que ser tomada por una perra, nos lo repitieron bastante. Hay una predisposición femenina al masoquismo, no viene de nuestras hormonas, ni de los tiempos de las cavernas, sino de un sistema cultural preciso, y tiene muchas implicaciones incómodas para el uso que podemos hacer de nuestras independencias. Aunque voluptuosa y excitante, también es desventajosa: el ser atraídas por lo que destruye nos mantiene alejadas del poder.
En el caso preciso de la violación, plantea el problema del sentimiento de culpa: ya que muchas veces lo fantaseé, soy corresponsable de mi agresión. Para colmo, de este tipo de fantasías no se habla. Sobre todo si una fue violada. Lo más probable es que seamos muchas en esta misma situación, que aguantamos la violación estando previamente familiarizadas con fantasías de este tipo. Sin embargo, sólo hay silencio al respecto, porque lo indecible puede socavar sin trabas.
Cuando el chico se da vuelta y declara: «se acabó la joda» al pegarme la primera piña, lo que me aterroriza no es la penetración, sino la idea de que nos vayan a matar. Para que después no podamos hablar. Ni hacer una denuncia, ni testimoniar. En suma, es lo que hubiese hecho, en su lugar. Del miedo a la muerte, me acuerdo con precisión. Esta sensación blanca, una eternidad, no ser más nada, no ser más nada ya. Se asemeja más a un trauma de guerra que al trauma de violación, tal como lo leo en los libros. Es la posibilidad de la muerte, la proximidad de la muerte, la sumisión al odio deshumanizado de los demás lo que vuelve aquella noche indeleble. Para mí, la violación, antes que nada, tiene una particularidad: es obsesiva. Ahí vuelvo, todo el tiempo. Desde hace veinte años, siempre que creo haber terminado con eso, ahí vuelvo. Para decir cosas diferentes, contradictorias. Novelas, cuentos cortos, canciones, películas. Siempre imagino poder, algún día, terminar con eso. Liquidar lo que pasó, vaciarlo, agotarlo.
Imposible. Es fundante. De lo que soy como escritora, como mujer que ya no es completamente una. Es al mismo tiempo lo que me desfigura, y lo que me constituye.
«El paradigma servicio femenino/compensación masculina corresponde a un intercambio social desigual -intercambio que propuse llamar «prostitucional» para que las bases materiales concretas de las convenciones heterosexuales sean más explícitas. Ya sean públicamente consagradas por la ceremonia del casamiento o clandestinamente negociadas en la industria del sexo, las relaciones heterosexuales son social y psicológicamente moldeadas por el postulado del derecho de los hombres a la explotación de las mujeres. Hasta los que denuncian la denigración y todo tipo de violencia hacia las mujeres por los hombres escasas veces cuestionan las prerrogativas de los hombres en el ámbito sexual, doméstico y reproductivo.»
Gail Pheterson, El prisma de la prostitución37', 1996.
Acostarse con el enemigo
Hacer lo que no se hace: pedir dinero por lo que debe seguir siendo gratuito. La decisión no le pertenece a la mujer adulta, el colectivo impone sus leyes. Las prostitutas conforman el único proletariado cuya condición conmueve como lo hace a la burguesía. Hasta el punto que, muchas veces, mujeres a quienes nunca les faltó nada están convencidas de esta evidencia: no debe ser legalizado. Los tipos de trabajos que las mujeres no pudientes ejercen, los sueldos miserables por los que venden su tiempo no interesan a nadie. Es la suerte que les toca por haber nacido mujer y pobre, a eso la gente se acostumbra sin problema. Dormir afuera con cuarenta años no está prohibido por ninguna legislación. El que te conviertan en un “sin techo” es una degradación tolerable. El trabajo es otra. Pero eso sí, vender sexo, eso concierne a todos y las mujeres «respetables» tienen algo que decir. Me pasó a menudo, durante estos últimos diez años, estar en un lindo salón junto a señoras que siempre fueron mantenidas vía el contrato marital, muchas veces mujeres divorciadas que habían obtenido pensiones dignas de llevar este nombre, y que me explican, a mí, sin sombra de duda, que la prostitución es en sí algo malo para las mujeres. Saben, intuitivamente, que este trabajo es más degradante que otro. Intrínsecamente. No practicado en circunstancias muy particulares, sino en sí. La afirmación es categórica, escasas veces combinada con matices, tales como «si las chicas no consienten», o «cuando no cobran ni un centavo de lo que hacen», o «cuando están obligadas a trabajar afuera en la periferia de las ciudades». Ya sean putas de lujo, ocasionales, callejeras, viejas, jóvenes, bien dotadas, dominadoras, toxicómanas o madres de familia a priori no hace ninguna diferencia. Intercambiar un servicio sexual por dinero, hasta en buenas condiciones, e inclusive de buen grado, va en contra de la dignidad de la mujer. Prueba de ello: si pudieran elegir, las prostitutas no lo harían. Vaya retórica... Como si la depiladora de la cadena Yves Rocher38 pusiera cera o apretara puntos negros por pura vocación estética. La mayoría de la gente que trabaja no lo haría si pudiera, ¡obviamente! Sin embargo en ciertos ámbitos repiten a porfía que el problema no es sacar la prostitución de la periferia de las ciudades donde las prostitutas están expuestas a todo tipo de agresiones (condiciones en las que hasta vender pan vendría a ser como practicar un deporte extremo), ni obtener marcos legales tales como los reclaman las trabajadoras sexuales, sino prohibir la prostitución. Resulta difícil no pensar que lo que no dicen las mujeres respetables, cuando se preocupan por la suerte de las putas, es que en el fondo temen su competencia. Desleal, por ser demasiado adecuada y directa. Si la prostituta hace su negocio en condiciones decentes, lo mismo que la esteticista o la psiquiatra, si a su actividad le quitan todas las presiones legales que se conocen actualmente, la posición de mujer casada de repente se vuelve menos atractiva. Porque si el contrato prostitucional se vuelve común, el contrato marital aparece más claramente como lo que es: un trato en el que la mujer se compromete a realizar cierta cantidad de faenas que aseguran el confort del hombre por tarifas que resisten toda competencia. Particularmente las tareas sexuales.
Lo dije públicamente reiteradas veces, en entrevistas, me prostituí, de manera ocasional, durante más o menos dos años. Desde que empecé a escribir este libro, siempre tropiezo con este capítulo. No me lo esperaba. Son varias reticencias mezcladas. Contar mi experiencia. Es difícil. En aquel momento, empezar a prostituirme lo era mucho menos.
En el 91, la idea de prostituirme me vino por el minitel39. Todas las herramientas de comunicación modernas antes que nada sirven para el comercio del sexo. El minitel, esta versión anticipada de Internet, le permitió a toda una generación de chicas prostituirse ocasionalmente en condiciones bastante ideales de anonimato, de elección del cliente, de discusiones de precios, de autonomía. Los que querían pagar por sexo y las que querían venderlo se podían contactar con facilidad, ponerse de acuerdo sobre las modalidades. Los hoteles que podían pagarse con tarjetas bancarias terminaban de hacer que el trato fuera fácil de concertar: las habitaciones eran limpias, económicas, y no se cruzaba a nadie al entrar. El primer trabajo que hice sobre minitel, en el 89, justamente consistía en vigilar un servidor, me pagaban para que desconectara a todos los interventores que tenían un discurso racista o antisemita, pero también a los pedófilos y, por fin, a las prostitutas. Se aseguraban de que esta herramienta no les sirviera a las mujeres que querían disponer libremente de su cuerpo para sacar dinero, ni a los hombres que podían pagar y deseaban pedir claramente lo que estaban buscando sin pasar por el casillero «chamuyo» para obtenerlo. Porque la prostitución no se debe volver común, ni ejercerse en condiciones confortables.
1991, primera guerra del Golfo, retransmitida sobre la pequeña pantalla, escudes sobre Bagdad, simple de Noir Désir40 en rotación intensa, «Aux sombres héros», el Professor Griff es excluido de Public Enemy, Neneh Cherry lleva calzas apretadas y zapatillas enormes. Yo me visto lo más unisex posible, o sea más bien de hombre. No me pinto, no tengo corte de pelo identificable, ni joyas, ni zapatos de chica. No siento que me conciernan los atributos femeninos clásicos. Tengo otras cosas en mente.
Trabajo en un supermercado, en la parte de revelado de fotos en una hora. Tengo 22 años. A priori no tengo el perfil para desviarme hacia el sexbusiness. En todo caso, realmente no tengo el estilo. Además, dos años antes, cuando vigilaba redes minitel, y veía a «hombres generosos» proponer mil francos41 por una cita, pensaba que era una trampa: que proponían tanto dinero para atraer a pobres chicas a sus casas y hacerles un montón de horrores antes de arrojarlas desnudas y ensangrentadas a la zanja más cercana. Lectura de Ellroy, algunas películas en el cine, la cultura dominante siempre hace pasar su mensaje: ojo, chicas, gustan mucho hechas cadáveres. A la larga, había terminado por admitir que los hombres realmente pagaban mil francos la cita, y había deducido que las minas en cuestión eran unos increíbles pedazos de minas.
Odiaba trabajar. Me deprimía el tiempo que me ocupaba, lo poco que ganaba y la facilidad con la que gastaba el dinero. Miraba a las mujeres más grandes que yo, toda una vida laburando así, para ganar SMICs42 apenas mejorados y que, con cincuenta pirulos, el jefe de sección te cague a pedos porque vas a mear demasiado seguido. Con el transcurso de los meses, entendía detalladamente lo que quería decir, una vida de honesta trabajadora. Y no veía escapatoria alguna. En aquella época ya, había que estar contenta de tener un laburo. Nunca fui razonable, me costaba estar contenta.
Con la computadora con la que facturábamos los sobres de fotos, se podía entrar al minitel, y me conectaba seguido, para charlar con un amante rubio, un chico de París, que trabajaba de «animadora» de un servidor. Estaba acostumbrada a las charlas minitel, entablaba varias con mucha gente, de paso. Hubo una conversación más excitante que otra, con un señor convincente. La primera vez que quedé, fue con él. Me acuerdo de su voz, que era caliente y excitante, que pensaba que tenía ganas de ir a ver cómo era, que lo hubiese hecho gratuitamente, que me enloquecía mal. No fui, al final. Me había preparado, estaba cerca, me achiqué, al ultimísimo momento. Demasiado miedo. Demasiado lejos de mí. No en mi vida. Seguro que las chicas «que hacían eso» habían recibido una suerte de consigna, un mensaje proveniente de otra dimensión. Pensaba que una no se improvisaba puta, que había una iniciación precisa cuyo protocolo no comprendía. Pero, el afán de lucro, mezclado con la curiosidad, con el imperativo de encontrar una forma para que me echen de aquel supermercado, y también porque yendo a ver qué onda aprendería algo importante... Quedé unos días después, con otro hombre, no muy sexy, él. Sólo un cliente, un cliente de verdad.
La primera vez que salgo con pollera corta y tacones altos. La revolución se debe a unos accesorios. La única sensación comparable, desde aquel día, fue salir en la tele, en Canal Plus43, para Baise-moi. Una no cambió nada, pero algo afuera se movió y ya nada es como antes. Ni las mujeres, ni los hombres. Sin que una esté bien segura de que le guste este cambio, de entender bien todas las consecuencias. Las Estadounidenses, cuando testimonian acerca de sus experiencias como trabajadoras del sexo, gustan usar el término «empowerment», un aumento de la sensación de poder. En seguida me gustó el impacto que generaba sobre la población masculina, con el lado exagerado, casi una gran farsa, cambio notorio de estatuto. Hasta aquel momento, era una mina casi transparente, pelo corto y zapatillas sucias, de repente me volvía una criatura del vicio. Qué grande. Me hacía pensar en Mujer Maravilla que da vueltitas en su cabina telefónica y sale de ahí de súper heroína, toda esta historia, era divertido. Pero en seguida también temí, justamente, esta importancia que superaba mi entendimiento, mi control. El efecto que les provocaba a muchos hombres era casi hipnótico. Entrar a los negocios, al subte, cruzar una calle, sentarse en un bar. En todas partes, atraer miradas de hambrientos, estar increíblemente presente. Poseedora de un tesoro furiosamente codiciado, mi entrepierna, mis pechos, el acceso a mi cuerpo tomaba una importancia extrema. Y no sólo a los obsesos les hacía este efecto. Interesa a casi todo el mundo, una mujer que toma aspecto de puta. Me había convertido en un juguete gigante. En todo caso, estaba segura de una cosa: podía hacer el laburo. Al final, ninguna necesidad de ser un terrible pedazo de mina, ni de conocer secretos técnicos increíbles para convertirse en una mujer fatal... Bastaba con jugar el juego. De la feminidad. Y nadie podía plantarse «cuidado es una impostura», ya que yo no era una, no más que ninguna otra. Este proceso me fascinó, al principio. A mí que siempre me habían importado tres carajos las cosas de chicas, me apasioné por los tacones aguja, la lencería fina y los sastres. Me acuerdo de mi propia perplejidad, los primeros meses, cuando me veía en las vitrinas. Cierto que ya no era sólo yo, esta puta alta de piernas alargadas por los tacones altos. La chica tímida, espesa, masculina, desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Hasta lo que era masculino en mí, como mi forma de caminar súper rápido y muy segura, se convertía en atributo de híper feminidad, una vez puesta la ropa. Me gustó, los primeros tiempos, el convertirme en esta otra chica. Como hacer un viaje. En el mismo lugar, pero en otra dimensión. Inmediatamente, en cuanto me ponía el traje de híper feminidad: cambiaba la confianza en mí, como después de una raya de merca. Luego, como la merca: se volvió más complicado de manejar.
Mientras tanto, había hecho tripa corazón, hecho mi primer cliente, a domicilio, un tipo, unos sesenta años, que fumaba cigarrillos negros uno tras otro y hablaba mucho durante el sexo.
Daba la sensación de estar solo, y me había parecido asombrosamente amable. No sé si me ven tonta o dulce o al contrario demasiado imponente, o si simplemente tuve suerte, pero luego se confirmó: los clientes eran bastante afables conmigo, atentos, tiernos. Mucho más que en la vida real, de hecho. Si mal no recuerdo, y no creo equivocarme, lo que me costaba no era toparme con su agresividad, ni con su desprecio, ni con nada de lo que les gustaba, sino más bien con sus soledades, sus tristezas, sus pieles blancas, su desdichada timidez, lo que mostraban de falible, sin disimulos, lo que mostraban de sus debilidades. Su vejez, sus ganas de carne fresca junto a sus cuerpos de viejos. Sus panzas gordas, pijas chicas, colas fláccidas o dientes demasiado amarillos. Lo que volvía el asunto complicado era su fragilidad. Al final, con aquellos que una podía despreciar u odiar, con ellos una lo podía hacer permaneciendo bien cerrada. Tomar la mayor cantidad de guita posible, la menor cantidad de tiempo, y no pensarlo más, para nada, después. Pero, en mi corta experiencia, los clientes estaban llenos de humanidad, de fragilidad, de desamparo. Y se quedaba, después, pegado como un remordimiento.
Por lo tanto, desde un punto de vista físico: tocar la piel del otro, poner la de una a disposición, abrir las piernas, el vientre, el cuerpo entero al olor del extraño, el asco corporal que había que sobrellevar no era problemático para mí. Era una cuestión de caridad, hasta con tarifa. Se notaba tanto que era importante para el cliente, que una finja no tenerles asco a sus gustos, o no estar sorprendida por sus taras físicas, que era gratificante hacerlo, al final.
Descubrir un mundo totalmente nuevo, donde el dinero cambiaba de valor. El mundo de las mujeres que juegan el juego. Lo que una ganaba en cuarenta horas de laburo ingrato era regalado por menos de dos horas. Obviamente, hay que contar además el tiempo de preparación, depilación, tintura, manicura, compra de ropa, maquillaje, y el costo de las medias, de la lencería, de los accesorios de vinilo. Pero, aun así, eran un lujo, estas condiciones de trabajo. A los hombres que se lo pueden permitir muchas veces les gusta pagar por las mujeres. Es lo que entendí de todo eso. A algunos les gusta frecuentar a las putas en el ritual estricto, dinero en efectivo de mano a mano, y guión exacto del coito previamente. Otros prefieren que tome más la forma de una relación, le dicen libertinaje, piden que una lleve facturas o diga qué regalo quiere, concretamente. Una forma de jugar a ser papá, en realidad.
«Subrayemos que las o los que piden dinero a cambio de servicios sexuales son definidos por su actividad como «prostitutos», un estatuto ilegítimo, incluso ilegal, cuando los que pagan por el sexo escasas veces son distinguidos de la población masculina general», escribe Gail Pheterson en El prisma de la prostitución. Decir que una «hizo clientes», es ponerse a un lado, y someterse a las fantasías más diversas. Nada anodino. Decir que uno va de putas, es diferente. No le hace un hombre aparte, no lo marca en su sexualidad, no lo predefine en nada. Uno se espera que los clientes de las prostitutas constituyan una población diversa, por sus motivaciones y funcionamientos, sus categorías sociales, raciales, de culturas. Las mujeres que hacen el trabajo son inmediatamente estigmatizadas, pertenecen a una categoría única: víctimas. En Francia, la mayoría se niega a testimoniar a cara descubierta, porque saben que no se debe asumir. Hay que permanecer en silencio. Siempre la misma mecánica. Se exige que hayan sido ensuciadas. Y si no van derecho en el sentido del discurso quejándose del mal que les hicieron, y contando cómo fueron obligadas, ya se encargarán de ellas. No temen que no sobrevivan a ello, al contrario: temen que vengan a decir que no es un laburo tan aterrador. Y no sólo porque todo trabajo es degradante, difícil y exigente. Sino también porque muchos hombres nunca son tan amables como cuando están con una puta.
Pienso haber conocido a unos cincuenta clientes diferentes, en dos años. Cada vez que necesitaba dinero en efectivo, me conectaba con el minitel, a un servidor de Lyon. En diez minutos de conexión, anotaba varios números de teléfono de hombres, buscando una cita para el mismo día. Muchas veces eran tipos en viaje de negocios. En Lyon, había más clientes que chicas, lo cual facilitaba la selección y volvía el trabajo más agradable. Cuando lo hablé con los que «venían» seguido, decían que encontraban lo que buscaban bastante rápido. Si los clientes eran numerosos y quedaban satisfechos rápidamente, entonces éramos muchas las que ofrecíamos nuestros servicios. Por lo tanto, la prostitución ocasional no es para nada extraordinaria. Lo que es excepcional en mi caso, es que lo hablo. Este laburo, que se puede practicar de forma muy secreta, tan sólo es un laburo bien pago, para una mujer nada o poco calificada.
Cuando trabajé en salones de masajes «eróticos», y en un par de «peep-shows»44 parisinos, los tiempos de espera entre los clientes daban la oportunidad de charlar con las demás. Ahí conocí a chicas con los perfiles más diversos, y menos esperados en la consciencia colectiva para «este tipo de trabajo». La primera vez que me contrataron en un salón de masajes, venía de un medio de extrema izquierda, en el que siempre había escuchado decir, y creído, que las chicas que se prostituían eran víctimas, inconscientes o manipuladas, de todas formas acorraladas. La realidad del terreno es muy diferente. La chica que me abrió la puerta era una Africana infartante, una de las chicas más lindas que haya visto de cerca. Difícil compadecerla o apiadarse de esta criatura. Luego la conocí mejor, era un poco más joven que yo, mucho mejor integrada socialmente, ya había trabajado varios años de esteticista, se había comprometido con un tipo a quien adoraba, tenía mucho sentido del humor y muy buen gusto en música. Me pareció sólida, trabajadora, decidida. Lúcida y bien centrada, comparada conmigo, o con las otras chicas a las que conocía. Nada que ver con la imagen que tenía de las profesionales. Muy solicitada, ganaba una fortuna a diario, sumas en efectivo que ahorraba concienzudamente. Al mismo tiempo que yo, una petisa castaña fue contratada en este salón, volvía de Yugoslavia, donde había estado seis meses haciendo trabajo humanitario. Se había recibido de una «école de commerce»45, y se había sentido desorientada en el momento de buscar un «laburo» normal. Había probado los salones de casualidad. Le decía a su novio que era secretaria en una empresa grande. No pensaba hacer eso mucho tiempo. Teníamos largas charlas acerca de lo bizarro de este laburo, que nos fascinaba a las dos.
El único punto común que pude encontrar entre todas las chicas con las que me crucé, era por supuesto la falta de dinero, pero sobre todo que no hablaban de lo que hacían. Secreto de mujeres. Ni con los amigos, ni con la familia, ni con los novios o los maridos. Creo que la mayoría de ellas hizo exactamente lo que hice yo: este tipo de laburo, algunas veces, un tiempo, y luego algo totalmente distinto.
A la gente le gusta poner cara de incrédulo cuando una le anuncia que trabajó de puta, pero es lo mismo que para la violación: una hipocresía mayúscula. Si un censo fuera posible, nos quedaríamos estupefactos al conocer el verdadero número de chicas que ya les vendieron sexo a desconocidos. Hipócritamente, porque en nuestra cultura, de la seducción a la prostitución el límite es borroso, y en el fondo todos somos conscientes de ello.
Todo el primer año, realmente me gustó este trabajo. Porque el dinero era más fácil que con otro, pero también porque me permitió experimentar, sin preguntarme nada, y evitando toda consideración moral, casi todo lo que me intrigaba, me excitaba, me turbaba o me fascinaba. Tanto como otras cosas en las que no hubiese pensado espontáneamente, y que no siempre me hubiese gustado que me pidan en la intimidad, pero que era interesante practicar una vez. Sólo entendí lo confortable que era mi posición cuando la dejé. Cuando, ya siendo Virginie Despentes, fui a dar una vuelta por los clubes de orgía. Me di cuenta cuánto más fácil hubiese sido hacerlo como puta acompañando a alguien. Nada de hacerse problemas: voy porque es mi laburo, hago lo que no se hace, me pagan por eso. Es punk-rock. Sin el motivo del dinero, se complicaba todo: ¿iba para acompañar a un productor, o sólo por mi capricho? ¿Hacía cosas ahí porque estaba pasada de borracha, o porque realmente me excitaba? ¿Tenía el valor aunque más no sea de saber
lo que se sentía en los días posteriores? Benévola y lúdica, mi sexualidad me apareció infinitamente más confusa. Soy una chica, el ámbito del sexo fuera de la pareja no es para mí. La prostitución ocasional, con la opción de selección de clientes y de tipos de guiones, también es una forma para una mujer de ir a dar una vuelta por el lado del sexo sin sentimientos, de tener experiencias, sin tener que pretender que lo hace por placer puro, ni esperar de ello beneficios sociales colaterales. Cuando una es puta, sabe lo que vino a hacer, por cuánto, y mejor si aparte lo goza o satisface su curiosidad. Cuando una es una mujer libre de elegir, es mucho más complicado de manejar, menos liviano, al final.
Aprecié tanto más mi nuevo trabajo cuanto que, al principio, todo el mundo alrededor mío me felicitaba y se alegraba de mi plenitud. Una chica que se feminiza ocasiona muchos arrebatos. Así es. Muy pocos fueron los que me preguntaron lo que me pasaba. Ya lo dije, nunca me habían interesado los «atuendos de mujer» antes, usarlos me permitió entender dos o tres cosas importantes acerca de los hombres. Cuando una no se lo espera, el efecto producido por los objetos fetiches -ligas, tacones aguja, corpiños armados o rouge- parece ser un gran chiste. Una finge ignorarlo cuando compadece a las mujeres-objetos, las minitas con pechos remodelados, todas las perrazas anoréxicas y recicladas de la tele. Pero la fragilidad sobre todo está del lado de los hombres. Como si nadie les hubiese avisado que Papá Noel no vendrá: en cuanto ven un abrigo rojo corren esgrimiendo la lista de los regalos que quisieran ver al pie de la chimenea. Me gusta mucho, desde aquel entonces, escuchar a los hombres perorar sobre la estupidez de las mujeres que adoran el poder, el dinero o la celebridad: como si fuera más estúpido que adorar medias de red...
La prostitución fue una etapa crucial, en mi caso, de reconstrucción después de la violación. Una empresa de indemnización, billete tras billete, de lo que me había sido arrebatado por la brutalidad. Lo que podía vender, a cada uno de los clientes, por ende lo había conservado intacto.
Si lo vendía diez veces seguidas, quería decir que no se rompía por el uso. Este sexo me pertenecía a mí sola, no perdía valor a medida que servía, y podía ser rentable. De nuevo, estaba en una situación de ultra feminidad, pero esta vez sacaba un beneficio neto de ello.
Lo que me resulta difícil, hasta el día de hoy, no es el haberlo hecho. Concentrarme sobre mi pasado para escribir este capítulo me enfrenta con buenos recuerdos. Subidas de adrenalina, antes de tocar el timbre de una puerta, y subidas de adrenalina más fuertes todavía, cuando ciertas sesiones arrancaban. A nivel sexual, me gustaría decir otra cosa, ya que dentro del estilo trash ya no tengo mucho interés en añadir más, pero era muy excitante, en términos generales. Ser una puta, a menudo era lo más, el deseo era gratificante. También eran mis primeros paseos de shopping de verdad, con mi propio dinero, sumas en efectivo como nunca hubiese soñado con poseer, que podía patinar en un solo día. Y al presentármelos bajo un aspecto infantil, más frágiles, vulnerables, la experiencia volvió a los hombres simpáticos, menos impresionantes, más entrañables para mí. Y accesibles, al final. Había descubierto una receta para llamar más atenciones de las que podía manejar. Más de lo que hubiese imaginado, disminuyó mi agresividad para con ellos, la cual, a la inversa de lo que se piensa, no es muy elevada. Lo que me quieren impedir ser o hacer me pone furiosa, no lo que son o hacen.
Lo difícil es hablarlo. Lo que implica en la cabeza de la gente, frente a la que me voy a encontrar después. La condescendencia, el desprecio, la familiaridad, las conclusiones fuera de lugar.
Cuando llegué a París, la práctica se complicó. Muchas más chicas, muchas más Blancas, del Este, muy lindas, muchos más clientes peligrosos. Los servidores minitel eran cada vez más vigilados, era difícil hacer la misma selección que antes. Conocía mal los barrios a los que iba. Y, si procuraba volverme hacia empleos tipo masajista o stripper, para tener un marco, los porcentajes eran ridículos, los locales demasiado chicos, la oferta siempre superior a la demanda,haciendo que el ambiente entre las chicas fuera una cagada. Y ya no estaba soltera: primeras mentiras, con la sensación de traer mi mugre a casa. Pérdida de equilibrio.
Dejar es difícil. Volver a laburos pagados normalmente, donde una es tratada normalmente, como asalariada. Levantarse a la mañana, tener que pasar ahí todo el tiempo. De todas formas, por más que me proponía en todas partes, no encontraba ningún laburo. Tuve que esperar conocer a alguien que conocía a alguien en Virgin46 para poder ser vendedora ahí unos meses. Laburar por el SMIC se había convertido en una especie de lujo. El mercado se había puesto más duro todavía y, mientras tanto, yo había envejecido con vacíos sospechosos en mi currículum. La readaptación no era para nada fácil. El único trabajo estable que encontré consistía en escribir artículos sobre películas XXX para un editor de revistas para adultos. Eso no pagaba un alquiler en París. Cuidé niños, por lo menos no me aburría ni un poco haciendo eso, pero tampoco me alcanzaba para vivir en la capital.
Hay una comparación posible entre la droga dura y el ser puta. Empieza bien: sensación de poder fácil (sobre los hombres, sobre el dinero), emociones fuertes, descubrimiento de un sí mismo más interesante, liberado de la duda. Pero es un alivio traicionero, los efectos secundarios son penosos, una sigue, esperando volver a encontrar las sensaciones del principio, como con la falopa. Y cuando una procura dejar, las complicaciones son comparables: una vuelve una vez, una sola, y luego la semana siguiente, ante el menor problema, una prende su minitel por última vez.
  • cuando una empieza a entender que está perdiendo más tranquilidad de la que gana, vuelve a empezar, igual. Lo que era una fuerza fantástica que una dominaba sobrepasa el marco y se pone amenazadora. Y empieza a ser el propio autohundimiento, lo atractivo del asunto.
Dejé y volví así un tiempo, y luego me convertí en Virginie Despentes. La parte promocional de mi laburo de escritora vuelta mediática siempre me llamó la atención por sus semejanzas con el acto de prostituirse. Lo único es que cuando una dice «soy puta» tiene a todos los salvadores de su lado, mientras que cuando dice «salgo en la tele», tiene a todos los celosos en contra. Pero el sentimiento de no pertenecerse del todo, de vender lo que es íntimo, de mostrar lo que es privado, es exactamente el mismo.
Sigo sin ver la diferencia neta, entre la prostitución y el trabajo asalariado legal, entre la prostitución y la seducción femenina, entre el sexo tarifado y el sexo interesado, entre lo que conocí aquellos años y lo que vi los años siguientes. Lo que las mujeres hacen con su cuerpo, desde el momento en que alrededor suyo se encuentran hombres que tienen poder y dinero, me pareció muy cercano, al final. Entre la feminidad como la venden en las revistas y la de la puta, el matiz siempre se me escapa. Y, aunque no especifican sus tarifas, tengo la impresión de haber conocido a muchas putas, desde aquel entonces. Muchas mujeres a las que el sexo no les interesa pero que saben sacar provecho de él. Que se acuestan con hombres viejos, feos, aburridos, deprimentes de boludez, pero poderosos socialmente. Que se casan con ellos y pelean para obtener todo el dinero posible en el momento del divorcio. Que ven normal el ser mantenidas, llevadas de viaje, consentidas. Que incluso lo ven como un logro. Es triste escuchar a mujeres hablar de amor como de un contrato económico implícito. Esperar de los hombres que paguen para tener sexo con ellas. Me parece tan tétrico para ellas, que renuncian a su independencia -por lo menos la puta, una vez el cliente satisfecho, puede ir a dar una vuelta tranquila-, como para estos chabones cuya sexualidad sólo es admitida si tienen los recursos para garpar. Es mi lado clase media, hay evidencias que me cuesta tragar, y siempre carezco de sutileza. Sin embargo si pudiera darle un consejo a una piba, más bien le diría que hiciera las cosas claramente, y que conservara su independencia, si quiere sacar provecho de sus encantos, antes que buscar casarse, hacerse regentear, preñar y acorralar por un tipo a quien no soportaría si no la llevara de viaje.
Los hombres con gusto imaginan que lo que prefieren las mujeres, es seducirlos y turbarlos. Es pura proyección homosexual: si fueran de sexo femenino, lo que les parecería formidable, es poder excitar a otros hombres. Está bien, es cierto, es agradable hacerles perder la cabeza con escotes y labios rojos. A una también le puede gustar llevar el traje de Mickey para distraer a los niños, pero le pueden gustar otras cosas. Por ejemplo, puede tener ganas de no trabajar para Disney. Seducir está al alcance de muchas muchachas, siempre que acepten jugar el juego, ya que se trata entre otras cosas de venir a tranquilizar a los hombres, acerca de su virilidad, jugando el juego de la feminidad. Sacar un provecho personal de ello exige un perfil específico, cualidades menos comunes. No procedemos todas de las clases sociales superiores, no todas somos entrenadas para sacar todo el dinero posible de los hombres. Y, en este caso también, algunas de nosotras prefieren el dinero que ganan directamente. Contrariamente a la idea que muchos hombres se hacen, no todas las mujeres tienen alma de cortesana. Algunas, por ejemplo, tienen el afán del poder directo, el que permite llegar a algo justamente sin tener que sonreírles a tres viejos cualesquiera esperando que las hagan contratar como tal cosa, o confiarles tal otra. El poder que permite ser desagradable, exigir, ser tajante. No es más vulgar ejercido por una mujer que por un hombre. Se supone que, por nuestro género, tenemos que renunciar a este tipo de placer. Es mucho pedirnos. Se cruza a pocas Sharon Stone, en la vida real. Y a muchas merqueras encantadoras, más que perdidas en sus lindos vestidos. A los hombres les encantan las mujeres lindas, cortejarlas, y fanfarronean cuando llevan a una a la cama. Pero lo que más les gusta, en realidad, es mirarlas romperse la nariz y fingir compadecerlas, o alegrarse directamente. Prueba de ello es su sucio regocijo cuando ven envejecer a las que no pudieron obtener, o a las que les hicieron sufrir. ¿Qué otra cosa más rápida y previsible que la caída de una mujer que fue hermosa? No hace falta ser muy paciente para lograr su revancha.
«Lo inaceptable no es que una mujer sea materialmente gratificada por satisfacer el deseo de un hombre. Es que lo pida explícitamente», escribe Pheterson.
Igual que el trabajo doméstico, la educación de los hijos, el servicio sexual femenino debe ser benévolo. El dinero, es la independencia. Lo que molesta la moral con el sexo tarifado no es que la mujer no encuentre placer en ello, pero sí que se aleje del hogar y gane su propio dinero. La puta, es la «asfaltadora», la que se apropia de la ciudad. Trabaja fuera de lo doméstico y de la maternidad, fuera de la célula familiar. Los hombres no necesitan mentirle, ni ella engañarlos, por lo tanto existe el riesgo de que se vuelva su cómplice. Las mujeres y los hombres, tradicionalmente, no necesitan entenderse, llevarse bien y practicar la verdad entre ellos. Visiblemente, esta eventualidad asusta.
En los medios franceses, artículos documentales y reportajes de radio, la prostitución sobre la que se focaliza siempre es la más sórdida, la prostitución de calle que explota a chicas sin papeles. Por su aspecto espectacular obvio: un poco de injusticia medieval en nuestras periferias, siempre produce lindas imágenes. Y hay afán por divulgar historias de mujeres abusadas, que les señalan a todas las otras que zafaron. Y también porque las y los que laburan afuera no pueden mentir sobre su actividad, como lo hacen las y los que trabajan vía Internet. Van a buscar lo más sórdido, lo encuentran sin mucha dificultad, ya que justo es la prostitución que no tiene los recursos para sustraerse a las miradas de todos. Chicas privadas de papeles, de consentimiento, trabajando sin descanso, domadas por las violaciones, adictas al paco, retratos de chicas perdidas. Cuanto más tétrico, más fuerte se siente el hombre, en comparación. Cuanto más sórdido, más emancipado se ve el pueblo francés. Y luego, partiendo de las imágenes inaceptables de una prostitución practicada en condiciones asquerosas, se sacan las conclusiones sobre el sexo tarifado en su conjunto. Es tan pertinente como hablar del trabajo del textil mostrando sólo a niños trabajando en negro en sótanos. Pero no pasa nada, lo que importa, es propagar una sola idea: ninguna mujer debe sacar provecho de sus servicios sexuales fuera del matrimonio. De ninguna manera es lo suficientemente adulta como para decidir hacer comercio con sus encantos.
Prefiere necesariamente tener un trabajo honesto. Que es juzgado honesto por las instancias morales. Y no degradante. Ya que el sexo para las mujeres, fuera del amor, siempre es degradante.
Esta imagen precisa de la prostituta, que tanto les gusta exhibir, despojada de todos sus derechos, privada de su autonomía, de su poder de decisión, tiene varias funciones. En particular: mostrarles a los hombres que tienen ganas de ir a cogerse a una puta hasta donde tendrán que bajar si lo quieren hacer. A ellos también los traen de vuelta al matrimonio, dirección célula familiar: todos en casa. También es una forma de hacerles acordar que su sexualidad es necesariamente monstruosa, hace víctimas, destruye vidas. Porque la sexualidad masculina debe seguir criminalizada, peligrosa, asocial y amenazadora. No es una verdad en sí, es una construcción cultural. Cuando les impiden a las putas trabajar en condiciones decentes, evidentemente se ataca a las mujeres, pero también se controla la sexualidad de los hombres. Que echar un polvo tranquilos cuando se les da la gana no sea demasiado agradable y fácil. Que su sexualidad siga siendo un problema. Doble apremio, ahí también: dentro de la ciudad todas las imágenes excitan el deseo, pero el alivio debe seguir siendo problemático, culpabilizante.
La decisión política que consiste en victimizar a las prostitutas también cumple esta función: estigmatizar el deseo masculino, confinarlo en su ignominia. Que acabe pagando si quiere, pero entonces que se confronte con la podredumbre, la vergüenza, la miseria. El pacto de prostitución «te pago me satisfacés» es la base de la relación heterosexual. Fingir como lo hacemos que esta relación es ajena a nuestra cultura es una hipocresía. Al contrario, la relación entre el cliente macho heterosexual y la puta es un contrato entre sexos sano y claro. Por eso hay que complicarlo de manera artificial.
Cuando las leyes Sarkozy empujan a las prostitutas de calle fuera de la ciudad, las constriñen a trabajar en bosques más allá de su límite, sumisas a los caprichos de los canas y de los clientes (lo simbólico del bosque es interesante: la sexualidad tiene que salir físicamente de los ámbitos de lo visible, de lo consciente, de lo alumbrado), no se trata de una decisión política que va en el sentido de la moral. El asunto no sólo es esconder a los ojos de los habitantes del centro de las ciudades, a los más ricos de entre nosotros, esta población pobre. Pasando por el cuerpo de la mujer, herramienta decididamente esencial para la elaboración política de la mística viril, el gobierno decide deportar fuera de las ciudades el deseo bruto de los hombres. Si hasta este entonces las putas con gusto se instalaban en los barrios altos, quiere decir que los clientes estaban ahí, parando para un pete rápido antes de volver a casa.
En su libro, Pheterson cita a Freud: «La corriente tierna y la corriente sensual se fusionaron como tiene que ser sólo en un número muy reducido de seres civilizados; casi siempre el hombre se siente limitado en su actividad sexual por el respeto a la mujer y sólo desarrolla su plena potencia cuando está en presencia de un objeto sexual rebajado, lo cual también se funda, por otra parte, en el hecho de que en sus objetivos sexuales intervienen componentes perversos que no se permite satisfacer con una mujer a quien respeta».
La dicotomía madre-puta es trazada con una regla sobre el cuerpo de las mujeres, tipo mapa de África: de ninguna manera se toma en cuenta las realidades del terreno, sino sólo los intereses de los ocupantes. No se origina en un proceso «natural», sino en una voluntad política. Las mujeres son condenadas a ser desgarradas entre dos opciones incompatibles. Y los hombres son arrinconados frente a esta otra dicotomía: lo que hace que se les ponga dura debe seguir siendo un problema. Sobre todo, que no haya reconciliación, es un imperativo. Porque lo hombres tienen esta cosa muy particular, el tender a despreciar lo que desean, y también el despreciarse por la manifestación física de este deseo. En desacuerdo fundamental con ellos mismos, se les pone dura con lo que les da vergüenza. Al deportar la prostitución de calle, la que ofrece el alivio más rápido, el cuerpo social complica el alivio de los hombres.
Una frase de cliente me marcó, repetida varias veces, por hombres diferentes, después de sesiones diferentes las unas de las otras. Me decían, con un tono dulce y un poco triste, en todo
caso resignado: «es por tipos como yo que chicas como vos hacen lo que hacen». Era una forma de volverme a ubicar en mi lugar de chica perdida, probablemente porque no daba bastante la impresión de sufrir de lo que hacía. También era una frase que venía a explicar cuan doloroso es el placer masculino a puerta cerrada: lo que me gusta hacer con vos necesariamente es generador de infelicidad. Cara a cara con su culpabilidad. Necesidad de la vergüenza de su propio placer, por más que encontrara la satisfacción en un ámbito no dañino, y satisfactorio de la misma manera para ambas partes. El deseo de los hombres debe lastimar a las mujeres, marchitarlas. Y, por lo tanto, culpabilizar a los hombres. No es una fatalidad, una vez más, sino una construcción política. Hoy en día, los hombres no dan la impresión de tener la intención de librarse de este tipo de cadenas. Al contrario.
No estoy afirmando que sean cuales sean las condiciones y para cualquier mujer este tipo de trabajo sea anodino. Pero siendo lo que es el mundo económico hoy en día, o sea una guerra fría y despiadada, prohibir la práctica de la prostitución dentro de un marco legal adecuado, es prohibirle específicamente a la clase femenina el enriquecerse, el sacar provecho de su propia estigmatización.
No creo que tuviese un recuerdo tan positivo de aquellos años de prostitución ocasional, sin la lectura de las feministas estadounidenses pro-sexo, Norma Jane Almodovar, Carole Queen, Scarlot Harlot, Margot St. James, por ejemplo. El hecho de que ninguno de sus textos sea traducido al francés, que El prisma de la prostitución de Pheterson sólo tenga una difusión menor, cuando es una obra ineludible, que el libro de Claire Carthonnet J'ai des choses a vous dires° apenas sea leído, y reducido al estatuto de testimonio no es casualidad. El desierto teórico al que Francia se condena es una estrategia, hay que mantener la prostitución en la vergüenza y la oscuridad, para proteger, dentro de lo posible, la célula familiar clásica.
Empiezo a hacer citas a fines del 91, escribo Baise-moi en abril del 92. No creo que sea casualidad. Hay un vínculo real entre la escritura y la prostitución. Independizarse, hacer lo que no se hace, entregar su intimidad, exponerse a los peligros del juicio de todos, aceptar su exclusión del grupo. Más especialmente, como mujer: volverse una mujer pública. Ser leída por cualquiera, hablar de lo que tiene que seguir secreto, ser exhibida en los diarios... En oposición obvia con el lugar que nos es designado tradicionalmente: mujer privada, propiedad, mitad, sombra de hombre. Volverse escritora, ganar dinero fácilmente, provocar tanto la repulsión como la fascinación: la vergüenza pública es comparable a la de la puta. Aliviar, hacerles compañía a los que nadie quiere, compartir las intimidades de desconocidos, aceptar sin juicio diversos tipos de deseos. Se encuentra a muchas prostitutas en las novelas: Boule de Suif, Nana, Sofya Semyonovna, Marguerite, Fantine... Son figuras populares, antimadres, en el sentido religioso de la palabra, mujeres sin juicio, comprensivas, de acuerdo con el deseo de los hombres, condenadas y exoneradas. Cuando los hombres se sueñan en mujer, se imaginan con más gusto como putas, excluidas y libres de circular, que como madres de familia preocupadas por la limpieza del hogar. Muchas veces, las cosas son exactamente el contrario de lo que nos dicen que son, y por eso nos las repiten con tanta insistencia y brutalidad. La figura de la puta es un buen ejemplo de ello: cuando afirman que la prostitución es una «violencia hacia las mujeres», nos quieren hacer olvidar que el matrimonio es una violencia hacia las mujeres así como, en general, las cosas tales como las aguantamos. A las que se las cogen gratis tienen que seguir escuchando que les digan que hacen la única elección posible, sino ¿cómo manejarlas? La sexualidad masculina en sí no constituye una violencia hacia las mujeres, si dan su consentimiento y son bien remuneradas. Lo
D Robert Laffont (2003), Tengo cosas para decirles.
violento es el control ejercido sobre nosotras, esta facultad de decidir en nuestro lugar lo que es digno y lo que no lo es.
«La pornografía es como un espejo en el que nos podemos mirar. A veces, lo que encontramos ahí no es muy lindo de ver, y nos puede poner muy incómodos. Pero qué maravillosa ocasión de conocerse a uno mismo, de acercarse a la verdad y de aprender.
La respuesta al porno malo no es prohibir el porno, sino hacer mejores películas porno!»
Annie Sprinkle, Hardcore from the Heart47, 2001.
Pomo brujas
Sí: uno sí se pregunta qué cosa tan crucial se juega en el porno, que le confiere al ámbito del cine XXX semejante poder blasfematorio. Basta que nos muestren una pija enorme dándole matraca a una concha depilada para que una gran cantidad de nuestros contemporáneos aprieten las nalgas para no persignarse. Algunos repiten con un aire hastiado: «ya no tiene ningún interés», pero basta con caminar cien metros por la ciudad al lado de una actriz porno para convencerse de lo contrario. O con conectarse a Internet para leer la prosa anti-porno. Los que se ofenden si se trata de prohibir una caricatura religiosa48, «ya no estamos en la Edad Media, es el colmo», ya no tienen las ideas tan claras si se trata de clítoris y de huevos. Asombrosas paradojas del porno.
Las afirmaciones circulan, tanto más perentorias cuanto que siguen siendo incomprobables. Asimismo, al porno se lo hace responsable indiscriminadamente por las violaciones colectivas, por la violencia entre sexos, por las violaciones en Ruanda y en Bosnia. Hasta lo comparan con las cámaras de gas... Una sola cosa resalta claramente de todo eso: filmar sexo no es anodino. Los artículos y las obras dedicados al género son extraordinariamente numerosos. Los estudios serios no tanto, escasas veces se molestan en investigar acerca de las reacciones de los hombres que consumen porno. Prefieren imaginar lo que tienen en la cabeza antes que preguntárselo directamente.
David Loftus, en Watching sex, how men really respond to pornography49, justamente interroga a cien personas de sexo masculino, con perfiles diversos, sobre sus reacciones acerca del porno. Todos dicen haber descubierto el porno antes de la edad legal. En la muestra evocada, ninguno de los hombres declara haber sido mortificado. Al contrario, el descubrimiento del material pornográfico se asocia para ellos con un recuerdo agradable, constructivo de la masculinidad de diversas maneras, ya sea lúdico o excitante. Dos hombres son la excepción, ambos homosexuales, y cuentan que en el momento fue difícil porque sabían, confusamente, que les atraían los hombres sin haberlo formulado claramente. La visión de material pornográfico, en ambos casos, les obligó a identificar claramente sus tipos de atracción.
Desde mi punto de vista, esta experiencia es una pista interesante para entender la violencia del rechazo que con gusto se presta al fanatismo, a los límites del pánico, del que el porno es objeto. Censura e interdicción son reclamadas a voz en cuello por militantes espantados, como si su vida dependiera de ello. Esta actitud es objetivamente sorprendente: ¿acaso una pareja en posición de «perrito» en primer plano amenaza la seguridad del Estado? Las páginas de Internet anti-porno son más numerosas y vehementes que las que están en contra de la guerra en Irak, por ejemplo. Sorprendente energía puesta en lo que sólo es un tipo de cine.
El porno es un problema antes que nada porque pega en el ángulo muerto de la razón. Se dirige directamente al centro de las fantasías, sin pasar por la palabra, ni por la reflexión. Primero uno se pone duro o una se moja, luego se puede preguntar por qué. Pone los reflejos de autocensura en apuros. La imagen porno no nos deja posibilidad de elegir: eso es lo que te excita, eso es lo que te hace reaccionar. Nos hace saber donde hay que apretar para desencadenarnos. Ésta es su mayor fuerza, su dimensión casi mística. Y ahí es cuando se ponen tiesos y dan alaridos muchos militantes anti-porno. Se niegan a que les hablen directamente de su propio deseo, que se les imponga saber cosas sobre ellos mismos que eligieron callar e ignorar.
El porno plantea un problema real: desahoga el deseo y le propone un alivio, demasiado rápidamente para permitir una sublimación. Como tal, tiene una función: la tensión en nuestra cultura entre delirio sexual abusivo (en la ciudad, los signos que apelan al sexo nos invaden literalmente el cerebro) y rechazo exagerado de la realidad sexual (no se vive en una mega orgía perpetua, las cosas permitidas o posibles inclusive son relativamente limitadas). El porno interviene ahí como liberación psíquica, para equilibrar la diferencia de presión. Pero lo excitante muchas veces es embarazoso, socialmente. Muy pocos son los y las que tienen ganas de asumir a la luz del día lo que les hace ver las estrellas en la intimidad. Uno ni siquiera necesariamente tiene ganas de hablarlo con sus parejas sexuales. Dominio de lo privado, lo que me hace mojar. Porque la imagen que da de mí es incompatible con mi identidad social cotidiana.
Nuestros antojos sexuales hablan de nosotros, de la misma manera indirecta que los sueños. No dicen nada de lo que deseamos que ocurra de facto.
Es obvio que a muchos hombres heterosexuales se les para al pensar en que se la ponen otros hombres, o en hacerse humillar, sodomizar por una mujer, de la misma manera que es obvio que muchas mujeres se mojan al pensar en hacerse violentar, «gang banguear» o coger por otras chicas. También se puede estar incómoda frente al porno justamente porque revela que una es inexcitable cuando se imagina una calentona insaciable. Lo que nos excita, o no, proviene de las zonas incontroladas, oscuras; y escasas veces en acuerdo con lo que uno desea ser conscientemente. Éste es todo el interés de este tipo de cine, si a uno le gusta soltarse y perder el conocimiento, y todo el peligro de este mismo cine, si justamente uno tiene miedo a no controlar todo.
Se le pide demasiado a menudo al porno ser la imagen de lo real. Como si ya no fuera cine. Por ejemplo, se les reprocha a las actrices simular el placer. Por eso están, les pagan para eso, aprendieron a hacerlo. No se le pide a Britney Spears tener ganas de bailar todas las noches que se presenta en el escenario. Vino a eso, pagamos para ver, cada uno hace su laburo y nadie reniega al salir «me parece que fingió». El porno debería decir la verdad. Lo cual nunca se le pide al cine, técnica de la ilusión por esencia.
Se le pide precisamente al cine XXX lo que se teme de él: decir la verdad acerca de nuestros deseos. Yo no tengo ni idea por qué es tan excitante el ver a otras personas garchar diciéndose guarangadas. El caso es que funciona. Mecánico. El porno revela crudamente este otro aspecto de nosotros: el deseo sexual es una mecánica, para nada difícil de poner en movimiento. Sin embargo, mi libido es compleja, lo que dice de mí no necesariamente me agrada, no siempre encaja con lo que me gustaría ser. Pero puedo preferir saberlo, antes que girar la cabeza y decir lo contrario de lo que sé de mí, para preservar una imagen social tranquilizadora.
Los detractores del género se quejan de la pobreza del cine XXX, alegan que existe un solo porno. Les gusta hacer circular la idea según la cual el sector no es inventivo. Lo cual no es cierto. El sector se divide en subgéneros distintos: las películas 35mm de los años 70 son diferentes de las películas de aficionados que trae el video, que a su vez son diferentes de los videítos filmados con celulares, de las webcams y diversos servicios en vivo en Internet. Porno chic, alt-porn, post-porn, gang bang, sadomasoquismo, fetichistas, bondage, uro-escato, películas para un público específico -mujeres maduras, con mucho pecho, con lindos pies, con linda cola, películas con trans, cine gay, cine lésbico: cada tipo de porno tiene su pliego de condiciones, su historia, su estética. De la misma manera, el cine XXX alemán no tiene las mismas obsesiones que el cine japonés, italiano o estadounidense. Cada parte del mundo tiene sus especificidades pornográficas.
Lo que realmente escribe la historia del cine XXX, lo que lo inventa, lo que lo define, es la censura. Y lo que se acaba de prohibirle mostrar va a marcar cada cine XXX, va a hacer de ello un ejercicio interesante de soslayo.
Con las aberraciones y los contraefectos más o menos alienantes que esto supone: en Francia, las cadenas del cable definen lo que es posible o no mostrar. Nada de escenas de violencia, nada de escenas de sumisión, por ejemplo. Hacer cine porno ahorrándose la coerción, es un poco como patinar sobre hielo sin cuchillas debajo de los patines. Buena suerte... También está prohibido el uso de objetos: consoladores, cinturongas. Nada de porno lésbico, nada de imágenes de hombres haciéndose coger... So pretexto de proteger la dignidad de las mujeres.
Queda poco claro por qué la dignidad de las mujeres sería especialmente atacada por el uso de un cinturonga. Sabemos que son lo suficientemente duchas para entender que una puesta en escena sadomasoquista no quiere decir que desean que les den latigazos al llegar a la oficina, ni ser amordazadas mientras lavan los platos. En cambio, basta con prender la tele para ver a mujeres en posiciones humillantes. Las interdicciones son lo que son y tienen su justificación política (el sadomasoquismo tiene que seguir siendo un deporte para las élites, el pueblo es incapaz de comprender su complejidad, se lastimaría). Ahora: la «dignidad» de la mujer viene bien como pretexto siempre que se trata de limitar la expresión sexual...
Las condiciones en las que trabajan las actrices, los contratos aberrantes que firman, la imposibilidad que tienen de controlar su imagen cuando dejan este trabajo, o de ser retribuidas cuando la usan, esta dimensión de su dignidad no interesa a los censores. Que no exista ningún centro de cuidados especializados donde puedan ir para conseguir información acerca de las especificidades muy particulares de su oficio no preocupa a los poderes públicos. Hay una dignidad que los preocupa, y otra que a nadie le importa un carajo. Pero el porno se hace con carne humana, con carne de actriz. Y al final, plantea un solo problema moral: la agresividad con la que se trata a las actrices porno.
Estamos hablando de mujeres que deciden ejercer este oficio cuando tienen entre 18 y 20 años. O sea este período bien particular en el que el término «consecuencias a largo plazo» no tiene más sentido que el griego antiguo. Los hombres maduros no se avergüenzan al seducir chicas que apenas salen de la infancia, les parece normal toquetearse el fideo mirando culos apenas púberes. Es su problema de adultos, tema de ellos, deberían asumir las consecuencias. Por ejemplo, deberían ser particularmente atentos y cuidadosos con las chicas muy jóvenes que aceptan satisfacer sus apetitos. Y nada que ver: están furiosos de que ellas hayan tomado la libertad de hacer exactamente lo que ellos querían ver. Toda la elegancia y la coherencia masculinas resumidas en una sola actitud: «Dame lo que quiero, te lo ruego, para que luego te pueda escupir a la cara.»
La chica que hace películas porno ya lo sabe al llegar al oficio, se le repite, que no se haga ilusiones: no habrá vuelta atrás. Decididamente, a las mujeres, sobre todo se las quiere en peligro. Marcadas, el colectivo cuida de que paguen el alto precio por haber salido del buen camino, y por haberlo hecho públicamente.
Lo vi de cerca, al codirigir Baise-moi con Coralie Trinh Thi. Que su estética deje a los hombres pensativos, que tengan de ella un encendido recuerdo, por qué no. Pero el encarnizamiento con el que luego se le negaba el derecho a ser capaz de otra cosa resultaba incómodo. Si era codirectora de la película, sólo podía ser por capricho mío. Qué importa el argumento con tal de que en treinta segundos su caso pueda ser clasificado: ilegítimo. No podía haber sido una criatura ardiente, y luego hacer muestra de inventiva, de inteligencia, de creatividad. Los hombres no querían ver el objeto de la fantasía salir del marco particular en el que lo confinaban, las mujeres se sentían amenazadas por su mera presencia, preocupadas por el efecto que su estatuto provocaba en los hombres. Unos y otros se ponían de acuerdo sobre un punto esencial: había que sacarle las palabras de la boca, interrumpirla, no dejar que hablara. Incluso a menudo se publicaron entrevistas, en las que sus respuestas fueron impresas, pero me eran atribuidas. No estoy focalizando sobre algunos casos aislados, sino sobre reacciones casi sistemáticas. Ella tenía que desaparecer del espacio público. Para proteger la libido de los hombres, a quienes les gusta que el objeto del deseo se quede en su lugar, o sea desencarnado, y sobre todo mudo.
De la misma manera que le resulta crucial a lo político el encerrar la representación visual del sexo en guetos delimitados, claramente separada del resto de la industria para circunscribir el cine XXX a un Lumpen Proletariado del espectáculo, es crucial encerrar a las actrices porno en la reprobación, la vergüenza y la estigmatización. No es que no son capaces de hacer otra cosa, ni deseosas de hacerlo, sino que hay que organizarse para asegurarse de que no les sea posible.
Las chicas que se meten en el sexo tarifado, que sacan un provecho concreto de su posición de hembra manteniéndose autónomas, deben ser públicamente castigadas. Transgredieron, no jugaron el rol de buena madre, ni el de buena esposa, menos todavía el de mujer respetable -no se puede liberarse de eso más radicalmente que actuando en una porno-, por lo tanto deben ser socialmente excluidas.
Es la lucha de clases. Los dirigentes se dirigen a las que quisieron zafarse, tomar por asalto el ascensor social y obligarlo a arrancar. El mensaje es político, de una clase a la otra. La mujer no tiene otra perspectiva de elevación social que el casamiento, lo tienen que tener bien en mente. El equivalente del cine XXX para los hombres, es el boxeo. Tienen que hacer alarde de agresividad y tomar el riesgo de demoler su cuerpo para divertir un poco a los ricos. Pero los boxeadores, aun negros, son hombres. Tienen derecho a este minúsculo margen de movilidad social. No las mujeres.
Cuando Valéry Giscard d'Estaing50 prohíbe el porno en pantalla grande, en los 70, no lo hace después de un clamor de indignación popular -la gente no salió a la calle gritando «ya no podemos más»- ni en respuesta a un aumento de los desórdenes sexuales. Lo hace porque las películas tienen demasiado éxito: el pueblo llena las salas y descubre la noción de placer. El Presidente protege al pueblo francés de sus ganas de ir al cine a ver buenas películas porno. De ahí en adelante, el cine XXX será el objeto de una censura económica asesina. No habrá más posibilidad de dirigir películas ambiciosas, de filmar el sexo como se dedicarán a filmar la guerra, el amor romántico o los gangsters. Las fronteras del gueto son dibujadas, sin justificación política alguna. La moral protegida es la que pide que sólo los dirigentes experimenten una sexualidad lúdica. El pueblo, por su parte, se va a quedar bien tranquilo, demasiada lujuria indudablemente perturbaría su aplicación en el trabajo.
Lo que conmueve a las élites no es la pornografía, sino su democratización. Cuando Le Nouvel Obs51 titula -en el 2000, acerca de la prohibición de Baise-moi- «Pornografía, el derecho a decir no», no se trata de prohibirle a la gente de letras el acceso a los escritos de Sade, ni de cerrar las columnas del diario a los anuncios de lectores generosos y lujuriosos, y nadie se sorprendería al encontrar a estos virulentos anti-porno acompañados por jóvenes putas o en clubes swingers. Lo que exige Le Nouvel Obs es el derecho a decirle no al libre acceso a lo que debe seguir siendo el dominio de los privilegiados. La pornografía, es el sexo puesto en escena, ceremonial. Ahora bien, gracias a un truco conceptual que sigue siendo opaco, lo que está bueno para algunos, ahí nombrado libertinaje, vendría a ser, para las masas, un peligro del que habría que protegerlas a toda costa.
Uno se pierde rápidamente en el discurso anti-pornográfico: al final, ¿quién es la víctima? ¿Las mujeres, que pierden toda dignidad desde el momento en que se las ve chupar una pija? ¿O los hombres, demasiado débiles e ineptos para dominar sus ganas de ver sexo, y de entender que sólo se trata de una representación?
La idea según la cual la pornografía sólo se articula alrededor del falo es asombrosa. Lo que se ve son cuerpos de mujeres. Y a menudo cuerpos de mujeres sublimados. ¿Qué resulta más turbador que una actriz porno? Ahí ya no estamos en el dominio de la «conejita», la chica de al lado, que no da miedo y es de fácil acceso. La actriz porno, es la liberada, la mujer fatal, la que atrae todas las miradas y necesariamente provoca una confusión, ya sea por deseo o por rechazo. ¿Entonces por qué se compadece con tanto gusto a estas mujeres que tienen todos los atributos de la bomba sexual?
Tabatha Cash, Coralie Trinh Thi, Karen Lancaume, Raffaela Anderson, Nina Roberts: lo que me impactó en su compañía no es que los hombres las trataban como si fueran menos que nada, ni que dominaban la situación. Al contrario, nunca vi a los hombres tan impresionados. Si, como lo afirman tan ruidosamente, no hay nada más lindo para una mujer que hacer soñar a los hombres, ¿por qué obstinarse en compadecer a las actrices porno? ¿Por qué el cuerpo social se empeña en mostrarlas como víctimas, cuando lo tienen todo para ser las mujeres más cumplidas en cuanto a la seducción? ¿Cuál es el tabú que allí se transgrede que merece esta movilización febril?
La respuesta, después de haber visto unos centenares de películas pornográficas, me parece simple: en las películas, la actriz porno tiene una sexualidad de hombre. Para ser más precisa: se comporta exactamente como un homosexual en el cuarto oscuro. Tal como la ponen en escena en las películas, quiere sexo, con cualquiera, lo quiere por todos los agujeros y acaba siempre. Como un hombre si tuviera cuerpo de mujer.
Si vemos una película XXX heterosexual, lo que se destaca, se muestra, siempre es el cuerpo femenino, con él es que se cuenta para producir efecto. No se le pide al actor porno el mismo desempeño, se le pide que la tenga dura, que menee, que enseñe el semen. El trabajo lo hace la mujer. El espectador de la película XXX sobre todo se identifica con ella, más que con el protagonista masculino. De la misma manera que uno se identifica espontáneamente con lo que es puesto en relieve, en cualquier película. El cine XXX también es la forma que tienen los hombres para imaginar lo que harían si fueran mujeres, como se esforzarían en darles satisfacción a otros hombres, en ser bien trolas, criaturas tragadoras de pijas. A menudo se aduce la frustración de la realidad, comparada con la puesta en escena pornográfica, esta realidad en la que los hombres tienen que coger con mujeres que efectivamente no se les parecen, o muy pocas veces. A este respecto, es interesante notar que las mujeres «reales» que sobreacumulan signos de feminidad, las que repiten doce veces en una conversación que se sienten «tan mujeres», y que participan de una sexualidad compatible con la sexualidad de los hombres, suelen ser las más viriles. La frustración de lo real, es el duelo que los hombres tienen que hacer, si quieren ingresar a la heterosexualidad, de la idea de garchar con hombres que tendrían atributos externos de mujeres.
El cine porno, convenientemente denunciado por poner a la gente incómoda respecto al sexo, es en realidad un ansiolítico. Por eso es atacado con virulencia. Es importante que la sexualidad dé miedo. En la película porno, sabemos que la gente «lo» va a hacer, no estamos preocupados en cuanto a este fin, cuando sí lo estamos en la vida real. Coger con un/a desconocido/a siempre da un poco de miedo, a no ser que uno esté violentamente borracho. Incluso es la mayor parte del interés que tiene. En el cine porno, sabemos que los hombres la tienen dura, que las mujeres acaban. No se puede vivir en una sociedad «de espectáculo» invadida por las representaciones de la seducción, del coqueteo, del sexo, y no entender que el porno es un lugar de seguridad. Uno no es activo, puede mirar a los otros hacerlo, saber hacerlo, con toda la tranquilidad. Acá, las mujeres están contentas con el servicio proporcionado, a los hombres se les para bien dura y eyaculan, todos hablan el mismo idioma, por una vez, todo sale bien.
¿Por qué el cine porno es privativo de los hombres? ¿Por qué son éstos sus principales beneficiarios económicos, a pesar de que el cine XXX como industria tiene ya treinta años? Es la misma respuesta en todos los ámbitos: el manejo del poder y del dinero es menospreciado en el caso de las mujeres. Sólo se deben obtener y ejercer a través de la supervisión masculina: sé elegida como cónyuge y te beneficiarás de las ventajas de tu compañero.
Sólo los hombres imaginan el porno, lo ponen en escena, lo ven, le sacan provecho y el deseo femenino es sometido a la misma distorsión: debe pasar por la mirada masculina. Nos familiarizamos lentamente con la idea de orgasmo femenino. Hasta hace poco todavía tabú e impensable, el orgasmo femenino hace su aparición en el lenguaje común a partir de los años 70. Rápidamente, lo volvieron en contra de las mujeres dos veces. La primera, al hacernos entender que fracasamos si no acabamos. La frigidez casi se volvió un signo de impotencia. Sin embargo, la anorgasmia femenina no se puede comparar con la impotencia masculina: una mujer frígida no es una mujer estéril. Ni tampoco una mujer desconectada de su sensualidad. Pero en lugar de ser una posibilidad, el orgasmo se transforma en un imperativo. Siempre nos tenemos que sentir incapaces de algo... La segunda, porque los hombres en seguida se apoderaron de este orgasmo femenino: es por ellos que la mujer debe acabar. La masturbación femenina sigue siendo despreciable, anexa. El orgasmo al que debemos llegar, es el prodigado por el macho. El hombre debe «tenerla clara». Como en La bella durmiente, se inclina sobre la bella y le hace ver las estrellas.
Las mujeres escuchan el mensaje, y como siempre se toman a pecho el no ofender al sexo susceptible. Así es que en el 2006, se escucha a chicas muy jóvenes decir que esperan que un hombre las haga acabar. Así, todos están incómodos: los chicos que se preguntan cómo mierda hacer, y las chicas, frustradas de que ellos no conozcan mejor que ellas mismas sus propias anatomías, y sus dominios fantasmagóricos.
Respecto a la masturbación femenina, basta hablar con el entorno: «no me interesa sola», «sólo lo hago cuando llevo mucho tiempo sin estar con alguien», «prefiero que se ocupen de mí», «no lo hago, no me gusta». No sé qué hacen con su tiempo libre, todas, pero en todo caso, si no se masturban, queda perfectamente claro que no hay peligro alguno de que sientan que les conciernen las películas porno, que no tienen más que una finalidad. Una película XXX, está hecha para pajearse.
Ya sé que lo que hacen las chicas a solas con su clítoris no es asunto mío, pero esta indiferencia ante la masturbación igual me turba un poco: ¿en qué momento las mujeres se conectan con sus propias fantasías, si no se tocan cuando están solas? ¿Qué conocen de lo que realmente las excita? ¿Y si uno no sabe eso de sí mismo, qué es lo que uno sabe de sí, exactamente? ¿Qué contacto se puede establecer con una misma cuando el propio sexo sistemáticamente se subordina a otro?
Queremos ser mujeres decentes. Si la fantasía aparece como turbia, impura o despreciable, la reprimimos. Niñitas modelo, ángeles del hogar y buenas madres, construidas para el bienestar de los demás, no para sondear nuestras profundidades. Estamos formateadas para evitar el contacto con nuestras propias salvajadas. Primero convenir a otro, primero pensar en la satisfacción del otro. Mala suerte por todo lo que hay que hacer callar de nosotras. Nuestras sexualidades nos ponen en peligro, reconocerlas, puede ser experimentarlas, y toda experimentación sexual para una mujer lleva a su exclusión del grupo.
El deseo femenino es silenciado hasta los años 50. La primera vez que mujeres se reúnen masivamente y hacen saber: «Somos deseantes, estamos atravesadas por pulsiones brutales, inexplicables, nuestros clítoris son como pijas, reclaman alivio», es cuando se hacen los primeros recitales de rock. Los Beatles tienen que dejar de subir al escenario: las mujeres en la sala rugen con cada nota que tocan, sus voces cubren el sonido de la música. En seguida: desprecio. Histeria de la groupie. No se quiere escuchar lo que vinieron a decir, que son hirvientes y deseantes. Este fenómeno mayor es ocultado. Los hombres no quieren saber nada de eso. El deseo, es dominio de ellos, exclusivamente. Es increíble pensar que se desprecia a una chica que grita su deseo cuando John Lennon toca una guitarra, cuando se ve gallardo a un viejo que silba a una adolescente con pollera. Por una parte, hay una codicia indicadora de buena salud, con la que el colectivo está de acuerdo, que es halagada, por la que se demuestra benevolencia y comprensión. Y, por otra parte, un apetito necesariamente grotesco, monstruoso, risible, que hay que reprimir.
La explicación psicológica popular aplicada a las mujeres ninfómanas es un ejemplo notorio de denigración, según la cual éstas multiplicarían los encuentros sexuales por despecho al no sentir satisfacción sexual. Así es como se difunde la idea según la cual el multiplicar las conquistas necesariamente es un indicio de frustración femenina. Cuando, en los hechos, esta teoría les convendría mejor a los hombres, frustrados por la pobreza de su sensualidad y de su orgasmo. Los hombres son los que sobrevaloran y subliman el cuerpo femenino y que, incapaces de sacar de él el placer esperado, acumulan las conquistas con la esperanza de sentir, algún día, algo que tenga que ver con el orgasmo de verdad. Una vez más, lo que de por sí es cierto para el hombre es desviado para estigmatizar la sexualidad femenina.
Cuando Paris Hilton pasa el límite, se pone en escena en cuatro patas y aprovecha que el documento circule para hacerse famosa en el mundo entero, se entiende una cosa importante: es de su clase social, antes de ser de su sexo. Así es que, en el estudio de «Nulle Part Ailleurs»52, frente a Jamel Debbouze, ocurre algo interesante. El joven cómico en seguida intenta reubicarla, ponerla de vuelta en su lugar de mujer caída: «a vos te conozco, te vi, te vi en Internet». Habla en nombre de su sexo, cuenta con su superioridad intrínseca para ponerla en una posición delicada. Pero Paris Hilton no es la actriz porno lugareña, antes de ser una mujer a quien se le vio la concha, es la heredera de los hoteles Hilton. Le resulta impensable que un hombre de rango social inferior la ponga en peligro, aunque sea medio segundo. No pestañea, apenas si lo mira. Cero desestabilizada. Ahí no da muestras de un carácter particular. Nos hace saber, a todos, que se puede permitir coger frente a todos. Pertenece a esta casta que tiene un derecho histórico al escándalo, a no conformarse a las reglas que se aplican al pueblo. Antes de ser una mujer, sometida a una mirada de hombre, es una dominante social, con el poder de ocultar el juicio del menos pudiente.
Así es como se entiende que la única manera de hacer explotar el ritual de sacrificio del cine XXX será llevar ahí a las chicas de buena familia. Lo que vuela, cuando explotan las censuras impuestas por los dirigentes, es un orden moral fundado sobre la explotación de todos. La familia, la virilidad guerrera, el pudor, todos los valores tradicionales apuntan a ubicar a cada sexo en su rol. A los hombres, en cadáveres gratuitos para el Estado, a las mujeres, en esclavas de los hombres. Al final, todos son sojuzgados, nuestras sexualidades confiscadas, vigiladas, normadas. Siempre hay una clase social que tiene interés en que las cosas sigan siendo lo que son, y que no dice la verdad sobre sus motivaciones profundas.


«De hecho, hoy en día el hombre representa lo positivo y lo neutro, o sea el macho y el ser humano, mientras la mujer sólo es lo negativo, la hembra. Cada vez que actúa como un ser humano, por ello se declara que se identifica con el macho; sus actividades deportivas, políticas, intelectuales, su deseo por otras mujeres son interpretados como una «protesta viril»; se niega a tomar en cuenta los valores hacia los que ella se trasciende, lo cual obviamente lleva a considerar que hizo la elección inauténtica de una actitud subjetiva. El gran malentendido sobre el que se funda este sistema de interpretaciones, es que se admite que es natural que el ser humano hembra haga de sí una mujer femenina: no basta con ser una heterosexual, ni siquiera ser una madre, para realizar este ideal; la «mujer de verdad» es un producto artificial que la civilización fabrica como antaño se fabricaban los castrados; sus supuestos instintos de coquetería, de docilidad, le son insuflados como al hombre el orgullo fálico; él no siempre acepta su vocación viril; ella tiene buenas razones para aceptar menos dócilmente todavía la que le es asignada.»
Simone de Beauvoir, El segundo sexo55, 1949.
a Aguilar (1972).
King Kong girl
La versión de King Kong realizada por Peter Jackson en el 2005 empieza a principios del siglo pasado. Al mismo tiempo que se construyen los Estados Unidos industriales, modernos, se despiden de las antiguas formas de diversión, el teatro de comedia «liviano», la tropa solidaria, se preparan para las formas de entretenimiento y de control modernas: el cine y el porno.
Un director megalómano y mentiroso, un hombre de cine, embarca a una mujer rubia en un barco. Es la única mujer a bordo. La isla que les interesa se llama Skull Island. No existe en los mapas, porque nadie nunca volvió de ahí. Tribus primitivas, criaturas fetales, niñas de pelo negro enmarañado, viejas mujeres amenazantes, desdentadas, dan alaridos bajo una lluvia copiosa.
Raptan a la mujer rubia para dársela de ofrenda a King Kong. La atan, una vieja le pone un collar antes de entregársela al mono gigante. Todos los humanos que antes llevaron este collar fueron tragados, como bocaditos. Este King Kong no tiene ni pija, ni huevos, ni pechos. Ninguna escena permite atribuirle un género. No es ni macho ni hembra. Tan sólo es peludo y negro. Herbívora y contemplativa, esta criatura tiene el sentido del humor, y de la demostración de potencia. Entre Kong y la rubia, no hay ninguna escena de seducción erótica. La bella y la bestia se domestican y se protegen, son sensualmente tiernas la una con la otra. Pero en forma no sexuada.
La isla es poblada con criaturas que no son ni machos ni hembras: orugas monstruosas, con tentáculos viscosos y penetrantes, pero húmedos y rosas como conchas de mujeres, larvas con cabezas de pijas, que se abren y se vuelven vaginas dentadas que comen las cabezas de los tipos de la tripulación... Otras acuden a una iconografía más de género, pero que compete al dominio de la sexualidad polimorfa: arañas velludas y brontosaurios grises e idénticos, comparables a una horda de espermatozoides bien pesados...
Ahí, King Kong funciona como la metáfora de una sexualidad anterior a la distinción de los géneros tal como se impuso políticamente alrededor de fines del siglo XIX. King Kong está más allá de la hembra y más allá del macho. Es la bisagra, entre el hombre y el animal, el adulto y el niño, el bueno y el malo, el primitivo y el civilizado, el blanco y el negro. Híbrido, antes de la obligación de lo binario. La isla de esta película es la posibilidad de una forma de sexualidad polimorfa e híper potente. Lo que el cine quiere capturar, exhibir, desnaturalizar y luego exterminar.
Cuando el hombre la viene a buscar, la mujer vacila en seguirlo. La quiere salvar, llevarla de vuelta a la ciudad, a la heterosexualidad híper normada. La bella sabe que está fuera de peligro junto a King Kong. Pero también sabe que tendrá que dejar su gran palma tranquilizadora para ir adonde viven los hombres y arreglárselas sola ahí. Decide seguir al que la viene a buscar - liberarla de la seguridad y llevarla de vuelta a la ciudad, donde de nuevo será amenazada por todas partes. Cámara lenta, primer plano sobre los ojos de la rubia, en el momento en que entiende que fue utilizada. Sólo sirvió para capturar al animal. La animal. Sólo para traicionar a su aliada, su protectora. Aquello con lo que tenía afinidades. Su elección de la heterosexualidad y de la vida en la ciudad, es la elección de sacrificar lo que en ella es hirsuto, potente, lo que dentro de ella se ríe al golpearse el pecho. Lo que reina sobre la isla. Algo debía ser ofrecido como sacrificio.
Luego, King Kong es encadenada, exhibida en Nueva York. Tiene que aterrorizar a las muchedumbres, pero que las cadenas sean sólidas, que las masas puedan ser domadas a cambio, igual que con la pornografía. Quieren tocar lo bestial de cerca, estremecerse, pero no quieren los daños colaterales. Habrá daños porque la bestia se le escapa al exhibidor, como en el espectáculo. Hoy en día, lo problemático no es la recuperación del sexo o de la violencia, sino al contrario, la
irrecuperabilidad de las nociones que fueron usadas en el espectáculo: violencia y sexo no son domesticables por la representación.
En la ciudad, King Kong aplasta todo al pasar. La civilización que veíamos construirse a principios de la película se destruye en muy poco tiempo. Esta fuerza que no quisieron ni domesticar, ni respetar, ni dejar donde estaba, es demasiado grande para la ciudad y la despachurra tan sólo al caminar. Con mucha tranquilidad. La bestia busca a su rubia. Para una escena que no es erótica, pero más bien compete a la infancia: te tendré en mi mano y patinaremos juntas, como en un vals. Y reirás como una niña en una calesita encantada. No hay ahí seducción erótica. Sino una relación sensual obvia, lúdica, en la que la fuerza no establece dominación. King Kong, o el caos anterior a los géneros.
Luego, los hombres de uniforme, lo político, el Estado, intervienen para matar a la bestia. Subirse a los rascacielos, pelear contra aviones que son como mosquitos. Su número es lo que permite matar a la bestia. Y dejar a la rubia sola, lista para casarse con el héroe.
El director, con los ojos abiertos de par en par frente al cuerpo del animal, fotografiado como un trofeo. «Los aviones no tienen nada que ver. Fue la bella quien mató a la bestia.»
Una palabra de director: mentirosa. La bella no eligió matar a la bestia. La bella se negó a participar del espectáculo, fue a su encuentro en cuanto supo que se liberaba, se divirtió en su mano cuando había que resbalar sobre las aguas heladas del parque, la siguió hasta las cumbres donde la masacraron. Luego, entonces, la bella siguió a su bello. La bella no pudo impedir que los hombres trajeran a la bestia, ni que la mataran. Se pone bajo la protección del más deseante, del más fuerte, del más adaptado. Está desconectada de su potencia fundamental. Es nuestro mundo moderno.
Cuando llego a París, en el 93, de la feminidad sólo tengo algunos accesorios que tienen una utilidad profesional. Desde el instante en que decido dejar de tener clientes, me vuelvo a encontrar con campera, jean, calzado plano y poco maquillaje. El punk-rock es un ejercicio para reventar los códigos establecidos, particularmente acerca de los géneros. Aunque más no sea porque uno se aleja, físicamente, de los criterios de belleza clásica. Cuando me internan, con 15 años, el psiquiatra me pregunta por qué me afeo tanto. Me parece re zarpado que me pregunte eso, ya que con mi pelo rojo revuelto, mis labios pintados de negro, mis medibachas de puntilla blanca y mis rangers enormes, yo me veo re contra chic. Insiste: ¿me da miedo ser fea? Y eso que tengo lindos ojos, dice. Ni siquiera entiendo de qué me está hablando. ¿Acaso él se ve sexy, con su traje pedorro y sus cuatro pelos locos sobre la bocha? Ser punkera, necesariamente es reinventar la feminidad ya que se trata de estar afuera, pedir dinero en la calle, vomitar cerveza, inhalar pegamento hasta quedarse con los brazos en cruz, ser detenida, hacer pogo, aguantar el alcohol, aprender a tocar la guitarra, estar rapada, volver a casa hecha mierda todas las noches, saltar por todas partes durante los recitales, cantar a voz en cuello en el auto con los vidrios abiertos himnos híper-masculinos, interesarse de veras por el fútbol, hacer manifestaciones con el pasamontañas puesto y ganas de buscar roña... Y nadie te jode. Hasta un montón de tipos lo verán maravilloso, serán buenos amigos y no intentarán reubicarte. Éste es el concepto del punk, no hacer lo que te dicen que hagas. Con la policía, es lo mismo que con el psiquiatra: demorada en una comisaría, un inspector compasivo, que soy más linda de lo que creo, que por qué llevo la vida que llevo. Me vinieron seguido, con eso. Cuando no me quejo de nada ante nadie. Ser linda: ¿de qué me serviría, si no me siento dotada para eso y si mis estrategias para compensarlo funcionan mucho mejor de lo que me esperaba? Era atenta con los chicos, y ellos también conmigo, por lo general. En Lyon, me hago un corte de pelo súper corto, me dicen «señor» en las panaderías o en el kiosco, me tiene sin cuidado. Las reflexiones son escasas -«dejá de fumar el pucho como un chabón»-, la mayor parte del tiempo: cultura underground, privilegiada, apartada, nadie me jode. Seguro que se nota que estoy re bien así. Es el punk-rock, es mi casa. No va a durar.
En el 93, publico Baise-moi. Primera nota, en Polar. Una nota de chabón. Tres páginas. De reubicación. Lo que molesta al tipo no es que el libro no sea bueno según sus criterios. Del libro, en realidad, no habla. Es que yo sea una chica poniendo a chicas en escena de esta forma. Y, sin hacerse preguntas -ya que es hombre, desde su punto de vista es obvio que tiene derecho a señalarme lo que me está permitido según la conveniencia tal como la define él- me viene a decir, ese desconocido, y a decirlo públicamente: no tengo derecho a hacer eso. Importa tres carajos, el libro. Lo importante es mi sexo. No importa una mierda quien soy, de donde vengo, lo que me conviene, quien me va a leer, la cultura punk-rock. El abuelo interviene, tijeras en mano, y me la va a rectificar, mi pija mental, se va a ocupar de las chicas como yo. Y de citar a Renoir: «Las películas deberían ser hechas por mujeres lindas mostrando cosas lindas». Por lo menos será una idea de título53. En el momento, es tan grotesco que me río. Luego, cambio de tono, cuando me doy cuenta de que se me echan encima de todas partes sólo ocupándose de esto: es una chica, una chica, una chica. Tengo una concha en el medio de la jeta. Todavía no me había confrontado mucho con el mundo de los adultos, y aún menos con el de los adultos normales, me va a asombrar durante un buen tiempo, lo numerosos que son los que saben distinguir lo que se hace, de lo que no se hace, cuando una es una chica en la ciudad.
Cuando una se vuelve una chica pública, se le echan encima de todas partes, de una manera particular. Pero de eso no hay que quejarse, está mal visto. Hay que tener el sentido del humor, distancia, y las bolas bien puestas para bancársela. Todas estas discusiones para saber si tenía derecho a decir lo que decía. Una mujer. Mi sexo. Mi físico. En todos los artículos, con bastante buena onda, dicho sea de paso. No, no se describe a un autor hombre igual que a una mujer. Nadie sintió la necesidad de escribir que Houellebecq era lindo. Si hubiese sido mujer, y que a tantos hombres les hubiesen gustado sus libros, hubiesen escrito que era lindo. O no. Pero hubiésemos sabido cual era su impresión al respecto. Y hubiesen tratado, en nueve de cada diez artículos, de ajustarle las cuentas y de explicar, en detalle, por qué este hombre era tan infeliz, sexualmente. Le hubiesen hecho saber que era culpa suya, que no hacía las cosas bien, que no se podía quejar de absolutamente nada. De paso, lo hubiesen gastado: ¿viste la pinta que tenés? Hubiesen sido extraordinariamente violentos con él, si como mujer hubiese dicho del sexo y del amor con los hombres lo que él dice del sexo y del amor con las mujeres. Por un talento equivalente, no hubiese recibido el mismo trato. No querer a las mujeres, para un hombre, es una actitud. No querer a los hombres, para una mujer, es una patología. ¿Una mujer no muy atractiva que se quejase porque los hombres no son capaces de hacerla acabar bien? Escucharíamos hablar de su físico, y de su vida familiar, con los detalles más sórdidos, y de sus complejos, y de sus problemas. No es casualidad que todas las mujeres o casi todas, después de cierta edad, sobre todo aspiren a no causar mucho revuelo. Que no nos vengan a decir que tiene que ver con el carácter o con la naturaleza, que no nos gusta provocar, y que lo nuestro más bien es la casa y los niños. Hay que ver como nos cagan a pedos, siempre que empezamos a decir alguito. Hasta el más enfermo de los tipos del hip-hop no es maltratado como una mujer. Sin embargo, sabemos lo que opinan los Blancos de los Negros. No hay nada peor que ser una mujer juzgada por tipos. Todos los golpes se pueden dar, empezando por los más sucios. Ni siquiera somos extranjeras: somos subtituladas, todo el tiempo, porque no sabemos lo que tenemos que decir. No lo sabemos tan bien como los machos dominantes, que están acostumbrados hace siglos a escribir libros acerca de la cuestión de nuestra feminidad y de lo que implica.
En aquella época descubro, consternada, que cualquier pelotudo dotado de una poronga se siente con derecho a hablar en nombre de todos los hombres, de la virilidad, del pueblo de los guerreros, de los señores, de los dominantes, y -por ende- el derecho de darme lecciones de feminidad. Importa un carajo que el tipo mida uno cincuenta, sea más ancho que alto, nunca haya
hecho muestra de ninguna masculinidad, nunca, de ninguna forma. Es uno de ellos. Y yo, soy del otro sexo. Soy la única que queda estupefacta por el hecho de que me reubiquen sistemáticamente en mi lugar de hembra. Sólo me comparan con otras mujeres. Marie Darrieussecq, Amélie Nothomb, Lorette Nobécourt, qué importa, con tal que tengamos más o menos la misma edad. Y sobre todo: que seamos del mismo sexo. Recibo doble ración de condescendencia burlona, como mujer. Vejaciones suplementarias, llamadas al orden. Las personas a las que frecuento. Mis salidas. Mis gastos. Donde vivo. Bajo vigilancia. De muchas formas. Una chica.
Luego viene la película. Interdicción. La censura de verdad, evidentemente, no pasa por los textos de las leyes. Más bien te dan un consejo. Y se aseguran de que lo recibas bien. Por lo tanto, hay que prohibir que tres actrices porno y una ex-puta se ocupen de hacer una película sobre la violación. Por más que sea con poco presupuesto, por más que sea una película de género, por más que se haga de modo paródico. Es importante. Pareciera que amenazamos la seguridad del Estado. Nada de películas sobre una violación colectiva en la que las víctimas no llorisquean con la nariz llena de mocos sobre los hombros de hombres que las vengarán. Nada de eso. Apoyo casi unánime de la prensa: su famoso derecho a decir no. Yo y las tres otras de la película, siempre representadas como si sólo quisiéramos hacer dinero. Obvio. No es necesario ver la película para saber lo que hay que opinar. Si hay chicas que se meten con el sexo, es para robar el dinero de los honestos hombres. Perras. Sino, por cierto, hubiésemos hecho una película con praderas por las que brincan pichichos, una película con mujeres que se ocupan de seducir hombres. No hubiésemos hecho película alguna, ya que estamos, nos hubiésemos quedado en nuestros lugares. Perras, necesariamente. El cuerpo de Karen en primera plana. Normal. Perras. Cualquiera tiene derecho a vender papel con su vientre, ya que aceptó mostrarlo. Perras. Y una ministra de Cultura, una mujer, de aquella izquierda, la izquierda sutil, declara que un artista debería sentirse responsable por lo que muestra. Los hombres no deberían sentirse responsables cuando se ponen de a tres para violar a una chica. Los hombres no deberían sentirse responsables cuando van de putas sin hacer votar las leyes para que ellas puedan laburar tranquilamente. La sociedad no debería sentirse responsable cuando continuamente en las películas se ve a mujeres en el papel de víctimas de las violencias más atroces. Nosotras nos deberíamos sentir responsables. De lo que nos pasa, de negarnos a morir por eso, de querer vivir con eso. De abrir la boca. La conocemos bien, esta cantinela, según la cual nos deberíamos sentir responsables por lo que pasa. En Elle, una imbécil cualquiera, escribiendo una crónica sobre otro libro acerca de la violación que no tiene absolutamente nada que ver con el mío, subraya la dignidad de sus palabras, se siente obligada de oponerlo a los «vagidos» que produzco. No soy una víctima lo suficientemente silenciosa. Vale la pena señalarlo en una revista femenina, es un consejo para las lectoras: la violación, claro, es triste, pero a aflojar con los vagidos, señoras. No lo bastante digno. Andá a cagar. En Paris Match, mismo método, para decirle a la hija de Montand54 que prefieren que se calle, otra imbécil subraya la clase de una Marilyn Monroe, que sí supo ser una buena víctima. Entiendan: dulce, sexy, guardando silencio. Que sabe mantener cerrada su gran boca, cuando se la hacían pasar de uno a otro en cuatro patas en orgías tétricas. Consejos de mujeres, entre ellas. La mejor tajada. Escondan sus llagas, señoras, podrían molestar al verdugo. Ser una víctima digna. O sea que sabe callarse. La palabra siempre confiscada. Peligrosa, ya lo entendimos. ¿Perturbando el descanso de quién?
¿Qué ventaja sacamos de nuestra situación que hace que valga la pena que colaboremos tan activamente? ¿Por qué las madres incitan a los niños a hacer ruido mientras les enseñan a las niñas a callarse? ¿Por qué seguimos valorando a un hijo que llama la atención mientras se le hace pasar vergüenza a una hija que se destaca? ¿Por qué enseñarles a las niñas la docilidad, la coquetería y los disimulos, cuando les hacen saber a los nenes machos que están para exigir, que el mundo está hecho para ellos, que están para decidir y elegir? ¿Qué es tan benéfico para las mujeres en esta forma en que pasan las cosas y que hace que valga la pena que seamos tan suaves, con los golpes que damos?
Es que, entre nosotras, las que ocupan los mejores lugares son las que se aliaron con los más poderosos. Las más capaces de callarse cuando las engañan, de quedarse cuando son mancilladas, de halagar el ego de los hombres. Las más capaces de acomodarse con la dominación masculina obviamente son las que tienen los buenos puestos, ya que también son ellos los que admiten o excluyen a las mujeres de las funciones del poder. Las más coquetas, las más encantadoras, las más amigables con el hombre. Las mujeres que escuchamos expresarse son las que saben estar con ellos. Preferentemente las que piensan el feminismo como una causa secundaria, de lujo. Las que no van a comerles la cabeza con eso. Y más bien las mujeres más presentables, ya que nuestra cualidad primera sigue siendo ser agradables. Las mujeres de poder son las aliadas de los hombres, de todas nosotras las que mejor saben doblar el espinazo y sonreír bajo la dominación. Pretender que ni duele. Las demás, las furiosas, las feas, los caracteres fuertes, son asfixiadas, apartadas, anuladas. Non grata en la élite.
A mí, me gusta Josée Dayan. Ronroneo de placer cada vez que la veo en la tele. Porque el resto del tiempo, incluso las novelistas, las periodistas, las deportistas, las cantantes, las presidentas de empresas, las productoras, todas las mujeres que vemos se sienten obligadas a ponerse un escotito, un par de aros, el pelo bien peinado, pruebas de feminidad, garantías de docilidad.
El síndrome del rehén que se identifica con su carcelero, ya lo conocemos. Así terminamos vigilándonos las unas a las otras, juzgándonos a través de los ojos de quienes nos encierran con tres vueltas de llave.
Cuando tenía más o menos treinta años, cuando dejé de tomar, vi a analistas, curanderos, magos, no tenían mucho en común. Lo único fue que, varias veces, estos hombres insistieron: «Tendría que reconciliarse con su feminidad». Siempre contesté lo mismo, espontáneamente: «Ya sé, no tengo hijo, pero...» y siempre me interrumpieron, no me estaban hablando de maternidad. Me estaban hablando de feminidad. ¿Qué quiere decir con eso? No obtuve respuesta clara. Mi feminidad... Yo, en realidad, no soy de contrariar, sobre todo si me dicen las cosas varias veces con mucha convicción y una benevolencia obvia. Por lo tanto, traté de entender. Sinceramente. De qué carecía. Tenía la impresión de decirlo todo, de no tratar de ser más así que asá, de dejarme ser sin mucha moderación. La feminidad, ¿qué era...? Las circunstancias en las que vi a estos terapeutas siempre eran privilegiadas, estaba bastante dulce y tranquila. No soy una bestia de tiempo completo. Más bien soy tímida, discreta, desde que dejé de tomar no se puede decir que hago mucho bardo, en general. Por supuesto, a veces, estallo y me voy a la mierda. De manera no muy femenina, lo confirmo, y muchas veces eficaz, qué casualidad. Pero, en este caso, no me hablaban ni de agitación, ni de agresividad, hablaban de «feminidad». Sin dar detalles. Me rompí la cabeza. ¿Por ahí se trataba de ser menos impresionante, más tranquilizadora, más encantadora, tal vez? Bueno, eso, por más que quiera, va a ser difícil. Se vuelve un chiste, a la larga, ser la chica que hizo Baise-moi. A veces, así de simple, me da la impresión de ser Bruce Lee. Cuando contaba en las entrevistas que, todo el tiempo, los tipos le tocaban el hombro para desafiarlo. Querían mostrarles a todos los del barrio que eran tan fuertes, se habían cargado a Bruce Lee. Son los giles de pija chica locales los que se sienten obligados a desafiarme, a mí, para mostrarles a sus amigos cómo se atrevieron a venir a reubicarme en mi lugar. No voy a dar detalles, describir lo que pasa cuando esos tipos entienden que todas las minas a quienes quisieran agarrar prefieren tener sexo conmigo. Los vuelve súper agresivos. ¿Qué tengo que ver, yo, si tienen tanto sex appeal como un viejo Renault 5 oxidado? Seguro que se imaginan que si no existiera, la tendrían más grande. No vale la pena debatirlo mucho. De todas formas ya sea yo u otra, desde este punto de vista, es lo mismo: nunca es suficiente. Hagas lo que hagas, siempre es demasiado para un cretino local y tiene que intervenir, tratar de ponerte en vereda.
Cuanto más carece un tipo de cualidades viriles, más vigilante se pone acerca de lo que hacen las mujeres. Y, a la inversa, cuanta más confianza en sí tiene un tipo, mejor se banca la diversidad de actitudes en las chicas, y su masculinidad. Por eso nunca somos tan decidida y estrictamente llamadas al orden como cuando llegamos al ámbito de los pudientes: donde la masculinidad no va de suyo para los machos, les ruegan a las hembras que se pongan muy sumisas.
Cuando, en la tele, pasan sin parar imágenes de «Happy slapping» en las que un chico le pega una cachetada a una chica que tiene por lo menos dos cabezas y tranquilamente quince kilos menos que él, mientras lo filma un amigo para luego cancherear frente a otros chicos, consternados, nos lo muestran como para decir: «Estos musulmanes, hijos de padres polígamos, no tienen ningún respeto hacia la mujer, no lo aguantamos más». Sin embargo, es exactamente lo que hacen ustedes en una tercera parte de la literatura masculina blanca. Contar cómo se
aprovechan de su estatus de dominantes para abusar de pibas a las que eligen entre las más
débiles, contar cómo las engañan las cogen las humillan, para ser admirados por sus amigos. Triunfo con poco gasto. Sería tanto más divertido si el chico del celular lo fuera a cagar a trompadas a un tipo que tuviera cuatro cabezas más que él; sería tanto más divertido si se las tomaran con las más feroces del rebaño, o las mujeres más ásperas. Pero eso no es lo que los motiva. Triunfo con poco gasto, fuerza de débil. En una tercera parte de la producción cinematográfica blanca contemporánea, fíjense lo que les hacen, a las chicas. Triunfos de cobardes. Es que hay que tranquilizar a los hombres. Pasa por ahí.
Después de varios años de buena, leal y sincera investigación, llegué a la conclusión de que la feminidad, es la trolez. El arte de la servilidad. Se le puede decir seducción y transformarlo en algo glamoroso. Sólo es un deporte de alto nivel en muy pocos casos. Masivamente, tan sólo es acostumbrarse a portarse como una inferior. Entrar a un lugar, mirar si hay hombres, querer gustarles. No hablar demasiado fuerte. No expresarse en un tono categórico. No sentarse con las piernas abiertas, para estar bien sentada. No expresarse en un tono autoritario. No hablar de
dinero. No querer tomar el poder. No querer ocupar un puesto de autoridad. No buscar el
prestigio. No reír demasiado fuerte. No ser, una misma, demasiado divertida. Gustarles a los hombres es un arte complicado, que requiere que borremos todo lo que compete al dominio de la potencia. Mientras tanto, los hombres, por lo menos los que tienen mi edad y más, no tienen cuerpo. No tienen edad, no tienen corpulencia. Cualquier pelotudo enrojecido por el alcohol, calvo con panza enorme y estilo pedorro, podrá permitirse hacer reflexiones sobre el físico de las chicas, reflexiones desagradables si no las ve lo suficientemente coquetas y frescas, u observaciones asquerosas si está enojado porque no se las puede empomar. Son las ventajas de su sexo. La trolez más patética, los hombres nos la quieren vender como simpática y pulsional. Pero son muy pocos los Bukowski, la mayor parte del tiempo, sólo son giles cualesquiera. Como si yo, por tener vagina, me creyera tan buena como Greta Garbo. Tener complejos, eso sí que es femenino. Borrada. Escuchar bien. No brillar demasiado intelectualmente. Ser culta, lo justo para entender lo que un presumido tiene para decir. Charlar es femenino. Todo lo que no deja huella. Lo doméstico, que se vuelve a hacer todos los días, que no lleva nombre. No los grandes discursos, no los grandes libros, no las grandes cosas. Las pequeñas cosas. Lindas. Femeninas. Pero tomar: viril. Tener amigos: viril. Hacerse el payaso: viril. Ganar mucha guita: viril. Tener un auto grande: viril. Tener cualquier postura: viril. Reír tontamente fumando porro: viril. Tener el espíritu de competencia: viril. Ser agresivo: viril. Querer garchar con mucha gente: viril. Contestar con brutalidad a algo amenazante: viril. No tomarse el tiempo de arreglarse a la mañana: viril. Usar ropa porque es cómoda: viril. Todo lo divertido es viril, todo lo que permite sobrevivir es viril, todo lo que permite ganar terreno es viril. No cambió tanto, en cuarenta años. El único progreso destacado, es que ahora, los podemos mantener. Porque el trabajo alimenticio, es demasiado apremiante para los hombres, que son artistas, pensadores, personajes complejos y terriblemente frágiles. El SMIC, más bien les toca a las mujeres ganarlo. Obviamente, encima, habrá que entender que pueda volverlos violentos o desagradables, el ser mantenidos. Si pensamos que es fácil, cuando uno es de la raza de los grandes cazadores, el no ser quien trae la comida al hogar. Nos la pasamos entendiendo a los hombres, qué buena onda. Porque la desesperación grandiosa también tiene sexo, lo que practicamos, nosotras, es el gemido lastimero.
No estoy diciendo que ser mujer es en sí un apremio penoso. Algunas lo hacen muy bien. Lo degradante es la obligación. Las grandes seductoras, obvio que eso es lo más top de lo más top, en materia de divinidades locales. Patinadoras artísticas también tiene estilo. Sin embargo, no nos piden que todas seamos patinadoras. Ecuyeres también tiene lo suyo. No te traen una silla de montar y un caballo desde el vamos si querés existir.
Reportaje sobre una cadena de información del cable, un documental sobre chicas de los suburbios. Más precisamente: sobre su inquietante pérdida de feminidad. Vemos a tres pibas con caras de buenas putear como carreteros y a una de ellas intentar atrapar a no sé quien en un hueco de escalera, con la esperanza de pegarle una paliza. Barrio desolado, juventud sin ocupación, pibes que saben que lo más probable es que no tendrán más suerte que sus padres, o sea nada. Estas imágenes siempre un tanto turbias, para una persona de mi edad, de una Francia que se convirtió en un país del cuarto mundo. Una pobreza extrema, que linda con el lujo más indecente. Lo que preocupa a los comentaristas, y no lo dicen en broma, es que las chicas nunca usan polleras. Y que hablan mal. Los sorprende, son sinceros. Se imaginan, tranquis, que las chicas nacen en especies de rosas virtuales y se deberían convertir en criaturas dulces y apacibles. Inclusive sumergidas en un ambiente hostil en el que más vale saber dar cabezazos para poder mínimamente existir. Las mujeres deberían ocuparse de cosas lindas, regando flores, y canturreando bajito. Realmente es lo único que les preocupa, de todo lo que filmaron. Estas mujeres no se parecen a las mujeres de los barrios lindos, a las pibas de las revistas, a las chicas de las «grandes écoles». El periodista que escribió este comentario tiene la impresión de que es natural, ser una mujer como las que lo rodean. Que esta feminidad no tiene raza, no tiene clase, no es construida políticamente, cree que si se deja a las mujeres ser lo que tienen que ser, naturalmente, de la manera poética más admirable, se vuelven iguales a las mujeres que trabajan y cenan con él: burguesas blancas como la gente.
No sólo fue mi naturaleza profunda, con lo que tenía de diferente, de brutal, de agresivo, de potente, a la que empecé a someter. También aprendí a renegar de mi clase social.
No fue una decisión consciente. Más bien un cálculo de supervivencia social. Limitar los movimientos, físicamente, preferir los movimientos suaves. Aminorar la dicción. Privilegiar lo que no asusta. Volverme rubia. Rehacer mis dientes. Ponerme en pareja, con un hombre más grande, más rico, más famoso. Querer tener un hijo. Hacer como hacen. Después del escándalo de la película. Mezclarme un poco con el ambiente. Para darme un tiempo. Dejar de tomar. Tanto para preservar mi apariencia como para evitar la desinhibición del alcohol. Las conductas viriles correspondientes: tener sexo con cualquiera, agarrar a quien está al lado por el hombro, hacer ruido, reír demasiado fuerte. Reingresé a mi categoría, tal como es pensada en mi nuevo ámbito. Usar cosas rosas y pulseras brillantes. Realmente hice lo mejor que pude, para pasar más desapercibida... No fue neutral. Era un debilitamiento consentido.
Por suerte, está Courtney Love. En particular. Y el punk-rock, en general. Una tendencia a disfrutar del conflicto. Recobro mi salud mental, en mi sombra de rubia. El monstruo en mí no se olvida. Mi pareja me deja, no tengo hijo. Me mata, el día que cumplí los 35. Sin saber bien si realmente quiero otra prueba para blandirle al mundo, que soy una mujer como cualquier otra, con todo lo que me repitieron «entonces odia a todos los hombres», quise demostrar lo contrario. Qué idea más rara. Procurar demostrar que soy una mujer amable. Que inclusive tiene hijos. Como lo recetan en la prensa. Pero uno tiene la vida que debe tener, porque todo eso a mí no me funciona muy bien. No soy dulce no soy amable no soy una cheta. Tengo subidas de hormonas que me hacen el efecto de fulgores de agresividad. Si no viniera del punk-rock, le tendría vergüenza a lo que soy. Ser tan zarpadamente incapaz de agradar. Pero vengo del punk-rock y estoy orgullosa de que no me salga muy bien.
«El primer deber de una escritora, es matar al ángel del hogar.»
Virginia Woolf.
Chau chicas
En Internet, me topo de casualidad con una carta firmada por Antonin Artaud. Una carta de ruptura, o en todo caso de alejamiento, dirigida a una mujer a la que declara no poder amar. Comprendo perfectamente que, en detalle, su asunto debe ser complicado. Pero, al fin de cuentas, éste es el resultado: «Necesito a una mujer que sea sólo mía y que pueda encontrar en mi casa a toda hora. Estoy desesperado de soledad. Ya no puedo volver a la noche, a una habitación, solo, y sin ninguna de las facilidades de la vida al alcance de la mano. Me hace falta un interior, y me hace falta ya, y una mujer que se ocupe de mí sin cesar para las cosas más pequeñas. Una artista como vos tiene su vida, y no puede hacer eso. Todo lo que te digo es de un egoísmo feroz, pero es así. Ni siquiera me es necesario que esta mujer sea muy linda, tampoco quiero que sea excesivamente inteligente, ni sobre todo que piense demasiado. Me alcanza con que esté unida a mí».
Desde que soy pequeña, desde Goldorak55 y Candy56, que se daban uno tras del otro al salir del colegio, me apasiono por invertir, sólo para ver.
«Necesito a un hombre que sea sólo mío y que pueda encontrar en mi casa a toda hora.» En seguida suena diferente. El hombre no está para quedarse en casa, ni para ser poseído. Por más que tuviera necesidad o ganas de tener a un hombre que sea sólo mío, todo me aconseja que modere mis ardores y, al contrario, que sea totalmente suya. Es otro cantar. No hay nadie, alrededor, que esté políticamente designado a sacrificar su vida para suavizar la mía. No es una relación de utilidad recíproca. De la misma manera, nunca podré escribir, con toda buena fe egoísta: «Me hace falta un interior, ya, y un hombre que se ocupe de mí sin cesar hasta para las cosas más pequeñas». Si llego a conocer a semejante hombre, quisiera decir que lo podría asalariar. «Ni siquiera me es necesario que este hombre sea muy lindo, tampoco quiero que sea excesivamente inteligente, ni sobre todo que piense demasiado. Me alcanza con que esté unido a mí.»
Mi poder nunca se apoyará en el vasallaje de la otra mitad de la humanidad. Uno de cada dos seres humanos no fue traído al mundo para obedecerme, ocuparse de mi interior, criar a mis hijos, agradarme, distraerme, tranquilizarme sobre el poder de mi inteligencia, facilitarme el descanso después de la batalla, esforzarse en alimentarme bien... Tanto mejor.
En la literatura femenina, los ejemplos de descaro o de hostilidad en contra de los hombres son escasísimos. Censurados. Yo soy de este sexo, que ni siquiera tiene derecho a tomarlo mal. Colette, Duras, Beauvoir, Yourcenar, Sagan, toda una historia de autoras que se cuidan, todas, de «mostrar pata blanca»57, de tranquilizar a los hombres, de disculparse por escribir repitiendo cuanto los aman, los respetan, los quieren, y sobre todo no quieren -escriban lo que escriban- hacer demasiado quilombo. Todas sabemos que si no: la manada se ocupará cuidadosamente de tu caso.
1948, Antonin Artaud muere. Genet, Bataille, Breton; los hombres hacen explotar los límites de lo decible. Violette Leduc emprende la redacción de lo que se convertirá en Thérèse et Isabelle58. Texto magistral. Al leerlo, Beauvoir escribe inmediatamente: «En cuanto a publicar esto, imposible. Es una historia de sexualidad lesbiana tan cruda como lo que escribe Genet».
Violette Leduc edulcora el texto, que Queneau rechaza en seguida: «Imposible de publicar abiertamente». Hay que esperar 1966 para que Gallimard lo publique.
Yo soy de este sexo, el que se tiene que callar, que hacen callar. Y que lo debe tomar con cortesía, otra vez «mostrar pata blanca». Si no, te borran. Los hombres saben en nuestro lugar lo que podemos decir de nosotras. Y las mujeres, si quieren sobrevivir, tienen que aprender a entender la orden. Que no me vengan con el cuento ese, que las cosas evolucionaron tanto que pasamos a otra cosa. A mí, no. Lo que soporto como escritora, es el doble de lo que soporta un hombre.
Simone de Beauvoir, que empieza las Cartas a Sartre por esta primera carta que Sartre le escribe: «¿Me haría el favor de darle mi ropa (cajón inferior del armario) a la lavandera a la mañana? Dejo la llave sobre la puerta. La quiero tiernamente, mi amor. Tenía una carita encantadora, ayer, cuando dijo: “Ah me había mirado, me había mirado” y cuando lo pienso mi corazón se parte de ternura. Hasta luego pequeño Bon». Que inviertan, que inviertan todo, tanto la ropa como la carita encantadora. Se entiende mejor de qué sexo es una, el de la ropa sucia de los demás y de las caritas encantadoras.
Como escritora, lo político se organiza para frenarme, obstruirme, no como individuo sino sí como hembra. No lo tomo con buena gana, filosofía o pragmatismo. Ya que me es impuesto, me las arreglo con eso. Lo hago con enojo. Sin humor. Por más que agacho la cabeza y escucho todo
lo que no quiero escuchar y me callo porque no tengo alternativa. No tengo la intención de pedir disculpas por lo que me es impuesto, ni de pretender que me parece formidable.
Angela Davis, hablando de la esclava negra estadounidense, dice: «Había aprendido por el trabajo que su potencial de mujer era igual al de un hombre».
El sexo débil, siempre fue un chiste. Se puede alimentar toda la condescendencia que se quiere para con las mujeres negras que vemos meneando las cachas con turbadora eficiencia en los videos de 50 Cent, compadeciéndolas porque las utilizan como mujeres degradadas: son hijas de esclavos, trabajaron como los hombres, les dieron latigazos como a los hombres. Angela Davis: «Pero las mujeres no sólo eran azotadas y mutiladas, también eran violadas». Preñadas por la fuerza y dejadas solas para criar a los hijos. Y sobrevivieron. Lo que atravesaron las mujeres, no sólo es la historia de los hombres, como los hombres, sino también su opresión específica. De una violencia inaudita. De ahí esta propuesta simple: váyanse todos a la concha de su madre, con su condescendencia para con nosotras, sus parodias de fuerza garantizada por el colectivo, de protección puntual o sus manipulaciones de víctimas, para las que la emancipación femenina sería difícil de aguantar. Lo que sí es difícil, es ser mujer, y bancarse todas sus giladas. Al fin y al cabo, las ventajas que sacan de nuestra opresión son trampas. Cuando defienden sus prerrogativas de machos, son como los empleados de los grandes hoteles que se creen los dueños del lugar... Sirvientes arrogantes, y nada más.
Cuando el mundo capitalista se derrumba y ya no puede satisfacer las necesidades de los hombres, ya no hay trabajo, ya no hay dignidad en el trabajo, sinrazón y crueldad de los apremios económicos, vejaciones administrativas, humillaciones burocráticas, certeza de ser estafado en cuanto se quiere comprar algo, otra vez nos tienen por responsables. Nuestra liberación es lo que los hace infelices. El culpable no es el sistema político implementado, es la emancipación de las mujeres.
¿Querer ser un hombre? Soy mejor que eso. Me importa tres carajos el pene. Me importan tres carajos la barba y la testosterona, tengo todo lo que necesito de agresividad y de coraje. Pero por supuesto que quiero todo, como un hombre, en un mundo de hombres, quiero desafiar la ley. De frente. No dando vueltas, no pidiendo disculpas. Quiero obtener más de lo que me era prometido al principio. No quiero que me callen. No quiero que me expliquen lo que puedo hacer. No quiero que me abran la carne para hacerme agrandar los pechos. No quiero tener un cuerpo de chiquita estilizada cuando me acerco a los cuarenta años. No quiero huir el conflicto para no revelar mi fuerza y tomar el riesgo de perder mi feminidad.
Una rehén es liberada, declara en la radio: «Por fin me pude depilar, perfumar, me vuelvo a encontrar con mi feminidad». En todo caso, es el trozo que eligen dar. No quiere salir por la ciudad, ver a sus amigos, leer los diarios. ¿Se quiere depilar? Es su justo derecho. Pero que no me pidan que me parezca normal.
Monique Wittig: «Hoy por hoy de vuelta estamos atrapadas, en el callejón sin salida familiar del es-maravilloso-ser-mujer».
Esto es gustosamente enunciado por los hombres. Y transmitido por las colaboradoras, siempre prontas para defender los intereses del amo. Esto que a los hombres maduros les gusta decirnos sobre nosotras. Y que callan el final lógico de su «es maravilloso ser mujer»: «... joven, flaca, en condiciones de gustarles a los hombres». Si no, no es nada maravilloso. Tan sólo es el doble de alienante.
Les gusta hablar de las mujeres, a los hombres. Así evitan hablar de ellos mismos. ¿Cómo se explica que en treinta años ningún hombre haya producido el más mínimo texto novedoso acerca de la masculinidad? Ya que son tan charlatanes y competentes cuando se trata de perorar sobre las mujeres, ¿por qué este silencio en lo que se refiere a ellos? Porque sabemos que cuanto más hablan, menos dicen. De lo esencial, de lo que realmente tienen en la cabeza. ¿Acaso quieren que hablemos de ellos, a nuestra vez? Por ejemplo, ¿quieren escuchar decir a qué se parecen, vistas de afuera, sus violaciones colectivas? Parece que quieren verse coger, mirarse las pijas los unos a los otros, estar juntos al tenerla parada, parece que tienen ganas de ponérsela. Parece que les da miedo confesarse que lo que realmente quieren es garchar los unos con los otros. Los hombres quieren a los hombres. Se la pasan explicándonos cuanto quieren a las mujeres, pero todas sabemos que nos chamuyan. Se quieren, entre ellos. Se cogen a través de las mujeres, muchos ya piensan en los amigos cuando están dentro de una concha. Se miran en el cine, se dan los mejores papeles, se ven potentes, fanfarronean, no pueden creer que sean tan fuertes, lindos y valientes. Escriben los unos para los otros, se congratulan, se apoyan. Tienen razón. Pero de tanto escucharlos quejarse de que las mujeres no cogen lo suficiente, que no les gusta el sexo como debería, que no entienden nunca nada, una no puede sino preguntarse: ¿qué están esperando para culearse? Dale. Si los puede volver más sonrientes, quiere decir que está bien. Pero, entre las cosas que correctamente les inculcaron, está el miedo a ser gay, la obligación de querer a las mujeres. Por lo tanto, siguen el camino recto. Refunfuñan, pero obedecen. De paso, cachetean a una chica o dos, furiosos porque se la tienen que bancar.
Hubo una revolución feminista. Se articularon palabras, a pesar de la conveniencia, a pesar de las hostilidades. Y sigue afluyendo. Pero por ahora, nada, sobre la masculinidad. Silencio espantado de los niños frágiles. Ya basta. El sexo supuestamente fuerte, que todo el tiempo tiene que ser protegido, tranquilizado, cuidado, tratado con precaución. Que tiene que ser defendido de la verdad: que las mujeres son chabones como cualquier otro, y los hombres son putas y madres, todos en la misma confusión. Hay hombres que más bien están hechos para la recolección, la decoración de interiores y los niños en la plaza, y mujeres hechas para ir a trepanar el mamut, hacer ruido y emboscadas. Cada uno con lo suyo. Lo eterno femenino es un gran chiste. Pareciera que la vida de los hombres depende del mantenimiento de la mentira... Mujer fatal, conejita, enfermera, lolita, puta, madre benévola o castradora. Es cine, todo eso. Puesta en escena de los signos y especificación de la vestimenta. ¿Acerca de qué nos tranquilizamos, con eso? No sabemos exactamente qué temen, si los arquetipos totalmente artificiales se derrumban: las putas son individuos comunes, las madres no son intrínsecamente ni buenas ni valientes ni cariñosas, igual para los padres, depende de la gente, de las situaciones, de los momentos.
Liberarse del machismo, esta trampa para boludos que sólo tranquiliza a los pirados. Admitir que nos importa un carajo respetar las reglas de los repartos de las cualidades. Sistema de mascaradas obligatorias. ¿A qué autonomía los hombres le tienen tanto miedo que siguen callándose, sin inventar nada? ¿Sin producir ningún discurso nuevo, crítico, inventivo acerca de su propia condición?
¿Para cuándo la emancipación masculina?
Les toca a ellos, a ustedes tomar su independencia. «Bueno, pero cuando somos dulces, las mujeres prefieren a los brutos» llorisquean los ex favoritos. No es cierto. A algunas mujeres les gusta la fuerza, no la temen en los demás. La fuerza no es una brutalidad. Las dos nociones son bien distintas.
LEMMY CANTONA BREILLAT PAM GRIER HANK BUKOWSKI CAMILLE PAGLIA DENIRO TONY MONTANA JOEY STARR ANGELA DAVIS ETA JAMES TINA TURNER MOHAMED ALI CHRISTIANE ROCHEFORT HENRI COLLINS AMELIE MAURESMO MADONNA COURTNEY LYDIA LUNCH LOUISE MICHEL MARGUERITE DURAS CLINT JEAN GENET... Cuestión de actitud, de valentía, de insumisión. Hay un tipo de fuerza, que no es ni masculina, ni femenina, que impresiona, enloquece, tranquiliza. Una facultad de decir no, de imponer sus opiniones, de no esquivar el bulto. Me tiene sin cuidado que el héroe tenga una pollera y gomas enormes o que la tenga dura como un ciervo y fume el habano.
Por supuesto que ser mujer es penoso. Miedos, apremios, imperativos de silencio, llamadas a un orden que ya lleva mucho de caduco, festival de limitaciones imbéciles y estériles. Siempre extranjeras, que se tienen que bancar el laburo de mierda y proporcionar la materia prima con la cabeza agachada... Pero, comparado con lo que es ser hombre, parece una risa... Porque, al final, no somos las más aterrorizadas, ni las más desarmadas, ni las más trabadas. El sexo del aguante, de la valentía, de la resistencia, siempre fue el nuestro. No es que nos hayan dado a elegir, de todas formas.
La verdadera valentía: confrontarse con lo que es nuevo. Posible. Mejor. ¿Fracaso del trabajo? ¿Fracaso de la familia? Buenas noticias. Que cuestionan, automáticamente, la virilidad: otra buena noticia. Estamos hartos, de estas pelotudeces.
El feminismo es una revolución, no una redisposición de las consignas marquetineras, no una vaga promoción de la felación o de los swingers, no sólo se trata de mejorar los sueldos complementarios. El feminismo es una aventura colectiva, para las mujeres, para los hombres, y para los demás. Una revolución, ya en marcha. Una visión del mundo, una elección. No se trata de oponer las pequeñas ventajas de las mujeres a las pequeñas conquistas de los hombres, sino de mandar todo bien a la mierda.
Dicho esto, chau chicas, y mejor viaje...
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B Río que atraviesa Lyon.
E En inglés en el texto original. Una posible traducción sería «lo que sea».
37
E Se estrenó en 1981 en Estados Unidos bajo el título original Ms. 45 (Ángel de venganza, en español).
38
E Se estrenó en 1978 en Estados Unidos.
64
a Edhasa (1991).
1
E Alusión al título de la película de Abel Ferrara, El teniente corrupto (1992).
2
E El RMI (Revenu Minimum d'Insertion: ingreso mínimo para la inserción) es una ayuda social de unos 400 euros por mes destinada a los mayores de 25 años que no cumplen los requisitos para cobrar el seguro de desempleo, y que fue reemplazada por el RSA (Revenu de Solidarité Active: ingreso de solidaridad activa) en el 2009.
3E Montañas del este de Francia.
4
Todas las traducciones de citas de libros, aun aquellos que estuvieran traducidos al español, son de la
traductora.
5
a Seix Barral (1997).
6
E Primer año de la escuela primaria en Francia.
7En Francia, el aborto se legalizó en 1975.
8
E Región de Grecia en la cual, según la reconstrucción lírica de los poetas del Renacimiento y el Romanticismo, reinaba la paz y la felicidad.
9
E Tusquets (1979).
10
E Primer canal de la televisión francesa (TF1: Télévision Française 1). Se trata de un canal privado.
11E Cadena sueca de muebles y accesorios para el hogar.
12
E Político francés que fue ministro varias veces antes de ser presidente (2007-2012).
13
E Política francesa que ocupó distintos cargos políticos y fue la candidata del PS a la presidencia francesa frente a Nicolas Sarkozy en el 2007.
14D Mujeres, raza y clase, Akal (2004).
15
E Frase de una canción de Trust (Antisocial), grupo de punk francés.
16
E Ciudad del sur de Gran Bretaña (punto más cercano a la Europa continental) de donde salen y donde llegan los barcos que cruzan a Francia.
17
E Ciudad del norte de Francia de donde salen y donde llegan los barcos que cruzan a Gran Bretaña.
18
E Se pueden subir autos al barco.
19
E Autopista que rodea París.
20
E Ciudad del este de Francia.
21
E Primera novela de Virginie Despentes (Florent Massot, 1994), traducida en España bajo el título Fóllame (Mondadori, 1998). Historia violenta y con sexo crudo en la que dos mujeres (de clase social baja, una violada, la otra puta ocasional) se vuelven despiadadas asesinas seriales.
22
23E Barrio de Lyon, segunda ciudad de Francia.
24
E Autobiografía de Valérie Valére publicada en 1978 (Stock).
25
E Novela de Ken Kesey publicada en 1962 (Viking Press) cuyo título original es One flew over the cuckoo's nest, y fue llevada al cine por Milos Forman en 1975.
26
E Novela de Howard Buten publicada en 1981 (Ernst Kemmer) cuyo título original es When I was five I killed myself, y fue llevada al cine por Jean-Claude Sussfeld en 1994.
27
E Tren de gran velocidad.
28
E En inglés en el texto original. Una posible traducción sería «sacudite el polvo».
29
E Una de las principales estaciones de trenes de París.
30
E Calle de uno de los barrios del norte de la capital.
31
En Francia, si el pasajero no puede pagar en el momento se envía la multa duplicada a su domicilio.
32
E Ciudad del sur de Francia.
33
E Ciudad del norte de Francia.
34
E Adaptación realizada por Virginie Despentes y Coralie Trinh Thi en el 2000.
35
E Se estrenó en 1972 en Estados Unidos bajo el título original The last house on the left.
36E En inglés en el texto original. Una posible traducción sería «de la nada».
37E Amsterdam University Press. Traducción al español publicada por Talasa (2000).
38E Cadena francesa de tiendas de productos de belleza.
39
E Antepasado de Internet: era una red en la que se podía buscar cualquier clase de información y que funcionaba con la línea de teléfono.
40
Grupo de rock francés que se estaba haciendo famoso en aquel momento.
41
” Mil francos de 1989 equivalen a unos 220-230 euros actuales, teniendo en cuenta la inflación (cuando el franco fue reemplazado por el euro en 1999, mil francos equivalían a 150 euros).
42
ESalaire Mínimum Interprofessionnel de Croissance (Salario Mínimo Interprofesional de Crecimiento): su valor en enero del 2012 era de un poco menos de mil euros netos por 150 horas de trabajo mensuales.
43E Canal de televisión francés privado.
44
E Espectáculos eróticos o pornográficos en bares de shows privados.
45
E En Francia, las «écoles de commerce» forman parte de las «grandes écoles», formaciones prestigiosas y pagas que se siguen después de haberse recibido de la secundaria y de haber ganado un concurso de entrada.
46E Cadena de tiendas de venta de discos, libros, DVDs.
47E Continuum International Publishing Group.
48
E Alusión a las reacciones al escándalo que generaron las caricaturas publicadas en el diario danés Jyllands- Posten el 30 de septiembre del 2005 en parte del mundo musulmán.
49
E Thunder’s Mouth Press (2002).
50
E Presidente de
Francia de 1974 a 1981 (centro derecha).
51
E Revista francesa semanal de información general (centro izquierda).
52
E Programa cultural de información, música y humor con invitados, del canal Canal Plus que se hizo de 1987
a 2001.
53E Su tercera novela, publicada en 1998 (Grasset), se llama Les jolies choses (las cosas lindas).
54
E En los 90, una joven y su madre afirmaban que Yves Montand (actor francés muy famoso) era el padre de esta chica.
55
E Secuela del dibujo animado que en Argentina se conoció como Mazinger Z.
56
Serie de animé japonesa para niñas (Candy, Candy).
57
E Expresión francesa que hace referencia a la fábula de La Fontaine El lobo, la cabra y el cabrito y que significa: «dar muestra de reconocimiento por ser autorizado a algo».
58
E Partes de esta novela fueron publicadas en otra de sus novelas, La bâtarde (Gallimard, 1964). Fue publicada bajo el título La bastarda en español (Edhasa, 1984).

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