VIRGINIE
DESPENTES
Traducido
del francés por Marlène Bondil Relectura
por Pablo Cesario
Tiïulo
original:
King
Kong Théorie.
Editions
Grasset et Fasquelle, Paris, 2006.
1era
edición Buenos Aires (Capital Federal),
septiembre 2012
Editorial
El Asunto
1era
edición: 100 ejemplares
Teoría
King Kong
Virginie
Despentes
Se
autoriza a copiar, distribuir y comunicar públicamente esta
traducción, citando la fuente y reconociendo los créditos de la
misma, siempre que se realice bajo una licencia idéntica de libre
disponibilidad y sin fines de lucro.
©
Copyleft
Para
más información: teoriakingkong@hotmail.com
Por
Pablo Cesario
Teoría
King Kong
(Virginie Despentes, n. 1969, Nancy, Francia) no es precisamente un
libro complaciente de esos que buscan la aquiescencia entre el
autor-obra y el público. Muy por el contrario nos hallamos frente a
un ensayo provocativo, cuya estrategia retórica pareciera ser
aquella que encuentra en la ruptura (sensación de querer “romper
con el libro” o directamente “romper el libro”), en la
discontinuidad del flujo entre la obra y el lector, la ocasión para
el salto al vacío, para cortar amarras con una tradición de
pensamiento, para adoptar un nuevo y, acaso, riesgoso -en el sentido
en que implica, precisamente, el desquicio respecto de lugares de
comodidad moral e intelectual- enfoque respecto de temas
obstinadamente “tabúes” (la prostitución, la violación, la
homosexualidad), así como de otros cuya invisibilidad y radical
silenciamiento ni siquiera nos permite elaborarlos como tales (por
nombrar algunos: la carga que comportan los estereotipos masculinos
para los propios hombres o la figura de la prostituta como una
trabajadora emancipada). Si no se está dispuesto a asumir ese
riesgo, cierre inmediatamente el libro.
No
obstante, una vez caídas las barreras del prejuicio, el tono del
libro por momentos casi “confesional” -el cual, no obstante, se
ubica en un sitio equidistante entre la pretensión de redención y
del brutal cinismo- y su narración basada en experiencias vividas
por la propia escritora y cineasta, quien conoció el submundo punk
de los arrabales parisinos trabajando como desnudista en un peep
show
llegando, inclusive, a ejercer la prostitución- producen un efecto
tal en el lector que éste se siente poderosamente inclinado,
desafiando toda actitud resistencial primera, a erigir casi a la
categoría de “dogma” hasta las tesis más perturbadoras.
El
tipo de lenguaje y estilos utilizados por la autora son de lo más
heterogéneos y pueden ser ubicados dentro de un arco que se tiende
desde metáforas llenas de lirismo, hasta imágenes truculentas
escritas en el argot más descarnado pasando por pasajes
argumentativos plagados de conceptos de los campos más variados (el
derecho, el psicoanálisis, la filosofía, la antropología, etc.).
Por otra parte, su particular forma de usar la puntuación, por
momentos, rayana en lo arbitrario, obliga a una lectura “rítmica”
que imprime a la lectura una particular dinámica, sin recaer en la
excentricidad vanguardista y sin llegar a la fatiga del lector.
Por
último, me permito recomendar la lectura de Teoría
King Kong
a todo aquel hombre y a toda mujer que por rasgo de carácter o bien
por “deformación profesional”, como tal vez sea el caso de
quien escribe estas líneas, “desconfíe” o “sospeche” de
las posturas que en la radical inmovilidad e intransigencia de su
retórica dogmática obturen toda posibilidad de revisión,
enriquecimiento, profundización y diálogo que implica
necesariamente una dislocación, un corrimiento del lugar axial de
seguridad; así como a aquellos quienes abrigan la convicción de
que, si el objetivo final es la liberación y emancipación del
género humano de su actual estado de sujeción y opresión
(económico, social, cultural) se yerra el camino si se pretende
“patear el tablero” moviendo prolijamente y según un aséptico
reglamento una y sola
una
pieza del juego.
La
“revolución de los géneros”, como una de las batallas a dar
para el colapso final y total del capitalismo, involucra a ambos
géneros por igual, ya que varón-hembra, hombre-mujer, y los
distintos roles que somos llamados a cumplir según nos quepa tal o
cual rótulo, no son sino otra de las múltiples estrategias del
sistema para perpetuarse. No se trata de volver a una situación
primigenia de indiferenciación sexual, no se trata de volver a la
“Isla Calavera” (señorío de King Kong), en la cual ebulle una
sexualidad infinitamente potente, voraz, sino de deconstruir los
modelos de género y sus correspondientes imperativos con que
encorsetan nuestra sexualidad para controlarla y dominarla, para
retomar el cauce de nuestro deseo y sus fatales consecuencias para
el sistema de dominación capitalista.
De
esta manera, pues, concluyen estas palabras inaugurales que más que
un prólogo han pretendido ser una invitación a la lectura de una
obra de esas que no pasan desapercibidas, en el mejor de los casos,
por esclarecedora, y en el peor por irreverente y subversiva,
incluso respecto de la llamada “literatura de género”, anaquel
al cual será confinada seguramente en la mayoría de las tiendas y
bibliotecas a falta de una categoría más amplia y, sin duda
alguna, más ajustada al espíritu del libro.
a
Karen Bach, Raffaëla Anderson y
Coralie Trinh Thi.
Las
tenientes corruptas1Escribo
desde las feas, para las feas, las viejas, las camioneras, las
frígidas, las mal cogidas, las incogibles, las histéricas, las
chifladas, todas las excluidas de la gran feria de las que están
buenas. Y empiezo por ahí para que las cosas sean claras: no me
disculpo de nada, no me vengo a quejar. No cambiaría mi lugar por
ningún otro, porque ser Virginie Despentes me parece que es un
negocio mucho más interesante de llevar que cualquier otro.
Me
parece maravilloso que también haya mujeres a las que les gusta
seducir, que sepan seducir, otras que busquen casarse, algunas que
huelan a sexo y otras a la merienda de los niños a la salida de la
escuela. Me parece maravilloso que algunas sean muy dulces, otras se
sientan plenas con su feminidad, que haya mujeres jóvenes,
hermosísimas, otras coquetas y radiantes. Sinceramente, estoy muy
contenta por todas las que están conformes con las cosas tales como
son. Lo digo sin ironía alguna. Simplemente resulta que no soy una
de ellas. Por supuesto, no escribiría lo que escribo si fuera
hermosa, tan hermosa como para cambiar la actitud de los hombres con
los que me cruzo. Hablo como proletaria de la feminidad, como tal
hablé ayer y sigo hablando hoy. Cuando cobraba el RMI2,
no sentía vergüenza por estar excluida, tan sólo enojo. Lo mismo
como mujer: no estoy para nada avergonzada de no estar súper buena.
En cambio, me da rabia que como mina que poco les interesa a los
hombres, siempre traten de hacerme entender que ni debería estar
acá. Siempre existimos. Aunque los hombres, que sólo imaginan a
mujeres con las que quisieran tener sexo, no hayan hablado de
nosotras en sus novelas. Siempre existimos, nunca hablamos. Incluso
hoy, cuando las mujeres publican muchas novelas, son muy escasas las
figuras femeninas con físicos ingratos o mediocres, no aptas para
querer a los hombres o hacerse querer por ellos. Al contrario, las
heroínas contemporáneas quieren a los hombres, los conocen con
facilidad, tienen sexo con ellos a los dos capítulos, acaban en
cuatro líneas y a todas les gusta el sexo. La figura de la perdedora
de la feminidad me es más que simpática, me es esencial.
Exactamente como la figura del perdedor social, económico o
político. Prefiero a los que no pueden, por la buena y sencilla
razón que yo no puedo mucho tampoco. Y que en términos generales el
humor y la inventiva más bien están de nuestro lado. Cuando uno no
tiene lo necesario para creérsela, es generalmente más creativo.
Soy una mina más King Kong que Kate Moss. Soy de esas mujeres con
las que no se casa, con las que no se tiene hijos, hablo desde mi
lugar de mujer que es siempre demasiado todo lo que es, demasiado
agresiva, demasiado ruidosa, demasiado gorda, demasiado brutal,
demasiado ruda, siempre demasiado viril, según dicen. Sin embargo,
son mis cualidades viriles las que hacen que no sea un bicho raro más
entre otros. Todo lo que me gusta de mi vida, todo lo que me salvó,
se lo debo a mi virilidad. Por lo tanto escribo aquí como mujer no
apta para atraer la atención masculina, para satisfacer el deseo
masculino, y para conformarme con un lugar en la sombra. De ahí
escribo, como mujer no atractiva, pero ambiciosa, atraída por el
dinero que gano por mis medios, atraída por el poder, el de hacer y
de rehusar, atraída más bien por la ciudad que por el hogar,
siempre deseosa de vivir las experiencias
e
incapaz de conformarme con su relato. Me importa tres carajos
ponérsela dura a hombres que no me hacen soñar. Nunca me pareció
obvio que las chicas atractivas la pasaran tan bien. Siempre me sentí
fea, y me adapto a ello tanto más cuanto que esto me salvó de una
vida de mierda, en la que me hubiese tenido que fumar a tipos buenos
que nunca me hubiesen llevado más allá de la línea azul de las
Vosges3.
Estoy contenta conmigo, así, más deseante que deseable. De modo que
escribo desde ahí, desde aquellas, las no vendidas, las piradas, las
rapadas, las que no se saben vestir, las que tienen miedo de oler
mal, las que tienen el comedor podrido, las que no saben cómo
manejarse, a las que los hombres no les regalan nada, las que
cogerían con cualquiera con tal de que acepte cogérselas, las más
putas, las trolitas, las mujeres que siempre tienen la concha seca,
las que tienen panzas gordas, las que quisieran ser hombres, las que
creen que son hombres, las que sueñan con ser actrices porno, a las
que les chupan un huevo los hombres pero les interesan sus amigas,
las que tienen un culo gigante, las que tienen pelos tupidos y bien
negros y que no se van a depilar, las mujeres brutales, ruidosas, las
que rompen todo al pasar, a las que no les gustan las perfumerías,
las que se ponen rouge demasiado rojo, las que están demasiado mal
hechas para vestirse como calentonas pero que se mueren de las ganas,
las que quieren ir con ropa de hombre y barba por la calle, las que
quieren mostrar todo, las que son pudorosas por complejo, las que no
saben decir no, a las que encierran para someterlas, las que dan
miedo, las que dan lástima, las que no dan ganas, las que tienen la
piel fláccida, la cara llena de arrugas, las que sueñan con hacerse
un lifting, una liposucción, con que les rompan la nariz para
hacerse otra pero que no tienen dinero para hacerlo, las que ya están
demasiado feas, las que sólo cuentan con ellas mismas para
protegerse, las que no saben dar seguridad, a las que les importan
tres carajos sus hijos, a las que les gusta tomar hasta revolcarse
por el suelo de los bares, las que no saben portarse; lo mismo que, y
ya que estoy, para los hombres que no tienen ganas de ser
protectores, a los que les gustaría pero no saben cómo, los que no
saben pelear, los que lloran de buena gana, los que no son
ambiciosos, ni competitivos, ni bien dotados, ni agresivos, los que
son miedosos, tímidos, vulnerables, los que preferirían cuidar la
casa antes que ir a trabajar, los que son delicados, pelados,
demasiado pobres para gustar, a los que tienen ganas de que se la
pongan, los que no quieren que cuenten con ellos, los que tienen
miedo cuando están solos de noche.
Porque
el ideal de la mujer blanca, atractiva pero no puta, bien casada pero
no relegada, que trabaja pero sin ser muy exitosa, para no humillar a
su hombre, flaca pero no neurótica con la comida, que sigue
indefinidamente joven sin que la desfiguren los cirujanos estéticos,
que se siente plena con ser mamá pero no es acaparada por los
pañales y los deberes de la escuela, buena ama de casa pero no
sirvienta tradicional, culta pero menos que un hombre, esta mujer
blanca feliz que nos ponen siempre frente a los ojos, que deberíamos
esmerarnos para parecernos a ella, más allá de que parece aburrirse
mucho por poca cosa, de todas formas nunca me la crucé, en ningún
lugar. Creo que no existe.
«Por
cierto, si la mujer sólo existiera en las obras literarias
masculinas, la imaginaríamos como una criatura de gran importancia,
diversa, heroica y mediocre, magnífica y vil, infinitamente bella y
extremadamente repelente, con tanta grandeza como el hombre, y hasta
más, según algunos. Pero ahí se trata de la mujer a través de la
ficción. En realidad, como lo indicó el profesor Trevelyan,
la mujer era encerrada, golpeada y arrastrada a su cuarto.»4
Virginia
Woolf, Una
habitación propia5.
Desde
hace un tiempo, en Francia, no dejan de retarnos, por lo de los 70.
Que nos equivocamos de camino, y qué mierda hicimos con la
revolución sexual, y que nos creemos hombres o qué, y que con
nuestras boludeces, uno se pregunta dónde quedó la buena virilidad
de antes, la de papá y del abuelo, aquellos hombres que sabían
morir en la guerra y manejar un hogar con una sana autoridad. Y con
la ley de su parte. Nos cagan a pedos porque los hombres tienen
miedo. Como si tuviéramos algo que ver. Es verdaderamente
asombroso, y bastante moderno, ver a un dominante ponerse a chillar
porque el dominado no pone bastante de su parte... ¿Será que ahí
el hombre blanco realmente se dirige a las mujeres o más bien que
trata de expresar su sorpresa acerca del cariz que, globalmente,
toman sus asuntos? Sea como sea, no se puede concebir lo mucho que
nos retan, nos llaman al orden y nos controlan. Para algunos nos
hacemos demasiado las víctimas, para otros no cogemos como
deberíamos, o somos demasiado perras o demasiado enamoradas y
tiernas, pase lo que pase no entendimos nada, demasiado porno o no
bastante sensuales... Decididamente, esa revolución sexual era
tirarles margaritas a los chanchos. Hagamos lo que hagamos, siempre
hay alguien para molestarse en decir que es una mierda. Casi que era
mejor antes. ¿En serio?
Nací
en el 69. Fui al colegio mixto. Supe desde el curso preparatorio6
que la inteligencia escolar de los niños era la misma que la de las
niñas. Usé polleras cortas sin que nadie en mi familia se
preocupara nunca por mi reputación entre los vecinos. Tomé la
píldora con 14 años sin que sea complicado. Cogí en cuanto pude,
me encantó mal en aquel momento, y veinte años después el único
comentario que me inspira es: «qué buena onda». Me fui de casa
con 17 años y podía vivir sola, sin que a nadie le parezca mal.
Siempre supe que trabajaría, que no tendría que bancarme la
compañía de un hombre para que pague mi alquiler. Abrí una cuenta
bancaria a mi nombre sin ser consciente de pertenecer a la primera
generación de mujeres que lo podían hacer sin padre ni marido. Me
masturbé bastante tarde, pero ya conocía la palabra, porque la
había leído en libros muy claros que trataban del asunto: no era
un monstruo asocial porque me tocaba, aparte lo que hacía con mi
concha era cosa mía. Tuve sexo con cientos de tipos, sin
embarazarme nunca, de todas formas, sabía donde abortar, sin la
autorización de nadie, sin jugarme la vida7.
Me hice puta, paseé por la ciudad con tacones altos y escotes
profundos, sin rendir cuentas, cobré y gasté cada centavo por mí
ganado. Hice dedo, fui violada, volví a hacer dedo. Escribí una
primera novela que firmé con mi nombre de chica, sin imaginarme ni
un segundo que a la publicación me vendrían a recitar el alfabeto
de las fronteras que no hay que cruzar. Las mujeres de mi edad son
las primeras para las cuales es posible tener una vida sin sexo, sin
pasar por el casillero «convento». El matrimonio forzado se volvió
chocante. El deber conyugal ya no es una evidencia. Durante años,
estuve a miles de kilómetros del feminismo, no por falta de
solidaridad o de consciencia, sino porque, de hecho, durante mucho
tiempo ser de mi género no me impidió hacer casi nada. Ya que
tenía ganas de una vida de hombre, tuve una vida de hombre. O sea
que la revolución feminista sí tuvo lugar. Estaría bueno que nos
dejen de contar que éramos más plenas, antes. Algunos horizontes
se desplegaron, territorios repentinamente abiertos, como si siempre
lo hubiesen estado.
Está
bien, la Francia actual está lejos de ser la Arcadia8
para todos. No somos felices acá, ni las mujeres ni los hombres. No
tiene nada que ver con el respeto de la tradición de los géneros.
Podríamos quedarnos todas en la cocina con un delantal puesto y
tener hijos siempre que cogemos, no cambiaría en nada la bancarrota
del trabajo, del liberalismo, del cristianismo o del equilibrio
ecológico.
Es
un hecho: las mujeres de mi alrededor ganan menos dinero que los
hombres, ocupan puestos subalternos, ven normal el ser subvaloradas
cuando emprenden algo. Hay un orgullo de empleada doméstica al
tener que avanzar con dificultad, como si fuera útil, agradable o
sexy. Un goce servil al pensar que
servimos de escalón. No sabemos qué hacer con nuestro poder.
Siempre vigiladas por los hombres que se siguen metiendo en nuestros
asuntos y señalando lo que es bueno o malo para nosotras, pero
sobre todo por las otras mujeres, vía la familia, las revistas
femeninas, y el discurso corriente. Una tiene que aminorar su poder,
nunca valorado: «competente» para una mujer todavía quiere decir
«masculina».
Joan
Rivière,
psicoanalista de
principios del siglo XX, escribe en 1927 La
feminidad como mascarada9.
Estudia el caso de una mujer de tipo intermedio, es decir
heterosexual pero viril, que sufre porque siempre que se expresa en
público, le agarra un horrible miedo que le hace perder todas sus
facultades y se traduce en una necesidad obsesiva y humillante de
llamar la atención de los hombres.
«El
análisis reveló que su coquetería y sus guiñadas compulsivas
(...) se explicaban de la siguiente manera: se trataba de un intento
inconsciente para apartar la angustia que resultaría de las
represalias que teme por parte de las figuras paternas como
consecuencia de sus proezas intelectuales. La demostración en
público de sus capacidades intelectuales, que de por sí
representaba un logro, tomaba el sentido de una exhibición que
tendía a mostrar que poseía el pene del padre, después de haberlo
castrado. Una vez hecha la demostración, le agarraba un miedo
horrible de que el padre se vengue. Obviamente, se trataba de un
intento para apaciguar su venganza ofreciéndose a él sexualmente.»
Este
análisis brinda una herramienta de lectura para la rompiente de
«trolez» en la empresa pop actual. Ya sea que paseemos por la
ciudad, miremos MTV, un programa de variedades del primer canal10
o que hojeemos una revista femenina, llama la atención la explosión
del look perra extremo adoptado por muchas
chicas, que por otro lado les sienta muy bien. En realidad, es una
forma de disculparse, de tranquilizar a los hombres: «mirá lo
buena que estoy: a pesar de mi autonomía, mi cultura, mi
inteligencia, sigo aspirando sólo a gustarte» parecen clamar las
pibitas en tanga. Tengo la posibilidad de vivir otra cosa, pero
decido vivir la alienación vía las estrategias de seducción
más eficaces.
Uno
se puede asombrar, a primera vista, de que las pendejas adopten con
tal entusiasmo los atributos de la mujer-«objeto», que mutilen su
cuerpo y lo exhiban espectacularmente, cuando al mismo tiempo esta
joven generación valora a «la mujer respetable», es decir lejos
del sexo festivo. La contradicción sólo es aparente. Las mujeres
les dirigen a los hombres un mensaje tranquilizador: «no nos tengan
miedo». Vale la pena llevar una vestimenta incómoda, calzados que
traban el caminar, hacerse romper la nariz o hinchar los pechos,
matarse de hambre. Nunca ninguna sociedad exigió tantas pruebas de
sumisiones a las imposiciones estéticas, tantas modificaciones
corporales para feminizar un cuerpo. Al mismo tiempo, nunca ninguna
sociedad permitió tanta libre circulación corporal e intelectual
de las mujeres. El remarcar la feminidad parece una excusa después
de la pérdida de las prerrogativas masculinas, una manera de
tranquilizarse, tranquilizándolos. «Liberémonos, pero no
demasiado. Queremos jugar el juego, no queremos poderes vinculados
con el falo, no queremos asustar a nadie.» Las mujeres se
disminuyen espontáneamente, disimulan lo que acaban de adquirir, se
ponen en posición de seductoras, reintegrando su papel, de forma
tanto más ostensiva cuanto más saben -en el fondo- que ya sólo se
trata de un simulacro. El acceso a poderes tradicionalmente
masculinos se mezcla con el miedo al castigo. Desde siempre, el
salir de la jaula fue acompañado por sanciones brutales.
No
es tanto la idea de nuestra propia inferioridad la que asimilamos
-hayan sido las que hayan sido las violencias de las herramientas de
control, la historia cotidiana nos mostró que por naturaleza los
hombres no eran ni superiores, ni tan diferentes de la mujeres. Es la
idea de que nuestra independencia es nefasta la que está incrustada
hasta en nuestros huesos. Y transmitida por los medios, con
encarnizamiento: ¿cuántos artículos estos últimos veinte años
fueron escritos sobre las mujeres que asustan a los hombres, las que
están solas, castigadas por sus ambiciones o sus singularidades?
Como si ser viuda, abandonada, sola en tiempos de guerra o maltratada
fueran invenciones recientes. Siempre nos las tuvimos que arreglar
sin que nadie nos ayude. Pretender que los hombres y las mujeres se
llevaban mejor antes de los 70 es una falsedad histórica. Estábamos
menos tiempo juntos, nada más.
De
la misma manera, la maternidad se convirtió en la experiencia
femenina ineludible, valorada entre todas: dar la vida es fantástico.
La propaganda «pro-maternidad» raramente fue tan llamativa. Una
gastada, método contemporáneo y sistemático del doble apremio:
«Tengan hijos, es fantástico, se sentirán más mujer y más
cumplidas que nunca», pero ténganlos en una sociedad en
hundimiento, donde el trabajo asalariado es una condición de
supervivencia social, pero no está garantizado para nadie, y menos
para las mujeres. Den a luz en ciudades donde el alojamiento es
precario, donde la escuela desiste, donde los niños son sometidos a
las agresiones mentales más viciosas, vía la publicidad, la tele,
Internet, los vendedores de gaseosas y demás. Sin hijo, no hay
felicidad femenina, pero criar nenes en condiciones decentes será
casi imposible. De todas formas, es imprescindible que las mujeres
sientan que fracasan. Emprendan lo que emprendan, se debe poder
demostrar que lo hicieron mal. No hay actitud correcta,
necesariamente erramos al elegir, nos tienen por responsables de una
bancarrota que en realidad es colectiva, y mixta. Las armas en contra
de nuestro género son específicas, pero el método se aplica a los
hombres. Un buen consumidor es un consumidor inseguro.
Asombroso,
y desagradablemente revelador: la revolución feminista de los 70 no
dio lugar a ninguna reorganización acerca de la guarda de los niños.
De la gestión del espacio doméstico tampoco. Trabajos benévolos,
por ende femeninos. Seguimos en el mismo estado de artesanado. Tanto
política como económicamente, no ocupamos el espacio público, no
nos lo apropiamos. No creamos guarderías infantiles, ni los lugares
que necesitábamos para dejar a los niños; no creamos los sistemas
industrializados de limpieza a domicilio que nos hubiesen emancipado.
No nos apropiamos de estos sectores económicamente rentables, ni
para hacer fortuna, ni para ayudar a nuestra comunidad. ¿Por qué
nadie inventó el equivalente de Ikéa11
para la guarda de los niños, el equivalente de Macintosh para la
limpieza domiciliaria? Lo colectivo siguió siendo un modo masculino.
Carecemos de seguridad en cuanto a nuestra legitimidad para
apropiarnos de lo político -es lo menos que podemos hacer, a la
vista del terror físico y moral al que nuestra categoría sexual se
enfrenta. Como si otros fueran a ocuparse correctamente de nuestros
problemas, y como si nuestras preocupaciones específicas no fueran
tan importantes. Estamos equivocadas. Si parece obvio que las mujeres
se vuelven exactamente tan corruptibles y asquerosas como los hombres
al contacto con el poder, es innegable que ciertas consideraciones
son específicamente femeninas. Dejar de lado el ámbito político
como lo hicimos revela nuestras propias reticencias a la
emancipación. Es cierto que para pelear y tener éxito en política,
hay que estar dispuesta a sacrificar la feminidad, ya que hay que
estar dispuesta a luchar, triunfar, hacer alarde de potencia. Hay que
olvidarse de ser dulce, agradable, servicial, hay que permitirse
dominar al otro, públicamente. Hay que obrar sin su asentimiento,
ejercer el poder frontalmente, sin hacer melindres ni disculparse, ya
que escasos son los opositores que las felicitarán por vencerlos.
La
maternidad se volvió el aspecto más glorificado de la condición
femenina. También es, en Occidente, el ámbito en el que el poder de
la mujer más se acrecentó. Lo que es real desde hace mucho respecto
de las hijas, ese dominio total de la madre, ahora lo es también
para los hijos. La mamá sabe lo que está bueno para su hijo, nos lo
repiten en todos los tonos, llevaría intrínsecamente en ella ese
poder asombroso. Réplica doméstica de lo que se organiza en lo
colectivo: el Estado cada vez más vigilante sabe mejor que nosotros
lo que debemos comer, beber, fumar, ingerir, lo que estamos aptos
para ver, leer, entender, cómo tenemos que desplazarnos, gastar
nuestro dinero, distraernos. Cuando Sarkozy12
reclama la policía en las escuelas, o Royal13
el ejército en los barrios, no es una figura viril de la ley la que
introducen en los espacios de los niños, sino la prolongación del
poder absoluto de la madre. Sólo ella sabe castigar, encuadrar,
mantener a los niños en estado de dependencia prolongado. Un Estado
que se proyecta como una madre todopoderosa es un Estado fascistoide.
El ciudadano de una dictadura vuelve al estadio de bebé: le pone los
pañales, le da de comer, y lo mantiene en la cuna una fuerza
omnipresente, que sabe todo, que puede todo, que tiene todos los
derechos sobre él, por su propio bien. Le quita al individuo su
autonomía, su facultad de equivocarse, de ponerse en peligro.
Nuestra sociedad tiende a eso, posiblemente porque nuestro tiempo de
grandeza terminó hace mucho ya, experimentamos una regresión hacia
estadios de organización colectiva que infantilizan al individuo.
Tradicionalmente, los valores viriles son los de la experimentación,
de la toma de riesgo, de la ruptura con el hogar. Los hombres
estarían equivocados al alegrarse, o al sentirse protegidos cuando
la virilidad de las mujeres es despreciada, obstaculizada, señalada
como nefasta por todas partes. Su autonomía es tan cuestionada como
la nuestra. En nuestra sociedad liberal de vigilancia, el hombre es
un consumidor como cualquier otro, y no es deseable que tenga muchos
más poderes que una mujer.
El
cuerpo colectivo funciona como un cuerpo individual: si el sistema es
neurótico, engendra espontáneamente estructuras autodestructivas.
Cuando el inconsciente colectivo, a través de esas herramientas de
poder que son los medios y la industria del entretenimiento,
sobrevalora la maternidad no es por amor a lo femenino, ni por
benevolencia global. La madre investida de todas las virtudes,
implica que se prepara al cuerpo colectivo para una regresión
fascista. El poder otorgado por un Estado enfermo es necesariamente
sospechoso.
Hoy
en día se escuchan hombres lamentarse de que la emancipación
feminista los desviriliza. Extrañan un estadio anterior, cuando su
fuerza se arraigaba en la opresión femenina.
Olvidan
que esta ventaja política que les era dada siempre tuvo un costo:
los cuerpos de las mujeres sólo les pertenecen a los hombres a
cambio de que los cuerpos de los hombres le pertenezcan a la
producción, en tiempos de paz, al Estado, en tiempos de guerra. La
confiscación del cuerpo de las mujeres se produce al mismo tiempo
que se produce la confiscación del cuerpo de los hombres. Los únicos
ganadores en este asunto son unos pocos dirigentes.
El
soldado más famoso de la guerra en Irak es una mujer. Ahora, los
Estados mandan a sus pobres al frente. Los conflictos armados se
volvieron territorios mixtos. Cada vez más, la polaridad en la
realidad se define en función de la clase social.
Los
hombres denuncian con virulencia injusticias sociales o raciales,
pero se muestran indulgentes y comprensivos cuando se trata de
dominación machista. Muchos son los que quieren explicar que la
lucha feminista es secundaria, un deporte de ricos, sin pertinencia
ni emergencia. Hay que ser cretino, o desagradablemente deshonesto,
para encontrar una opresión insoportable y la otra llena de poesía.
De
la misma manera, a las mujeres les convendría pensar mejor las
ventajas del acceso de los hombres a una paternidad activa, antes que
aprovecharse del poder que se les otorga políticamente, vía la
exaltación del instinto maternal. La mirada del padre sobre el hijo
constituye una revolución en potencia. Entre otras cosas, les pueden
transmitir a las hijas que tienen una existencia propia, más allá
del mercado de la seducción, que son capaces de fuerza física, de
espíritu de empresa y de independencia, y valorarlas por esta
fuerza, sin temor a un castigo inherente. Les pueden señalar a los
hijos que la tradición machista es una trampa, una severa
restricción de las emociones, al servicio del ejército y del
Estado. Porque la virilidad tradicional es una empresa tan mutiladora
como la asignación de la feminidad. ¿Cuáles son, exactamente, las
exigencias para ser un hombre, un hombre de verdad? Represión de las
emociones. Callar su sensibilidad. Avergonzarse de su delicadeza, de
su vulnerabilidad. Dejar la infancia brutal y definitivamente: los
hombres-niños no tienen buena prensa. Estar angustiado por el tamaño
de su pija. Saber hacer acabar a las mujeres sin que sepan o quieran
indicar el camino que hay que seguir. No mostrar su debilidad.
Amordazar su sensualidad. Vestirse con colores apagados, siempre
tener el mismo calzado ordinario, no jugar con su pelo, no llevar
muchas joyas, ni ningún maquillaje. Tener que dar el primer paso,
siempre. No tener ninguna cultura sexual para mejorar su orgasmo. No
saber pedir ayuda. Tener que ser valiente, por más que no se tenga
ganas. Valorar la fuerza, sea cual sea su carácter. Dar muestras de
agresividad. Tener un acceso restringido a la paternidad. Ser exitoso
socialmente, para poder pagarse las mejores mujeres. Temer su
homosexualidad porque un hombre, un hombre de verdad, no debe ser
penetrado. No jugar con muñecas en la infancia, conformarse con
autitos y armas de plástico súper feas. No cuidar mucho su cuerpo.
Ser sumiso a la brutalidad de los otros hombres, sin quejarse. Saber
defenderse, por más que uno sea dulce. Estar separado de su
feminidad, simétricamente a las mujeres que renuncian a su
virilidad, no en función de las necesidades de una situación o de
un carácter, sino en función de lo que exige el cuerpo colectivo.
Para que, siempre, las mujeres le den los hijos a la guerra, y que
los hombres acepten ir a la muerte para salvar los intereses de tres
o cuatro cretinos de vista corta.
Si
no avanzamos hacia esta incógnita que es la revolución de los
géneros, sabemos exactamente hacia qué retrocedemos. Un Estado
todopoderoso que nos infantiliza, interviene en todas nuestras
decisiones, por nuestro propio bien, que -con el pretexto de
protegernos mejor- nos mantiene en la infancia, la ignorancia, el
miedo a la sanción, a la exclusión. El trato preferente que hasta
ahora estaba reservado a las mujeres, con la vergüenza como
herramienta de vanguardia para mantenerlas en el aislamiento, la
pasividad, el inmovilismo, podría extenderse a todos. Entender las
mecánicas de nuestra inferiorización, y cómo nos llevan a ser sus
mejores vigilantes, es entender las mecánicas de control de toda la
población. El capitalismo es una religión igualitaria, en el
sentido de que nos somete a todos, y lleva a cada uno a sentirse
atrapado, como lo están todas las mujeres.
«En
Estados Unidos y en otros países capitalistas, las leyes sobre la
violación primero fueron pensadas para proteger a los hombres de
las clases altas, cuyas hijas y esposas podían ser atacadas. Lo que
les pasaba a las mujeres de las clases obreras no le importaba mucho
a la justicia; por eso muy pocos hombres blancos fueron inculpados
por los crímenes sexuales que les infligieron a estas mujeres.»
Angela
Davis, Women,
race, and class,
198114.
Imposible
violar a esta mujer llena de vicios15
Julio
del 86, tengo 17 años. Somos dos chicas, con pollera corta, llevo
medibachas rayadas y unas Converse bajas rojas. Volvemos de Londres
donde gastamos en discos, tinturas y diversos accesorios con clavos
todo el dinero que teníamos, así que ni un mango para el viaje de
vuelta. La remamos para llegar a Dover16
haciendo dedo, nos lleva todo el día, y después para pagar el
ferry pedimos dinero al lado mismo de la boletería, cuando llegamos
a Calais17
ya es bien de noche. Durante la travesía, buscamos a personas
viajando con el auto18
que nos podrían acercar un poco. Dos Italianos más bien lindos,
que fuman porro, nos llevan hasta las puertas de París. Y ahí
estamos, en plena noche en una estación de servicio, en alguna
parte del periférico19.
Decidimos esperar a que llegue el día y los camioneros con él,
para encontrar a uno que fuera directamente a Nancy20.
Damos vueltas en el estacionamiento, en la tienda, no hace tanto
frío.
Auto
con tres tipos, blancos, típicos habitantes de los suburbios de la
época, birras, porros, hablan de Renaud, el cantante. Como son
tres, al principio, nos negamos a subir con ellos. Se toman la
molestia de ser realmente copados, hacer chistes y charlar. Nos
convencen de que es una lástima esperar al oeste de París cuando
nos podrían dejar al este, donde nos será más fácil encontrar a
alguien. Y subimos al auto. De las dos chicas, soy la que más
cancha tiene, la más bocona, la que decide que está todo bien. En
el momento en que las puertas se cierran, sin embargo, ya sabemos
que nos estamos mandando una cagada. Pero en lugar de gritar:
«bajamos» a lo largo de los pocos metros en los que todavía
estamos a tiempo, las dos pensamos que hay que dejar de
paranoiquearse y de ver violadores por todas partes. Llevamos más
de una hora hablando con ellos, sólo tienen pinta de ser unos
pajeros, divertidos, para nada agresivos. Desde aquel entonces, esa
cercanía quedó entre las cosas indelebles: cuerpos de hombres en
un lugar cerrado en el que estamos encerradas, con ellos, pero no
iguales a ellos. Nunca iguales, con nuestros cuerpos de mujeres.
Nunca a salvo, nunca las mismas que ellos. Somos del sexo del miedo,
de la humillación, el sexo extranjero. Sobre esta exclusión de
nuestros cuerpos se construyen las virilidades, su famosa
solidaridad masculina, es en esos momentos que se conforma. Un pacto
fundado en nuestra inferioridad. Sus risas de chabones, entre ellos,
la risa del más fuerte, en número.
Mientras
pasa, fingen no saber exactamente qué está pasando. Porque tenemos
polleras cortas, una con el pelo verde, la otra naranja,
necesariamente «cogemos como conejos», entonces
lo
que está ocurriendo no es del todo una violación. Como en la
mayoría de las violaciones, me imagino. Me imagino que, desde aquel
día, ninguno de estos tres tipos se identifica como violador.
Porque lo que hicieron, ellos, es otra cosa. De a tres con un rifle
contra dos chicas que golpearon hasta hacerlas sangrar: eso no es
violación. Prueba de ello: si realmente no hubiésemos querido que
nos violaran, hubiésemos preferido morir, o hubiésemos logrado
matarlos. Desde el punto de vista de los agresores -de alguna forma
se las arreglan para creerlo- aquellas a quienes les pasa, mientras
salgan con vida de ello, es que no les disgustaba tanto. Es la única
explicación que le encontré a esta paradoja: en cuanto se publicó
Baise-moi21,
conocí mujeres que me venían a contar «fui violada, cuando tenía
tantos años, en tales circunstancias». Esto se repetía hasta tal
punto que ya era molesto y, al principio, hasta me pregunté si
mentían. Está en nuestra cultura, desde la Biblia y la historia de
José en Egipto, la palabra de la mujer que acusa al hombre de
violación antes que nada es una palabra que se pone en duda. Y
terminé por aceptarlo: pasa todo el tiempo. He aquí un acto
unificador, que conecta a todas las clases, sociales, de edades, de
bellezas y hasta de caracteres. ¿Cómo explicar entonces que nunca
se escuche la otra parte: «Violé a Fulana, tal día, en tales
circunstancias»? Porque los hombres siguen haciendo lo que las
mujeres aprendieron a hacer durante siglos: nombrarlo de otra forma,
adornar, ingeniárselas, sobre todo no usar la
palabra para describir lo que hicieron. «Forzaron un poco a una
chica», «se fueron un poco a la mierda», estaba «demasiado
borracha» o era una ninfómana que fingía no querer: pero si pudo
ser, es que en el fondo la chica consentía. Que haga falta
golpearla, amenazarla, juntarse de a varios para obligarla y que
llore antes durante y después no cambia nada: en la mayoría de los
casos, el violador se acomoda con su consciencia, no hubo violación,
sólo fue una trola que no se asume y que bastó con saber
convencer. A no ser que también sea difícil llevarla, del otro
lado. No se sabe, no lo hablan.
Sólo
a los psicópatas graves, a los violadores
en serie que cortan conchas con botellas rotas, o
a los pedófilos que atacan a las niñas, se les identifica en la
cárcel. Porque los hombres condenan la violación. Lo que
practican, siempre es otra cosa.
Muy
seguido dicen que el cine porno aumenta el número de violaciones.
Hipócrita y absurdo. Como si la agresión sexual fuera una
invención reciente, y que hiciera falta introducirla en las mentes
con películas. En cambio, el que los machos franceses no hayan ido
a la guerra desde los años sesenta y la guerra de Argelia,
seguramente aumenta las violaciones «civiles». La vida militar era
una ocasión regular para practicar la violación colectiva, «por
una buena causa». Antes que nada es una
estrategia guerrera, que es parte de la virilización del grupo que
la comete mientras debilita al grupo adverso al proceder a su
hibridación, y ello desde que las guerras de conquista existen. Que
dejen de querer hacernos creer que la violencia sexual en contra de
las mujeres es un fenómeno reciente, o propio de cualquier grupo.
Los
primeros años, evitamos hablar de lo que sucedió. Tres años
después, en las cuestas de la Croix
Rousse22,
una chica a quien
quiero mucho es violada en su casa, sobre la mesa de la cocina, por
un tipo que la siguió desde la calle. El día en que me entero,
estoy trabajando en un pequeño negocio de discos, Attaque
Sonore, en la
ciudad vieja de
Lyon. Día
hermoso, sol, mucha luz de verano sobre las paredes de las calles
angostas de la ciudad vieja, viejas piedras de sillería pulidas,
blancas tirando a amarillo y naranja. Los muelles del Saône23,
los puentes, las
fachadas de las casas. Siempre me impactó lo hermoso que era, y
aquel día particularmente. La violación no turba ninguna
tranquilidad, ya está contenida en la ciudad. Cerré el negocio y
salí a caminar. Me sublevó más que cuando nos pasó a nosotras.
Entendí a través de la historia de ella que era algo que una
contrae y de lo que no se deshace más. Inoculado. Hasta ahí,
pensaba que me la había bancado bien, que tenía la piel dura y
otras cosas que hacer en la vida que dejar que tres pelotudos me
traumaticen. Sólo al observar que yo asimilaba su violación con un
acontecimiento muy importante después del que ya nada volverá a
ser como antes, acepté escuchar, de rebote, lo que sentía por
nosotras.
Herida de una guerra que se debe disputar en el silencio y la
oscuridad.
Tenía
veinte años cuando le pasó, no tenía muchas ganas de que me
hablaran de feminismo. No era suficientemente punk-rock, demasiado
correcto. Después de su agresión, cambié de opinión y seguí
durante un fin de semana un curso de escucha de «Stop Viol», una
guardia telefónica, para hablar después de una agresión, o para
conseguir información jurídica. Apenas había comenzado y ya
estaba renegando internamente: ¿por qué se le aconsejaría a
quienquiera que hiciera una denuncia? Me costaba entender el interés
de ir a ver a los canas, si no era para que funcione un seguro.
Declararse víctima de una violación, en una comisaría, pensaba
instintivamente que era volver a ponerse en peligro. La ley de los
yutas, es la de los hombres. Luego, una interventora explicó: «La
mayoría de las veces, una mujer que habla de su violación empezará
por llamarla de otra forma». Interiormente, sigo resoplando:
«Cualquiera». Eso sí que me parece altamente improbable: ¿por
qué no usarían esta palabra, y qué sabe, la que está hablando?
¿Acaso cree que todas nos parecemos? De repente, me freno sola en
mi arranque: ¿qué hice, yo, hasta ahora? Las escasas veces -la
mayoría de las cuales estaba bien borracha- en las que quise hablar
del tema, ¿usé la palabra? Nunca. Las escasas veces en que intenté
contar «eso», eludí la palabra «violación»: «agresión», «me
jodieron», «me agarraron», «un garrón», whatever2...
Es que mientras no lleve su nombre, la agresión pierde su
especificidad, se puede confundir con otras agresiones, por ejemplo
que te afanen, que te lleven los canas, que te demoren, o que te
caguen a palos. Esta estrategia de la miopía tiene su utilidad.
Porque a partir del momento en que una le dice violación a su
violación, todo el aparato de vigilancia de las mujeres se pone en
marcha: ¿querés que se sepa lo que te pasó? ¿Querés que todo el
mundo te vea como una mujer a la que le pasó? ¿Y, de todas formas,
cómo podés haber salido viva de eso sin ser una trola patentada?
Una mujer que aprecia su dignidad hubiese preferido que la maten. Mi
supervivencia, en sí, es una prueba que habla en mi contra. El
hecho de estar más aterrorizada al pensar que me podían matar que
traumada por los pijazos de los tres hijos de puta, parecía algo
monstruoso: nunca lo había escuchado decir, en ninguna parte. Por
suerte, como punky practicante, me las podía arreglar sin mi pureza
de mujer bien. Porque hay que estar traumada por una violación, hay
una serie de marcas visibles que hay que respetar: miedo a los
hombres, a la noche, a la autonomía, asco al sexo y otras
jocosidades. Te lo repiten de mil y una maneras: es grave, es un
crimen, los hombres que te quieren, si lo llegan a saber, se van a
volver locos de dolor y de rabia (la violación también es un
diálogo privado en el que un hombre les declara a los demás: cojo
a sus mujeres a las apuradas). Pero el consejo más razonable, por
un montón de razones, sigue siendo: «no se lo digas a nadie».
Ahogate, entonces, entre las dos exhortaciones. Morite, perra, como
suelen decir.
la
palabra es evitada. A causa de todo lo que encubre. En el campo de
las agredidas, como en el de los agresores, se elude el término. Es
un silencio cruzado.
Los
primeros años, después de la violación, sorpresa penosa: los
libros no me serán de ayuda alguna. Nunca me había pasado. Cuando,
por ejemplo, en 1984, fui internada unos meses, mi primera reacción,
al salir, fue leer. Le
pavillon des enfants fous24,
Vol au-dessus d'un nid de coucous25,
Quand j'avais cinq ans je m'ai tué26,
y los ensayos sobre la psiquiatría, el internamiento, la vigilancia,
la adolescencia. Los libros estaban, hacían compañía, lo hacían
posible, decible, compartible. Cárcel, enfermedad, malos tratos,
drogas, abandonos, deportaciones, todos los traumas tienen su
literatura. Pero este trauma crucial, fundamental, definición
primera de la feminidad, «la que se puede tomar sin permiso y debe
seguir indefensa», este trauma no entraba en literatura. Después de
haber pasado por la violación, ninguna mujer había recurrido a las
palabras para convertirla en un tema de novela. Nada, ni que guíe,
ni que acompañe. No pasaba a lo simbólico. Es extraordinario que
entre mujeres no se les diga nada a las más chicas, absolutamente
ninguna transmisión de saber, de consignas de supervivencia, de
consejos prácticos sencillos. Nada.
Por
fin, en 1990, me voy a París a un recital de los Limbomaniacs, TGV27,
leo Spin.
Una tal Camille Paglia publica ahí un artículo que me llama la
atención y empieza por causarme gracia, en el que describe el efecto
que le producen los jugadores en la cancha, fascinantes bestias de
sexo llenas de agresividad. Empezaba su nota con toda esta rabia
guerrera y cuanto le gustaba, este alarde de sudor y de muslos
musculosos en acción. Lo cual, de una cosa a la otra, la llevaba al
tema de la violación. Olvidé sus palabras exactas. Pero, en
sustancia decía: «Es un riesgo inevitable, es un riesgo que las
mujeres tienen que tomar en cuenta y aceptar correr si quieren salir
de sus casas y circular libremente. Si te pasa, parate, dust
yourself28
y superalo. Y si te da demasiado miedo, quedate en lo de mamá y
ocupate de hacerte la manicura». Me indignó, en el momento. Náusea
de defensa. En los minutos siguientes, esta sensación de gran calma
interior: atontada. Estación de Lyon29,
ya era de noche, llamaba a Caroline, siempre la misma amiga, antes de
irme rumbo al norte para encontrar la sala en la calle Ordener30.
La llamaba, sobreexcitada, para hablarle de esta
Ítalo-estadounidense, que tenía que leer esto y decirme lo que
opinaba. La dejó atontada a Caroline, igual que a mí.
Desde
aquel día, nunca más nada fue compartimentado, cerrado con cerrojo,
como antes. Pensar por primera vez la violación de una manera nueva.
Hasta ahí, el tema había sido tabú, tan minado que no nos
permitíamos decir otra cosa que «qué horror» y «pobres chicas».
Por
primera vez, alguien valoraba la facultad de superarlo antes que
hablar extensamente y con complacencia del repertorio de los traumas.
Desvalorización de la violación, de su alcance, de su resonancia.
No anulaba nada de lo que había pasado, no borraba nada de lo que
habíamos aprendido aquella noche.
Camille
Paglia es, sin lugar a duda, la más controvertida de las feministas
estadounidenses. Proponía pensar la violación como un riesgo que
hay que tomar, inherente a nuestra condición de chicas. Una libertad
inaudita, de desdramatización. Sí, habíamos estado afuera, un
espacio que no era para nosotras. Sí, habíamos vivido, en lugar de
morir. Sí, llevábamos polleras cortas y estábamos solas sin un
hombre con nosotras, de noche, sí habíamos sido estúpidas, y
débiles, incapaces de cagarlos a trompadas, débiles como las chicas
aprenden a serlo cuando las agreden. Sí, nos había pasado, pero por
primera vez, entendíamos lo que habíamos hecho: habíamos salido a
la calle porque en lo de papá y mamá no pasaba gran cosa. Habíamos
asumido el riesgo, habíamos pagado el precio, y mejor que
avergonzarnos de estar vivas, podíamos decidir pararnos y superarlo
lo mejor posible. Paglia nos permitía imaginarnos como guerreras, ya
no responsables personalmente de lo que bien se habían buscado, sino
víctimas ordinarias de lo que hay que esperar sobrellevar si una es
mujer y se quiere aventurar afuera. Era la primera en sacar la
violación de la pesadilla absoluta, de lo no dicho, de lo que sobre
todo no debe pasar nunca. La convertía en una circunstancia
política, algo que había que aprender a bancarse. Paglia cambiaba
todo: ya no se trataba de negar, ni de sucumbir, se trataba de vivir
con.
Verano
del 2005, Filadelfia, estoy frente a Camille Paglia, hacemos una
entrevista para un documental. Muevo la cabeza con entusiasmo al
escuchar lo que dice. «En los años 60, en los campus, las chicas
estaban encerradas en los dormitorios comunes a las diez de la noche,
mientras los chicos hacían lo que querían. Preguntamos «¿por qué
esta diferencia de trato?» nos explicaron «porque el mundo es
peligroso, corren el riesgo de ser violadas», contestamos «entonces
dennos el derecho de arriesgarnos a ser violadas».
Una
de las reacciones suscitadas por el relato de mi historia, fue esta:
«¿Y volviste a hacer dedo, después?» Porque contaba que no se lo
había dicho a mis padres, porque tenía miedo que me encerraran con
tres vueltas de llave, por mi propio bien. Porque sí, volví a hacer
dedo. Menos confiada, menos agradable, pero lo hice de nuevo. Hasta
que otros punks me dieron la idea de viajar en tren sin pagar a pesar
de las multas31,
no conocía otra forma de ir a un recital en Toulouse32
un jueves y a otro en Lille33
un sábado. Y en aquella época, ir a recitales era más importante
que cualquier otra cosa. Justificaba el ponerse en peligro. Nada
podía ser peor que quedarme en mi habitación, lejos de la vida
cuando pasaban tantas cosas afuera. Así que seguí llegando a
ciudades donde no conocía a nadie, seguí quedándome sola en las
estaciones hasta el cierre para pasar la noche ahí, o durmiendo en
las alamedas de edificios esperando el tren del día siguiente. Seguí
actuando como si no fuera una chica. Y si nunca más fui violada, me
arriesgué a serlo cien veces después, tan sólo al estar mucho
afuera. Lo que viví, en aquella época, con aquella edad, era
irreemplazable, mucho más intenso que encerrarme en el colegio para
aprender la docilidad, o que quedarme en casa leyendo revistas. Eran
los mejores años de mi vida, los más instructivos y atronadores, y
todas las mierdas que vinieron con ellos, encontré los recursos para
vivirlas.
Pero
evité escrupulosamente contar mi historia porque sabía de antemano
cual iba a ser la sentencia: «ah, así que después seguiste
haciendo dedo. Si no te calmó, es que te debe haber gustado». Ya
que con la violación, siempre hace falta demostrar que una realmente
no consentía.
La
culpa está como sometida a una atracción moral no enunciada, según
la cual ésta siempre se inclina del lado de la mujer a la que se la
pusieron, antes que del lado del tipo que golpeó.
Cuando
la película Baise-moi3
fue sacada de la cartelera, muchas mujeres -los hombres no se
atrevieron a pronunciarse sobre este punto- consideraron importante
el afirmar públicamente: «Qué horror, que la gente sobre todo no
piense que la violencia es una solución contra la violación». ¿En
serio? Nunca se escucha hablar en la sección “policiales” de
chicas solas o en grupos, que arrancan las pijas con los dientes
durante las agresiones, que encuentran a los agresores para matarlos,
o cagarlos a piñas. Sólo existe, por ahora, en las películas
dirigidas por hombres. La
dernière maison sur la gauche34,
de Wes Craven, L’Ange
de la vengeance27,
de Ferrara, I
spit on your grave35,
de Meir Zarchi, por
ejemplo. Las tres películas empiezan por violaciones más o menos
horribles (más bien más que menos, por lo demás). Y detallan en
una segunda parte las venganzas ultra sangrientas que las mujeres les
infligen a sus agresores. Cuando hombres crean personajes femeninos,
muy pocas veces lo hacen con el objetivo de tratar de entender lo que
viven y sienten como mujeres. Más bien es una forma de poner en
escena su sensibilidad de hombres, en un cuerpo de mujer. Volveré
sobre este punto con el porno, que sigue la misma lógica. Así que
en estas tres películas, vemos cómo reaccionarían los hombres ante
la violación, si estuvieran en el lugar de las mujeres. Baño de
sangre de una violencia despiadada. El mensaje que nos dirigen está
claro: ¿cómo es que no se defienden más brutalmente? Lo
sorprendente, de hecho, es que no reaccionemos así. Una empresa
política ancestral, implacable, les enseña a las mujeres a no
defenderse. Como de costumbre, doble apremio: hacernos saber que no
hay nada más grave, y al mismo tiempo, que no debemos ni
defendernos, ni vengarnos. Sufrir, y no poder hacer otra cosa. Es la
espada de Damocles entre los muslos.
Pero
hay mujeres que sienten la necesidad de seguir afirmándolo: la
violencia no es una solución. Sin embargo, cuando llegue el día en
que los hombres tengan miedo que les laceren la pija a cuterazos
cuando se cogen a una chica obligándola, de repente sabrán
controlar mejor sus pulsiones «masculinas», y entender lo que
quiere decir «no». Hubiese preferido, aquella noche, ser capaz de
extirparme lo que le inculcaron a mi sexo, y degollarlos a todos, uno
por uno. Antes que vivir siendo esta persona que no se atreve a
defenderse, porque es una mujer, porque la violencia no es su
territorio, y porque la integridad física del cuerpo de un hombre es
más importante que la de una mujer.
Durante
esta violación, tenía en el bolsillo de mi Teddy rojo y blanco una
sevillana, mango negro rutilante, mecánica impecable, hoja fina pero
larga, afilada, lustrada, brillante. Una sevillana que esgrimía con
bastante facilidad, en aquellos tiempos globalmente confusos. Me
había encariñado con ella, a mi manera había aprendido a usarla.
Aquella noche, se quedó escondida en mi bolsillo y lo único que
pensé respecto a esta hoja fue: ojalá no la encuentren, ojalá no
decidan jugar con ella. Ni siquiera pensé en usarla. Desde el
momento en que entendí lo que nos estaba pasando, estuve convencida
de que eran más fuertes. Una cuestión de disposición mental. Desde
entonces, estoy convencida de que si nos hubiesen querido robar las
camperas, mi reacción hubiese sido distinta. No era temeraria, pero
sí inconsciente. Pero, en aquel preciso momento, me sentí mujer,
desagradablemente mujer, como nunca lo había sentido antes, como
nunca más lo sentí después. Defender mi propia vida no me permitía
herir a un hombre. Creo que hubiese reaccionado de la misma manera si
hubiese sido un solo chico contra mí. El proyecto de violación es
lo que volvía a hacer de mí una mujer, una persona esencialmente
vulnerable. Las niñas son amaestradas para nunca hacerles daño a
los hombres, y las mujeres son llamadas al orden cada vez que van en
contra de la regla. A nadie le gusta saber lo cobarde que es. Nadie
lo quiere saber en carne propia. No me tengo bronca por no haberme
atrevido a matar a uno. Le tengo bronca a una sociedad que me educó
sin nunca enseñarme a herir a un hombre si me abre las piernas por
la fuerza, cuando esta misma sociedad me inculcó la idea de que era
un crimen que no debía poder superar. Y sobre todo me pone loca de
rabia que frente a tres hombres, un rifle y atrapada en un bosque del
que no se puede escapar corriendo, me siga sintiendo, hasta el día
de hoy, culpable por no haber tenido el valor de defendernos con un
cuchillito.
Al
final, uno de ellos encuentra esta hoja, se la enseña a los demás,
sinceramente sorprendido de que no la haya sacado. «Entonces es que
le gustaba.» Los hombres, con toda sinceridad, ignoran hasta qué
punto el dispositivo de castración de las chicas es imparable, hasta
qué punto todo está escrupulosamente organizado para garantizar que
triunfen sin arriesgar gran cosa, cuando atacan mujeres. Creen, con
falsa inocencia, que su superioridad se debe a su gran fuerza. No les
molesta pelear rifle contra sevillana. Consideran que el combate es
igualitario los bienaventurados cretinos. Este es el secreto de su
tranquilidad de espíritu.
Es
asombroso que en el 2006, cuando tanta gente anda por ahí con
minúsculas computadoras celulares en el bolsillo, cámaras,
teléfonos, agendas, música, no exista absolutamente ningún objeto
que una se pueda meter en la concha cuando sale a dar una vuelta
afuera, y que le despedazaría la poronga al primer hijo de puta que
se mete ahí. Quizás el volver el sexo femenino inaccesible por la
fuerza no sea deseable. La mujer tiene que seguir siendo abierta, y
temerosa. ¿Sino, qué definiría la masculinidad?
Post
violación, la única actitud tolerada consiste en volver la
violencia contra una misma. Engordar veinte kilos, por ejemplo. Salir
del mercado sexual, ya que una ha sido estropeada, sustraerse una
misma al deseo. En Francia, no matan a las mujeres a quienes les
pasó, pero se espera de ellas que tengan la decencia de señalarse
como mercancía deteriorada, contaminada. Putas o afeadas, que salgan
espontáneamente del vivero de las desposables.
Porque
la violación fabrica a las mejores putas. Una vez violentadas, a
veces conservan a flor de piel una marchitez que les gusta a los
hombres, algo desesperado y atractivo. Muchas veces, la violación es
iniciática, talla la carne viva para hacer a la mujer regalada, que
ya nunca se vuelve a cerrar del todo. Estoy segura de que hay como un
olor, algo que los machos notan, y que les excita más.
Se
obstinan en hacer de cuenta que la violación es extraordinaria y
periférica, fuera de la sexualidad, evitable. Como si sólo
concerniese a poca gente, agresores y víctimas, como si fuera una
situación excepcional, que no dice nada del resto. Cuando, al
contrario, está en el centro, en el corazón, base de nuestras
sexualidades. Ritual de sacrificio central, está omnipresente en las
artes, desde la Antigüedad, representada por los textos, las
estatuas, las pinturas, una constante a lo largo de los siglos. Tanto
en los jardines de París como en los museos, representaciones de
hombres forzando a mujeres. En Las
metamorfosis
de Ovidio, pareciera que los dioses se la pasan queriendo agarrar a
mujeres que no están de acuerdo, obteniendo lo que quieren por la
fuerza. Fácil, para ellos que son dioses. Y cuando se embarazan,
también son el blanco de la venganza de las mujeres de los dioses.
La condición femenina, su alfabeto. Siempre culpables por lo que nos
hacen. Criaturas consideradas como responsables del deseo que
suscitan. La violación es un programa político preciso: esqueleto
del capitalismo, es la representación cruda y directa del ejercicio
del poder. Designa a un dominante y organiza las leyes del juego para
permitirle ejercer su poder sin restricción. Robar, arrancar,
arrebatar, imponer, que su voluntad se ejerza sin trabas y que goce
de su brutalidad, sin que el bando adverso pueda manifestar
resistencia. Goce de la anulación del otro, de su palabra, de su
voluntad, de su integridad. La violación, es la guerra civil,
la
organización política por la cual un sexo le declara al otro: tomo
todos los derechos sobre vos, te obligo a sentirte inferior,
culpable y degradada.
La
violación, es lo propio del hombre, no son la guerra, la caza, el
deseo crudo, la violencia o la barbarie, sino realmente la
violación, de la que las mujeres -hasta ahora- nunca se apropiaron.
La mística masculina debe ser construida como peligrosa, criminal,
incontrolable por naturaleza. Como tal, debe ser rigurosamente
vigilada por la ley, regentada por el grupo. Detrás del velo del
control de la sexualidad femenina aparece el objetivo original de lo
político: formar el carácter viril como asocial, pulsional,
brutal. Y antes que todo, la violación le hace de vehículo a esta
constatación: el deseo del hombre es más fuerte que él, es
impotente para dominarlo. Todavía se escucha bastante seguido:
«gracias a las putas, hay menos violaciones», como si los machos
no se pudieran contener, como si se tuvieran que descargar de una
forma u otra. Creencia política construida, pero no la evidencia
natural -pulsional- que quieren que creamos. Si la testosterona los
convirtiera en animales con pulsiones indomables, matarían tan
fácilmente como violan. Y está lejos de ser el caso. Los discursos
sobre la cuestión de lo masculino están sembrados de residuos de
oscurantismos. La violación, el acto condenado del que no se debe
hablar, sintetiza un conjunto de creencias fundamentales acerca de
la virilidad.
Existe
esta fantasía de la violación. Esta fantasía sexual. Si realmente
quiero hablar de «mi» violación, tengo que pasar por eso. Es una
fantasía que tengo desde que soy pequeña. Diría que se trata de
un vestigio de la poca educación religiosa que recibí,
indirectamente, a través de los libros, de la tele, de los
compañeritos de la escuela, de los vecinos. Las santas, atadas,
quemadas vivas, las mártires fueron las primeras imágenes que
provocaron en mí emociones eróticas. La idea de ser entregada,
forzada, obligada es una fascinación morbosa y excitante para la
niña que soy en aquel entonces. Más adelante, no me deshago más
de estas fantasías. Estoy segura de que muchas mujeres prefieren no
masturbarse, pretendiendo que no les interesa, antes que saber lo
que les excita. No todas somos iguales, pero no soy la única en mi
caso. Estas fantasías de violación, de ser tomada por la fuerza,
en condiciones más o menos brutales, que declino a lo largo de mi
vida masturbatoria, no me vienen «out
of the
blue»36.
Es un dispositivo cultural preciso que se impone, y predestina la
sexualidad de las mujeres para que gocen de su propia impotencia, o
sea de la superioridad del otro, tanto como para que disfruten a
pesar suyo, antes que como trolas a quienes les gusta el sexo. En la
moral judeocristiana, es mejor ser tomada por la fuerza antes que
ser tomada por una perra, nos lo repitieron bastante. Hay una
predisposición femenina al masoquismo, no viene de nuestras
hormonas, ni de los tiempos de las cavernas, sino de un sistema
cultural preciso, y tiene muchas implicaciones incómodas para el
uso que podemos hacer de nuestras independencias. Aunque voluptuosa
y excitante, también es desventajosa: el ser atraídas por lo que
destruye nos mantiene alejadas del poder.
En
el caso preciso de la violación, plantea el problema del
sentimiento de culpa: ya que muchas veces lo fantaseé, soy
corresponsable de mi agresión. Para colmo, de este tipo de
fantasías no se habla. Sobre todo si una fue violada. Lo más
probable es que seamos muchas en esta misma situación, que
aguantamos la violación estando previamente familiarizadas con
fantasías de este tipo. Sin embargo, sólo hay silencio al
respecto, porque lo indecible puede socavar sin trabas.
Cuando
el chico se da vuelta y declara: «se acabó la joda» al pegarme la
primera piña, lo que me aterroriza no es la penetración, sino la
idea de que nos vayan a matar. Para que después no podamos hablar.
Ni hacer una denuncia, ni testimoniar. En suma, es lo que hubiese
hecho, en su lugar. Del miedo a la muerte, me acuerdo con precisión.
Esta sensación blanca, una eternidad, no ser más nada, no ser más
nada ya. Se asemeja más a un trauma de guerra que al trauma de
violación, tal como lo leo en los libros. Es la posibilidad de la
muerte, la proximidad de la muerte, la sumisión al odio
deshumanizado de los demás lo que vuelve aquella noche indeleble.
Para mí, la violación, antes que nada, tiene una particularidad:
es obsesiva. Ahí vuelvo, todo el tiempo. Desde hace veinte años,
siempre que creo haber terminado con eso, ahí vuelvo. Para decir
cosas diferentes, contradictorias. Novelas, cuentos cortos,
canciones, películas. Siempre imagino poder, algún día, terminar
con eso. Liquidar lo que pasó, vaciarlo, agotarlo.
Imposible.
Es fundante. De lo que soy como escritora, como mujer que ya no es
completamente una. Es al mismo tiempo lo que me desfigura, y lo que
me constituye.
«El
paradigma servicio femenino/compensación masculina corresponde a un
intercambio social desigual -intercambio que propuse llamar
«prostitucional» para que las bases materiales concretas de las
convenciones heterosexuales sean más explícitas. Ya sean
públicamente consagradas por la ceremonia del casamiento o
clandestinamente negociadas en la industria del sexo, las relaciones
heterosexuales son social y psicológicamente moldeadas por el
postulado del derecho de los hombres a la explotación de las
mujeres. Hasta los que denuncian la denigración y todo tipo de
violencia hacia las mujeres por los hombres escasas veces cuestionan
las prerrogativas de los hombres en el ámbito sexual, doméstico y
reproductivo.»
Hacer
lo que no se hace: pedir dinero por lo que debe seguir siendo
gratuito. La decisión no le pertenece a la mujer adulta, el
colectivo impone sus leyes. Las prostitutas conforman el único
proletariado cuya condición conmueve como lo hace a la burguesía.
Hasta el punto que, muchas veces, mujeres a quienes nunca les faltó
nada están convencidas de esta evidencia: no debe ser legalizado.
Los tipos de trabajos que las mujeres no pudientes ejercen, los
sueldos miserables por los que venden su tiempo no interesan a
nadie. Es la suerte que les toca por haber nacido mujer y pobre, a
eso la gente se acostumbra sin problema. Dormir afuera con cuarenta
años no está prohibido por ninguna legislación. El que te
conviertan en un “sin techo” es una degradación tolerable. El
trabajo es otra. Pero eso sí, vender sexo, eso concierne a todos y
las mujeres «respetables» tienen algo que decir. Me pasó a
menudo, durante estos últimos diez años, estar en un lindo salón
junto a señoras que siempre fueron mantenidas vía el contrato
marital, muchas veces mujeres divorciadas que habían obtenido
pensiones dignas de llevar este nombre, y que me explican, a mí,
sin sombra de duda, que la prostitución es en sí algo malo para
las mujeres. Saben, intuitivamente, que este trabajo es más
degradante que otro. Intrínsecamente. No practicado en
circunstancias muy particulares, sino en sí. La afirmación es
categórica, escasas veces combinada con matices, tales como «si
las chicas no consienten», o «cuando no cobran ni un centavo de lo
que hacen», o «cuando están obligadas a trabajar afuera en la
periferia de las ciudades». Ya sean putas de lujo, ocasionales,
callejeras, viejas, jóvenes, bien dotadas, dominadoras, toxicómanas
o madres de familia a priori no hace ninguna diferencia.
Intercambiar un servicio sexual por dinero, hasta en buenas
condiciones, e inclusive de buen grado, va en contra de la dignidad
de la mujer. Prueba de ello: si pudieran elegir, las prostitutas no
lo harían. Vaya retórica... Como si la depiladora de la cadena
Yves Rocher38
pusiera cera o apretara puntos negros por pura vocación estética.
La mayoría de la gente que trabaja no lo haría si pudiera,
¡obviamente! Sin embargo en ciertos ámbitos repiten a porfía que
el problema no es sacar la prostitución de la periferia de las
ciudades donde las prostitutas están expuestas a todo tipo de
agresiones (condiciones en las que hasta vender pan vendría a ser
como practicar un deporte extremo), ni obtener marcos legales tales
como los reclaman las trabajadoras sexuales, sino prohibir la
prostitución. Resulta difícil no pensar que lo que no dicen las
mujeres respetables, cuando se preocupan por la suerte de las putas,
es que en el fondo temen su competencia. Desleal, por ser demasiado
adecuada y directa. Si la prostituta hace su negocio en condiciones
decentes, lo mismo que la esteticista o la psiquiatra, si a su
actividad le quitan todas las presiones legales que se conocen
actualmente, la posición de mujer casada de repente se vuelve menos
atractiva. Porque si el contrato prostitucional se vuelve común, el
contrato marital aparece más claramente como lo que es: un trato en
el que la mujer se compromete a realizar cierta cantidad de faenas
que aseguran el confort del hombre por tarifas que resisten toda
competencia. Particularmente las tareas sexuales.
Lo
dije públicamente reiteradas veces, en entrevistas, me prostituí,
de manera ocasional, durante más o menos dos años. Desde que
empecé a escribir este libro, siempre tropiezo con este capítulo.
No me lo esperaba. Son varias reticencias mezcladas. Contar mi
experiencia. Es difícil. En aquel momento, empezar a prostituirme
lo era mucho menos.
En
el 91, la idea de prostituirme me vino por el minitel39.
Todas las herramientas de comunicación modernas antes que nada
sirven para el comercio del sexo. El minitel, esta versión
anticipada de Internet, le permitió a toda una generación de
chicas prostituirse ocasionalmente en condiciones bastante ideales
de anonimato, de elección del cliente, de discusiones de precios,
de autonomía. Los que querían pagar por sexo y las que querían
venderlo se podían contactar con facilidad, ponerse de acuerdo
sobre las modalidades. Los hoteles que podían pagarse con tarjetas
bancarias terminaban de hacer que el trato fuera fácil de
concertar: las habitaciones eran limpias, económicas, y no se
cruzaba a nadie al entrar. El primer trabajo que hice sobre minitel,
en el 89, justamente consistía en vigilar un servidor, me pagaban
para que desconectara a todos los interventores que tenían un
discurso racista o antisemita, pero también a los pedófilos y, por
fin, a las prostitutas. Se aseguraban de que esta herramienta no les
sirviera a las mujeres que querían disponer libremente de su cuerpo
para sacar dinero, ni a los hombres que podían pagar y deseaban
pedir claramente lo que estaban buscando sin pasar por el casillero
«chamuyo» para obtenerlo. Porque la prostitución no se debe
volver común, ni ejercerse en condiciones confortables.
1991,
primera guerra del Golfo, retransmitida sobre la pequeña pantalla,
escudes sobre Bagdad, simple de Noir Désir40
en rotación intensa, «Aux sombres héros», el Professor Griff es
excluido de Public Enemy, Neneh Cherry lleva calzas apretadas y
zapatillas enormes. Yo me visto lo más unisex posible, o sea más
bien de hombre. No me pinto, no tengo corte de pelo identificable, ni
joyas, ni zapatos de chica. No siento que me conciernan los atributos
femeninos clásicos. Tengo otras cosas en mente.
Trabajo
en un supermercado, en la parte de revelado de fotos en una hora.
Tengo 22 años. A priori no tengo el perfil para desviarme hacia el
sexbusiness.
En todo caso, realmente no tengo el estilo. Además, dos años antes,
cuando vigilaba redes minitel, y veía a «hombres generosos»
proponer mil francos41
por una cita, pensaba que era una trampa: que proponían tanto dinero
para atraer a pobres chicas a sus casas y hacerles un montón de
horrores antes de arrojarlas desnudas y ensangrentadas a la zanja más
cercana. Lectura de Ellroy, algunas películas en el cine, la cultura
dominante siempre hace pasar su mensaje: ojo, chicas, gustan mucho
hechas cadáveres. A la larga, había terminado por admitir que los
hombres realmente pagaban mil francos la cita, y había deducido que
las minas en cuestión eran unos increíbles pedazos de minas.
Odiaba
trabajar. Me deprimía el tiempo que me ocupaba, lo poco que ganaba y
la facilidad con la que gastaba el dinero. Miraba a las mujeres más
grandes que yo, toda una vida laburando así, para ganar SMICs42
apenas mejorados y que, con cincuenta pirulos, el jefe de sección te
cague a pedos porque vas a mear demasiado seguido. Con el transcurso
de los meses, entendía detalladamente lo que quería decir, una vida
de honesta trabajadora. Y no veía escapatoria alguna. En aquella
época ya, había que estar contenta de tener un laburo. Nunca fui
razonable, me costaba estar contenta.
Con
la computadora con la que facturábamos los sobres de fotos, se
podía entrar al minitel, y me conectaba seguido, para charlar con
un amante rubio, un chico de París, que trabajaba de «animadora»
de un servidor. Estaba acostumbrada a las charlas minitel, entablaba
varias con mucha gente, de paso. Hubo una conversación más
excitante que otra, con un señor convincente. La primera vez que
quedé, fue con él. Me acuerdo de su voz, que era caliente y
excitante, que pensaba que tenía ganas de ir a ver cómo era, que
lo hubiese hecho gratuitamente, que me enloquecía mal. No fui, al
final. Me había preparado, estaba cerca, me achiqué, al ultimísimo
momento. Demasiado miedo. Demasiado lejos de mí. No en mi vida.
Seguro que las chicas «que hacían eso» habían recibido una
suerte de consigna, un mensaje proveniente de otra dimensión.
Pensaba que una no se improvisaba puta, que había una iniciación
precisa cuyo protocolo no comprendía. Pero, el afán de lucro,
mezclado con la curiosidad, con el imperativo de encontrar una forma
para que me echen de aquel supermercado, y también porque yendo a
ver qué onda aprendería algo importante... Quedé unos días
después, con otro hombre, no muy sexy, él.
Sólo un cliente, un cliente de verdad.
La
primera vez que salgo con pollera corta y tacones altos. La
revolución se debe a unos accesorios. La única sensación
comparable, desde aquel día, fue salir en la tele, en Canal Plus43,
para Baise-moi.
Una no cambió nada, pero algo afuera se movió y ya nada es como
antes. Ni las mujeres, ni los hombres. Sin que una esté bien segura
de que le guste este cambio, de entender bien todas las
consecuencias. Las Estadounidenses, cuando testimonian acerca de sus
experiencias como trabajadoras del sexo, gustan usar el término
«empowerment»,
un aumento de la
sensación de poder. En seguida me gustó el impacto que generaba
sobre la población masculina, con el lado exagerado, casi una gran
farsa, cambio notorio de estatuto. Hasta aquel momento, era una mina
casi transparente, pelo corto y zapatillas sucias, de repente me
volvía una criatura del vicio. Qué grande. Me hacía pensar en
Mujer Maravilla que da vueltitas en su cabina telefónica y sale de
ahí de súper heroína, toda esta historia, era divertido. Pero en
seguida también temí, justamente, esta importancia que superaba mi
entendimiento, mi control. El efecto que les provocaba a muchos
hombres era casi hipnótico. Entrar a los negocios, al subte, cruzar
una calle, sentarse en un bar. En todas partes, atraer miradas de
hambrientos, estar increíblemente presente. Poseedora de un tesoro
furiosamente codiciado, mi entrepierna, mis pechos, el acceso a mi
cuerpo tomaba una importancia extrema. Y no sólo a los obsesos les
hacía este efecto. Interesa a casi todo el mundo, una mujer que
toma aspecto de puta. Me había convertido en un juguete gigante. En
todo caso, estaba segura de una cosa: podía hacer el laburo. Al
final, ninguna necesidad de ser un terrible pedazo de mina, ni de
conocer secretos técnicos increíbles para convertirse en una mujer
fatal... Bastaba con jugar el juego. De la feminidad. Y nadie podía
plantarse «cuidado es una impostura», ya que yo no era una, no más
que ninguna otra. Este proceso me fascinó, al principio. A mí que
siempre me habían importado tres carajos las cosas de chicas, me
apasioné por los tacones aguja, la lencería fina y los sastres. Me
acuerdo de mi propia perplejidad, los primeros meses, cuando me veía
en las vitrinas. Cierto que ya no era sólo yo, esta puta alta de
piernas alargadas por los tacones altos. La chica tímida, espesa,
masculina, desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Hasta lo que
era masculino en mí, como mi forma de caminar súper rápido y muy
segura, se convertía en atributo de híper feminidad, una vez
puesta la ropa. Me gustó, los primeros tiempos, el convertirme en
esta otra chica. Como hacer un viaje. En el mismo lugar, pero en
otra dimensión. Inmediatamente, en cuanto me ponía el traje de
híper feminidad: cambiaba la confianza en mí, como después de una
raya de merca. Luego, como la merca: se volvió más complicado de
manejar.
Mientras
tanto, había hecho tripa corazón, hecho mi primer cliente, a
domicilio, un tipo, unos sesenta años, que fumaba cigarrillos
negros uno tras otro y hablaba mucho durante el sexo.
Daba
la sensación de estar solo, y me había parecido asombrosamente
amable. No sé si me ven tonta o dulce o al contrario demasiado
imponente, o si simplemente tuve suerte, pero luego se confirmó: los
clientes eran bastante afables conmigo, atentos, tiernos. Mucho más
que en la vida real, de hecho. Si mal no recuerdo, y no creo
equivocarme, lo que me costaba no era toparme con su agresividad, ni
con su desprecio, ni con nada de lo que les gustaba, sino más bien
con sus soledades, sus tristezas, sus pieles blancas, su desdichada
timidez, lo que mostraban de falible, sin disimulos, lo que mostraban
de sus debilidades. Su vejez, sus ganas de carne fresca junto a sus
cuerpos de viejos. Sus panzas gordas, pijas chicas, colas fláccidas
o dientes demasiado amarillos. Lo que volvía el asunto complicado
era su fragilidad. Al final, con aquellos que una podía despreciar u
odiar, con ellos una lo podía hacer permaneciendo bien cerrada.
Tomar la mayor cantidad de guita posible, la menor cantidad de
tiempo, y no pensarlo más, para nada, después. Pero, en mi corta
experiencia, los clientes estaban llenos de humanidad, de fragilidad,
de desamparo. Y se quedaba, después, pegado como un remordimiento.
Por
lo tanto, desde un punto de vista físico: tocar la piel del otro,
poner la de una a disposición, abrir las piernas, el vientre, el
cuerpo entero al olor del extraño, el asco corporal que había que
sobrellevar no era problemático para mí. Era una cuestión de
caridad, hasta con tarifa. Se notaba tanto que era importante para el
cliente, que una finja no tenerles asco a sus gustos, o no estar
sorprendida por sus taras físicas, que era gratificante hacerlo, al
final.
Descubrir
un mundo totalmente nuevo, donde el dinero cambiaba de valor. El
mundo de las mujeres que juegan el juego. Lo que una ganaba en
cuarenta horas de laburo ingrato era regalado por menos de dos horas.
Obviamente, hay que contar además el tiempo de preparación,
depilación, tintura, manicura, compra de ropa, maquillaje, y el
costo de las medias, de la lencería, de los accesorios de vinilo.
Pero, aun así, eran un lujo, estas condiciones de trabajo. A los
hombres que se lo pueden permitir muchas veces les gusta pagar por
las mujeres. Es lo que entendí de todo eso. A algunos les gusta
frecuentar a las putas en el ritual estricto, dinero en efectivo de
mano a mano, y guión exacto del coito previamente. Otros prefieren
que tome más la forma de una relación, le dicen libertinaje, piden
que una lleve facturas o diga qué regalo quiere, concretamente. Una
forma de jugar a ser papá, en realidad.
«Subrayemos
que las o los que piden dinero a cambio de servicios sexuales son
definidos por su actividad como «prostitutos», un estatuto
ilegítimo, incluso ilegal, cuando los que pagan por el sexo escasas
veces son distinguidos de la población masculina general», escribe
Gail Pheterson en El
prisma de la prostitución.
Decir que una «hizo clientes», es ponerse a un lado, y someterse a
las fantasías más diversas. Nada anodino. Decir que uno va de
putas, es diferente. No le hace un hombre aparte, no lo marca en su
sexualidad, no lo predefine en nada. Uno se espera que los clientes
de las prostitutas constituyan una población diversa, por sus
motivaciones y funcionamientos, sus categorías sociales, raciales,
de culturas. Las mujeres que hacen el trabajo son inmediatamente
estigmatizadas, pertenecen a una categoría única: víctimas. En
Francia, la mayoría se niega a testimoniar a cara descubierta,
porque saben que no se debe asumir. Hay que permanecer en silencio.
Siempre la misma mecánica. Se exige que hayan sido ensuciadas. Y si
no van derecho en el sentido del discurso quejándose del mal que les
hicieron, y contando cómo fueron obligadas, ya se encargarán de
ellas. No temen que no sobrevivan a ello, al contrario: temen que
vengan a decir que no es un laburo tan aterrador. Y no sólo porque
todo trabajo es degradante, difícil y exigente. Sino también porque
muchos hombres nunca son tan amables como cuando están con una puta.
Pienso
haber conocido a unos cincuenta clientes diferentes, en dos años.
Cada vez que necesitaba dinero en efectivo, me conectaba con el
minitel, a un servidor de Lyon. En diez minutos de conexión, anotaba
varios números de teléfono de hombres, buscando una cita para el
mismo día. Muchas veces eran tipos en viaje de negocios. En Lyon,
había más clientes que chicas, lo cual facilitaba la selección y
volvía el trabajo más agradable. Cuando lo hablé con los que
«venían» seguido, decían que encontraban lo que buscaban bastante
rápido. Si los clientes eran numerosos y quedaban satisfechos
rápidamente, entonces éramos muchas las que ofrecíamos nuestros
servicios. Por lo tanto, la prostitución ocasional no es para nada
extraordinaria. Lo que es excepcional en mi caso, es que lo hablo.
Este laburo, que se puede practicar de forma muy secreta, tan sólo
es un laburo bien pago, para una mujer nada o poco calificada.
Cuando
trabajé en salones de masajes «eróticos», y en un par de
«peep-shows»44
parisinos, los tiempos de espera entre los clientes daban la
oportunidad de charlar con las demás. Ahí conocí a chicas con los
perfiles más diversos, y menos esperados en la consciencia colectiva
para «este tipo de trabajo». La primera vez que me contrataron en
un salón de masajes, venía de un medio de extrema izquierda, en el
que siempre había escuchado decir, y creído, que las chicas que se
prostituían eran víctimas, inconscientes o manipuladas, de todas
formas acorraladas. La realidad del terreno es muy diferente. La
chica que me abrió la puerta era una Africana infartante, una de las
chicas más lindas que haya visto de cerca. Difícil compadecerla o
apiadarse de esta criatura. Luego la conocí mejor, era un poco más
joven que yo, mucho mejor integrada socialmente, ya había trabajado
varios años de esteticista, se había comprometido con un tipo a
quien adoraba, tenía mucho sentido del humor y muy buen gusto en
música. Me pareció sólida, trabajadora, decidida. Lúcida y bien
centrada, comparada conmigo, o con las otras chicas a las que
conocía. Nada que ver con la imagen que tenía de las profesionales.
Muy solicitada, ganaba una fortuna a diario, sumas en efectivo que
ahorraba concienzudamente. Al mismo tiempo que yo, una petisa castaña
fue contratada en este salón, volvía de Yugoslavia, donde había
estado seis meses haciendo trabajo humanitario. Se había recibido de
una «école de commerce»45,
y se había sentido desorientada en el momento de buscar un «laburo»
normal. Había probado los salones de casualidad. Le decía a su
novio que era secretaria en una empresa grande. No pensaba hacer eso
mucho tiempo. Teníamos largas charlas acerca de lo bizarro de este
laburo, que nos fascinaba a las dos.
El
único punto común que pude encontrar entre todas las chicas con las
que me crucé, era por supuesto la falta de dinero, pero sobre todo
que no hablaban de lo que hacían. Secreto de mujeres. Ni con los
amigos, ni con la familia, ni con los novios o los maridos. Creo que
la mayoría de ellas hizo exactamente lo que hice yo: este tipo de
laburo, algunas veces, un tiempo, y luego algo totalmente distinto.
A
la gente le gusta poner cara de incrédulo cuando una le anuncia que
trabajó de puta, pero es lo mismo que para la violación: una
hipocresía mayúscula. Si un censo fuera posible, nos quedaríamos
estupefactos al conocer el verdadero número de chicas que ya les
vendieron sexo a desconocidos. Hipócritamente, porque en nuestra
cultura, de la seducción a la prostitución el límite es borroso, y
en el fondo todos somos conscientes de ello.
Todo
el primer año, realmente me gustó este trabajo. Porque el dinero
era más fácil que con otro, pero también porque me permitió
experimentar, sin preguntarme nada, y evitando toda consideración
moral, casi todo lo que me intrigaba, me excitaba, me turbaba o me
fascinaba. Tanto como otras cosas en las que no hubiese pensado
espontáneamente, y que no siempre me hubiese gustado que me pidan en
la intimidad, pero que era interesante practicar una vez. Sólo
entendí lo confortable que era mi posición cuando la dejé. Cuando,
ya siendo Virginie Despentes, fui a dar una vuelta por los clubes de
orgía. Me di cuenta cuánto más fácil hubiese sido hacerlo como
puta acompañando a alguien. Nada de hacerse problemas: voy porque es
mi laburo, hago lo que no se hace, me pagan por eso. Es punk-rock.
Sin el motivo del dinero, se complicaba todo: ¿iba para acompañar a
un productor, o sólo por mi capricho? ¿Hacía cosas ahí porque
estaba pasada de borracha, o porque realmente me excitaba? ¿Tenía
el valor aunque más no sea de saber
lo
que se sentía en los días posteriores? Benévola y lúdica, mi
sexualidad me apareció infinitamente más confusa. Soy una chica, el
ámbito del sexo fuera de la pareja no es para mí. La prostitución
ocasional, con la opción de selección de clientes y de tipos de
guiones, también es una forma para una mujer de ir a dar una vuelta
por el lado del sexo sin sentimientos, de tener experiencias, sin
tener que pretender que lo hace por placer puro, ni esperar de ello
beneficios sociales colaterales. Cuando una es puta, sabe lo que vino
a hacer, por cuánto, y mejor si aparte lo goza o satisface su
curiosidad. Cuando una es una mujer libre de elegir, es mucho más
complicado de manejar, menos liviano, al final.
Aprecié
tanto más mi nuevo trabajo cuanto que, al principio, todo el mundo
alrededor mío me felicitaba y se alegraba de mi plenitud. Una chica
que se feminiza ocasiona muchos arrebatos. Así es. Muy pocos fueron
los que me preguntaron lo que me pasaba. Ya lo dije, nunca me habían
interesado los «atuendos de mujer» antes, usarlos me permitió
entender dos o tres cosas importantes acerca de los hombres. Cuando
una no se lo espera, el efecto producido por los objetos fetiches
-ligas, tacones aguja, corpiños armados o rouge- parece ser un gran
chiste. Una finge ignorarlo cuando compadece a las mujeres-objetos,
las minitas con pechos remodelados, todas las perrazas anoréxicas y
recicladas de la tele. Pero la fragilidad sobre todo está del lado
de los hombres. Como si nadie les hubiese avisado que Papá Noel no
vendrá: en cuanto ven un abrigo rojo corren esgrimiendo la lista de
los regalos que quisieran ver al pie de la chimenea. Me gusta mucho,
desde aquel entonces, escuchar a los hombres perorar sobre la
estupidez de las mujeres que adoran el poder, el dinero o la
celebridad: como si fuera más estúpido que adorar medias de red...
La
prostitución fue una etapa crucial, en mi caso, de reconstrucción
después de la violación. Una empresa de indemnización, billete
tras billete, de lo que me había sido arrebatado por la brutalidad.
Lo que podía vender, a cada uno de los clientes, por ende lo había
conservado intacto.
Si lo
vendía diez veces seguidas, quería decir que no se rompía por el
uso. Este sexo me pertenecía a mí sola, no perdía valor a medida
que servía, y podía ser rentable. De nuevo, estaba en una situación
de ultra feminidad, pero esta vez sacaba un beneficio neto de ello.
Lo
que me resulta difícil, hasta el día de hoy, no es el haberlo
hecho. Concentrarme sobre mi pasado para escribir este capítulo me
enfrenta con buenos recuerdos. Subidas de adrenalina, antes de tocar
el timbre de una puerta, y subidas de adrenalina más fuertes
todavía, cuando ciertas sesiones arrancaban. A nivel sexual, me
gustaría decir otra cosa, ya que dentro del estilo trash
ya no tengo mucho interés en añadir más, pero era muy excitante,
en términos generales. Ser una puta, a menudo era lo más, el deseo
era gratificante. También eran mis primeros paseos de shopping de
verdad, con mi propio dinero, sumas en efectivo como nunca hubiese
soñado con poseer, que podía patinar en un solo día. Y al
presentármelos bajo un aspecto infantil, más frágiles,
vulnerables, la experiencia volvió a los hombres simpáticos, menos
impresionantes, más entrañables para mí. Y accesibles, al final.
Había descubierto una receta para llamar más atenciones de las que
podía manejar. Más de lo que hubiese imaginado, disminuyó mi
agresividad para con ellos, la cual, a la inversa de lo que se
piensa, no es muy elevada. Lo que me quieren impedir ser o hacer me
pone furiosa, no lo que son o hacen.
Lo
difícil es hablarlo. Lo que implica en la cabeza de la gente, frente
a la que me voy a encontrar después. La condescendencia, el
desprecio, la familiaridad, las conclusiones fuera de lugar.
Cuando
llegué a París, la práctica se complicó. Muchas más chicas,
muchas más Blancas, del Este, muy lindas, muchos más clientes
peligrosos. Los servidores minitel eran cada vez más vigilados, era
difícil hacer la misma selección que antes. Conocía mal los
barrios a los que iba. Y, si procuraba volverme hacia empleos tipo
masajista o stripper, para tener un marco, los porcentajes eran
ridículos, los locales demasiado chicos, la oferta siempre superior
a la demanda,haciendo que el ambiente entre las chicas fuera una
cagada. Y ya no estaba soltera: primeras mentiras, con la sensación
de traer mi mugre a casa. Pérdida de equilibrio.
Dejar
es difícil. Volver a laburos pagados normalmente, donde una es
tratada normalmente, como asalariada. Levantarse a la mañana, tener
que pasar ahí todo el tiempo. De todas formas, por más que me
proponía en todas partes, no encontraba ningún laburo. Tuve que
esperar conocer a alguien que conocía a alguien en Virgin46
para poder ser vendedora ahí unos meses. Laburar por el SMIC se
había convertido en una especie de lujo. El mercado se había
puesto más duro todavía y, mientras tanto, yo había envejecido
con vacíos sospechosos en mi currículum. La readaptación no era
para nada fácil. El único trabajo estable que encontré consistía
en escribir artículos sobre películas XXX para un editor de
revistas para adultos. Eso no pagaba un alquiler en París. Cuidé
niños, por lo menos no me aburría ni un poco haciendo eso, pero
tampoco me alcanzaba para vivir en la capital.
Hay
una comparación posible entre la droga dura y el ser puta. Empieza
bien: sensación de poder fácil (sobre los hombres, sobre el
dinero), emociones fuertes, descubrimiento de un sí mismo más
interesante, liberado de la duda. Pero es un alivio traicionero, los
efectos secundarios son penosos, una sigue, esperando volver a
encontrar las sensaciones del principio, como con la falopa. Y
cuando una procura dejar, las complicaciones son comparables: una
vuelve una vez, una sola, y luego la semana siguiente, ante el menor
problema, una prende su minitel por última vez.
- cuando una empieza a entender que está perdiendo más tranquilidad de la que gana, vuelve a empezar, igual. Lo que era una fuerza fantástica que una dominaba sobrepasa el marco y se pone amenazadora. Y empieza a ser el propio autohundimiento, lo atractivo del asunto.
Dejé
y volví así un tiempo, y luego me convertí en Virginie Despentes.
La parte promocional de mi laburo de escritora vuelta mediática
siempre me llamó la atención por sus semejanzas con el acto de
prostituirse. Lo único es que cuando una dice «soy puta» tiene a
todos los salvadores de su lado, mientras que cuando dice «salgo en
la tele», tiene a todos los celosos en contra. Pero el sentimiento
de no pertenecerse del todo, de vender lo que es íntimo, de mostrar
lo que es privado, es exactamente el mismo.
Sigo
sin ver la diferencia neta, entre la prostitución y el trabajo
asalariado legal, entre la prostitución y la seducción femenina,
entre el sexo tarifado y el sexo interesado, entre lo que conocí
aquellos años y lo que vi los años siguientes. Lo que las mujeres
hacen con su cuerpo, desde el momento en que alrededor suyo se
encuentran hombres que tienen poder y dinero, me pareció muy
cercano, al final. Entre la feminidad como la venden en las revistas
y la de la puta, el matiz siempre se me escapa. Y, aunque no
especifican sus tarifas, tengo la impresión de haber conocido a
muchas putas, desde aquel entonces. Muchas mujeres a las que el sexo
no les interesa pero que saben sacar provecho de él. Que se
acuestan con hombres viejos, feos, aburridos, deprimentes de
boludez, pero poderosos socialmente. Que se casan con ellos y pelean
para obtener todo el dinero posible en el momento del divorcio. Que
ven normal el ser mantenidas, llevadas de viaje, consentidas. Que
incluso lo ven como un logro. Es triste escuchar a mujeres hablar de
amor como de un contrato económico implícito. Esperar de los
hombres que paguen para tener sexo con ellas. Me parece tan tétrico
para ellas, que renuncian a su independencia -por lo menos la puta,
una vez el cliente satisfecho, puede ir a dar una vuelta tranquila-,
como para estos chabones cuya sexualidad sólo es admitida si tienen
los recursos para garpar. Es mi lado clase media, hay evidencias que
me cuesta tragar, y siempre carezco de sutileza. Sin embargo si
pudiera darle un consejo a una piba, más bien le diría que hiciera
las cosas claramente, y que conservara su independencia, si quiere
sacar provecho de sus encantos, antes que buscar casarse, hacerse
regentear, preñar y acorralar por un tipo a quien no soportaría si
no la llevara de viaje.
Los
hombres con gusto imaginan que lo que prefieren las mujeres, es
seducirlos y turbarlos. Es pura proyección homosexual: si fueran de
sexo femenino, lo que les parecería formidable, es poder excitar a
otros hombres. Está bien, es cierto, es agradable hacerles perder
la cabeza con escotes y labios rojos. A una también le puede gustar
llevar el traje de Mickey para distraer a los niños, pero le pueden
gustar otras cosas. Por ejemplo, puede tener ganas de no trabajar
para Disney. Seducir está al alcance de muchas muchachas, siempre
que acepten jugar el juego, ya que se trata entre otras cosas de
venir a tranquilizar a los hombres, acerca de su virilidad, jugando
el juego de la feminidad. Sacar un provecho personal de ello exige
un perfil específico, cualidades menos comunes. No procedemos todas
de las clases sociales superiores, no todas somos entrenadas para
sacar todo el dinero posible de los hombres. Y, en este caso
también, algunas de nosotras prefieren el dinero que ganan
directamente. Contrariamente a la idea que muchos hombres se hacen,
no todas las mujeres tienen alma de cortesana. Algunas, por ejemplo,
tienen el afán del poder directo, el que permite llegar a algo
justamente sin tener que sonreírles a tres viejos cualesquiera
esperando que las hagan contratar como tal cosa, o confiarles tal
otra. El poder que permite ser desagradable, exigir, ser tajante. No
es más vulgar ejercido por una mujer que por un hombre. Se supone
que, por nuestro género, tenemos que renunciar a este tipo de
placer. Es mucho pedirnos. Se cruza a pocas Sharon Stone, en la vida
real. Y a muchas merqueras encantadoras, más que perdidas en sus
lindos vestidos. A los hombres les encantan las mujeres lindas,
cortejarlas, y fanfarronean cuando llevan a una a la cama. Pero lo
que más les gusta, en realidad, es mirarlas romperse la nariz y
fingir compadecerlas, o alegrarse directamente. Prueba de ello es su
sucio regocijo cuando ven envejecer a las que no pudieron obtener, o
a las que les hicieron sufrir. ¿Qué otra cosa más rápida y
previsible que la caída de una mujer que fue hermosa? No hace falta
ser muy paciente para lograr su revancha.
«Lo
inaceptable no es que una mujer sea materialmente gratificada por
satisfacer el deseo de un hombre. Es que lo pida explícitamente»,
escribe Pheterson.
Igual
que el trabajo doméstico, la educación de los hijos, el servicio
sexual femenino debe ser benévolo. El dinero, es la independencia.
Lo que molesta la moral con el sexo tarifado no es que la mujer no
encuentre placer en ello, pero sí que se aleje del hogar y gane su
propio dinero. La puta, es la «asfaltadora», la que se apropia de
la ciudad. Trabaja fuera de lo doméstico y de la maternidad, fuera
de la célula familiar. Los hombres no necesitan mentirle, ni ella
engañarlos, por lo tanto existe el riesgo de que se vuelva su
cómplice. Las mujeres y los hombres, tradicionalmente, no necesitan
entenderse, llevarse bien y practicar la verdad entre ellos.
Visiblemente, esta eventualidad asusta.
En
los medios franceses, artículos documentales y reportajes de radio,
la prostitución sobre la que se focaliza siempre es la más
sórdida, la prostitución de calle que explota a chicas sin
papeles. Por su aspecto espectacular obvio: un poco de injusticia
medieval en nuestras periferias, siempre produce lindas imágenes. Y
hay afán por divulgar historias de mujeres abusadas, que les
señalan a todas las otras que zafaron. Y también porque las y los
que laburan afuera no pueden mentir sobre su actividad, como lo
hacen las y los que trabajan vía Internet. Van a buscar lo más
sórdido, lo encuentran sin mucha dificultad, ya que justo es la
prostitución que no tiene los recursos para sustraerse a las
miradas de todos. Chicas privadas de papeles, de consentimiento,
trabajando sin descanso, domadas por las violaciones, adictas al
paco, retratos de chicas perdidas. Cuanto más tétrico, más fuerte
se siente el hombre, en comparación. Cuanto más sórdido, más
emancipado se ve el pueblo francés. Y luego, partiendo de las
imágenes inaceptables de una prostitución practicada en
condiciones asquerosas, se sacan las conclusiones sobre el sexo
tarifado en su conjunto. Es tan pertinente como hablar del trabajo
del textil mostrando sólo a niños trabajando en negro en sótanos.
Pero no pasa nada, lo que importa, es propagar una sola idea:
ninguna mujer debe sacar provecho de sus servicios sexuales fuera
del matrimonio. De ninguna manera es lo suficientemente adulta como
para decidir hacer comercio con sus encantos.
Prefiere
necesariamente tener un trabajo honesto. Que es juzgado honesto por
las instancias morales. Y no degradante. Ya que el sexo para las
mujeres, fuera del amor, siempre es degradante.
Esta
imagen precisa de la prostituta, que tanto les gusta exhibir,
despojada de todos sus derechos, privada de su autonomía, de su
poder de decisión, tiene varias funciones. En particular: mostrarles
a los hombres que tienen ganas de ir a cogerse a una puta hasta donde
tendrán que bajar si lo quieren hacer. A ellos también los traen de
vuelta al matrimonio, dirección célula familiar: todos en casa.
También es una forma de hacerles acordar que su sexualidad es
necesariamente monstruosa, hace víctimas, destruye vidas. Porque la
sexualidad masculina debe seguir criminalizada, peligrosa, asocial y
amenazadora. No es una verdad en sí, es una construcción cultural.
Cuando les impiden a las putas trabajar en condiciones decentes,
evidentemente se ataca a las mujeres, pero también se controla la
sexualidad de los hombres. Que echar un polvo tranquilos cuando se
les da la gana no sea demasiado agradable y fácil. Que su sexualidad
siga siendo un problema. Doble apremio, ahí también: dentro de la
ciudad todas las imágenes excitan el deseo, pero el alivio debe
seguir siendo problemático, culpabilizante.
La
decisión política que consiste en victimizar a las prostitutas
también cumple esta función: estigmatizar el deseo masculino,
confinarlo en su ignominia. Que acabe pagando si quiere, pero
entonces que se confronte con la podredumbre, la vergüenza, la
miseria. El pacto de prostitución «te pago me satisfacés» es la
base de la relación heterosexual. Fingir como lo hacemos que esta
relación es ajena a nuestra cultura es una hipocresía. Al
contrario, la relación entre el cliente macho heterosexual y la puta
es un contrato entre sexos sano y claro. Por eso hay que complicarlo
de manera artificial.
Cuando
las leyes Sarkozy empujan a las prostitutas de calle fuera de la
ciudad, las constriñen a trabajar en bosques más allá de su
límite, sumisas a los caprichos de los canas y de los clientes (lo
simbólico del bosque es interesante: la sexualidad tiene que salir
físicamente de los ámbitos de lo visible, de lo consciente, de lo
alumbrado), no se trata de una decisión política que va en el
sentido de la moral. El asunto no sólo es esconder a los ojos de los
habitantes del centro de las ciudades, a los más ricos de entre
nosotros, esta población pobre. Pasando por el cuerpo de la mujer,
herramienta decididamente esencial para la elaboración política de
la mística viril, el gobierno decide deportar fuera de las ciudades
el deseo bruto de los hombres. Si hasta este entonces las putas con
gusto se instalaban en los barrios altos, quiere decir que los
clientes estaban ahí, parando para un pete rápido antes de volver a
casa.
En
su libro, Pheterson cita a Freud: «La corriente tierna y la
corriente sensual se fusionaron como tiene que ser sólo en un número
muy reducido de seres civilizados; casi siempre el hombre se siente
limitado en su actividad sexual por el respeto a la mujer y sólo
desarrolla su plena potencia cuando está en presencia de un objeto
sexual rebajado, lo cual también se funda, por otra parte, en el
hecho de que en sus objetivos sexuales intervienen componentes
perversos que no se permite satisfacer con una mujer a quien
respeta».
La
dicotomía madre-puta es trazada con una regla sobre el cuerpo de las
mujeres, tipo mapa de África: de ninguna manera se toma en cuenta
las realidades del terreno, sino sólo los intereses de los
ocupantes. No se origina en un proceso «natural», sino en una
voluntad política. Las mujeres son condenadas a ser desgarradas
entre dos opciones incompatibles. Y los hombres son arrinconados
frente a esta otra dicotomía: lo que hace que se les ponga dura debe
seguir siendo un problema. Sobre todo, que no haya reconciliación,
es un imperativo. Porque lo hombres tienen esta cosa muy particular,
el tender a despreciar lo que desean, y también el despreciarse por
la manifestación física de este deseo. En desacuerdo fundamental
con ellos mismos, se les pone dura con lo que les da vergüenza. Al
deportar la prostitución de calle, la que ofrece el alivio más
rápido, el cuerpo social complica el alivio de los hombres.
Una
frase de cliente me marcó, repetida varias veces, por hombres
diferentes, después de sesiones diferentes las unas de las otras. Me
decían, con un tono dulce y un poco triste, en todo
caso
resignado: «es por tipos como yo que chicas como vos hacen lo que
hacen». Era una forma de volverme a ubicar en mi lugar de chica
perdida, probablemente porque no daba bastante la impresión de
sufrir de lo que hacía. También era una frase que venía a
explicar cuan doloroso es el placer masculino a puerta cerrada: lo
que me gusta hacer con vos necesariamente es generador de
infelicidad. Cara a cara con su culpabilidad. Necesidad de la
vergüenza de su propio placer, por más que encontrara la
satisfacción en un ámbito no dañino, y satisfactorio de la misma
manera para ambas partes. El deseo de los hombres debe lastimar a
las mujeres, marchitarlas. Y, por lo tanto, culpabilizar a los
hombres. No es una fatalidad, una vez más, sino una construcción
política. Hoy en día, los hombres no dan la impresión de tener la
intención de librarse de este tipo de cadenas. Al contrario.
No
estoy afirmando que sean cuales sean las condiciones y para
cualquier mujer este tipo de trabajo sea anodino. Pero siendo lo que
es el mundo económico hoy en día, o sea una guerra fría y
despiadada, prohibir la práctica de la prostitución dentro de un
marco legal adecuado, es prohibirle específicamente a la clase
femenina el enriquecerse, el sacar provecho de su propia
estigmatización.
No
creo que tuviese un recuerdo tan positivo de aquellos años de
prostitución ocasional, sin la lectura de las feministas
estadounidenses pro-sexo, Norma Jane Almodovar, Carole Queen,
Scarlot Harlot, Margot St. James, por ejemplo. El hecho de que
ninguno de sus textos sea traducido al francés, que El
prisma de la prostitución
de Pheterson sólo tenga una difusión menor, cuando es una obra
ineludible, que el libro de Claire Carthonnet J'ai
des choses a vous dires°
apenas sea leído, y reducido al estatuto de testimonio no es
casualidad. El desierto teórico al que Francia se condena es una
estrategia, hay que mantener la prostitución en la vergüenza y la
oscuridad, para proteger, dentro de lo posible, la célula familiar
clásica.
Empiezo
a hacer citas a fines del 91, escribo Baise-moi
en abril del 92. No creo que sea casualidad. Hay un vínculo real
entre la escritura y la prostitución. Independizarse, hacer lo que
no se hace, entregar su intimidad, exponerse a los peligros del
juicio de todos, aceptar su exclusión del grupo. Más
especialmente, como mujer: volverse una mujer pública. Ser leída
por cualquiera, hablar de lo que tiene que seguir secreto, ser
exhibida en los diarios... En oposición obvia con el lugar que nos
es designado tradicionalmente: mujer privada, propiedad, mitad,
sombra de hombre. Volverse escritora, ganar dinero fácilmente,
provocar tanto la repulsión como la fascinación: la vergüenza
pública es comparable a la de la puta. Aliviar, hacerles compañía
a los que nadie quiere, compartir las intimidades de desconocidos,
aceptar sin juicio diversos tipos de deseos. Se encuentra a muchas
prostitutas en las novelas: Boule de Suif, Nana, Sofya Semyonovna,
Marguerite, Fantine... Son figuras populares, antimadres, en el
sentido religioso de la palabra, mujeres sin juicio, comprensivas,
de acuerdo con el deseo de los hombres, condenadas y exoneradas.
Cuando los hombres se sueñan en mujer, se imaginan con más gusto
como putas, excluidas y libres de circular, que como madres de
familia preocupadas por la limpieza del hogar. Muchas veces, las
cosas son exactamente el contrario de lo que nos dicen que son, y
por eso nos las repiten con tanta insistencia y brutalidad. La
figura de la puta es un buen ejemplo de ello: cuando afirman que la
prostitución es una «violencia hacia las mujeres», nos quieren
hacer olvidar que el matrimonio es una violencia hacia las mujeres
así como, en general, las cosas tales como las aguantamos. A las
que se las cogen gratis tienen que seguir escuchando que les digan
que hacen la única elección posible, sino ¿cómo manejarlas? La
sexualidad masculina en sí no constituye una violencia hacia las
mujeres, si dan su consentimiento y son bien remuneradas. Lo
D
Robert
Laffont
(2003), Tengo
cosas para decirles.
violento
es el control ejercido sobre nosotras, esta facultad de decidir en
nuestro lugar lo que es digno y lo que no lo es.
«La
pornografía es como un espejo en el que nos podemos mirar. A veces,
lo que encontramos ahí no es muy lindo de ver, y nos puede poner muy
incómodos. Pero qué maravillosa ocasión de conocerse a uno mismo,
de acercarse a la verdad y de aprender.
La
respuesta al porno malo no es prohibir el porno, sino hacer mejores
películas porno!»
Sí:
uno sí se pregunta qué cosa tan crucial se juega en el porno, que
le confiere al ámbito del cine XXX semejante poder blasfematorio.
Basta que nos muestren una pija enorme dándole matraca a una concha
depilada para que una gran cantidad de nuestros contemporáneos
aprieten las nalgas para no persignarse. Algunos repiten con un aire
hastiado: «ya no tiene ningún interés», pero basta con caminar
cien metros por la ciudad al lado de una actriz porno para
convencerse de lo contrario. O con conectarse a Internet para leer la
prosa anti-porno. Los que se ofenden si se trata de prohibir una
caricatura religiosa48,
«ya no estamos en la Edad Media, es el colmo», ya no tienen las
ideas tan claras si se trata de clítoris y de huevos. Asombrosas
paradojas del porno.
Las
afirmaciones circulan, tanto más perentorias cuanto que siguen
siendo incomprobables. Asimismo, al porno se lo hace responsable
indiscriminadamente por las violaciones colectivas, por la violencia
entre sexos, por las violaciones en Ruanda y en Bosnia. Hasta lo
comparan con las cámaras de gas... Una sola cosa resalta claramente
de todo eso: filmar sexo no es anodino. Los artículos y las obras
dedicados al género son extraordinariamente numerosos. Los estudios
serios no tanto, escasas veces se molestan en investigar acerca de
las reacciones de los hombres que consumen porno. Prefieren imaginar
lo que tienen en la cabeza antes que preguntárselo directamente.
David
Loftus, en Watching
sex, how men really respond to pornography49,
justamente interroga a cien personas de sexo masculino, con perfiles
diversos, sobre sus reacciones acerca del porno. Todos dicen haber
descubierto el porno antes de la edad legal. En la muestra evocada,
ninguno de los hombres declara haber sido mortificado. Al contrario,
el descubrimiento del material pornográfico se asocia para ellos con
un recuerdo agradable, constructivo de la masculinidad de diversas
maneras, ya sea lúdico o excitante. Dos hombres son la excepción,
ambos homosexuales, y cuentan que en el momento fue difícil porque
sabían, confusamente, que les atraían los hombres sin haberlo
formulado claramente. La visión de material pornográfico, en ambos
casos, les obligó a identificar claramente sus tipos de atracción.
Desde
mi punto de vista, esta experiencia es una pista interesante para
entender la violencia del rechazo que con gusto se presta al
fanatismo, a los límites del pánico, del que el porno es objeto.
Censura e interdicción son reclamadas a voz en cuello por militantes
espantados, como si su vida dependiera de ello. Esta actitud es
objetivamente sorprendente: ¿acaso una pareja en posición de
«perrito» en primer plano amenaza la seguridad del Estado? Las
páginas de Internet anti-porno son más numerosas y vehementes que
las que están en contra de la guerra en Irak, por ejemplo.
Sorprendente energía puesta en lo que sólo es un tipo de cine.
El
porno es un problema antes que nada porque pega en el ángulo muerto
de la razón. Se dirige directamente al centro de las fantasías, sin
pasar por la palabra, ni por la reflexión. Primero uno se pone duro
o una se moja, luego se puede preguntar por qué. Pone los reflejos
de autocensura en apuros. La imagen porno no nos deja posibilidad de
elegir: eso es lo que te excita, eso es lo que te hace reaccionar.
Nos hace saber donde hay que apretar para desencadenarnos. Ésta es
su mayor fuerza, su dimensión casi mística. Y ahí es cuando se
ponen tiesos y dan alaridos muchos militantes anti-porno. Se niegan a
que les hablen directamente de su propio deseo, que se les imponga
saber cosas sobre ellos mismos que eligieron callar e ignorar.
El
porno plantea un problema real: desahoga el deseo y le propone un
alivio, demasiado rápidamente para permitir una sublimación. Como
tal, tiene una función: la tensión en nuestra cultura entre delirio
sexual abusivo (en la ciudad, los signos que apelan al sexo nos
invaden literalmente el cerebro) y rechazo exagerado de la realidad
sexual (no se vive en una mega orgía perpetua, las cosas permitidas
o posibles inclusive son relativamente limitadas). El porno
interviene ahí como liberación psíquica, para equilibrar la
diferencia de presión. Pero lo excitante muchas veces es embarazoso,
socialmente. Muy pocos son los y las que tienen ganas de asumir a la
luz del día lo que les hace ver las estrellas en la intimidad. Uno
ni siquiera necesariamente tiene ganas de hablarlo con sus parejas
sexuales. Dominio de lo privado, lo que me hace mojar. Porque la
imagen que da de mí es incompatible con mi identidad social
cotidiana.
Nuestros
antojos sexuales hablan de nosotros, de la misma manera indirecta que
los sueños. No dicen nada de lo que deseamos que ocurra de
facto.
Es
obvio que a muchos hombres heterosexuales se les para al pensar en
que se la ponen otros hombres, o en hacerse humillar, sodomizar por
una mujer, de la misma manera que es obvio que muchas mujeres se
mojan al pensar en hacerse violentar, «gang banguear» o coger por
otras chicas. También se puede estar incómoda frente al porno
justamente porque revela que una es inexcitable cuando se imagina una
calentona insaciable. Lo que nos excita, o no, proviene de las zonas
incontroladas, oscuras; y escasas veces en acuerdo con lo que uno
desea ser conscientemente. Éste es todo el interés de este tipo de
cine, si a uno le gusta soltarse y perder el conocimiento, y todo el
peligro de este mismo cine, si justamente uno tiene miedo a no
controlar todo.
Se
le pide demasiado a menudo al porno ser la imagen de lo real. Como si
ya no fuera cine. Por ejemplo, se les reprocha a las actrices simular
el placer. Por eso están, les pagan para eso, aprendieron a hacerlo.
No se le pide a Britney Spears tener ganas de bailar todas las noches
que se presenta en el escenario. Vino a eso, pagamos para ver, cada
uno hace su laburo y nadie reniega al salir «me parece que fingió».
El porno debería decir la verdad. Lo cual nunca se le pide al cine,
técnica de la ilusión por esencia.
Se
le pide precisamente al cine XXX lo que se teme de él: decir la
verdad acerca de nuestros deseos. Yo no tengo ni idea por qué es tan
excitante el ver a otras personas garchar diciéndose guarangadas. El
caso es que funciona. Mecánico. El porno revela crudamente este otro
aspecto de nosotros: el deseo sexual es una mecánica, para nada
difícil de poner en movimiento. Sin embargo, mi libido es compleja,
lo que dice de mí no necesariamente me agrada, no siempre encaja con
lo que me gustaría ser. Pero puedo preferir saberlo, antes que girar
la cabeza y decir lo contrario de lo que sé de mí, para preservar
una imagen social tranquilizadora.
Los
detractores del género se quejan de la pobreza del cine XXX, alegan
que existe un solo porno. Les gusta hacer circular la idea según la
cual el sector no es inventivo. Lo cual no es cierto. El sector se
divide en subgéneros distintos: las películas 35mm de los años 70
son diferentes de las películas de aficionados que trae el video,
que a su vez son diferentes de los videítos filmados con celulares,
de las webcams y diversos servicios en vivo en Internet. Porno chic,
alt-porn, post-porn, gang bang, sadomasoquismo, fetichistas, bondage,
uro-escato, películas para un público específico -mujeres maduras,
con mucho pecho, con lindos pies, con linda cola, películas con
trans, cine gay, cine lésbico: cada tipo de porno tiene su pliego de
condiciones, su historia, su estética. De la misma manera, el cine
XXX alemán no tiene las mismas obsesiones que el cine japonés,
italiano o estadounidense. Cada parte del mundo tiene sus
especificidades pornográficas.
Lo
que realmente escribe la historia del cine XXX, lo que lo inventa, lo
que lo define, es la censura. Y lo que se acaba de prohibirle mostrar
va a marcar cada cine XXX, va a hacer de ello un ejercicio
interesante de soslayo.
Con
las aberraciones y los contraefectos más o menos alienantes que esto
supone: en Francia, las cadenas del cable definen lo que es posible o
no mostrar. Nada de escenas de violencia, nada de escenas de
sumisión, por ejemplo. Hacer cine porno ahorrándose la coerción,
es un poco como patinar sobre hielo sin cuchillas debajo de los
patines. Buena suerte... También está prohibido el uso de objetos:
consoladores, cinturongas. Nada de porno lésbico, nada de imágenes
de hombres haciéndose coger... So pretexto de proteger la dignidad
de las mujeres.
Queda
poco claro por qué la dignidad de las mujeres sería especialmente
atacada por el uso de un cinturonga. Sabemos que son lo
suficientemente duchas para entender que una puesta en escena
sadomasoquista no quiere decir que desean que les den latigazos al
llegar a la oficina, ni ser amordazadas mientras lavan los platos. En
cambio, basta con prender la tele para ver a mujeres en posiciones
humillantes. Las interdicciones son lo que son y tienen su
justificación política (el sadomasoquismo tiene que seguir siendo
un deporte para las élites, el pueblo es incapaz de comprender su
complejidad, se lastimaría). Ahora: la «dignidad» de la mujer
viene bien como pretexto siempre que se trata de limitar la expresión
sexual...
Las
condiciones en las que trabajan las actrices, los contratos
aberrantes que firman, la imposibilidad que tienen de controlar su
imagen cuando dejan este trabajo, o de ser retribuidas cuando la
usan, esta dimensión de su dignidad no interesa a los censores. Que
no exista ningún centro de cuidados especializados donde puedan ir
para conseguir información acerca de las especificidades muy
particulares de su oficio no preocupa a los poderes públicos. Hay
una dignidad que los preocupa, y otra que a nadie le importa un
carajo. Pero el porno se hace con carne humana, con carne de actriz.
Y al final, plantea un solo problema moral: la agresividad con la que
se trata a las actrices porno.
Estamos
hablando de mujeres que deciden ejercer este oficio cuando tienen
entre 18 y 20 años. O sea este período bien particular en el que el
término «consecuencias a largo plazo» no tiene más sentido que el
griego antiguo. Los hombres maduros no se avergüenzan al seducir
chicas que apenas salen de la infancia, les parece normal toquetearse
el fideo mirando culos apenas púberes. Es su problema de adultos,
tema de ellos, deberían asumir las consecuencias. Por ejemplo,
deberían ser particularmente atentos y cuidadosos con las chicas muy
jóvenes que aceptan satisfacer sus apetitos. Y nada que ver: están
furiosos de que ellas hayan tomado la libertad de hacer exactamente
lo que ellos querían ver. Toda la elegancia y la coherencia
masculinas resumidas en una sola actitud: «Dame lo que quiero, te lo
ruego, para que luego te pueda escupir a la cara.»
La
chica que hace películas porno ya lo sabe al llegar al oficio, se le
repite, que no se haga ilusiones: no habrá vuelta atrás.
Decididamente, a las mujeres, sobre todo se las quiere en peligro.
Marcadas, el colectivo cuida de que paguen el alto precio por haber
salido del buen camino, y por haberlo hecho públicamente.
Lo
vi de cerca, al codirigir Baise-moi
con Coralie Trinh Thi. Que su estética deje a los hombres
pensativos, que tengan de ella un encendido recuerdo, por qué no.
Pero el encarnizamiento con el que luego se le negaba el derecho a
ser capaz de otra cosa resultaba incómodo. Si era codirectora de la
película, sólo podía ser por capricho mío. Qué importa el
argumento con tal de que en treinta segundos su caso pueda ser
clasificado: ilegítimo. No podía haber sido una criatura ardiente,
y luego hacer muestra de inventiva, de inteligencia, de creatividad.
Los hombres no querían ver el objeto de la fantasía salir del marco
particular en el que lo confinaban, las mujeres se sentían
amenazadas por su mera presencia, preocupadas por el efecto que su
estatuto provocaba en los hombres. Unos y otros se ponían de acuerdo
sobre un punto esencial: había que sacarle las palabras de la boca,
interrumpirla, no dejar que hablara. Incluso a menudo se publicaron
entrevistas, en las que sus respuestas fueron impresas, pero me eran
atribuidas. No estoy focalizando sobre algunos casos aislados, sino
sobre reacciones casi sistemáticas. Ella tenía que desaparecer del
espacio público. Para proteger la libido de los hombres, a quienes
les gusta que el objeto del deseo se quede en su lugar, o sea
desencarnado, y sobre todo mudo.
De
la misma manera que le resulta crucial a lo político el encerrar la
representación visual del sexo en guetos delimitados, claramente
separada del resto de la industria para circunscribir el cine XXX a
un Lumpen Proletariado del espectáculo, es
crucial encerrar a las actrices porno en la
reprobación, la vergüenza y la estigmatización. No es que no son
capaces de hacer otra cosa, ni deseosas de hacerlo, sino que hay que
organizarse para asegurarse de que no les sea posible.
Las
chicas que se meten en el sexo tarifado, que sacan un provecho
concreto de su posición de hembra manteniéndose autónomas, deben
ser públicamente castigadas. Transgredieron, no jugaron el rol de
buena madre, ni el de buena esposa, menos todavía el de mujer
respetable -no se puede liberarse de eso más radicalmente que
actuando en una porno-, por lo tanto deben
ser socialmente excluidas.
Es
la lucha de clases. Los dirigentes se dirigen a las que quisieron
zafarse, tomar por asalto el ascensor social y obligarlo a arrancar.
El mensaje es político, de una clase a la otra. La mujer no tiene
otra perspectiva de elevación social que el casamiento, lo tienen
que tener bien en mente. El equivalente del cine XXX para
los hombres, es el boxeo. Tienen que hacer alarde de
agresividad y tomar el riesgo de demoler su cuerpo para divertir un
poco a los ricos. Pero los boxeadores, aun negros, son hombres.
Tienen derecho a este minúsculo margen de movilidad social. No las
mujeres.
Cuando
Valéry Giscard d'Estaing50
prohíbe el porno en pantalla grande, en
los 70, no lo hace después de un clamor de indignación popular -la
gente no salió a la calle gritando «ya no podemos más»- ni en
respuesta a un aumento de los desórdenes sexuales. Lo hace porque
las películas tienen demasiado éxito: el pueblo llena las salas y
descubre la noción de placer. El Presidente protege al pueblo
francés de sus ganas de ir al cine a ver buenas películas porno.
De ahí en adelante, el cine XXX será el objeto de una
censura económica asesina. No habrá más posibilidad de dirigir
películas ambiciosas, de filmar el sexo como se dedicarán a filmar
la guerra, el amor romántico o los gangsters. Las
fronteras del gueto son dibujadas, sin justificación política
alguna. La moral protegida es la que pide que sólo los dirigentes
experimenten una sexualidad lúdica. El pueblo, por su parte, se va a
quedar bien tranquilo, demasiada lujuria indudablemente perturbaría
su aplicación en el trabajo.
Lo
que conmueve a las élites no es la pornografía, sino su
democratización. Cuando Le
Nouvel Obs51
titula -en el 2000, acerca de la prohibición de Baise-moi-
«Pornografía, el derecho a decir no», no se trata de prohibirle a
la gente de letras el acceso a los escritos de Sade, ni de cerrar las
columnas del diario a los anuncios de lectores generosos y
lujuriosos, y nadie se sorprendería al encontrar a estos virulentos
anti-porno acompañados por jóvenes putas o en clubes swingers.
Lo que exige Le
Nouvel Obs
es el derecho a decirle no al libre acceso a lo que debe seguir
siendo el dominio de los privilegiados. La pornografía, es el sexo
puesto en escena, ceremonial. Ahora bien, gracias a un truco
conceptual que sigue siendo opaco, lo que está bueno para algunos,
ahí nombrado libertinaje, vendría a ser, para las masas, un peligro
del que habría que protegerlas a toda costa.
Uno
se pierde rápidamente en el discurso anti-pornográfico: al final,
¿quién es la víctima? ¿Las mujeres, que pierden toda dignidad
desde el momento en que se las ve chupar una pija? ¿O los hombres,
demasiado débiles e ineptos para dominar sus ganas de ver sexo, y de
entender que sólo se trata de una representación?
La
idea según la cual la pornografía sólo se articula alrededor del
falo es asombrosa. Lo que se ve son cuerpos de mujeres. Y a menudo
cuerpos de mujeres sublimados. ¿Qué resulta más turbador que una
actriz porno? Ahí ya no estamos en el dominio de la «conejita», la
chica de al lado, que no da miedo y es de fácil acceso. La actriz
porno, es la liberada, la mujer fatal, la que atrae todas las miradas
y necesariamente provoca una confusión, ya sea por deseo o por
rechazo. ¿Entonces por qué se compadece con tanto gusto a estas
mujeres que tienen todos los atributos de la bomba sexual?
Tabatha
Cash, Coralie Trinh Thi, Karen Lancaume, Raffaela Anderson, Nina
Roberts: lo que me impactó en su compañía no es que los hombres
las trataban como si fueran menos que nada, ni que dominaban la
situación. Al contrario, nunca vi a los hombres tan impresionados.
Si, como lo afirman tan ruidosamente, no hay nada más lindo para una
mujer que hacer soñar a los hombres, ¿por qué obstinarse en
compadecer a las actrices porno? ¿Por qué el cuerpo social se
empeña en mostrarlas como víctimas, cuando lo tienen todo para ser
las mujeres más cumplidas en cuanto a la seducción? ¿Cuál es el
tabú que allí se transgrede que merece esta movilización febril?
La
respuesta, después de haber visto unos centenares de películas
pornográficas, me parece simple: en las películas, la actriz porno
tiene una sexualidad de hombre. Para ser más precisa: se comporta
exactamente como un homosexual en el cuarto oscuro. Tal como la ponen
en escena en las películas, quiere sexo, con cualquiera, lo quiere
por todos los agujeros y acaba siempre. Como un hombre si tuviera
cuerpo de mujer.
Si
vemos una película XXX heterosexual, lo que se destaca, se muestra,
siempre es el cuerpo femenino, con él es que se cuenta para producir
efecto. No se le pide al actor porno el mismo desempeño, se le pide
que la tenga dura, que menee, que enseñe el semen. El trabajo lo
hace la mujer. El espectador de la película XXX sobre todo se
identifica con ella, más que con el protagonista masculino. De la
misma manera que uno se identifica espontáneamente con lo que es
puesto en relieve, en cualquier película. El cine XXX también es la
forma que tienen los hombres para imaginar lo que harían si fueran
mujeres, como se esforzarían en darles satisfacción a otros
hombres, en ser bien trolas, criaturas tragadoras de pijas. A menudo
se aduce la frustración de la realidad, comparada con la puesta en
escena pornográfica, esta realidad en la que los hombres tienen que
coger con mujeres que efectivamente no se les parecen, o muy pocas
veces. A este respecto, es interesante notar que las mujeres «reales»
que sobreacumulan signos de feminidad, las que repiten doce veces en
una conversación que se sienten «tan mujeres», y que participan de
una sexualidad compatible con la sexualidad de los hombres, suelen
ser las más viriles. La frustración de lo real, es el duelo que los
hombres tienen que hacer, si quieren ingresar a la heterosexualidad,
de la idea de garchar con hombres que tendrían atributos externos de
mujeres.
El
cine porno, convenientemente denunciado por poner a la gente incómoda
respecto al sexo, es en realidad un ansiolítico. Por eso es atacado
con virulencia. Es importante que la sexualidad dé miedo. En la
película porno, sabemos que la gente «lo» va a hacer, no estamos
preocupados en cuanto a este fin, cuando sí lo estamos en la vida
real. Coger con un/a desconocido/a siempre da un poco de miedo, a no
ser que uno esté violentamente borracho. Incluso es la mayor parte
del interés que tiene. En el cine porno, sabemos que los hombres la
tienen dura, que las mujeres acaban. No se puede vivir en una
sociedad «de espectáculo» invadida por las representaciones de la
seducción, del coqueteo, del sexo, y no entender que el porno es un
lugar de seguridad. Uno no es activo, puede mirar a los otros
hacerlo, saber hacerlo, con toda la tranquilidad. Acá, las mujeres
están contentas con el servicio proporcionado, a los hombres se les
para bien dura y eyaculan, todos hablan el mismo idioma, por una vez,
todo sale bien.
¿Por
qué el cine porno es privativo de los hombres? ¿Por qué son éstos
sus principales beneficiarios económicos, a pesar de que el cine XXX
como industria tiene ya treinta años? Es la misma respuesta en todos
los ámbitos: el manejo del poder y del dinero es menospreciado en el
caso de las mujeres. Sólo se deben obtener y ejercer a través de la
supervisión masculina: sé elegida como cónyuge y te beneficiarás
de las ventajas de tu compañero.
Sólo
los hombres imaginan el porno, lo ponen en escena, lo ven, le sacan
provecho y el deseo femenino es sometido a la misma distorsión: debe
pasar por la mirada masculina. Nos familiarizamos lentamente con la
idea de orgasmo femenino. Hasta hace poco todavía tabú e
impensable, el orgasmo femenino hace su aparición en el lenguaje
común a partir de los años 70. Rápidamente, lo volvieron en contra
de las mujeres dos veces. La primera, al hacernos entender que
fracasamos si no acabamos. La frigidez casi se volvió un signo de
impotencia. Sin embargo, la anorgasmia femenina no se puede comparar
con la impotencia masculina: una mujer frígida no es una mujer
estéril. Ni tampoco una mujer desconectada de su sensualidad. Pero
en lugar de ser una posibilidad, el orgasmo se transforma en un
imperativo. Siempre nos tenemos que sentir incapaces de algo... La
segunda, porque los hombres en seguida se apoderaron de este orgasmo
femenino: es por ellos que la mujer debe acabar. La masturbación
femenina sigue siendo despreciable, anexa. El orgasmo al que debemos
llegar, es el prodigado por el macho. El hombre debe «tenerla
clara». Como en La
bella durmiente,
se inclina sobre la bella y le hace ver las estrellas.
Las
mujeres escuchan el mensaje, y como siempre se toman a pecho el no
ofender al sexo susceptible. Así es que en el 2006, se escucha a
chicas muy jóvenes decir que esperan
que un hombre las haga acabar. Así, todos están incómodos: los
chicos que se preguntan cómo mierda hacer, y las chicas, frustradas
de que ellos no conozcan mejor que ellas mismas sus propias
anatomías, y sus dominios fantasmagóricos.
Respecto
a la masturbación femenina, basta hablar con el entorno: «no me
interesa sola», «sólo lo hago cuando llevo mucho tiempo sin estar
con alguien», «prefiero que se ocupen de mí», «no lo hago, no me
gusta». No sé qué hacen con su tiempo libre, todas, pero en todo
caso, si no se masturban, queda perfectamente claro que no hay
peligro alguno de que sientan que les conciernen las películas
porno, que no tienen más que una finalidad. Una película XXX, está
hecha para pajearse.
Ya
sé que lo que hacen las chicas a solas con su clítoris no es asunto
mío, pero esta indiferencia ante la masturbación igual me turba un
poco: ¿en qué momento las mujeres se conectan con sus propias
fantasías, si no se tocan cuando están solas? ¿Qué conocen de lo
que realmente las excita? ¿Y si uno no sabe eso de sí mismo, qué
es lo que uno sabe de sí, exactamente? ¿Qué contacto se puede
establecer con una misma cuando el propio sexo sistemáticamente se
subordina a otro?
Queremos
ser mujeres decentes. Si la fantasía aparece como turbia, impura o
despreciable, la reprimimos. Niñitas modelo, ángeles del hogar y
buenas madres, construidas para el bienestar de los demás, no para
sondear nuestras profundidades. Estamos formateadas para evitar el
contacto con nuestras propias salvajadas. Primero convenir a otro,
primero pensar en la satisfacción del otro. Mala suerte por todo lo
que hay que hacer callar de nosotras. Nuestras sexualidades nos ponen
en peligro, reconocerlas, puede ser experimentarlas, y toda
experimentación sexual para una mujer lleva a su exclusión del
grupo.
El
deseo femenino es silenciado hasta los años 50. La primera vez que
mujeres se reúnen masivamente y hacen saber: «Somos deseantes,
estamos atravesadas por pulsiones brutales, inexplicables, nuestros
clítoris son como pijas, reclaman alivio», es cuando se hacen los
primeros recitales de rock. Los Beatles tienen que dejar de subir al
escenario: las mujeres en la sala rugen con cada nota que tocan, sus
voces cubren el sonido de la música. En seguida: desprecio. Histeria
de la groupie.
No se quiere escuchar lo que vinieron a decir, que son hirvientes y
deseantes. Este fenómeno mayor es ocultado. Los hombres no quieren
saber nada de eso. El deseo, es dominio de ellos, exclusivamente. Es
increíble pensar que se desprecia a una chica que grita su deseo
cuando John Lennon toca una guitarra, cuando se ve gallardo a un
viejo que silba a una adolescente con pollera. Por una parte, hay una
codicia indicadora de buena salud, con la que el colectivo está de
acuerdo, que es halagada, por la que se demuestra benevolencia y
comprensión. Y, por otra parte, un apetito necesariamente grotesco,
monstruoso, risible, que hay que reprimir.
La
explicación psicológica popular aplicada a las mujeres ninfómanas
es un ejemplo notorio de denigración, según la cual éstas
multiplicarían los encuentros sexuales por despecho al no sentir
satisfacción sexual. Así es como se difunde la idea según la cual
el multiplicar las conquistas necesariamente es un indicio de
frustración femenina. Cuando, en los hechos, esta teoría les
convendría mejor a los hombres, frustrados por la pobreza de su
sensualidad y de su orgasmo. Los hombres son los que sobrevaloran y
subliman el cuerpo femenino y que, incapaces de sacar de él el
placer esperado, acumulan las conquistas con la esperanza de sentir,
algún día, algo que tenga que ver con el orgasmo de verdad. Una vez
más, lo que de por sí es cierto para el hombre es desviado para
estigmatizar la sexualidad femenina.
Cuando
Paris Hilton pasa el límite, se pone en escena en cuatro patas y
aprovecha que el documento circule para hacerse famosa en el mundo
entero, se entiende una cosa importante: es de su clase social, antes
de ser de su sexo. Así es que, en el estudio de «Nulle Part
Ailleurs»52,
frente a Jamel Debbouze, ocurre algo interesante. El joven cómico en
seguida intenta reubicarla, ponerla de vuelta en su lugar de mujer
caída: «a vos te conozco, te vi, te vi en Internet». Habla en
nombre de su sexo, cuenta con su superioridad intrínseca para
ponerla en una posición delicada. Pero Paris Hilton no es la actriz
porno lugareña, antes de ser una mujer a quien se le vio la concha,
es la heredera de los hoteles Hilton. Le resulta impensable que un
hombre de rango social inferior la ponga en peligro, aunque sea medio
segundo. No pestañea, apenas si lo mira. Cero desestabilizada. Ahí
no da muestras de un carácter particular. Nos hace saber, a todos,
que se puede permitir coger frente a todos. Pertenece a esta casta
que tiene un derecho histórico al escándalo, a no conformarse a las
reglas que se aplican al pueblo. Antes de ser una mujer, sometida a
una mirada de hombre, es una dominante social, con el poder de
ocultar el juicio del menos pudiente.
Así
es como se entiende que la única manera de hacer explotar el ritual
de sacrificio del cine XXX será llevar ahí a las chicas de buena
familia. Lo que vuela, cuando explotan las censuras impuestas por los
dirigentes, es un orden moral fundado sobre la explotación de todos.
La familia, la virilidad guerrera, el pudor, todos los valores
tradicionales apuntan a ubicar a cada sexo en su rol. A los hombres,
en cadáveres gratuitos para el Estado, a las mujeres, en esclavas de
los hombres. Al final, todos son sojuzgados, nuestras sexualidades
confiscadas, vigiladas, normadas. Siempre hay una clase social que
tiene interés en que las cosas sigan siendo lo que son, y que no
dice la verdad sobre sus motivaciones profundas.
«De
hecho, hoy en día el hombre representa lo positivo y lo neutro, o
sea el macho y el ser humano, mientras la mujer sólo es lo
negativo, la hembra. Cada vez que actúa como un ser humano, por
ello se declara que se identifica con el macho; sus actividades
deportivas, políticas, intelectuales, su deseo por otras mujeres
son interpretados como una «protesta viril»; se niega a tomar en
cuenta los valores hacia los que ella se trasciende, lo cual
obviamente lleva a considerar que hizo la elección inauténtica de
una actitud subjetiva. El gran malentendido sobre el que se funda
este sistema de interpretaciones, es que se admite que es natural
que el ser humano hembra haga de sí una mujer femenina:
no basta con ser una heterosexual, ni siquiera ser una madre, para
realizar este ideal; la «mujer de verdad» es un producto
artificial que la civilización fabrica como antaño se fabricaban
los castrados; sus supuestos instintos de coquetería, de docilidad,
le son insuflados como al hombre el orgullo fálico; él no siempre
acepta su vocación viril; ella tiene buenas razones para aceptar
menos dócilmente todavía la que le es asignada.»
Simone
de Beauvoir, El
segundo sexo55,
1949.
a
Aguilar (1972).
La
versión de King
Kong
realizada por Peter Jackson en el 2005 empieza a principios del
siglo pasado. Al mismo tiempo que se construyen los Estados Unidos
industriales, modernos, se despiden de las antiguas formas de
diversión, el teatro de comedia «liviano», la tropa solidaria, se
preparan para las formas de entretenimiento y de control modernas:
el cine y el porno.
Un
director megalómano y mentiroso, un hombre de cine, embarca a una
mujer rubia en un barco. Es la única mujer a bordo. La isla que les
interesa se llama Skull
Island.
No existe en los mapas, porque nadie nunca volvió de ahí. Tribus
primitivas, criaturas fetales, niñas de pelo negro enmarañado,
viejas mujeres amenazantes, desdentadas, dan alaridos bajo una
lluvia copiosa.
Raptan
a la mujer rubia para dársela de ofrenda a King Kong. La atan, una
vieja le pone un collar antes de entregársela al mono gigante.
Todos los humanos que antes llevaron este collar fueron tragados,
como bocaditos. Este King Kong no tiene ni pija, ni huevos, ni
pechos. Ninguna escena permite atribuirle un género. No es ni macho
ni hembra. Tan sólo es peludo y negro. Herbívora y contemplativa,
esta criatura tiene el sentido del humor, y de la demostración de
potencia. Entre Kong y la rubia, no hay ninguna escena de seducción
erótica. La bella y la bestia se domestican y se protegen, son
sensualmente tiernas la una con la otra. Pero en forma no sexuada.
La
isla es poblada con criaturas que no son ni machos ni hembras:
orugas monstruosas, con tentáculos viscosos y penetrantes, pero
húmedos y rosas como conchas de mujeres, larvas con cabezas de
pijas, que se abren y se vuelven vaginas dentadas que comen las
cabezas de los tipos de la tripulación... Otras acuden a una
iconografía más de género, pero que compete al dominio de la
sexualidad polimorfa: arañas velludas y brontosaurios grises e
idénticos, comparables a una horda de espermatozoides bien
pesados...
Ahí,
King Kong funciona como la metáfora de una sexualidad anterior a la
distinción de los géneros tal como se impuso políticamente
alrededor de fines del siglo XIX. King Kong está más allá de la
hembra y más allá del macho. Es la bisagra, entre el hombre y el
animal, el adulto y el niño, el bueno y el malo, el primitivo y el
civilizado, el blanco y el negro. Híbrido, antes de la obligación
de lo binario. La isla de esta película es la posibilidad de una
forma de sexualidad polimorfa e híper potente. Lo que el cine
quiere capturar, exhibir, desnaturalizar y luego exterminar.
Cuando
el hombre la viene a buscar, la mujer vacila en seguirlo. La quiere
salvar, llevarla de vuelta a la ciudad, a la heterosexualidad híper
normada. La bella sabe que está fuera de peligro junto a King Kong.
Pero también sabe que tendrá que dejar su gran palma
tranquilizadora para ir adonde viven los hombres y arreglárselas
sola ahí. Decide seguir al que la viene a buscar - liberarla de la
seguridad y llevarla de vuelta a la ciudad, donde de nuevo será
amenazada por todas partes. Cámara lenta, primer plano sobre los
ojos de la rubia, en el momento en que entiende que fue utilizada.
Sólo sirvió para capturar al animal. La animal. Sólo para
traicionar a su aliada, su protectora. Aquello con lo que tenía
afinidades. Su elección de la heterosexualidad y de la vida en la
ciudad, es la elección de sacrificar lo que en ella es hirsuto,
potente, lo que dentro de ella se ríe al golpearse el pecho. Lo que
reina sobre la isla. Algo debía ser ofrecido como sacrificio.
Luego,
King Kong es encadenada, exhibida en Nueva York. Tiene que
aterrorizar a las muchedumbres, pero que las cadenas sean sólidas,
que las masas puedan ser domadas a cambio, igual que con la
pornografía. Quieren tocar lo bestial de cerca, estremecerse, pero
no quieren los daños colaterales. Habrá daños porque la bestia se
le escapa al exhibidor, como en el espectáculo. Hoy en día, lo
problemático no es la recuperación del sexo o de la violencia,
sino al contrario, la
irrecuperabilidad
de las nociones que fueron usadas en el espectáculo: violencia y
sexo no son domesticables por la representación.
En
la ciudad, King Kong aplasta todo al pasar. La civilización que
veíamos construirse a principios de la película se destruye en muy
poco tiempo. Esta fuerza que no quisieron ni domesticar, ni respetar,
ni dejar donde estaba, es demasiado grande para la ciudad y la
despachurra tan sólo al caminar. Con mucha tranquilidad. La bestia
busca a su rubia. Para una escena que no es erótica, pero más bien
compete a la infancia: te tendré en mi mano y patinaremos juntas,
como en un vals. Y reirás como una niña en una calesita encantada.
No hay ahí seducción erótica. Sino una relación sensual obvia,
lúdica, en la que la fuerza no establece dominación. King Kong, o
el caos anterior a los géneros.
Luego,
los hombres de uniforme, lo político, el Estado, intervienen para
matar a la bestia. Subirse a los rascacielos, pelear contra aviones
que son como mosquitos. Su número es lo que permite matar a la
bestia. Y dejar a la rubia sola, lista para casarse con el héroe.
El
director, con los ojos abiertos de par en par frente al cuerpo del
animal, fotografiado como un trofeo. «Los aviones no tienen nada que
ver. Fue la bella quien mató a la bestia.»
Una
palabra de director: mentirosa. La bella no eligió matar a la
bestia. La bella se negó a participar del espectáculo, fue a su
encuentro en cuanto supo que se liberaba, se divirtió en su mano
cuando había que resbalar sobre las aguas heladas del parque, la
siguió hasta las cumbres donde la masacraron. Luego, entonces, la
bella siguió a su bello. La bella no pudo impedir que los hombres
trajeran a la bestia, ni que la mataran. Se pone bajo la protección
del más deseante, del más fuerte, del más adaptado. Está
desconectada de su potencia fundamental. Es nuestro mundo moderno.
Cuando
llego a París, en el 93, de la feminidad sólo tengo algunos
accesorios que tienen una utilidad profesional. Desde el instante en
que decido dejar de tener clientes, me vuelvo a encontrar con
campera, jean, calzado plano y poco maquillaje. El punk-rock es un
ejercicio para reventar los códigos establecidos, particularmente
acerca de los géneros. Aunque más no sea porque uno se aleja,
físicamente, de los criterios de belleza clásica. Cuando me
internan, con 15 años, el psiquiatra me pregunta por qué me afeo
tanto. Me parece re zarpado que me pregunte eso, ya que con mi pelo
rojo revuelto, mis labios pintados de negro, mis medibachas de
puntilla blanca y mis rangers enormes, yo me veo re contra chic.
Insiste: ¿me da miedo ser fea? Y eso que tengo lindos ojos, dice. Ni
siquiera entiendo de qué me está hablando. ¿Acaso él se ve sexy,
con su traje pedorro y sus cuatro pelos locos sobre la bocha? Ser
punkera, necesariamente es reinventar la feminidad ya que se trata de
estar afuera, pedir dinero en la calle, vomitar cerveza, inhalar
pegamento hasta quedarse con los brazos en cruz, ser detenida, hacer
pogo, aguantar el alcohol, aprender a tocar la guitarra, estar
rapada, volver a casa hecha mierda todas las noches, saltar por todas
partes durante los recitales, cantar a voz en cuello en el auto con
los vidrios abiertos himnos híper-masculinos, interesarse de veras
por el fútbol, hacer manifestaciones con el pasamontañas puesto y
ganas de buscar roña... Y nadie te jode. Hasta un montón de tipos
lo verán maravilloso, serán buenos amigos y no intentarán
reubicarte. Éste es el concepto del punk, no hacer lo que te dicen
que hagas. Con la policía, es lo mismo que con el psiquiatra:
demorada en una comisaría, un inspector compasivo, que soy más
linda de lo que creo, que por qué llevo la vida que llevo. Me
vinieron seguido, con eso. Cuando no me quejo de nada ante nadie. Ser
linda: ¿de qué me serviría, si no me siento dotada para eso y si
mis estrategias para compensarlo funcionan mucho mejor de lo que me
esperaba? Era atenta con los chicos, y ellos también conmigo, por lo
general. En Lyon, me hago un corte de pelo súper corto, me dicen
«señor» en las panaderías o en el kiosco, me tiene sin cuidado.
Las reflexiones son escasas -«dejá de fumar el pucho como un
chabón»-, la mayor parte del tiempo: cultura underground,
privilegiada, apartada, nadie me jode. Seguro que se nota que estoy
re bien así. Es el punk-rock, es mi casa. No va a durar.
En
el 93, publico Baise-moi.
Primera nota, en Polar.
Una nota de chabón. Tres páginas. De reubicación. Lo que molesta
al tipo no es que el libro no sea bueno según sus criterios. Del
libro, en realidad, no habla. Es que yo sea una chica poniendo a
chicas en escena de esta forma. Y, sin hacerse preguntas -ya que es
hombre, desde su punto de vista es obvio que tiene derecho a
señalarme lo que me está permitido según la conveniencia tal como
la define él- me viene a decir, ese desconocido, y a decirlo
públicamente: no tengo derecho a hacer eso. Importa tres carajos,
el libro. Lo importante es mi sexo. No importa una mierda quien soy,
de donde vengo, lo que me conviene, quien me va a leer, la cultura
punk-rock. El abuelo interviene, tijeras en mano, y me la va a
rectificar, mi pija mental, se va a ocupar de las chicas como yo. Y
de citar a Renoir: «Las películas deberían ser hechas por mujeres
lindas mostrando cosas lindas». Por lo menos será una idea de
título53.
En el momento, es tan grotesco que me río. Luego, cambio de tono,
cuando me doy cuenta de que se me echan encima de todas partes sólo
ocupándose de esto: es una chica, una chica, una chica. Tengo una
concha en el medio de la jeta. Todavía no me había confrontado
mucho con el mundo de los adultos, y aún menos con el de los
adultos normales, me va a asombrar durante un buen tiempo, lo
numerosos que son los que saben distinguir lo que se hace, de lo que
no se hace, cuando una es una chica en la ciudad.
Cuando
una se vuelve una chica pública, se le echan encima de todas
partes, de una manera particular. Pero de eso no hay que quejarse,
está mal visto. Hay que tener el sentido del humor, distancia, y
las bolas bien puestas para bancársela. Todas estas discusiones
para saber si tenía derecho a decir lo que decía. Una mujer. Mi
sexo. Mi físico. En todos los artículos, con bastante buena onda,
dicho sea de paso. No, no se describe a un autor hombre igual que a
una mujer. Nadie sintió la necesidad de escribir que Houellebecq
era lindo. Si hubiese sido mujer, y que a tantos hombres les
hubiesen gustado sus libros, hubiesen escrito que era lindo. O no.
Pero hubiésemos sabido cual era su impresión al respecto. Y
hubiesen tratado, en nueve de cada diez artículos, de ajustarle las
cuentas y de explicar, en detalle, por qué este hombre era tan
infeliz, sexualmente. Le hubiesen hecho saber que era culpa suya,
que no hacía las cosas bien, que no se podía quejar de
absolutamente nada. De paso, lo hubiesen gastado: ¿viste la pinta
que tenés? Hubiesen sido extraordinariamente violentos con él, si
como mujer hubiese dicho del sexo y del amor con los hombres lo que
él dice del sexo y del amor con las mujeres. Por un talento
equivalente, no hubiese recibido el mismo trato. No querer a las
mujeres, para un hombre, es una actitud. No querer a los hombres,
para una mujer, es una patología. ¿Una mujer no muy atractiva que
se quejase porque los hombres no son capaces de hacerla acabar bien?
Escucharíamos hablar de su físico, y de su vida familiar, con los
detalles más sórdidos, y de sus complejos, y de sus problemas. No
es casualidad que todas las mujeres o casi todas, después de cierta
edad, sobre todo aspiren a no causar mucho revuelo. Que no nos
vengan a decir que tiene que ver con el carácter o con la
naturaleza, que no nos gusta provocar, y que lo nuestro más bien es
la casa y los niños. Hay que ver como nos cagan a pedos, siempre
que empezamos a decir alguito. Hasta el más enfermo de los tipos
del hip-hop no es maltratado como una mujer. Sin embargo, sabemos lo
que opinan los Blancos de los Negros. No hay nada peor que ser una
mujer juzgada por tipos. Todos los golpes se pueden dar, empezando
por los más sucios. Ni siquiera somos extranjeras: somos
subtituladas, todo el tiempo, porque no sabemos lo que tenemos que
decir. No lo sabemos tan bien como los machos dominantes, que están
acostumbrados hace siglos a escribir libros acerca de la cuestión
de nuestra feminidad y de lo que implica.
En
aquella época descubro, consternada, que cualquier pelotudo dotado
de una poronga se siente con derecho a hablar en nombre de todos los
hombres, de la virilidad, del pueblo de los guerreros, de los
señores, de los dominantes, y -por ende- el derecho de darme
lecciones de feminidad. Importa un carajo que el tipo mida uno
cincuenta, sea más ancho que alto, nunca haya
hecho
muestra de ninguna masculinidad, nunca, de ninguna forma. Es uno de
ellos. Y yo, soy del otro sexo. Soy la única que queda estupefacta
por el hecho de que me reubiquen sistemáticamente en mi lugar de
hembra. Sólo me comparan con otras mujeres. Marie Darrieussecq,
Amélie Nothomb, Lorette Nobécourt, qué importa, con tal que
tengamos más o menos la misma edad. Y sobre todo: que seamos del
mismo sexo. Recibo doble ración de condescendencia burlona, como
mujer. Vejaciones suplementarias, llamadas al orden. Las personas a
las que frecuento. Mis salidas. Mis gastos. Donde vivo. Bajo
vigilancia. De muchas formas. Una chica.
Luego
viene la película. Interdicción. La censura de verdad,
evidentemente, no pasa por los textos de las leyes. Más bien te dan
un consejo. Y se aseguran de que lo recibas bien. Por lo tanto, hay
que prohibir que tres actrices porno y una ex-puta se ocupen de hacer
una película sobre la violación. Por más que sea con poco
presupuesto, por más que sea una película de género, por más que
se haga de modo paródico. Es importante. Pareciera que amenazamos la
seguridad del Estado. Nada de películas sobre una violación
colectiva en la que las víctimas no llorisquean con la nariz llena
de mocos sobre los hombros de hombres que las vengarán. Nada de eso.
Apoyo casi unánime de la prensa: su famoso derecho a decir no. Yo y
las tres otras de la película, siempre representadas como si sólo
quisiéramos hacer dinero. Obvio. No es necesario ver la película
para saber lo que hay que opinar. Si hay chicas que se meten con el
sexo, es para robar el dinero de los honestos hombres. Perras. Sino,
por cierto, hubiésemos hecho una película con praderas por las que
brincan pichichos, una película con mujeres que se ocupan de seducir
hombres. No hubiésemos hecho película alguna, ya que estamos, nos
hubiésemos quedado en nuestros lugares. Perras, necesariamente. El
cuerpo de Karen en primera plana. Normal. Perras. Cualquiera tiene
derecho a vender papel con su vientre, ya que aceptó mostrarlo.
Perras. Y una ministra de Cultura, una mujer, de aquella izquierda,
la izquierda sutil, declara que un artista debería sentirse
responsable por lo que muestra. Los hombres no deberían sentirse
responsables cuando se ponen de a tres para violar a una chica. Los
hombres no deberían sentirse responsables cuando van de putas sin
hacer votar las leyes para que ellas puedan laburar tranquilamente.
La sociedad no debería sentirse responsable cuando continuamente en
las películas se ve a mujeres en el papel de víctimas de las
violencias más atroces. Nosotras nos deberíamos sentir
responsables. De lo que nos pasa, de negarnos a morir por eso, de
querer vivir con eso. De abrir la boca. La conocemos bien, esta
cantinela, según la cual nos deberíamos sentir responsables por lo
que pasa. En Elle,
una imbécil cualquiera, escribiendo una crónica sobre otro libro
acerca de la violación que no tiene absolutamente nada que ver con
el mío, subraya la dignidad de sus palabras, se siente obligada de
oponerlo a los «vagidos» que produzco. No soy una víctima lo
suficientemente silenciosa. Vale la pena señalarlo en una revista
femenina, es un consejo para las lectoras: la violación, claro, es
triste, pero a aflojar con los vagidos, señoras. No lo bastante
digno. Andá a cagar. En Paris
Match,
mismo método, para decirle a la hija de Montand54
que prefieren que se calle, otra imbécil subraya la clase de una
Marilyn Monroe, que sí supo ser una buena víctima. Entiendan:
dulce, sexy, guardando silencio. Que sabe mantener cerrada su gran
boca, cuando se la hacían pasar de uno a otro en cuatro patas en
orgías tétricas. Consejos de mujeres, entre ellas. La mejor tajada.
Escondan sus llagas, señoras, podrían molestar al verdugo. Ser una
víctima digna. O sea que sabe callarse. La palabra siempre
confiscada. Peligrosa, ya lo entendimos. ¿Perturbando el descanso de
quién?
¿Qué
ventaja sacamos de nuestra situación que hace que valga la pena que
colaboremos tan activamente? ¿Por qué las madres incitan a los
niños a hacer ruido mientras les enseñan a las niñas a callarse?
¿Por qué seguimos valorando a un hijo que llama la atención
mientras se le hace pasar vergüenza a una hija que se destaca? ¿Por
qué enseñarles a las niñas la docilidad, la coquetería y los
disimulos, cuando les hacen saber a los nenes machos que están para
exigir, que el mundo está hecho para ellos, que están para decidir
y elegir? ¿Qué es tan benéfico para las mujeres en esta forma en
que pasan las cosas y que hace que valga la pena que seamos tan
suaves, con los golpes que damos?
Es
que, entre nosotras, las que ocupan los mejores lugares son las que
se aliaron con los más poderosos. Las más capaces de callarse
cuando las engañan, de quedarse cuando son mancilladas, de halagar
el ego de los hombres. Las más capaces de acomodarse con la
dominación masculina obviamente son las que tienen los buenos
puestos, ya que también son ellos los que admiten o excluyen a las
mujeres de las funciones del poder. Las más coquetas, las más
encantadoras, las más amigables con el hombre. Las mujeres que
escuchamos expresarse son las que saben estar con ellos.
Preferentemente las que piensan el feminismo como una causa
secundaria, de lujo. Las que no van a comerles la cabeza con eso. Y
más bien las mujeres más presentables, ya que nuestra cualidad
primera sigue siendo ser agradables. Las mujeres de poder son las
aliadas de los hombres, de todas nosotras las que mejor saben doblar
el espinazo y sonreír bajo la dominación. Pretender que ni duele.
Las demás, las furiosas, las feas, los caracteres fuertes, son
asfixiadas, apartadas, anuladas. Non
grata
en la élite.
A
mí, me gusta Josée Dayan. Ronroneo de placer cada vez que la veo en
la tele. Porque el resto del tiempo, incluso las novelistas, las
periodistas, las deportistas, las cantantes, las presidentas de
empresas, las productoras, todas las mujeres que vemos se sienten
obligadas a ponerse un escotito, un par de aros, el pelo bien
peinado, pruebas de feminidad, garantías de docilidad.
El
síndrome del rehén que se identifica con su carcelero, ya lo
conocemos. Así terminamos vigilándonos las unas a las otras,
juzgándonos a través de los ojos de quienes nos encierran con tres
vueltas de llave.
Cuando
tenía más o menos treinta años, cuando dejé de tomar, vi a
analistas, curanderos, magos, no tenían mucho en común. Lo único
fue que, varias veces, estos hombres insistieron: «Tendría que
reconciliarse con su feminidad». Siempre contesté lo mismo,
espontáneamente: «Ya sé, no tengo hijo, pero...» y siempre me
interrumpieron, no me estaban hablando de maternidad. Me estaban
hablando de feminidad. ¿Qué quiere decir con eso? No obtuve
respuesta clara. Mi feminidad... Yo, en realidad, no soy de
contrariar, sobre todo si me dicen las cosas varias veces con mucha
convicción y una benevolencia obvia. Por lo tanto, traté de
entender. Sinceramente. De qué carecía. Tenía la impresión de
decirlo todo, de no tratar de ser más así que asá, de dejarme ser
sin mucha moderación. La feminidad, ¿qué era...? Las
circunstancias en las que vi a estos terapeutas siempre eran
privilegiadas, estaba bastante dulce y tranquila. No soy una bestia
de tiempo completo. Más bien soy tímida, discreta, desde que dejé
de tomar no se puede decir que hago mucho bardo, en general. Por
supuesto, a veces, estallo y me voy a la mierda. De manera no muy
femenina, lo confirmo, y muchas veces eficaz, qué casualidad. Pero,
en este caso, no me hablaban ni de agitación, ni de agresividad,
hablaban de «feminidad». Sin dar detalles. Me rompí la cabeza.
¿Por ahí se trataba de ser menos impresionante, más
tranquilizadora, más encantadora, tal vez? Bueno, eso, por más que
quiera, va a ser difícil. Se vuelve un chiste, a la larga, ser la
chica que hizo Baise-moi.
A veces, así de simple, me da la impresión de ser Bruce Lee. Cuando
contaba en las entrevistas que, todo el tiempo, los tipos le tocaban
el hombro para desafiarlo. Querían mostrarles a todos los del barrio
que eran tan fuertes, se habían cargado a Bruce Lee. Son los giles
de pija chica locales los que se sienten obligados a desafiarme, a
mí, para mostrarles a sus amigos cómo se atrevieron a venir a
reubicarme en mi lugar. No voy a dar detalles, describir lo que pasa
cuando esos tipos entienden que todas las minas a quienes quisieran
agarrar prefieren tener sexo conmigo. Los vuelve súper agresivos.
¿Qué tengo que ver, yo, si tienen tanto sex appeal
como un viejo Renault 5 oxidado? Seguro que se imaginan que si no
existiera, la tendrían más grande. No vale la pena debatirlo mucho.
De todas formas ya sea yo u otra, desde este punto de vista, es lo
mismo: nunca es suficiente. Hagas lo que hagas, siempre es demasiado
para un cretino local y tiene que intervenir, tratar de ponerte en
vereda.
Cuanto
más carece un tipo de cualidades viriles, más vigilante se pone
acerca de lo que hacen las mujeres. Y, a la inversa, cuanta más
confianza en sí tiene un tipo, mejor se banca la diversidad de
actitudes en las chicas, y su masculinidad. Por eso nunca somos tan
decidida y estrictamente llamadas al orden como cuando llegamos al
ámbito de los pudientes: donde la masculinidad no va de suyo para
los machos, les ruegan a las hembras que se pongan muy sumisas.
Cuando,
en la tele, pasan sin parar imágenes de «Happy
slapping»
en las que un chico le pega una cachetada a una chica que tiene por
lo menos dos cabezas y tranquilamente quince kilos menos que él,
mientras lo filma un amigo para luego cancherear frente a otros
chicos, consternados, nos lo muestran como para decir: «Estos
musulmanes, hijos de padres polígamos, no tienen ningún respeto
hacia la mujer, no lo aguantamos más». Sin embargo, es exactamente
lo que hacen ustedes en una tercera parte de la literatura
masculina blanca. Contar cómo se
aprovechan
de su estatus de dominantes para abusar de pibas a las que
eligen entre las más
débiles,
contar cómo las engañan las cogen las humillan, para ser admirados
por sus amigos. Triunfo con poco gasto. Sería tanto más divertido
si el chico del celular lo fuera a cagar a trompadas a un tipo que
tuviera cuatro cabezas más que él; sería tanto más divertido si
se las tomaran con las más feroces del rebaño, o las mujeres más
ásperas. Pero eso no es lo que los motiva. Triunfo con poco gasto,
fuerza de débil. En una tercera parte de la producción
cinematográfica blanca contemporánea, fíjense lo que les hacen, a
las chicas. Triunfos de cobardes. Es que hay que tranquilizar a los
hombres. Pasa por ahí.
Después
de varios años de buena, leal y sincera investigación, llegué a la
conclusión de que la feminidad, es la trolez. El arte de la
servilidad. Se le puede decir seducción y transformarlo en algo
glamoroso. Sólo es un deporte de alto nivel en muy pocos casos.
Masivamente, tan sólo es acostumbrarse a portarse como una inferior.
Entrar a un lugar, mirar si hay hombres, querer gustarles. No hablar
demasiado fuerte. No expresarse en un tono categórico. No sentarse
con las piernas abiertas, para estar bien sentada. No expresarse en
un tono autoritario. No hablar de
dinero.
No querer tomar el poder. No querer ocupar un puesto
de autoridad. No buscar el
prestigio.
No reír demasiado fuerte. No ser, una misma, demasiado divertida.
Gustarles a los hombres es un arte complicado, que requiere que
borremos todo lo que compete al dominio de la potencia. Mientras
tanto, los hombres, por lo menos los que tienen mi edad y más, no
tienen cuerpo. No tienen edad, no tienen corpulencia. Cualquier
pelotudo enrojecido por el alcohol, calvo con panza enorme y estilo
pedorro, podrá permitirse hacer reflexiones sobre el físico de las
chicas, reflexiones desagradables si no las ve lo suficientemente
coquetas y frescas, u observaciones asquerosas si está enojado
porque no se las puede empomar. Son las ventajas de su sexo. La
trolez más patética, los hombres nos la quieren vender como
simpática y pulsional. Pero son muy pocos los Bukowski, la mayor
parte del tiempo, sólo son giles cualesquiera. Como si yo, por tener
vagina, me creyera tan buena como Greta Garbo. Tener complejos, eso
sí que es femenino. Borrada. Escuchar bien. No brillar demasiado
intelectualmente. Ser culta, lo justo para entender lo que un
presumido tiene para decir. Charlar es femenino. Todo lo que no deja
huella. Lo doméstico, que se vuelve a hacer todos los días, que no
lleva nombre. No los grandes discursos, no los grandes libros, no las
grandes cosas. Las pequeñas cosas. Lindas. Femeninas. Pero tomar:
viril. Tener amigos: viril. Hacerse el payaso: viril. Ganar mucha
guita: viril. Tener un auto grande: viril. Tener cualquier postura:
viril. Reír tontamente fumando porro: viril. Tener el espíritu de
competencia: viril. Ser agresivo: viril. Querer garchar con mucha
gente: viril. Contestar con brutalidad a algo amenazante: viril. No
tomarse el tiempo de arreglarse a la mañana: viril. Usar ropa porque
es cómoda: viril. Todo lo divertido es viril, todo lo que permite
sobrevivir es viril, todo lo que permite ganar terreno es viril. No
cambió tanto, en cuarenta años. El único progreso destacado, es
que ahora, los podemos mantener. Porque el trabajo alimenticio, es
demasiado apremiante para los hombres, que son artistas, pensadores,
personajes complejos y terriblemente frágiles. El SMIC, más bien
les toca a las mujeres ganarlo. Obviamente, encima, habrá que
entender que pueda volverlos violentos o desagradables, el ser
mantenidos. Si pensamos que es fácil, cuando uno es de la raza de
los grandes cazadores, el no ser quien trae la comida al hogar. Nos
la pasamos entendiendo a los hombres, qué buena onda. Porque la
desesperación grandiosa también tiene sexo, lo que practicamos,
nosotras, es el gemido lastimero.
No
estoy diciendo que ser mujer es en sí un apremio penoso. Algunas lo
hacen muy bien. Lo degradante es la obligación. Las grandes
seductoras, obvio que eso es lo más top de lo más top, en materia
de divinidades locales. Patinadoras artísticas también tiene
estilo. Sin embargo, no nos piden que todas seamos patinadoras.
Ecuyeres también tiene lo suyo. No te traen una silla de montar y un
caballo desde el vamos si querés existir.
Reportaje
sobre una cadena de información del cable, un documental sobre
chicas de los suburbios. Más precisamente: sobre su inquietante
pérdida de feminidad. Vemos a tres pibas con caras de buenas putear
como carreteros y a una de ellas intentar atrapar a no sé quien en
un hueco de escalera, con la esperanza de pegarle una paliza. Barrio
desolado, juventud sin ocupación, pibes que saben que lo más
probable es que no tendrán más suerte que sus padres, o sea nada.
Estas imágenes siempre un tanto turbias, para una persona de mi
edad, de una Francia que se convirtió en un país del cuarto mundo.
Una pobreza extrema, que linda con el lujo más indecente. Lo que
preocupa a los comentaristas, y no lo dicen en broma, es que las
chicas nunca usan polleras. Y que hablan mal. Los sorprende, son
sinceros. Se imaginan, tranquis, que las chicas nacen en especies de
rosas virtuales y se deberían convertir en criaturas dulces y
apacibles. Inclusive sumergidas en un ambiente hostil en el que más
vale saber dar cabezazos para poder mínimamente existir. Las mujeres
deberían ocuparse de cosas lindas, regando flores, y canturreando
bajito. Realmente es lo único que les preocupa, de todo lo que
filmaron. Estas mujeres no se parecen a las mujeres de los barrios
lindos, a las pibas de las revistas, a las chicas de las «grandes
écoles». El periodista que escribió este comentario tiene la
impresión de que es natural, ser una mujer como las que lo rodean.
Que esta feminidad no tiene raza, no tiene clase, no es construida
políticamente, cree que si se deja a las mujeres ser lo que tienen
que ser, naturalmente, de la manera poética más admirable, se
vuelven iguales a las mujeres que trabajan y cenan con él: burguesas
blancas como la gente.
No
sólo fue mi naturaleza profunda, con lo que tenía de diferente, de
brutal, de agresivo, de potente, a la que empecé a someter. También
aprendí a renegar de mi clase social.
No
fue una decisión consciente. Más bien un cálculo de supervivencia
social. Limitar los movimientos, físicamente, preferir los
movimientos suaves. Aminorar la dicción. Privilegiar lo que no
asusta. Volverme rubia. Rehacer mis dientes. Ponerme en pareja, con
un hombre más grande, más rico, más famoso. Querer tener un hijo.
Hacer como hacen. Después del escándalo de la película. Mezclarme
un poco con el ambiente. Para darme un tiempo. Dejar de tomar. Tanto
para preservar mi apariencia como para evitar la desinhibición del
alcohol. Las conductas viriles correspondientes: tener sexo con
cualquiera, agarrar a quien está al lado por el hombro, hacer ruido,
reír demasiado fuerte. Reingresé a mi categoría, tal como es
pensada en mi nuevo ámbito. Usar cosas rosas y pulseras brillantes.
Realmente hice lo mejor que pude, para pasar más desapercibida... No
fue neutral. Era un debilitamiento consentido.
Por
suerte, está Courtney Love. En particular. Y el punk-rock, en
general. Una tendencia a disfrutar del conflicto. Recobro mi salud
mental, en mi sombra de rubia. El monstruo en mí no se olvida. Mi
pareja me deja, no tengo hijo. Me mata, el día que cumplí los 35.
Sin saber bien si realmente quiero otra prueba para blandirle al
mundo, que soy una mujer como cualquier otra, con todo lo que me
repitieron «entonces odia a todos los hombres», quise demostrar lo
contrario. Qué idea más rara. Procurar demostrar que soy una mujer
amable. Que inclusive tiene hijos. Como lo recetan en la prensa. Pero
uno tiene la vida que debe tener, porque todo eso a mí no me
funciona muy bien. No soy dulce no soy amable no soy una cheta. Tengo
subidas de hormonas que me hacen el efecto de fulgores de
agresividad. Si no viniera del punk-rock, le tendría vergüenza a lo
que soy. Ser tan zarpadamente incapaz de agradar. Pero vengo del
punk-rock y estoy orgullosa de que no me salga muy bien.
«El
primer deber de una escritora, es matar al ángel del hogar.»
Virginia
Woolf.
En
Internet, me topo de casualidad con una carta firmada por Antonin
Artaud. Una carta de ruptura, o en todo caso de alejamiento,
dirigida a una mujer a la que declara no poder amar. Comprendo
perfectamente que, en detalle, su asunto debe ser complicado. Pero,
al fin de cuentas, éste es el resultado: «Necesito a una mujer que
sea sólo mía y que pueda encontrar en mi casa a toda hora. Estoy
desesperado de soledad. Ya no puedo volver a la noche, a una
habitación, solo, y sin ninguna de las facilidades de la vida al
alcance de la mano. Me hace falta un interior, y me hace falta ya, y
una mujer que se ocupe de mí sin cesar para las cosas más
pequeñas. Una artista como vos tiene su vida, y no puede hacer eso.
Todo lo que te digo es de un egoísmo feroz, pero es así. Ni
siquiera me es necesario que esta mujer sea muy linda, tampoco
quiero que sea excesivamente inteligente, ni sobre todo que piense
demasiado. Me alcanza con que esté unida a mí».
Desde
que soy pequeña, desde Goldorak55
y Candy56,
que se daban uno tras del otro al salir del colegio, me apasiono por
invertir, sólo para ver.
«Necesito
a un hombre que sea sólo mío y que pueda encontrar en mi casa a
toda hora.» En seguida suena diferente. El hombre no está para
quedarse en casa, ni para ser poseído. Por más que tuviera
necesidad o ganas de tener a un hombre que sea sólo mío, todo me
aconseja que modere mis ardores y, al contrario, que sea totalmente
suya. Es otro cantar. No hay nadie, alrededor, que esté
políticamente designado a sacrificar su vida para suavizar la mía.
No es una relación de utilidad recíproca. De la misma manera,
nunca podré escribir, con toda buena fe egoísta: «Me hace falta
un interior, ya, y un hombre que se ocupe de mí sin cesar hasta
para las cosas más pequeñas». Si llego a conocer a semejante
hombre, quisiera decir que lo podría asalariar. «Ni siquiera me es
necesario que este hombre sea muy lindo, tampoco quiero que sea
excesivamente inteligente, ni sobre todo que piense demasiado. Me
alcanza con que esté unido a mí.»
Mi
poder nunca se apoyará en el vasallaje de la otra mitad de la
humanidad. Uno de cada dos seres humanos no fue traído al mundo
para obedecerme, ocuparse de mi interior, criar a mis hijos,
agradarme, distraerme, tranquilizarme sobre el poder de mi
inteligencia, facilitarme el descanso después de la batalla,
esforzarse en alimentarme bien... Tanto mejor.
En
la literatura femenina, los ejemplos de descaro o de hostilidad en
contra de los hombres son escasísimos. Censurados. Yo soy de este
sexo, que ni siquiera tiene derecho a tomarlo mal. Colette, Duras,
Beauvoir, Yourcenar, Sagan, toda una historia de autoras que se
cuidan, todas, de «mostrar pata blanca»57,
de tranquilizar a los hombres, de disculparse por escribir
repitiendo cuanto los aman, los respetan, los quieren, y sobre todo
no quieren -escriban lo que escriban- hacer demasiado quilombo.
Todas sabemos que si no: la manada se ocupará cuidadosamente de tu
caso.
1948,
Antonin
Artaud muere.
Genet,
Bataille, Breton; los
hombres hacen explotar los límites de lo decible. Violette
Leduc emprende la
redacción de lo que se convertirá en
Thérèse
et Isabelle58.
Texto magistral. Al leerlo, Beauvoir
escribe
inmediatamente: «En cuanto a publicar esto, imposible. Es una
historia de sexualidad lesbiana tan cruda como lo que escribe
Genet».
Violette
Leduc edulcora el texto, que Queneau
rechaza en seguida: «Imposible de publicar abiertamente».
Hay que esperar 1966 para que Gallimard lo
publique.
Yo
soy de este sexo, el que se tiene que callar, que hacen callar. Y
que lo debe tomar con cortesía, otra vez «mostrar pata blanca».
Si no, te borran. Los hombres saben en nuestro lugar lo que podemos
decir de nosotras. Y las mujeres, si quieren sobrevivir, tienen que
aprender a entender la orden. Que no me vengan con el cuento ese,
que las cosas evolucionaron tanto que pasamos a otra cosa. A mí,
no. Lo que soporto como escritora, es el doble de lo que soporta un
hombre.
Simone
de Beauvoir, que
empieza las Cartas
a
Sartre
por esta primera
carta que
Sartre le
escribe: «¿Me haría el favor de darle mi ropa (cajón inferior
del armario) a la lavandera a la mañana? Dejo la llave sobre la
puerta. La quiero tiernamente, mi amor. Tenía una carita
encantadora, ayer, cuando dijo: “Ah me había mirado, me había
mirado” y cuando lo pienso mi corazón se parte de ternura. Hasta
luego pequeño Bon».
Que inviertan,
que inviertan todo, tanto la ropa como la carita encantadora. Se
entiende mejor de qué sexo es una, el de la ropa sucia de los demás
y de las caritas encantadoras.
Como
escritora, lo político se organiza para frenarme, obstruirme, no
como individuo sino sí como hembra. No lo tomo con buena gana,
filosofía o pragmatismo. Ya que me es impuesto, me las arreglo con
eso. Lo hago con enojo. Sin humor. Por más que agacho la cabeza y
escucho todo
lo que
no quiero escuchar y me callo porque no tengo alternativa. No tengo
la intención de pedir disculpas por lo que me es impuesto, ni de
pretender que me parece formidable.
Angela
Davis, hablando de la esclava negra estadounidense, dice: «Había
aprendido por el trabajo que su potencial de mujer era igual al de
un hombre».
El
sexo débil, siempre fue un chiste. Se puede alimentar toda la
condescendencia que se quiere para con las mujeres negras que vemos
meneando las cachas con turbadora eficiencia en los videos de 50
Cent, compadeciéndolas porque las utilizan como mujeres degradadas:
son hijas de esclavos, trabajaron como los hombres, les dieron
latigazos como a los hombres. Angela Davis: «Pero las mujeres no
sólo eran azotadas y mutiladas, también eran violadas». Preñadas
por la fuerza y dejadas solas para criar a los hijos. Y
sobrevivieron. Lo que atravesaron las mujeres, no sólo es la
historia de los hombres, como los hombres, sino también su opresión
específica. De una violencia inaudita. De ahí esta
propuesta simple: váyanse todos a
la concha de su madre, con su condescendencia para con nosotras, sus
parodias de fuerza garantizada por el colectivo, de protección
puntual o sus manipulaciones de víctimas, para las que la
emancipación femenina sería difícil de aguantar. Lo que sí es
difícil, es ser mujer, y bancarse todas sus giladas. Al fin y al
cabo, las ventajas que sacan de nuestra opresión son trampas.
Cuando defienden sus prerrogativas de machos, son como los empleados
de los grandes hoteles que se creen los dueños del lugar...
Sirvientes arrogantes, y nada más.
Cuando
el mundo capitalista se derrumba y ya no puede satisfacer las
necesidades de los hombres, ya no hay trabajo, ya no hay dignidad en
el trabajo, sinrazón y crueldad de los apremios económicos,
vejaciones administrativas, humillaciones burocráticas, certeza de
ser estafado en cuanto se quiere comprar algo, otra vez nos tienen
por responsables. Nuestra liberación es lo que los hace infelices.
El culpable no es el sistema político implementado, es la
emancipación de las mujeres.
¿Querer
ser un hombre? Soy mejor que eso. Me importa tres carajos el pene.
Me importan tres carajos la barba y la testosterona, tengo todo lo
que necesito de agresividad y de coraje. Pero por supuesto que
quiero todo, como un hombre, en un mundo de hombres, quiero desafiar
la ley. De frente. No dando vueltas, no pidiendo disculpas. Quiero
obtener más de lo que me era prometido al principio. No quiero que
me callen. No quiero que me expliquen lo que puedo hacer. No quiero
que me abran la carne para hacerme agrandar los pechos. No quiero
tener un cuerpo de chiquita estilizada cuando me acerco a los
cuarenta años. No quiero huir el conflicto para no revelar mi
fuerza y tomar el riesgo de perder mi feminidad.
Una
rehén es liberada, declara en la radio: «Por fin me pude depilar,
perfumar, me vuelvo a encontrar con mi feminidad». En todo caso, es
el trozo que eligen dar. No quiere salir por la ciudad, ver a sus
amigos, leer los diarios. ¿Se quiere depilar? Es su justo derecho.
Pero que no me pidan que me parezca normal.
Monique
Wittig: «Hoy por hoy de vuelta estamos atrapadas, en el callejón
sin salida familiar del es-maravilloso-ser-mujer».
Esto
es gustosamente enunciado por los hombres. Y transmitido por las
colaboradoras, siempre prontas para defender los intereses del amo.
Esto que a los hombres maduros les gusta decirnos sobre nosotras. Y
que callan el final lógico de su «es maravilloso ser mujer»: «...
joven, flaca, en condiciones de gustarles a los hombres». Si no, no
es nada maravilloso. Tan sólo es el doble de alienante.
Les
gusta hablar de las mujeres, a los hombres. Así evitan hablar de
ellos mismos. ¿Cómo se explica que en treinta años ningún hombre
haya producido el más mínimo texto novedoso acerca de la
masculinidad? Ya que son tan charlatanes y competentes cuando se
trata de perorar sobre las mujeres, ¿por qué este silencio en lo
que se refiere a ellos? Porque sabemos que cuanto más hablan, menos
dicen. De lo esencial, de lo que realmente tienen en la cabeza.
¿Acaso quieren que hablemos de ellos, a nuestra vez? Por ejemplo,
¿quieren escuchar decir a qué se parecen, vistas de afuera, sus
violaciones colectivas? Parece que quieren verse coger, mirarse las
pijas los unos a los otros, estar juntos al tenerla parada, parece
que tienen ganas de ponérsela. Parece que les da miedo confesarse
que lo que realmente quieren es garchar los unos con los otros. Los
hombres quieren a los hombres. Se la pasan explicándonos cuanto
quieren a las mujeres, pero todas sabemos que nos chamuyan. Se
quieren, entre ellos. Se cogen a través de las mujeres, muchos ya
piensan en los amigos cuando están dentro de una concha. Se miran
en el cine, se dan los mejores papeles, se ven potentes,
fanfarronean, no pueden creer que sean tan fuertes, lindos y
valientes. Escriben los unos para los otros, se congratulan, se
apoyan. Tienen razón. Pero de tanto escucharlos quejarse de que las
mujeres no cogen lo suficiente, que no les gusta el sexo como
debería, que no entienden nunca nada, una no puede sino
preguntarse: ¿qué están esperando para culearse? Dale. Si los
puede volver más sonrientes, quiere decir que está bien. Pero,
entre las cosas que correctamente les inculcaron, está el miedo a
ser gay, la obligación de querer a las mujeres. Por lo tanto,
siguen el camino recto. Refunfuñan, pero obedecen. De paso,
cachetean a una chica o dos, furiosos porque se la tienen que
bancar.
Hubo
una revolución feminista. Se articularon palabras, a pesar de la
conveniencia, a pesar de las hostilidades. Y sigue afluyendo. Pero
por ahora, nada, sobre la masculinidad. Silencio espantado de los
niños frágiles. Ya basta. El sexo supuestamente fuerte, que todo
el tiempo tiene que ser protegido, tranquilizado, cuidado, tratado
con precaución. Que tiene que ser defendido de la verdad: que las
mujeres son chabones como cualquier otro, y los hombres son putas y
madres, todos en la misma confusión. Hay hombres que más bien
están hechos para la recolección, la decoración de interiores y
los niños en la plaza, y mujeres hechas para ir a trepanar el
mamut, hacer ruido y emboscadas. Cada uno con lo suyo. Lo eterno
femenino es un gran chiste. Pareciera que la vida de los hombres
depende del mantenimiento de la mentira... Mujer fatal, conejita,
enfermera, lolita, puta, madre benévola o castradora. Es cine, todo
eso. Puesta en escena de los signos y especificación de la
vestimenta. ¿Acerca de qué nos tranquilizamos, con eso? No sabemos
exactamente qué temen, si los arquetipos totalmente artificiales se
derrumban: las putas son individuos comunes, las madres no son
intrínsecamente ni buenas ni valientes ni cariñosas, igual para
los padres, depende de la gente, de las situaciones, de los
momentos.
Liberarse
del machismo, esta trampa para boludos que sólo tranquiliza a los
pirados. Admitir que nos importa un carajo respetar las reglas de
los repartos de las cualidades. Sistema de mascaradas obligatorias.
¿A qué autonomía los hombres le tienen tanto miedo que siguen
callándose, sin inventar nada? ¿Sin producir ningún discurso
nuevo, crítico, inventivo acerca de su propia condición?
¿Para
cuándo la emancipación masculina?
Les
toca a ellos, a ustedes tomar su independencia. «Bueno, pero cuando
somos dulces, las mujeres prefieren a los brutos» llorisquean los
ex favoritos. No es cierto. A algunas mujeres les gusta la fuerza,
no la temen en los demás. La fuerza no es una brutalidad. Las dos
nociones son bien distintas.
LEMMY
CANTONA BREILLAT PAM GRIER HANK BUKOWSKI CAMILLE PAGLIA DENIRO TONY
MONTANA JOEY STARR ANGELA DAVIS ETA JAMES TINA TURNER MOHAMED ALI
CHRISTIANE ROCHEFORT HENRI COLLINS AMELIE MAURESMO MADONNA COURTNEY
LYDIA LUNCH LOUISE MICHEL MARGUERITE DURAS CLINT JEAN GENET...
Cuestión de actitud, de valentía, de insumisión. Hay un tipo de
fuerza, que no es ni masculina, ni femenina, que impresiona,
enloquece, tranquiliza. Una facultad de decir no, de imponer sus
opiniones, de no esquivar el bulto. Me tiene sin cuidado que el
héroe tenga una pollera y gomas enormes o que la tenga dura como un
ciervo y fume el habano.
Por
supuesto que ser mujer es penoso. Miedos, apremios, imperativos de
silencio, llamadas a un orden que ya lleva mucho de caduco, festival
de limitaciones imbéciles y estériles. Siempre extranjeras, que se
tienen que bancar el laburo de mierda y proporcionar la materia
prima con la cabeza agachada... Pero, comparado con lo que es ser
hombre, parece una risa... Porque, al final, no somos las más
aterrorizadas, ni las más desarmadas, ni las más trabadas. El sexo
del aguante, de la valentía, de la resistencia, siempre fue el
nuestro. No es que nos hayan dado a elegir, de todas formas.
La
verdadera valentía: confrontarse con lo que es nuevo. Posible.
Mejor. ¿Fracaso del trabajo? ¿Fracaso de la familia? Buenas
noticias. Que cuestionan, automáticamente, la virilidad: otra buena
noticia. Estamos hartos, de estas pelotudeces.
El
feminismo es una revolución, no una redisposición de las consignas
marquetineras, no una vaga promoción de la felación o de los
swingers, no sólo se trata de mejorar los sueldos complementarios.
El feminismo es una aventura colectiva, para las mujeres, para los
hombres, y para los demás. Una revolución, ya en marcha. Una
visión del mundo, una elección. No se trata de oponer las pequeñas
ventajas de las mujeres a las pequeñas conquistas de los hombres,
sino de mandar todo bien a la mierda.
Dicho
esto, chau chicas, y mejor viaje...
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- Monique Wittig, The Straight Mind, 1982. La Pensée Straight, Paris, Balland, 2001.
- Mary Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Woman, (1792); trad. fr. Défense des droits de la femme, Paris, Editions Payot, 1976.
- Virginia Woolf, A Room of One S Own, (1929); trad. fr. Une chambre à soi, Paris, Edition 10/18, 2001.
B Río que atraviesa
Lyon.
E En inglés en el
texto original. Una posible traducción sería «lo que sea».
37
E
Se estrenó en 1981 en Estados Unidos bajo el título original Ms.
45 (Ángel de venganza,
en español).
38
E Se estrenó en 1978
en Estados Unidos.
64
a
Edhasa (1991).
E Alusión al título de la película de Abel Ferrara, El
teniente corrupto
(1992).
E El RMI (Revenu Minimum d'Insertion:
ingreso mínimo para la inserción) es una ayuda social de unos 400
euros por mes destinada a los mayores de 25 años que no cumplen los
requisitos para cobrar el seguro de desempleo, y que fue reemplazada
por el RSA (Revenu de Solidarité Active:
ingreso de solidaridad activa) en el 2009.
3E
Montañas del este de Francia.
Todas las traducciones de citas de libros, aun aquellos que
estuvieran traducidos al español, son de la
traductora.
a
Seix Barral (1997).
E Primer año de la escuela primaria en Francia.
7En
Francia, el aborto se legalizó en 1975.
E Región de Grecia en la cual, según la reconstrucción
lírica de los poetas del Renacimiento y el Romanticismo, reinaba la
paz y la felicidad.
E Tusquets (1979).
E Primer canal de la televisión francesa (TF1:
Télévision Française 1). Se trata de
un canal privado.
11E
Cadena sueca de muebles y accesorios para el hogar.
E Político francés que fue ministro varias veces antes
de ser presidente (2007-2012).
E Política francesa que ocupó distintos cargos
políticos y fue la candidata del PS a la
presidencia francesa frente a Nicolas Sarkozy en el 2007.
14D
Mujeres, raza y clase,
Akal (2004).
E Frase de una canción de Trust (Antisocial),
grupo de punk francés.
E Ciudad del sur de Gran Bretaña (punto más cercano a
la Europa continental) de donde salen y donde llegan los barcos que
cruzan a Francia.
E Ciudad del norte de Francia de donde salen y donde
llegan los barcos que cruzan a Gran Bretaña.
E Se pueden subir autos al barco.
E Autopista que rodea París.
E Ciudad del este de Francia.
E Primera novela de Virginie Despentes
(Florent Massot, 1994), traducida en
España bajo el título Fóllame
(Mondadori, 1998).
Historia violenta y con sexo crudo en la que dos mujeres (de clase
social baja, una violada, la otra puta ocasional) se vuelven
despiadadas asesinas seriales.
23E
Barrio de Lyon, segunda ciudad de Francia.
E Autobiografía de Valérie Valére publicada en 1978
(Stock).
E Novela de Ken Kesey publicada en 1962 (Viking
Press) cuyo título original es One
flew over the cuckoo's nest,
y fue llevada al cine por Milos Forman
en 1975.
E Novela de Howard Buten
publicada en 1981 (Ernst Kemmer) cuyo
título original es When
I was five I killed myself,
y fue llevada al cine por Jean-Claude
Sussfeld en 1994.
E Tren de gran velocidad.
E En inglés en el texto original. Una posible traducción
sería «sacudite el polvo».
E Una de las principales estaciones de trenes de París.
E Calle de uno de los barrios del norte de la capital.
En Francia, si el pasajero no puede pagar en el momento se envía la
multa duplicada a su domicilio.
E Ciudad del sur de Francia.
E Ciudad del norte de Francia.
E Adaptación realizada por Virginie Despentes y Coralie
Trinh Thi en el 2000.
E Se estrenó en 1972 en Estados Unidos bajo el título
original The
last house on the left.
36E
En inglés en el texto original. Una posible traducción sería «de
la nada».
37E
Amsterdam University Press. Traducción al español publicada por
Talasa (2000).
38E
Cadena francesa de tiendas de productos de belleza.
E Antepasado de Internet: era una red en la que se podía
buscar cualquier clase de información y que funcionaba con la línea
de teléfono.
Grupo de rock francés que se estaba haciendo famoso en aquel
momento.
” Mil francos de 1989 equivalen a unos 220-230 euros actuales,
teniendo en cuenta la inflación (cuando el franco fue reemplazado
por el euro en 1999, mil francos equivalían a 150 euros).
ESalaire Mínimum Interprofessionnel de Croissance
(Salario Mínimo Interprofesional de Crecimiento): su valor en enero
del 2012 era de un poco menos de mil euros netos por 150 horas de
trabajo mensuales.
43E
Canal de televisión francés privado.
E Espectáculos eróticos o pornográficos en bares de
shows privados.
E En Francia, las «écoles de
commerce» forman parte de las «grandes écoles»,
formaciones prestigiosas y pagas que se siguen después de
haberse recibido de la secundaria y de haber ganado un concurso de
entrada.
46E
Cadena de tiendas de venta de discos, libros, DVDs.
47E
Continuum International Publishing Group.
E Alusión a las reacciones al escándalo que generaron
las caricaturas publicadas en el diario danés Jyllands-
Posten el 30 de
septiembre del 2005 en parte del mundo musulmán.
E Thunder’s Mouth Press (2002).
E Revista francesa semanal de información general
(centro izquierda).
E Programa cultural de información, música y humor con
invitados, del canal Canal Plus que se hizo de 1987
a 2001.
53E
Su tercera novela, publicada en 1998 (Grasset), se llama Les
jolies choses (las
cosas lindas).
E En los 90, una joven y su madre afirmaban que Yves
Montand (actor francés muy famoso) era el padre de esta chica.
E Secuela del dibujo animado que en Argentina se conoció
como Mazinger
Z.
Serie de animé japonesa para niñas (Candy,
Candy).
E Expresión francesa que hace referencia a la fábula de
La Fontaine El
lobo, la cabra y el cabrito
y que significa: «dar muestra de reconocimiento por ser autorizado
a algo».
E Partes de esta novela fueron publicadas en otra de sus
novelas, La
bâtarde
(Gallimard, 1964). Fue publicada bajo el título La
bastarda en español
(Edhasa, 1984).
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