Doña Flor y sus dos maridos (tercera parte)

Toda esa absurda indignación, pensó Tarquinio, ya derrotado, no tenía otro fin que ablandarlo, prepararlo para que le prorrogase el documento. ¿Cuál no sería su asombro cuando Vadinho metió la mano en el bolsillo y sacó el increíble fajo de billetes?

—Ya ve, señor Tarquinio, los perjuicios que ese tipo me está causando. Esas son las consecuencias de meterse uno con esos charlatanes... Y yo que siempre elegí mis garantías con lupa... Raimundo Réis, ¿quién iba a decirlo?... Se vive para aprender...

Pero no sintió el «desfalco»: la marea de la suerte lo seguía favoreciendo sin solución de continuidad y el dinero entraba a carradas, en fichas de color, y salía en billetes y monedas; una semana de grandes cenas, de mucha bebida, de farras monumentales.

Fue un derroche de suerte que había culminado en magna apoteosis el día anterior. Vadinho, que había soñado con Zé Sampaio, no se tomó el trabajo de consultar el libro de los palpitos. ¿Para qué? Seguro que salía el oso. Y así fue: el oso irrumpió en la centena, en la decena y en el grupo. Las ganancias se multiplicaron después en el Tabaris, en la «liebre francesa» y en el bacará. Noche negra para la banca, pues Vadinho la pasó entera ganando, sin exageración pero con firme persistencia, mientras el negro Arigof, con el diablo en el cuerpo aquella madrugada, levantó noventa y seis contos en menos de diez minutos, en la ruleta.

El negro apareció hacia el final de la noche, cuando ya el croupier estaba a punto de cantar la última bola. Venía del antro de Tres Duques con el rabo entre las piernas, pues había perdido a la ronda las últimas monedas. Después pasó por el Abaixadinho y por la ratonera de Cardoso Pereba, terminando allí, en el Tabaris, último puerto del aquel lamentable derrotero.

El Tabaris era una especie de esquina del mundo, medio casino, medio cabaret, explotado por los mismos concesionarios del Pálace Hotel. Actuaban allí los buenos artistas contratados para el Pálace, y también otros de segunda categoría, entre los que había de todo, desde viejas ruinas ya al final de su carrera hasta muchachitas apenas púberes, unas y otras protegidas por don Tito, administrador con carta blanca. Las primeras le daban pena, nada hay más melancólico y trágico que una actriz vieja sin contrato. A las otras las entrenaba y las probaba en su sucio escritorio; si no servían para el tablado, trabajarían sólo como rameras, sin acumular las dos funciones. En el transcurso de la noche el Tabaris iba recogiendo a los frecuentadores del Pálace, en general gente adinerada y de posición, así como la ralea de las diversas tascas, del Abaixadinho, tugurio con pretensiones de casino, y del antro escondido de Paranaguá Ventura. Allí iban todos a terminar la noche, en un intento final, con una última esperanza. Entró Arigof y vio a Vadinho en plena gloria, rodeado por un círculo de curiosos que apreciaban su clase soberbia en el bacará, con Mirandáo a su izquierda sacándole de cuando en cuando una ficha, y varias damas a su derecha, entre otras las hermanas Catunda. «Pronto, mi hermanito, pásame una ficha, rápido que ya van a cerrar», pidió Arigof con voz patética. Vadinho echó mano al bolsillo, y sacó una ficha sin fijarse siquiera de cuánto. Era de las pequeñas, de cinco mil— réis, pero el negro no pedía más. Corrió a la ruleta y puso la dádiva al 26, que se dio, repitiéndose el número otras dos veces. Diez minutos después terminaba el juego: Arigof había ganado noventa y seis contos y Vadinho doce, sin contar un contó y trescientos mil— réis guardados en el bolsillo solidario de Mirandáo. Aquélla fue la magnífica noche en que el negro Arigof, con su elegancia británica y sus modales de gran duque, encargó y pagó por adelantado la tela y la hechura de seis trajes del mejor lino blanco inglés. Desde hacía mucho le debía sesenta mil— réis a Arístides Pitanga, un sastre loco por las mesas de ruleta pero con mucho miedo a jugar. La avaricia no lo dejaba hacer más de una o dos modestas apuestas por noche. Rondaba las mesas, vibrando con las puestas de los otros, sugiriendo palpitos, mironeando y haciendo comentarios sobre la buena y la mala suerte.

Hacía tiempo que el sastre había rezado por el alma de aquel resto de deuda, que ya diera por «muerto», pero ante la espectacular «proeza» de un cliente exigente y mal pagador, perdió la calma y la ética, desenterró la deuda del libro de pérdidas y ganancias y se propuso cobrarle allí mismo, a la vista de sus compañeros y de las cortesanas, una barbaridad. El negro no se alteró:

—¿Sesenta mil— réis? ¿De aquel traje...? Y dígame, Pitanga, ¿cuánto está cobrando usted ahora por un traje de lino blanco?

—¿Lino común?

—Inglés S 120, «cascara de huevo». Del mejor que haya en plaza.

—Más o menos... alrededor de unos trescientos mil— réis... Arigof sacó unos billetes de quinientos:

—Pues ahí van dos contos... Hágame seis trajes nuevos. Cóbrese los sesenta mil— réis y quédese con el sobrante por haberse tomado el trabajo de venir a cobrar la cuenta de un cliente en la mesa de juego...

Tiró el dinero a la cara del sastre y le dio la espalda mientras el otro, aturdido, recogía los billetes del suelo, entre las burlas de las mujeres.

Este Arigof era un hidalgo en el vestir y en las maneras, y como buen hidalgo no había hecho otra cosa en su vida que jugar; pobre como Job, era un negro retinto, maestro de capoeira, con la entrada prohibida en el Pálace Hotel, en donde cierta vez había armado una mayúscula cuando un gracioso hijito de papá, con whisky racista, al ver al negro Arigof impecable, de punta en blanco, se rió y le dijo a su gente: «Vean el macaco que se escapó del circo.» El salón quedó hecho trizas y el ingenioso farrista tiene todavía hoy una flor abierta a navajazos en la cara.

Los dos amigos celebraron la suerte con una cena, bajo la ilustre presidencia de Chimbo. Se sentaron a la mesa Mirandáo, Robato, Anacreon, Pé de Jegue, el arquitecto Lev Lengua— de Plata, los periodistas Cúrvelo y Joáo Batista, y el bachiller Tiburcio Barreiros, además de los anfitriones y de un distinguido ramillete de mundanas, y — digamos— artistas, para dar satisfacción a la exigencia de las hermanas Catunda, celosas de su arte y cogollo de la brillante sociedad reunida en el burdel de la gorda Carla. Estas hermanas Catunda — «artistas de talento polimorfo», según escribió en O Imparcial el plumífero Batista— eran tres retoños salidos de la misma madre, Jacinta Apanha— o— Bago, y de padres diferentes. La más vieja era casi negra y la más joven casi blanca, habiendo salido la del medio una preciosura de mulatita; sólo tenían en común la progenitura y la desafinación. Eran mediocres cuando gorjeaban, pero excelentes en la cama, en donde eran realmente polimorfas, según testimonio del mismo Joáo Batista, que gastaba su sueldo del periódico y algunos centavos reunidos aquí y allá con las emprendedoras hermanas; a pesar de conocer bien el trío, una por una, el redactor todavía no había podido decidir cuál de ellas era la más perita y politécnica. La del medio, Zilda, tenía debilidad por Vadinho.

Lev Lengua de Plata y el abogado habían querido llevar también, para que la cena fuese más brillante, a las «The Honolulú Sisters», pero no lo lograron. Las «Sisters» no eran hermanas ni siquiera por parte de madre, y tampoco procedían de Honolulú; eran dos negras norteamericanas muy oscuras de color pero de plástica perfecta: la fascinante Jó, una frágil corza, y la musculosa Mó, una diestra pantera. Tenían en común, además de sus cuerpos irreprochables, su agradable voz y su extraño comportamiento: no aceptaban invitaciones a pasear, a almuerzos, a serenatas, a baños de mar en Itapoá, o a contemplar la luna en la Lagoa do Abaeté, no bebían en la mesa de ningún cliente. Ni siquiera el banquero Fernando Goes, alto, buen mozo, elegante, solterón, lleno de dinero, a cuyos pies se arrojaban las mujeres, ni siquiera él las consiguió, aunque fue al Pálace sólo para verlas e hizo derroche de champán francés. Jó y Mó cantaban espirituales y música de jazz, danzaban mostrando los senos y las nalgas, pero permanecían juntas y sólitas hasta la hora de entrar en escena, semiocultas en una mesa apartada, en un rincón, tomadas de las manos y bebiendo en la misma copa. Después de su número subían a su cuarto sin entablar conversación con nadie.

La cena fue grandiosa, con vinos y champán, mostrándose las hermanas Catunda en la cumbre de sus dotes artísticas. La euforia era general, con excepción del joven bachiller Barreiros, todavía molesto por el rechazo de las norteamericanas, «unas marimachos babosas», y que bebía con rabia, indiferente a los gorgoritos de la gorda Carla, que le ofrecía consuelo y poesía. A la hora de pagar, Arigof se peleaba con Vadinho, por negarse a que éste contribuyese, aunque fuese con una parte simbólica, al pago de los gastos. El negro, todavía con el demonio en el cuerpo, declaró que consideraba un grave insulto a su honor cualquier propuesta de cooperación financiera.

El cumpleaños de doña Flor cayó en esa semana de tanta pompa y fortuna. Vadinho estaba forrado de billetes, tanto que anunció la intención — y luego cumplió— de dar algún dinero para los gastos de la casa, acontecimiento raro y excepcional. Doña Norma, regañándole, insistía en saber:

—¿Qué le va a regalar a su mujer?

Vadinho le dedicó una sonrisa, respondiéndole:

—¿Qué le voy a regalar a Flor? Pues le voy a dar lo que me pida, sea lo que fuere..., lo que ella quiera...

Doña Norma fue en busca de la agasajada: «Hija mía, elige lo que quieras.» Doña Flor volvió de la cocina secándose las manos en el delantal:

—¿Es verdad, Vadinho, que me vas a dar lo que quiera? ¿No estás burlándote de mí?

—Vaya pidiendo...

—¿No vas a echarte atrás? ¿Puedo elegir?

Cuando yo prometo algo ya sabes que cumplo, querida...

—Pues el regalo que yo quiero es ir a cenar al Pálace contigo.

Lo dijo casi temblando, ya que él jamás había querido mezclarla con su ambiente. De toda la gente que trataba en el juego, ella sólo tenía relaciones amistosas con su compadre Mirandáo, el único que con frecuencia visitaba la casa. A algunos los conocía de vista, de los oíros sólo había oído sus nombres inquietantes. El mismo Anacreon, a quien Vadinho tanto estimaba, no había ido de visita a la casa más que cinco o seis veces durante aquellos siete años, y en cuanto a Arigof sólo fue un domingo a almorzar. El mundo de doña Flor era su calle, su barrio, sus alumnas y ex alumnas, abarcando Río Vermelho, la Ladeira do Alvo y Brotas; sólo estaba relacionada con gente de bien; nada tenía que ver con la vida irregular del marido. Vadinho no permitió jamás que doña Flor entrara en las sospechosas regiones del juego, en los territorios de las ruletas y los dados. La esposa era para el hogar, ¿qué diablos tenía que hacer en semejantes ambientes?

—Para mal hablado basto y sobro yo. Tú no eres para ese ambiente.

De nada le servía a ella recordarle que el Pálace Hotel era conocido como un centro elegante, un punto de reunión de la más alta sociedad. Cenar en su ostentoso salón, bailando al ritmo de la mejor orquesta del estado, y presenciar la actuación de astros de la radio y del teatro procedentes de Río y San Pablo era un programa de muy buen tono. Allí, las señoras de la Graca y de la Barra exhibían los últimos modelos, y algunas con excesivo atrevimiento, arriesgaban unas fichas a la ruleta. La sala de juego era como una continuación del salón de baile y un amplio pasaje en forma de arco establecía la inexistente frontera con la ruina.

¿Por qué tan obstinada negativa? ¿Por qué, Vadinho? Doña Flor pasaba del ruego a la exigencia, de las súplicas a las broncas:

—Tú no me llevas para que yo no descubra a tus nenas...

—No quiero verte en esos lugares...

¿No iba doña Norma al Pálace, más de una vez, con don Sampaio, cuando se presentaba alguna atracción sensacional? En cuanto a los argentinos ceramistas, ésos no faltaban ningún sábado, a pesar de que Bernabó era enemigo de cualquier clase de juego. Iban a comer, bailar y aplaudir a los artistas. Pero Vadinho nunca se había dejado convencer, y cuando se le acababan los argumentos salía con una vaga promesa:

—No ha de faltar ocasión...

Y he aquí que había surgido, finalmente, esa ocasión tan aplazada. Doña Flor no podía creerlo... cuando él, tomado de sorpresa y sin pretextos para desdecirse, aceptó, aunque contra su voluntad:

—Si eso es lo que deseas..., alguna vez tenía que ser...

Y, habiéndose decidido, comenzó a desarrollar el proyecto, ampliando la invitación a los tíos, a doña Norma — y por su intermedio a Zé Sampaio— y a doña Gisa. Tía Lita lo agradeció pero no aceptó: no le faltaban ganas, pero ¿de dónde iba a sacar el vestido de noche, la toilette a la altura del Pálace? Más muerta de ganas estaba doña Norma, pues una nochaza en el Pálace era la cumbre de lo supremo, pero don Sampaio fue inflexible: doña Flor era una vecina excelente, una persona a quien estimaba, y también le era simpático el mismo Vadinho. Agradecía la invitación, pero que le perdonasen, no podía aceptarla. Los días de semana don Sampaio se acostaba a las nueve de la noche, pues estaba de pie desde las seis de la mañana en medio del tráfago de su zapatería. Si hubiera sido una soirée de sábado, o el domingo por la tarde, iría con placer. A su vez doña Norma, ir al Pálace sin que él la acompañara, como sugirió doña Flor, que disculpasen: era una hipótesis absurda, ni pensarlo. La frecuentación de ambientes como ése, de juego y de copas, se caracterizaba por la mezcolanza de lo mejor y de lo peor, en una promiscuidad que incluía a fulanas y libertinos que no tenían el menor respeto a las familias.

Una de las pocas veces que el comerciante estuvo allí, arrastrado por doña Norma — ansiosa por oír a un mariquita francés (don Sampaio nunca había visto un marica más afeminado, y sin embargo las mujeres suspiraban por él)—, sucedió un incidente desagradable. Bastó que don Sampaio abandonara la mesa por un momento, apremiado por la necesidad de ir al mingitorio, para que apareciera un atrevido que quiso entrar en conversación con doña Norma, invitándola a la pista de baile y elogiando su toilette y sus ojeras como si ella fuese una cualquiera. Don Sampaio no le dio una lección al grosero sólo porque conocía a su familia, a la madre, doña Belinha, y a sus dos hermanas, gente de la mayor distinción y buenos clientes de su tienda; por lo demás, también lo era el mismo zafado, un habitué del juego y de la bohemia: Zéquito Mirabeau, más conocido entre las mujeres de la vida como el «Hermoso Mirabeau».

Así, pues, los acompañantes se redujeron a la profesora Gisa, feliz con la invitación (por la oportunidad de oír a las «The Honolulú Sisters» y de poder escrutar con su ojo sociológico y psicoanalista el denigrado mundo de la timba, y elaborar una metafísica concluyente sobre el mismo).

Doña Flor pasó el resto del día en plena barabúnda, eligiendo, con la ayuda de doña Norma y de doña Gisa, el vestido y la estola, los guantes y el sombrero, los zapatos y la cartera. Esa noche tenía que ser la más bella de todas, la más elegante de todas en los salones del Pálace, sin que ninguna otra pudiese competir con ella, compararse con ella, ni las señoras hidalgas de la Graca, con vestidos de Río, ni las queridas de algún banquero o hacendado del cacao, con aderezos de París. Esa noche iba, por fin, a cruzar la puerta prohibida.





22




Cuando doña Flor, temblorosa, cruzó del brazo de Vadinho la puerta del salón del Pálace Hotel, por singular coincidencia la orquesta estaba ejecutando el mismo antiguo y nunca aventado tango que ellos habían bailado al compás de Joáozinho Navarro, la primera vez que se encontraron, en la casa del mayor Tiririca, durante las fiestas de Río Vermelho, en la semana de la procesión de Yemanjá. El corazón de doña Flor latía con violencia cuando dijo a su marido, sonriéndole:

—¿Te acuerdas...?

La sala estaba envuelta en una semipenumbra de luces camufladas, sobre cada lámpara un velador de papel de color: la perfección del mal gusto. Doña Flor lo encontraba todo lindo, la semioscuridad, las mesas con flores de papel crepé y los veladores, ¡qué amor, Dios mío! Vadinho miró en torno suyo sin poder localizar ningún recuerdo. Todo aquello le era íntimamente familiar, pero nada había allí que estuviese relacionado con doña Flor.

—¿De qué recuerdo hablas, querida?

—De la música que están tocando. Es la misma que bailamos el día en que nos conocimos... en la fiesta del mayor, ¿te acuerdas?

Vadinho se sonrió: «Es verdad...», dijo, mientras ocupaban la mesa reservada, sobre la pista, justo enfrente de la arcada que unía los dos salones, el de baile y el de juego. Desde allí, sentadas, doña Flor y doña Gisa podían observar todo lo que ocurría, las evoluciones de los bailarines y la animación de los jugadores. Todavía de pie, Vadinho examinó la pista, ocupada sólo por dos parejas, pero dos parejas de tangueros tan sobresalientes que nadie se atrevía a competir con ellos. Las damas eran dos de las hermanas Catunda.

La negra, la mayor, tenía como caballero a un tipo alto y romántico, vestido a la última moda, con aire de galán de cine sudamericano, aire de gigoló. Vadinho supo después, cuando se lo presentaron, que se trataba de un paulista de paseo por Bahía, llamado Barros Martins, honesto editor de libros, y, como es obvio tratándose de un editor, riquísimo. Un endiablado en el tango, con aire y competencia de profesional, que, como se acostumbra a decir, dibujaba en el piso, ejecutando impecablemente los complicados pasos del baile.

La blanca, la más joven, estaba en brazos de Zéquito Mirabeau, el mismo «Hermoso Mirabeau» de los burdeles y del enredo con Zé Sampaio. El bahiano no le iba en zaga: los ojos mirando hacia lo alto, mordiéndose los labios, pasándose de vez en cuando la mano nerviosa por el pelo suelto, se quebraba en el tango con la mayor suavidad, retando al paulista con floreos y refinamientos de tango barroco.

Vadinho contempló la escena y, todavía sonriendo, tendió la mano hacia doña Flor y le propuso, ayudándola a levantarse de la silla:

—Querida, ¿vamos a darles una lección a esos papanatas? ¿Vamos a enseñarles cómo se debe bailar el tango?

—¿Sabré todavía? Hace tanto tiempo que no bailo, tengo duras las articulaciones...

Hacía más de seis meses que no bailaba. La última vez fue cuando Vadinho, milagrosamente, la llevó a una fiesta en casa de doña Emina, una farra de cumpleaños. Vadinho era un eximio bailarín y doña Flor bailaba bien, y le gustaba bailar. Uno de sus motivos permanentes de disgusto consistía en el hecho de que nunca bailase con ella, debido a que sólo muy de vez en cuando la acompañaba Vadinho a las fiestitas en casa de las amigas. Y ella, sin el marido, se limitaba a participar en los animados comentarios, los chismes, las incursiones a las mesas de dulces; ni siquiera le pasaba por la cabeza la subversiva idea de bailar con otro caballero, cosa que una mujer casada sólo puede hacer con el expreso consentimiento de su señor esposo y en su presencia.

Vadinho sí que se esparcía a su gusto, sin control, por ese mundo de Dios, en cabarets y bailongos, en salas de meta y ponga y en cubiles, en el Pálace, en el Tabaris, en el Flozó, con perendangas y pellejos.

En las casas de los vecinos habían hecho juntos verdaderas exhibiciones de sambas y foxtrots, rancheras y marchas. El doctor Ives y doña Emina intentaron acompañarlos — las pretensiones y el agua bendita son de todo el mundo—, pero en seguida desistieron: movían bien los pies, pero eran demasiado tiesos para poder competir con doña Flor y con Vadinho.

Es que una cosa es bailar en una fiestita de cumpleaños y otra muy diferente en el salón del Pálace, y con las complicaciones de un tango arrabalero. ¡Y tan luego ése! Todo había comenzado cuando, hacía siete años, él la sacó a bailar ese mismo tango en casa del mayor Pergentino. ¿Sabría bailarlo todavía, después de tanto tiempo, y, además, en esta noche casi mágica en la que por primera vez estaba en el Pálace? No sospechaba que esa primera vez sería la última, que no habría segunda vez, que era una noche que no iba a repetirse.

Sólo ahora, a solas con su memoria y su deseo, se daba cuenta ella de la importancia que tenía cada detalle, por más ínfimo que fuese, de aquella noche quimérica: desde la entrada al salón de baile hasta el último minuto de placer infinito, de desvergonzada lubricidad en la cama de hierro, donde él le había cobrado, en la raíz de su cuerpo, el regalo de cumpleaños, la invitación al Pálace.

Dos gestos de Vadinho, ambos igualmente tiernos e imperiosos, marcan para doña Flor el comienzo y el fin de aquella noche de sortilegio. El primero cuando, al invitarla a bailar, sonriendo, le dio la mano y la llevó a la pista de baile. El otro, en la cama deshecha, cuando, en plena tempestad, él la dio vuelta, poniéndola de espaldas... Pero eso quiere recordarlo después: ese gesto tremendo quiere recordarlo a su debido tiempo, en el curso de esta recorrida con Vadinho a través de la noche de aquel cumpleaños. Porque quiere ir despacio, paso a paso, detalle por detalle, demorándose en cada peldaño; ya irá arribando a cada puerto de alegría, de miedo o de lujuria. Ahora, en la pista de baile, el brazo de Vadinho la envuelve y ella siente su cuerpo leve en la cadencia de la música. Busca entonces, dentro de sí, a aquella muchachita de vacaciones en Río Vermelho, calladita, sin festejante, tímida, como la presentaba el retrato del pintor sergipano, recogiendo flores en el jardín de tía Lita y floreciendo ella misma súbitamente en las noches de kermesse, cuando la mano de Vadinho le encendía los senos y los muslos, y su boca la quemaba para siempre.

En el salón del Pálace los dos iban a bailar un tango dulce y voluptuoso, tan de jóvenes e inocentes enamorados y a la vez tan de lúbricos amantes. Era como si hubiesen retornado a la fascinante noche en la casa del mayor, al impacto del primer encuentro, de la primera mirada, de la risa, del embeleso inicial; y al mismo tiempo siendo los maduros amantes de siete años después: un tiempo largo para padecer y amar. Doña Flor, de casta doncella, de candida mocita, había pasado a ser desflorada mujer y hembra ardiente a manos de Vadinho, su marido. Jamás se había bailado un tango como éste, tan transparente de ternura, tan oscuro de sensualidad. Hasta la gente del salón de juego se acercó a mirar.

El paulista de los libros, a pesar de sus experiencias en los cabarets de San Pablo, Río y Buenos Aires, y Zéquito Mirabeau pese a su presunción, se dieron por vencidos y abandonaron la pista dejándola libre para doña Flor y Vadinho en su apasionada noche.

¿Quién era la dama de Vadinho?, se preguntaban los habitúes. Algunos lo sabían, y la información se difundió con celeridad: «Es su esposa, y es la primera vez que viene aquí...» La más graciosa de las hermanas Catunda, la del medio, hizo una mueca de desprecio, mordida por los celos.

Terminado el tango volvieron a la mesa, en donde Vadinho, una vez encargadas la cena y las bebidas, respondió a las preguntas de doña Gisa, informándola sobre cosas y personas mientras en el salón persistía la curiosidad en torno a doña Flor, flotando en el aire, corno si un halo de miradas furtivas y apagados cuchicheos la rodease, como si ella no tuviese cabida en la atmósfera de la sala, hecha a la medida de las señoras de la flor y nata de la sociedad, las baronesas de la Graca, y las no me toques de la Barra, y las cortesanas más caras y a las que menos se les notaba la profesión.

Doña Flor sentía una especie de vértigo lejano, sentada allí, en el salón. Se encontraba un poco sonsa, pasando de la alegría al miedo, insegura en cuanto al significado de aquellas miradas de reojo, de aquellos gestos esquivos; esas sonrisas, ¿eran de simpatía o de burla? Apenas si escuchaba las informaciones que iba dando Vadinho:

—Tiene más de sesenta años..., no juega más que al bacará y sólo pone fichas de cinco contos. Hubo noches en que perdió más de doscientos... Una vez vinieron los hijos — dos ordinarios y una pelandruna, acompañada del marido— y quisieron llevárselo por la fuerza, armando una de todos los diablos. La hija era la peor, una víbora, atizando a los hermanos y al cornudo del marido... Ahora están haciendo un juicio para probar que el viejo está chocho, reblandecido, que ya no sirve para administrar su dinero...

Doña Gisa alarga el cuello para atisbar mejor al anciano de finos cabellos blancos, casi sólo piel y hueso, pero de piernas firmes, apoyado en un bastón de bambú, tenso el rostro, y con una última luz ávida en los ojos, como si solamente la inspiración del juego lo mantuviese vivo.

—Finalmente, ¿no fue él quien trabajó y ganó todo el dinero? — preguntaba Vadinho, furioso contra la familia del viejo—. ¿Qué hicieron los hijos, aparte de gastar?, Son unos vividores, nunca sirvieron para nada. Y ahora quieren darle diploma de demente a su propio padre, quieren encerrar al infeliz en su casa o en el hospicio... Yo metería en la cárcel a todos esos canallas, comenzando por la vaca de la hija, y con orden de darles una paliza de padre y señor mío.

Doña Gisa disentía: ese asunto del dinero tenía serias implicaciones. El viejo, en su opinión, no era tan dueño como parecía de dilapidar su fortuna en el juego, pues la familia poseía derechos legales...

La lección de economía política de doña Gisa fue interrumpida al acercarse el paulista para saludar a Vadinho y a doña Flor.

—Vadinho, este amigo mío quiere conocerlo; oyó hablar mucho de usted y lo vio bailar..., es un personajón de San Pablo... — Zéquito Mirabeau los presentó, y, dirigiéndose al forastero—: Usted sabe, Vadinho es... — la presencia de doña Flor hizo que se contuviera...—, bien, es un amigazo...

Vadinho, con voz casi solemne, presentó a las señoras:

—Mi esposa y una amiga, doña Gisa, norteamericana, un pozo de sabiduría...

Doña Flor ofreció la punta de los dedos, sintiéndose de repente como una rústica cualquiera.

El paulista se inclinó y le besó la mano:

—José de Barros Martins, para servirla. Mis felicitaciones, señora, pocas veces he visto bailar tan bien un tango... ¡Admirable!

A continuación besó la mano de doña Gisa y, como la orquesta comenzase una samba de éxito, le preguntó:

—¿Baila la samba? ¿O como norteamericana prefiere un blue...?

Vadinho echó a perder toda la finura del paulista:

—¿Cómo?..., esta gringa se contonea que es una maravilla...

—Vadinho, qué es eso..., compórtate — lo reprendió doña Flor, sonriendo burlonamente.

Doña Gisa no lo dudó; en vez de enojarse, salió del brazo del industrial, requebrando las delgadas caderas y confirmando las palabras del zafado. En eso, el rostro de Vadinho se ensombreció y doña Flor descubrió en seguida la causa: una de las tres mulatas de la mesa de Zéquito Mirabeau, una lindeza que daba gusto verla, se había acercado a la mesa. Medía a doña Flor de arriba abajo, como en desafío, mientras interpelaba a Mirabeau, ofreciéndose, insinuante.

—¿Qué pasa, querido, es nuestra samba? Te estoy esperando, ven en seguida...

Una mirada de desdén a doña Flor, una de furia hacia el lado de Vadinho, la sonrisa más angelical y tentadora para Zéquito:

—Vamos, negrito...

Doña Flor evitó mirar a Vadinho. Entre ellos se alzaba un silencio incómodo; ella, vuelta hacia la pista de baile con los ojos cerrados, él, mirando fijamente hacia la sala de juego. ¿Por qué se empeñó ella en venir?, se preguntaba Vadinho. Por cosas como ésa siempre se negó él a traerla. Y ahora, tan luego en la fiesta de su cumpleaños, en vez de estar alegre, la pobre mordía los labios para no llorar. La burra de Zilda se lo iba a pagar caro. Vadinho acercó su silla a la de ella y tomando la mano de doña Flor con una ternura que ella sintió que era verdadera, le dijo:

—Mi bien, no estés así. Tú quisiste venir, éste no es un lugar para ti, mi bichito loco... ¿Será que ahora te vas a poner a enfrentarte con estas atorrantas, preocuparte por ellas? Tú viniste para estar alegre conmigo, hazte cuenta que aquí sólo estamos nosotros dos y nadie más... Olvídate de esa zorra, que yo no tengo nada que ver con ella...

Doña Flor se dejó convencer fácilmente, quería creerle, y mientras le saltaban las lágrimas dijo con voz quejumbrosa:

—¿No tienes nada que ver con ella, de verdad?

—Es ella quien anda detrás de mí, ¿no ves? Olvídate de eso, querida, esta noche es nuestra, sólo de nosotros dos, ya vas a ver cuando lleguemos a casa... Hoy ni siquiera voy a jugar, sólo para estar junto a ti...

La mulatita pasaba cimbreándose, ceñida al «Hermoso Mirabeau», él casi en trance, mordiéndose el labio, mirando al techo. Doña Flor pidió:

—¿Vamos a bailar también nosotros?

Bailaron la samba, y luego un pasodoble. Después ella quiso conocer la sala de juego y Vadinho la llevó, dispuesto a satisfacer sus caprichos. Doña Gisa fue con ellos, dando saltitos y queriendo informarse de todo, ¡infernal! No conocía ni el valor de las cartas y nunca había visto un dado en su vida.

Doña Flor iba silenciosa, con ese recogimiento de quien penetra en un templo secreto, prohibido a los no iniciados. Finalmente había conseguido llegar y entrar al misterioso territorio en el que Vadinho era millonario y mendigo, rey y esclavo. Sabía bien que eso era sólo una franja de la zona nocturna, una orilla de ese mar plomizo: eso era el comienzo de las etapas de sueño y de aflicción. Las salas del Pálace eran la rica y luminosa capital de ese mundo, de esa secta, de esa casta. Más allá, en los senderos nocturnos de la noche, ese territorio de juergas y angustias, de fichas y mujeres, de alcohol y estupefacientes (cocaína, morfina, heroína, opio, marihuana, doña Flor se estremecía sólo al recordar los nombres), se prolongaba en los cabarets, en las casas de juego, en los prostíbulos, en las pensiones de mujeres, en los antros ilegales, en la zona inmunda y pululante como un mosquerío, en los sombríos escondrijos de los fumadores de marihuana. Por esos vericuetos se movía a sus anchas Vadinho. Doña Flor, ante la mesa de la ruleta, tocaba con humildad la orilla de ese mundo.

Más allá del Pálace, con su ambiente «estrictamente familian», como decían los avisos, con sus luces y sus sombras — un velador en cada mesa—, las arañas de cristal, la orquesta de primera, las señoras de la alta sociedad, las fulanas de lujo, las mantenidas y las independientes, los coroneles del cacao, los mozos bohemios y los estafadores: allá, mucho más allá del Pálace, hasta las encrucijadas de la noche pobre y desnuda de oropeles, llegaba el misterio de Vadinho, su última verdad. Doña Flor, en rápida transición, auscultó esa loca geometría, mar de sus lágrimas, valles y montañas de su tensa espera, de su sufrido amor. Doña Gisa, por el contrario, se demoraba, fascinada por los semblantes de los jugadores, por sus gestos. Uno de ellos hablaba solo, evidentemente furioso consigo mismo. Si fuera por su gusto, la profesora no se iría más. Pero el mozo, por deferencia a Vadinho, compinche suyo, vino a avisarles que la cena estaba servida y que iban a comenzar las atracciones.

Volvieron al salón de baile y se encontraron con Mirandáo, que acababa de llegar. ¿Qué milagro era ése, su comadre en el Pálace? ¿Venía para hacer saltar la banca?

¿Que era su cumpleaños? ¡Dios mío! ¿Cómo había podido olvidarlo? Al día siguiente le pediría a la patrona que fuese a verla con el ahijado y un regalo. «Basta con la comadre y el chico», le dijo doña Flor, para librarlo del compromiso, y además porque en ese aniversario ya había tenido su regalo y no quería ningún otro: allí estaba con Vadinho, no quería nada más.

La comida no era gran cosa, arroz sin sal, carne sin gusto, pero ¡con qué delicadeza la servía Vadinho, alcanzándole a la boca los mejores trozos de su pollo! Doña Flor ya no sentía miedo, ni estaba tiesa.

Las luces se apagaron totalmente para de inmediato volverse a encender de nuevo, y Julio Moreno, el maestro de ceremonias, anunció los números. Primero fueron las Hermanas Catunda — lástima de voz— con sabia exhibición de senos y caderas:



Voy a bailar la noche entera,

Ranchera...

Ranchera...



La atrevida era la más bien conformada y graciosa de las tres, doña Flor no podía dejar de reconocerlo, no podía negar aquella verdad casi desnuda. Pero Vadinho ni siquiera miraba a las mulatas, más interesado en saborear los postres. Ahora era doña Flor quien miraba con desdén; tomó la mano del marido y los dos estuvieron conversando y riéndose mientras las gentiles hermanas se desplegaban entre el juego de luces, senos en azul, caderas en rojo.

Venían después las «The Honolulú Sisters», con un canto poderoso y triste, un lamento de negros encadenados, oración de esclavos, dolor y rebelión de hombres humillados. Hasta el sexo era triste, hasta aquellos cuerpos tan bellos, pensó doña Flor. Las mulatitas Catunda, desafinadas y modestas, parecían un repiquetear de castañuelas, un trino de pájaro, un rayo de sol, unos cuerpos exuberantes de salud, en comparación con Jó y Mó, con su lamento sin esperanza. Las Catundas bailaban en ofrenda a los orixás, los alegres e íntimos dioses negros procedentes de África y cada vez más vivos en Bahía. Las negras norteamericanas, en cambio, dirigían su súplica a los austeros y distantes dioses blancos de los señores, impuestos a los esclavos a latigazos. Unas eran la risa desatada, las otras el llanto desolado.

—Fíjense en ellas..., son amantes — informó Vadinho.

Doña Flor ya había oído hablar sobre la existencia de mujeres así, pero nunca lo creyó; y aun entonces pensó que se trataba de una broma de Vadinho, invenciones absurdas, pavadas.

—¿No hay hombres invertidos, querida? Pues también hay mujeres a las que sólo les gustan las mujeres...

—Una pena — dijo Mirandáo—, dos hembras como ésas y no querer trato con los hombres.

Doña Gisa lo confirmaba: Se trataba de casos «bastante frecuentes en los países más civilizados». «Vaya uno a saber, quizá no sean más que muchachas serias...», intentaba defenderlas doña Flor. Quería oír el canto puro y doloroso, sin mezclar su grandeza a la tara de las mujeres, a su enfermiza condición, a su destino. Música de sangre derramada por un látigo de fuego.

—Querida, voy hasta ahí, vuelvo ya, sólo un minuto...

Vadinho cruzó rápidamente hacia la sala de juego, dejando a doña Flor sólita con el desgarrado canto de los esclavos.

Se encendieron las luces, se oyeron los aplausos y doña Flor vio cómo Mó le daba la mano a Jó y juntas se retiraban hacia su amor maldito. El paulista volvió a bailar y Zéquito Mirabeau se unió a los jugadores.

Ya le gustaría a Mirandáo ir con Vadinho y Mirabeau, pero el compadre lo había dejado haciéndole compañía a las señoras y no podía abandonarlas, y esa profesora seguía con sus preguntas idiotas; ¿cómo diablos iba a saber él si el juego era o no factor de impotencia sexual? Oiga, querida señora... Mirandáo había nacido prácticamente en una mesa de juego y lo único que podía decirle es que le aseguraba que él era hombre y muy hombre y nunca había oído decir que el juego convirtiese en flojo a nadie. Doña Flor observaba a Vadinho, en la otra sala, moviéndose ante la mesa de la ruleta, apostando, rodeado de hombres y mujeres. La mulatita se le había puesto al lado, y en cierto momento dejó una mano sobre el hombro de él, manteniéndola allí mientras Vadinho, tenso, seguía el rodar de la bolilla en la hora solemne y decisiva. Casi se levanta de la silla, indignada. Esa noche se sentía capaz de todo, del escándalo y la violencia, de actuar, si fuese necesario, como la más rea y perdida prostituta callejera. Pero de inmediato se sonrió, porque Vadinho, después que el croupier cantó el número fatal, se dio cuenta del gesto insolente de Zilda Catunda y retiró el hombro. Y algo desagradable debió decirle a la descarada porque desapareció como si la hubieran llevado los diablos. Vadinho, después de mirar a doña Flor, vino caminando en su dirección con las manos llenas de fichas. En la mesa, Mirandáo, enredado en las preguntas socio— económico— sexuales de doña Gisa, se consolaba de su ignorancia con los restos de un vermut dulce..., ¡un asco! Vadinho se inclinó, hablándole al oído a doña Flor:

—Escucha, querida, sólo dos o tres puestas más y nos vamos. No tardo nada, ya le mandé decir a Cígano que espere con el coche. Prepárate, que hoy te voy a dar una paliza en la cama... Y, acercando todavía más su boca, le dio un mordisco y un lengüetazo en la oreja, brisa y llamarada.

Doña Flor sintió que le corría el cuerpo un húmedo escalofrío y exhaló un suspiro. ¡Aha! ¡Qué Vadinho éste, tan irreflexivo, tan sin arreglo!

—No te demores...

El volvió a instalarse en su lugar, en la mesa de ruleta, frente al croupier, las manos apretando las fichas. Algo curvado, los cabellos rubios, el atrevido bigote, la sonrisa insolente. Compadrito.

Doña Flor, ahora en el recuerdo, se quedó mirando largo rato a su Vadinho. Después fue repasando cada detalle de aquella noche y cada instante de su vida con él, sin que faltara ninguno, tanto los dolorosos como los alegres.

Desde la ruleta, Vadinho le hizo una señal: era la última puesta; el taxi, de Cígano estaba ya esperando..., sólo unos minutos. «No, querido, ya no volveré más contigo a la fiesta de aquella noche, cuando la gota de hiel se deshizo en miel, y todo fue un darse a mares el uno al otro.» Doña Flor grabó para siempre la imagen de Vadinho ante la mesa de juego, la ficha puesta al 17. Y entonces juntó toda su pesadilla y la enterró en su corazón. Se dio vuelta, y, de bruces en la cama de hierro, durmió al fin con sueño sosegado.





23




Al cumplirse un mes de la muerte de Vadinho, luego de asistir a la misa, doña Flor se encaminó al Mercadito de las Flores, en Cabeca. Salía de su casa por segunda vez desde aquel singular domingo de carnaval en que recibió el golpe de la muerte. La primera fue con motivo de la misa del séptimo día.

Volvió caminando desde la iglesia, entre la curiosidad de la gente. Al pasar frente al bar, Méndez la saludó desde el mostrador, y don Moreira, el portugués del restaurante, llamó a gritos a su mujer, que estaba ocupada en la cocina: «Rápido, María, ven a ver a la viuda.» En la calle, tres o cuatro hombres, entre los cuales se encontraba el elegante argentino Barnabó, la saludaron quitándose el sombrero.

En la carnicería de la esquina, la negra Vitorina se puso de pie detrás de su puesto de abarás y acarajés... «¡Salve, mi iaia, atótó, atótó.!. En la puerta de la Droguería Científica, el doctor Teodoro Madureira, el farmacéutico, se inclinó en grave reverencia, con el ademán exacto del pesar y la aflicción. El profesor Epaminondas Souza Pinto, presuroso y aéreo como siempre, con los libros y cuadernos junto al sudor del sobaco, le extendió la mano:

—Mi querida señora..., la vida..., lo inevitable...

Los bebedores de la taberna, que tomaban el aperitivo matinal, los clientes del almacén — el hacendado Moysés Alves, que estaba eligiendo especias para sus insignes almuerzos— salían a verla y se inclinaban en silencio. El santero Alfredo, un amigo del tío Thales, establecido cerca de allí con su portal de imágenes, abandonó la madera que estaba tallando y se puso a su disposición:

—Buenos días, Flor. ¿Puedo serle útil?

Acudieron los vendedores con la mercadería. Compró rosas y claveles, palmas y violetas, dalias y nomeolvides.

Un negro alto y flaco, de perfil agudo y rostro enigmático, relativamente joven todavía, a quien estaban escuchando con atención y respeto los mecánicos y choferes de la parada de taxis, al conocer la identidad de doña Flor y el destino de las flores que adquirió, se aproximó a ella y le pidió algunas, «sólo por un momento». Un poco sorprendida, doña Flor se las dio, ofreciéndole el colorido ramillete en el que él mismo eligió, con cuidadoso ritual, tres claveles amarillos y cuatro nomeolvides rojas. ¿Quién sería este hombre y por qué le pedía esas flores?

El negro sacó del bolsillo de la chaqueta un cordón de paja de la costa, trenzada, un mokan, y ató con él los claveles y nomeolvides en un pequeño ramito.

—Desátelo cuando baje a la tumba de Vadinho. Es para que su egun se apacigüe. — Y agregó en nagó, bajando la voz—: ¡Aku abó!

Era el babalaó Didi, guardián de la casa de Ossain, mago de Ifá; sólo mucho tiempo después iba doña Flor a saber su nombre y conocer sus poderes, su fama de adivino, su cargo de Koriacoé Ulukótum en el altar de los eguns, en Amoreira.

Doña Flor estaba vestida de negro, de la cabeza a los pies, de luto cerrado, pues sólo había transcurrido un mes desde la muerte del esposo. Pero ya no cubría su cara el pequeño velo que antes llevaban sus retintos cabellos casi azules y ya no marcaba su rostro una expresión de angustia suicida. Aún seguía triste, pero no desesperada y ausente. Circundada por el aire leve de aquella mañana transparente, de luz tan hermosa y tan a la medida humana que era un privilegio vivirla, doña Flor, alzando la vista del suelo, volvió a mirar y a ver el espectáculo de la calle y el color del día. A su paso los hombres se descubrían o se inclinaban, e iba recogiendo gestos y palabras de consuelo y simpatía, en medio del bullicio de la ciudad, de la gente que pasaba, conversando, riendo, mientras ella caminaba con su ramo de flores destinadas al sepulcro de Vadinho. Caminaba en dirección al cementerio, pero en realidad estaba entrando de nuevo en la vida. Estaba de regreso, aunque todavía convaleciente.

No era la misma doña Flor de antes, desde luego. Había enterrado algunas emociones y ciertos sentimientos, el deseo, el amor, los asuntos de la cama y del corazón, pues era viuda y respetable. Pero vivía, era capaz de sentir la luz del sol y la dulzura de la brisa, reconciliada con la risa y la alegría, resignada.





III.



Del tiempo de medio luto, de la intimidad de la vida en su recato y en su vigilia de mujer joven y necesitada;



y de cómo llegó a su segundo matrimonio honesta y apaciguada,



cuando la carga del difunto ya se le hacía pesada sobre los hombros



ESCUELA DE COCINA «SABOR Y ARTE»



GUISO DE TORTUGA Y OTROS PLATOS DESUSADOS





Hace unos días alguien preguntó (pienso que debe haber sido doña Nair Carvalho, pues a ella le gusta ofrecer lo mejor de lo mejor), qué se podía servir a un huésped refinado, de paladar snob, muy exigente, en fin, un artista que requiere delicadezas, manjares raros, algo fuera de lo corriente. Pues bien, aconsejo que en ese caso se sirva una delicia: guiso de tortuga; para lo cual daré una receta que me enseñó mi maestra de salsas y condimentos, doña Carmen Dias, receta que hasta ahora fue mantenida en secreto. Pueden copiarla del cuaderno. Debo agregar que, si recuerdo bien, la tortuga es una comida de orixá en el candomblé, habiéndome dicho mi comadre Dionisia, hija de Oxóssi, que la tortuga es el plato predilecto de Xangó.

Además de la tortuga, recomienda la caza en general, y, en particular, un guisado de carne de lagartija tierna, perfumada con cilantro y romero. De ser posible, presentar, envuelto en hojas aromáticas, un cerdo montes asado entero, ¡ah, el rey de los grandes platos!, el chancho salvaje, carne con sabor a selva y libertad.

Pero si vuestro huésped quiere alguna caza más despampanante y fina, si busca el non— plus— ultra, la cumbre de lo superior, ¿por qué no le sirven entonces una viuda joven y bonita, cocinada en sus lágrimas de duelo y soledad, en la salsa de su recato y de su luto, en los ayes de su carencia, en el fuego de su deseo prohibido que le da gusto a culpa y a pecado?

¡Ay! Yo conozco a una viuda así, de miel y pimienta, cocinada a fuego lento cada noche y a punto para ser servida.



GUISO DE TORTUGA

(Receta de doña Carmen Dias, tal como ella se l a dio a doña Flor,

habiendo ésta permitido a sus alumnos copiarla y probarla.)





«Se toma una tortuga, después de muerta por el procedimiento (bárbaro) de aserrarla por los lados, cuidando de que no se dañe la caparazón. Colgar al bicho por las patas traseras, cortarle la cabeza y dejarlo así durante una hora para que se desangre. Después, poner el animal con el vientre para arriba y cercenarle los pies, cuidando de conservar las piernas (o «botas») y separando de ellas la piel gruesa que las recubre. Entonces se le extrae la carne, los menudos (hígado y corazón) y los huevos (si los hubiera), tirando las tripas, operación que requiere especiales cuidados, debiendo hacerse cada cosa por separado. Lavar todo, carne y vísceras, que, una vez maceradas con los condimentos que se indicarán habrán de ponerse a fuego bajo hasta que tomen un color de oro oscuro y exhalen un aroma particular. Los condimentos: sal, limón, ajo, cebolla, tomate, pimienta y aceite, aceite suave a voluntad.

Este plato debe servirse con patatas del reino cocidas en agua y sal, o con harina de mandioca blanca recubierta de cilantro.»





1




Al cumplirse los seis meses de viuda, doña Flor alivió el luto, hasta entonces cerrado, que la obligó a llevar, tanto en la calle como en la casa, negros vestidos sin escote. Un único matiz en tanta negritud: las medias color humo. Por eso aquella mañana las alumnas (una nueva promoción, numerosa y simpática), al verla con una blusa clara con guirnaldas oscuras, un collar de perlas falsas al cuello y un leve toque de color en los labios, prorrumpieron en aplausos entusiastas a la «traviesa profesora». Todavía tenía que esperar seis meses más para poder usar el verde y el rosa, el amarillo y el azul, el rojo y el habano, así como los nuevos y sensacionales colores de moda: azul rey, azul pervanche, hortensia, verde mar.

La «traviesa profesora», sí. Como en el verso de doña Magá Paternostro, la ricacha. Porque, en verdad, doña Flor había aligerado también el luto interior, se había desprendido de los velos de la muerte, desde que, en la víspera de la misa del primer mes, enterró dentro de sí toda la pesadumbre del difunto. Por respeto a las costumbres y a los vecinos mantuvo el rigor del negro, pero volviendo a ostentar, sin embargo, su risa serena, su atenta cordialidad, su interés por las circunstancias diarias, su condición de esmerada dueña de casa. Todavía cierta sombra melancólica le daba de vez en cuando un aire pensativo que agregaba una nueva calidad a su doméstica hermosura, con un cierto encanto nostálgico; pero al mismo tiempo se la veía llena de curiosidad por la vida que transcurría en torno suyo e imprimiendo vigoroso aliento a la «Escuela de Cocina», cuyo prestigio había descuidado durante el primer mes.

No volvió a aparecer en su boca el nombre del finado; parecía haberlo olvidado por completo, como si después de la crisis y la obsesión pensara, igual que doña Dinorá y sus comparsas, que la muerte del granuja era para ella una carta de emancipación, habiendo llegado por fin a un acuerdo la viuda y las beatas. Al menos eso parecía.

En ocasión de la misa de aniversario, al regreso de la visita a la tumba, en la que había depositado las flores y el mandato del adivino, el mokan de Ossain, abrió las ventanas de la sala de recibo, permitiendo, finalmente, que la luz del sol iluminara la casa y barriera las sombras y los espectros. Tomó la escoba, el plumero, los trapos y los cepillos y se entregó al trabajo. Doña Rozilda se disponía a ayudarla, pero la limpieza fue total: también ella hubo de salir de la casa, de regreso a Nazareth das Farinhas, cuando el hijo y la nuera ya comenzaban a alimentar las clásicas esperanzas de mejores días. Pues se había ido a la casa de la hija viuda, ya que, en fin, ¿quién estaba más necesitada de su compañía permanente, del afecto y la ayuda de la madre, sino la hija, viuda reciente e inconsolable? Doña Flor estaba sólita, indefensa, expuesta a los múltiples peligros de su ingrata situación... Era justo que doña Rozilda, madre experimentada e intrépida, fuese a vivir con la hija desamparada, para ayudarla en las tareas de la casa y en la solución de innumerables problemas. A lo mejor, quién sabe, sucedía un maravilloso milagro y la pareja y la ciudad de Nazareth se verían libres de la madre y de la suegra, tanto más suegra que madre. Con tal fin, Celeste, nuera y esclava, hizo una valiosa promesa a la Virgen de las Angustias. Pero sus ruegos no tuvieron eco: el santo de doña Flor fue más fuerte, defendida como estaba, sin siquiera saberlo, por los axé y pejis de los candomblés, por la fuerza del Rey de Ketu, Oxóssi, orixá de su comadre Dionisia (¡Oké!). Así que fue la viuda quien se vio libre de doña Rozilda, la cual, por lo demás, no se marchó antes sólo por mala educación, por cascarrabias, de pura tirria a los vecinos, pues a éstos les había dado por querer dominarla, por imponerle condiciones de convivencia.

En la capital, por otra parte, vivía sin comodidades, en una casa pequeña, sin cuarto para ella sola, durmiendo sobre un catre en la sala en que doña Flor daba las clases teóricas, sin armario propio para sus pertenencias, mientras que la casa del hijo era tan amplia y con tanta sobra de comodidad. Además en Nazareth — y esto era lo más importante—, ella, doña Rozilda, era alguien. Lo era no sólo por ser la madre de Héctor, funcionario de categoría del ferrocarril (a quien obsesionaba el dibujo: era capaz de copiar el rostro de cualquier ser viviente y reproducía a lápiz los cromos de las publicaciones) y segundo secretario del Club Social Farinhense, que tenía una de las mejores salas de la ciudad para jugar a las damas y al chaquete, en la que había surgido la frustrada vocación del finado don Gil. Pues bien, allí, en Nazareth, ella era importante por sí misma, siendo ornamento y ejemplo de la mejor sociedad, en la que hacía ostentación de sus relaciones metropolitanas: la familia Marinho Falcáo, el doctor Zitelmann Oliva y doña Ligia, el periodista Nacife, doña Magá, el industrial Nilson Costa con sus posesiones en el Matatu, y, antes que nadie, su compadre el doctor Luis Henrique, el «cabecita de oro», orgullo de la tierra.

En cambio en la capital, ni siquiera en el mundo de aquella pequeña burguesía de tan sólo un buen pasar, circunscrito a unas pocas calles entre el Largo 2 de Julho y Santa Teresa — ni siquiera allí—, le prestaban atención y le daban importancia; por el contrario, le habían tomado aversión. Las amigas más íntimas de su hija, doña Norma, doña Gisa, doña Emina, doña Amelia Ruas, doña Jacy, no tuvieron escrúpulos en responsabilizarla con el desalentador estado de la viuda, echándole la culpa a su mal de hígado, a sus recriminaciones e insultos, a su absurda querella con el muerto. O cambiaba de actitud, dejándose de habladurías y maldiciones al muerto, o que se fuera de una vez. Todo un ultimátum.

Y por eso mismo, como reacción a tan indecible mala intención, doña Rozilda prolongó su visita, a pesar de las incomodidades de la casa y la inquina de la vecindad. (Doña Jacy incluso había buscado una criada para doña Flor, Sofía, una mugrienta ahijada suya.) Pero después de la misa de aniversario se apresuró a hacer el viaje, al tener noticias, por su compadre el doctor, de que había sido designada por el reverendo Walfrido Moraes para el alto cargo de tesorera de la Campaña en Beneficio de las Nuevas Obras de la Catedral de Nazareth, en cuyo Consejo Directivo brillaban la esposa del juez (presidenta), del intendente (primera vicepresidenta), del delegado (segunda vice) y otras eminencias sociales del lugar. Hacía mucho que doña Rozilda deseaba pertenecer a la Comisión de Damas, aunque fuera como la última vocal de la lista; y de pronto era designada nada menos que tesorera. Sin duda el Divino Espíritu Santo iluminó al padre Walfrido, antes tan impermeable a sus embestidas.

Muchas vacilaciones y dudas le había costado al sacerdote semejante decisión, pero el influyente coterráneo al que había recurrido para obtener el pago de importantes partidas estatales puso como condición a su ayuda decisiva el nombramiento de doña Rozilda para un cargo codiciable en la piadosa congregación de las beatas. Miserable chantaje, pensó el vicario, inclinándose ante él, sin embargo, pues necesitaba con urgencia la cantidad y sin la intervención del doctor Luis Henrique, ¿cómo apresurar el engranaje burocrático?

En la antevíspera, doña Gisela, con quien a veces el doctor discutía sobre los destinos del mundo y las imperfecciones del ser humano, le comunicó:

—Si doña Rozilda no se marcha, la pobre Flor no va a tener descanso ni para olvidar..., y ella necesita olvidar, está acomplejada; es un curioso caso de morbosidad, querido doctor, que sólo el psicoanálisis puede explicar. Por lo demás, Freud da un ejemplo...

Doña Norma, que había ido con ella, la interrumpió:

—Haría usted una obra de bien, doctor..., eche lejos de aquí a esa peste, mándela a Nazareth, que ya nadie aguanta más...,

«Pobre Héctor, pobre Celeste, pobres criaturas...», se condolió el doctor y padrino. Pero entre doña Flor, viuda y freudiana, y la pareja, que ya había embarcado con doña Rozilda hacía años, no tuvo ninguna vacilación: sacrificó al ahijado y a su gentil esposa, en cuya casa almorzaba, y siempre bien, en sus frecuentes viajes al Recóncavo.

«Cada cual con su cruz», decidió; doña Flor cargó con la suya siete años seguidos: aquel marido, aquel pesado madero. No era justo que ahora, en la senda de la viudez, se le echase encima a doña Rozilda, un calvario completo: cruz, corona de espinas, vinagre y hiel.

Ausente doña Rozilda, las arpías de la vecindad sólo muy de cuando en cuando mencionaban el nombre del maldito, de acuerdo con las exigencias de doña Gisa, y además porque doña Flor retomó el curso normal de la vida después de atravesar las infinitas arenas de la ausencia. No era una vida como la anterior, sino un vivir sosegado, pues ahora no estaba presente el esposo, con sus implicaciones: los sustos, los disgustos, las peleas, la desesperación. Todo eso había acabado, y doña Flor se acostumbró a dormir la noche entera de un tirón. Se acostaba relativamente temprano, después de la charla habitual con doña Norma en la rueda de amigas, sentadas a la puerta de calle, comentando sucesos, programas de radiotelefonía y películas. A veces iba al cine con doña Norma y don Sampaio, con doña Amelia y con Ruas, con doña Emina y el doctor Ives, aficionado entusiasta a las películas del Far West. Los domingos iba a almorzar a Río Vermelho, con los tíos; tío Porto con su eterna manía de los paisajes; tía Lita comenzando a envejecer, pero manteniendo el jardín y los gatos en todo su esplendor. No quiso doña Flor adherirse a la animadísima rueda de brisca y trés— setes en casa de doña Amelia (hasta doña Enaide venía desde Xame— Xame a pasar la tarde carteando); las fanáticas de la brisca, las devotas del trés— setes, hicieron lo posible para conquistarla, pero sin resultado, como si el finado hubiese gastado toda la cuota de juego de la familia, no quedándole nada a ella. Sólo se conocía un enemigo de la timba más grande que ella: el porteño de la cerámica, don Bernabó. Su mujer, doña Nancy, se volvía loca por una manita de brisca, pero el déspota era irreductible: a lo sumo, y como una gran concesión, permitía los pacientes juegos solitarios y nada más. Así transcurría la vida de doña Flor, tranquila, entre las clases de cocina, con sus dos turnos cada vez más concurridos, y las actividades sociales que la prudencia permitía a su estado. No eran pocos compromisos, como puede parecer a primera vista; le ocupaban todo el tiempo, no sobrándole ocio para pensamientos tristes. Sin hablar de los encargos que le hacían — imposibles de rechazar—, preparación de almuerzos para fiestas, cenas elegantes, banquetes y recepciones que la obligaban a estar en la cocina trabajando hasta la madrugada. Y, como era muy exigente en cuanto a la calidad de sus platos, al cansancio se sumaba la preocupación. La ayudaba una muchacha, una adolescente, ya moza de diecisiete años, hija de otra viuda, doña María del Carmen, heredera de tierras y plantaciones de cacao, que vivía en el Areal de Cima desde que finalizaron los pasados carnavales y que se incorporó de inmediato a la tertulia de doña Norma. La morenita Marilda — una esperanza en salsas y condimentos— le había tomado afecto a doña Flor y no se separaba de ella, aprendiendo platos y postres en las horas que le dejaban libres sus estudios. Doña Flor sonreía al verla andar por la casa, cantarina, la cabellera alborotada, con su rostro de adolescente tropical que se desmayaba en quiebros y mimos; de tan bonita, una pintura. Si el bandido viviese, todos los cuidados serían pocos, pues él no tenía prejuicios con respecto a la edad. Como queda visto y demostrado, no le faltaban quehaceres en su vida de viuda, y era tan corto el tiempo de que disponía que a veces no alcanzaba a cumplir con los compromisos. Tanto trabajo, un mundo de cosas, todo el día atareada: a veces, por la noche, al vestirse y echarse en la cama a dormir, estaba realmente cansada, sentía que necesitaba un sueño reparador. Se dormía de inmediato, apenas ponía la cabeza sobre la almohada. Si estaba tan llena su vida, ¿cómo explicar su constante sensación de vacío, como si todo aquello, toda esa actividad que la tomaba, la dominaba y la ponía en movimiento fuese inútil y vana? Si dentro de su modestia y parquedad tenía lo suficiente para vivir con decoro e incluso para esconder, siguiendo su hábito antiguo, algunos ahorros, si su vida era tranquila e incluso alegre, ¿por qué, entonces, esa sensación de vacío, de inanidad?





2




En las calles de los alrededores sobraban las chismosas, viejas y jóvenes, pues para ejercer tal oficio no se exige una edad determinada. Doña Dinorá era la primera de esas correveidiles; obtuvo tales éxitos en su actividad que se le atribuyó fama de vidente. En esta crónica ya hemos visto en acción a doña Dinorá, a través de quejas, denuncias y enredos, pero, no obstante, no se habló de ella misma con la debida extensión, permaneciendo hasta ahora casi en el anonimato, como si fuese tan sólo una intrigante común en la especie de las beatas. Quizá porque la insólita presencia de doña Rozilda — al fin, y felizmente, exiliada en el Recóncavo—, no le daba una oportunidad a las rivales. Pero siempre se está a tiempo para corregir un error y reparar una injusticia. Para muchos, doña Dinorá pasaba por ser la viuda del comendador Pedro Ortega, rico comerciante español, desencarnado hacía unos diez años. En realidad, no se había casado nunca; tampoco conservó la doncellez durante mucho tiempo; apenas llegada a la pubertad se fue de su casa para dar comienzo a su movida y, en cierto modo, brillante existencia..., toda una crónica picante. Sin embargo — ¡alabado sea Dios!—, nadie más moralista y celoso de las buenas costumbres que ella a partir de su feliz encuentro con el gallego, cuando, habiendo pasado los cuarenta y cinco, doña Dinorá miraba el futuro con aprensión: con un miedo pánico a la pobreza, con una necesidad imprescindible de bienestar. Sin haber sido jamás realmente bonita, poseía cierta gracia obscena, responsable de su éxito con los hombres, que se fue apagando con los años y las arrugas. Tuvo entonces la increíble suerte de dar con el comendador, «un billete premiado con el gordo», según dijera en aquella oportunidad doña Dinorá, confidencialmente, a las amigas. El español le brindó respetabilidad y seguridad, sin hablar de la casita en las vecindades del Largo 2 de Julho en que la instaló.

Quizá a causa del miedo que había sentido a verse vieja y pobre, con la amenaza de tener que dedicarse abiertamente a la prostitución, doña Dinorá, al amparo del comerciante, se convirtió rápidamente en todo lo opuesto a lo que fuera hasta entonces: en una respetable matrona, guardiana de la moral. Tendencia que se acentuó cada vez más después de la muerte de Pedro Ortega. Cuando él se fue, entre oraciones y coronas fúnebres, la antigua aventurera pasaba de los cincuenta años — cincuenta y tres para ser más exactos—, y, en los ocho de amancebamiento, se aficionó a la virtud y a la vida hogareña.

El marido, probo baluarte de las clases conservadoras, agradecido a la amante por la fidelidad y por la revelación de un mundo de ignorados placeres (¡qué idiota había sido al perder los mejores años de su vida en el mostrador de la pastelería y en el cuerpo insustancial de la santa y acre esposa!), le dejó en testamento — además de la casa propia, nido de los pecaminosos amores— algunas acciones y obligaciones del Estado y una módica renta; lo bastante, sin embargo, para asegurarle una vejez sin sobresaltos, dedicada por entero al servicio de la difamación y la intriga. Y hete aquí a doña Dinorá, con más de sesenta años: de voz estridente, enervante carcajada, constante agitación. En apariencia, la más solidaria y comprensiva viejecita; en realidad, «un frasco de veneno, una cascabel adornada con plumas de pájaros», según la casi poética frase de Mirandáo, víctima eterna de esta clase de comadres. Esa fue la definición que de ella le dio el periodista Giovanni Guimaráes cierta vez que vieron pasar a la sesentona, muy viuda ella y columna de la moral, en ocasión de almorzar en casa de doña Flor durante la visita de Silvio Caldas. Y la completó, con tono de filósofo moralista:

—Cuanto más puta de joven, más seria de vieja. Una mezcla de virgen y yiranta...

—¿Ese desecho? ¿Quién es?

—No es de nuestro tiempo, pero fue muy conocida. El que habla mucho de ella es Anacreon, que bebió en ese pellejo. Tú ya oíste hablar de ella, seguro. Se la conocía por Dinorá Sublime Culo.

—¿Eso? ¿Ése es el tan recordado Sublime Culo? ¡Dios mío! Prueba de la vanidad de las cosas de este mundo, reflexionaron ambos humildemente, ante tal exhibición de virtudes y tan triste físico de acarreo: retacona, de tronco fuerte, piernas cortas, vientre bajo, cabezota desastrada. Vestía de luto, como una viuda de verdad, al cuello el medallón con la fotografía del comendador, como si hubiera sido realmente su esposa y él el único hombre de su casta vida. Y ahora los tipos como Anacreon — vergüenza del género humano— eran como si no existieran para ella: simplemente los ignoraba.

Era ladina, nunca iba directamente al grano, no acusaba de frente; por el contrario, ponía en la picota a los demás con la máxima suavidad, fingiendo comprenderlo y disculparlo todo, elogiando a unos, compadeciendo a otros. De ahí su fama de bondadosa y simpática y las alabanzas cosechadas en su camino de maledicencias: «¡Qué buena persona es ésa...!» Cuando por azar era sorprendida en flagrante intriga, se hacía la víctima. Ella quiso hacer un favor y en recompensa recibía la más negra ingratitud.

Zé Sampaio, un hombre timorato, que se iba a la cama temprano, con sus achaques imaginarios y los diarios del día y viejas revistas (adoraba leer revistas y almanaques antiguos), al oír el vocerío de doña Dinorá se llevó con pánico las manos a los oídos, diciéndole a doña Norma con la voz vencida, pero no resignada, de quien renuncia a discutir:

—Esa mujer es una hija de puta, la mayor hija de puta que haya por aquí...

—Eso es tenerle demasiada antipatía... Pero si es una buenaza...

Esto demuestra la habilidad de doña Dinorá: había conseguido que se olvidara aquella intriga acerca del hijo de Dionisia, cuando su prestigio bajó a cero, volviendo a obtener el favor de doña Norma. Pero no el de don Sampaio.

—Una buena hija de puta... Por favor, a ver si consigues que no meta la nariz aquí, en el dormitorio. Dile que estoy durmiendo, que estoy descansando... Dile que me he muerto...

'Mas ¿quién era doña Norma para impedirle a doña Dinorá que metiese la nariz donde se le antojara? Entraba sin más, como una íntima de la casa, de todas las casas de gente respetable y de dinero... Con los pobres era bondadosa, con una bondad altiva y distante, muy de protectora con los desamparados, pero manteniéndolos en el lugar (inferior) que les correspondía, sin darles alas. Ya se metía por el pasillo, ya entraba en el cuarto:

—¿Me permite, don Sampaio? — Don Sampaio odiaba aquella oxigenada cabezota, «cabeza de elefante, la más grande de Bahía», su dentadura de caballo, su voz, su modosidad—. ¿Siempre enfermito, don Sampaio? Yo siempre digo: don Sampaio, con todo ese corpachón, es muy delicado de salud. Por cualquier cosita ya está temblando en la cama, rodeado de remedios. Y siempre pienso: «si don Sampaio no se cuidara tanto, un día de éstos estiraba la pata...».

Impresionable como era, a don Sampaio le entraban ganas de echarla a patadas:

—Tengo una salud de hierro, doña Dinorá...

—¿Y entonces por qué se queda en cama, don Sampaio, por qué no viene a ilustrar a la gente con su conversación? Un nombre de tantas letras..., todo el mundo dice que usted no se licenció porque... Bueno, usted sabe..., la gente dice tantas tonterías... Si uno fuera a hacerles caso... Yo no presto atención..., lo que andan diciendo por ahí me entra por un oído y me sale por otro...

Don Sampaio sabía adonde quería llegar ella: a su disoluta juventud de hijo de papá, disipador y malandra. El padre, disgustado, le había cortado la mesada, retirándole de los estudios y poniéndolo a trabajar en la tienda, de empleado.

—Déjelos hablar, doña Dinorá, no les haga caso...

—¿Usted cree que no nos debe importar lo que dicen de nosotros los demás? ¿Realmente? — Y abría sus ojos enormes de buey, muy atenta, como si don Sampaio fuese el oráculo de los nuevos tiempos.

—Yo, por lo menos... — y, harto ya, de repente—: ¿Quiere saber una cosa, doña Dinorá? Lo que yo quiero es paz, tranquilidad... Y para tener un poco de paz, vivo dándoles la razón a los que no la tienen. Y ni así consigo... No venga a molestarme aquí... Con su permiso...

Y tomando el diario o la revista le dio la espalda a la visita.

«Sampaio es más bruto que un caballo — reflexionaba, avergonzada, doña Norma—; ¡y con doña Dinorá, tan bonachona...!»

Por lo demás era inútil la acritud, pues doña Dinorá no se consideraba expulsada, y persistió, socarrona:

—¿No supo lo que le pasó a don Vivaldo?

¡Ah, qué mujer más diabólica, la desgraciada! ¿No estaba consiguiendo despertar su interés? Y don Sampaio dejaba el diario, derrotado:

—¿A Vivaldo? No sé nada. ¿Qué pasó?

—Ahora le digo... Don Vivaldo, un hombre recto, buen mozote, ¡hum...!, parece un gringo, todo colorado...

Según ella, don Vivaldo, el de la funeraria, sin el menor respeto por las lápidas y los ataúdes, los sábados por la tarde reunía, tras las cortinas rojas con adornos color plata, un grupo de herejes para jugar al maldito póker, con elevadas apuestas y gran dispendio de coñac y de ginebra.

—¿No le parece que es una falta de respeto? Podían encontrar otro lugar, los viciosos... — una ligera pausa—. ¿Usted no piensa, don Sampaio, que el juego es el peor de los vicios?

Zé Sampaio no pensaba nada y nada quería pensar... no quería más que algún sosiego. Pero doña Dinorá ya había disparado el chorro: resulta que don Vivaldo, sin duda honesto contribuyente, excelente esposo e inmejorable padre de familia, estaba poniendo todo eso en peligro, pues el que es jugador, si no es un día es otro, pierde el control y apuesta hasta la mujer y los hijos. Y cuando no los apuesta, los deja a la buena de Dios, en el abandono, con cruel indiferencia. ¿Qué mejor ejemplo que el de doña Flor? Mientras vivió el marido, un esclavo de la timba, pasó las de Caín, maltratada, abandonada, sufriendo horrores... Hoy, en cambio, qué diferencia: al fin liberada, puede gozar de la vida sin sobresaltos, sin angustias,

Y hablando de doña Flor, don Sampaio, y usted, Normita querida, ¿qué opinan? Tan joven y hermosa, ¿no es una injusticia que continúe viuda, y de un difunto tan poco recomendable? ¿No les parece? ¿Por qué doña Norma, su amiga del alma, no la aconsejaba? Mientras tanto, ella, doña Diñará, iba a estudiar el caso en la conjunción de los astros, a través de la bola de cristal y también con los naipes de su baraja de echadora de cartas aficionada.

Aficionada en el sentido de que no cobraba dinero, leyendo el futuro gratis, por amistad, o por hacer un favor, porque en lo demás muy pocas profesionales poseían sus dotes de adivina. Por lo menos para descubrir vilezas de cualquier especie tenía una intuición, un sexto sentido, un olfato único. Un don adivinatorio que alcanzaba el refinamiento de la profecía.

¿No era ella quien pronosticara, con más de un año de anticipación, el tremendo escándalo de la familia Leite, gente de mucho dinero y de más orgullo, retirada tras los muros de una noble mansión sobre el mar, en la Ladeira da Preguica? ¿Lo leyó en los grasientos naipes, lo vio en la bola de falso cristal o simplemente lo había presentido su sádico instinto?

En cuanto la angelical Astrud, con su cándido aire de interna del Sacré— Coeur, llegó de Río para vivir con la hermana, ella previo el drama, sin ninguna razón aparente:

—Eso va a acabar mal...

Lo profetizó nada más ver a la moza pasar en automóvil con su cuñado, el doctor Francolino Leite — el «sátiro Franco», para el restringido círculo de los íntimos—, abogado de las grandes firmas nacionales y extranjeras, bebedor de whisky, hacendado del sertáo y miembro del Consejo de Administración de prósperas empresas, señor muy hidalgo y arrogante. Al volante de su gran coche sport norteamericano, con pipa y bufanda, el causídico no notaba los movimientos de la gente simple del Sodré, del Areal, de la calle de la Forca, del Cabeca, del Largo Dois de Julho. Pero doña Dinorá sí se fijaba en el abogado, no lo perdía de vista: estaba al tanto de los menores detalles de la vida en la mansión señorial, era íntima de las cocineras, las mucamas, las niñeras, el jardinero y el chófer, y así seguía los pasos del cuñado y de la cuñada con mirada cargada de presentimientos:

—Eso va a acabar mal, vaya si va... Pólvora junto al fuego... No la conmovía el aspecto inocente de la colegiala:

—Moza que mira bajito es una descarada en espera de ocasión...

Parecía tan injusta y absurda que hasta fue mal tratada, con ásperas palabras y gestos de repulsa, por un muchacho vecino, Carlos Bastos, poco amigo de dimes y diretes y acaso un tanto hechizado por la dulce Astrud:

—No manche la pureza de la joven con la baba de la calumnia...

Cuando estalló el escándalo, casi dos años después (Astrud, con su aire ingenuo y la barriga preñada de cinco meses, fue expulsada del techo familiar por la furiosa hermana, después que el sátiro Franco se había dado el gusto), fue un plato suculento para toda la ciudad. Y doña Dinorá se vengó del romántico Carlos Bastos (quizá enamorado todavía):

—¿Vio, bobalicón? A mí nadie me engaña... La baba de la calumnia no le hace un hijo a un moza, lo que le hace el hijo es la desvergüenza...

Tenía ojos para ver y para prever, y un olfato de perdiguero; nadie escapaba de la vigilancia de sus sentidos. Además, los mismos vecinos se encargaban de contarle los detalles más íntimos de su vida sin darse cuenta, cuando pedían a la adivina que les echase las cartas, o consultase la cristalina bola de las evidencias. Para ella, pasado, presente y futuro eran cartas a la vista, de fácil lectura.

Poseyese o no reales y profundos conocimientos de magia, fuese o no una falsa diletante sin mayor intimidad con los astros o verdadera maestra en las ciencias ocultas de Oriente, debe reconocerse, en honor a la verdad, que fue la primera en anunciar el nuevo casamiento de doña Flor, cuando la viuda apenas había aliviado el luto y reiniciado su vida normal, sin sobresaltos ni problemas, una vida recatada, lejos de cualquier idea o pensamiento relacionado con el matrimonio.

Anunció las bodas y dio señas del novio mucho antes de que se hablara de noviazgo; antes, ciertamente, de que se percibiera cualquier síntoma o interés. Y, en caso de existir de parte del individuo un remota inclinación por doña Flor, nunca lo había sospechado nadie y quizá ni él mismo se lo confesara. Pues bien, créase o no, doña Dinorá lo describió meticulosamente: un señor moreno, de mediana edad, alto, robusto, distinguido, un soberbio cuarentón de modales serios y afables, que llevaba en su mano derecha, por el tallo, un capullo de rosa color vino. Así lo atisbo ella en la bola de cristal. Las damas y los reyes, las sotas, los ases de espada, los bastos y copas le habían confirmado los rasgos fisonómicos y la honesta disposición al casamiento, agregando el as de oros la posesión de dinero, la estabilidad económica y el título de doctor.





3




Bien que moreno, el «Príncipe» no era de mediana edad y mucho menos un señor robusto y alto, un soberbio cuarentón. A su modo, era un distinguido y guapo mozo, pero de un modo muy extravagante. En consecuencia, es difícil enmarcarlo, aun con la mejor buena voluntad, como coincidiendo con el retrato del futuro novio que doña Dinorá viera en la bola de cristal y que ella revelara a las masas populares del Largo Dois de Julho, provocando un clima de excitación, casi de subversión, en el combativo sindicato de las correveidiles.

Delicado, pálido, con la palidez de los poetas románticos y de los gigolós, de cabellos negros y lisos, con brillantina y perfume a todo pasto, una sonrisa entre melancólica y persuasiva, sugiriendo un mundo de sueños, elegante en el cuerpo y en el vestir, de grandes ojos suplicantes, las palabras justas para describir al «Príncipe» tendrían que ser ampulosas: «marmóreo», «lívido», «meditabundo», «pulcro», «la frente de alabastro y los ojos de ónix». Pasaba de los treinta años pero aparentaba poco más de veinte, y la tristeza que ponía sombras en su rostro formaba parte de sus instrumentos de trabajo, así como la palabra fácil y la mirada subrepticia, siendo un profesional competente y de éxito en su curiosa y rara especialización. Apresurémonos a informar que se especializaba en viudas, habiendo seguido todos los cursos y poseyendo una larga práctica.

Generalmente conocido por el apodo de «Príncipe» en el ambiente de los estafadores y en los medios policiales (¿y dónde están los límites, si existen, que separan esos dos mundos, opuestos en apariencia, idénticos en realidad?), se ganó el mote por sus buenos modales, su llaneza de trato, su prosapia, su altivez. En la afectuosa intimidad de los burdeles, en los círculos restringidos de las damas de la vida, lo denominaban, sin embargo, con el místico apodo de «Señor del Calvario», alusión a su rostro macerado y a su flacura. En realidad se llamaba Eduardo y era uno de los más eficaces y simpáticos malandrines de la ciudad. Un eximio realizador del cuento del tío. No citaremos aquí su apellido por no ser necesario para la buena marcha de la historia de doña Flor y de sus dos maridos, para su enredo y desenredo.

El «Príncipe» ocultaba su apellido. La policía tampoco lo divulgó cuando tuvo un trato más cercano con el extraño mozo, y los diarios, al promoverlo en sus columnas dando noticias de su paso (en general rápido) por la gayola, tampoco imprimían su patronímico, sustituyéndolo por la vaga expresión «De Tal»:

«Fue detenido ayer, en la Praca da Sé, el delincuente Eduardo De Tal, conocido en el bajo mundo del crimen por el alias de «Príncipe», bajo la acusación de haber abusado de la buena fe de la viuda Julieta Filliol, con residencia en el Barballo, engañándola mediante el noviazgo y las promesas de casamiento para así frecuentar su casa y hacer desaparecer de ella las joyas y dos contos de réis de la crédula enamorada.»

Todos eran discretos en homenaje a la familia del gatuno, un hogar tradicional y renombrado de la Feira de Sant' Ana. Si de tal modo obraban las autoridades, la prensa oral y escrita y el mismo papa— resto— de— defunto, ¿por qué han de ser estas discretas letras excepción sensacionalista? ¿Por qué atraer con la denuncia tanto el público desprecio como la perrada del chismerío y del escándalo sobre la honra y el nombre del egregio clan que merece de los demás tanto respeto? Imagínese lo horrible que sería si doña Dinorá y su ejército de beatas se enterasen de quién formaba la parentela del cuentero; ni los biznietos conseguirían en ese caso limpiar el nombre de los abuelos, para siempre «envuelto en lodo, hundido en el pantano de la infamia» (como diría enfáticamente el profesor Epaminondas Souza Pinto).

Pero las beatas fueron cautivadas por los modales del «Príncipe» y por su languidez. La misma doña Dinorá ¿no intentó en cierto momento modificar los rasgos dibujados en su profecía para hacerlos coincidir con las características físicas del embaucador? Las otras quedaron sumidas en la tristeza cuando Miran— dáo, habiendo aparecido con la esposa y dos o tres hijos para visitar a su comadre doña Flor, suministró la ficha completa del individuo: «Ese de gente sólo tiene el aspecto...»

Toda la historia del «Príncipe» y su patrullaje por el barrio, con su elegante truhanería, fue confusa y embrollada desde el principio al fin. Por lo demás, ésa era su atmósfera habitual, la atmósfera que prefería para moverse y actuar.

Las amigas y las chismosas aún comentaban con risas y excitación la descripción que del futuro novio había hecho en trance doña Dinorá, siendo transmitida luego de boca en boca entre el indócil comadraje, cuando el «Príncipe» apareció por la calle dando pasos y suspiros de enamorado.

Se reían entre bromas doña Norma, doña Gisa, doña Amelia Ruas y doña Emina; y las beatas murmuraban, buscando infatigablemente al galán descrito por la adivina. Debe hacerse constar que no fueron sólo las comadres quienes se entregaron a la infructuosa búsqueda. La misma doña Gisa lanzó su mirada psicológica sobre la humanidad masculina de los alrededores para descubrir al «soberbio cuarentón»; en cuanto a doña Norma, no será necesario decir que después de un velorio seguido de un entierro de primera, nada apreciaba tanto como un folletín de noviazgo y casamiento. Era incontable el número de muchachas y muchachos cuyo matrimonio había empollado ella, llevándolos al juez y al cura, venciendo dificultades, superando escollos, malos entendidos, recias oposiciones familiares. En realidad, sólo fracasó con Valdeloir Rego, un indeciso sin igual, y con una gentil vecina, María, apagada por demás. Pero ni así perdió la esperanza de colocar a María, acaso, ¿quién sabe?, con el mismo Valdeloir.

Beatas y amigas buscaban con afán al culto pretendiente que coincidiese con la amplia descripción de virtudes físicas y morales dada por doña Dinorá, que no era una vidente avara, de ésas que hacen profecías parciales. Cuando describía al futuro novio no escatimaba pormenores, y con tanto placer como abundancia de detalles trazaba un vasto panorama de cualidades y rasgos fisonómicos. Tal vez por eso mismo, por ser tan completo y fiel el retrato del caballero, era difícil descubrirlo. ¿A quién atribuir tan numeroso conjunto de particularidades?

Examinaban las beatas a cada ciudadano, por la vecindad y más allá, sin encontrar quien coincidiera con todos los términos de la incógnita. Unos eran universitarios y poseían algún dinero, pero no tenían la edad exacta que se requería, y otros, en cambio, la tenían, pero carecían del color moreno y el anillo de graduado, además de otros detalles secundarios. Aun así, aparecieron numerosos candidatos, pues cada comadre presentaba el suyo, cuando no más de uno para mayor seguridad.

Doña Flor se burlaba de tanta locura, sonriendo apaciblemente: sólo en la cabeza de doña Dinorá, que no tenía en qué pasar el tiempo, sólo en su cabeza, verdaderamente, podían surgir esas ideas tontas del noviazgo y del casamiento. No en la de doña Flor, aunque sólo fuese por no haber transcurrido siquiera un año del fallecimiento del marido, plazo mínimo para que una viuda lamente y honre la ausencia.

Por lo demás, si alguna decisión firme resolvió tomar, al cumplirse los ocho meses de luto, era la de no casarse de nuevo. ¿Para qué, si tenía lo necesario, si con las clases de cocina ganaba para comer y para vestirse; si las amigas, tantas y tan buenas, le daban el consuelo de su fino trato y de su grata compañía; si no sentía la necesidad del calor de un hombre — esas eran cosas ya muertas para siempre—, por qué casarse?

Con la sonrisa un tanto melancólica y con firmeza de tan irrevocable propósito, enfrentaba las cordiales provocaciones, las embestidas de doña Norma y de doña Gisa, que le presentaban — ellas también—, en la bandeja de la amistad, las cabezas de los posibles candidatos.

El de doña Gisa era el culto profesor Epaminondas Souza Pinto, solterón empedernido, maestro de chiquillos en institutos particulares e historiador en las horas libres. Siempre apurado y sudoroso, incómodo en su temo blanco, con chaleco y polainas, un tanto aéreo, ido, debía andar por los sesenta años. Doña Flor lo conocía y lo estimaba, pero si tuviese que romper su firme determinación de permanecer viuda no sería ciertamente para dar su mano como esposa al profesor, demasiado castizo y retórico para su gusto sencillo (sin hablar, por discreción y elegancia, de lo destartalado que estaba el gramático). Doña Flor se reía y bromeaba: aunque viuda y pobre, todavía no estaba tan deteriorada.

Se reían las amigas: doña Norma, indecisa entre tantos como conocía; doña Amelia, alrededor de otros tantos; doña Emina luchaba por Mamede, un compatriota sirio, anticuario y colega en viudez, vecino de presencia poco continua, pues se demoraba en el interior del Estado comprando santos carcomidos, sillas cojas, cristales rotos y hasta orinales viejos. ¿Mamede? Era feo como una desgracia; todavía peor que el profesor Epaminondas, según doña Flor.

Hasta doña Enaide vino desde Xame— Xame con un pretendiente en el bolsillo, un cuñado suyo, notario en un lugar perdido del río Sao Francisco, moreno, de cuarenta y cinco años, calvo y un tanto narigudo, pero alegre y divertido, que había juntado un dineral..., todo un partidazo, llamado Aluisio. De todos ellos, era el más parecido al descrito por doña Dinorá, por lo menos si se creía en la palabra de doña Enaide. Incluso casi poseía el título de doctor, ya que fue picapleitos con clientela antes de meterse en política.

Un único defecto: sólo era soltero por la Iglesia; por lo civil era casado. Se llevaba mal con la esposa y se separó de ella hacía más de diez años. Cuando mozo era masón y anticlerical, y desdeñó el casamiento por la Iglesia, pero ahora estaba dispuesto a aceptarlo si la novia no se opusiera. ¿Por qué no se iba a dar por satisfecha doña Flor con que los casara un cura, que por lo demás para mucha gente era el único casamiento válido, pues contaba con la bendición de Dios, mientras que el acto civil no pasaba de ser un simple contrato firmado ante el juez, casi un negocio? Doña Enaide hasta llegó a escribir una carta al pariente, llena de loas a la belleza y a la bondad de doña Flor. «¡Qué mujer loca!»; si no me quiero casar, menos voy a querer arrimarme, con o sin la bendición de Dios.» Y todavía encima teniendo que ir a vivir donde el diablo perdió el poncho, en las márgenes del río Sao Francisco y de la selva. Doña Flor fingía indignación: en suma, doña Enaide, que se decía su amiga, venía del Xame— Xame a proponerle algo vergonzoso y degradante. Todo eso no era más que una broma, algo para reír y nada más.

Cada candidato poseía algunas de las características que lo asemejaban al modelo de doña Dinorá. El «Príncipe», sin embargo, era el que menos parecido tenía: ni el dinero, ni el título de doctor, ni la edad, ni la robustez y la altura. Cuando se hizo presente en la calle, midiendo con inquietos pasos la acera de la casa del argentino, frente a las ventanas de la Escuela de Cocina: Sabor y Arte, doña Flor pensó que la poética aparición era un festejante de alguna de sus jóvenes alumnas o una aventura de alguna casada sin vergüenza.

Era frecuente que alguna de las muchachas llegara a la escuela en compañía del cortejante y el enamorado volvía a aparecer en la esquina antes de que terminara la clase, esperando a la pizpireta. Otras, casadas, utilizaban la escuela como una pantalla para su descaro, y tras ella atornillaban un par de cuernos en la cabeza de los maridos, utilizando el conveniente horario de la clase para divertirse con menos riesgos. Asistían a una de las clases y saltaban la siguiente, o si no, asistían apenas al comienzo de las lecciones, tomando notas del dictado de doña Flor sobre los ingredientes de los manjares, para de ese modo probar en la casa su asistencia y aplicación. En realidad, estaban media hora en la escuela y una hora y media en el hotel.

Por lo tanto, cuando lo vio parado junto al farol, melancólico, fumando sin cesar, en actitud de espera, doña Flor imaginó que se trataba del pololo de cualquiera de las muchachas, de una de las más jóvenes probablemente, pues su propia cara era de mozalbete.

Al ir pasando los días sin haberlo sorprendido en compañía de ninguna alumna y verlo siempre allí, en las horas más diversas e incluso por la noche, mirando hacia sus ventanas, ante esos absurdos horarios, sacó la conclusión de que no había nada que relacionase la insistencia del bobo con las estudiantes del horno y del fogón. Si sus pasos no estaban dictados por alguna alumna de la escuela, entonces ¿cuál era el objetivo de sus miradas y suspiros?

Marilda, con seguridad; no podía ser otra la causa de su presencia.

Como la muchacha pasaba más tiempo en casa de la profesora que en la suya propia, el fulano habría imaginado que era una hermana o una sobrina de doña Flor: las dos tenían el mismo pelo suave, de un negro incomparable, y un color rosa té, un tono de piel mate, delicado, resultado de la mezcla de sangre indígena con negra y blanca, que había creado ese primor de mestizaje.

¿Le daba Marilda cuerda al suspirante, o lo despreciaba? Estaba ya en la maravillosa edad del enamoramiento; dentro de dos años terminaría sus estudios y estaría apta para el noviazgo y el casamiento. Por su parte, ya había advertido el interés del individuo, pero lo atribuía a otra cualquiera; a la desconfiada María, a las bonitas hijas del doctor Ives, acaso a la maestrita Balbina, ¿quién sabe? Pero ninguna de ellas vivía frente al farol, desde el cual no podían verse sus ventanas y sí, en cambio, las de la sala de recibo de doña Flor, en donde únicamente se quedaba Marilda, oyendo la radio o leyendo novelitas de la colección «Para niñas y jóvenes». ¿Sería ella la causa de la vigilia y de la melancólica pinta del lánguido empecinado?

Las dos espiaron los movimientos del tipo por una rendija de la ventana: «Es buen mozo», suspiró Marilda, cuyo inconstante corazón estaba ya dispuesto a sacrificar su enamoramiento con Mecenas, un compañero de estudios, un gallito de su misma edad. Doña Flor estaba de acuerdo: «Una preciosura de muchacho»; muy joven todavía, no tendría más de veintitrés o veinticuatro años, lo adecuado para la futura maestra. Era necesario informarse, saber si ejercía alguna profesión liberal y rendidora, o si tenía un buen empleo en algún banco u oficina. Quizá fuese rico, como lo hacía parecer el hecho de no tener horario para aparecer en la calle, apoyándose contra el farol, frente a la casa de doña Flor.

Fue inútil que Marilda derrochara sonrisas. No fue correspondida. Salía por la puerta en dirección al Largo o bien iba a sentarse, pensativa, en la balaustrada del patio de la iglesia de Santa Teresa; jamás hubo ni habrá un sitio tan ideal para las declaraciones y juramentos de amor, un sitio tan idílico: arriba, el cielo, cercano y azul, y abajo el mar verde oscuro y las paredes seculares del templo, y, además, con toda seguridad, la comprensiva bendición de don Clemente a cualquier furtivo beso herético.

Pero el «Príncipe» no fue tras ella, ni al tumulto del Largo ni a la paz y el silencio del mirador sobre las aguas. No abandonaba el farol, como si estuviera atado a él, fijos los ojos en las persianas de la Escuela. Entonces, si tampoco era Marilda el objeto de sus suspiros, ¿a quién atribuirlos sino a la propia doña Flor? Eso concluyeron las comadres y amigas, e incluso Marilda, a pesar de su poca edad y experiencia:

—Creo que es a usted a quien le ha echado el ojo, Flor.

—¿A mí? ¿Estás loca?...

Días después, yendo de compras con doña Norma a las tiendas de la calle Chile, él las siguió, tomando el mismo tranvía, fumando un cigarrillo tras otro y siempre sonriendo tiernamente, como pidiendo cariño. Doña Norma casi se enfada al darse cuenta, sospechando que doña Flor tenía secretos para ella.

—Muy bonito..., tienes un pretendiente y no me dices nada...

—Ni sé quién es..., vive plantado enfrente de casa desde hace unos días, nunca vi antes a nadie más pesado. Pensé que se trataba de alguna alumna, pero no. Me dije, y así lo parecía, que iba con Marilda la cosa, pero tampoco. La pobre incluso se quedó triste. No sé qué decir...

Sumamente excitada, doña Norma examinó al petimetre con largas y ostensibles miradas que ella creía discretísimas miradas casuales:

—Es guapo el tonto..., sólo que parece un poco demasiado joven... — Y después de observarlo nuevamente rectificó—: No es tan joven como parece y a decir verdad es demasiado lindo para mi gusto...

—Lindo o feo, no me interesa...

Bajaron del tranvía y el tipo las siguió. En un segundo, doña Norma improvisó un complicado itinerario para comprobar si el relamido venía o no siguiéndoles el rastro. No tardó en ser algo patente y claro. No intentó aproximarse ni dirigirles la palabra, manteniéndose a prudente distancia con su sonrisa insinuante y sus ojos suplicantes, no perdiéndolas de vista un solo momento. Si entraban en una tienda, él las esperaba a la puerta; si doblaban una esquina, él las seguía; si se detenían ante una vidriera, él las observaba situándose frente a la vidriera más cercana. ¿Cómo seguir dudando?

Las comadres venían, sólitas o en grupo, para verlo desde allí, instalado al pie del farol. Como era lindo y parecía desdichado — parecía suplicar ternura, pedir la limosna de una mirada, de una sonrisa, de una esperanza—, todas se ponían de su lado, a su favor, intentando incluso adaptarlo a la visión que del novio había revelado la bola de cristal. ¿Acaso no era él moreno y distinguido, tal vez doctor y adinerado? En cuanto a la edad y otros atributos físicos, quizá la diferencia se debiera a la miopía de doña Dinorá, encontrando madurez en donde debiera ver juventud, un tronco fuerte en donde había un talle delgado, una salud de hierro en lugar de la pálida languidez. Lo mejor, en opinión de todas las comadres, era que la vidente consultase de nuevo el cristal y los naipes, poniendo fin a todas aquellas oscuras contradicciones. Así lo hizo doña Dinorá, ante la expectación del barrio en ascuas, mientras una onda de creciente simpatía y solidaridad rodeaba a Eduardo, el «Príncipe de las Viudas», anclado en la columna de la luz eléctrica, la mirada fija en la casa de doña Flor, su próxima escala, puerto de aguada y abastecimiento. Sucedió, sin embargo, que la bola de cristal y la lectura de los naipes volvió a repetir el perfil enérgico del soberbio cuarentón, con su anillo de graduado y su rosa color vino. Debido a que la visión se presentaba envuelta en niebla, como sucede siempre en el misterio de las revelaciones, doña Dinorá no podía precisar la calidad de la piedra del doctor, para aclarar así de una vez su profesión. Pero podía, con absoluta seguridad y con cierta lástima por el pálido y suspirante joven de la esquina, garantizar que el verdadero pretendiente, el futuro novio que aún no había aparecido, no tenía nada en común con él. Por más que se esforzó, inclinada sobre el límpido cristal o sobre los vistosos naipes, concentrándose en los efluvios hindúes del Ganges, en las secretas leyendas de los templos del Tíbet, nada obtuvo: las fuerzas ocultas de la magia oriental persistían en la firme decisión de negarle paso al Príncipe Eduardo

(De Tal). Lo mismo sucedía en los ebós de los candomblés, con sacrificios de conquerís, palomos, gallos, y un chivo negro, despachos encomendados por Dionisia de Oxóssi para defender a su comadre doña Flor de los maleficios y de los malvados; Exu cerraba los caminos, ponía obstáculos en sus encrucijadas al galante seductor, especialista sin rival en dar consuelo a las viudas robándoles sus solitarios corazones, y, de paso, sus pertenencias y ahorros, cobres y platas, anillos y joyas.





4




Los ocho meses de viudez siguientes al primero, tan lleno de aflicción, doña Flor los pasó en un remolino de quehaceres y de inocentes pasatiempos. Hasta que no alivió el luto salió muy poco — algunas visitas a los tíos en Río Vermelho, o a las amigas más íntimas—, ocupando el tiempo con la escuela, los encargos, los vecinos. En junio hizo sus frascos de canjica, sus bandejas de pamonha, sus manués, y filtró los licores de frutas, su famoso licor de genipa. No pudo abrir sus salas en las noches de San Antonio y San Juan, y ni siquiera en la de San Pedro, patrono de las viudas, pues sólo había guardado luto tres meses. Los chicos del barrio encendieron una fogata frente a su puerta y ella los invitó con maíz tostado; la acompañaban doña Norma, doña Gisa y otras tres o cuatro amigas, en la intimidad, sin ninguna fiesta. Todos esos platos de canjicas, las bandejas de pamonha, las botellas de licor, los preparó para hacer regalos a los tíos, los amigos y las alumnas en las celebraciones de junio, mes de la fiesta del maíz.

Desde el sexto mes hasta la aparición del «Príncipe», en diciembre, sus actividades sociales aumentaron mucho. En septiembre alivió el luto, en las vísperas del primer domingo, fecha sagrada del carurú anual de Cosme y Damián, los gemelos, devoción del finado; en vida de él, los festejos comenzaban de mañanita, con alborada de cohetería, terminando, ya alta la noche, en una farra rumbosa, con la casa abierta tanto para los amigos como para los extraños.

Manteniendo el precepto de los Ibejes, doña Flor cocinó el carurú y lo repartió reservadamente entre algunos vecinos y amigos, cumpliendo así la promesa del difunto. Mirandao fue con la esposa y los hijos, Dionisia de Oxóssi sólo con el chico, pues el tocayo andaba tragando polvo por los caminos, llevando carga a Aracaju, Penedo y Maceió. Las amigas la arrastraban, la llevaban de compras o a pasear, al cine, a hacer visitas; asistió a dos espectáculos de Procopio cuando el intérprete se presentó con su compañía en el teatro Guaraní. Al primero fue con doña Norma y don Sampaio, y al segundo con el doctor Ives y doña Emina, riéndose sin parar, tanto en uno como en otro.

A veces se quedaba en casa, rechazando insistentes invitaciones, pues tantas solicitudes la fatigaban; y esta fatiga, pensaba, era la causa de cierta desagradable sensación difícil de definir: como si el movimiento, el trabajo y la risa no bastasen para llenar su vida, se sentía súbitamente desanimada, como si todo eso fuese extremadamente cansador. No se trataba de un cansancio físico, que siempre sería útil y bienhechor, pues la haría dormir la noche entera con un sueño profundo y reparador, sin pesadillas. No. Se trataba de cierto agotamiento interior, de cierta insatisfacción.

No se debía a ninguna pena y tampoco era una melancolía permanente; su vida era alegre y agradable como jamás lo fuera. Salía, paseaba, estaba ocupada en mil cosas, sin olvidar la escuela, que era para ella una divertida responsabilidad. Era un desánimo que la dominaba de cuando en cuando, como una nube pasajera, en sus días claros y de jovial agitación. Tenía las amigas, los tíos queridos, y la constante compañía de Marilda, una especie de hermana menor, casi una hija, que le confiaba sus sueños y su ambición de cantar en la radio; tenía los paseos y los programas radiales con música y novelas y audiciones humorísticas; tenía las novelas para señoritas en cuya lectura la había iniciado la normalista, los dimes y diretes de las comadres, las adivinaciones de doña Dinorá, montones de candidatos a su mano en las palabras y en el deseo de las vecinas. ¿Qué dirían los seudopretendientes si llegaran a enterarse de la existencia de ese nuevo mercado de esclavos, de esa farsa reidera en que se los ofrecía a la elección de doña Flor, con una exhibición ruidosa y un análisis pertinaz de sus virtudes y defectos, entre comentarios y bromas, en un fluir de carcajadas? Unos candidatos sin saberlo ni desearlo, y que además eran sistemáticamente rechazados:

—Don Raimundo de Olivera... ¿Cuál? ¿Ese ayudante de santero que trabaja con don Alfredo? Perdone, Jasy, es una buena persona, pero con esa cara triste y esa manía de vivir en la iglesia... Busque otro, por favor...

Tampoco le gustaban los otros; los que reunían a la vez las dotes de belleza masculina y las cualidades del ciudadano, ¡ah!, ésos eran todos casados, no había uno solo libre ni para un remedio: el profesor Henrique Oswald, de la Escuela de Bellas Artes, pariente de una familia del Areal; el arquitecto Chaves, un figurín que hacía una obra por allí cerca; don Carlitos Maia, con una precaria agencia de turismo; el español Méndez; don Vivaldo, el de la funeraria; y aquel por quien suspiraban las mozas en secreto, pues doña Nair no admitía coqueteos con su marido ni en pensamiento, Genaro de Carvalho, más buen mozo que cualquier artista de cine, si ha de creerse a la opinión del mujerío.

Doña Flor tomaba esa historia de su nuevo casamiento tan de broma, que al poco tiempo el juego fue declinando y se abandonaron los proyectos y los candidatos.

Así iba transcurriendo su vida, con serenidad y, al mismo tiempo, llena de interés, cuando al llegar el verano, en un cálido día de diciembre, llegó también el «Príncipe», plantado al pie del farol como si hubiese echado raíces.

A partir de la gira de compras con doña Norma por la calle Chile, ninguna duda quedó con respecto a cuál era la musa que le inspiraba al pálido mozo sus profundos suspiros y lánguidas miradas. Doña Flor sintió que ardía, de tan ruborizada, como si el interés de él significase una grave ofensa a su estado o como si ella no hubiera sabido mantenerse en las fronteras de la modestia y de la prudencia exigidas a una viuda. ¿Sería ella una viuda tan risueña y con tanta desenvoltura que cualquier atrevido podía sentirse con derecho a rondar su puerta y pasarse horas con los ojos clavados en sus ventanas? Era un insulto, una vergüenza... Además, ¿con qué intenciones?

Con las peores, seguramente, se lamentaba doña Flor, trancando puertas y ventanas, mientras doña Norma le aconsejaba que no obrase con precipitación. Ella, doña Norma, no simpatizaba con el citado elemento, es cierto, pareciéndole sospechosa su lívida lindeza, su cara de niño y cierto aire de ladino. Pero ¿quién garantizaba que no estuviesen equivocadas las dos y los propósitos del tipo fuesen los mejores y más puros, y que se tratase de un hombre de bien, correcto, merecedor del aprecio y hasta de la mano y del cariño de doña Flor?

Merecedor o no, la viuda estaba contenta con su vida y no tenía intenciones de casarse de nuevo, y mucho menos estaba dispuesta a mantener un aspirante frente a sus ventanas, y a dejarse cortejar como si fuese una de esas viudas livianas que cubrían de vergüenza la sepultura del marido, desprendiéndose del luto en los cuartos de los hoteles.

Doña Norma procuraba calmarla. ¿Por qué esa reacción violenta, ese rencor contra un joven que por lo menos hasta ahora era respetuoso, y no salía de los límites de las miradas y del seguimiento a distancia? Al fin y al cabo doña Flor no era una niña ingenua, no podía imaginarse que estaba al margen de los galanteos, de los deseos, de los designios, decentes o deshonestos, de los hombres. Joven, bonita, sólita, ¿por qué no habían de desearla e intentar obtener sus favores? En cierto modo era un homenaje a su hermosura, una prueba de sus dotes y de sus encantos. Pero doña Flor era irreductible en su decisión de mantenerse viuda. Muy bien; pero doña Norma no estaba de acuerdo con semejante idiotez, aunque no iba a discutirla ahora. Mas ¿qué motivo tenía para maltratar a quien se acercaba a ella con respetables propósitos de matrimonio? ¿Por qué no rechazarlo gentilmente?: «Me siento muy honrada, pero soy una cretina, mi cuerpo ya no funciona, sólo sirve para hacer pipí, no quiero saber nada de casamiento.»

Se reía doña Flor de la lengua desatada de su amiga, pero al principio, llevada por su indignación, al regresar de las compras, siempre con el suplicante detrás, le cerró las ventanas violentamente en la cara. Humillado y desconsolado, luego de unos momentos de indecisión mirando para uno y otro lado, el muchacho emprendió la retirada.

Apostadas tras las rendijas de sus ventanas, las comadres presenciaban la escena, todas en desacuerdo con el gesto de doña Flor. Incluso doña Gisa, testigo de lo acontecido; doña Gisa, tan sabida, por la lectura de los libros y el estudio de los textos, y tan ingenua y hasta tonta en cuanto se trataba de personas. «¡Oh!», murmuró retándola, al ver cómo las manos de doña Flor realizaban un acto tan enérgico, y su exclamación era como un bálsamo destinado al injuriado don Juan. «Pobre mozo, víctima del hábito feudal, del prejuicio y del atraso.»

El pobre mozo no deseaba otra cosa; allí mismo, en la calle, en lacrimosa y vehemente confidencia, abrió su corazón a la gringa y depositó en manos de ella sus honestas pretensiones, su arrebatado amor y su terrible pena. Se presentó: Otoniel López, su servidor, a sus órdenes, comerciante en Itabuna, con negocio de haciendas y crédito en los bancos, teniendo en plantación, como complemento, unas tierras destinadas a cacao. Soltero pero ansiando casarse, pues, en fin, ya había llegado a los treinta años. En visita a la capital, más de paseo que de negocios, vio por casualidad a doña Flor y desde entonces su espíritu ya no volvió a tener paz ni descanso; andaba como loco, desvariaba, estaba tan apasionado que la vida le parecía inútil si ella no escuchaba sus súplicas. Sabía que era viuda y seria, con eso le bastaba: lo demás no tenía importancia. Si fuese pobre, mejor todavía: los bienes de él, Otoniel, alcanzaban y sobraban para que los dos pudieran vivir confortablemente.

Doña Gisa se embarcó encantada en el cuento del tío. El «Príncipe» era mañoso, estaba lleno de tretas y fue sonsacándola hasta que doña Gisa agotó sus informaciones. Doña Flor era pobre, es un modo de decirlo; no era ninguna millonaria pero tampoco una miserable mendiga. Con la escuela y sin el marido, que antes le sacaba las ganancias, tenía su alcancía, algún dinero ahorrado que ella, como sucedía con tantas hormiguitas, prefería guardar en casa en vez de invertirlo o de ponerlo a interés en el banco. Gente de mentalidad atrasada, sentenció doña Gisa, incapaz de esconder su pensamiento y contener su crítica ante los errores y los disparates. «Un día algún ladrón se enterará de la existencia de ese dinero y va a venir a robárselo, y hará muy bien.» Sólo un canalla repugnante pensaría en robarle a doña Flor, respondió el «Príncipe», expresando que el modo de obrar de la viuda era una prueba de su buen carácter, de su desinterés por los bienes materiales, de su falta de ambición. El buscaba para esposa y compañera exactamente una mujer así, recta y sencilla. Poco a poco, en el regusto de la conversación, doña Gisa le fue dando al cuentero la ficha completa de doña Flor, mencionando inclusive su pequeño ajuar; el collar de turquesas europeas; los pendientes de oro con brillantes verdaderos, una pieza antigua, el único bien que había poseído doña Lita, además de los gatos, del jardín y de las acuarelas del marido. Como jamás se los ponía y pensaba dejarlos de herencia a la sobrina, los puso en sus manos pidiéndole que los guardase, así doña Flor los podía usar cuando quisiera. No se los regalaba ya, por ser esos pendientes la única prenda de garantía que tenían los dos viejos para un caso de necesidad, tal como una enfermedad prolongada, con hospital y cirugía, o el incendio de la casa, en fin, algún desastre, pues ¿quién está libre en el mundo de una necesidad inesperada?

Doña Gisa terminó por ser procuradora y abogada del farsante. Ella iba a poner todo su empeño en que doña Flor recibiese y escuchase al seudoitabunense, aunque sólo lo hiciera para dar una rotunda negativa a sus proposiciones de noviazgo y matrimonio. El «Príncipe» sólo pedía ser recibido: en su soberbia se tenía una total confianza; estaba seguro de su experiencia en lisonjas y del gran estilo de sus intrigas; jamás le habían fallado. Si conseguía hacerse oír, podía considerar que era pájaro en mano el noviazgo y suyo el dinero de la viuda, pues hasta ahora ninguna pudo resistir su elocuencia.

Al llegar la noche, después de las clases, Marilda encendió la luz de la sala de recibo en casa de doña Flor, puso la radio y abrió la ventana, pero no vio junto a la columna del alumbrado al infaltable galán. Entonces llamó a su amiga: el paisaje estaba libre de pretendientes.

Doña Flor le contó los últimos sucesos: el tipo se había ido expulsado, ella le cerró la ventana en las narices. Mientras hablaba, doña Flor miraba subrepticiamente hacia la calle. Un tanto desilusionada: bien frágil el interés del muchacho, viniéndose abajo al primer obstáculo. Cosas mucho peores le hizo doña Flor a Pedro Borges, en sus tiempos de soltera. El paraense había sufrido en sus manos: cartas devueltas, obsequios rechazados, verdaderas insolencias, y él, firme con la alianza en el bolsillo. Aquello sí que era una pasión verdadera. Este de ahora se iba con un simple ventanazo... A medida que pasaba el tiempo y como quien no quiere la cosa, doña Flor se acercó a la ventana unas tres o cuatro veces, constatando la eficacia de su gesto: el individuo había desaparecido para siempre.

Al acostarse, doña Flor se encogió de hombros, en señal de indiferencia: mejor así. Si realmente no deseaba casarse de nuevo, ¿por qué, entonces, se preocupaba por la frágil condición del tipo, por la debilidad de sus sentimientos? Era una vanidad impropia de su estado de viudez. Por vez primera en todos esos meses no se durmió de inmediato, no cayó en un sueño reparador. Se quedó pensando, con los ojos abiertos. ¿Sería en verdad tan firme como se imaginó su decisión de no volver a casarse, de vivir su vida en paz, sin emprender una nueva aventura matrimonial? Lo decidió y basta: se acabó. Ni siquiera quiso prolongar aquella discusión consigo misma, ya que por lo demás no tenía ninguna duda o divergencia que aclarar. Estaba tan dispuesta a cumplir su resolución que se reía libremente con las amigas y bromeaba con las comadres cuando unas y otras le proponían candidatos, o cuando doña Dinorá trazaba la silueta del «soberbio cuarentón». ¿Cómo, entonces, perdía el sueño a causa de la simple presencia de un tonto de esquina?

Al día siguiente, siendo aún muy temprano, entró doña Gisa en la casa, llena de novedades, relatando con detalles y entusiasmo su conversación con el seudocomerciante grapiúna. No había podido venir el día anterior, como era su deseo, ya que también por la noche tenía alumnos de inglés, tres veces por semana, en un curso intensivo, matador.

Doliéndole la cabeza, por haber dormido mal, doña Flor escuchó el relato. ¿Recibirlo y oír sus proposiciones? Pero eso no tenía sentido: si estaba resuelta a no casarse ¿para qué perder tiempo con pretendientes? Doña Gisa se deshizo en argumentos y alegatos, obteniendo por fin que aplazase la negativa. En atención a la amiga, doña Flor prometió reflexionar sobre la respuesta, y no despachar al individuo con un mensaje brusco. Al final de la conversación llegó doña Norma en busca de levadura para una torta y entró de lleno en la conspiración. ¿Comerciante próspero en Itabuna? Miren cómo se engaña una... Doña Norma no hubiera dado nada por ese amarillento tipo que ahora resultaba ser serio y establecido, bien provisto, un partido de primera. ¡Quién lo hubiera dicho! También, con aquella cara color de mierda...

—Disculpe, Flor, si la ofendí... Pero ¿no le parece? Mierda de niño chiquito...

Por la tarde el «Príncipe» volvió a ocupar, firme, su puesto de vigía, sonriente, mirando hacia las ventanas. Una, dos o tres veces avistó a doña Flor, con un lazo coqueto en el pelo, una buena señal. Ese día las alumnas encontraron extraña cierta nerviosidad de la profesora, habitualmente risueña y serena. Había pasado una noche pésima, con insomnio, dolor de cabeza, palpitaciones, una jaqueca de las peores. Doña Dagmar, una alumna bonita y revoltosa, sin pelos en la lengua, deslenguada, comentó con malicia:

—Querida la jaquecas de las viudas se deben a que necesitan un hombre a la hora de dormir. Tiene fácil remedio, se compra con el casamiento...

—¿Casamiento? Dios me libre y guarde...

—Tampoco es obligatorio..., puede tomar el remedio sin casarse. Lo que menos falta por ahí son hombres, querida.

Y se reía, la tonta. Se reía también toda la clase. Doña Flor sintió que se le subía a la cara el mismo rubor de la víspera, como si fuera una ladrona pescada en flagrante o una mentirosa a quien acaban de desenmascarar. ¿Será que, mientras creía conducirse con la decencia y el recato de una viuda, mostraba en realidad tener deseos de hombre, apuro por conseguir un novio, como una mujer de la calle, una buscona de las que andan ofreciéndose por ahí? ¿Acaso porque bromeaba, riéndose con las comadres, burlándose de los candidatos, de las adivinaciones, de los chismes, imaginaban que estaba loca por meterse en la cama con un marido o con un amante? ¡Qué injusticia!... Ninguna viuda era más honesta, más totalmente exenta de culpa que ella.

Pasó un día inquieto, evitando aproximarse a las ventanas, a las que ya no se asomaba espontáneamente para dar un grito, llamando a doña Norma o a Manida, pues ahora sabía que era ella misma el motivo de la presencia del sujeto, y además porque nunca se había sentido tan atraída por las ventanas, como si de repente la calle estuviese llena de novedades excitantes. ¡Qué confusión!

De modo que cuando doña Amelia vino a invitarla para que fuese con ella y con don Ruas a ver una película francesa muy picante y realista, y por eso mismo de gran éxito polémico, aceptó alborozada, temerosa de pasar otra larga noche de insomnio. Siempre que volvía del cine se caía rendida de sueño, ya venía adormeciéndose en el tranvía. Los buenos vecinos no podían haber elegido una ocasión mejor para la invitación, sin hablar de la película, que era objeto de controversias y comentarios en los diarios y en la vecindad. A doña Emina le parecía adorable, al doctor Ives detestable..., ¡pura pornografía! Doña Norma daba chasquidos con la lengua al recordar algunas partes:, «... hay unas escenas, nena, junto al lago, en que él le arranca el vestido a ella y deja a la vista los senos de la bichita y los dos se agarran y hacen de todo, por así decir, a la vista de la gente. Ahí estaban ellos, enroscados, ella sin ropa, mostrando las tetitas duras y la muchachada gritando cada cosa...». Marilda, rabiosa porque la censura no le permitía (ni tampoco doña María del Carmen) ver la película, prohibida para menores de dieciocho años. Era una medida fascista contra la juventud.

Como sucedía siempre que iban a cualquier parte con don Ruas, llegaron muy retrasados. Ya se estaba dando el noticiero y la sala estaba repleta. Consiguieron sitio con mucha dificultad, sentándose los tres en filas diferentes y distantes. Doña Flor muy al fondo de la sala en una butaca del extremo, al lado de una pareja, probablemente novios, pues tenían las manos entrelazadas y las cabezas juntas. El griterío de los estudiantes comenzó de inmediato, con las primeras escenas de la película francesa, cuya acción transcurría en un cabaret de Pigalle, lleno de mujeres semidesnudas. Doña Flor, intentando no hacer caso de los besos, los suspiros y las caricias de la pareja vecina, se esforzaba por seguir la compleja trama de la película. De repente sintió en el cuello el calor de un aliento de hombre, y una voz que era toda delicadeza, que se imponía sobre los gritos como un dulce susurro junto a su oído, le decía frases como versos, unas declaraciones de amor como nunca le habían hecho cuando estuviera enamorada, con loas a sus ojos, a sus cabellos, a su hermosura. No necesitó darse la vuelta para saber a quién pertenecía esa voz acariciadora y esos lindos piropos. La respiración del hombre, su tibio aliento, le hacían cosquillas en la nuca. Aquella voz con sus alabanzas y súplicas era como un tierno arrullo junto a sus oídos.

Doña Flor se echó hacia adelante en su butaca, para poner distancia entre ella y la fila en que el «Príncipe» había conseguido asiento; sólo logró perturbar a los enamorados: el tipo avanzó también su busto, insistiendo en su ardiente declaración. Doña Flor no lo quería oír, ni tampoco quería ver el lascivo espectáculo de la pareja, indiferente al público que la rodeaba; sólo ansiaba seguir el desarrollo de la película y entender el argumento, una difícil trama de sexo y violencia.

El público gritaba cada vez más, pues comenzaba la excitante escena del lago: la estrella, sensual y casi desnuda, con los senos a la vista, y el actor, un gigante con cara de tarado, echado sobre ella como un furioso macho cabrío; una desvergüenza casi tan grande como la de la pareja vecina. Doña Flor nunca había visto otra con menos vergüenza y decencia.

Y la voz del tipo atrás, hablándole de amor, proponiéndole el noviazgo, suplicándole la limosna de una sola visita para informarla sobre su posición, sus cualidades, sus propósitos, y poniendo a sus pies, pequeños y adorados, la surtida tienda itabunense y un corazón fiel que se consumía en el fuego de la pasión.

El suave aliento del hombre en su nuca, el rumor de su voz, las frases que parecían estrofas de un poema, las palabras que eran como caricias... ¡Ah!, ¡qué espectáculo imposible! El público a los gritos, los artistas unos desvergonzados, esa descarada y gozosa pareja que se estaba abrazando, y la invisible presencia perturbadora a sus espaldas: doña Flor se sentía cercada, mareada, sin salida. ¡Ay!, ella era una viuda honesta y recatada.

Apenas si lo entrevió a la salida, en la puerta, acechándola, suplicante. Con la cabeza baja, doña Flor salió en compañía de los Ruas. Doña Amelia estaba indignada con la película y el marido apoyaba sus objeciones, pero sin convicción; sólo lo habían indignado las chiquilladas de los jóvenes estudiantes, unos mequetrefes. ¿Qué opinaba doña Flor? Ojalá no hubiese venido, todos esos gritos y risotadas la habían atontado, dejándola casi enferma; apenas si pudo seguir el hilo de la película, y, además, esos dos sinvergüenzas sentados a su lado — una mujer madura y un muchachito, los vio al encenderse la luz comportándose como unos desvergonzados...Llegó cansada del cine — y de la noche anterior sin dormir, larga e insomne— y tomó un sedante para adormecerse. Pero ni en sueños logró verse libre del galán, de su aliento, de su voz y sus insinuaciones, así como de los problemas relacionados con los hombres y con el casamiento, soñando con ese tema toda la noche. ¡Sueño más disparatado, sin pies ni cabeza!





5




Se veía doña Flor en una plaza, en el centro de una ronda como la del juego infantil; pero la rueda estaba formada por adultos, por los múltiples candidatos a su mano, sugeridos por las

amigas y las comadres. Estaban todos: desde el sudoroso y castizo profesor Epaminondas Souza Pinto hasta Mamede, el árabe de las antigüedades; desde el santero Raimundo Oliveira hasta el picapleitos Aluisio, cuñado de doña Enaide — éste, con dos caras: en un momento la de un tipazo bien entrazado, y al siguiente la de un torpe paleto. En primer plano estaba el citado comerciante de Itabuna, el bien provisto Otoniel López, o sea, nuestro querido «Príncipe de Tal», «Eduardo de las Viudas», que iba abriéndose infatigablemente, como se ve, un camino hacia el solitario corazón de doña Flor y hacia el toco de dinero (él lo entreveía abultado y recubierto de joyas); un dinero que ella, en buena hora, inspirada por loable prudencia, prefería guardar en la seguridad de la casa en vez de tenerlo, peligrosamente, rindiendo intereses en alguna empresa o banco.

Todo transcurría dentro de una gigantesca bola de cristal; del lado de afuera estaba doña Dinorá, mostrando su dentadura y sus anteojos, observando la escena y dirigiendo el espectáculo. La ronda giraba lentamente y los propios pretendientes marcaban el ritmo, cantando y danzando en torno a doña Flor:



Ay Florcita, ay, Florcita,

entrarás en la rueda

y quedarás sólita...



Desde el Centro de la ronda, examinando a los pretendientes uno por uno, doña Flor respondía:



Sola no me quedo

ni me he de quedar,

pues ya tengo el profesor

que será mi par...



Con un fuerte ombligazo eligió al profesor Epaminondas Souza Pinto como un compañero y él, intempestivamente, salió a danzar frente a ella, desarticulado, cantando torpemente:



Yo fui al Tororó

a beber agua y no la hallé,

hallé una bella morena

que en el Tororó dejé.



Le ofrecía en dote sus bienes: una gramática expositiva, un ejemplar de Los Lusíadas con anotaciones hechas a lápiz, el Dois de Julho y la Batalla del Riachuelo. A más de eso todavía poseía de reserva algunos feriados nacionales, un general en buen uso y un barco dentro de una botella («En él saldremos a navegar, señora doña Flor»). Pero se enredó en sus propias polainas color hielo y allá se fueron su elegancia de bailarín y su paraguas, mientras doña Flor se hacía pis de tanto reír al verlo trastabillar. Y es que resultaba ridículo por demás: verdaderamente, sólo la gringa, que no tenía el menor tacto, ni el respeto debido al grave y solemne profesor, era capaz de proponerlo como candidato.

En cuanto a doña Flor, no parecía la misma; se reía sin control ni piedad por el viejo farsante que andaba a tropezones en la ronda, intentando robarle a la novia el velo y las virginales flores de naranjo. Como una hermosa morena en medio del mayor libertinaje, le dio otro barrigazo, terminando de una vez y para siempre con las pretensiones del profesor a su virgo. Pues había recuperado su virginidad, al tiempo que perdía el recato y el pudor. Toda de blanco, llena de encajes, tules y terciopelos, con la pureza del velo y la guirnalda, ella, con la larga cola del flotante vestido nupcial envolvía a toda la ronda, haciendo que los candidatos quedasen prendidos en su rastro de mujer que se ofrece, en el olor de su doncellez.

Con ansiedad y premura les proponía casamiento a todos y a cada uno de ellos, exhibiéndose como si fuera una doncellona en las convulsiones de la ansiedad, sin esperanza de casorio. Iba de un talludo en otro, invitándoles a danzar con ella en la rueda de la zaranda, zarandeándose a su vez, en desafío y reto:

A ver, ¿cuál de ellos era capaz de arrebatarle las flores de naranjo y la virginidad, deshojando a la guirnalda y a doña Flor? Con certificado matrimonial, naturalmente: una joven doncella no anda por ahí dando así como así su tesoro.

Los desafiaba a la vez con su canción de oferta y con su danza de meretriz, meneando las caderas, las nalgas y el busto con lascivos contoneos de ramera, y los traía con sus ombligazos, uno por uno, al centro de la rueda, como la más incitadora de las mujeres fáciles. Una cínica, una libertina, ofreciéndose como una puta que de tanto insistir causa enfado y pena.

Ella restregaba contra la panza de Mamede ya su ombligo, ya su trasero y se lo llevaba como pareja y caballero, y él bailaba, zarandeándose en pleno disloque, algo inesperado en un señor tan serio. Llevaba en una de las manos un viejo candelabro y en la otra un orinal de porcelana de Macao, con un paisaje inglés en azul y una casi invisible rajadura, una pieza perfecta (y el candelabro era de plata verdadera). Ofrecía las dos a cambio de la virginidad en venta, reclamando tan sólo un pequeño vuelto, algunos mil— réis, unos cuatrocientos cincuenta. ¿Pero cómo podría tomar las flores si tenía las manos ocupadas con sus anteriores posesiones? Doña Flor danzaba a su alrededor, arrimándosele, rozando su barriga de anticuario, sacudiéndole el polvo secular..., una doña Flor entregada a la risa y a la burla.

Don Raimundo de Oliveira también tenía habilidad y gracia para bailar. La dote que aportaba era: un cortejo de profetas, la Biblia, santos viejos y modernos, además de los animales sagrados, el jumento y los peces, y, a modo de bonificación las once mil vírgenes; pero en eso había cierto desfalco: faltaban unas tres o cuatro que había regalado a don Alfredo, santero en el Cabeca y patrón suyo. Don Raimundo no quiso vender las otras, todas intactas y perfectas, a pesar de las altas ofertas en metal contante y sonante, que le hicieran Mario Cravio, el arquitecto Lev y el ingeniero Adauto Lima, todos ellos en busca de buenas secretarias. Si don Raimundo poseía tantas vírgenes, ¿por qué diablos quería otra más? ¿Era un apetito desmedido o lo movía un oculto interés? ¿Era tan grande su garfonniére y con tanta clientela?

«Mi garfonniére es el cielo, ¡oh doña Flor!, y yo sólo quiero depositar un ósculo en su boca de pitanga: soy un pecador antiguo, vengo del Antiguo Testamento y voy derecho al Apocalipsis.» Pues vaya corriendo, contestó ella.

Vino luego don Aluisio, un bien trajeado rústico del interior, hombre honrado del sertón, muy correcto en su modo de bailar y en su elocuencia; un cazurro que pedía su mano con buenos modos, que casi se apodera de la guirnalda, y que casi toma la flor agreste de doña Flor. Pero doña Flor, que no era tonta, que, muy al contrario, era una expertísima malandra, no se dejaba atrapar y marear por la conversación del notario picapleitos, una conversación graciosa y comedida.

—Señora mía, vamos a la iglesia, ya he preparado todo: las amonestaciones y la bendición episcopal, y hasta me confesé y fui absuelto de mis pecados.

—Señor mío, no me enrede, si quiere gozar la peladita venga con el juez y el sacerdote.

—¿No bastará sólo con el sacerdote, con la bendición de Dios y de la religión? ¿De qué sirve la ley de los hombres cuando está Dios a nuestro alcance?

—Señor doctor, guárdese su bendición, su sacerdote y su confesión. Sin la licencia del juez, discúlpeme su señoría, no gozará mi peladita, no deshojará la flor de la viudita.

«Viudita mía, viudita mía», susurraba galantemente, pasando al centro de la ronda, el muchacho lindo, pálido y delgado, lánguido y suplicante, envolviéndola en su aliento suave, adormeciéndola con su canción de amor:



Retira tu pie chiquito

y ponlo aquí, junto al mío,

y no me digas después

que te has arrepentido.



Y bailaba que ni un artista de cabaret; era un baile conocido, ¿cuál sería? Girando en torno a doña Flor, decía con su voz seductora:



Aprovecha bella viuda

que una noche no es nada

que si no duermes

ahora dormirás de madrugada.



De madrugada, virgen o viuda. Súbitamente, he aquí que doña Flor está sin velo de novia, sin el blanco vestido de doncella casta y casadera, sin las flores virginales de naranjo. Ahora viste de viuda, de luto cerrado; sólo las medias son de color humo, el resto todo negro, el velo cubriéndole el rostro, la mantilla en la cabeza: tristeza y cenizas. Llevaba sólo una flor, una rosa tan roja que era casi negra.

Tan encariñada como estaba con su vestido blanco, su traje de novia; no lo pudo usar a su debido tiempo, pues cuando firmó el acta matrimonial ya había perdido el virgo, flor deshojada en la brisa de Itapoá. Con los candidatos de las amigas y las comadres, con las adivinanzas de doña Dinorá, podía jugar, bromear, presentándose como virgen sin mácula, sin deterioro, sin marca, sin señal de hombre, pues todo eso no pasaba de ser chirigota para divertirse. Pero no sucedía lo mismo con el galante joven de la esquina, un Príncipe, un hidalgo, que parecía tan mocito y era ya tan rico, y que a pesar de que había tantas muchachas gimiendo y suspirando por él, sin embargo gemía y suspiraba por doña Flor, viuda y pobre. Del próspero comerciante de Itabuna, buen partido para cualquier doncella, cuanto más para una viuda, no era posible mofarse, burlarse: su respiración ardiente le había penetrado en la carne, y su calor había desterrado su indiferencia, disuelto su hielo, resucitándola cuando ya se creía muerta para siempre con respecto a tales cosas. Su aliento había reverdecido su deseo marchite y seco, perdiendo doña Flor su paz. De él no se podía reír, ni podía ignorar su presencia: no era un candidato en broma, como los demás, ficción de sus amigas, intriga de comadres, sino una realidad clavada al pie del farol, entrando en su sala con los ojos: bastaba un paso más para instalarse en la casa de la viuda y en sus brazos. La seguía por la calle, la encendía con su aliento y sus palabras en el cine, firme en su resolución de avivar en ella la brasa del deseo. Ahora sabe doña Flor por qué a pesar de tanta agitación, tanto trabajo y pasatiempo, se siente inútil y vacía, deprimida. El pretendiente danza a su alrededor..., «dormirás de madrugada». Es una danza que ella conoce bien, una danza de bailongo y cabaret, y no de ronda ingenua. Pero, Dios santo, ¿qué danza es ésa, de dónde la conoce doña Flor? No importa cuál sea la música ni la danza, la hora ni el lugar: doña Flor se arranca el velo de un tirón, extiende su mano al novio y se rompe la bola de cristal: «Soy una morena hermosa, no seguiré sola, ven, joven pálido, casémonos pronto, pronto, hidalgo mío, mi Príncipe encantado.»

Y de repente se acuerda, sí, ya sabe: esa música es la del tango arrabalero que ella bailó de jovencita en casa del mayor y siete años después en el Pálace Hotel, y el que está delante de ella no es un muchacho pálido, suplicante, un pretendiente. Ése se desvaneció en el aire, desapareció junto con la bola de cristal y con doña Dinorá. Quien está delante de ella es el finado, cuya memoria no está siendo honrada por ella. Ante ella, de pie, su marido: alza la mano, indignado, y la abofetea. Doña Flor cae sobre el lecho de hierro y él le arranca sus ropas de viuda y le deshoja la guirnalda y el velo de novia; él, el finado de su marido. Él la quiere desnuda, en pelo, la peladita. «¿En dónde se vio yogar sin desvestirse?» ¡Ah! ¡Qué déspota! ¡Qué déspota sin remedio! Desesperada, doña Flor hace un esfuerzo y logra despertar, rodeada por la noche, llena de pánico. (Maullidos de gato en celo por los techos y las quintas.) ¡Ay! ¡Sueño sin pies ni cabeza! ¡Ay, su paz perdida!





6




Toda la noche pensando: pesas y medidas, soledad y risas, la cumbre del deseo y una lágrima al nacer el día. Muy temprano todavía, con la aurora rompiendo los contrafuertes de su duda, doña Flor se sentó ante el espejo para vestirse y peinarse. Fue a buscar los perfumes, trajo los pendientes de tía Lita y se los puso, probándose adornos, blusas y faldas, otra vez coqueta como en los tiempos de la Ladeira do Alvo, cuando salía con pilchas de ricacha. De mañanita y ya acicalada, la coqueta: más de una vez había sucedido que el pálido muchacho apareciese antes del almuerzo. Además era domingo, día de misa con sermón de don Clemente. El que apareció antes del almuerzo y se quedó a comer, visita poco frecuente, fue Mirandáo, con la esposa y los hijos, uno de los cuales, el ahijado de doña Flor, le ofrecía zapotes y cajas, además de una gargantilla de croché, fino trabajo de la comadre. ¿A qué venía todo esto, por qué tantos regalos? Pero, comadre, piense, ¡no va a decirnos que no se acuerda! ¿No es acaso el diecinueve de diciembre, día de su cumpleaños? Pero, compadres, ¡cuánta bondad y amabilidad! Se había olvidado de la fecha, ya había dejado de pensar en los aniversarios. La esposa de Mirandáo no lo podía creer:

—¿No se acordaba? Pero, entonces, ¿por qué está la comadre tan chic, vestida de fiesta desde la mañana...? Mirandáo recordaba, con un toque de nostalgia:

—¿Se acuerda, comadre? Hoy hace un año de aquella noche en el Pálace, no me voy a olvidar nunca de la fecha de su cumpleaños...

Hacía un año, justo un año. Y allí estaba doña Flor, muy elegante, peinada, un lazo en el pelo, pendientes de diamantes en las orejas y un perfume de aroma intenso en el pecho, sin que al menos pudiera atribuir tanto capricho al cumpleaños, pues lo había olvidado. Pero no lo olvidaron los tíos, ni tampoco doña Norma, doña Gisa, doña Amelia, doña Emina, doña Jacy, doña María del Carmen; fueron llegando todos con presentes, cajas de jabón, frasquitos de agua de colonia, sandalias, un corte de tela.

—Flor, estás hecha una hermosura... ¡Qué elegante! — comentó doña Amelia.

—El año pasado sí que estaba linda... — dijo doña Norma, recordando ella también la ida al Pálace—. Incluso se ganó un regalo...

—Este año también se está ganando un buen regalo... — se oyó decir a la chismosa de doña María del Carmen.

—¿Qué regalo? — preguntó la esposa de Mirandáo. Entre risas, doña Emina y doña Amelia le bisbisearon el secreto.

—No me diga...

—Un hombre recto — sentenció doña Gisa—, un hombre de bien.

Mirandáo había ido hasta el bar de Cabeca, en donde se formaba una rueda dominical de ilhenses ricos, que bebían whisky bajo el comando del hacendado Moysés Alves. En la sala, las amigas hacían comentarios y se reían, mientras doña Flor vigilaba el almuerzo en la cocina, con un delantal que protegía su elegancia, ayudada por Marilda. El «Príncipe» no vino hasta el atardecer a recoger el fruto de la amplia siembra de la víspera: la intervención de doña Gisa y la declaración en la oscuridad del cine. Era un esplendor de vestimenta y de palidez, de pasión incontenible y de impaciente esperanza. Nunca fuera tan semejante en el martirio al Señor del Calvario.

La noche pasada le decía a Lu, un enamoramiento reciente en cuya compañía loca y divertida gastó los últimos centavos de la viuda anterior, doña Ambrosina Aruda, un histérico mastodonte:

—Mimosa, hoy asalto la fortaleza, entro en la sala y no paro hasta estar en la cama con la viuda.

Lu acomodó su cabeza sobre el tísico pecho del «Señor del «Calvario»:

—¿Es tan fea como la otra?... ¿O es bonita?

Celosa, no comprendía el rígido código, la ética del «Príncipe»; no estaba a la altura necesaria para convivir con un profesional tan competente y estricto en sus principios.

—Fea o linda, ya te lo dije, tonta, es lo mismo. ¿No ves que es un negocio, una operación financiera y nada más? Lo que me interesa no es el rabo de la viuda, burrita mía, es que ella tiene algún dinero y algunos abalorios...

Fue doña Emina quien lo vio primero, al pie de la columna. Y corrió a avisar a los demás, ahogada por la risa:

—Ya llegó...

Tanto ruido, tanta excitación y movimiento de las mujeres, perturbaron la feliz modorra de Mirandáo, después de un almuerzo abundante, con fritangas y gallina de parturienta. Despertándose, se dirigió también a las ventanas, en donde las vecinas se sucedían en un va y viene. Y entonces vio en la acera de enfrente, en su puesto de guardia, al otro lado de la calle, en la vereda de don Bernabó, con su lánguida apostura, al bellaco Eduardo de Tal, el «Príncipe», que se limpiaba las uñas con un palito de fósforo y sonreía muy galante.

—¿Qué es lo que el «Señor del Calvario» anda haciendo por aquí?

—¿Quién es el «Señor del Calvario?» — preguntó curiosa doña Norma.

—^Quiero decir el «Príncipe», conocido estafador, un ladrón de siete suelas...

Iba a agregar: «El rey de las viudas», pero observando el pesado silencio de las comadres, lo comprendió todo. Sin embargo, como si no se hubiera dado cuenta de nada, prosiguió risueñamente, con aquella delicadeza suya de bahiano:

—Ese embaucador es un cuentista del tío, vive de engañar a los bobos con el cuento del billete premiado, del dinero para entregar a un hospital, en fin, todas esas estafas que se publican en los diarios...

—Ese sujeto no me engañó nunca..., me bastó verle la cara... — dijo doña Norma.

—Debe tener el propósito de robar a alguien de por aquí, quizá al argentino u otro cualquiera — concluyó Mirandao.

—Seguramente al argentino, yo los vi a los dos conversando... — mintió con fervor doña Norma, tan bahiana ella también, con la mayor finura para todo lo que requiere comprensión y sentimiento.

Dejándolas que siguieran mascullando en torno a las desilusiones de la vida, doña Flor se sumió en el silencio, escondiendo una lágrima, una sola, más no valía esa humillación, aquella porquería. Mirandao, como quien no quiere la cosa, cruzó la calle en dirección al cuentero. Desde las rendijas de las ventanas cerradas con violencia, las comadres lo vieron hablar con el embaucador. El «Príncipe» no dejó de sonreír en ningún momento, ni siquiera cuando se perdió en confusas explicaciones.

Mirandao, con un gesto enérgico, señaló la pendiente de la ladera, que descendía hacia la ciudad baja. Las comadres vieron desde los resquicios de la ventana una escena de cine mudo. El «Príncipe» sabía aceptar una derrota, no era hombre de perder la cabeza y de insistir como un cretino ante el riesgo de la cárcel o de una paliza. ¡Qué mala suerte de todos los diablos!: había ido a meterse con la comadre del maestro Mirandao, y se sintió feliz de poder escabullirse con los huesos íntegros, incólume. Era sincero cuando afirmó su ignorancia: si él lo hubiera sabido, incluso habría evitado pasar por la calle, y mucho menos...

Y se encaminó hacia el mar, sin siquiera alzar los ojos hacia la casa de doña Flor, descendiendo a prisa por la Ladera de la Pereza. Aún no llegara a la Ciudad Baja cuando divisó a lo lejos una viuda, caminando devotamente hacia la iglesia de la Conceicáo da Praia, toda de negro y envuelta en velos. Aceleró en seguida el paso rumbo al cercano puerto nuevo, lánguida la sonrisa, suplicante la mirada..., el «Príncipe de Tal» se disponía a seguir ejerciendo su laborioso oficio.





7




Junto con el «Príncipe», al que nunca se volvió a ver por aquellos lados, se fueron también los comentarios, los rumores, las risotadas, los candidatos de la videncia y del chismorreo, de la broma y la burla en torno a las nuevas bodas de doña Flor. Si antes se había reído de todo eso, que la divertía y alegraba, ahora rehusaba cualquier conversación sobre el asunto, sin esconder su disgusto y desagrado cuando oía la más ligera referencia a la viudez y a su casamiento, tomándolo como insulto y grosería. Durante cierto tiempo no se volvió a tocar ese tema, como si las amigas y las comadres hubiesen firmado un tácito protocolo, pareciendo estar todos de acuerdo con la viuda en su terminante veto al novio y al matrimonio. Cuando alguna de las viejas más chismosas sentía que le cosquilleaba la lengua con las ganas de discutir el gran tema, bastaba el recuerdo de la imagen del «Príncipe» al pie del poste para que su boca se cerrase como con candado: como si el cuentero siguiese ahí, riéndose de toda la calle. Sin hablar de la violenta prohibición impuesta por doña Norma, presidente vitalicia del barrio, quien en general ejercía un gobierno liberal y democrático, pero cuando era necesario imponía una dictadura sin entrañas. Las semanas que siguieron a aquel confuso aniversario fueron quizá las más agitadas de su existencia: doña Flor no tuvo en ellas ni un segundo de descanso. Sucedíanse las invitaciones, y todos querían distraerla y mostrarse amables con ella. Vio una serie de películas seguidas, una tras otra; hizo visitas a medio mundo, y recorrió las tiendas de compras con las amigas. Por la tarde, finalizado su horario de clases, ella misma se buscaba un compromiso:

—Normita, mi negra, ¿por qué se vistió así, tan paqueta? ¿Por qué se va así tan calladita, sin decir nada?

—Un entierrito inesperado, mi santa. Acaba de llegar el aviso, con un atraso tremendo. Estiró la pata don Lucas de Almeida, un conocido que incluso es algo pariente de Sampaio, de un ataque al corazón. Sampaio no va, tú sabes, es una vergüenza. No te llamé porque no conocías al muerto. Pero si quieres, vale la pena ir, va a ser flor de entierro, de los buenos...

Fue con doña Norma a velar muertos, y la acompañó a cumpleaños y bautismos. Tanto en la tristeza como en la alegría, la amiga tenía siempre la misma eficacia, los mismos ánimos, asegurando el éxito de cualquier fiesta o funeral a que asistiera. Se apoderaba del timón, trazaba la ruta, era comandante de las risas y de las lágrimas: consolando, ayudando, conversando, comiendo con ganas, bebiendo con gusto (y con mesura), riendo casi siempre, llorando si era necesario. Nadie era igual a doña Norma, nadie tan ecléctica y tan dispuesta para reuniones de cualquier tipo, incluso para los latazos de las conferencias. «Es un coloso», decía de ella doña Enaide; «Un monumento», según Mirandao, admirador suyo; «Una santa», en opinión de doña Amelia; «La mejor amiga», para doña Emina y para muchas otras.

—Un huracán... — gemía Zé Sampaio, contrario a tanto movimiento.

—Usted se casó con la mejor mujer del mundo, don Sampaio; Normita es la madre del barrio... — replicaba doña Flor.

—Pero es que yo no aguanto a tanto hijo, doña Flor, y tantas molestias... — decía con pesimismo don Sampaio. Escoltando a doña Gisa, fue con frecuencia al Templo Presbiteriano en Campo Grande — donde la gringa cantaba himnos en inglés con la misma enfática convicción con que leía a Freud y a Adler, discutía los problemas socioeconómicos o danzaba la samba, lo cual le valió una reprimenda de don Clemente, una afectuosa reconvención:

—Me dijeron que usted cambió de creencia, Flor, ¿es verdad?

—¿Cambiar? ¡Qué absurdo! No hice más que acompañar a la amiga dos o tres veces, por simple curiosidad y para matar el tiempo; es tan largo y vacío el tiempo de las viudas, capellán.

Se fue de excursión con los Ruas en un divertido viaje por tren, pasando un fin de semana en Alagoinhas, de donde provenían los vecinos. Asistió con doña Dagmar a una clase de yoga dada por una graciosa mujercita, un frágil bibelot que contorsionaba su cuerpo como si fuese la mujer— rana del circo. Como el horario coincidía con el de la Escuela de Cocina, doña Flor no pudo, a pesar de lo mucho que le hubiera gustado, inscribirse en el curso y aprender los difíciles ejercicios que según la seductora propaganda impresa mantenían el «cuerpo ágil y esbelto y la mente limpia y sana», proporcionando un «exacto equilibrio físico y mental, un perfecto acuerdo entre la materia y el espíritu». Equilibrio y acuerdo sin los cuales la vida no pasaba de ser un «repugnante pozo de excrementos», según decía la literatura del folleto y tal como últimamente venía constatando doña Flor: cuando luchan el espíritu y la materia, la vida se convierte «en un infierno dantesco».

Junto con doña María del Carmen acompañó a Marilda cuando se inscribió en secreto como concursante en el programa para aspirantes «Se Buscan Nuevos Talentos», en el que los domingos, durante tres meses, los muchachos y muchachas podían participar en el concurso por el título: «Revelación de Radio Sociedad», con opción a un contrato. La bella normalista cantó con mucho sentimiento y mala pronunciación una guarania paraguaya, saliendo, por lo demás, bastante bien, con un segundo puesto consolador y prometedor. Tenía la ambición de hacer un programa propio y ver su retrato en las revistas. Lo malo era la oposición de doña María del Carmen, que no veía con buena cara tales proyectos ni tampoco los estudios y auditorios radiales. Sólo después de mucho insistir y mucho rogar consintió en que participase aquella vez, y eso porque conocía al doctor Claudio Tuiuti, jefe de la emisora. No había sido fácil convencerla, derrotar sus arraigados prejuicios, contra los cuales de nada valían los argumentos lógicos de doña Gisa ni las razones sentimentales de doña Flor. Sin embargo, al ver a su hija ante el micrófono, tan graciosa, con su voz en el aire, sobre la ciudad, se le cayeron las lágrimas de orgullo y emoción. Le indignó la decisión del jurado, y casi llegó a agredir al animador del popular programa, el locutor Silvio Lamenha — o simplemente Silvito—, pues a juicio suyo Marilda había merecido el primer premio, que perdió sólo por la protección injusta de que disfrutaba un tal Joáo Gilberto, un desafinado sin ninguna categoría.

Doña Flor se puso de acuerdo con su comadre Dionisia para asistir a la fiesta de Oxóssi, en el candomblé del Axé Opó Afonjá, y llevar consigo a doña Norma y a la gringa (llena de curiosidad), pero no pudo ir a causa de un fuerte resfriado y de cierto recelo; recelo que transformó el resfriado en peligrosa gripe. En estos misterios de la macumba y del candomblé lo mejor es no moverse, pues las calles están llenas de hechizos y despachos, evós de mucha potencia, mandingas peligrosos, como es sabido; el que quiera creer que crea, el que no quiera que no crea..., doña Flor prefería no intervenir. Dionisia le dijo un día:

—Comadre, su ángel de la guarda es Oxum.

—¿Y cómo es Oxum, comadre Dionisia?

—Pues le diré que es el orixá de los ríos; es una señora de semblante muy sereno y vive en una casa muy lejana; en apariencia es la misma mansedumbre. Pero hay que tener cuidado, es una casquivana llena de dengues y de melindres; por fuera es agua remansada, por dentro un remolino. Bastará que le diga, comadre, que esa hipócrita estuvo ya casada con Oxóssi y con Xangó, y que, aunque su ámbito es el agua, vive consumida por el fuego.

Tanto corretear, tanto movimiento... Todo se debía a que con el «Príncipe» se había ido también su paz, su tranquilidad, aquella vida amena y sin problemas, aquel dormir sin pesadillas todas las noches, de un tirón, con un sueño reparador. Desde el absurdo sueño de la ronda, no volvió a tener sosiego. Poco a poco, día a día, la inquietud de doña Flor fue en aumento, hasta convertirse en una ansiedad permanente que iba creciendo a medida que transcurría su tiempo de viudez. Nunca más, a partir de aquella noche en el cine y de ese sueño, volvió del todo a la tranquila indiferencia de antes, a la plena sensación de vida. Tal vez vacía, pero plácida. Nunca más a los días en que doña Flor se sentía llena de paz en un rincón, en su trabajo. Aunque su vida era en apariencia reposada y agradable — un agua quieta—, ya no volvió a tener un día entero de descanso: el fuego consumía su pecho.

Era una viuda honesta, pero ahora tenía que esforzarse para defender su recato. No contra la insolencia de una propuesta indecorosa; ¿quién, conociéndola, se atrevería siquiera a un piropo? En cuanto a los desconocidos, a los osados postulantes, a los galanes de esquina, ésos, en general, enmudecían al verla tan discreta y seria. Pero si aun así arriesgaban alguna frase al verla pasar, con elogios a su modo de caminar («¡Qué contoneo de nalgas!»), y a detalles de su cuerpo («¡Ay, qué tetitas tan duras!»), o le hacían descaradas invitaciones («¿Vamos a hacer un nene, preciosa?»), perdían su inspiración, su gracia o su indecencia, así como su tiempo: doña Flor seguía adelante como si fuera ciega, sorda y muda, con su modestia y su orgullo, obligada a defender su recato contra sí misma, contra los errantes pensamientos, los viles sueños, contra el vivo y ardiente deseo de su carne aguijoneada. Había perdido el «perfecto equilibrio entre la mente y el cuerpo» necesario a toda vida sana, según la erudita expresión del folleto de yoga, «la justa armonía entre el espíritu y la materia». Y en ella la materia y el espíritu estaban en guerra sin cuartel: por fuera, viuda ejemplar y honrada; por dentro, toda fuego, ardiendo y consumiéndose.

Al principio, sólo de cuando en cuando, y nada más que de noche, soñaba con imágenes lascivas; eran sueños que la conducían a un mundo prohibido a las vírgenes y las viudas, y que hacía temblar sus cimientos de mujer, avivando sus instintos y su ansiedad. Se esforzaba por despertarse hasta conseguirlo, la mano en el pecho, seca la boca. Tenía miedo a dormir.

Durante el día se distraía con tantas ocupaciones, con las tareas de la escuela, la lectura de novelas y la radio, y era más o menos fácil apartar los malos pensamientos, ahogar los latidos de su pecho. Pero ¿cómo contenerse y refrenarse en las noches, cuando quedaba indefensa, sujeta a la voluntad de los sueños incontrolables?

Con el correr del tiempo comenzó doña Flor, también durante el día, a entregarse a extrañas fantasías, viéndosela pensativa y melancólica, suspirando desconsoladamente. Lo más peligroso era cuando se quedaba sola: de inmediato la invadía una cohorte de recuerdos, e incluso los más líricos e inocentes parecían empujarla hacia la cama de hierro y fuego, ansiosa por ofrecerse. ¿Y su pudor de viuda?

Últimamente se había dado a imaginar escenas enteras, mezclando fragmentos de novelas con sucesos leídos en los periódicos o con las historias de las comadres y los recuerdos de su vida de casada. Desde que sintió el aliento del «Príncipe» en el cine, como un hálito abrasador sobre su cuello, le entró en el cuerpo el soplo del deseo; se le había metido en la sangre y la exponía a la tortura de ansiar lo imposible, mucho peor que la del «infierno dantesco» de la literatura yoga.

A partir de cierta época tuvo que abandonar, por excitante, la lectura de todas las novelas para muchachas, alimento espiritual de la joven Marilda, que suspiraba con las condesas y los duques en la languidez tropical de la hamaca. Pues bien, doña Flor descubría malicias en las páginas más ingenuas, y veía el impulso sexual en ese barato y bajo sentimentalismo, dándole una nueva dimensión a tan sosas, a tan insípidas naderías.

Pervertía el argumento, transformando dramones y personajes, transformando a las vírgenes pastoras en lúbricas cortesanas; a su vez, los afeminados mancebos, casi eunucos, se convertían en brutales garañones. Y en vez de la «Colección para Niñas y Jóvenes», lectura para adolescentes, surgían novelas pornográficas, literatura de alcoba.

Lo mismo ocurría con la excitante crónica de la ciudad, ya fuese en el comentario de las comadres o en las páginas de los diarios. Sentadas a la puerta de calle, en la tertulia nocturna, las amigas relataban y discutían el último crimen pasional, el de la mucamita desflorada por el patrón; ella de quince años y con once hermanos, él de cincuenta y tres y con cinco hijos, dos doctores y tres jóvenes ya casadas, para no hablar de la esposa y de varios nietos. El padre, carpintero, empuñando un arma para vengar su honra: tres tiros en el corazón del baluarte de la sociedad, del puntal del civismo y de la moral, del líder de los conservadores; una herida de muerte, el criminal preso, metido en la gayola, después de una paliza para calmarle los nervios; la honra quedó lavada con sangre, y el pueblo exigía justicia, la libertad del vengador. Todas, amigas y comadres, daban razón al padre, que se encegueció al ver a la hija embarazada y su honra perdida entre copas de champán. Todas menos doña Dinorá, siempre a favor de los ricos: «esas negritas se meten en la cama de los patrones para después chantajear». Pero doña Flor sólo conservaba en la memoria los detalles escabrosos, sólo retenía en su pecho y en su degradado pensamiento la visión de la muchachita en los brazos del infame, gimiendo de gozo, satisfecha. El resto, el amplio panorama de los horrores, en el fondo le era indiferente por más que se declarase solidaria con la cólera de las comadres.

De este modo cada día eran menos las horas en que su recato íntimo se mantenía incontaminado. Mientras tanto, quien la viese moviéndose en las clases, en el fogón o con las amigas, andando de un lado para otro, de compras, de visitas (pero sin ir jamás a las fiestas, que le estaban prohibidas por su condición de viuda), no podría imaginar la batalla que tenía lugar en su intimidad, la loca bacanal en que se consumía por la noche. Porque nadie parecía más respetable y honesta, y sus labios jamás pronunciaban el nombre de un hombre con interés, ni siquiera al hacer referencia casual a sus atributos y virtudes. Si antes se había burlado de los supuestos candidatos, bromeando con las comadres, ahora no toleraba que se pronunciaran sus nombres, como si de verdad hubiera muerto en ella la posibilidad de realizar un nuevo matrimonio. Viuda como ella, discreta y recatada, no la había ni en su barrio ni en toda la ciudad, y si en el mundo hubiese alguna no sería más discreta y honesta que ella. Modelo de viudas, doña Flor. Por fuera, era el recato en persona. Su rostro sereno y distante parecía la misma mansedumbre; por dentro, ardía en deseos, «consumida por el fuego». Como Oxum, su orixá. ¡Ah, Dionisia, si supieses cómo el fuego de Oxum abrasa las noches de tu comadre, su cuerpo moreno, su vientre pelado, le harías darse un baño de hierbas o le traerías un marido! Doña Flor estaba cada vez más inquieta en sus noches de sueño y de soledad. Cuando conseguía dormir tranquila una noche entera, ¡ah, eso era una bendición de Dios! Su reposo casi nunca iba más allá de un principio de sueño apacible: pronto surgían las pesadillas, con sus degradantes obscenidades, y doña Flor pasaba la noche dando vueltas en el colchón, el pecho oprimido, dolorido el sexo. Cada vez era menos el tiempo en que lograba dormir y descansar, aumentando cada noche el de los sueños y el deseo, el tiempo de crujir de dientes. «Es la materia, que está predominando sobre el espíritu», según le informaba la culta propaganda yoga.

Impúdica, licenciosa, ¿dónde estaba en los sueños su recato de viuda? Nunca le había sucedido eso: incluso de casada y en la cama con el marido, jamás se entregara fácilmente, viéndose él obligado a vencer su pudor cada vez, a quebrar cada vez el decoro de su casta idiosincrasia. Pues bien, ahora, en los sueños, ella salía a la calle a ofrecerse a unos y otros, y a veces ni siquiera era una viuda, sino una mujer de la vida que se vendía por dinero. ¡Ay!, ¡qué vergüenza! Ya le había sucedido despertarse en mitad de la noche y deshacerse en lágrimas sobre las ruinas de su antiguo ser, de aquella doña Flor púdica, envuelta en su pudor, cubriéndose con la sábana incluso en las noches de amor con el marido. Y ahora, llena de lujuria, en la desfachatez de sus sueños, era una voraz y cínica ramera, una loba ululante, gata en celo, puta. A veces, de tan cansada del trajín del día se quedaba dormida en el cine o cabeceaba mientras hablaban las amigas, muerta de sueño. Pero le bastaba ponerse el camisón para perder todas las ganas de dormir: se le iba el sueño y su pensamiento errabundo ya no podía contenerse en los límites de la decencia y de lo cotidiano, en, por ejemplo, los detalles de las clases, una compra, un paseo, la enfermedad del vecino o el conocido, o el asma de tía Lita, que le causaba tantas molestias. La pobre vieja pasaba, como ella, las noches sin cerrar un ojo, amenazada de asfixia por la implacable enfermedad. Doña Flor también se ahogaba, carcomida por el deseo. Su mente ya no le obedecía: cuando quería pensar en los problemas de Marilda y en su obstinación por cantar en la radio, con sus invencibles obstáculos..., de pronto veía ante sí al lívido «Príncipe», repitiéndole aquellas frases sonoras como versos, aquellas palabras de amor en la oscuridad del cine. ¿Dónde estaban Marilda y su problema, su canto prohibido, su voz de pajarito?

La fama que tenía el galán entre las prostitutas había llegado a doña Flor. Dionisia, que nada sabía de la ridícula aventura, creyendo que su comadre conocía al cuentero a través de las noticias de los diarios, se divertía contándole anécdotas del lánguido «Señor del Calvario». Cuando Dionisia se inició como ramera, el estafador gozaba de un gran prestigio entre las mujeres de la vida. Por su lindeza pálida, su voz romántica, su mirada lánguida y su notable actuación en la cama. Un cachondo de verdad, un mico rijoso, al decir de las expertas. Había despertado dramáticas pasiones y cierta vez dos fulanas se trenzaron por su culpa a los golpes y a los mordiscos, yendo una a parar al hospital, herida por un navajazo, y la otra a la cárcel como autora de heridas leves.

En el sueño, doña Flor era la segunda, borracha y agresiva, alzada la navaja contra Dionisia, entre groseros insultos: «Ven si eres mujer, inmunda, que te voy a rajar la cara y la concha.» Pero Dionisia se dislocaba de risa y todas las rameras se reían de doña Flor, de la viuda loca. ¿No le habían dicho ya que el hermoso mozo, el «Príncipe de las Viudas», sólo quería de ellas el dinero y las joyas? Ni casamiento, ni desvergüenzas en la cama. Sabiéndolo, ¿por qué venía doña Flor hecha una furia desmandada, desenfrenada, a ofrecerle desnuda su cuerpo pelado? Era una vergüenza, ¿dónde había dejado su pudor de viuda?

Recurrió a las píldoras soporíferas, que prometían hacerla dormir toda la noche. En la Droguería Científica, en la esquina de Cabeca, consultó al farmacéutico, el doctor Teodoro Madureira. El doctor Teodoro, aunque era sólo farmacéutico, podía dar más de una lección — según decía doña Amelia con la aprobación general— a muchos médicos; competente en su profesión, nadie mejor que él para achaques corrientes: sus recetas daban siempre en el blanco, eran garantía de curación. ¿Insomnio, nerviosidad, sueño agitado? Seguro que se debía a un exceso de preocupaciones: nada grave; diagnosticó el amable boticario, aconsejándole que tomase ciertas grageas, inmejorables para combatir los efectos de la fatiga; hacían descansar el cerebro, equilibraban los nervios y proporcionaban un dormir tranquilo. Doña Flor podía tomarlas sin temor; no le iban a hacer mal, no contenían estupefacientes ni excitantes como algunas drogas caras y modernas, muy de moda. «Peligrosísimas, señora mía, tanto como la morfina y la cocaína, si no más.» Era una enciclopedia el farmacéutico, y atento, un tanto ceremonioso, con muchas zalamerías al despedirse. Sobre todo, que no se olvidase doña Flor de comunicarle el resultado.

Ningún resultado, doctor Teodoro. Durmió de un tirón toda la noche, es cierto, despertándose sólo cuando la criada, asustada, llamó a la puerta, casi a la hora de comenzar las clases del turno matutino. Un largo sueño, sí, pero igual que los otros: la misma obsesión, el delirio sensual, la fiebre nocturna, la orgía desenfrenada; era peor que antes, pues no podía despertarse e interrumpir la pesadilla, crucificándose en ella la noche entera, en un sueño sin fin con el sexo atormentado por el hambre y la sed, como una herida dolorosa, una llaga abierta. Por la mañana se caía a pedazos, de cansancio. Con píldoras o sin píldoras el sueño encendía en ella la hoguera del deseo. Estaba obsesionada. Alucinada. Alucinada, debatiéndose en la locura. Durante el día, con todo el tiempo ocupado, era ciega y sorda al llamado del sexo que andaba suelto por la ciudad: a las palabras, a las miradas cargadas de deseo, a las frases galantes o indecentes, al libidinoso deseo del macho que la desnudaba, que se la comía con los ojos en un suspiro al cruzar la calle. Viuda honesta, ejemplo de viudas en el trabajo, en el paseo, en el teatro. Pero durante la noche se arrastraba por el suelo y la basura buscando la voz de los hombres, la mirada posesiva, el suspiro cínico, el indecoroso susurro, el silbido soez, la palabrota grosera, la invitación a la cama. Cuando no era ella la que invitaba, la que se ofrecía impúdicamente a los machos, vagando por la zona de las mujeres de la vida y siendo ella la más puta, la más barata y fácil. Un sucio pozo de excrementos. Sin embargo, ningún macho la alcanzó ni la poseyó. Cuando estaba a punto de poseerla, ya en las orillas de su sexo abrasado, entonces doña Flor lo rechazaba, despertando súbitamente, llena de ansiedad y desesperación.

Nadie se daba cuenta de la maldita confusión en que vivía. Todos creían que su vida transcurría en calma, sin problemas, llena de atractivos, incluso alegre. Antes había sufrido mucho con el marido, un mal sujeto, un jugador. Ahora era una viuda conforme con su estado, contenta con su vida, y que sentía la mayor indiferencia hacia todo posible nuevo matrimonio, y el mayor desprecio por los hombres. Tan poco inquieta que causaba admiración y provocaba comentarios. Cuando aparecía por la calle Cabeca, altiva y seria, los parroquianos del bar discutían sobre ella:

—Ésa sí que es una viuda derecha. A pesar de ser joven y bonita, nunca mira a un hombre...

—Honesta por demás. Tal vez no lo sea por virtud...

—¿Entonces por qué?

—Honesta por naturaleza, por ser de naturaleza fría. Fría como el hielo, inmune al deseo. Hay mujeres así, que son como bellas estatuas, para ellas no existe el deseo. En su castidad, no hay virtud, sino frialdad. Son icebergs. Ella es una de ésas, seguramente.

—¿Será o no, quién sabe? De cualquier modo, por virtud o por lo que sea, es la viuda más recta de la ciudad...

El otro insistía, escéptico y declamatorio, un pseudoliterato atroz:

—Fría como un témpano, puede estar seguro. Marmórea. Álgida. Glacial.

Y doña Flor seguía con paso prudente, vestida con elegancia y discreción, con su sencilla y modesta hermosura, sin desviar la mirada hacia los lados, respondiendo al alegre saludo del santero Alfredo, a las sonoras buenas tardes de Méndez, el español; al respetuoso saludo del farmacéutico, a la sonrisa acogedora de la negra Vitorina desde su puesto de abarás y acarajés. Le costaba mucho esfuerzo esa decencia tranquila, ese ambiente sereno, estando como estaba nerviosa, cansada de haber dormido mal durante la noche y de la lucha sin gloria contra el deseo que la abrasaba Por fuera agua remansada, por dentro una hoguera encendida.





8




—Fuiste demasiado ruda... Fue una grosería... — le dijo doña Norma, con sinceridad—. Enaide está enojada y con razón...

En la mañana soleada y perezosa del domingo que siguió a aquella tumultuosa y festiva noche del sábado en que se celebró el cumpleaños de Zé Sampaio, las amigas rodeaban a doña Flor, que todavía mostraba restos de irritación.

—No tolero atrevimientos...

—Él bromeaba nada más..., tú lo tomaste a mal...Doña Amelia no vio nada malo en el comportamiento del doctor Aluisio.

—Una broma de mal gusto...

Con energía, doña Norma expresó el pensamiento de las amigas:

—Disculpa, Flor, que te lo diga, pero estás hecha una no— me— toques. Por cualquier cosa te enfadas, te sientes herida..., tú nunca fuiste así, tan engreída... Yo no estaba presente, pero incluso aunque él haya exagerado un poco, era jugando, no tenías que exaltarte por eso...

Doña Gisa desarrolló toda una tesis científica para explicar la personalidad y las actitudes del notario de Piláo Arcado:

—Don Aluisio es un típico hombre del sertón, patriarcal, acostumbrado a tratar a las mujeres como si fuesen propiedad suya, como una cosa, un animal, una vaca...

—Eso es... — interrumpía doña Flor—. Una vaca... Para él todas las mujeres no son más que eso..., y él es un caballo...

—Usted, Flor, no me entiende y tampoco entiende a don Aluisio. Hay que comprenderlo en función del medio en que vive. Un medio agropecuario... Es un señor feudal...

—Es un descarado, eso es lo que es..., un mal educado..., toma confianza con una y abusa de ella...

—Norma tiene razón, Flor, usted está muy quisquillosa...

—El doctor Aluisio lo único que hizo es tomarle la mano... — opinó doña Jacy.

—Para leer su destino... — confirmaba doña María del Carmen—. ¿Por qué será que todos los tipos malandras vienen con esa historia de leer la mano?

—¿A usted también le parece que él es un sinvergüenza?

—¿Ese tal de..., de... doctor Aluisio? Vaya si lo es... — Y planteando otro problema:

—En fin, ¿es o no doctor?

¿Don Aluisio o doctor Aluisio? Doña María del Carmen planteaba sin querer un grave problema de tratamiento y protocolo.

En la región del Sao Francisco, desde Juazeiro a Junuaria, de Lapa hasta Remanso y Sentó Sé — zona en donde había ejercido la abogacía con retórica oratoria, en calidad de rábula autorizado— era doctor a todos los efectos. Pero en la capital, por carecer de diploma universitario, le sustraían el impropio título. En el deseo de que este relato sea equidistante entre la ciudad y el sertón, usaremos indistintamente los dos tratamientos, teniendo así en cuenta a los rígidos formalistas y a los indiferentes liberales. En cuanto a las amigas reunidas en la sala de doña Flor, a ninguna le interesaba el problema:

—Doctor o no doctor, es un pico de oro, sabe hablar, tiene miel en la lengua..., es astuto... — resumía doña Emina, que había permanecido callada.

Estaban comentando los acontecimientos — casi un pequeño escándalo— ocurridos en la noche del cumpleaños de don Sampaio. Como el dueño de la zapatería era opuesto a toda fiesta y conmemoración, doña Norma se limitó, contra su voluntad, a preparar una comida abundante e invitar a los amigos y vecinos. Don Sampaio, que aunque parsimonioso era glotón, discutió la idea (como lo hacía todos los años) proponiendo a la esposa que no hiciera nada en casa, y que en cambio salieran a comer, los dos y el hijo, a un restaurante. Comerían bien, sin mucho gasto y sin barullo ni confusión. Y, como sucedía también todos los años, desde el casamiento, doña Norma reaccionó frente a tan prudente y parca sugestión: lo menos que podían hacer sin desdoro era ofrecer una comida americana «al vasto círculo de sus amistades». Desde la cama, con el dedo gordo metido en la boca, don Zé Sampaio agotó los últimos argumentos, haciendo un alegato que a su juicio era indiscutible:

—Estoy en contra por varias razones, todas ellas válidas.

—Vengan esas razones, pero no me salgas con la vieja historia de que están bajando las ventas de zapatos, porque yo vi las estadísticas...

—No se trata de eso..., escucha sin interrumpir. Primero que no me gusta ese asunto de la comida americana, con todo el mundo de pie. Me gusta comer sentado a la mesa. Con ese intríngulis americano que ustedes inventaron ahora, todo el mundo se queda alrededor de la mesa, y yo, como soy tímido, acabo comiendo las sobras; cuando me voy a servir ya acabaron con todos los fritos, ya no hay más pechuga de pavo, sólo quedan las alas. Tercero: esto peor por ser mi casa; como dueño de casa tengo que servirme el último, y cuando lo hago no encuentro nada, me quedo con las manos vacías, como poco y mal... Cuarto: en el restaurante no sucede eso; uno se sienta, elige los platos... Y como se celebra el cumpleaños, cada uno puede elegir dos...

Esos dos platos eran su conmovedora concesión a la familia y a la gula. A doña Norma le costaba aguantar hasta que terminara su razonamiento:

—Sampaio, hazme el favor, no seas ridículo. Primero: todos nos invitan a las fiestas de sus cumpleaños...

—Pero yo nunca voy...

—Algunas veces vas... y cuando vas comes por cinco... Segundo: no me vengas con eso de que en la comida americana te sirves poco y de que eres tímido. En el cumpleaños de don Bernabó», al que fuiste sólo porque el hombre es extranjero, te serviste en el plato casi la mitad del soufflé de langostinos, sin hablar de las empanadas..., un atracón...

—¡Ah! — suspiró don Sampaio—, la comida de doña Nancy es una maravilla...

—La mía también..., no tiene nada que envidiarle. Tercero: aquí en casa nunca te sirves el último, eres el primero en servirte, un mal educado, nunca vi otro igual. Una grosería..., el dueño de casa... Cuarto: en una cena mía nunca falta comida, alabado sea Dios. Quinto: la comida de restaurante...

—Basta... — suplicó el comerciante cubriéndose totalmente con las sábanas—. No puedo discutir, tengo la presión alta...

Una comida de doña Norma era un banquete; si tenía veinte invitados, hacía comida para cincuenta; con razón, pues todos los pobres de los alrededores venían a limpiar los sobrantes de las bandejas y a beber lo que quedaba en las botellas. En esa ocasión, para el cumpleaños de don Sampaio, trajo toda la vecindad a su casa, incluso a los Bernabós (doña Nancy procurando engranar en la rueda de las amigas y don Héctor hablando de negocios y haciendo alardes sobre el progreso de la Argentina). Era un terrible patriota porteño este señor Bernabó, que estaba permanentemente haciendo comparaciones entre la Argentina y el Brasil, y siempre, claro, con ventaja para su patria, destacando en las conversaciones y las discusiones el desarrollo argentino, las riquezas, el clima — con las cuatro estaciones bien definidas, y no este calorazo que hay aquí todo el año—, con ferrocarriles ejemplares, y no este embrollo de aquí con trenes sin horario; con frutas finas, europeas, vinos, pan de trigo puro y carne abundante y jugosa, de ganado de raza. Doña Nancy, que se alarmaba cuando el marido se desbocaba en argumentos cívicos, rompió su silencio para contenerlo:

—Pero, Bobó, acá también hay cosas buenas..., mirá los ananases, por ejemplo..., buenísimos





2 —le volvía loca el ananá y además temía ver al marido en un conflicto, andando a los sopapos con algún patriota brasileño de los bravos, algún militante del «orgullosismo» nacional, cosa que por otra parte ocurrió más de una vez. En cierta ocasión, en uno de esos debates geo-económicos, don Chalub, el del mercado (hijo de sirios, brasileño de primera generación y por eso mismo un chauvinista exaltado), perdió los estribos:

—Si la industria de ustedes es mucho mejor, si allí la vida es tan formidable, ¿por qué entonces vino usted a montar aquí su horno de ladrillos? — De esta manera, el brasileño rebajaba de categoría la fábrica de cerámica del argentino.

También el pintor Carybé (el que hizo el retrato de Dionisia de Oxóssi vestida de reina, empuñando el ofá y el erukeré), una vez que fue a consultar con el argentino la posibilidad de cocer en su horno unas piezas folklóricas, se vio envuelto con él en una polémica en torno al tango y la samba, y acabó por explotar:

—Nada..., una tierra en donde no hay mulatas, en donde no hay más que puras blancuchas, es un lugar en donde no se puede vivir... ¡Hágame el favor!

En el cumpleaños de don Sampaio, el temerario defensor de la grandeza argentina estuvo cordialísimo. Si bien es cierto que exaltó a su tierra, no lo hizo en detrimento de las cosas brasileñas. Por el contrario, tejió un verdadero himno al pueblo de Bahía, a su modo de ser, su amabilidad, su bondad. Así que la fiesta del tendero fue un éxito social, sólo empañado por el incidente entre doña Flor y don Aluisio (cuya repercusión, por otra parte, quedó limitada al círculo de las amigas y las comadres).

Doña Flor tuvo sus dudas acerca de si podía o no asistir a la celebración de su cumpleaños. Tratándose de una comida con tantos invitados, ¿no adquiría carácter de fiesta, algo incompatible con su luto? Todavía no había pasado un año de la muerte del marido. En realidad faltaban sólo unos días, pero una viuda debe ser rígida en sus principios, ya que la ideología de la viudez es sectaria y dogmática, y al menor desvarío, la jauría de las comadres se abalanza sobre la transgresora, condenándola y vituperándola.

Doña Norma se rió de sus escrúpulos: ¿desde cuando una cena, una simple cena de cumpleaños, era algo prohibido a las viudas? No se trataba de un baile, ni siquiera de «un asalto»; y aunque Artur y sus amigos, muchachos y muchachas estudiantes, pusieran algún disco y bailasen una samba, eso no pasaría de ser diversión de jóvenes, un inocente pasatiempo que no estaba en contra del rigor de los plazos en la etiqueta del luto, en el ceremonial de la viudez, y que no iba a escandalizar al difunto en su fosa. Por lo demás, doña Flor pasó el día prácticamente dedicada al aniversario de don Sampaio. En su cocina, y con la ayuda de Marilda, hizo el vatapá — una caldera— y la mokeka de pescado, una delicia, mientras doña Norma preparaba los otros manjares. Convencida, doña Flor asistió a la reunión. Ojalá no hubiera ido, se habría evitado el disgusto. Cuando estaba ya la casa llena de gente y se estaba sirviendo la mesa, llegó doña Enaide desde el Xame— Xame, trayendo en una bandeja de quindins, una corbata para don Sampaio y las disculpas del marido, que los sábados por la noche era un infalible asistente a una rueda de póker, y siempre rechazaba ese día cualquier otro compromiso. En compensación trajo con ella a don Aluisio, para muchos el doctor Aluisio, el ya citado rábula y notario de las márgenes del río Sao Francisco, aquel que era soltero a medias y al que su parienta proponía como candidato a la mano de doña Flor. Llegó enfundado en un traje flamante, de tono oscuro y cálido, pimpante, con su nariz ganchuda y fuerte, la calva reluciente, los ojos vivaces y escrutadores, y saturado de agua de colonia y talco. Un maniquí. Doña Enaide puso énfasis en las presentaciones, orgullosa del cuñado influyente en el sertón:

—Aluisio, quiero presentarte a doña Flor Guimaráes, la viuda más bonita de Bahía...

—Enaide, no haga bromas...

El doctor Aluisio se inclinó para besarle la mano y una ola de perfume quedó en el aire cubriendo a doña Flor:

—Señora mía, éste es un momento emocionante de mi vida. Mi cuñada me escribió sobre usted, contando maravillas..., pero veo que se quedó corta; sólo un poeta podría describirla, señora...

Al mismo tiempo desnudaba a Flor con una mirada lenta y ávida, arrancándole el vestido y la combinación, el corpiño y la bombacha. Doña Flor nunca se sintió tan desnuda; aquella mirada le medía las curvas de las nalgas, la dureza de los senos, la rosa del vientre. Su mirada fue transformándose y pasó del análisis a la aprobación, y la sonrisa amable y cortés se desplegó en una risa de satisfacción.

Todo ello sin soltar su mano, aprisionándola en la suya mientras la desvestía y la juzgaba; la juzgaba, sí: iba valorando a un tiempo su cuerpo y su espíritu, concluyendo que estaba ante una presa fácil y segura. Con su experiencia de Don Juan del interior, calificó a doña Flor como una mujer que fingía, y mucho. Él conocía esas mujeres de apariencia tranquila: casi todas unas impostoras, unas hipócritas que en la cama eran un demonio suelto, unas desenfrenadas.

En las pequeñas ciudades del Sertón, donde las mujeres carecían de derechos y eran siervas dependientes de la voluntad del marido, su señor, y su vida estaba limitada por las fronteras del hogar, don Aluisio había sorprendido más de una vez en el fondo de unos ojos humildes y detrás de un discreto comportamiento la ardiente respuesta a su impúdica invitación.

¡Ah!, estas aguas mansas esconden tempestades; bajo el aparente decoro y la reserva del luto, ¿en qué tormenta interna no se estaría debatiendo doña Flor, mujer joven y sana? El doctor Aluisio recordaba otras que tenían la misma modesta apariencia, sumidas en la oscuridad de sus casas, encadenadas por un código de honor medieval, pero que en cuanto surgía una ocasión propicia dejaban a un lado, con incomparable ingenio, las objeciones y los temores, revelándose verdaderas expertas en la tarea de ponerles cuernos a los terribles guardianes. Y de cuando en cuando algún esposo traicionado debía imponer su ley con unos tiros o unas puñaladas.

En sus horas de ocio — la mayor parte del tiempo, pues el escritorio le daba poco trabajo— el notario se dedicaba a las mujeres, a su estudio y conocimiento «cuando era posible, íntimo», hasta el punto de que el juez de Piláo Arcado, el doctor Vival Pitongo, lo clasificó como «sicólogo emérito, sutil confidente del alma femenina y erudito lector de los clásicos». Las lecturas clásicas de Aluisio se reducían a traducciones nacionales o portuguesas de la mitología griega y a aspectos, en general licenciosos, de la vida en el Imperio Romano. Con referencia a las mujeres, tenía un ojo clínico, lo que le había facilitado algunas aventuras y una amplia fama de seductor irresistible, terror de los maridos. A pesar de la calva y de la narizota, algunas mujeres enfrentaron por él el pecado, el código feudal, las leyes de la venganza.

Pues bien, esa mirada de lince del Casanova del Río Sao Francisco captó de entrada lo más mínimo de doña Flor, el contenido de sus pensamientos, apoderándose de sus secretos después de haberla desvestido de ropas y adornos. Su descarado modo de mirar no tenía otro sentido: don Aluisio la desnudaba por fuera y por dentro, y acabó por concluir que le gustaba, que la encontraba conquistable e incluso fácil.

Para él doña Flor no era la viuda más recta y honesta de Bahía, título concedido por los bebedores del bar de Cabeca, aquélla por la cual hasta las más malignas de las comadres ponían la mano en el fuego en la seguridad de que podían retirarla sin quemarse.

Y hablando de mano, el rábula seguía reteniendo en la suya la de doña Flor, apretándola suavemente, en una caricia casi imperceptible. Doña Flor se dio cuenta a la vez de cómo el tipo la desvestía, del concepto que le merecía y de la mano tomada como un anticipo de posesión. Palurdo atrevido, lleno de petulancia y seguro de sí mismo: si ella no reaccionaba de inmediato, si no le cortaba en seguida las alas, más adelante sería capaz de cualquier intolerable osadía. Bruscamente, poniéndose ceñuda, le retiró la mano. No se dio por avisado el seductor de Catundas:

—Permítame una confesión, estimada amiga..., aunque tengo que resolver unos asuntos en la capital — de la repartición que dirijo—, y parientes a quienes visitar, antes que todo fue el deseo de conocerla lo que me trajo a Salvador... Enaide, en sus cartas...

Pero doña Flor, viendo entrar en la sala a doña Dagmar, alumna suya y amiga de los Sampaios, dejó plantado al maestro Aluisio:

—Con su permiso..., tengo que hablar con aquella amiga... Doña Dagmar, una desbocada sin inhibiciones, le preguntó de inmediato:

—¿Quién es ese papagayo pelado? ¿Un pretendiente?..

—Déjeme en paz, mujer..., es el cuñado de Enaide, un doctor Aluisio, jefe político de no sé dónde...

—¡Ah!..., es ése... Oí hablar de él... Dicen que es un mandamás en el Sao Francisco..., nena, déjame comer algo...

En el comedor, los invitados asaltaban las mesas en medio del estrépito de platos, cubiertos y bandejas, antes repletas de comida, que volvían vacías a la cocina.

La cena de cumpleaños de don Sampaio fue todo un éxito. La casa abarrotada por gente del comercio, colegas del Clube dos Lojistas, parientes, vecinos y amigos de doña Norma, formando grupos en las salas y en el balcón; también la cocina estaba llena de los ahijados y comadres de doña Norma y los pobres del alrededor. En un rincón de la sala, junto a la mesa principal, el festejado, don Zé Sampaio, comía con avidez y a prisa, lanzando miradas de reojo a la mesa con el absurdo temor de que se acabara la comida antes de que él pudiera repetir el plato. Medio escondido, para que no viniesen a trabar conversación con él, perturbándolo. Pero el argentino Bernabó, con los labios amarillos por el dendé, eructando de puro harto, felicitaba al dueño de casa:

—Macanudo, amigo. La comida, deliciosa...





3

Durante un rato, doña Flor estuvo ayudando a doña Norma y a las empleadas (todas las de la vecindad), pero, al disminuir el movimiento, consiguió una silla en un rincón del balcón, desde donde observaba las peripecias de la cena: don Vivaldo, el de la funeraria, ya iba por el cuarto plato; el doctor Ives se atragantaba de postres, don Aluisio, con un palillo de dientes en la boca, se fue acercando como quien no quiere la cosa hasta apoyarse en la balaustrada del balcón junto a doña Flor:

—Un festín romano... — sentenció.

Doña Flor, por un instante, estuvo a punto de no responder, pero finalmente lo hizo; no tenía motivos para ser desconsiderada.

—Cuando Normita da una cena no escatima la comida...

Don Aluisio miraba hacia los lados interrumpiendo la conversación, dejándola languidecer. Doña Flor se volvió para observar el movimiento de la sala. Fue entonces cuando oyó la susurrante voz del notario que le decía, en un murmullo:

—Dígame una cosa, preciosa...

—¿Cómo? — dijo ella sobresaltada.

—¿Qué le parece si salimos de aquí y vamos a ver la luna en la Lagoa de Abaeté? Usted va saliendo y me espera en el Largo...

Pero doña Flor ya estaba de pie, con un nudo en la garganta:

—¿Por quién me toma?

El doctor Aluisio sonrió tranquilamente, como si él supiese muy bien lo poco que significaba esa indignación; estaba acostumbrado a esas primeras y bruscas reacciones.

—Un paseo, nada más...

Doña Flor ni siquiera pudo responder; la angustia le hacía arder el rostro, le oprimía el pecho. ¿Estaba tan a la vista su necesidad de un hombre, su desatinado deseo? Casi corriendo, entró en la sala.

—¿Qué te pasa, Flor? — le preguntó Marilda, al verla tan nerviosa, con las manos temblando.

—No sé, tengo palpitaciones... No es nada...

—Siéntate aquí..., voy a buscarte un vaso de agua...

—No es necesario..., voy a conversar con tu madre...

En el círculo de las amigas, oyendo burlas y comentarios sobre la gula de algunos invitados, doña Flor se fue reponiendo del lance, olvidando la sonrisa cazurra y las palabras ofensivas del atrevido. Un cínico... ¡Invitarla a ver la luna en una noche cerrada como aquélla, que parecía de alquitrán! Al rato comenzó a participar en la conversación, divirtiéndose con las observaciones que hacían doña Amelia y doña Emina. Doña María del Carmen nunca había visto antes a don Sampaio en plena acción, durante un almuerzo o una cena: estaba apabullada. En un momento dado, cuando la conversación era más ruidosa y alegre, he aquí que el insistente galán sanfranciscano, del brazo de su cuñada doña Enaide, se entremetía preguntando:

—¿No hay lugar para dos? ¿O se habla de algo prohibido para hombres?

—Siéntese...

Doña Flor no se dio por enterada de la presencia del notario, el cual, poco después, ya estaba leyéndole la mano a doña Amelia, haciéndola reír con sus picardías. El tipo era ingenioso, la misma doña Flor se rió una o dos veces con sus dichos. Le anunció a doña Amelia viajes y riquezas. Después le tocó el turno a doña Emina. Muy serio, le anunció un hijo más, para muy pronto.

—Renegado sea el diablo..., ¿no basta con Anita, que llegó tan fuera de tiempo?... ¿Otra vez la mala suerte?...

—Esta vez va a ser un chico..., no fallo nunca...

Después de leerle la mano a doña Emina miró a doña Flor como si antes no hubiera pasado nada entre ellos; sus ojos la desvestían de nuevo, mientras se pasaba la lengua por los labios, en un gesto tan descarado que ella sintió que el corazón dejaba de latirle; ¿hasta dónde pensaba llegar ese tipo? Felizmente, las otras no se dieron cuenta. Extendiendo la mano para tomar la de doña Flor, dijo:

—Le llegó su turno...

—No quiero saber nada con eso. Puras tonteras...

Pero las otras lo exigieron entre carcajadas. ¿Qué iban a pensar ellas si se seguía negando? Sería peor. Y sin más aceptó. El doctor Aluisio se sonrió, victorioso; el especialista en almas femeninas no se equivocaba nunca.

Puso sobre su mano la mano izquierda de doña Flor con la palma hacia arriba. Con uno de los muy cuidados dedos suyos iba marcando las líneas reveladoras, con un roce muy suave y sutil. Doña Flor estaba rígida y tensa.

—Tiene una excelente línea de la vida..., va a vivir más de ochenta años... — se quedó callado un instante, como examinando atentamente la mano de la viuda—. Veo grandes novedades...

—¿Novedades? ¿Cuáles? — preguntaron, excitadas, las amigas.

—En la línea del amor... veo un nuevo amor..., un caso, toda una pasión...

—Disculpe... — dijo doña Flor, queriendo apartar su mano. Pero don Aluisio la retuvo entre las suyas:

—Espere..., todavía no acabé..., oiga lo que falta..., un señor del interior...

Bruscamente, doña Flor se levantó, arrancando violentamente su mano de entre las del rábula.

—Yo no le di motivos para su atrevimiento... Y salió de la sala como una tromba, dejando a las amigas aterradas y a doña Enaide sumamente ofendida:

—Qué manteca derretida... Díganme, ¿acaso Aluisio se propasó? ¿Estuvo grosero? Si era sólo una broma para divertirse..., yo no tolero esa clase de gente, que hace esas estupideces. Porque, en fin, ¿quién se cree que es?, ¿una princesa?

Sólo el notario conservaba la calma, disculpando a doña Flor:

—Pobre..., lo comprendo, está tan nerviosa..., es una enfermedad que yo conozco: la que afecta a todas las viudas jóvenes que no se han vuelto a casar. Es el camino hacia la histeria..., las ciudades chicas están llenas de casos así..., solteronas y viudas que se ofenden por cualquier cosa, que lloran, que viven entre desmayos y arrebatos. Cuando llegan a viejas se convierten en locas, pero no peligrosas...

Doña María del Carmen lo interrumpió:

—Mire que yo también soy viuda, doctor, y me voy a ofender...

El rábula la estudió con ojos de entendido: era una mulata con los cascos aún en buen estado, bien conformada, compacta, que podía aguantar unos trotes. El doctor Aluisio no era hombre que perdiese el tiempo; borrando a doña Flor, le dijo:

—Muéstreme su mano izquierda, por favor, quiero aclarar algo...

Tomó la mano de doña María del Carmen entre las suyas, la miró en los ojos, con aquella su mirada de pícaro rústico y le preguntó:

—¿Puedo decirle la verdad o prefiere que le mienta?

Doña Flor se había ido, y Marilda y doña Norma fueron a verla a la casa; allí estaba, bañada en llanto, en un estado tal de nerviosidad que doña Norma le dijo, repitiendo al maestro Aluisio, de Piláo Arcado:

—¿Qué es eso, Flor, te estás volviendo histérica?





9




Llamado de doña Flor, en clase y divagando

Déjenme en paz con mi luto y mi soledad. No me hablen de esas cosas, respeten mi condición de viuda. Vamos al fogón: el batapá de pescado (o de gallina) es un plato delicado, fino, el más famoso de toda la cocina de Bahía. No me digan que soy joven; soy viuda; estoy muerta para esas cosas. Batapá para servir a diez personas. (Y para que sobre, como es debido.)

Traigan dos cabezas de garoupa fresca; puede ser también de otro pescado, pero no sale tan bien. Tomen sal, cilantro, ajo, cebolla, algunos tomates y el jugo de un limón. Cuatro cucharadas soperas del mejor aceite suave, tanto sirve el portugués como el español; oí decir que el gallego es todavía mejor, pero no lo sé. Nunca lo usé porque no lo he visto en los comercios. Y si encontrase un novio, ¿qué haré? ¿Si viene alguien que avive de nuevo mi muerto deseo, enterrado con la pesadumbre del difunto? ¿Qué saben ustedes, nenas, de la intimidad de las viudas? Deseo de viuda es deseo de libertinaje y de pecado; la viuda que es seria no habla de esas cosas, no piensa en esas cosas, no conversa sobre esas cosas. Déjenme en paz, en mi fogón. Rehoguen el pescado con todos esos condimentos y pónganlo a hervir con muy poca agua, sólo un poquito, casi nada. Después, se filtra y se lo deja aparte. Y continuamos.

Aunque mi lecho sea sólo una triste cama para dormir, sin otra utilidad, ¿qué importa? Todo en el mundo tiene sus compensaciones. Nada mejor que vivir tranquila, sin sueños, sin deseos, sin consumirse en llamaradas, con el sexo abrasado por el fuego. No puede haber vida mejor que la de la viuda seria y recatada, una vida pacata, libre de ambiciones y deseos. Pero ¿y si mi lecho no fuera sólo una cama para dormir, sino un desierto sin salida, al que hay que cruzar sobre las ardientes arenas del deseo? ¿Qué saben ustedes de la intimidad de las viudas, de su cama solitaria, de la pesadumbre dejada por el difunto? Aquí vinieron a aprender a cocinar, no a saber el precio de la renuncia, el precio que se paga, en ansia y soledad, para ser una viuda honesta y recatada. Continuemos la lección.

Tomen el rallador, elijan los cocos y rállenlos. Rallen con ganas, vamos, rallen, a nadie le hizo nunca mal un poco de ejercicio (dicen que el ejercicio aparta los malos pensamientos, no lo creo). Junten la masa blanca bien rallada y caliéntenla antes de exprimirla: así la leche será más gorda, leche pura de coco sin ninguna mezcla. Déjenla aparte.

Una vez conseguida esa leche primera, la gorda, no tiren la masa, no sean despilfarradoras, que los tiempos no están para derrochar. Tomen la misma masa y denle un hervor en un litro de agua. Después exprímanla para obtener la leche floja. Ahora sí, tiren la masa sobrante, pues ya es sólo bagazo.

La viuda es sólo bagazo, limitación e hipocresía. ¿En qué país entierran a la viuda junto con el marido? ¿En qué país queman su cuerpo junto con el cuerpo del difunto? Es mejor así, ser quemada de una vez, reducida a cenizas, y no consumirse en fuego lento y prohibido, quemarse por dentro en la ansiedad y el deseo: por fuera hipocresía, el recato de las ropas negras, los velos que cubren una penosa geografía de miedo y de pecado. La viuda es sólo bagazo y pena.

Descortecen ese pan duro y una vez descortezado pónganlo a ablandar en la leche. En la máquina de picar carne (bien lavada), pongan a picar el pan así ablandado en coco, picando también almendras, langostinos secos, castañas de cajú, jengibre, y no olviden la pimienta rabiosa a gusto del paladar (a unos íes gusta un batapá cargado de pimienta, otros lo prefieren con sólo una pizca, una sombra de picante).

Una vez molidos y mezclados estos condimentos, pónganlos con el ya hervido jugo de garoupa, uniendo condimento con condimento, el jengibre con el coco, la sal con la pimienta, el ajo con la castaña, y pongan todo al fuego hasta que se espese el caldo.

¿No influirá el batapá sobre la gente? La fuerza del jengibre, la pimienta, las almendras, el poder de estos lascivos condimentos ¿no dará calor a sus sueños? ¿Qué sé yo de tales necesidades? Jamás necesité ni jengibre ni almendras: eran su mano, su lengua, su palabra, sus labios, su perfil, su gracia..., ¡era él quien me descubría apartando las sábanas, apartando el pudor, para dar lugar a la loca astronomía de sus besos, para encenderme en estrellas, en su miel nocturna! ¿Quién me desvestirá ahora, apartando los velos del pudor, en mis sueños de viuda solitaria en la cama? ¿De dónde me viene este deseo que me quema el pecho y el vientre si faltan su mano, sus labios, su perfil de luna, su risa agreste, si falta él? ¿Por qué este deseo que nace dentro de mí? ¿Por qué tanta pregunta, por qué este interés por saber lo que pasa en lo más íntimo de una viuda? ¿Por qué no dejan que los negros velos del luto cubran mi rostro; velos de prejuicio, que ocultan mi faz, mi vida dividida entre el pudor y el deseo? Soy una viuda, y no está bien que hable de tales cosas; ni siquiera hablar de ellas condice con mi estado. Una viuda cocinando en el fogón al batapá, midiendo el jengibre, las almendras, la pimienta. Y sólo eso.

A continuación agreguen leche de coco, de la gruesa y de la floja, y finalmente el aceite de palma, dos tazas bien medidas: flor de aceite de dendé, color oro viejo, el color del batapá. Dejen cocer todo bastante tiempo, a fuego lento, y revuélvanlo constantemente con una cuchara de madera, siempre hacia el mismo lado; no dejen de remover porque si no el batapá se agruma. Muevan, remuevan, vamos, sin parar, hasta llegar exactamente al punto justo.

Mis sueños me consumen a fuego lento; no tengo culpa, soy sólo una viuda partida por la mitad: por un lado una viuda honesta y recatada, por el otro una viuda lasciva, casi histérica, que se deshace entre desmayos y arrebatos. Este manto de pudor me asfixia, y de noche recorro las calles en busca de marido, de un marido a quien servir el batapá dorado de mi cuerpo cobrizo, de jengibre y miel.

Ya está a punto el batapá. ¡Vean qué belleza! Para servirlo sólo falta verter un poco de aceite de dendé en la cima, crudo. Sírvanlo acompañado de acaca y los maridos y los novios se chuparán los dedos.

Y hablando de novio, avisen a todos, para que todos lo sepan: hay una viuda joven, con cierta gracia suave y cierta hermosura, la piel de color mate, hecha de oro y cobre, gran cocinera, tan trabajadora, honesta y bien hablada como no hay otra igual en toda la ciudad y en el Recóncavo, una viuda de primera con una cama de hierro, un pudor de virgen y un fuego que le abrasa el vientre.

Si supieran de alguien interesado, mándenselo corriendo, a cualquier hora, de mañana, de tarde, a medianoche, por la madrugada, con sol o con lluvia, pero mándenlo con el juez y el cura, con papeles de matrimonio. Mándenlo con urgencia, con la máxima urgencia.

Lanzo este llamado a los cuatro vientos, al capricho de las corrientes submarinas, de las fases de la luna y la marea, en la estela de cualquier navegación de altura o de cabotaje, pues soy un puerto difícil de descubrir, un golfo recóndito, un fondeadero de naufragios. Quienes sepan de un soltero en busca de viuda para casarse, díganle que aquí está doña Flor al fogón, junto al batapá de pescado, consumida en el fuego y la maldición.





10




Un día no pudo más y se desahogó con doña Norma: «Por fuera honesta continencia, por dentro un pozo de excrementos.» El deseo nacía de ella, de su pecho, del silencio, de la divagación, de la soledad, del sueño. Sin motivo, sin punto de partida, sin semilla ni raíz. Nacía de ella — «de mi misma maldad, Normita»—, de su cuerpo afiebrado, creciendo en aquella carne abonada de ausencia, de penuria, de maldiciones; un ansia plantada en el estiércol de su condenación:

—Estoy condenada, Normita; no quiero pensar en eso, y pienso; no quiero ver y veo; no quiero soñar y sueño toda la noche. Todo en contra de mi voluntad, todo sin querer. Mi cuerpo, el maldito no me obedece, Normita.

El folleto de yoga, leído y releído, le había informado que se trataba de la «batalla crucial entre la inmunda materia y el espíritu puro», que luchaban en su intimidad, cosa temible. La aborrecible materia de su cuerpo abalanzándose con una furia maldita contra el pudor de su espíritu, quebrando la placidez de su vida, de su equilibrio. Ya no había ninguna clase de armonía entre su voluntad y sus instintos. Todo era confuso: de un lado una viuda que era ejemplo de dignidad, del otro lado una hembra joven y necesitada. Caso grave, que exigía, de acuerdo a la receta del folleto, «una fuerte concentración de pensamiento y ejercicios diarios».

Ningún resultado le dieron ni la mística literatura ni los penosos ejercicios; todavía más penosos para doña Flor, que era gordita y aun algo rechoncha. Para ver si lograba el elegiaco equilibrio prometido, realizó durante unas dos semanas las contorsiones más absurdas. Doña Dagmar, a pedido suyo, dio algunas lecciones y doña Flor se sometió a sus instrucciones llena de paciencia y esperanza. Doña Dagmar no regateaba elogios a los métodos yogas, ¡formidables!, ella logró adelgazar cuatro kilos. Pero con doña Flor fue un fracaso total: ni siquiera adelgazó. En vez de calma y equilibrio, lo único que consiguió fue cansarse, quedar con el cuerpo dolorido y no por eso menos ávido y audaz, menos urgido por su necesidad.

Tampoco quedó satisfecha con los brillantes análisis científicos de doña Gisa, abarrotada de nombres ininteligibles, un embrollo para doctores: complejos, libido, subconsciente, represiones, tabúes.

—Para usted, Flor, viuda llena de represiones y complejos, el sexo es tabú.

Tabú o no tabú, consciente, inconsciente o subconsciente, a causa de la represión y del complejo o por simple deseo de mujer, lo cierto es que esto era una desesperación que duraba la noche entera, con sueños eróticos que la arrastraban a la bacanal, y la conversación de la gringa no le servía para nada. Pues si resolviera seguir las indicaciones que expresaban sus latines, lo que debería hacer es salir por las calles a fornicar con el primer macho que encontrase, destruyendo sin más toda clase de represiones y complejos, estrangulando en la cama de hierro al miserable tabú, deshonrándose ella y deshonrando la memoria del difunto para siempre.

Doña Norma, en cambio, tenía la buena sabiduría popular, la experiencia viva, la comprensión humana. Fue directamente al asunto:

—Eso quiere decir que necesitas un hombre, mi santa. Eres joven, no tienes ninguna enfermedad grave, y que yo sepa no estás castrada, ¿qué quieres? Hasta las monjas se casan para poder soportar la castidad — se casan con Cristo— y aun así hay algunas que le ponen cuernos a Jesús — y, sonriendo al acordarse—: ¿Recuerdas aquella monja del Desterro que quedó embarazada del panadero y terminó siendo artista de teatro? Hace tiempo, ¿te acuerdas? No se hablaba de otra cosa...

Ni siquiera la imagen de la monja en un escenario de teatro divertía a doña Flor, que, dramáticamente obsesionada por su problema, no prestaba atención a las digresiones de su amiga:

—Pero, Normita, yo soy una viuda...

—¿Y eso qué? ¿O tú crees que las viudas no son mujeres? Una viuda, que yo sepa, también piensa en los hombres, sueña con los hombres, mira a los hombres..., por ejemplo ésa...

—Bien sabes que yo no soy de esas que viven empeñadas en casarse. Una vez hasta me criticaste, calificándome de grosera...

—Así fue. Sé que tú no eres ninguna casquivana..., pero te voy a hablar claro: tú eres una viuda calentona y te estás poniendo insoportable. Ya has cumplido un año de viuda y en vez de mejorar estás empeorando, como si hubieras enviudado ayer. Antes todavía te reías si uno te hablaba de noviazgo y casamiento. Pero desde hace un tiempo no quieres ni escuchar una broma, te da por enojarte...

—Tú sabes bien por qué... Hasta que apareció el timador...

—¿Y sólo porque el tal «Duque» — «Duque» o «Príncipe»— anduvo rondando por aquí te volviste peor que una monja? Si a él le dio por buscarte es porque le pareciste un buen bocado. Ahora bien, sólo porque don Aluisio te haya hecho un avance, un tanteo, te trancas en casa, casi no sales, no enfrentas a ningún hombre, como si los hombres fuesen animales feroces... Después de todo, don Aluisio sólo quería...

—Yo sé lo que él quería...

—Quería dormir contigo, querida... Está claro... Son muchos los que quisieran, los que andan por ahí probando cualquier cosa... Tú eres una viuda despampanante... y hay muchos gavilanes en acecho...

—Será que yo tengo cara de sinvergüenza para que esos atrevidos se animen a...

—¿Y quién dice que ellos necesiten que una mujer sea descarada para querer acostarse con ella? A pesar de tu cara de verdugo...

—Pero, Normita, ¿qué puedo hacer yo?

—Mujer, tú necesitas apagar ese fuego... Si no duermes bien, si no descansas, si no tienes sosiego, es porque te está ardiendo el rabo en un fuego infernal...

—Cálmate, Normita, renegado sea el diablo...

—Pero ¿no es eso mismo? ¿No es verdad?

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me desgracie y me convierta en una indecente? No soy ninguna desvergonzada, no nací para tener amante. Para mí esas cosas sólo con mi marido..., sólo porque sueño con esas tonterías ya me dan ganas de morir... Debo parecer una mujer de la vida, para que tú me digas eso...

—No seas tonta, ¿qué te dije yo para que te ofendas?...

—¿Tú no dijiste...?

—Dije y repito que te está ardiendo el rabo, o, como le decía una hija de una amiga a la madre: «Mamá, mi cosa se convirtió en una hoguera, está ardiendo.» Tú estás más o menos así. Pero eso no quiere decir que no seas seria..., al contrario..., eres seria y mucho, si no, con todo ese fuego, ya habrías abierto las piernas... Eres seria y hasta demasiado, pareces una fiera..., no te das cuenta de la cara que pones cuando un hombre te mira...

—¿Debo sonreír y decir: «Venga a dormir conmigo...»? Prefiero morirme. Sólo fui a la cama con mi marido...

—Y sólo debes ir con tu marido...

—Mi marido murió...

—Murió el primero... Nada impide que tengas otro. Eres joven, Flor, no llegaste a los treinta...

—Los voy a cumplir a fin de año...

—Una chica todavía... Hija mía, para lo que tú tienes, que no es enfermedad ni locura, sólo hay dos remedios: o el casamiento o la desvergüenza. O si no entrar de monja en un convento. En ese caso hay que tener cuidado con los panaderos, los lecheros, los jardineros y los curas, para no ponerle los cuernos a Dios Nuestro Señor.

—No bromees, Normita.

—No estoy bromeando, Flor. Si fueras una descarada podías continuar viuda, vestida de luto, yendo por ahí, de uno en otro, divirtiéndote, desahogándote. Pero como no eres nada de eso, como eres realmente seria, entonces tienes que casarte, no puedes hacer otra cosa...

—El deseo de una viuda, Normita, se entierra con el difunto; la viuda no tiene derecho ni siquiera a los recuerdos cameros, a recordar las noches en que yogaban, cuanto más las ilusiones de noviazgo y casamiento, de otro marido. Todo eso no pasa de ser un insulto a la memoria y a la honra del finado.

El deseo de una viuda es tan vivo como el de una doncella o el de una casada si no más, loca; de este modo le respondía, enérgicamente, doña Norma. Casarse de nuevo no es ningún insulto a la honra del difunto; cualquier mujer puede reverenciar la memoria del marido muerto y al mismo tiempo ser feliz en compañía de un segundo esposo. Sobre todo ella, doña Flor, cuyo primer casamiento había sido tan inusitado y no siempre alegre, para no decir lo peor.

Fue una conversación larga y beneficiosa, a solas las dos amigas, con esa intimidad que sólo es posible cuando hay verdadera estimación. Dos hermanas no se entenderían tan bien. Y doña Flor quedó finalmente convencida. Quizá ya lo estuviese antes, tras el cruel debate consigo misma. Pero no lo hubiera confesado jamás, sin embargo, si doña Norma no le arrancase los velos del prejuicio, de un falso luto podrido de deseo...

—Pero, Normita, ¿qué adelanto con estar de acuerdo? ¿Quién me va a querer de novia? Nadie quiere ser el que come las sobras del muerto, y yo no voy a salir a ofrecerme..., me voy a morir consumiéndome...

—Quítate el cartel y apuesto a que antes de seis meses...

—¿Qué cartel?

—Ese que llevas en la cara: «Soy viuda para siempre, no existo para la vida y para el casamiento.» Decídete, vuelve a reír, a ser igual a todo el mundo y te juro que en menos de seis meses...

Esta conversación tuvo lugar unos días después del carnaval, que aquel año cayó muy tarde, siendo ya marzo, más o menos un mes después del primer aniversario de viuda de doña Flor.

En la mañana de aquel fúnebre aniversario, doña Flor estuvo en el cementerio con lágrimas y flores, demorándose junto al túmulo largo tiempo, como si allí encontrase alivio y calma. Fue uno de los días más tranquilos entre todos los de su confusa época de viuda; sólo se sentía triste por el recuerdo del difunto, con una nostalgia profunda y sedante. Los días de carnaval le resultaron más penosos. La música y las canciones, muchas de las cuales eran las mismas del carnaval anterior, le traían recuerdos de aquel terrible domingo. Al acodarse en la ventana para presenciar el paso de una comparsa, una murga, un conjunto, una agrupación, recordaba a Va— dinho, muerto en el suelo del Largo Dois de Julho, entre serpentinas y confetis, vestido de bahiana. Cuando el Afoxé de los Hijos del Mar, desfilando en todo su esplendor, se detuvo frente a la Escuela de Cocina: Sabor y Arte, obedeciendo al silbato de Camafeu, y la negra Andreza de Oxum alzó el estandarte de la reina de las aguas y danzó un paso deslumbrante — las ventanas llenas de gente, la calle abarrotada, los aplausos entusiastas—, doña Flor se deshizo en llanto, y todo el dolor, toda la ausencia se derribaron de golpe sobre ella. Hacía un año, con el cuerpo del finado extendido sobre la cama de hierro, todavía tuvo ánimos para espiar el paso del Afoxé sobre los hombros de doña Norma y doña Gisa, con el pecho lleno de vida y de muerte a la vez.

Tan brusca y reciente fuera la muerte que aún contenía cierta ilusión de vida. Sólo con el correr del tiempo habría de darse cuenta doña Flor, definitivamente, del vacío irremediable, de la ausencia definitiva.

En el carnaval anterior, con el muerto allí, pudo, sin embargo, ver el Afoxé por lo menos subrepticiamente.

Pero en este carnaval no podía soportar la gloriosa visión de los Hijos del Mar, marchando al ritmo de los atabales. Aun ignorando que esa detención del conjunto frente a su casa, esa interrupción del desfile, y la danza, las ondulaciones de Andreza cual un barco sobre las olas, eran el homenaje del Afoxé al siempre recordado socio y amigo, fallecido hacía un año, aun así, doña Flor no pudo contenerse: sólo veía su cuerpo desnudo y exangüe, muerto para siempre.

Le resultó difícil aquel carnaval, toda su vida era cada vez más difícil. Era como si el difunto aprovechase esa estruendosa alegría para mezclarse con la angustia de su deseo insatisfecho; y su sufrimiento fue aumentando hasta ser tanto y tan grande que doña Flor ya no pudo soportarlo más en silencio y soledad. No le fue posible seguir guardando su secreto por más tiempo, el pecho desgarrado, la cabeza embotada, exhausta. Doña Flor era un desecho. Y fue entonces cuando se confió a doña Norma.

Doña Norma le garantizó noviazgo y casamiento a breve plazo si de verdad estaba dispuesta a ello, sin máscara ni tapujos. Buscaron la aquiescencia de doña Gisa, pero la gringa le daba muy poca importancia al noviazgo y al casamiento, ridículas exigencias legales e inhumanas; había estado leyendo al príncipe Kropotkine y terminó mezclando el anarquismo con el psicoanálisis.

Con matrimonio o sin matrimonio, en opinión de la profesora de inglés, doña Flor tenía un «complejo de culpa» que la estaba torturando, y del cual se liberaría sólo cuando rompiese los tabús, «realizándose de cualquier modo». ¡Qué consejo más absurdo!: practicar el amor libre, arrimarse, tener un enamoramiento, una aventura, en fin, pero inmediata. Ni que doña Flor fuese una loca de atar o la más cínica y deschavetada de todas las viudas.

Doña Norma sí servía de ayuda y de consuelo: que doña Flor dejara de confundir el recato con el odio al mundo, la honestidad con el prejuicio, y doña Norma era capaz de apostar dinero a que en menos de seis meses verían a la viuda con un nuevo anillo en el dedo, por lo menos de novia.

Doña Gisa no apostaba: ¿por qué tenía doña Flor que esperar seis meses, soportando horrores? ¿Para qué esa tontería habiendo tanto hombre suelto por el mundo? Pero, de haber apostado, hubiese perdido: casi siempre, entre la sabiduría de los libros y la sabiduría de la vida, quien acierta es la vida.

Ya fuese que doña Flor se humanizó, yendo más allá de la seca urbanidad en su trato cortés, volviendo a sonreír y a conversar con uno y otro, gentil y atenta aunque siempre discreta, o fuese por simple casualidad (como es más probable), un mes después de su conversación con doña Norma y de la discusión con doña Gisa, se hicieron evidentes, y constituyeron un motivo de público debate, la proba inclinación y las honestas intenciones que ella despertó en el doctor Teodoro Madureira, socio de la Droguería Científica, de la esquina de Cabeca. Vibrante y victoriosa, doña Dinorá exigía reconocimiento:

—Lo adiviné hace muchos meses, lo vi en la bola de cristal y se lo dije a todo el mundo: un señor distinguido, hombre de bien, doctor y con dinero. ¿No salió verdad? ¡Mis albricias, señora doña Flor!

—Un gran partido, ¡qué suerte la tuya! — sentenció unánimemente el coro de amigas y comadres en medio de un delirio de bisbiseos.





11




Nadie sabe en qué momento comenzó a interesarse el farmacéutico. No es fácil determinar la hora y el minuto exactos en que comienza el amor, sobre todo ése que es el definitivo amor de un hombre, el amor de su vida, lacerante y fatal, independiente del reloj y del almanaque. Tiempo después, en un instante de mutuas confidencias, el doctor Teodoro le confesó a doña Flor, con cierto risueño estiramiento, que la venía mirando hacía mucho, desde antes que enviudara. Desde el pequeño laboratorio situado en los fondos de la farmacia la veía cruzar el Largo, siguiendo sus pasos por Cabeca, contemplándola absorto. «Si alguna vez decidiera casarme lo haría con una mujer así, bonita y seria», monologaba junto a los tubos de ensayo, junto a los frascos de drogas. Un sentimiento puro y platónico, naturalmente, no era hombre de inquietarse por una mujer casada y dedicarle otros pensamientos menos nobles, poniéndole ojos golosos, o, mejor dicho (para repetir la misma expresión utilizada por el farmacéutico, exacta y elegante, adornando con sus galas estas letras vulgares y populacheras), con «los culpables ojos de la concupiscencia».

La que primero notó la inclinación del farmacéutico fue doña Emina, señora que por lo demás se preocupaba poco por la vida ajena: estaba enterada estrictamente de los chismes necesarios para no quedar atrasada con respecto a los sucesos que ocurrían a su alrededor. Al lado de las otras, ávidas por cualquier rumor, doña Emina era discreta y timorata.

Ocurrió el día del «trote», en que los principiantes de las facultades, a comienzos de abril, se desbandan por las calles y avenidas conmemorando la iniciación del curso lectivo. En larga procesión, bajo la batuta de los veteranos, los novatos — con la cabeza afeitada a navaja, envueltos en sábanas, amarrados unos a otros por una cuerda, como una hilera de esclavos— llevaban pancartas criticando al Gobierno y a la Administración, con ironías sobre la carestía de la vida y la incapacidad de los políticos.

Procedente de la Facultad de Medicina, en el Terreiro de Jesús, el desfile cruzó la ciudad en dirección a la Barra, deteniéndose en ciertos lugares, tales como la plaza Castro Alvés, Sao Pedro y Campo Grande. En esos puntos de máxima concentración de curiosos, los veteranos hacían la delicia de los asistentes con disparatados discursos, pronunciados desde el lomo de los burros.

Los moradores de las adyacencias del Largo Dois de Julho y de Cabeca, en cuanto oyeron las cornetas y los clarines anunciadores, que sonaban por la Ladeira de Sao Bento, se encaminaron a Sao Pedro. Iban juntas en alegre grupo doña Norma, doña Amelia, doña María del Carmen, doña Gisela, doña Emina, doña Flor.

Según la información de doña Emina, precisa y concreta, el doctor Teodoro estaba muy en lo suyo, junto al mostrador de la farmacia (indiferente a los clarines y al trote de los asnos, vestidos de profesores y de hombres públicos), conversando con el empleado y la muchacha de la caja, cuando las avistó. Se puso tan nervioso que doña Emina, pareciéndole raros los visajes del doctor, estuvo observándolo, pudiendo seguir paso a paso sus sospechosas andanzas. El farmacéutico, un señor de ánimo pacato y maneras comedidas, apenas vio a las amigas abandonó aprisa la cómoda postura, la actitud pachorrienta en que estaba, y se apartó del mostrador poniéndose casi rígido para saludarlas, con un buenos días sonoro y cordial. Un detalle importante: extrajo un peine del bolsillo del chaleco y lo pasó por sus negros cabellos, por otra parte sin necesidad, pues el peinado resplandecía inalterable bajo capas de brillantina. Desapareciendo su cortedad, el boticario comenzó a agitarse como un adolescente. «Pensé que se iba a poner la chaqueta sólo para saludarnos», dijo doña Emina, preguntándose por la causa de tanto afán y tanto celo.

De inmaculada camisa blanca y chaleco ceniza; con gruesa cadena de oro formando una curva pronunciada desde un bolsillo al otro, de la que pendía un sólido patacón también de oro, herencia paterna; perfecta la raya del pantalón, los zapatos en el colmo del brillo, el anillo de graduado: todo un tipazo, alto y simpático. Se inclinó, saludando al grupo.

Las amigas respondieron amablemente; el farmacéutico era una personalidad notable en los alrededores, bien visto y estimado. Siempre según el testimonio de doña Emina — rico en minucias, como se ve—, los ojos del doctor Teodoro sólo miraban a doña Flor, ciego para las otras; una mirada que si no era de concupiscencia, por lo menos era de codicia. «Te comía, te devoraba con los ojos», así es como la hábil observadora le describía a doña Flor la exacta expresión de aquella mirada.

Cuando ya no las podía ver desde atrás del mostrador, se puso delante; después fue a la vereda del establecimiento, y finalmente, luego de una breve indecisión y haciendo una advertencia a los empleados, salió calle adelante tras el alegre grupo. Se situó cerca de las amigas, en las inmediaciones del gran reloj de Sao Pedro, disimuladamente. Tomando la cadena de oro, sacó el reloj y se sonrió, satisfecho de la precisión suiza de su cronómetro. Doña Norma y doña Amelia, para no perder detalle del «trote», se subieron a un banco del pequeño jardín; las otras se situaron alrededor de ellas, alzándose sobre la punta de los pies. Desde donde estaba, medio escondido por la base del reloj, el doctor Teodoro seguía con devoción cada movimiento de doña Flor. Dona Emina, que lo controlaba, manifestó que el farmacéutico no había visto nada del divertido «trote»: los novatos, pintados de anaranjado, bailando una danza macabra; los veteranos reclamando cerveza y gaseosas en los bares y almacenes. Si el doctor Teodoro se sonreía, era acompañando la sonrisa de doña Flor, y sus aplausos eran copia de los de la viuda, mirándola embobado. Doña Emina le tiró de la falda a doña Norma que estaba aplaudiendo, de pie en el banco, los disparates que decía un estudiante montado en un burro (el animal aprovechaba la parada para mordisquear restos de basura entre la suciedad de la calle). Al principio doña Norma no comprendía el palpitante mensaje que le enviaba su amiga con los ojos y los dedos. Pero finalmente, localizando al farmacéutico en mangas de camisa y en éxtasis, compartió, pasmada, su alborozo.

—Chica... — le dijo—. ¡Qué cosa...!

Doña Amelia y doña María del Carmen fueron advertidas de inmediato acerca de la sorprendente actitud del doctor Teodoro: medio escondido detrás del reloj, con la mirada prendida en doña Flor. Sólo doña Gisa se mantenía distante, entregada a la lectura de los carteles estudiantiles; según ella, las manifestaciones de los estudiantes contenían un precioso material para el estudio del alma colectiva. Doña Gisa no perdía ocasión de estudiar, había nacido con el destino de saberlo y explicarlo todo (a través de la ciencia más moderna). Pero para las otras el material más precioso e ilustrativo era el extraño comportamiento del boticario.

—Chicas..., hay que ver para creer...

El desfile continuó hacia la Piedade y ellas lo siguieron. Pero doña Norma, pretextando tener que transmitir un recado, se quedó atrás, dando una vuelta a la manzana: «Vamos a poner esto en limpio y ahora mismo.» Por un instante el doctor Teodoro permaneció indeciso, a los pies del monumental reloj, pero terminó por irse tras ellas, caminando despreocupadamente como quien va sin prisa y al azar, por placer.

Doña Norma y las demás amigas, excepto doña Flor — totalmente ajena a lo que sucedía—, y doña Gisa, que divagaba sobre la «vocación de los jóvenes para la causa pública», estaban tentadas por la risa. De pronto detuvieron su marcha, y doña Norma fue a dar el mencionado recado, a la puerta de una casa particular. Tomado de sorpresa, a pocos metros de distancia, el doctor Teodoro se vio obligado a proseguir. Pasó junto a las amigas evitando mirarlas, fingiendo que no las veía, pero tenía tan poca experiencia en esas cosas que daba pena: estaba sobresaltado, imaginaba ser objeto de risa y miradas de burla, sin saber dónde meter las manos, un desastre. Hasta que perdió la cabeza y se lanzó hacia la primera esquina, que dobló casi corriendo. A su paso, doña María del Carmen no se contuvo y dejó escapar una risa apagada.

—¡Chiss...! — indicó doña Norma.

—¿Adonde va con tanta prisa el doctor Teodoro? — preguntó doña Flor, al verlo desaparecer por la callejuela.

—¿Quiere decir que no se enteró, tontita? ¿Qué es lo que pasa? ¿Lo va a mantener en secreto o lo va a contar a sus amigas? ¿O es que no tiene confianza?

—¿De qué se trata, mujer? Ustedes viven inventando cosas... ¿Qué es esta vez?

—No me diga que aún no se dio cuenta...

—¿De qué, por el amor de Dios?

—De que el doctor Teodoro está chocho por usted...

—¿Quién? ¿El farmacéutico? Ustedes tienen el meollo reblandecido, son una banda de locas..., dónde se habrá visto..., el doctor Teodoro, el hombre más ceremonioso..., es un disparate...

—¿Disparate? Ya perdió todas sus ceremonias, querida, anda deschavetado...

Continuaron tras el desfile, broma tras broma, mofándose, riéndose, y la pobre doña Flor sintiéndose en el potro del tormento. Pero cuando regresaron, doña Norma se encontró a solas con ella en la casa de la viuda y le habló en serio. Había estado observando el comportamiento del farmacéutico, una persona que, como decía con razón doña Flor, estaba llena de etiqueta y de formalidades: nunca se oyera decir que mirase intencionadamente a las dientas y mucho menos que hubiese seguido a alguna por la calle, en mangas de camisa, pasándose antes el peine y escabulléndose detrás del reloj público como un turbado adolescente. No apartó los ojos de doña Flor, no la perdió de vista un momento. Y esto no eran charlas de comadres ni invenciones; doña Norma incluso se había negado a participar en las chanzas, pues, tratándose de un hombre de bien y tan circunspecto, no se debía tomar a la ligera un asunto tan serio, entre burlas y mofas. Un partido así, hija mía, se encuentra muy raramente: un ciudadano maduro, en buena edad para doña Flor, licenciado, un doctor con título y anillo, dueño de una farmacia, rebosante de salud, no lo harían mejor si lo inventasen.

—¿Tú crees, Normita, que él tiene algún interés? Yo no creo de ningún modo que esté interesado: ¿quién va a querer comer pan de ayer, carne masticada, sobras de difunto? Nadie quiere eso...

Doña Norma la miró de arriba abajo:

—Dios te bendiga... — dijo con una mueca de aprobación.

En aquel momento, doña Flor, un tanto excitada por la novedad, entre curiosa y azorada, lo que menos parecía era pan viejo, pan de la víspera con gusto ácido, y menos aún carne con aspecto de podrida; muy por el contrario: una tez suave de cabo verde, de un cobre antiguo y perfecto, sobre una faz lozana y fresca; carne perfumada y joven, con aroma de pitanga, un espléndido pedazo de mujer. Usada, sin duda; tuvo marido, se acostó y yogó con él en la cama de hierro; sin embargo, era más apetecible que muchas doncellas de alfeñique, pues el virgo no lo es todo, ni mucho menos, aunque goce de tanta estimación y tanta fama. En el fondo no es casi nada, una frágil película, una gota de sangre, un ¡ay!, y sobre todo un viejo prejuicio; si alcanza un valor tan alto es porque se beneficia con una publicidad milenaria y cuenta con el ejército y el clero, la policía y la prostitución, todos dedicados a convertir el tapón de la mujer en el rey del mundo. Pero ¿qué es una doncella, con su deseo bobo, ignorante, comparada con una viuda, cuya ansiedad está formada por el conocimiento y la ausencia, la contención y la penuria, el hambre y el ayuno, lúcida y atrevida en su deseo? «Déjame decírtelo, Flor: por sobras así no sólo suspira el doctor Teodoro, sino, ciertamente, además de él, muchos otros que no sabemos.» Lo que doña Norma quería saber era otra cosa:

—¿Y tú qué dices? ¿Qué te parece? ¿Serás capaz de amarlo?

Al principio ni siquiera quiso considerar el problema de sus sentimientos antes de tener la certeza de que por parte del farmacéutico existía tal inclinación, y de que todo aquello no era más que una burla o un equívoco, pues no estaba dispuesta a cometer errores otra vez y a ser humillada nuevamente, como sucedió antes con el asunto del «Príncipe» y con la actitud de don Aluisio. Pero ante la presión de doña Norma, que le exigía con amable impertinencia una rápida respuesta, doña Flor confesó que no le disgustaba el boticario. Caballero de finos modales, un primor de distinción, y hombre de buen ver, que daba gusto mirarlo, le recordaba a un artista de cine muy en boga; era un parecido ligero pero lo suficiente para que le resultara simpático. En fin, si realmente fuera verdad todo eso, era posible, e incluso probable, que doña Flor llegara a sentir por él... ¿lo que había sentido por el finado? Eso no, era distinto..., ella era otra, no era la misma de ocho años antes, casi nueve, cuando conoció al tarambana en la fiesta del mayor y repentinamente, sin sopesarlo ni reflexionar, le dio su corazón. (Y de inmediato, alegremente, su senos y sus muslos, en el fragor del Largo y en la oscuridad de la playa.) Loca por él, perdida hasta el punto de entregarse, de darse por entero y sin garantía cuando él lo pidió, refregando en la cara de doña Rozilda, que se había convertido en enemiga del enamoramiento y prohibido el matrimonio, la perdida virginidad.

Ahora era una viuda reposada y reflexiva, incapaz de desenfrenos, de sentimientos y acciones precipitados, perdonables en una jovencita que está en edad de noviar, pero inadmisibles en una señora que anda por los treinta y lleva velos de luto (aunque por dentro la está quemando una hoguera). Si algo de todo eso fuese cierto, ya verían cómo con el tiempo brotaría en ella un sentimiento amoroso, con la tranquila mesura de la ternura y la comprensión, sin las violencias juveniles del delirio en los rincones oscuros o en el pasillo de la escalera. Quizá llegara a surgir un sentimiento así, un amor maduro y apacible, a partir de un idilio discreto. A doña Flor incluso le parecía posible que así fuese, pues, como ya había dicho, el doctor Teodoro no era antipático ni feo, y no le tenía aversión, pareciéndole atrayente, cosa que ahora percibía. Y hete a doña Norma viendo ya el noviazgo y el casamiento, previendo una doña Flor feliz, como siempre había merecido y nunca fuera.

—¡Ah, mi santa, qué lindo va a ser! Ahora no seas estúpida, no te atranques en la casa, no frunzas el ceño...

Pues doña Flor, si bien confesaba su interés por el boticario, en seguida agregaba su decisión de no salir a demostrarlo, a ofrecerse, a contonearse frente a la droguería, exhibiendo sus necesidades, sus ojeras de cuaresma, de dura abstinencia, de ayuno forzoso. Eso jamás, Normita.

—Pues yo no voy a admitir que pierdas una ocasión así...

Mucho tiempo le costó a doña Norma persuadir a la viuda: que no fuese tonta ni se las diera de indiferente. Quien, como doña Flor, estaba ardiendo en brasas vivas, con necesidad de casarse, y casarse pronto para no terminar histérica o loca, o para no salir por ahí y entregarse a cualquiera, haciendo vida de burdel, de viuda a quien le costaba poco llenar de cuernos la calavera del difunto, poniendo una selvática y viciosa plantación de guampas en su honrada sepultura. ¡Ah!, estando como estaba tan declaradamente ansiosa por el calor de un hombre, de un meneo de cama, no podía presumir de viuda fiel hasta la muerte, con luto eterno y amurada hendija, con la concha enterrada con el vínculo del fallecido, como una mustia flor a los pies del muerto, inútil y marchita:

—Sirviendo sólo para hacer pipí...

Era mejor resolverse de una vez a aceptar un nuevo marido y vivir con él una vida decente y honesta, renovada por el amor y la alegría, manteniendo honrada, limpia y tranquila la tumba, la memoria y el esperpento del primero. Sin hablar mucho de él, para no ofender al sucesor. Además, en los últimos meses doña Flor parecía haber olvidado el nombre y el apellido del finado. Antes, por llevarles la contraria a las comadres, que maldecían y cubrían de insultos su recuerdo, doña Flor andaba con él en los labios el día entero. Después lo encerró dentro de sí, como una joya preciosa y rara, cuando las amigas y las vecinas lo dejaron en paz en su sepultura (si se acordaban de él no lo decían). Entonces, sólo se trataba de continuar así, retirando de la sala, de un modo natural, el retrato del granuja, con su sonrisa de cínica desfachatez (y también, ¿a qué negarlo?, con su gracia irresistible), y guardarlo en el fondo de un baúl y en el corazón. En la pared de la sala (y en el sexo) la presencia del segundo... ¡Y qué segundo, hija mía!, una belleza de hombre en la fuerza de la edad y ¡qué distinguido!

Casarse pronto, tener marido, vivir con él una vida decente y honesta como era propio de su carácter y como era su obligación, en vez de quemarse en sueños solitarios, mordiéndose los labios, crujiendo los dientes, conteniéndose solamente por miedo y prejuicio. Ella, doña Norma, no permitiría que doña Flor perdiese tan magnífica oportunidad; una oportunidad única, imposible otra mejor, ¡y que la perdiese por falso recato, por tontería, por estupidez! ¡No, tres veces no!

Así pues, al terminar la clase vespertina, durante la cual doña Flor enseñó a las alumnas la receta de un dulce de gelatina y coco llamado «Crema del Hombre» (nombre que provocaba chistes — «¡Ay!, ¡qué crema tan sabrosa!»), doña Norma vino a buscarla y la arrastró al Cabeca, con el pretexto de ir a comprar más flores. Una compra bien difícil: una docena de angélicas de «dificultosa» elección. Doña Norma no se apuraba a componer el ramo, siempre insatisfecha — ante el asombro del vendedor, el viejo negro Cosme de Omulu—; demora que se debía al doctor Teodoro, pues éste, sumido en las profundidades de la farmacia, no se hacía visible. A las flores siguieron los acarajés de Vitorina... y nada..., el farmacéutico no aparecía en el mostrador. Pero doña Norma no era de las que se dan por vencidas: entró embistiendo farmacia adentro, arrastrando a una doña Flor desconcertada, y pidió al empleado un paquete de algodón. Doña Norma le preguntaba casi a los gritos, furiosa, si es que quería meterse bajo tierra. «¿En dónde se vieron tantos escrúpulos?»

En el pequeño laboratorio del fondo, por detrás de los grandes frascos azules y rojos, como en un grabado de libro de alquimia, vieron al doctor Teodoro moliendo sales y venenos en un mortero de piedra; llevaba puestos los lentes y pesaba con mucha atención lo ya molido — cantidades mínimas de polvos y sales— en una pequeña balanza de juguete. Concentrado en el misterio de la preparación de la receta no se dio cuenta de la presencia de las señoras en el establecimiento, como si no llegara hasta él la voz de doña Norma contando un suceso publicado en los diarios.

Dejando la balanza, el boticario puso en un tubo de ensayo el polvo de los minerales molidos, en ínfimas porciones, agregándole veinte gotas exactas de un líquido incoloro, después de lo cual todo quedó envuelto en una humareda anaranjada que circundaba de ciencia y de magia la cabeza morena y fuerte del doctor.

Doña Norma no perdió la oportunidad y su voz resonó, aduladora:

—Fíjate, Flor, querida, si el doctor Teodoro no parece un brujo, todo rodeado de azufre..., ¡renegado sea el diablo!

Estremecióse el doctor al oír el nombre, no el suyo, el de doña Flor: mirando por encima de los lentes (útiles tan sólo para distinguir algo de cerca), constató la presencia de la poesía entre los remedios y sintió conmoverse sus cimientos más profundos, con un escalofrío en el bajo vientre. Quiso levantarse, pero estaba tan atolondrado y entontecido que hizo un mal movimiento y fue a parar al suelo, partiéndose el tubo de ensayo en mil pedazos. Y el remedio casi terminado (una medicina para calmar la tos de doña Zezé Pedreira, una viejita de cristal, de la calle de la Forca) se convirtió en una mancha oscura extendida por el suelo, mientras la humareda color sangre persistía en tomo al austero rostro del doctor.

—¡Ay!, Dios mío... — exclamó doña Flor.

Y nada más sucedió ni se dijo una palabra más. Doña Norma pagó la cuenta del algodón, riéndose, pues la figura del droguista no podía ser más cómica, semierguido en la silla, la mano en el aire como si todavía sostuviese el tubo de vidrio, los anteojos resbalándole por la nariz, mudo y estupefacto.

Toda confundida, muerta de vergüenza, salió doña Flor puerta afuera mientras doña Norma lanzaba una mirada de complicidad al romántico boticario, como quien echa una cuerda a un náufrago. El doctor Teodoro intentó articular una palabra, pero no pudo.

Doña Norma alcanzó a doña Flor en la esquina: ¿le quedaba todavía alguna duda sobre el estado de ánimo del farmacéutico? ¿O acaso quería — exigencia absurda en una viuda carcomida por el deseo, gimiendo en la cárcel del luto— un candidato de mejor estirpe, clase y complexión? Imposible un partido mejor, mi santa: doctor con diploma y con anillo de amatista verdadera, propietario establecido, buen mozote, muy compuesto con su chaleco y su oro, de salud robusta, de hábitos morigerados, un señor de bien, un soberbio cuarentón.





12




Un soberbio cuarentón: iba saliendo punto por punto, sin faltar detalle, todo cuanto la bola de cristal y las grasientas cartas le revelaran a doña Dinorá aquella tarde la profecía; así hubieron de reconocerlo las amigas y comadres en la figura del doctor Teodoro. El dinero y el título universitario, la complexión y el talle, la silueta, el porte digno, los buenos modales, todo; y sin embargo, cuando en su momento buscaron por las calles y las plazas, entre afanosas carcajadas, un rostro que correspondiese a la descripción de la vidente, nadie pensó en el farmacéutico. ¿Cómo explicar semejante absurdo, si estaba a la vista, si bastaba mirar para verlo? ¿Ceguera de las comadres y amigas o simulación de este pormenorizado relato, error fatal para más jolgorio de la crítica adversa? Ni error ni engaño; sí, en cambio, una especie de obcecamiento colectivo que impidió a las comadres y amigas descubrirlo en los discretos fondos de la farmacia, las lentes sobre la nariz, la cadena de oro, inclinado sobre las drogas, mezclando venenos para transformarlos en remedios, y distribuir salud a domicilio y a precios módicos.

El cronista de los casamientos de doña Flor, de sus penas y alegrías no hizo más que ser fiel a la verdad al no incluir al doctor Teodoro en la lista de los pretendientes cuyas candidaturas proponían las comadres, pues ninguna de ellas se acordó del boticario, no apareciendo su nombre en el baile, al son de las sabrosas habladurías en torno a la viudez de doña Flor, cuando todas querían distraerla. Por lo demás, poco perdió el doctor con tal olvido; en el mejor de los casos sólo habría logrado participar en aquel sueño de doña Flor cuando ella se vio en la ronda, rodeada de palurdos que aspiraban a su mano. Mejor para él: ni en sueños le tocó hacer un papel ridículo, y de este modo no se desgastó en la estimación de la viuda.

Pero ¿por qué tal ceguera, por qué lo olvidaron, por qué no lo descubrieron en el mostrador de la farmacia, junto a los vidrios azules y rojos, envuelto en olor a medicinas, con la aguja de la inyección pronta para pinchar los brazos y las nalgas de todas las vejanconas dientas suyas? Viéndolo y tratándolo tanto, ¿por qué no se habían fijado en él?

Por considerarlo irremediablemente opuesto al casamiento. Por esa razón, al hacer la lista de los solteros de la calle no pusieron en la cuenta al boticario, como si fuera casado, con mujer e hijos. Ni siquiera doña Norma, en su meticulosa búsqueda de novio para la desvaída María, su vecina y ahijada, se acordó de él en ningún momento. ¿El doctor Teodoro? Ese no se casó ni se casará, no vale la pena fijarse en él, es perder el tiempo, aunque quisiera construir un hogar, no podría, ¡qué lástima, pobre!

Y como se trataba de una verdad tan sabida y aceptada, se explica que no haya sido blanco de las burlas y los chismes, como lo fueron los otros célibes conocidos, en toda esta historia de la viudez de doña Flor.

Doña Dinorá, emperatriz de las intrigantes y adivinas, pasaba diariamente frente a la Droguería Científica, y dos veces por semana mostraba allí su fláccido trasero. ¡Ah!, ¡qué fugaces son las vanidades y las grandezas humanas!: ese mismo trasero ahora flojo había sido loado por los versos de rimas satánicas de Mestre Robato, cuando era un adolescente vate de la escuela demoníaca; por entonces, verlo y tocarlo costaba cheques y fajos de billetes a los ricos señores del comercio; hoy lo descubría ante el farmacéutico para que le pusiera la dolorosa inyección contra el reuma. Pero ni así fueron sus ojos de vidente capaces de prever el futuro, de adivinar que el moreno señor que agarraba su piel fláccida era el soberbio cuarentón de la profecía. Porque ella sabía, y mejor que nadie, hasta qué punto le era imposible tomar esposa.

No por afeminado, por impotente o por doncel a quien repugnasen las mujeres. Por Dios, ni pensar que pueda surgir una sospecha de esa especie, pues el doctor Teodoro, hombre pacífico, amable, de buen vivir, sería muy capaz de salirse de su habitual comedimiento y dar sobradas pruebas de su masculinidad rompiéndole las narices al canalla que lo injuriase al poner en duda su condición de hombre entero.

De hombre con mucho servicio de macho, aunque discreto. Si alguien exigiera sobre este asunto un testimonio preciso e indiscutible bastaría entrevistar en el Beco do Sapoti a la pujante y pulcra pardusca Otaviana das Dores (o Tavita Languidez) y romper con unas monedas la reserva debida a su selecta clientela: dos magistrados de segunda instancia, tres comerciantes de la Cidade Baixa, un padre secular, un profesor de medicina y nuestro excelente farmacéutico.

Por sus manifiestas cualidades de limpieza, de discreción y de seriedad — parecía más bien una señora que recibía acogedoramente a sus amistades en su casa—, Otaviana mereció ser elegida y frecuentada por el doctor Teodoro, infaltable los jueves después de la cena. Los clientes de Tavita, una élite preclara y sigilosa, tenían día fijo (o noche marcada), cada uno con sus hábitos y gustos distintos, con sus preferencias — a veces muy exquisitas, como las del magistrado Lameira, casi coprófilo—, y ella los atendía a todos con competencia y soltura, dándoles total satisfacción. A unos y a otros, a los varones normales y sin problemas, como el doctor Teodoro, y a los viejos sátiros reblandecidos, come— boñigas y chupa— ombligos, dejando a todos contentos y regalados.

A las veinte horas en punto, todos los jueves, el doctor Teodoro cruzaba el umbral de la puerta, siendo recibido con especial estimación y cortesía. Instalado en una mecedora, frente a Otaviana, que tejía escarpines de nene, bebiendo algún licor de fruta, una especialidad de las hermanitas del convento de Lapa, el doctor Teodoro y la mundana mantenían un provechoso diálogo, pasando revista a los acontecimientos de la semana, a las noticias de los diarios. Acostumbrada a convivir con señores ilustrados, Tavita había adquirido cierto barniz de erudición, era de agradable conversación, toda una intelectual, y en el Beco do Sapoti la consultaban con cualquier motivo. Además era muy moralista, criticaba las costumbres actuales, esos disparates que se ven por el mundo, esa juventud incrédula y desenfrenada.

Así pasaba el farmacéutico la hora de la digestión, escuchando y compartiendo los edificantes conceptos de la mulata... «Este mundo está perdido, señor doctor, no hay santo que lo arregle.» Iban después al dormitorio, oloroso a hojas aromáticas, y el doctor Teodoro entraba con Otaviana — en una cama de sábanas blanquísimas— con derecho a bis. ¿Y cómo seguir dudando de su machismo si sabemos que él hacía casi siempre uso de tal derecho y repetía gallardamente el buen jolgorio?

Sin aumento de precio, digámoslo, pues Tavita Languidez no cobraba por vez sino por noches; por la noche entera, incluso cuando el cliente, limitado en su libertad por el control familiar, salía apurado, utilizando sólo el breve margen de tiempo que puede justificarse con una mentira cualquiera. Precio salado, tarifa alta, placer caro; pero el refinamiento en el trato y tanta gentileza y competencia valían el derroche.

El doctor Teodoro permanecía algunas veces hasta la medianoche, echando de cuando en cuando un sueñecito en aquella cama con colchón de parturienta, blando y cálido, mientras la gentil Otaviana velaba su reposo. Antes de irse todavía le ofrecía un mungunzá, o un dulce de arroz, o maíz tostado, o una nueva copa de licor para «restaurar las fuerzas», como le decía susurrando, con una sonrisa mimosa, la parda y digna fulana.

Las comadres no lo inscribieron en sus listas ni lo tuvieron en cuenta en sus bromas matrimoniales porque sabían que sólo se dedicaba a la madre, una anciana paralítica para quien el hijo lo era todo. La anciana había tenido un derrame, y en esa circunstancia el doctor Teodoro, recién licenciado, le prometió mantenerse soltero mientras ella viviese. Era lo menos que podía hacer para probarle su gratitud. Perdió el padre cuando tenía dieciocho años y se preparaba para el examen preliminar en la Facultad de Medicina.

Quiso interrumpir los estudios y residir para siempre en la ciudad de Jequié, donde vivía, y hacerse cargo del pequeño negocio de haciendas, único bien legado por el padre además de montones de deudas y una amplia fama de hombre bueno. Pero la viuda, mujer resuelta, aunque de frágil apariencia, no admitió el sacrificio: la única ambición que tuvo el finado era que el hijo se licenciase, y el joven Teodoro demostraba ser un óptimo estudiante al que los profesores pronosticaban grandes éxitos. Que se presentara a los exámenes y siguiese la carrera, que ya la madre se encargaría del negocito. Sólo hubo un cambio: en lugar de medicina siguió farmacia, que duraba tres años menos.

Sólita, trabajando noche y día, permanentemente fatigada, la viuda administró la casa y el negocio, pagando las deudas y garantizando la mensualidad al hijo universitario. Más de una vez intentó él emplearse, pero la madre se opuso: su tiempo para los estudios era sagrado, tenía que dejar el trabajo para después de licenciarse.

Cuando lo vio hecho un doctor, de anillo y diploma, envuelto en la toga negra y en la solemnidad de la colación de grados, no soportó tanta alegría: esa misma noche, de regreso al hotel, tuvo el derrame. Se salvó por milagro, pero quedó paralítica para siempre.

El joven farmacéutico, viéndola al borde de la muerte, en un gesto de héroe de dramón, aunque sincero, le juró que estaría siempre a su lado y que seguiría soltero mientras ella viviese. Al día siguiente lo primero que hizo fue romper su compromiso con Violeta Sá y no volvió a tener otra novia. Como única alegría y diversión le quedó el fagot, instrumento que aprendió a tocar cuando todavía era un alumno de secundaria, en la Lira Municipal.

Al licenciarse, vendió el negocio de Jequié, y adquirió, en sociedad con otros, una parte de una decadente farmacia de Itapajipe, propiedad de un médico que tuvo triste fin: víctima de una celebridad prematura cometió los mayores desatinos, obligando a la familia a internarlo. El doctor Teodoro alquiló casa cerca de allí y vivió exclusivamente dedicado al trabajo y a la madre tullida, inmovilizada en una silla de ruedas, la mirada perdida, la voz ronca y dificultosa, celosa del hijo. Por las noches se sentaba junto a ella y ensayaba solos de fagot para aliviar la terrible soledad de la enferma. Así permaneció durante años y años, saliendo muy poco del barrio, en el que era popular y estimado. Cuando conoció al músico Agenor Gómez, ingresó con su fagot en la orquesta de aficionados que reunía, en torno al competente maestro, a unos cuantos médicos, ingenieros, abogados, un juez, un dependiente y dos comerciantes. Todos los domingos se juntaban para tocar en casa de uno de ellos, felices con sus instrumentos y sus composiciones. Bajo la dirección del joven titular, la farmacia volvió a su antigua prosperidad y la fama del doctor Teodoro, como hombre recto y bueno, fue imponiéndose y creciendo con el tiempo. Fueron muchas las pretensiones que surgieron en torno al fagot del joven farmacéutico, pero éste, serio e incapaz de hacerle perder el tiempo a una joven casadera, no entretuvo ni dio esperanzas a ninguna. Todas las finezas propias del noviazgo las reservó para la paralítica: flores, cajas de bombones, delicados regalos y hasta una sonata compuesta por el maestro en homenaje a esa devoción filial, titulada «Tardes de Itapajipe con el amor materno». El médico trastornado se murió y el doctor Teodoro atendió los problemas de la sucesión, resolviéndolos como si se tratara de los bienes de su familia. Tal vez por eso la viuda concibió la idea de casarlo con la hija más joven, una atorranta que daba miedo. Por suerte para el doctor Teodoro la promesa no se lo permitía, porque de lo contrario podría haberse visto de pronto casado con la pelandusca (hasta tal punto era dominadora la viuda, que ya había llegado a tratarlo como si fuera su suegra, disponiendo de su vida). Alarmado, el doctor Teodoro sólo tuvo un recurso: traspasar su parte de la sociedad, retirándose de la farmacia y de la amenaza de noviazgo.

Cuando estaba preguntándose qué hacer con el dinero recibido se encontró con un conocido suyo (suyo y nuestro, pues ya lo hemos visto en otra ocasión, al volante de su auto en la calle Chile, casi atropellando a doña Rozilda, y encima soltándole regios exabruptos), el experto representante de productos farmacéuticos Rosalvo Medeiros, quien le dio un dato de primera: un próspero establecimiento, la Droguería Científica, situado en un punto formidable, era causa de una de esas sórdidas luchas entre herederos de una sucesión en litigio, una torpe pelea familiar. Excelente oportunidad para quien tuviese dinero; podía hacer una compra estupenda.

Y así lo hizo el doctor Teodoro, adquiriendo las partes de dos de los cinco herederos, abonando algo al contado y el resto a plazos. Emprendía de este modo algo grande, adquiría un patrimonio. En los comienzos pasó momentos de apuro, rescatando documentos que pagaban elevados intereses. En aquellos primeros tiempos le fue muy útil su relación con el banquero Celestino, a quien lo recomendara otro miembro de la orquesta de aficionados, el doctor Venceslau Pires da Veiga, que era casi tan buen violín como famoso bisturí. El portugués percibió en seguida que se trataba de un hombre serio: tenía vista y olfato, no se engañaba nunca. Y le facilitó la renovación de los pagarés, aliviando así su situación.

Hombre de pocos gastos (sus lujos se reducían a una enfermera competente para la madre, el fagot y la visita semanal a Tavita Languidez), el farmacéutico, gracias al apoyo del banquero, cruzó sin mayores riesgos aquellos primeros tiempos en Cabeca, cuando aún estaba endeudado. Un año antes de sentirse atraído por doña Flor había pagado, con un suspiro de alivio, el último vencimiento.

Ahora ya no era más el socio de una pequeña farmacia en Itapajipe, sino de una droguería en el centro de la ciudad. Y, aunque socio menor, poseía las dos quintas partes del capital y hacía y deshacía en el negocio, pues los tres hermanos no se entendían y era muy raro que pusieran los pies en la Científica (a no ser para pedir un adelanto a cuenta de los dividendos).

Además, como farmacéutico titular del establecimiento y por la atención diaria del mismo, le correspondía una participación mayor en las ganancias. Esperando que más pronto o más tarde podría comprar las otras partes, cuando los hermanos, una caterva de inútiles haraganes, acabasen por tirar en la buena vida el resto de la herencia, el doctor Teodoro fue ganando paulatinamente el respeto y la estimación del barrio; incluso de las comadres.

Cuando llegó a Cabeca, irreprochable en su traje oscuro, serio y competente, un solterón rondando los cuarenta, las comadres, apenas verlo, se pusieron en campaña. Escudriñaron su vida íntima, evaluaron su ciencia — «qué mano más delicada para las inyecciones», «receta mejor que muchos médicos»—, pasaron por un peine fino los menores detalles de su biografía, desde los estudios costeados con el trabajo de la madre, al frente del negocito de Jequié, hasta los solos de fagot — arte y placer del célibe— y las lágrimas del capítulo dramático del derrame, cuando el doctor Teodoro jurara no amar a ninguna mujer para atender mejor a la paralítica.

Doña Dinorá, escrupulosa y exacta, obstinada en la averiguación de los menores detalles, amplió su campo de investigaciones hasta Itapajipe, en donde entrevistó a la enfermera que había cuidado a la viejecita en su sillón de lisiada. Su dedicación de hijo merecedor de una sonata — melodía y poema— se impuso a la maledicencia de las comadres, quienes dejaron al boticario en paz con sus austeros hábitos y su madre enferma.

Estaban tan acostumbradas a verlo a través de su solemne compromiso filial que ni se dieron cuenta del profundo cambio cualitativo ocurrido meses antes, cuando la madre del doctor Teodoro murió en su sillón de ruedas, en el que había vivido durante más de veinte años, quedando el hijo libre de su fatal promesa. Libre para casarse. Pero es que para las comadres el farmacéutico no existía como tema de chismes y rumores. Chismorreaban sobre todo el mundo menos sobre él, «el doctor Teodoro es un hombre recto».

Cuál no sería su asombro, pues, cuál no sería su estupefacción — el fin del mundo— cuando estalló la noticia del interés que tenía el droguista por la profesora de cocina. ¡Ah, traidor! Las comadres, en formación de combate, ocuparon todas las posiciones estratégicas entre la Droguería Científica y la Escuela de Cocina: Sabor y Arte. El doctor Teodoro tenía que cruzar, con su paso mesurado, su saco gris— ceniza o azul, y su austera compostura, por entre las miradas y las sonrisas de las vecinas, cuando pasaba ante la ventana desde la que doña Flor respondía con una sonrisa breve y amable al respetuoso pero apasionado saludo del pretendiente. ¡Ah, traidor!, ¡cazurro!, ¡simulador...! — se decían con las miradas y los gestos las intrigantes—. Continuaba viviendo en la misma lejana casa de Itapajipe, pero ya no se apresuraba a tomar el tranvía primero y el elevador luego apenas cerraba las puertas de la Droguería: ya no lo esperaba más, con nerviosa impaciencia, la madre entenada. Tomó la costumbre de almorzar y cenar en el restaurante del portugués Moreira, y rondaba por Cabeca, Maciel, Sodré, como si no pudiera abandonar las cercanías de la viuda. La cortejaba de lejos, discreto, sin imponerle su presencia. Pero ¿cómo actuar con discreción, en los límites de la reserva, con tanto comadrerío en torno, tropezando a cada paso con una de las beatas, escuchando las insinuaciones de doña Dinorá?

El doctor Teodoro, hombre de actitudes francas, enemigo de fraudes y embaucamientos, se sentía incómodo. La situación se le fue haciendo insoportable. Doña Norma se dio cuenta:

—Me da pena...

Doña Flor se sonreía con simpatía:

—Pobrecito...

—Esto no puede continuar así..., voy a dar un paso...

Doña Norma decidió tener una sincera conversación con el apasionado farmacéutico para resolver aquello de una vez. La misma doña Flor tampoco podía ya ocultar que también estaba interesada, refiriéndose a él con afecto, firme en la ventana a la hora en que el doctor pasaba por la calle.

—Voy a hablar con él...

—¿Estás loca, criatura? Va a pensar que yo te mandé, que soy una perdida, una que se anda ofreciendo por ahí...

—No seas tonta..., déjame a mí...

Pero doña Norma no llegó a tomar la iniciativa, pues aquella misma tarde doña Flor se presentó en la casa de ella casi sin aliento, llevando en la mano las hojas y el sobre de una carta. Papel azul con orlas de oro y perfume de sándalo, un primor.

Declaración en regla, frases de galanteo en selecto portugués, relación de bienes y de cualidades, puestos unos y otros a los pies de la dama; honestas intenciones, nobles palabras y el soplo de una pasión verdadera que trasponía los rectilíneos límites de la reserva dándole a ese documento — en el que se revelaba todo un carácter— el tono de un alegato de amor, tembloroso y vivo. — ¡Fabuloso...! — dijo doña Norma, leyendo con avidez y entusiasmo—. ¡Es un coloso!





13




Así como el primer casamiento de doña Flor hubo de realizarse a toda prisa, en rápida y restringida ceremonia, en el segundo todo sucedió como debe ser, muy ordenadamente y hasta con cierto brillo. El primero no fue precedido por el noviazgo, yéndose derechamente desde el cortejo (impúdico) al matrimonio, pasando por la cama (antes de hora). Porque se había celebrado en aquella desagradable y embarazosa situación de urgencia debido a la necesidad de cubrir con el aval del Estado y de la Iglesia el virgo destapado anticipadamente por el festejante, y de este modo restaurar, si no el preciado pellejo, por lo menos el buen nombre de la familia.

Esta vez el casamiento se hizo con participaciones e invitaciones impresas, con noticia en la columna de «Sociales» de A Tarde — con una elogiosa referencia al doctor Teodoro, «nuestro estimado y conspicuo suscriptor»—, música, y gran iluminación, y gente, mucha gente en la iglesia de Sao Bento, donde el celebrante, don Jerónimo, pronunció uno de sus más elocuentes sermones; a su vez, en la ceremonia civil, el juez, doctor Pinho Pedreira, con los elegantes conceptos que lo caracterizan, vaticinó a la nueva pareja, en un breve y amable discurso, una vida de paz y armonía «bajo el signo de la música, voz de los dioses». El enjuto y preclaro juez era colega del novio en la orquesta de aficionados reunida bajo la batuta del maestro Agenor Gómez, siendo distinguido clarinete de la misma.

Tuvo así el segundo casamiento de doña Flor cuanto le faltó al primero. Organizado con escrupulosa eficacia por doña Norma a pedido de los novios, cada cosa estuvo en su lugar a la hora prevista, todo de muy buena calidad y a precio accesible, habiendo contribuido al éxito la ayuda entusiasta de toda la vecindad.

¿Qué es lo que no podía conseguir doña Norma? Incluso logró la presencia de doña Rozilda y su total reconciliación con la hija. Vinieron también, de Nazareth, el hermano y la cuñada de doña Flor, registrándose sólo la ausencia de Rosalía y Antonio Moráis, pues el mecánico mantuvo su resolución de no volver a Bahía hasta que la suegra se hubiese ido a tomar «vacaciones permanentes en el infierno».

Esta vez doña Rozilda no encontró nada que criticar: era un casamiento a su gusto, tanto la ceremonia como el yerno. Al fin un yerno que se acercaba al modelo soñado en los lejanos días de la Ladeira do Alvo; no del todo, naturalmente, no era el príncipe perfecto, el ideal casi alcanzado con el estudiante Pedro Borges. Pero, en fin, era un doctor, con recursos, socio de una farmacia bien surtida y situada. Hombre probo y de mundo, alguien en la vida, no un pobre diablo que ganaba el pan rastreando bajo los automóviles de los otros, lleno de grasa, como el marido de Rosalía; y mucho menos un vago atorrante, un charlatán como el primer esposo de Florípedes. A este doctor Teodoro ella podía exhibirlo sin menoscabo ante sus relaciones de élite, era un hombre de pro, un yerno con solidez, con recursos.

En el segundo casamiento lo único que faltó fue el período de festejo, y con razón, pues no queda bien que una viuda se deje cortejar en una esquina o en el escondido rincón de un portal, con abrazos y desenfrenos: besitos, apreturas, toca— aquí— toca— allá, las manos de él en sus pechos o recorriendo sus muslos. Descaros y desvergüenzas tolerables en el noviazgo de una doncella siempre que sean serias las instituciones del cortejante, lo cual le da derecho a algunos anticipos, pero insoportables e inmorales cuando se trata de una viuda.

He ahí por qué al declararse el doctor Teodoro a través de tan noble epístola, se resolvió entre las partes — con el consejo y la aprobación de parientes y amigos— un respetuoso y breve período de compromiso durante el cual podrían doña Flor y el doctor Teodoro conocerse mejor y apreciar mutuamente sus cualidades y defectos, para decidir o no casarse. La amarga experiencia de doña Flor — al decir de Sampio, embajador plenipotenciario— no le permitía dar un paso tan serio sin amplias garantías de éxito.

Un paso tan serio: ni siquiera doña Norma, con toda su buena voluntad y su no menor capacidad, se animó a dar por su cuenta un consejo a la amiga sobre el tenor de la respuesta a las hojas azul y oro que trascendían a perfume de sándalo y a pasión. Para ella, íntima y fraternal amiga de doña Flor, al tanto de sus secretos, de su necesitada situación de joven hembra presa en las redes de la viudez, no cabía duda que ese casamiento era la solución perfecta para todos los problemas de la amiga. Pero la respuesta a la ardiente y cortés declaración no podía reducirse a una palabra: «Acepto.» ¿Y después?

Era necesario aprovechar la ocasión para poner todo en su lugar, precisando actitudes, condiciones y plazos, de forma que doña Flor no fuese víctima de la condenación de las gentes, ni tampoco se prolongase demasiado la ridícula imagen que ofrecía ahora el inexperto farmacéutico, hombre bien considerado y de respeto, que de repente se veía convertido en payaso y en motivo de burlas por parte de las comadres que espiaban su paso por la calle y describían sus miradas y suspiros, divirtiéndose a costa suya. He ahí por qué doña Norma no sólo convocó a su entrañable amiga doña Gisa, letrada y sabionda, sino que también quiso oír a don Sampaio y apoyarse en él. Al principio pensó en Nazareth das Farinhas o en Río, en la madre y en los otros parientes de doña Flor.

Pero tanto ella como la viuda concordaron en que era inútil la presencia de los bondadosos viejos en los debates preliminares del caso. Si llegase el momento solemne del compromiso, entonces sí, harían salir de su jardín a la tía Lita y al tío Porto de sus coloridos paisajes para recibir la petición del pretendiente y comprobar sus intenciones.

Aquélla fue una noche complicada para doña Norma, que tuvo que pedirle a doña Amelia que la sustituyera en la cabecera de una prima suya, en quinto o sexto grado, que recién acababa de dar a luz:

—Esta Normita no tenía por qué haberse ofrecido a acompañarla, la joven está llena de parientes,..., se ofreció de puro entrometida, ¡qué mujer más atolondrada...! — protestaba doña Amelia, camino del hospital contra su voluntad.

También doña Gisa hubo de deshacer un compromiso: una reunión musical en casa de unos amigos alemanes, donde, a media luz, se oían discos de Beethoven en devoto silencio, sorbiendo alguna copita. En cuanto a don Sampaio, fue de mala gana, a la fuerza: no estaba en sus costumbres meterse en la vida ajena y mucho menos entrar en el terreno de los palpitos a propósito de un asunto tan personal como el casamiento. Pero tratándose de doña Flor, criatura a quien realmente estimaba, viuda honesta ¡y qué churro, qué postre! (don Sampaio no podía reprimir sus malos pensamientos), se decidió a salir, resolviendo dejar sus ocios y sus principios para atender el pedido.

Tras una nueva lectura de la carta, hecha en voz alta y con comentarios, don Sampaio comenzó aquella histórica conferencia en la cumbre (como diría la prensa de hoy):

—Me gusta, es un hombre de elevados sentimientos — opinó el dueño de la zapatería.

Se oyó a continuación el tímido asentimiento de doña Flor:

—Sí, pienso que sí... ¿Por qué no? Me parece simpático...

—¿Simpático? Es un pedazo de hombre, un zorro — protestó doña Gisa, dispuesta a usar la jerga bahiana en su media lengua de gringa.

Finalmente, por sugestión de doña Norma, resolvieron darle plenos poderes a don Zé Sampaio para que en nombre de la viuda hablase con el farmacéutico sobre los trámites necesarios, dándole el sí pero no sin condiciones. Debían terminar de inmediato las demostraciones, e iniciar un noviazgo discreto, precedido de un encuentro con los tíos de doña Flor en el que se oficializaría el compromiso.

Hecho esto, el doctor Teodoro podría frecuentar la casa de la prometida tres veces por semana, los miércoles, sábados y domingos. Los miércoles y los sábados debía llegar después de la cena, permaneciendo hasta las diez de la noche; todos los encuentros, como es natural, debían suceder en presencia de terceros, para no dar lugar al más mínimo rumor sobre la responsabilidad de la viuda. El régimen era más suave los domingos, que debían comenzar con un almuerzo en Río Vermelho, en casa de los tíos, y terminar con una función de cine en compañía de los Sampaios o de los Ruas. No es posible cerrar el acta de aquella memorable reunión sin hacer constar en ella el descontento y el desacuerdo de doña Gisa con tales limitaciones. Se había opuesto con énfasis a la mayoría de tan ridículas y tontas exigencias, normas retrógradas que en su opinión no eran más que restos de la Edad Media, feudales y penosos. Pero el mismo Zé Sampaio, hombre de experiencia, las consideraba necesarias para preservar sin mancha el buen nombre de la vecina.

Todo indicaba que el doctor Teodoro era un hombre de bien — como sugerían su comportamiento anterior y los elevados conceptos de su carta—, pero aun así debía protegerse a la viuda contra cualquier abuso, no fuese que el boticario, después de estar día y noche en casa de la indefensa doña Flor, después de pasearla de un lado para otro en giras y excursiones, quizá a lugares distantes, nadie sabe dónde, los dos solos, saliera luego el bribón escapándose de repente, como tantas veces había sucedido en semejantes casos. ¿Dónde irían a parar entonces la honra y el límpido buen nombre de la vecina? Si sucediera eso, doña Flor pasaría, de ser considerada como una viuda ejemplar por su seriedad y comportamiento, a ser vista como orinal de difunto, en el que cualquiera hace pis y se marcha. Doña Gisa, con su sapiencia, podía reírse de esas costumbres, pero él, José Sampaio, celoso de la salud moral de doña Flor, opinaba que...

¡Edad Media, feudalismo, Santa Inquisición...! ¿Dónde se vio que una mujer de treinta años, viuda, dueña de hacer su gusto, dueña de su dinero, ganado con su trabajo idóneo, necesitase testigos para recibir la visita del novio, un caballero que pasaba los cuarenta? Sólo en el Brasil era posible semejante atraso..., en los Estados Unidos todo el mundo se reiría...

Don Sampaio escuchaba en silencio a la gringa, observándola, dándole la razón en lo más recóndito de su pensamiento: todas esas precauciones, esos testigos, eran una gran tontería, ya que finalmente quien da lo que es suyo se lo da a quien quiere y cuando mejor le parece... ¡Y qué bueno sería si la gringa, con tanta chachara y tanto futurismo, resolviese darle a él algo para poner en práctica sus teorías, su desprecio por los convencionalismos, por esas chiquillerías...! ¡Pero nada! Tanta palabra, tanta indignación, tanta ciencia y tantas letras, y después era una roca. Por lo menos hasta que hubiera pruebas en contra. Si se entregaba era en secreto. ¡Y qué secreto más absoluto! Nadie, ni siquiera doña Dinorá, tuvo jamás la menor sospecha, ni un solo gesto; ni siquiera se le conocía un pretendiente. Muchas habladurías, sí, pero todo en vano, todo concluía desvaneciéndose en la nada. Y la gringa se reía, feliz de la vida, con todos los síntomas físicos y morales del sexo satisfecho, bien servido, mientras las comadres seguían despistadas, sin descubrir una paja por más que escarbasen.

Vaya usted a saber, a lo mejor no se daba y era seria de verdad..., lo cual, finalmente, era consuelo, reflexionaba melancólicamente don Sampaio, mientras daba por finalizada la conferencia. Al día siguiente, contrariando una vez más sus hábitos, don Sampaio tardó en salir camino de su zapatería: estaba esperando la hora de la cita con el doctor Teodoro en la Droguería, deseando desembarazarse pronto del encargo.

Fue una conversación cordial, aunque al principio un tanto difícil, hilvanada con azoramientos y reticencias. Don Sampaio no sabía cómo abordar el tema y el doctor Teodoro se estrenaba en tan delicada faena. Sin embargo, llegaron a entenderse gracias a su mutua buena voluntad: el tendero lleno de simpatía por la causa, el farmacéutico dispuesto a cualquier acuerdo siempre que en él se incluye el casamiento con la viuda, guiado por su pasión definitiva de hombre maduro. El encuentro tuvo lugar en el laboratorio, en los fondos de la botica, que en apariencia estaban al abrigo de las miradas y de los oídos indiscretos. Nada más que en apariencia, pues en esa hora matinal, doña Dinorá, en guardia permanente, observó el cauteloso abordaje de don Sampaio, su sospechosa demora en el retiro del laboratorio (ni un tratamiento de sífilis tardaba tanto), y decidió asomar la cara por allí con el pretexto de su inyección contra el reumatismo (cuando la verdad no tenía que dársela hasta el día siguiente y por la tarde).

El susto de los conspiradores al ver el rostro de la entrometida equivalía por sí solo a una confesión; pero además ella ya había escuchado un fragmento de la conversación, una reveladora afirmación de comerciante de calzados:

—Siendo así, mi querido doctor, mis felicitaciones a las dos partes, a usted y a ella..., ambos merecedores...

La noticia corrió rápidamente de boca en boca, circulando por todas las calles de los alrededores, y doña Flor comenzó a recibir felicitaciones incluso antes de conocer el éxito de la misión tan brillantemente llevada a cabo por don Zé Sampaio (que además fue nombrado padrino del acto religioso, en agradecimiento).

El sábado por la noche, a la espera del encuentro del pretendiente con la viuda, se hizo una pequeña y animada velada frente a la casa de doña Flor: las comadres se apostaron sin la menor vergüenza en la acera del argentino, espiando desde allí la sala de recibo de la Escuela de Cocina. Dona Flor aguardaba, sonriente y apacible, la excitante visita; la rodeaban, como es de rigor, sus parientes próximos, en este caso, sus tíos y sus amigos más íntimos (incluso dona Dinorá, que amenazó con declarar una guerra sin cuartel si no se la invitaba), tres o cuatro parejas, doña María del Carmen y la joven Marilda (tan nerviosa como si se tratara de la petición de su mano), y, en el mejor sillón, el doctor Luis Henrique, personalidad de la Administración Pública y de las letras patrias y amigo de la familia, una especie de pariente rico. Afuera, los no invitados aumentaban en cantidad e importancia.

El doctor Teodoro llegó a la hora exacta, con la precisión de su cronómetro suizo, con una elegancia que había que verlo: de flor en el ojal, un espléndido personajón que estremeció a todas las comadres. Ceremoniosamente recibido por tía Lita, luego de saludar a todos los presentes se dirigió al lugar que se le había designado de acuerdo a un riguroso protocolo: en el sofá, al lado de doña Flor.

Doña Flor estaba resplandeciente con su nuevo vestido, hermosa y simple en su rubor y su recato, toda cobre y oro. Nadie podría adivinar, viéndola tan tranquila, de ánimo tan firme, hasta qué punto estaba por dentro muerta de angustia, oprimida y afligida, hasta qué punto creciera su ansiedad en esos días de esperanza y de duda. Al fin iban a pasar los tiempos duros, las negras noches, el desierto de luto y soledad: iba a emprender de nuevo la cabalgata del placer, iba a gozar del amor.

Sentóse el doctor Teodoro en el borde del sofá y todo fue silencio y espera, un minuto solemne, inolvidable y muy incómodo. El farmacéutico recorrió con los ojos la sala llena, encontrándose con la animadora sonrisa de doña Norma. Entonces, volviendo a ponerse de pie, se dirigió a doña Flor y a los tíos y dijo cuán feliz sería «si ella quisiera hacerle la merced de aceptarlo como novio y futuro esposo en breve plazo, resolviendo ser su compañera en el sendero de la vida, ruta pedregosa, llena de obstáculos y tropiezos que se transformaría en un paraíso si él contara con su apoyo y su bálsamo...».

Una arenga de orador, era una retórica digna de un bachiller o de un político, toda una faceta inédita del doctor Teodoro. «¡Cuántas virtudes tiene este hombre!», pensó doña María del Carmen, que de todos los presentes era la que menos trato tuviera con el pretendiente. Prosiguió su discurso afirmando que ya se sentía en los umbrales del paraíso por el hecho de estar allí, entre los tíos y los amigos más dilectos de la que era el motivo de su vida; era una pena que no estuvieran presentes también la hermana y el hermano, la cuñada y el cuñado, y, sobre todo, la venerable anciana, la santa madre de doña Flor...

Tan imprevista mención a doña Rozilda casi hace atragantarse a doña Amelia, a quien se le atravesó una carcajada en la garganta: «Espera a conocerla y ya verás qué santa es la viejita», se dijo, tapándose la boca y desviando los ojos para intercambiar una mirada con doña Norma o doña Emina. En resumen, el doctor Teodoro deseaba solicitar la mano de doña Flor, su mano de esposa, en presencia de tantos valiosos testigos. Tan lindamente habló que doña Norma no se contuvo y aplaudió, con gran indignación de don Sampaio: «¿Dónde se vio aplaudir en momentos así, cuando se impone los más discretos modales?» Pero doña Flor restableció el orden y la armonía poniéndose de pie también y tendiendo su mano hacia el pretendiente:

—Yo también deseo casarme con usted...

El doctor rozó apenas la mejilla de la novia con un beso y luego hubo una confusión general de abrazos, felicitaciones, parabienes y besos de las mujeres, mientras los invitados, que habían permanecido afuera, penetraron en la casa, regañando al doctor Teodoro:

—Don simulador, santo falso...

Una mesa cubierta de dulces y saladitos atrajo a las indómitas comadres. Marilda y la criada servían licores caseros: de huevo, de violeta, de grosella, de umbú y de araca, cuyo paladeo fue causa de que el farmacéutico cometiera una risueña equivocación:

—¡Ah!, estos licores son excelentes... Los hacen las hermanas del convento de Lapa, ¿no?

Y es que el sabor le había resultado conocido, idéntico al de otros licores gustados en alguna otra casa también acogedora, también de una agradable calidez humana. Los demás se rieron de su afirmación, pero no quisieron aceptarla ni siquiera como hipótesis, considerándolo casi un insulto: ¿acaso no tenía él noticia de las dotes de doña Flor? No sólo era una cocinera insuperable y una repostera sin rival, sino también una maestra en licores; los de las hermanitas de Lapa, del Destierro o de los Perdones son mejunjes, jarabes de farmacia, señor doctor, no se pueden comparar con los de su novia ni de lejos...

No, no tenía noticia de su don para los licores; confundido, en actitud de autocrítica y penitencia, ofrecía su mano para recibir el castigo. Hasta él había llegado, eso sí, la fama de su regia cocina, que aseguraba que doña Flor no era profesora de condimentos por azar sino por competencia, por ser una verdadera artista. Nunca tuviera antes ocasión, desdichadamente, de probar esas delicias; pero le había llegado la hora del desquite. Con toda seguridad iba a engordar mucho.

Y así pasó la alegre fiesta del compromiso. En una de esas vueltas que da el mundo, el doctor fue a parar a la antesala del lecho de doña Flor, en la orilla de su esperanza. Se sentía torpe, pues no tenía experiencia en noviazgos y conquistas, ya que su trato más íntimo con una mujer se reducía al encuentro semanal con Otaviana. Si alguna vez el farmacéutico había percibido, tras la hetaira, la sutileza de Tavita Languidez, y le ofreció, además de las monedas contantes y sonantes, la gentileza de una palabra suave, con el correr del tiempo ese tráfico de sentimientos se redujo a las habituales cordialidades y amabilidades, las corteses atenciones, con dulces y licores y conversación en la cama, todo libre de galanteos y ternuras de noviazgo o de enamoramiento.

Cuando él se despidió, doña Flor le ofreció nuevamente la mejilla para el casto ósculo que, entre temeroso y tímido, pero sobre todo tieso, le dio el comprometido novio. Doña Flor alcanzó a sentir el temblor de su mano al rozar sus dedos húmedos. Y pensó que el doctor Teodoro también ardía por dentro, lo mismito que ella.

Esa noche doña Flor soñó con él y sólo con él, viéndolo como un gigante moreno, fuerte, invencible, de amplio pecho («una mosca blanca», como decía doña Gisa chasqueando la lengua), que venía y la raptaba.

Así fueron los esponsales de doña Flor. En las calles de los alrededores no se comentaba otra cosa. Por lo demás, sin discusiones ni habladurías, con unánime aprobación. No surgió una sola voz que discordase: todos simpatizaban con el noviazgo del boticario y la viuda, los cuales, en la opinión general, estaban hechos el uno para el otro.

Primero doña Flor estableció un plazo de por lo menos medio año para la fecha de casamiento. Ésa fue una de las pocas cláusulas que el novio discutió. ¿Por qué tanto tiempo, preguntó el doctor Teodoro, si no tenían que preparar el ajuar ni problemas que resolver? Las amigas y las comadres estaban de acuerdo con él, y la misma doña Flor acabó por darle la razón, reduciendo a tres meses aquella etapa pudorosa, de sofrenado deseo.

Fueron tres meses de bonanza, una vez que se acostumbraron (fácilmente) el uno al otro y vieron que se llevaban bien, cada día mejor. Durante ese período, en las veladas de prolongadas conversaciones, con la participación de doña Norma o de alguna otra amiga, decidieron todos los detalles de su próxima vida en común.

Acordaron residir en casa de doña Flor no sólo porque era más cómoda para el doctor Teodoro — quedaba cerca de la Droguería—, sino porque doña Flor se había negado terminantemente a clausurar las actividades de la Escuela, como él proponía. La farmacia le daba lo bastante como para que pudieran vivir bien, con un modesto pasar — argumentó el doctor Teodoro—; ¿para qué quería continuar con su fatigosa labor? Pero doña Flor se había acostumbrado a ella y en verdad no sabría vivir sin sus alumnas, sin los revoltosos grupos, las risotadas, los diplomas, la disertación y las lágrimas de fin de curso con la entrega de títulos, y algún dinero propio. De ninguna manera, ni hablar de eso.

En todo lo demás, de acuerdo: ni siquiera fue motivo de discusión la cama de hierro, por la que ella sentía secreto apego, pues le agradaba su forma antigua. La novia había temido por su suerte, pensando que quizá el doctor no quisiera dormir en ella, donde el primer esposo la poseyera tantas veces. Cuando hicieron el inventario de lo que debían comprar para arreglar la casa a su satisfacción (por ejemplo, un escritorio en el que el farmacéutico pudiera tomar sus notas y guardar sus papeles), recorrieron pieza por pieza, examinando las cosas y tomando decisiones; al llegar al dormitorio él propuso que se comprara un nuevo colchón, ya que el viejo estaba lleno de montículos, de altos y bajos. Había unos colchones de elásticos, una novedad reciente, magníficos. Él mismo tenía uno, pero de una plaza.

En cuanto a la cama, ¿no sería mejor pintarla, ya que iba a hacer pintar la casa y algunos muebles? Y eso fue todo.

Se iban acostumbrando el uno al otro y doña Flor ya sentía ternura por aquel hombre tranquilo y bueno, un tanto solemne y sistemático, que exigía que todo estuviese en su lugar y a la hora exacta, pero incapaz de una indelicadeza, lleno de atenciones y, sin duda, muerto de amor por ella. Ahora, tanto al llegar como al despedirse (y venía diariamente, pues acabaron con aquella bobería, tan criticada por doña Gisa, de visitarla sólo tres veces a la semana), ya la besaba ligeramente en los labios. Con su fuerte boca apenas tocaba los labios de la viuda. Ella sentía ganas de morderlo, dándole un beso de verdad.

Cierta noche en que fueron al cine llegaron tarde, como sucedía cada vez que salían con los Ruas, y ya había comenzado la función; en la sala, casi llena, no encontraron lugar para sentarse juntos los cuatro en la misma fila, quedando doña Flor y el doctor Teodoro allá delante, incómodos. Incómodos para ver la película porque la pantalla estaba muy cerca, pero solitos en la fila y con las manos entrelazadas. En un momento dado él le rozó suavemente los labios, pero ella abrió los suyos y lo besó profundamente. Ése fue el primer beso cambiado entre ellos, en una caricia de hombre y mujer, pues los anteriores fueron ósculos y no besos. Faltaba una semana para que se acabasen los esponsales, para presentarse ante el juez y el cura. Ese beso era como la inauguración de su intimidad, destruía el pudor y la vergüenza que convirtiera sus relaciones en el más ceremonioso de los noviazgos.

Doña Flor soñaba todas las noches con ese beso de verdad, y en sus vigilias le daba razón a doña Gisa: puesto que iban a casarse dentro de unos días, ¿por qué diablos no matar de una vez el hambre y la sed que los devoraba? No lo hicieron, claro, ni hablaron jamás de eso, y ni siquiera lo insinuaron. De ese beso, sin embargo, nacieron otros, y las manos permanecieron apretadas y las cabezas juntas en la oscuridad del cine. Esa noche doña Flor durmió sin sobresaltos; descansando, al fin, después de muchos meses de pesadillas.

Y así llegó doña Flor, honrada y en calma, al día de su segundo casamiento. La casa lucía hermosa, parecía nueva, pintada al aceite, con un chispeante rebrillar de colgajos y la placa de la escuela reluciendo. Los antiguos muebles estaban dispuestos de otro modo, completándose con los recién adquiridos, como el escritorio y su correspondiente sillón giratorio; en la cama de hierro (ahora azul) ya se había puesto el colchón de elástico — exquisitez de exquisiteces—, un xispeteó. En la pared de la sala ya no colgaban los retratos en color de doña Flor y del primer esposo. En su lugar, en la víspera del casamiento, se puso la fotografía del grupo que se licenció junto con el farmacéutico, en la cual, en medio de sus colegas, estaba él, sonriente, con la toga negra y vestimenta de doctor.

No hubiese quedado bien que el finado continuara presidiendo la casa, le susurró doña Norma a doña Flor. Tenía razón, pero doña Flor no quiso que en la pared estuviera sólo su retrato: un retrato de cuando era jovencita, de la muchachita que ella fuera. Sin juicio, una tonta, tristona chiquilla en la edad de sufrir: la mujer del jugador, no la doña Flor de ahora, un poco más gordita y más reposada, la esposa del doctor, madura para la conquista de la felicidad.

Lo decían todos sin excepción — el mundo de invitados que llenaba la iglesia—, incluido el banquero Celestino, que, siempre tan ocupado, llegó con retraso, como ocurrió en el primer casamiento; lo decían todos al concluir la ceremonia en la iglesia de Sao Bento. En el principio de aquella noche de luna, cuando ya los novios iban a entrar al taxi que los conduciría fuera de la ciudad para celebrar las nupcias en la quietud de Sao Tomé de Paripé, en el golfo verde azul de la Bahía de todos los Santos, con innumerables estrellas, música de grillos y coro de sapos..., todos lo decían, incluso doña Rozilda:

—Esta vez sí que acertó; va a ser feliz.

Esta vez sí: lo decían todos, sin excepción.





IV.



De la vida de doña Flor, en o rden y en paz, sin sobresaltos ni disgustos, con su segundo y buen marido,



en el mundo de la farmacología y de la música de aficionados,



brillando en los salones mientras el coro de los vecinos proclamaba su felicidad



(con el doctor Teodoro Madureira en un solo de fagot)



LA ORQUESTA DE AFICIONADOS «HIJOS DE ORFEO»





tiene el alto honor de invitar a Su Excelencia y a Su Excelentísima Familia al concierto conmemorativo del sexto aniversario de su fundación, a realizarse en los jardines del palacio de los esposos Taveira Pires, en el Largo de Graca, número 5, el próximo domingo a las 20,30 horas.



PROGRAMA

Primera Parte





berger. Amoureuse. Vals.

franz schubert. Marche Militaire.

E. gilet. Loin du Bal. Vals.

franz drdla. Souvenir. Solo de violín con acompañamiento de piano. Solista, doctor Venceslau Veiga. Al piano: señor Helio Basto.

óscar strauss. El sueño de un Vals. Potpurri.



Segunda Parte





francis thomé. Simple Aveu.

othelo araujo. Solo de violoncelo con acompañamiento de orquesta. Solista: señor Comendador Adriano Pires.

graziano— walter. Gemito Appasionato.

Agenor GÓMEZ. Arrullos de Florípedes. Romanza con solo de fagot y acompañamiento de orquesta. Solista: Dr. Teodoro Madureira.

franz lehar. Viuda alegre. Potpurri.



Dirección y piano: maestro agenor GÓMEZ.





1




Habiendo comprobado una vez más el orden absoluto y el irreprochable aseo que reinaba en el lugar, doña Filó fue saliendo despacito, con sus lerdos pasos de obesa:

—No se molesten, angelitos... No necesito decirles que les deseo que tengan una buena noche...

Hasta cuando se proponía ser maliciosa era solamente bonachona y maternal. Había conocido al doctor Teodoro cuando éste era todavía un estudiante, compañero y contemporáneo de su hijo, el médico Joáo Batista.

—Contándolos a ustedes, ¿saben cuántas parejas pasaron la luna de miel en esta habitación, desde que estamos aquí en Sao Tomé? Diecisiete... ¿o dieciocho? Ya ni lo sé, tendría que volver a hacer la cuenta...

Una caricia en la mejilla de doña Flor, una guiñada al farmacéutico:

—Que duerman de un tirón toda la noche, apaciblemente... — Su risa franca, que le hacía temblar los mofletes, resonó por toda la casa; en respuesta, se oyó el comentario que en el cuarto de enfrente hacía el doctor Pimenta, con tono de reproche: («Ahí está Filó, jorobando a los huéspedes.»)

—Ven a dormir, mujer..., déjalos en paz...

—Sólo vine a ver si falta algo... — y, echando una última mirada a la puerta—: Pichoncitos...

Doña Flor y el doctor Teodoro quedaron frente a frente en el enorme cuarto, turbados, inhibidos. La inhibición se había ido acumulando durante el día con las bromas de las comadres, las salidas de las alumnas, los chistes idiotas, las chanzas de los vecinos. Tanto en el acto civil como en la iglesia, cada invitado procuraba ser más ingenioso e insistente en su malicia que los demás. El banquero Celestino dijo cada cosa que daba miedo, ese portugués boca sucia; el taxi ya estaba en marcha y él todavía continuaba la orgía de burlas. Así son siempre las bodas de las viudas, sazonadas con los comentarios torpes, con la sal de los dichos ordinarios. Pero si hasta doña Filó, la persona más buena y más acogedora, hasta ella misma perdía su seriedad y bromeaba, recomendándole prudencia al boticario. Muertos de vergüenza, ellos permanecían mudos sin mirarse, como dos aldeanos.

El doctor Teodoro se acercó a los grandes ventanales que daban sobre el jardín, con la visible intención de cerrarlos. A través de ellos la noche entraba entera en el cuarto; la luna, las estrellas, el croar de los sapos, el rumor de los cangrejos y los aratus, el brillo de los peces como una lámina de acero en la oscuridad del mar, y la mariposa azul marino con manchas de oro, obstinada en torno a la araña de la luz. La brisa venía por entre los cocoteros y las mangueiras y se oía el golpe sordo de los zapotes que los murciélagos hacían caer al chocar con ellos en un vuelo rasante de sombras y fantasmas sobre el charco poblado de grillos y ranas.

Doña Flor, en un impulso repentino — era preciso saltar esa barrera que los separaba, esa paralización inicial y tonta—, se acercó al marido poniéndose de bruces sobre el pretil de la ventana. El doctor Teodoro, venciendo su timidez, la abrazó contra su pecho; con la mano libre señaló la noche de luna, apuntando a la lejanía.

—¿Ves, querida? — decía «querida» todavía con timidez, costándole—. Allá, en lo alto... Es la Cruz del Sur...

Y ella, que siempre había deseado reconocerla, desde niña.

—¿Dónde? ¿Dime dónde, querido mío...? Alzó la voz para decir «querido mío...». La cara del doctor Teodoro se iluminó:

—Allí..., fíjate..., mi querida...

¿Por qué, querido, ese miedo, ese temor? ¿Por qué no me tomas en tus brazos, no me besas en la boca, no me llevas a la cama? ¿No ves con qué impaciencia espero, no adviertes el hambre en mi cara, no oyes los sobresaltos de mi corazón, no adivinas mi ansia? También eran para doña Flor una revelación las estrellas de su íntimo cielo nocturno, de su secreta astronomía.

En la ventana, junto a ella, teniéndola contra su pecho, el doctor Teodoro reflexionaba sobre el modo de actuar para no lastimarla, para no herir su pudor como un sinvergüenza o un descarado cualquiera. Cuidado, Teodoro, no seas atropellado, no te apresures, eres capaz de echarlo todo a perder por falta de tacto; a esta criatura tan recta puedes darle una impresión de la que jamás se repondría. En la cama, no vayas a confundir a tu esposa con una mujer de la vida, con una impúdica fulana, con una meretriz que cobra para satisfacer al hombre, entregada al vicio, y de la cual se abusa y con la que se puede obrar sin tener en cuenta la compostura y el pundonor. Para la lujuria están las mujerzuelas, con su triste oficio. Las esposas están reservadas para el amor. Y el amor, tú lo sabes, Teodoro, está hecho de mil cosas diferentes e importantes. Entre ellas el deseo que corresponde tanto al espíritu como a la materia: cuidado con no convertirlo en sórdido y obsceno. La esposa merece prudencia, sobre todo en relación con cosas tan delicadas, y la noche de bodas es siempre el punto de partida decisivo para una vida feliz o infeliz. Y más aún cuando la esposa pasó por la amarga experiencia de un primer matrimonio desastroso. De acuerdo con lo que te contaron, su primera experiencia no sólo fue amarga sino dolorosa, cruel, llena de sufrimientos y humillaciones.

Por eso mismo, Teodoro, tienes que ser un marido tan delicado y tierno que consigas arrancar del lacerado corazón de la esposa hasta el último recuerdo de toda villanía o falta de respeto padecidos. Sí, él le proporcionaría cuanto le había faltado, sin darle jamás motivo para sufrir o sentirse humillada.

En esa hora de contenida ansiedad en la que ambos buscaban mutua comprensión y ternura, cada uno con sus errores, atrapados en una red de equívocos de la que procuraban encontrar a tientas una salida, se lanzaron al cielo azul temerarios astronautas y de esta forma pudieron encontrar en la órbita de las estrellas la serenidad necesaria y cierta intimidad.

El doctor Teodoro estaba familiarizado con la carta del cielo, con el mapa del universo; conocía los nombres de las constelaciones, satélites y cometas, el número y el tamaño de los astros en las galaxias. Le mostraba con el dedo, en los rincones del infinito, la estrella más pura, y luego la acercaba, como si con su saber y su mano grande la trajera hacia allí para depositarla en el borde de la ventana, sobre la pequeña mano de la esposa.

En la noche nupcial él le dio lo que jamás puede ofrecer un amante a su amante: un collar de astros con su luz divina, y con los volúmenes, pesos y medidas, posición en el espacio, elipses y distancias exactas. Su dedo doctoral los iba eligiendo en el cielo ordenadamente, de acuerdo a su tamaño. Y los astros translúcidos refulgían en el regazo de doña Flor.

Aquella estrella grande para tus cabellos, esa otra casi azul, en la línea del horizonte, la que más brilla, la mayor de todas, ¡ah!, mi querida, es el planeta Venus, impropiamente llamado estrella de la tarde o vespertina cuando se enciende con el crepúsculo y la noche, y estrella de la mañana o matutina, o estrella del alba, cuando irrumpe con la aurora sobre el mar. En latín, ¡oh! mi amor, se dice stella— maris: estrella que guía a los navegantes...

No era una lección de cosmografía, pedante e ingenua, no, era un galanteo ardiente, era su modo de vencer la timidez y ofrecerle la magia de la noche y su amor. Doña Flor, toda envuelta en estrellas y ciencia, la cabeza reclinada en el pecho del doctor, estaba ahora más sosegada. Saboreando el placer que le proporcionaban tales conocimientos, preguntó:

—¿No es Venus también la diosa del amor? ¿Una que no tiene brazos?...

Era algo muy distinto lo que hubiera querido decirle: «Su luz refulge sobre nuestro lecho, es nuestra buena estrella; no tengas miedo, mi querido, no me ofendería si me tomaras, lleno de ardor, si en un arrebato arrancaras ansiosamente este vestido que Rosalía me mandó de Río, si me dejaras desnuda, sólo cubierta por las estrellas, y si cabalgaras sobre mí para irnos, yegua y garañón, por esos campos de mangueiras y cajús, por ese mar de canoas y saveiros.

Pero ¿cómo juntar coraje para decírselo?

Sonriente, el doctor, en osado gesto, le apretó la mano; la suya temblaba. «Sí, era la diosa del Amor en la mitología griega, y la célebre escultura era una creación del genio clásico...»

Doña Flor comprobó de nuevo que también a él le faltaba intrepidez para ser violento y loco, para derribar el muro que los separaba. Semejante hombre con semejante sabiduría y no sabía cómo tomarla y poseerla. En cuanto a ella, ¡ah Teodoro!, por más que lo deseara, no le correspondía tomar la menor iniciativa. Ya casi había sobrepasado los límites de lo correcto, pues la esposa no tiene el deber de ofrecerse a la excitación de su esposo sin parecer una desvergonzada que compite con las mujeres de la vida, una descocada. Eso compete al marido, Teodoro mío.

Él iba a trancas y barrancas, esforzándose. Habiéndole dado antes por adorno un collar de astros, le ofrecía ahora la riqueza de los monopolios de este mundo y, de yapa, la lucha de los pueblos contra los trusts:

—Dicen que por aquí hay una capa subterránea de petróleo inmensa, una riqueza tal que bastaría para que el nuestro fuese un pueblo poderoso...

Ríos de petróleo, torres, perforaciones, pozos, todo a los pies de doña Flor. ¿Qué no le daría él esa noche de bodas?

—Ya me lo habían dicho..., fue tío Porto, que solía andar por aquí...

Doña Flor volvió a reclinar la cabeza en el pecho del marido. Afuera la noche seguía perfumada de jazmín, esa misma noche que los acompañó en el taxi, camino de la casona del doctor Pimenta y de doña Filó, en las lejanías de Sao Tomé de Paripé. Noche de luna en un cielo bajo y fulgurante en el que las estrellas parecían nacer las unas de las otras, anónimamente, pero eran inmediatamente clasificadas por la polimórfica erudición del farmacéutico («Sólo doña Gisa podría hacer pareja con él en cuanto a sabiduría») —...justo ahí arriba, sobre la genipa, las Tres Marías...

La luna llena se hundía en la oscura y densa agua del mar — una negrura de petróleo—, un mar de golfo en tranquila mansedumbre. Los faroles de los saveiros, cometas errantes y rojos, pasaban rumbo a las plantaciones de caña y de tabaco, en las márgenes del río Paraguacu, donde agonizan ciudades y villas de la Antigüedad.

Un mar interior, de dulce bonanza, tibio y quieto. Una brisa suave circulaba entre la jaqueira y el árbol del pan. Doña Flor contempla la belleza de la luna sobre las aguas, las arenas, las canoas, los saveiros. Un mar de calma y paz.

No el mar océano, barra afuera, feroz y peligroso, con oleaje, corrientes submarinas y traidoras mareas, libre mar de vientos desencadenados, de tremendos temporales, mar de tempestades, desplegándose en dirección a las casitas reservadas de Itapoá, donde el amor irrumpe en aleluyas. Un mar de violencia desatada; no con este dulce perfume de jazmín, sino con el olor de la marejada, el ardiente olor de los sargazos, las algas y las ostras, con gusto a sal. ¿Para qué recordar?

¿Para qué recordar si la noche de Paripé era tan amena, con las estrellas, la luna llena, el mar negro y tranquilo, y la paz del mundo sobre los turbados esposos?... Teodoro, muéstrame en seguida más estrellas, aplasta con tu voz y tu sabiduría los recuerdos de un tiempo oscuro, muerto y enterrado. Traza en tu luminosa constelación nuestro largo y apacible camino, ese río en calma, ese remanso, esa vida de la bahía, la vida feliz que hoy inauguramos lentamente. Doña Flor se estremece, sus ojos se humedecen.

—Tienes frío, estás temblando, mi amor. Qué locura exponerte así, al sereno; es peligroso, puedes engriparte, resfriarte. Entremos, cerremos el ventanal. — Y el doctor Teodoro sonreía, con su sonrisa llena de bondad, al preguntarle, un tanto indeciso—: ¿No te parece que ya es hora, querida?

Ella también se sonrió, medio escondida tras él, jugando, entre maliciosa y recatada: «Eres tú quien mandas, mi señor.» Era tan simpático y gentil, un gigante bondadoso; ella sentía su apoyo, su protección. Le dio el brazo, era su esposo: un hombre de bien, fuerte y tranquilo, como ella necesitaba. Un marido de verdad, sin vueltas.

Como este mar de golfo, sin violencia, sin rompientes, pero ¿quién sabe?, quizá con ocultas estrellas, con insospechadas, imprevistas riquezas.

Entre los dos pusieron las trancas de madera en la ventana.

En el cuarto, la noche se hizo pequeña e íntima, recogida, a la medida de la timidez de los dos esposos. ¿Qué pasará ahora, Dios mío? — se preguntó ella cuando terminaron.

Por hacer algo, doña Flor fue poniendo su ropa y la de él en los armarios. A los pies de la cama los dos pares de pantuflas; sobre la colcha el vistoso pijama amarillo del doctor y el camisón de encaje y volados, regalo de doña Enaide a la novia, una obra maestra de bordado. Doña Enaide era una artista y con esa finísima labor había hecho las paces con la amiga, poniendo en la cuenta del olvido aquel asunto con el doctor Aluisio, rábula y zafado, un doctor de pacotilla.

El doctor Teodoro — ¡ah!, ése sí que era un doctor de verdad, de canudo y anillo— observaba su ir y venir. Ella le mostró el camisón, tomándolo por los hombros. «Bonito, ¿no te parece?», y él, al mirarlo y aprobarlo, sintió un escalofrío en la nuca. «Cuidado, amigo mío, no vayas a echarlo todo a perder con un gesto brusco, una palabra fuerte...», se recomendó el novio una vez más. Era preciso ser prudente, tener tacto, durante los siete días de luna de miel que iban a pasar en el paraíso de Sao Tomé, en las lejanías de Paripé, en casa de los Pimenta. Sólo siete días de mar y jardín, de pereza y voluptuosidad; pero la luna de miel iba a durar toda la vida.

Tenía ganas de decirle a doña Flor: «Nuestra luna de miel va a durar toda la vida.» ¿Por qué tan tímidos e inhibidos? Era como si de repente hubieran gastado toda la intimidad que a duras penas conquistaran en el noviazgo. Sin embargo estaban casados, con la bendición del monje de Sao Bento y las felicitaciones del juez enjuto y músico, y antes del casamiento habían intercambiado algunos besos, ávidos y temblorosos, en el cine y en casa, y sentido la ansiedad y la fiebre, arrebatados por un deseo sin disimulos. ¿Por qué entonces esta turbación; por qué se quedaban así, inmóviles y enmudecidos, como dos palurdos, cuando por fin estaban a solas en la hora de ser totalmente marido y mujer? Él hubiera querido decirle a su amor: «Nuestra luna de miel va a durar toda la vida», pero sólo dijo, con la intención de desatar aquel nudo de angustia y de silencio:

—Mientras tú te cambias, yo voy a entrar...

Y entró al cuarto de baño llevando el pijama y las pantuflas, casi huyendo.

Doña Flor se cambió rápidamente ante el espejo mientras oía correr el agua en el baño, perfumándose con agua de colonia y aroma de heliotropo (doña Dagmar le había dicho que era el más indicado para su color). Sobre el cuerpo desnudo, sobre el vientre pelado, sólo el perfume y el encaje del transparente camisón bordado. Cierto brillo de deseo casi impúdico pugnaba por imponerse sobre su honesto pudor, haciéndole bajar los ojos, trémula y medrosa. Cubrió a la vez el deseo y la hermosura, los encajes y los volados transparentes, con la casta sábana en que el espliego dejara su olor familiar e inocente.

El doctor Teodoro regresó, de amarillo, fascinante; con el pijama, parecía haber crecido. Doña Flor pensó: «¡Qué enorme es!» Una vez que colgó el traje nuevo, de casamiento, pantalón a rayas y saco de mezcla, apagó las luces de la araña de cristal, dejando sólo el vacilante e íntimo brillo de la lamparita de aceite ante los santos, en el oratorio secular.

«No me va a ver cuando me quite el camisón.» No iba a ver su cuerpo joven, igual al de una joven virgen, sus senos de doncella — pues no habían amamantado—, su vientre sin las deformaciones de la gravidez, sin la marca del parto, y su rosa de cobre y de terciopelo.

Pero ¿qué importa? Ya vería él su cuerpo cuando terminase la cabalgata, al despuntar de la aurora, en la velada claridad matinal. Ahora lo único que tenía importancia es que lo sintiera joven y ardiente y suyo para siempre. Adivinando su proximidad, doña Flor cerró los ojos, con el corazón sobresaltado.

Al mismo tiempo imaginaba cómo sería, pues ya había estado casada, e incluso antes de estarlo había ido a yogar en un lecho que trascendía a mar y tempestad. Sabía con certidumbre cómo iba a ser, guardaba un recuerdo fiel, exacto, tanto en su mente como en cada rincón de su cuerpo. Un instante más y él, su nuevo marido, cruzando las fronteras de la esmerada educación y del pudor, apartaría la sábana y el camisón, en un tropel de caricias y palabras, y en medio de un desenfreno, de un vendaval de hambrientas bocas y sabias manos, la rescataría de la pudibundez y la vergüenza, llegando al territorio de su húmeda verdad. Sintió el cuerpo del marido junto al suyo, en la cama. Siempre fue necesario conquistarla de nuevo cada vez. Se encogía, se parapetaba tras un manto de vergüenza que recubría de nudosa corteza la pulpa del deseo. Era necesario trasponer esa barrera, sacando a la superficie su avidez de hembra, su recóndito deseo. Ahora, sin embargo, después de tantos meses de viuda honesta (¡ah!, joven y necesitada), meses que fueron una permanente noche interminable y en vela, cuando no llena de sueños desgarradores que la llevaban a una calle de busconas; una noche angustiosa, una vigilia mortal; ahora, después de todo eso, la dura corteza de pudor se había transformado en frágil y delgada superficie, incapaz de resistir al menor llamado.

Con el corazón sobresaltado, cerrados los ojos, espera el gesto brusco del marido, arrancándole la sábana y el camisón, descubriéndola por entero. Pues, según había aprendido a costa de su perdido pudor, ¿dónde se vio yogar en camisón, con el cuerpo vestido o incluso sólo cubierto por el más leve encaje transparente? ¿Dónde se ha visto tal absurdo?

Mas no tardó en verlo, no como algo absurdo, sino diferente. En vez de descubrirla, se cubrió él también, y, bajo las sábanas, la envolvió en sus brazos. Atrajo hacia él su cabeza (la cabellera, de tan negra, casi azul), y la puso sobre su pecho amplio como el muelle de un puerto, besándole la cara, primero con ternura y después, al fin, la boca, en un beso como el que doña Flor había presentido y esperado.

Tomada de sorpresa, se abandonó y con ese beso se quebró la frágil y delgada corteza de su vergüenza. La mano de esposo descendió de la cadera a la pierna, por encima del camisón, llegó a los bordes del encaje, y, sin dar tiempo a que doña Flor se desinhibiese del todo y se liberara de su recato, le alzó los bordados y los volados. Sin perder tiempo en desvestirla y en desvertirse, o en lujuriosas caricias de cama de burdel, siempre bajo las sábanas, se puso sobre ella y la poseyó con voluntad, fuerza y gozo. Todo fue muy rápido y pudoroso, por así decir; muy diferente a lo que antes conociera doña Flor, y por eso mismo se perdió, no logrando alcanzarlo en tan silenciosa y casi austera posesión. Apenas comenzaba a andar suelta por el pasto del deseo cuando oyó el canto victorioso del marido en el otro extremo de la campiña. Doña Flor quedó desorientada, el corazón oprimido, con ganas de llorar.

En ocasión de tanto desencuentro pudo medir, con el metro de la pena y la ansiedad, toda la gama de sentimientos, toda la delicadeza del doctor Teodoro.

Como es sabido, era soltero y no tenía ninguna experiencia en la vida de cama con una esposa, y casi ninguna con una amante o un flirt, ya que sólo había frecuentado mujeres de la vida para no arriesgarse a un compromiso capaz de hacerle romper su promesa. Ni siquiera la parda y limpia Otaviana, durante largo tiempo la única puerta abierta a su deseo, el pozo en que cada semana depositaba su virtud de hombre, ni siquiera ella significó jamás una ligazón tierna, o un ardiente capricho, sino tan sólo una amable respuesta a su necesidad, un hábito agradable a la naturaleza monógama del doctor.

Por lo demás, debe decirse también que debido a sus firmes principios y convicciones ideológicas el farmacéutico rezaba según un catecismo, hoy superado (¡Deo gratias!), que presentaba a la esposa como una flor sensitiva, hecha de castidad e inocencia, merecedora del máximo respeto; para la desvergüenza, para el gozo desenfrenado, para el placer del cuerpo, están las putas y para eso cobran. Con ellas sí, pagándoles, se pueden liberar los frenos de la lujuria sin causarles ofensa o pena, pues son tierras yermas, áridas para el sembradío. Con la esposa nunca, con ella la discreción, el amor puro, bello y digno (y un tanto soso): la esposa, según ese catecismo, es sólo la madre de nuestros hijos.

Pero aun así, atrapado en esos dogmas ya absolutos, a pesar de tantas limitaciones, de tanta ignorancia, se dio cuenta de que había dejado a doña Flor insatisfecha y tensa. Mas, como se ha dicho anteriormente, en la visita semanal a Otaviana el doctor repetía con frecuencia el acto alegremente. Lo mismo hizo con doña Flor en el monumental lecho de Jacaranda, macizo y con olor a espliego, durante la noche de bodas en la casa de los Pi— mentas; debe agregarse, por otra parte, que lo repitió con el mayor gusto, no por obligación, sino contento por tener la oportunidad de un bis. Pero ahora atento y responsable, para no dejarla de nuevo al borde del placer. Y lo consiguió. Lo consiguió a pesar de ser tan poca su experiencia en esos sutilísimos cálculos y medidas, pues jamás le había interesado saber si Otaviana u otra cualquiera quedaba satisfecha al mismo tiempo que lo satisfacía a él con pericia, ya que buscaba y pagaba su placer y no el placer de la mujerzuela.

Supo seguir el ritmo con que se entregaba doña Flor, causándole el juego un goce extremado, un placer como jamás había sentido, ni siquiera cuando — más para satisfacer el capricho de Tavita en noches de malicia que por propia iniciativa— se había entregado a ciertas prácticas licenciosas, de ésas que un hombre puede permitirse con una mundana o una prostituta, pero jamás con la esposa. Con la esposa es diferente, para ella se reserva una amor hecho de materias limpias, una posesión serena, casi secreta, digamos pura, recatada. Pero no por eso menos placentera, como comprobó el doctor Teodoro al oír a doña Flor, suspirando de agradecimiento, pronunciar su nombre:

—Teodoro, amor mío...

Él se apresuró para alcanzarla, llegando a tiempo, pues al terminar se encontraron unidos en un estrecho abrazo y en un beso hondo. Envueltos en ayes y suspiros, en languidez y en frío, ya que la sábana, en el ardor de la lucha, había resbalado de la cama, dejando a los esposos destapados: doña Flor como brotando de la miel, mostrando las vergüenzas. ¡Y qué preciosura de vergüenzas!, observó, atisbando con timidez de reojo, el doctor Teodoro.

Agradecido a tantos bienes y goces la besó en la cara afiebradamente y abrigó su cuerpo con una púdica y una cálida colcha. Y por fin pudo el feliz esposo decirle todo cuanto la quería, con toda la fuerza de su alma:

—Nuestra luna de miel va a durar un tiempo infinito... Toda mi vida te seré fiel, querida mía, jamás miraré a otra mujer, te amaré hasta la hora de la muerte.

—¡Amén! — respondieron a una los sapos y las ranas en la noche de luna y bodas de Paripé—. ¡Amén! ¡Amén! — como en un solo de fagot.

—Yo también, toda la vida — afirmó ella, convencida de su afirmación, satisfecha, liberada de su ansiedad mas no cansada; muy por el contrario, capaz de emprender nuevas correrías, si él quisiera espolearla.

Pero el doctor Teodoro se vestía ya, bajo la sábana y la colcha, comentando:

—Gracioso..., cuando doña Filó hace poco nos quería obligar a comer, no tenía hambre. Y ahora sería capaz de probar un dulce, qué tontería...

—Si quieres voy a buscarte alguna cosa. Tiene tantos dulces y tanta fruta..., voy...

—De ningún modo..., ni lo pienses...

Acababa de darse cuenta: no era hambre, era que estaba acostumbrado al plato con golosinas que le ofrecía Tavita antes de despedirse, al finalizar la noche, y el estómago, por puro vicio, lo reclamaba. Pero ¿cómo profanar las relaciones con la esposa conservando un hábito adquirido en una casa pública, de mujer de la vida? Dios me libre y guarde. Con un último (y casto) beso se despidió:

—Duérmete, querida, debes estar muerta de cansancio, con un día tan fatigoso...

Casi le dijo: «... con una noche tan fatigosa...», pero, todavía temeroso de ofenderla, guardó para sí la malicia, se acomodó y en seguida quedó dormido.

Doña Flor tardó en conciliar el sueño; en realidad había contado con pasar la noche en claro, hasta la madrugada, entre las hogueras del campamento, y recorriendo kilómetros de lecho en la montería de su cuerpo. Junto a ella resonaba la densa respiración, el potente resoplido del doctor Teodoro. Ese ronquido completaba su condición de hombre; fuerte, noble y hermoso hombre, su esposo.

Rozó con su mano el ancho pecho y el rostro plácido, con una caricia leve, para no despertarlo. Tenía ganas de envolverse en él, de dormir entre sus brazos, presa entre sus piernas. No se atrevió. Cada hombre era distinto, no había dos iguales: se lo aseguraron ciertas alumnas de vasta experiencia, como la licenciosa María Antonia, que proclamaba:

—No hay dos hombres que sean iguales en la cama, cada uno tiene su manera, su preferencia, su prepotencia; unos son experimentados y otros no. Pero si una los sabe aprovechar, ¡ah!, todos son buenos, y con cualquiera, tonto o sabio, bruto o delicado, se mata la pulga y se riega la flor...

Éste era otro hombre, diferente, opuesto al anterior. Lleno de tacto y comprensión, tan afectuoso, ¡qué delicadeza! Correspondía a la esposa adaptarse a los modos y a la voluntad del marido. Atenerse a él exacta y enteramente. Mucho más difícil fue la otra vez, con el otro, y sin embargo, ella lo consiguió. ¿Por qué no ahora, que era tanto más fácil? Ambos tenían, tanto el doctor Teodoro como doña Flor, todo cuanto se necesita para la más dulce y más feliz de las vidas. No sólo lo decían todos, unánimemente: doña Flor también lo sentía así.

El perfume del jardín entraba por las rendijas del ventanal. Fuera, la noche serena del golfo, sin los rudos vientos, sin las imprevistas tempestades, sin el tumulto, sin lo insólito; un golfo de bonanza. Una vida feliz, de equilibrio y seguridad, sin necesidades ni padecimientos. Por fin, después de tantas vueltas y andanzas, doña Flor va a conocer el sabor de la dicha.

—Teodoro... — murmuró, con el corazón alegre y confiado—. Va a ser verdad, va a ser cierto, muy cierto...

El concierto de los sapos en los fagots brujos, concordaba repitiendo:

—¡Amén! ¡Amén!

Era la noche de Paripé, con estrellas y faroles de saveiros.

Doña Flor fue siempre considerada, y ella misma se consideraba así, una buena dueña de casa, ordenada, puntual, cuidadosa. Buena dueña de casa y buena directora de su Escuela de Cocina, en la que acumulaba todos los cargos, contando sólo con la ayuda de la palurda y floja empleada y la asistencia amistosa de la pequeña Marilda, con su curiosidad por las recetas y los condimentos. Nunca le ocurrió que una alumna presentara una reclamación, incidente que empañaría el sosiego de las aulas. A no ser, claro está, lo sucedido cuando vivía el primer esposo, pues el finado, como estamos hartos de saber, no tenía el menor respeto por el horario, por el trabajo ajeno o por melindres de alfeñique; sus audacias con las alumnas, más de una vez le habían creado dificultades y problemas a doña Flor, causándole dolores de cabeza, cuando no se le ponía en ella adornos de dura cornamenta.

¡Ah!, en verdad, ella, doña Flor, no tenía noción de lo que son reglas y métodos, había estado lejos de tener en orden la casa y la escuela, y ni siquiera su misma existencia — medida y pauta de todo— como debiera. Fue necesario que viviera con el doctor Teodoro para darse cuenta de que su orden era anarquía, sus cuidados pobres e insuficientes, y que todo andaba más o menos a la buena de Dios, al azar, sin ley ni control.

El doctor Teodoro no se apresuró a decretar ninguna ley, a ejercer ningún severo control; ni siquiera habló de ello. Tratándose de un hombre tranquilo y suspicaz, de esmerada educación, no sabía imponerse y no se imponía; pero lo obtenía todo sin alboroto, sin que los demás se sintieran forzados; era un «jodemansito» nuestro caro farmacéutico.

¡Había que ver la casa un mes y medio después de la luna de miel! ¡Qué diferencia! También doña Flor era diferente, procurando adaptarse a su marido, su señor, y dar con justeza y precisión la medida que se requería de ella. Si en ella el cambio había sucedido por dentro, y era más sutil, menos visible, en la casa se hacía evidente, bastaba con mirar.

Comenzó por la empleada. Doña Flor la tomó como mucama, apenas quedó viuda, por insistente consejo de los vecinos: «¿Desde cuándo una viuda joven y seria vive sólita en una casa, sin nadie que la acompañe, indefensa contra un ratero o un vagabundo?» No fue feliz en la elección cuando tomó, a pedido de doña Jacy, a esa Sofía, de obtusa apariencia, en el fondo una resabiada, una relajada que tomaba en broma el trabajo, con la total despreocupación de quien se siente seguro: sabía que doña Flor era incapaz de despedir a nadie, cuanto más a alguien recomendado por una vecina y amiga. A pesar de estar descontenta con su haragana, doña Flor se iba arreglando con ella, por compasión hacia la infeliz. Era una inútil, es cierto, pero no era mala de corazón.

Así las cosas, al quinto día de haber regresado de su luna de miel en las soledades de Paripé — aquella semana de tierna convivencia—, tuvo que salir doña Flor toda apurada para Río Vermelho, pues doña Lita tenía un ataque de asma. Esa noche el doctor Teodoro la llevó y de paso visitó a la enferma. Pero como la tía estaba muy enferma y era sábado (los sábados no había clase), doña Flor decidió quedarse para cuidar a los viejos. No regresó hasta el domingo por la tarde, cuando la crisis había cedido y la tía Lita retornó a su jardín.

La ausencia de doña Flor duró menos de tres días y en ese breve tiempo la casa se transformó hasta parecer otra. Comenzando por la criada, que realmente era otra. En vez de Sofía, sucia y pardusca; con su aire triste de idiota, ocupaba el puesto una oscura Magdalena, mujer de cierta edad, limpia y fuerte. Si no fuese por el subido negro de la piel y el pelo ensortijado, pasaría por parienta del doctor, pues era alta y bien conformada como él, y como él cortés en el trato y firme en el trabajo.

El doctor Teodoro le explicó, con su voz firme pero amable, que se había visto obligado a despedir a Sofía: además de ser una pésima empleada no le había obedecido, respondiendo con gestos de no importarle y con insolentes rezongos a sus órdenes categóricas para que hiciese una limpieza seria de la casa, que siempre estaba mal barrida. No había consultado a doña Flor para no importunarla con esa tontería, cuando ella se consumía de pena al pie de la tía enferma; se vio en la necesidad de expulsar en el acto a la desagradecida por no poder soportar más las torpezas y las groserías de la doméstica. Cuando le dio la orden de barrer la casa, la muy puerca salió por el pasillo murmurando y llamándole Doctor Purgante.

Doña Flor se sintió desconcertada, jamás le había pasado por la cabeza la idea de echar a Sofía, a pesar de su negligencia y de sus desplantes.

—Pobrecita...

Le daba pena y además ¿cómo despedirla, sin darle explicaciones a doña Jacy que se la recomendó? Al mismo tiempo, ¿cómo no reconocer que el doctor Teodoro tenía razón a carradas? No era posible que el marido, hombre respetable y de posición, tolerase ciertas groserías de la criada, que ella, doña Flor, con más paciencia por ser mujer, podía pasar por alto.

—¿Pobrecita? — exclamó el doctor Teodoro—. Es una atrevida, indigna de tu bondad, amor mío... A veces, Flor, una persona acaba siendo tonta por querer ser bondadosa... ¿Doña Jacy? Si alguien debía disculparse era doña Jacy, por haber tenido la desfachatez de pedir trabajo para una tipa como ésa, que no contenta con abusar de la bondad de la patrona quiso poner en ridículo al patrón.

Doña Flor comprendió que el doctor no hablaba del tema con la intención de discutirlo; no hacía más que informarla de cómo resolvió el asunto: en la casa había un hombre, dueño y señor, pensó. Se sonrió: «Mi marido, mi señor.» Hizo bien, ella tampoco estaba dispuesta a admitir ninguna falta de respeto a su marido. «Doctor Purgante»: ¿dónde se ha visto tal grosería?

Por otra parte había un punto sobre el cual no se podía discutir: la nueva sirvienta era un portento. El doctor Teodoro no la tomó a pedido de ninguna vecina; exigió buenas referencias, por escrito, y las controló por teléfono. Eso sí que era orden y eficacia.

No sólo se observaba una limpieza ejemplar, obra de la nueva empleada; también estaba cada cosa en su lugar, pero realmente en su lugar definitivo, no hoy aquí y mañana allá sin que nunca se supiera dónde encontrar los objetos de uso más frecuente, en cuya búsqueda se enredaba doña Flor durante las clases:

—Marilda, hijita, ¿viste el libro de recetas? Sofía no sabe dónde lo puso, no lo encuentra. Preparando la salsa, reclamaba:

—Sofía, ¿en dónde pusiste la batidora? Dios mío, en esta casa desaparece todo...

El doctor eligió un lugar para cada cosa, con rara competencia y buen gusto, y dio órdenes precisas a la criada: al finalizar las clases, después de la limpieza de la cocina, quería que cada objeto fuese puesto en su sitio, marcado por él con un rótulo en el que escribió con historiados caracteres tipográficos: «Cuchillo de pan», «Cortador de huevo», «Rallador», «Mortero», etc.; pero no sólo ordenó los objetos de la escuela, sino también los de la casa, con cartelitos indicadores de los lugares en que debían ponerse: «Radio», «Florero», «Licoreras», «Cajón de las camisas del doctor Teodoro», «Cajón de la ropa íntima de la señora».

—¡Dios mío! — exclamó doña Flor ante tanta eficiencia—, y yo que pensaba ordenar la casa..., era un lío, un desbarajuste. Teodoro, querido, hiciste un milagro...

—No hay tal milagro, querida, sólo se necesitaba un poco de método. Sucede que como mi madre quedó paralítica tuve que tomar las riendas de la casa y me acostumbré al orden. Y en nuestra casa es más necesario ser metódico, por ser vivienda familiar y escuela al mismo tiempo..., puesto que te empeñas en seguir con la escuela. Por mí, ya te lo dije, se terminaría con esa esclavitud... Tú no lo necesitas, yo gano lo suficiente para...

—Ya lo hemos discutido, Teodoro, y resolvimos no volver a hablar del asunto. ¿Para qué volver a discutirlo?

—Tienes razón, Flor, disculpa por insistir..., no volveré a tocar ese tema a no ser que tú me lo pidas. Quédate tranquila, querida, y perdóname, no quise molestarte... — Era un constante «querido» y continuo «querida» con afecto y urbanidad, pues el doctor Teodoro opinaba que el trato gentil y la cortesía son complementos imprescindibles del amor. Jamás se dirigía a la esposa sin hacerlo atenta y afectuosamente, esperando de ella la misma afable delicadeza de trato. En esa circunstancia, concluyendo la escena, le dio un beso en la mejilla, pidiéndole perdón por haber traído a colación el desagradable tema.

Siendo novios todavía, le propuso a doña Flor — como ya se ha contado al pasar—, el cierre de la escuela, dejando clases y alumnas, diplomas y recetas, los turnos de la mañana y de la tarde. Con un detallado balance de sus haberes y de su situación en la firma de drogas y medicinas, el doctor Teodoro le demostró, como dos y dos son cuatro, la inutilidad de conservar la escuela; pues doña Flor ya no necesitaría obtener dinero para sus gastos y caprichos; felizmente él estaba en condiciones de garantizarle lo indispensable y lo superfluo, y hasta cierto lujo honesto, sin larguezas de derrochador, pero sin aprietos de tacaño. Ella no necesitaba trabajar: el boticario, al pedirle la mano, estaba resuelto a sustentarla y a cubrir todos sus gastos. Lo que por lo demás era bien fácil, pues no se trataba de una mujer dada al derroche y la disipación.

Pero doña Flor no aceptó. Se mantuvo en sus trece y conservó la escuela, suspendiendo las clases solamente durante los breves días de la luna de miel en Sao Tomé. Aprovechemos la ocasión para señalar que al regreso de la pareja las burlonas alumnas pusieron a la profesora en la picota, con un continuo chacoteo de risas y chistes a veces maliciosos, a veces pícaros, y en el caso de María Antonia desagradables, pues la descomedida preguntó cuál de los dos maridos poseía «mejor chirimbolo, o instrumento más poderoso y suave».

Pero volvamos a la conversación con el doctor en la época del noviazgo. En aquel entonces doña Flor dio por terminada la cuestión: prefería continuar viuda a cerrar la escuela. Acostumbrada a trabajar desde chica, adquirió desde muy temprano el hábito de disponer de dinero propio. Si no fuese por eso, ¿cómo se habría arreglado durante el primer casamiento, y después, durante la viudez?

Cuando se fue de su casa tenía algunos ahorros y fue con ellos con lo que pagó los muebles, los trámites del casamiento, el contrato de alquiler y los gastos de los primeros días. Y si no fuera por la escuela, ¿qué habría hecho cuando enviudó de repente? El finado no dejó más que deudas: no había una sola sucursal de banco en Salvador en la que no hubiera «un muerto que levantar» con su garbosa firma al pie, ni tampoco un amigo o conocido al que el pájaro no hubiese sableado. Además, desapareció en pleno carnaval, época de grandes y fatales gastos.

A no ser por la escuela doña Flor hubiera quedado en blanco, sin un centavo para el entierro y para todo lo demás. Era la causa de que le diese tanta importancia a su trabajo, a sus ahorros, a las monedas que guardaba en secretos escondites. Nada de cerrar la escuela, querido, si me quieres es con la Sabor y Arte funcionando; ten paciencia, santa paciencia, no puedo darte ese gusto, pide otra cosa cualquiera, te doy mil besos, me echo en tus brazos, pero no te doy la escuela como dote: es mi seguridad. ¿Comprendes, Teodoro?

El trabajo no era tanto como para matar a nadie. Al contrario, era un placer, un entretenimiento que la ayudó a soportar el tiempo vacío de la viudez, así como antes, ¡ah!, antes, en los años del primer matrimonio, la salvó de la desesperación. En las clases y en las alumnas encontró consuelo para sobrellevar aquellos días negros y confusos. ¿Cuántas excelentes amigas no hiciera junto al fogón y el libro de recetas, amistades más valiosas aún que el dinero? No, no soltaba la escuela, sus únicos ingresos, su honesto pasatiempo.

Mientras el doctor permanecía en la farmacia (salía antes de las ocho, volvía para el almuerzo y la siesta y luego se iba nuevamente, quedándose allá hasta después de las seis de la tarde), la escuela era una agradable y lucrativa ocupación. Sin las clases de cocina, dígame, señor doctor, ¿en qué iba a emplear el tiempo libre? ¿En chismes y rumores con las comadres, bajo las órdenes de doña Dinorá, en el torpe oficio de Juez del Mundo, de entrometida en la vida ajena? ¿O acodada en la ventana, como un maniquí en una vitrina, para recreo de los que pasaban, oyendo tonteras, conversando con unos y otros, y al poco tiempo andar en boca de todos, con fama de alcahueta? Hay gente a la que le gusta ese ostentoso oficio, ese modo de destacarse. En esta misma calle, justo en la esquina, pasaba su tiempo doña Magnolia enmarcada por la ventana. Era una mulata metida a rubia a costa de tintura, con una sonrisa inmóvil de bebé de celuloide, un lunar en la mejilla izquierda y ojos de cabra muerta. Allí estaba todo el día, en exhibición, pendiente del engatusamiento y de la calentura silenciosa de los que pasaban. Era una vecina reciente, hacía poco que llegara al barrio con su marido, un agente secreto de la policía, que lucía su jactancia y sus hermosos cuernos. Según doña Dinorá y otras comadres de olfato fino e información exacta, el detective era su amante y no su marido: habría heredado a la oscura rubia Magnolia de una línea de antecesores de diversa posición y diversa calidad, pero todos ellos, sin excepción, igualmente cornudos, con una constancia y coherencia digna de todas las alabanzas.

Así pues, si doña Flor no podía nunca ser ventanera ni intrigante, ¿en qué emplear su tiempo, doctor mío? ¿Qué prefería él? ¿Que estuviera con las alumnas en la escuela o que fuera a mostrarse por la calle Chile, camino seguro, corto atajo para los burdeles cercanos, en las transversales de la calle Ajuda? Que guardase sus argumentos, que no volviera a hacer semejante propuesta; doña Flor estaba orgullosa de su escuela, de su fama, de su buen concepto. Ese renombre le costó esfuerzo y perseverancia, todo un capital.

Hubo de conformarse el doctor, pero dejando, desde luego, claramente establecido y aprobado que a él, y sólo a él, le correspondían todos los gastos de la casa y los personales de doña Flor. Las ganancias de la escuela eran exclusivamente de ella y él no admitía que se emplearan en las necesidades de la pareja. Además, el doctor tomó otras medidas con respecto a ese dinero. Era absurdo tenerlo en casa, una invitación a los ladrones; ponerlo ahí, entre las válvulas de la radio o metido en una vieja caja de zapatos o por detrás del espejo del peinador o bajo el colchón, era hacer como los gitanos, tener costumbres de gente pobre. Sobre todo ahora, cuando ese dinero al que no se tocaba crecía mensualmente, siendo una cantidad respetable. El doctor Teodoro llevó a doña Flor a la Caja de Ahorro y abrió allí una cuenta a nombre de su esposa, en la que ella fue depositando sus economías.

—De este modo te rinde intereses, querida, el tres por ciento, siempre es algo. Y en la caja tu dinero está seguro, sin peligro de que te lo roben.

¿Qué hacer con ese dinero guardado en el banco, por amor de Dios? De pronto doña Flor sintió que el dinero era una cosa inútil, pues ahora no lo tenía a mano, no podía sacarlo de detrás de la radio para hacer una compra, dar una limosna o efectuar un pago. Pero doña Norma, experta en esas cosas, se rió del prejuicio bancario de la vecina. Su dinero en la caja iría acumulándose; en cuanto a los gastos, que corriesen por cuenta del marido. Mientras poseyera su libreta y el talonario de cheques no dependería del doctor cada vez que quisiera comprar un alfiler, o cuando se encaprichase con un vestido, o quisiera hacer un derroche adquiriendo un sombrero. No tendría que vivir persiguiendo al esposo, inventando argucias para sacarle algunas monedas destinadas a esos pequeños y múltiples gastos; el dinero obtenido así, con súplicas, tiene un humillante sabor a dádiva.

Doña Norma conocía ese gusto amargo, ya que Zé Sampaio era bastante rezongón y algo mezquino. Por eso mismo, mediante una gimnasia presupuestaria digna de un brillante financiero, con aprietos, pichinchas, cálculos, economías, diversas tretas, alteraciones de las cuentas, de las sumas y restas de los totales, veinte mil— réis por aquí, cincuenta por allá, cien por el otro lado, y, si era preciso, la mano nocturna en el bolsillo del marido, doña Norma también era poseedora de una robusta alcancía, que le permitía ciertos refinamientos elegantes, así como atender a su enorme clientela de compadres y ahijados, viejos desvalidos, enfermos, obreros sin trabajo, borrachitos y vagos, así como decenas de chicos, sus preferidos.

—Por ejemplo, mi santa: el doctor cumple años y tú no tienes ni medio centavo partido por la mitad. ¿Le vas a pedir dinero a él para comprarle un regalo? Imagínate: «Teodoro, hijito, ¿me das algo para comprarte unos calzoncillos como regalo de cumpleaños?» Yo, mi linda, no me atrevo a tanto con Zé Sampaio.

Doña Flor estaba de acuerdo, claro; lo que no la conformaba es que el dinero estuviese en el banco, que fuese una cifra inscrita en una libreta, y no moneda contante y sonante, al alcance de su mano. De pronto la media de los ahorros desaparecía de su vista; ¿cómo manejarlo en esa fría libreta, en ese depósito a interés? Sin embargo, debía cambiar sus costumbres, pues al decir de la amiga sus antiguos hábitos eran de pobretona, de mujer de un mísero funcionario que encima era jugador y le derrochaba las entradas de la escuela, viviendo en la práctica a costa suya, siendo más su gigoló que su marido. Eran costumbres de viuda sin ningún apoyo, que se mantenía con el dinero que le producía su trabajo, sacando de él para comer, vestir y hacer frente al alquiler de la casa y a los otros gastos. Costumbre gitana, de gente pobre, como dijera el doctor; costumbres de la pobreza, cuando no hay dinero para llevar al banco, con sus intereses y su talonario de cheques, confirmaba doña Norma.

Pero ahora la posición social y la fortuna de doña Flor eran distintas. Si no era rica como para desperdiciar, tampoco era la pobretona de antes; por lo menos, y siendo muy modesto, tenía un pasar, y un buen pasar. Había subido de golpe varios peldaños, desde el suelo de los pobres a las alturas vecinas, a los escalones más altos: los argentinos de la cerámica, el doctor Ives con su consultorio médico y su empleo público, los Sampaios con su buena tienda de zapatos, los Ruas con sus envidiables representaciones, estando, en fin, al par con la aristocracia de los alrededores, para regodeo de doña Rozilda, que al fin tenía un yerno de acuerdo a sus ambiciones. Según don Vivildo, el de la funeraria, un informante respetable, siempre curioso de la situación financiera de los amigos, el doctor Teodoro, equilibrado, serio y trabajador, llegaría lejos:

—No va a tardar en tragarse la farmacia entera...

Así fue como se abrió la cuenta de doña Flor en la Caja de Ahorro, aumentando todos los meses, y así dio comienzo a una segura ordenación de principios en su vida.

Como muy bien decía el farmacéutico, la irregularidad, el barullo, los hábitos desordenados, provocan discusiones y desacuerdos en las parejas, y constituyen el primer paso hacia la desarmonía conyugal, hacia los roces y el distanciamiento entre los esposos. Doña Norma lo consideraba un poco sistemático y metódico por demás, cuando exigía que cada cosa estuviera en su lugar y sucediera exactamente en el día marcado, cuando rechazaba la improvisación y la sorpresa, único «pero» («pero», según la opinión de doña Norma) en un hombre de tantas cualidades, recto, bueno, de esmerada educación, y que tenía a su mujercita como a una reina. Mejor que fuera así, sin embargo, rígidamente sistemático, que dislocado como doña Norma, siempre atrasada, al margen de las agujas del reloj, una madre del desorden.

Doña Flor se reía oyendo a la amiga elogiar, en medio de su constante agitación sin medida ni horario, el equilibrio y el orden del doctor: «Un marido como ése, felizota, no anda dando ventajas por ahí; cae del cielo.» Incluso doña Gisa, cruda verdad científica ilustradora del barrio cuando lo acusaba de feudal, reconocía sus cualidades:

—Para ti, Florcita, que buscas antes que todo seguridad, no hay nada mejor.

Realmente, viviendo en un orden que daba gusto, bajo la dirección y el amparo de su buen marido, con todos los puntos puestos sobre las íes, un día para cada cosa y con puntualidad, doña Flor se imponía como un modelo a toda la vecindad.

Su vida transcurría en calma y sin imprevistos, serena y suave; una vida sin vacíos, con el tiempo cuidadosamente planificado: un perfecto organigrama. Una vez por semana, los martes, iban al cine, a la función de las veinte horas. Si se daba otra película que causase furor en la opinión general y en la de A Tarde, iban dos veces, pero muy raramente, y jamás a las funciones vespertinas, pues el doctor no soportaba el alboroto que armaban las muchachas y los muchachos, la ruidosa juventud.

Dos veces por semana, por lo menos, después de la cena, él ensayaba con su fagot, preparándose para la tarde de los sábados — sagrada—, cuando se reunía la orquesta en casa de alguno de los músicos. Eran unas reuniones de lo más alegres y cordiales, en torno a la abarrotada mesa de la merienda — la dueña de casa siempre desviviéndose por atender a los aficionados—, con refrigerios y jugos de fruta para las damas, abundante cerveza para los caballeros, y a veces una cacharía, si el tiempo era frío o si era caluroso. Sentábanse los invitados, admiradores del compositor o de los intérpretes, una «selecta asistencia» de amigos que acudían a oír sonatas y gavotas, valses y romanzas, a sentir la emoción de las fugas y de los pizzicatos, de los graves y de los agudos, de los estudiados solos. Una excelsa hora de arte.

En las noches libres restantes hacían visitas o las recibían. En su primer matrimonio, doña Flor había abandonado sus relaciones, pero ahora, en cambio, las cultivaba con absoluta regularidad. Por ejemplo, dos veces por mes, en un día predeterminado, era infalible la presencia de la pareja en la casa del doctor Luis Henrique, llevándoles doña Flor a los chicos un páo— de lo, un manué de milho, un plato con cocadas brancas o quindins, cualquier cosa, una golosina.

Hinchado de orgullo, el doctor Teodoro se incorporaba a la eminente tertulia que se reunía en la sala del ilustre amigo, formada por gente de la más alta distinción, como el doctor Jorge Calmon, ex secretario de Estado; el doctor Jayme Baleeiro, abogado de la Asociación Comercial; el historiador José Calazans, de la Academia y del Instituto; el doctor Zezé Catarino (basta con citar su nombre), el doctor Ruy Santos, político, profesor y literato, y otros prohombres de la Administración, del Instituto Histórico, de la Academia de Letras del Estado.

Para el doctor Teodoro eran gratas aquellas noches de placer espiritual en que podía conversar con «figuras representativas», oyéndolas respetuosamente y participando a su vez con prudencia en la erudita conversación sobre los profundos temas que se debatían. Según él, «en esos torneos de sublime elevación, en ese diálogo de privilegiados intelectos, las ideas refulgen en el esplendor de las frases centelleantes». Mientras tanto, doña Flor, en el círculo de las esposas, discurría sobre temas de costura o cocina, o comentaba los últimos crímenes de que daban cuenta los diarios.

Para el doctor Teodoro, las visitas al doctor Luis Henrique eran el summum, mientras que las preferencias de doña Flor se inclinaban por las noches en el palacete del García, el bungalow de doña Magá Paternostro, la ricacha, figura por excelencia de la élite y ex alumna suya. Allí se encontraba doña Flor en medio del trato y el refinamiento de las señoras más empingorotadas, discutiendo sobre modas, protocolos y acontecimientos sociales, con agradables incursiones en la vida ajena. Pero no la vida de cualquier vecina, sino la de los figurones de la élite, de la hidalguía y del señorío: contándose cada historia, cada porquería ¡que no te puedo decir! Era una podredumbre de primera calidad en todas sus partes, sin excepción.

De los hábitos antiguos, procedentes del primer casamiento, el único que se conservó fue el del almuerzo dominical en Río Vermelho con los tíos (claro que en los tiempos del primer casamiento casi no tenían hábitos, todo era una barahúnda, todo era imprevisible).

Con las nuevas costumbres, la vida no sólo fue adquiriendo animación, sino también estabilidad, haciéndose plácida y entretenida. Una vida feliz, según la opinión general de la vecindad y de acuerdo a la sonrisa de doña Flor. Los miércoles y los sábados a las diez de la noche, minuto más, minuto menos, el doctor Teodoro poseía a su esposa con honesto ardor e invariable placer, siendo seguro el bis los sábados y optativo los miércoles.

Doña Flor, recordando el desorden de ciertos hábitos anteriores, al principio le chocaba, extrañaba la discreción que circundaba y regía la porfía de amor que se celebraba en la cama de hierro sobre el nuevo (y espectacular) colchón de elástico. Pero pronto su pudor congénito y el propio recato de su carácter fueron ajustando sus necesidades de hembra, sus ansias de mujer, a la manera conveniente y puntual, casi podría decirse respetuosa y distinguida, con que el doctor la cubría, al abrigo de las sábanas, pero con firme deseo y lanza en ristre.

En la cama de un matrimonio (en opinión del doctor Teodoro), el deseo no impide el pudor, el amor no se opone al recato, pues el deseo y el amor de los esposos están hechos de materias puras, aun en la secreta intimidad conyugal.

Los miércoles y los sábados, sin falta, a la misma hora, doña Flor vislumbraba los discretos y repetidos movimientos del esposo en la oscuridad. Así, semierguido para ponerse sobre ella, la sábana sobre los hombros y los brazos abiertos, le parecía un paraguas blanco y enorme que protegía su vergüenza de mujer, que la amparaba incluso en aquel supremo instante de abandono. Un paraguas, ¡qué visión más sin gracia, qué imagen inhibidora, qué chasco!

Cerrando los ojos para no mirar, doña Flor imaginaba a su Teodoro como a un pájaro de alas inmensas y potentes garras, águila o cóndor en vuelo rasante sobre ella, que la tomaba, la alzaba por los aires y la poseía. Abríase doña Flor para que en ella se posara el ave de rapiña. Al sentirse penetrada, con una garra desmedida en sus entrañas jugosas, presa y liberada a la vez, se alzaba con ella hacia un cielo de bronce, en un goce compartido.

Aunque no era un goce totalmente casto, pues doña Flor, al desatarse, soltaba también su pensamiento y allá se iba.

Así eran las noches de amor de estos buenos esposos, con un bis seguro los sábados y optativo los miércoles...





3




Doña Rozilda, al regresar a Nazareth das Farinhas después de larga permanencia en Bahía, dio testimonio minucioso de los primeros tiempos de la nueva vida matrimonial de doña Flor, habiendo antes confiado a doña Norma sus preocupaciones e incertidumbres.

El doctor Teodoro era un yerno estupendo bajo todos los aspectos. Sobre eso no le cabía ninguna duda. Pero ¿estaría doña Flor a la altura de un consorte de tantas cualidades? ¿Por qué no? — preguntó suspicazmente doña Norma, leal amiga que no admitía la más leve crítica. En su opinión, doña Flor era digna del marido más perfecto, del más hermoso y rico.

Pero en doña Rozilda no se encendía la llama del mismo ardiente entusiasmo. A pesar de ser la madre, y por lo tanto inclinada a disculpar y a favorecer a la hija, no veía en ella el impulso necesario para la escalada, posible al fin; no la sentía ávida de influencia social, capaz de aprovecharse de la posición del marido, de su prestigio, de su responsabilidad, de sus relaciones. Si hubiera salido a doña Rozilda, ahora, apoyada en el brazo del doctor, treparía fácilmente hacia las salas, los jardines, la intimidad de los palacetes de la Graca y de la Barra, conviviendo con la mejor gente de Bahía, la élite, un sueño de la vieja señora. ¿No había sido ya doña Flor presentada a los Taveiras Pires? ¿No le había besado la mano el millonario Adriano, comúnmente denominado Caballo Pampa? ¿No la había distinguido con una asquerosa y complaciente sonrisa doña Inmaculada, la primerísima dama de la sociedad, dictadora de la elegancia?

¿Qué hacía, sin embargo, doña Flor para corresponder a esas oportunidades que debía al título del doctor, a la floreciente droguería, al delicado fagot?

Nada, tres veces nada. Al contrario, continuaba dando clases de cocina como una pobretona cualquiera, a pesar de que su actividad repercutía negativamente sobre el prestigio social del marido (un marido cuya mujer trabaja, o le va mal en la vida o es un sórdido avaro, rezaba la cartilla de doña Rozilda); y la hija continuaba en aquella casita, cuando podían tener un domicilio mucho más amplio y en una calle distinguida.

Que doña Norma la disculpase, pues ella no decía esto con intención de humillar a nadie, pero las calles de la vecindad, si alguna vez fueron elegantes, en otros tiempos incluso aristocráticas, en la actualidad eran arterias de gente de medio pelo, con unas pocas excepciones. En esas callejuelas podían contarse con los dedos — manifestaba venenosamente la intrigante— las señoras representativas y de sociedad. La mujer del argentino, doña Nancy, era realmente de clase y de buena raza, pero ¿quién más? — preguntaba, mirando provocativamente a la amiga de doña Flor—. El resto... es chusma...

Mas, volviendo al guisado, ¿cuál era la situación de la nueva pareja? El doctor Teodoro andaba loco por mudar de casa, y ella, doña Flor, la idiota, obstinada en seguir allí, firme en aquel agujero. Doña Rozilda meneaba la cabeza:

—El que nace para diez centavos no llega nunca al peso...

Por lo demás, a ese asunto del cambio de domicilio se debió el súbito regreso de doña Rozilda a Nazareth. Cierta mañana, doña Flor la interpeló:

—Mamá, ¿qué idea es ésa de ir a decirle a Teodoro que yo quiero mudarme? Sepa de una vez por todas que tanto él como yo estamos muy satisfechos con nuestra casa y no nos vamos a mudar.

Doña Rozilda, olvidándose de sus maneras de gran dama, escupió hacia un lado con gesto arrabalero.

—¿Qué me importa? Cada puerco en su chiquero... Doña Flor hizo un esfuerzo para contenerse:

—Oiga, mamá. Yo sé de dónde viene esa historia de una casa más grande. Usted quiere meterse para siempre, pero puede quitárselo de la cabeza. Yo no estoy de acuerdo. Puede venir cuando quiera a pasar unos días. Pero vivir con nosotros, eso no. Le hablo con franqueza: usted, mamá, nació para vivir solita..., le voy a decir...

Doña Rozilda salió hecha un estampido, sin querer oír el resto, que por lo demás era la parte agradable del discurso, pues doña Flor, para compensar a la madre de tan ruda franqueza, había decidido darle una pequeña suma mensual. «Dinero para sus alfileres, mamá, para las obras de caridad», como finalmente pudo comunicarle cuando la acompañó hasta el muelle de la Bahiana, días después.

Una vez más le fallaron a doña Rozilda los planes de establecerse con su hija; antes, de viuda, no la quiso con ella, y tampoco la quería ahora de recién casada. Si la primera vez doña Rozilda se mostró ofendida, rompiendo prácticamente su trato con doña Flor, ahora se tragó la afrenta, pues la tentación de estar ligada de algún modo a la nueva vida de la hija, con sus brillantes relaciones y saraos, era demasiado poderosa. Es cierto que se volvió a Nazareth, pero sus visitas a la capital menudearon. Cuando lo hacía se hospedaba en aquel «culo del mundo» de Río Vermelho, pero venía muy temprano, antes del almuerzo, a casa de la hija, y a chismear por los alrededores, asumiendo la jefatura de la banda de intrigantes. Se quedaba en Río Vermelho unos ocho o diez días, tiempo que bastaba para hacerse insoportable y reñir con la hermana. Y allá se iba de nuevo a convertir en un infierno la vida del hijo y la nuera, en el Recóncavo. En Nazareth, a sus diversas ocupaciones, se añadía la de describir el fausto social que rodeaba a doña Flor («vive entre banquetes y fiestas, es íntima de doña Inmaculada Taveira Pires»), cantando loas al yerno doctor y a todo lo referido a él, desde las dotes de su inteligencia al envidiable estado de sus finanzas, desde la dignidad de sus modales hasta el inusitado fagot. Y narraba detalladamente los ensayos semanales de la orquesta de aficionados, derritiéndose en sonrisas, cayéndosele la baba al recordarlo:

—Eso sí que es música...

Lo decía en alabanza de las arias, las romanzas, los conciertos de exquisito repertorio en los que Haendel, Lehar, Strauss, coexistían con Othelo Araújo y el maestro Agenor Gómez, compositores locales menos conocidos por esos mundos, pero no por eso menos inspirados. Lo decía también como una demostración de desprecio a la otra música, la de las sambas y canciones, las modinhas, la de la chusma — aquí una escupida de desprecio—, y a la gentuza de los violines y las guitarras, las gaitas y los tamboriles, una caterva de atorrantes. Al hablar así establecía una distancia, señalaba una diferencia entre la orquesta de aficionados, a la que pertenecía el doctor Venceslau Pires de Veiga, eminente cirujano; el doctor Pinho Pedreira, juez de la capital, y el millonario y comendador del Papa, Adriano Pires, «El Caballo Pampa», dueño de una firma mayorista, con palacete en la Graca, automóvil con chófer, marido de la noble Inmaculada, «la que está antes que la primera, la primerísima, la cúspide opalescente» (según la feliz expresión de Silvinho Lamenha, locutor de radio y redactor de «Sociales» en el diario del temido Odorico Tavares): doña Inmaculada Taveira Pires, con su cara de caballo viejo y sus impertinentes de gobernanta suiza. Y así quedaba marcada la diferencia con los vagos que andaban dando serenatas y provocando desórdenes, unos borrachos, gente de mal vivir. En los tiempos del primer casamiento de su hija (si es que aquello se podía llamar casamiento) tuvo que soportar la cachaca y las necesidades de esos «valdevinos», pura canalla, imagen de la depravación y de la orgía: Jenner Augusto, Carlinhos Mas— carenhas, Dorival Caymmi. De vez en cuando, algún universitario de buena familia se juntaba con esa caterva y en seguida se volvía el peor de todos, como aquel doctor Walter da Silveira, cuyo rostro regordete doña Rozilda recordaba con odio. En Nazareth había oído elogiar los conocimientos jurídicos del tal Silveira: una eminencia en derecho, e incorruptible. Que lo creyera quien quisiese, no ella, doña Rozilda, que lo vio tocar en la gaita el paso del Siri— Bocéta. ¡El infame!

Debido a esa escoria de la sociedad se volvió tan antimusical que reaccionó violentamente cuando por primera vez le hablaron de las dotes del yerno. «Un sujeto que no tiene arreglo, un tocador de birimbao.» Una vez más, seguramente, la idiota de la hija, sin tono y sin vergüenza, se iba a atar a algún malandrín al que tendría que mantener y llevar a cuestas, financiándole los vicios y las amantes con su sudor, con el dinerito de la escuela. Recordaba con tanta rabia las serenatas y las canciones que ni siquiera el título de doctor en torno al cual doña Norma, conocedora de sus debilidades y preferencias, había armado gran estruendo en la carta que le comunicara el noviazgo de la viuda, ni siquiera el anillo universitario, la había conmovido. «Un doctor de reconocida sabiduría», decía en su misiva la vecina, pero doña Rozilda no se entusiasmó:

—Otro borracho de ésos..., toda la noche por las calles en plena juerga y desvergüenza con el dinero de la tonta... Todavía va a resultar que también es jugador. Lo que quiere es vivir con la tripa llena..., ella en el trabajo y él en el vicio. — En cuanto al título de doctor, tenía sus reservas:

—Farmacéutico... ¡Bah!... Un doctor a medias...

Establecía diferencias entre las diversas jerarquías universitarias. No todas poseían, a su modo de ver, la misma clase y categoría:

Doctores de verdad, de primera, son los médicos, los abogados, los ingenieros civiles. Pero los dentistas y los farmacéuticos, los agrónomos y los veterinarios, todos ésos son doctores de segunda, poca cosa, unos doctorcitos..., gente que no tuvo cabeza ni aptitud para estudiar hasta el final...

Toda esa mala voluntad para el futuro yerno a quien todavía no conocía personalmente y, sin embargo, criticaba tanto, procedía de saber que era un músico aficionado. Sólo después, en Bahía, al comprobar la buena situación financiera del farmacéutico, socio de un establecimiento tan sólido como la Científica, en la esquina de la calle Carlos Gómez y Cabeca (ya el lugar valía una fortuna), su respetabilidad, sus modales y aptitudes, el espléndido y vasto círculo de sus relaciones, se desvaneció su falsa impresión inicial, dejando así de confundir al erudito fagot con el vulgar birimbao de capoeira y la Orquesta de Aficionados con la serenata al claro de luna.

Entonces el yerno ascendió mucho y rápido en su opinión. No era el perfecto Príncipe Encantado, entrevisto un día en Pedro Borges, el estudiante paraense, con sus ríos, islas y cauchales, con su riqueza de las mil y una noches. ¿Qué más podía pedir, sin embargo, una viuda pobre, a los treinta años de edad? Doña Rozilda, satisfecha más allá de toda expectativa, le confesaba a doña Norma:

—Con éste hasta yo me casaba... Un ciudadano respetable...

¡Y qué modales! Esta vez acertó. También..., ya era tiempo... ¡Es un señor muy educado!

Una educación finísima: el doctor Teodoro, cordial y respetuoso, se dirigía a ella tratándola de «mi querida suegra», y preguntando a cada momento si precisaba algo. Le traía pastillas para la tos y un jarabe para el catarro crónico, y le regaló un paraguas nuevo cuando la oyó lamentarse de haber perdido el suyo — viejo, del tiempo de don Gil— en la confusión que se produjo al desembarcar en el puerto.

Doña Rozilda venía para asistir al casamiento y quedarse por unos días. Pero al comprobar las cualidades del yerno se dio cuenta de las perspectivas que le brindaría la vida en compañía de la pareja, decidiendo instalarse allí definitivamente, abandonando Nazareth das Farinhas, las obras piadosas del reverendo Walfrido Moraes, el club, la iglesia y la presidencia del sabroso y cruel chismerío del municipio.

En la pequeña ciudad, como ya se dijo, se sentía a sus anchas. Allí era alguien, un personaje influyente, podía intrigar libremente e imponer sus caprichos y enojos a la nuera, que ya había llegado al límite de la paciencia y perdido las esperanzas en los milagros de los santos: Nuestra Señora de los Dolores permaneció ciega y sorda a sus ruegos y promesas, sólo la muerte podía ya liberarla. Entiéndase: la muerte de la suegra. A veces, la buena de Celeste se ponía a pensar en tan jubiloso acontecimiento, ¡ah!, ¡qué velorio más impacientemente esperado! Sería la velada más alegre de Nazareth. Se hablaría del cuidado del cuerpo y los responsos y misas por el alma de la anciana señora en todo el Recóncavo, y los ecos llegarían hasta la capital. Celeste estaba dispuesta a no escatimar gastos ni molestias.

En Nazareth se encontraba bien, pero, con este nuevo yerno, prefería Salvador, y para quedarse en él trazó doña Rozilda todo un plan de acción. Fue adulona e insinuante, servicial y bondadosa, devota del farmacéutico. Al principio el doctor Teodoro se conmovió. Hablando con su amigo Rosalvo Medeiros, el representante de los laboratorios, le confesó haber ganado con el casamiento no sólo la más perfecta de las esposas, sino también una segunda madre, su suegra, aquella santa viejecita.

—¿Quién? — el próspero Rosalvo no podía creer a sus oídos—. ¿Quién es la santa viejecita? ¿Doña Rozilda? — preguntó, y se echó a reír, como doña Amelia el día del noviazgo. Se oía cada cosa..., ¡doña Rozilda una santa criatura!... Pobre Teodoro, con su ingenuidad...

Pero ni el mismo doctor Teodoro se engañó por mucho tiempo: la costumbre de meter en todo la cuchara, la capacidad de intriga y la permanente irritabilidad de doña Rozilda pronto relegaron a segundo lugar sus sonrisas melosas y sus cautivantes palabras, y el yerno comenzó a comprender el porqué de la risa incontenible y divertida de doña Amelia y de Rosalvo. Fue entonces cuando doña Rozilda le habló, con muchas vueltas, de los inconvenientes que tenía una casa pequeña, con tan poca comodidad. ¿Por qué no alquilar una residencia más a tono con sus posibilidades y relaciones? ¿Más amplia, con mayor número de habitaciones?

Con mucha habilidad sugirió que doña Flor no estaba satisfecha con aquella casa tan poco confortable, llena de malos recuerdos. Y que solamente por no importunar al marido callaba su disgusto.

El doctor Teodoro encontró extraña la sugestión fabricada por la suegra y todavía más extraño el pretendido disgusto de la esposa. ¿Acaso no fue doña Flor la primera en destacar las conveniencias y ventajas de residir allí? Un alquiler bajo, el mismo desde hacía ocho años, la buena situación de la casa, a dos pasos de la droguería, además de ser la dirección conocida de la Escuela de Cocina: Sabor y Arte, con una cocina adaptada a la enseñanza, con horno de gas y fogón de leña... ¿Para qué una casa mayor si eran ellos dos solos? ¿Para qué más trabajo y gastos si allí estaban contentos ella y el marido, si tenía espacio suficiente para que se cumplieran sus deseos de felicidad? Estos habían sido los argumentos de doña Flor, modestos y sensatos, cuando aún era novia.

¿Por qué entonces este cambio repentino? ¿Por qué irse de allí a un innecesario caserón, que daría más trabajo cuidarlo y sería costoso? ¿Para qué esos lujo que estaban más allá de sus posibilidades? ¿Sólo por vanidad?

Doña Rozilda, en su confuso alegato, había mencionado el prestigio y el «buen tono». Al doctor Teodoro le afectó el argumento, siendo como era celoso del prestigio y de la consideración de los demás, pues temía las críticas de la sociedad. Pero a doña Flor no le preocupaban esas cosas, argumentando — cuando discutieron sobre la escuela— que el valor de un hombre no se mide por la figuración, por sus apariencias, sino por lo que él es realmente, por lo que vale.

Si era así, ¿por qué se mostraba contrariada ahora, por qué esas quejas y reivindicaciones? El doctor Teodoro escuchó con atención las ñoñeces de la suegra, pero no quiso discutir el asunto:

—No sabía, cara suegra, que mi querida esposa tuviera esa idea y no deseo discutirla. Pero puedo adelantarle que todo será resuelto a satisfacción de Flor.

Y dejando a doña Rozilda llena de optimismo se retiró, taciturno, camino de la droguería. Si el cambio de opinión de doña Flor fue para el doctor Teodoro una sorpresa, su procedimiento lo disgustaba. ¿Por qué no le habló ella misma, con lealtad y franqueza? ¿Por qué mandar en lugar suyo a doña Rozilda? El farmacéutico no quería que hubiese ninguna duda, ningún malentendido, por más mínimo que fuera, entre él y la esposa. Estaba dispuesto a darle todo cuanto estuviera a su alcance, a satisfacer sus deseos aun cuando le pareciesen caprichosos, dentro de los límites de sus posibilidades e incluso con algún sacrificio. Pero exigía sinceridad, llaneza, confianza. ¿Por qué tenía que haber terceros, intermediarios, entre ellos, si eran marido y mujer? El doctor Teodoro, en los fondos de la farmacia, manejando la espátula y triturando sustancias, pesando cantidades ínfimas en la balanza de precisión, se sentía apenado, triste. ¿Por qué esta falta de confianza? Entre marido y mujer no debe haber secretos, ni nadie que medie en sus relaciones. Subnitrato de bismuto, aspirina, azul de metileno, nuez moscada, las cantidades exactas, ni un grano de más ni uno de menos. Así debe ser el casamiento. Y resolvió poner en claro la cuestión cuanto antes.

Por la noche, ya en el cuarto, a solas con la esposa mientras se cambiaba tras la cabecera de la cama de hierro, le dijo:

—Querida, deseaba pedirte una cosa... Doña Flor ya estaba acostada, esperando el beso del marido para cerrar los ojos y dormir:

—¿Qué, Teodoro?

—Me gustaría que tú, cuando tengas que decirme algo, me hables personalmente, sin mandar a nadie en tu lugar...

En la voz del doctor no se observaba enojo, su acento era más bien melancólico. Doña Flor se incorporó, sorprendida. Apoyándose en el codo, volvióse hacia el marido, que estaba poniéndose los pantalones del pijama:

—¿Qué es esa historia?, ¿cuándo mandé yo...?

—Yo pienso que el marido y la mujer deben ser francos el uno con el otro, que no necesitan correveidiles...

—Teodoro, querido, por favor, dime pronto de qué se trata, no entiendo nada...

Ya vestido con su pijama a rayas, él se acercó a la cama, sentándose en ella:

—Si quieres cambiar de casa, ¿por qué no me lo dices tú misma?

—¿Cambiar de casa? ¿Yo? ¿Quién te dijo eso?

—Pues tu madre, doña Rozilda. Me dijo que tú andabas quejándote, descontenta con la casa, disgustada...

Doña Flor se quedó mirando fijamente al marido, sentado en el borde de la cama, muy serio, con un asomo de tristeza en los ojos. Le dieron ganas de reír: «Semejante hombrón y tan sin malicia.»

—¿Mamá? ¿Y tú pensaste que yo la había mandado? Tú no conoces todavía a mamá, Teodoro. Yo sé lo que ella anda buscando... ¿Para qué iba a querer yo una casa más grande? Quien la quiere es ella, con un cuarto en el que instalarse de una vez por todas, ¡Dios me libre y guarde!

—Pero si es eso, querida, si se trata de hospedar a tu madre, tal vez pueda... — doña Flor continuó riéndose y miró al marido bien de frente:

—Debemos ser francos el uno con el otro, acabas de decir tú, Teodoro. Dime, pero dime la verdad, no mientas: ¿a ti te gustaría que la vieja viviera con nosotros para siempre?

No era el doctor Teodoro hombre capaz de mentir, pero tampoco de ofender a los demás y menos todavía a la madre de doña Flor:

—Es tu madre, es mi suegra, y si ella quiere y tú estás de acuerdo...

—Pues has de saber, querido, que yo no quiero ni estoy de acuerdo. Es mi madre, le tengo cariño, pero tenerla aquí, viviendo con nosotros, ni por todo el oro del mundo. No hay quien la aguante, Teodoro, tú todavía no la conoces bien.

Tomó la mano del esposo:

—En esta casa, querido, sólo tú y yo, nadie más. De aquí sólo saldríamos para nuestra casa propia. Además, cuando podamos, lo mejor es comprar esta misma...

El farmacéutico respiró con alivio. Por doña Flor hubiera sido capaz de cualquier sacrificio, hasta de aguantar a doña Rozilda con sus tramoyas. Felizmente, todo quedó claro. Doña Flor no había cambiado, seguía siendo modesta en sus ambiciones, prudente en los gastos, sensata. Pero su opinión en cuanto a doña Rozilda evolucionó definitivamente y la santa viejecita convirtióse en ponzoña. No en vano su cuñado, el tal Moráis, no se movía de Río, estando dispuesto a volver a Bahía sólo cuando la vieja estirase la pata (otro más cuya única esperanza residía en la muerte, pues en el caso de doña Rozilda, en su opinión, no cabía otra alternativa). Aun así, el doctor Teodoro, con menos experiencia en el trato de la suegra y siendo mucho más afable y de esmerada educación, todavía dijo con una última amabilidad:

—Cosas de vieja, pobre..., a su edad... Ella acarició mimosamente la mano del marido, ese hombre tan bueno:

—No se trata de la edad, querido..., fue siempre así..., es mi madre, no debo hablar mal de ella, una hija no puede..., pero siempre tuvo el mismo carácter, desde jovencita... Ni mi padre la soportaba, y era un santo. Si ella se metiera aquí, Teodoro, terminaríamos peleándonos.

—¿Nosotros? Nunca, querida mía, jamás... Y la miró casi conmovido, lleno de ternura:

—Nunca reñiremos..., ni tendremos secretos el uno para el otro, sea el que fuere. Nos contaremos todo, todo... El la besó en los labios, suavemente.

—Todo... — repitió doña Flor en un susurro.

El doctor Teodoro sonrió, totalmente satisfecho, se levantó y fue a apagar la luz. «¿Todo, Teodoro? ¿Crees que es posible? ¿Incluso los pensamientos más recónditos, incluso aquellos que uno se oculta a sí mismo, Teodoro?» Doña Flor contemplaba el torso fuerte del esposo bajo el pijama, los amplios omoplatos, el recio cuello, los músculos del brazo. Mordiéndose los labios trató de apartar sus pensamientos, pues, como era lunes, no correspondían esas cosas... El doctor, hombre sistemático, mantenía con respecto a eso, igual que para todo, el más perfecto orden. Pero era tan bueno y generoso, tan delicado y atento, estaba tan rendido por ella, hasta el punto de disponerse a soportar a doña Rozilda... Tanta devoción compensaba su sistematización, su rigor para los horarios, las reglas y las etiquetas.

«Todo no, Teodoro, tú no sabes qué oscuro pozo es el corazón de uno.»

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