Tres cuentos he agregado a la serie: El Sur, La Secta del Fénix, El Fin. Fuera
 de un personaje -Recabarren- cuya inmovilidad y pasividad sirven de 
contraste, nada o casi nada es invención mía en el decurso breve del 
último; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he 
sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo (OC I: 483 ).
Cierto es que ante los comentarios de Borges sobre sus
 propios cuentos, estamos habituados a precavernos. Muchos son 
mentirosos, como los del jugador de truco. Pero éste debe leerse 
literalmente, por el solo peso de la evidencia: la lectura del cuento lo
 confirma de manera incuestionable.
Para probarlo mostraré que, salvo la muerte de Fierro, no hay en él un solo detalle que no se ajuste totalmente
 al texto hernandiano, del cual no es una mera glosa, modificación, 
continuación, apéndice, coda, etc., sino, por sobre todo ello, una 
prodigiosa condensación. En otras palabras, que el cuento no admite la 
interpretación generalizada de que la narración retoma el Poema a partir
 del final de la Payada, corrigiéndolo en cuanto a la realización de la 
pelea supuestamente conjurada por Hernández, como una forma de devolver 
al protagonista su verdadero carácter, que su propio creador habría 
traicionado en la Vuelta. Una cosa es “el fin” del hombre llamado
 Martín Fierro -ciertamente ilícito- inventado por Borges, y otra todo 
el resto del cuento, incluida la realización de la pelea entre Martín Fierro y el Moreno; esto es, “el fin” prometido por Fierro en el verso 4484 de la Vuelta,
 que da título al cuento, del cual Borges no inventa sino el resultado. 
Todo está escrito en el Poema, menos la muerte que Borges le impone a 
Martín Fierro. Su posible motivación y su posible interpretación no 
serán materia de este trabajo, en el que me limitaré a demostrar: 1.Que 
“El fin”, bajo su forma narrativa, constituye una nueva lectura del 
Poema que hace girar en redondo la interpretación de la Vuelta 
convalidada por toda la crítica precedente. 2. Que este hecho 
trascendental no ha sido advertido por la crítica ulterior, la cual 
sigue basándose, como la anterior, en la suposición de que, en el Poema 
de Hernández,  Martín Fierro no acepta el duelo con el Moreno, después 
de la Payada. 
Durante mi exposición, escribiré “moreno” y “payada” cuando me refiera a “El fin”, y “Moreno” y “Payada” cuando me refiera a Martín Fierro. “Poema” irá siempre con mayúscula. Las citas de Martín Fierro corresponden a la edición de Losada, anotada por Eleuterio Tiscornia, Bs. As., 1995.
1. Los siete años
Puesto que parto de la afirmación de que la intertextualidad de Martín Fierro
 y “El fin” es absoluta, lo primero que ello impone es despejar de 
errores -circulantes en los medios académicos- un punto fundamental: la 
temporalidad de la acción. ¿Cuándo, exactamente, pelean Martín Fierro y 
el moreno? Me propongo aclarar definitivamente esta cuestión, por cuanto
 una mala comprensión lectora de la misma destruye la totalidad 
interpretativa del cuento. En efecto, si como interpretan algunos, la 
temporalidad de “El fin” no respondiera a la prefijada por el Poema -si 
fuera confusa con respecto a ella, o, peor aún, arbitraria-, también 
podría ser confuso o arbitrario todo el resto. De tal modo, también el 
resto carecería del sentido que, punto por punto, deviene del Poema. O, 
mejor dicho, no tendría sentido haber escrito el cuento sino habría 
bastado con escribir, en una sola escena, la pelea y el fin borgesiano 
de Martín Fierro.
Los pasajes que desorientan a algunos son los siguientes: 
1) La primera parte del diálogo (que inicia el moreno no bien Fierro entra en la pulpería):
-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
-Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido. 
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
-Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
-Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los 
encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las 
puñaladas. (520)
2) El pedido que le hace el moreno a Fierro antes de comenzar el duelo:
-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en 
este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro 
de hace siete años, cuando mató a mi hermano. (520-521)
Como ejemplos erróneos, cito dos interpretaciones similares de sendos prestigiosos especialistas:
a) Para Beatriz Sarlo el caso no presenta ninguna 
duda: Martín  Fierro y el moreno pelean siete años después de haber 
sostenido la Payada:
Siete años han pasado desde el día en que Martín Fierro 
payó con el Moreno. Fierro es ahora casi un viejo, que aguarda la muerte
 sin más que una esperanza: que sea una muerte decente. De acuerdo con 
el código de honor y venganza, una muerte decente, para un hombre que 
tiene deudas morales, es una muerte en duelo. El Moreno comparte esa 
creencia: aunque no peleó con Fierro cuando se encontraron en la payada,
 por reticencia a entablar un duelo ante sus hijos, ha esperado con 
paciencia una segunda oportunidad. Sabe que va a encontrar a Fierro, 
porque él volverá a pagar su deuda.
El cuento de Borges transcurre en una pulpería, donde el
 moreno espera a Fierro; cuando éste llega, ambos entablan un diálogo de
 honor, que explica la paciencia del Moreno y el cumplimiento de Fierro 
[...] El Moreno recuerda su último encuentro, siete años atrás, cuando 
no pelearon porque los hijos de Fierro y Cruz estaban presentes...  (Borges, un escritor en la orillas 90-91)
Sobreentendiendo que la reticencia a entablar un duelo
 ante sus hijos fue de Fierro y no del moreno, es inconvincente que el 
proverbial sentido del ridículo de Borges no haya previsto la reacción 
de los lectores ante tal estiramiento de la capilla del moreno. Pocos no
 encontrarían risible que, por pacienzudo que fuese, después de haber 
consumido siete años de su vida buscando a Fierro para vengarse, una vez
 que lo encontró haya permanecido nada menos que otros siete gastando 
las durabilísimas cuerdas de su guitarra en “una pulpería” cualquiera de
 la vasta pampa, a la espera del incierto día en que Martín Fierro 
decidiera que ya estaba lo suficientemente viejo como para presentarse a
 pagar su deuda (lo que viene a ocurrir a los catorce años justos de 
haberle matado al hermano, por pura suerte, si consideramos que Fierro 
podría haber estimado que para ser viejo le faltaban otros siete, otros 
catorce, o vaya a saber cuántos más). También que Fierro esté tan seguro
 de que, durante siete años, el moreno, supuesto que esté vivo, no haya 
hecho otra cosa que esperarlo sentado en una pulpería (que, según se 
infiere, el gaucho rastrea en un periquete); y, sobre eso, que el motivo
 para buscarlo sea que de pronto le ha dado por suicidarse -es decir, 
que vaya sin otra esperanza que tener una muerte decente- porque ya está
 casi viejo, como si en los siete años anteriores no hubiera podido 
morirse, decente o indecentemente, sin que, por lo visto,  el distingo 
tuviera para él la menor importancia.
b) Para Mario Goloboff, la interpretación del cuento se opaca “por el uso extraño de la temporalidad”: 
Hay, en efecto, una evidente voluntad [de Borges] de 
borrar o de confundir las pistas temporales y, con ello, de eliminar en 
el tiempo el momento de la payada, cuyo “vastos temas exceden -escribe 
Borges- la capacidad de los gauchos y tal vez de los hombres” (El Martín Fierro, Buenos Aires, Ed. Pocket, Emecé, 1979, p.67).
“He esperado siete años”, dice el negro. Parecen ser 
los que transcurrieron desde la payada (de la que todo el comienzo del 
cuento da la impresión que ha pasado hace largo tiempo), aunque luego, 
al ir al combate, repite la cifra, pero ésta se refiere a “cuando mató a
 mi hermano”. De acuerdo con el recuento del propio protagonista del Martín Fierro,
 entre el asesinato (así lo llama Borges) del moreno y la payada, es 
decir, el retorno de Fierro, han pasado siete años (“Dos como gaucho 
matrero,/ y cinco allá entre los indios”). Entonces, para el relato “El 
fin” ¿cuándo ha tenido lugar la payada? (“Autopistas de la palabra”: En 
línea)
Como segunda posibilidad, Goloboff anota la siguiente:
...que el cuento “El fin” no sea, únicamente, el final 
del Martín Fierro, sino también el otro final de “El sur”[...]; (el 
otro, junto con “El fin”, de los tres incorporados a la edición de 1956;
 publicado en febrero de 1953, mientras que “El fin” lo fue en octubre 
del mismo año, y ambos en La Nación). [...] Así, “El fin” comenzaría donde termina el primero, cuando va a tener lugar el duelo. En ambos, está el Martín Fierro
 texto, y también Fierro personaje y emblema: tirado en el suelo, “el 
viejo gaucho extático”, “una cifra del Sur”; en ambos un ajeno patrón de
 almacén, así como Recabarren, inmóvil y mudo para ver la escena a 
través del marco de la ventana, cual en un cuadro; y están, en uno, el 
parroquiano de “rasgos achinados” y, en otro, el chico de “rasgos 
aindiados”; y están la inconmensurable llanura, la daga, la pelea a 
cuchillo, “a cielo abierto y acometiendo” (lo que “hubiera sido una 
liberación” para Dahlmann) y también están, probablemente, el contexto 
social y político en que los cuentos se publican, ambos en el mismo año,
 ambos en el séptimo año de ejercicio del poder por Perón, y después de 
una reelección aplastante. (Id. Sup.) . 
La segunda posibilidad contiene errores de lectura y carece de argumentación: 
1) Sólo en ”El Sur” aparece Martín Fierro texto (entre las cosas que fomentaron el “criollismo algo voluntario” de Dahlmann, se cuenta “el hábito de algunas estrofas de Martín Fierro”) ; en “El fin”, el Martín Fierro
 texto no se nombra ni se cita. 2) No hay ningún fundamento que valide 
la interpretación libre de que “el viejo gaucho extático” de “El Sur” 
sea Martín Fierro .[1] 3) Goloboff confunde las ventanas. 
Recabarren ve “el fin” desde la ventana con rejas de la pieza en que 
yace. En “El sur” también hay una ventana: aquella junto a la que 
Dahlmann está sentado cuando el compadrito de cara achinada lo provoca. 
Pero el texto no dice que el patrón del almacén ve a través de esa 
ventana “la escena”, que por otra parte no ha ocurrido, ni que a través 
del marco se apreste a ver la que va a ocurrir, ni que esté “inmóvil y 
mudo” como Recabarren. 4) No se comprende qué relación pueda haber entre
 el parroquiano de “rasgos achinados” y el chico de “rasgos aindiados”, 
más que los rasgos de la cara y que “están”. ¿Están por qué o para qué? 
En cada uno de los cuentos, el parroquiano y el chico no pueden cumplir 
funciones más distintas. 5) Sobre el contexto social y político del año 
en que los cuentos se publican, hay mucha tela para cortar. La decisión 
de Borges de “matar” a Martín Fierro en “El fin” es sin duda pasible de 
leerse, al menos en parte, desde el antiperonismo de Borges. Ahora, que 
Borges lo haya matado (es decir, publicado su muerte) en el séptimo año 
de ejercicio de poder de Perón, de manera deliberada, es una 
sobrelectura improbable; y, aunque no lo fuera, no aplicable a la cifra 
de siete años tal como ella opera en el interior del texto. “El Sur” no 
permite establecer la misma relación. El contexto de este cuento no es 
el de la fecha de publicación sino el del ambiente en que ocurren los 
hechos, descrito por Borges en correspondencia con el año en que sitúa 
la acción en el Buenos Aires de 1939, desde donde el viaje que Dahlmann 
emprende al Sur se va convirtiendo en un viaje al pasado.
En cuanto a la primera posibilidad que anota Goloboff: 
1) En “El fin” no se evidencia la voluntad de Borges 
de “confundir o borrar las pistas temporales y con ello eliminar en el 
tiempo el momento de la payada”. Las pistas para situar la payada son 
claras. 2) Que “todo el comienzo del cuento da la impresión de que [la 
payada] ha pasado hace largo tiempo” es, efectivamente, una impresión, 
del todo subjetiva, de Goloboff. 3) Como Beatriz Sarlo, se inclina a 
pensar que Martín Fierro y el moreno pelean siete años después de haber 
sostenido la payada. Sólo al recordar que el negro, cuando vuelve a 
mencionar la cifra de siete años, dice “cuando mató a mi hermano”,  
tiene en cuenta el texto de Martín Fierro. Pero sigue prevaleciendo su impresión de que la pelea se ha realizado mucho después de la payada. 
Por mi parte, me adelanto a afirmar que Borges no 
eligió esa cifra de siete años arbitrariamente -según se desprende de la
 interpretación de Sarlo- ni por las complejas razones que insinúa 
Goloboff, sino que ella le fue impuesta por el texto del Poema. La pelea
 no ocurre siete años después de la Payada, sino al cumplirse siete años
 desde que Fierro mató a un negro tras provocarlo injustamente, ebrio, 
durante un baile, tal como se cuenta en el Canto VII de la Ida. 
Borges se remite a la cronología interna del Poema, enunciada por Fierro en el canto XI de la Vuelta, cuando hace el recuento de los años pasados desde que comenzaron sus sufrimientos: 
Y los he pasado ansí,
si en mi cuenta no me yerro:
tres años en la frontera,
dos como gaucho matrero,
y cinco allá entre los indios
hacen los diez que yo cuento. (1587-1592, p.132)
si en mi cuenta no me yerro:
tres años en la frontera,
dos como gaucho matrero,
y cinco allá entre los indios
hacen los diez que yo cuento. (1587-1592, p.132)
El Moreno, que está entre la concurrencia [2] y
 ya ha escuchado el relato de los cinco años de Fierro entre los indios,
 aguanta aún los de los hijos de Fierro y el de Picardía, pero sabiendo 
muy bien lo que ha ocurrido en el espacio de tiempo representado por la 
coma entre el tercero y el cuarto verso de esa estrofa.  Es decir, 
sabiendo que hace siete años Fierro inauguró los dos como gaucho matrero
 la noche en que mató a su hermano. Aunque no fue testigo de la pelea, 
conoce al dedillo la historia de esa muerte, que Martín Fierro ha 
contado en la Ida. Como en la segunda parte del Quijote, 
cuando Cervantes fusiona realidad y ficción, la primera parte del Poema 
se ha hecho tan popular, que para cuando Martín Fierro vuelve del 
desierto “No faltaba, ya se entiende,/ en aquel gauchaje inmenso/ muchos
 que ya conocían/ la historia de Martín Fierro”(XI,1657-1660, p.134). 
Los relatos de los tres personajes, la aparición del 
Moreno, la Payada y la retirada de Fierro (con algunas intervenciones 
del narrador omnisciente)  insumen los primeros 31 cantos de la Vuelta
 (o sea, la mayor parte del texto, que tiene 33). Todo ello ocurre en un
 solo día y en un mismo lugar: una pulpería. Ese día se cumplen, poco 
más o menos, siete años de la muerte del hermano del Moreno.
A ellos se refiere el moreno en “El fin” cuando dice: 
“Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.” Según el 
Poema, su espera no fue pasiva. El Moreno pasó esos siete años buscando 
al matador de su hermano. Cuando, ya perdida la Payada, declara 
abiertamente que no ha venido sólo a payar sino a vengar a su hermano 
mayor que “murió a manos de un pendenciero”, él mismo relata la busca, 
hasta ese momento infructuosa:
Los nueve hermanos restantes
como güérfanos quedamos;
dende entonces lo lloramos
sin consuelo, créanmeló,
y al hombre que lo mató
nunca jamás lo encontramos. (XXX, 1439-1444, p. 210)
como güérfanos quedamos;
dende entonces lo lloramos
sin consuelo, créanmeló,
y al hombre que lo mató
nunca jamás lo encontramos. (XXX, 1439-1444, p. 210)
Lo cual sí es verosímil. No se puede encontrar así 
como así a un matrero que vive huyendo, duerme al raso y no se acerca a 
“las casas”. La misma “polecía” tarda dos años en hallarlo. Y, desde 
luego, nadie habría podido hacerlo durante los cinco siguientes pasados 
en el desierto. 
En el cuento, Martín Fierro le responde también con 
exactitud: “Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos”. En efecto, 
ha pasado diez años sin verlos, desde que lo arrearon a la frontera 
hasta que acaba de encontrarlos  “el otro día”-esto es, hace muy pocos 
días- en unas carreras.
No hay contradicción en que Martín Fierro diga: “Una 
porción de días te hice esperar”, y a renglón siguiente el moreno diga 
“he esperado siete años”. Los “siete años” son los transcurridos entre 
la muerte del negro en la Ida y la Payada en la Vuelta. La “porción de días” es la transcurrida entre el fin de la Payada y el regreso de Fierro a la misma
 pulpería en la que payaron, donde sabe que el negro lo espera para 
librar el duelo. A la pregunta de Goloboff :“Entonces, para el relato 
‘El fin’, ¿cuándo tuvo lugar la payada?”, respondo: Una porción de días 
antes de la pelea. Viceversa, a la pregunta que formulo líneas arriba: 
“¿Cuándo, exactamente, pelean Martín Fierro y el moreno?”: Una porción 
de días después de la payada. Una “porción de días” lo suficientemente 
larga como para que el moreno se hiciera parroquiano habitual de la 
pulpería y lo suficientemente corta como para no alterar la cifra de 
siete años. Conjeturalmente, podemos aventurar unas tres semanas.
2. La “porción de días”
Obsérvese que aun cuando una de las interpretaciones 
refutadas tenga en cuenta la cronología del poema (Goloboff), 
tácitamente da a entender que en la expresión de Martín Fierro “una 
porción de días te hice esperar”, “una porción de días” sería una 
sinécdoque que equivaldría a siete años. Esa “porción de días” ha dado 
que hacer a más de uno. Justo es decir que muchos críticos y 
comentaristas de “El fin” -la mayoría- dan por sentado que cuando el 
moreno dice “como hace siete años, cuando mató a mi hermano”, no quiere 
decir otra cosa que la que dice. Más claro, imposible. Pero al llegar a 
“la porción de días”, que ya no es tan clara, evitan preguntarse -o 
responder a la previsible pregunta de sus lectores- por qué Borges 
recurrió a esa imprecisión. O sea, no se hace hincapié en que Borges no 
puede especificar el lapso de tiempo, porque el Poema tampoco lo 
especifica. 
La pregunta adecuada para elucidar este punto es la 
siguiente: ¿Qué hizo Martín Fierro durante ese tiempo? La respuesta se 
deduce fácilmente de la lectura del Poema: Fierro pasó  esa “porción de 
días” con sus hijos y con Picardía. Sólo puede volver a cumplir su 
compromiso con el moreno después que los cuatro toman la decisión de 
separarse y se dirigen “a los cuatro vientos”. 
Si no se está muy compenetrado con el texto 
hernandiano, podría pensarse que sólo pasaron juntos una noche. Si así 
fuera, Borges, en “El fin”, debería haber hecho regresar a Martín Fierro
 a enfrentarse con el moreno el día siguiente al de la Payada. De otro 
modo, hacer que el negro lo espere “una porción de días” habría sido tan
 arbitrario como que lo esperase siete años.
Según el Poema, terminada la Payada y evitada la 
contienda con el Moreno, Martín Fierro y los tres muchachos “montaron y 
paso a paso” llegaron a la costa de un arroyo, donde desensillaron y se 
pusieron a contar “infinitas menudencias”. En ese punto, el narrador 
(canto XXXI), introduce unos versos que, en principio, mencionan una 
sola noche: “Allí pasaron la noche/ a la luz de las estrellas […] “Ansí 
pues, aquella noche/ jue para ellos una fiesta,/ pues todo parece 
alegre/ cuando el corazón se alegra.” Mediando sólo un punto y aparte, 
prosigue: “No pudiendo vivir juntos/ por su estado de pobreza,” […] y 
cuenta que por esa causa decidieron separarse, y, por precaución, 
cambiar de nombres. Tras ello dice que “antes de desparramarse/ [Martín 
Fierro] les habló de esta manera”. Y comienza el Canto XXXII, el de los 
consejos.
Pero un lector finísimo como Borges jamás 
interpretaría que un poeta de la talla de Hernández pretendiera 
significar que todo lo que se contaron, conversaron, deliberaron, 
decidieron, etc., transcurrió en una sola noche, en la que también 
cupieron los consejos. La técnica de Hernández para realizar la síntesis
 temporal es impecable: crear el clima alegre del encuentro en una sola 
noche (la primera); no demorarse en precisiones sobre el transcurso del 
tiempo restante; y agrupar en un solo bloque declamatorio los consejos 
de Fierro, aceptable dentro del cotexto poemático, porque Fierro posee 
el arte del cantor. En suma, Borges recurre a la expresión “una porción 
de días” para no apartarse un milímetro del texto del Poema y, así, no 
romper el principio de verosimilitud. Entiende de sobra que Hernández no
 necesitaba aclarar que estuvieron juntos más de una noche, porque para 
cualquier lector sería inverosímil suponer que, tras haber tenido la 
suerte de encontrarse “el otro día” con sus hijos después de una 
separación de diez  años, y conocer apenas hace unas horas al de Cruz 
(cuyo padre se lo había encomendado antes de morir), Martín Fierro se 
hubiera resignado a separarse de ellos (y viceversa) antes de haber 
gozado de esa dicha al menos  “una porción de días”. En cambio, 
justificar que sólo hubieran permanecido juntos unas pocas horas, le 
habría exigido inventar razones de urgencia que los obligaran a 
separarse tan precipitadamente.
3. Recabarren y el chico sugestionados por el relato del Hijo Segundo
Para reforzar la temporalidad, son fundamentales los 
personajes de Recabarren y del chico “hijo suyo tal vez”. Los dos están 
aún sugestionados por la historia del Hijo Segundo y de Vizcacha 
-escuchada hace “una porción de días” en la pulpería-, en la que se han 
visto como en un espejo, y en la que se siguen viendo después de la 
hemiplejia de Recabarren, que ha  fijado el día de la Payada. 
(“Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al 
día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto el 
lado derecho y había perdido el habla”). Recabarren  no aparece como 
personaje del Poema. ¿Un invento de Borges? Digamos que un sí es no es. 
La Vuelta presupone un pulpero. Un gaucho pulpero es 
inconcebible. De allí el apellido vasco y la procedencia inmigratoria 
que le da Borges. Pero su íntima ligazón con el texto del Poema está 
representada por el “chico de rasgos aindiados (hijo suyo tal vez)”, que
 desde que su patrón está hemipléjico y mudo le ha puesto un cencerro al
 alcance de una mano para que lo llame cuando lo necesite. La idea de 
servirse del cencerro la ha tomado el chico de la parte del  relato del 
Hijo Segundo en la que éste ha contado la enfermedad de Vizcacha: 
“Cuando ya no pudo hablar/ le até en la mano un cencerro” (XVI, 
2511-2512, p.157) La profunda identificación del chico con el Hijo 
Segundo congrega tres significaciones: el chico siente por Recabarren 
desconfianza y miedo; por lo tanto, Recabarren es distante e impiadoso 
con él y a veces le da maltrato físico; “hijo suyo, tal vez”, resuelve 
la dubitación por la negativa: si lo es, sus “rasgos aindiados” delatan 
una cópula ocasional con una madre india y, para Recabarren, una 
paternidad dudosa, que no acepta; si no lo es, se trata de un pobre 
huérfano mestizo, un “agregado” que el pulpero tiene  para su servicio, 
pero por el cual es incapaz de sentir afecto. Por tanto, la relación de 
Recabarren con el chico no es paterno-filial, sino semejante a la de 
Vizcacha con el Hijo Segundo. 
Los dos “tutores” difieren en una sola actitud, que 
es circunstancial. Cuando Borges ha dicho de Recabarren: “cuya 
inmovilidad y pasividad sirven de contraste”, ha querido significar de 
contraste con Vizcacha, en cuanto a la actitud con que ambos padecen sus
 dolencias, que no sólo depende de los sujetos sino también de la 
naturaleza distinta de aquellas: “El sufrido Recabarren” acepta 
pasivamente su parálisis, mientras Vizcacha se rebela paroxísticamente 
contra el mal que lo aqueja, quizá un cáncer -la enfermedad se inicia 
con el “tabernáculo”-, que le provoca un dolor físico inenarrable y, en 
su última etapa, alucinaciones. 
Pero, por lo demás, ambos se asemejan en la malquerencia que muestran tener para los respectivos “ahijados”.
Recabarren es tan “renegao y cimarrón” como Vizcacha. 
El viejo “siempre andaba retobao,/ con ninguno solía hablar”. Cuando el 
chico entreabre la puerta, Recabarren “le preguntó con los ojos si había
 algún parroquiano”, lo cual se explica porque ha perdido el habla. “El 
chico, taciturno, le dijo por señas que no”, y sin embargo puede hablar.
 Ello connota que entre ambos nunca hubo diálogo. 
El chico no se acerca al catre, tal como el Hijo 
Segundo no se acercaba a Vizcacha cuando cayó enfermo y se mostraba 
“cada vez más emperrrao” (“yo estaba ya acobardao/ y lo espiaba dende 
lejos”); (“nunca me le puse a tiro,/ pues era de mala entraña”). Es 
evidente que el chico tampoco se anima a ponérsele a tiro a ese hombre 
de “gran cuerpo” (como Vizcacha, a quien el Hijo Segundo compara con un 
“cerro”), que tiene solo la mitad derecha inútil (lo cual implica que, 
de cerca, podría hacerle daño con la mano o la pierna izquierda), 
envuelto en  “un poncho de lana ordinaria” (que es la única acepción 
léxica de “calamaco”, el poncho de Vizcacha). 
Tal vez le admire su habilidad de comerciante para 
comprar cueros y otros objetos robados, como el Hijo Segundo, no sin 
ironía, admiraba la de Vizcacha cuando le vendía al pulpero los cueros 
de las vacas ajenas que carneaba y entre los dos “se estendía el 
certificao”. (“Ah! Viejo más comerciante/ en mi vida lo he encontrao”). 
No hubo pulpero de frontera cuya deshonestidad no fuera extrema, de modo
 que no hay razón para que Recabarren sea honesto. 
Borges dice de Recabarren: “habituado a vivir siempre 
en el presente, como los animales”. Y éste es, precisamente, el rasgo 
definitorio de la personalidad de Vizcacha, el que resume toda su 
filosofía de vida, primaria como la de los animales: sujeto a las 
necesidades inmediatas, sin aspiraciones de cambio alguno, atento sólo a
 su supervivencia “aunque el mundo se desplome” (“lo que es yo, nunca me
 aflijo/ y a todito me hago el sordo”); y viudo -quizás por asesinato-, 
para que nada altere esa comodidad, misógino (“si querés vivir 
tranquilo/ dedicate a solteriar”), tal como se adivina que lo es  
Recabarren, que no tiene mujer.
Lo más sutil de este pasaje brevísimo del cuento es 
una acción de Recabarren, ejecutada no bien el chico cierra la puerta de
 la pieza, a la que se ha asomado al oír en cencerro: “El hombre 
postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó con el cencerro, como si 
ejerciera un poder”. El pulpero innominado en el Poema pero forzosamente
 presente durante la tenida de los cantores forasteros (ese pulpero que 
ahora se llama Recabarren), también ha escuchado todo lo cantado ese 
día. También, pues, ha visto retratada su propia relación con el chico. 
De modo que, al verse postrado, puede imaginar que el chico ya está 
pensando, como el Hijo Segundo: “Será mejor, decía yo,/ que abandonado 
lo deje.” Resentido por ese pensamiento, pero contando con que la 
sujeción, el desamparo y la debilidad de carácter de su víctima lo 
incapacitarán para abandonarlo -como al otro para abandonar a Vizcacha-,
  Recabarren fantasea con el poder que todavía después de muerto podría 
ejercer sobre el chico. Poder que, simbolizado en el cencerro con el que
 le impone obediencia, está en su mano. No en vano Borges elige la 
izquierda. Siniestros son los pensamientos del enfermo, que, sin duda, 
en ese momento evoca el “miedo terrible” que sintió el Hijo Segundo ante
 el cadáver de Vizcacha y cómo luego se puso “a llorar a gritos”, al 
verse solo con él, e imagina al chico igualmente aterrado ante su propio
 cuerpo difunto; misericordioso a pesar de todo, sacándose el 
escapulario, colgándoselo al cuello y rogando por su alma a Dios, pero 
aun así casi volviéndose loco “en medio de tanto espanto”. Y, también 
sin duda, lucubra la macabra idea de que esa mano que ahora juega con el
 cencerro podría terminar adquiriendo para el chico el mismo poder 
diabólico que la de Vizcacha, saliendo “dejuera” de la tierra.
Todo lo cual no obsta sino contribuye a que lo 
demoníaco de esa siniestra mano jugando, como quien juega el drama del 
destino, con el cencerro -cuya función en el campo, colgado al cuello de
 la madrina, es guiar la tropilla-, constituya a la vez una imagen 
simbólica de un poder maligno que ya está guiando la historia a su 
desenlace trágico.
En conclusión, el personaje del chico, además de ser 
psicológicamente crucial para acercar la acción actual al día de la 
Payada, lo es también por otro dato objetivo: cuando, hace una porción 
de días, oyó el relato del Hijo Segundo, ya tenía suficiente edad como 
para entenderlo. Si, como lee Sarlo, hubieran pasado siete años más 
desde el día de la Payada hasta el de la pelea, ya no seguiría siendo un
 chico; en siete años se habría convertido en un adulto, y su presencia 
en el cuento no tendría sentido.
4. La reciente derrota del moreno. El nuevo moro de Martín Fierro
Según el citado artículo de Rodríguez Monegal, en “El 
fin”, “como en la biografía de Cruz, sólo en las últimas líneas se sabe 
que uno de los personajes deriva del poema de Hernández.” La experiencia
 del lector no dice lo mismo. Aun si al comienzo le hubiera pasado por 
alto el episodio en que el postrado pulpero llama al chico con un 
cencerro -que nos indica que ya estamos dentro del Poema-, le sería 
imposible no adivinar en seguida quién es el ejecutor de la guitarra 
cuyo sonido oye Recabarren. Pues, tal como en los casos de Recabarren y 
del chico, Borges se atiene rigurosamente al Poema en cuanto a la 
afectividad de los dos protagonistas.
Esa afectividad cumple, a la vez,  función indicial de la temporalidad.
Si atendemos al estado en que se halla el moreno,  es 
difícil entender por qué a un lector del cuento pueda darle la impresión
 sentida por Goloboff de que la payada haya transcurrido hace largo 
tiempo. Ya en la segunda oración, cuando Recabarren se ha despertado en 
su catre,  le llega desde la otra pieza “un rasgueo de guitarra, una 
suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba 
infinitamente...” La tristeza, también infinita, que provoca esta 
expresión en el lector, conserva aún fresca toda la “amargura” del negro
 expresando en ese rasgueo lo “muy larga y muy triste” que es “la noche 
de la redota”. Pocas líneas después, “los modestos acordes” que le 
siguen llegando a Recabarren introducen la figura, inmediatamente 
reconocible, del  moreno:
El ejecutor era un negro que había aparecido una noche 
con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una 
larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, 
como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero 
no había vuelto a cantar: acaso la derrota lo había amargado. (519 )
El día de la payada se nos revela tan reciente, que 
encontramos al vencido en plena depresión, en pleno duelo. Ni siquiera 
está aún en condiciones de cumplir su promesa de no volver a “cantar por
 la fama sinó por buscar consuelo”. Su abatimiento por la derrota es 
tal, que todavía no puede cantar para consolarse, sino apenas rasguear 
la guitarra. 
En cuanto a Martín Fierro, el lector sabe que es él el
 jinete que se acerca a la pulpería, sólo con leer estas palabras: 
“Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, 
pero no la cara del hombre...”  A Borges le basta con nombrar el moro 
para dejarnos imaginar la nostalgia de Fierro por aquel “moro de 
número,/ sobresaliente, el matucho”, que hace diez años, cuando fue 
arreado al fortín, le robó el “comendante” “pa enseñarle a comer grano”.
 Lo primero que ha hecho al regresar del desierto es conseguirse un 
caballo del mismo pelo, porque “siempre un gaucho necesita/ un pingo pa 
fiarle un pucho”, con la esperanza de que -ahora que le urge remediar su
 estado de pobreza hasta que encuentre un trabajo- éste le salga como 
aquel que le hizo ganar en Ayacucho “más plata que agua bendita”. (Cfr. Ida, III, 361-366 y IV, 655-660).
5. “Nada o casi nada” es invención de Borges. “Todo está implícito” en el Martín Fierro
Ahora bien, ¿qué es lo que está implícito en el Poema y
 que Borges ha sido el primero en desentrañar o, por lo menos, en 
declarar? Son tres hechos que, ciertamente, Borges no inventa sino que 
están escritos en el texto, pero tan oblicuamente, tan a la manera 
ladina del criollo rioplatense que fue Hernández (y que fue Borges), que
 sólo pueden advertirse después de muchas lecturas “pasionales” del 
Poema. Ellos son: 
1. La aceptación de Martín Fierro al desafío a la pelea que le hace el Moreno. 
2. El motivo por el cual Fierro evita la pelea por el 
momento pero en realidad la aplaza, y su certeza de que el Moreno lo ha 
comprendido.
3. La seguridad de Fierro de que el Moreno lo esperará en la misma pulpería donde payaron.
5.1. Con respecto al primero de estos hechos, 
antes de escribir “El fin” Borges ya lo había declarado, al referirse a 
la Payada,  en El “Martín Fierro” (OCC: 553): 
Aquí nos aguarda uno de los episodios más dramáticos y 
complejos de la obra que estudiamos. Hay en todo él una singular 
gravedad y está como cargado de destino. Trátase de una payada de 
contrapunto, porque así como el escenario de Hamlet encierra otro escenario, y el largo sueño de las Mil y Una Noches, otros sueños menores, el Martín Fierro, que es una payada, encierra otras. Ésta, de todas, es la más memorable.
Rojas ha interpretado literalmente la palabra fantástico
 y ha visto en el moreno algo así como la voz de la conciencia. Entiendo
 que esta conjetura es errónea, pero el hecho de que haya sido formulada
 es una prueba de la tensión dramática del pasaje. El desafío del moreno
 incluye otro, cuya gravitación creciente sentimos, y prepara o 
prefigura otra cosa, que luego no sucede o que sucede más allá del 
poema.
Fierro acepta los dos desafíos [subrayado mío] y canta en medio de un ansioso silencio:
Mientras suene el encordao,
mientras encuentre el compás,
yo no he de quedarme atrás
sin defender la parada;
y he jurado que jamás
me la han de llevar robada...
mientras encuentre el compás,
yo no he de quedarme atrás
sin defender la parada;
y he jurado que jamás
me la han de llevar robada...
Y seguiremos si gusta
hasta que se vaya el día.
Era la costumbre mía
cantar las noches enteras.
Había entonces, dondequiera,
cantores de fantasía.
hasta que se vaya el día.
Era la costumbre mía
cantar las noches enteras.
Había entonces, dondequiera,
cantores de fantasía.
Aquí es preciso detenerse a observar otro detalle no 
menor. Para Borges, Martín Fierro no sólo “acepta los dos desafíos”, 
sino que lo hace de entrada. O sea, interiormente acepta el segundo no 
después que el Moreno lo lanza al final de la Payada, cuando ya ha sido 
derrotado, sino apenas acaba de ser presentado por el narrador en 
actitud de desafiarlo a payar. En efecto, el Canto XXIX termina así:
Tomó Fierro la guitarra,
pues siempre se halla dispuesto,
y ansí cantaron los dos
en medio de un gran silencio: (p.194 )
pues siempre se halla dispuesto,
y ansí cantaron los dos
en medio de un gran silencio: (p.194 )
E inmediatamente comienza el Canto XXX -la Payada- con
 la primera tirada de Martín Fierro, de la que Borges cita la primera y 
la novena estrofas. Ello revela que, según Borges, Martín Fierro no 
descubre a qué ha venido el Moreno cuando comienzan sus insinuaciones, 
sino que lo sabe desde el instante mismo en que aquél lo reta a payar. 
Aunque Borges no explica por qué él hace esa lectura, en principio se 
infiere que siente a Fierro mucho más perspicaz de lo que lo 
sentimos los demás lectores. Tanto, que sería capaz de conocer la 
segunda intención del Moreno por el color de la piel -que en seguida le 
haría asociarlo con el negro que mató en la Ida- y por lo 
arrogante de su actitud. Sin embargo, si nos detenemos a observar cómo 
describe el narrador esa actitud, advertiremos que también la 
concurrencia entiende que el negro se trae algo bajo el poncho. Es 
decir, que no ha venido sólo a cantar, sino a “buscar pleito”:
Y como quien no hace nada,
o se descuida de intento
(pues siempre es muy conocido
todo aquel que busca pleito),
se sentó con toda calma,
echó mano al estrumento
y ya le pegó un rajido;
era fantástico el negro,
y para no dejar dudas
medio se compuso el pecho.
o se descuida de intento
(pues siempre es muy conocido
todo aquel que busca pleito),
se sentó con toda calma,
echó mano al estrumento
y ya le pegó un rajido;
era fantástico el negro,
y para no dejar dudas
medio se compuso el pecho.
Todo el mundo conoció
la intención de aquel moreno:
era claro el desafío
dirigido a Martín Fierro,
hecho con toda arrogancia,
de un modo muy altanero. (XXIX, 3897-3912, p.194)
la intención de aquel moreno:
era claro el desafío
dirigido a Martín Fierro,
hecho con toda arrogancia,
de un modo muy altanero. (XXIX, 3897-3912, p.194)
En general, los lectores tendemos a situar el momento 
en que Fierro se da cuenta de quién es el Moreno y qué es lo que en 
verdad busca, cuando éste termina de contestar cuál es el canto de la 
noche diciendo que “son almas de los que han muerto/ que nos piden 
oraciones”. Pero, si aceptamos la interpretación de Borges, ése pasaría a
 ser el momento en que Fierro le hace saber al rival que está 
entendiendo su intención. A mi criterio, la lectura hecha por Borges se 
hace convincente, cuando releemos con atención las dos estrofas que 
acabo de citar. Entonces queda claro: lo que nos desorienta es el doble 
significado de la palabra “desafío”, que en la segunda estrofa leemos 
exclusivamente como “desafío a payar”, olvidando que, desde la primera, 
viene cargada también con su otra acepción de “pleitear”. En efecto, un 
desafío a payar es lo natural y honorable que ocurre cuando se 
encuentran dos buenos cantores repentistas en una reunión. Jamás un 
desafío de esa índole sería interpretado por la concurrencia como 
sinónimo de “buscar pleito”. ¿Cómo Hernández ignoraría semejante 
principio, sagrado entre el gauchaje? Por lo tanto, si se molestó en 
destacar la actitud pleiteadora del Moreno, fue para indicarnos que 
desbordaba el código de cortesía que presidía esos encuentros, a tal 
punto que toda la concurrencia la juzgó anormal. De ahí que ese “gran 
silencio” que se hace para escuchar la Payada resulte, tal como lo dice 
Borges, un silencio “ansioso”. En suma, que se vuelva un elemento de 
“suspenso”.
Desde luego, esta lectura también modifica de manera 
sustancial la interpretación del “drama” que se desarrolla en la Payada y
 que Borges sintetizó en “El fin”. 
Acerca de la Payada, lo más que ha hecho la crítica es
 señalar lo evidente para cualquiera: que en ella hay un doble discurso o
 un doble contrapunto -el del canto y el del conflicto personal entre 
los cantores. Quien aportó las observaciones más relevantes sobre este 
punto fue Martínez Estrada. [3] Pero no pudo ir más allá porque, 
entre otras cosas, con respecto al resultado del segundo desafío, se 
atuvo a la lectura canonizada por sus predecesores.
Reconozco que advertir, no intuitivamente sino 
examinando el texto, que Martín Fierro sabía, de entrada, que el desafío
 a payar del Moreno incluía el otro a la pelea, requiere de la sutileza 
de un lector excepcional como Borges. Y que, incluso, su aserto presenta
 flancos discutibles. En cambio, sólo una lectura torpe es incapaz de 
comprender que en el Poema está dicho que Martín Fierro acepta el
 duelo. Como Borges salva en la citada Posdata de 1956, no dudo de la 
existencia de innumerables buenos lectores que lo “desentrañaron” por su
 cuenta, sin haber leído a Borges. Pero no es jactancia suya afirmar que
 “por lo menos” él fue el primero en “declararlo”. Alude, desde luego, a
 los críticos de Martín Fierro. Ninguno antes que Borges lo 
advirtió. Todos interpretaron que Fierro rehúsa la pelea, tomando como 
sinónimo de “rehusar” o “rechazar”  o “no aceptar” el verbo “evitar”, 
que aparece en el octavo verso del Canto XXXI:
Martín Fierro y los muchachos,
evitando la contienda,
montaron y paso a paso,
como el que miedo no lleva,
a la costa de un arroyo
llegaron a echar pie a tierra. (4529-4534, p. 212)
evitando la contienda,
montaron y paso a paso,
como el que miedo no lleva,
a la costa de un arroyo
llegaron a echar pie a tierra. (4529-4534, p. 212)
Lo curioso es que tampoco los críticos lo advirtieron después que Borges lo dijo con todas las letras. Rodríguez Monegal, que en el citado artículo analiza el ensayo de Borges sobre el Martín Fierro,
 señala entre sus méritos que “rectifica muchos lugares comunes de la 
crítica anterior.” Una por una, anota esas rectificaciones, pero 
justamente pasa por alto la principal: que “Fierro acepta los dos 
desafíos”. En efecto, si no se comprende esto, tampoco se comprenderá 
“El fin”, que está totalmente construido a partir de esa lectura 
distinta que Borges hace del Poema. De ahí que la interpretación 
archirrepetida del cuento -¡llegó, debidamente “canonizada”, hasta a 
Harold Bloom! - siga siendo, hasta el presente, la que puede 
ejemplificarse con la siguiente cita, tomada del mismo artículo de 
Monegal: 
Insertado en el contexto del poema, este duelo [el de “El fin”] cierra la payada con que concluye narrativamente la Vuelta. Pero lo cierra a la manera de Borges. Precisamente una manera que Hernández se había negado a sí mismo. La Vuelta
 debe terminar con una reconciliación (como la del Quijote con la 
realidad); esa reconciliación significa que el gaucho Martín Fierro, que
 el gaucho a secas, acepta el nuevo lugar que le ha destinado la 
sociedad, acepta la ley y el orden. Insertar el duelo aquí (como hace Borges) es desmentir el poema. [Subrayado mío.] 
Lejos de “desmentir el poema”, el hecho de haberlo 
leído “bien” es lo que le permite a Borges mostrar en el cuento -como 
nadie lo ha hecho antes- en qué consiste la tensión entre el contrapunto
 del canto y el del otro subyacente, que finalmente determina que el 
Moreno pierda la Payada y Martín Fierro acepte el duelo. Martínez 
Estrada, por ejemplo, insiste en que el Moreno es un hombre sin 
debilidad alguna de carácter, seguro de sí, con dominio de sí, y que, 
por su moral de vida, se considera superior a su rival. (Cfr. Muerte:
 vol. 4, 108-110). Todo lo contrario. De lo único que está seguro el 
Moreno es de su propósito de pelear con Martín Fierro, con la esperanza 
de matarlo y vengar así a su hermano y a sí mismo, i.e. a su condición 
de negro, la cual le hace sentirse inferior -aunque no lo es-, como a 
todo discriminado por la presión del medio social que lo rechaza.  No es
 gratuito que, como una forma de autoafirmación, comience exaltando las 
virtudes de su raza y acuse el desprecio con que los blancos los llaman 
“negros”. Contra Martín Fierro, no sólo lo mueve el odio por haber 
matado a su hermano, sino también el resentimiento de saber que provocó 
aquella pelea injuriando a la mujer y luego a su hermano, sin más 
fundamento que el color de su piel. También mientras canta se siente 
inseguro, a pesar de sus dotes excepcionales. Su sentimiento de 
inferioridad en este sentido, el de ser un “cantor de media talla” en 
competencia con otro“de talla entera” -que se revela cuando es 
derrotado-, hace que la Payada, para él, esté perdida de antemano. 
Cuando, efectivamente, la pierda, sabremos que tiene la típica 
personalidad del perdedor, incapaz de resistir el avasallamiento de una 
figura imponente como la de Fierro, ningún dominio para conjurar esa 
debilidad e incluso ninguno para ocultarla con el pudor que a otro le 
habría impuesto la presencia, no sólo del vencedor, sino del numeroso 
auditorio. Su autohumillación y su autocompasión  excretadas en público 
(“el que no nació pal cielo/ inútil que mire arriba”), causan, en el 
lector, vergüenza ajena.  La fuerza de su odio, en cambio, le da alguna 
confianza en que podrá ganar la pelea. Por eso intenta varias veces 
conducir la Payada hacia ese objetivo, lo que equivale a apresurarla. Lo
 impacienta que el rival se regodee en el canto. 
Fierro, en cambio, cuyo mayor orgullo se cifra en ser 
un cantor (“..si me pongo a cantar/ no tengo cuándo acabar/ y me 
envejezco cantando”),  vuelve a sentirse, por el lapso de la Payada, el 
mismo “mozo” de antaño, para quien cantar era asunto más serio que matar
 o morir. Se dispone a olvidar la “desdichada mudanza” que en la Ida lo
 convirtió sólo en cantor de sus propias desdichas, y a cantar 
nuevamente como en sus “años dichosos”, defendiendo “la parada” “hasta 
que se vaya el día”. Rápidamente descubre que el  punto débil de su 
contrincante es el resentimiento racial, y ello lo estimula a ofenderlo 
en ese mismo sentido. (Lo cual ya no volvería a hacer de manera 
gratuita, como lo hizo en la Ida, porque después de su dura 
experiencia entre los indios, de veras ha cambiado.) Presume ignorar el 
“usted” del Moreno, lo vosea y persiste en llamarlo “negro”. Y ante el 
argumento del Moreno  de que “de los hombres el Criador/ no hizo dos 
clases distintas”, Martín Fierro se muestra de acuerdo, con mucha 
seriedad, pero redobla la afrenta con la salida: “mas también hizo la 
luz/ pa distinguir los colores”, que provoca la risa culpable hasta en 
el lector menos racista. Lo excita comprobar que en el Moreno ha 
encontrado al fin un contrincante digno de él, y por eso lo espolea. Al 
avanzar la Payada, le molesta que el otro no sea consciente de los 
“primores” que es capaz de hacer ni de que ha nacido “con el sino de 
cantar”. Lo elogia entonces varias veces, con sinceridad, pero también 
con el objeto de fortalecerle el ánimo. Si vence en la Payada, quiere 
hacerlo por merecimiento, seguro de que el adversario ha puesto en su 
canto todo lo que tiene. 
La alegría pronto se ensombrece, pero el placer del 
canto sigue prevaleciendo en Fierro. Cuando el negro termina de 
responder cuál es el canto de la noche diciendo que sus rumores “son 
almas de los que han muerto/ que nos piden oraciones”, Martín Fierro le 
hace saber que le conoce el juego. (O, si no se admite que lo sepa desde
 el principio, al menos que ya lo percibe. Para ello le bastaría atar 
cabos: el principal es el énfasis que anteriormente puso el Moreno en 
declararse el menor de diez amantes hermanos.) El lector confirmará sólo
 al final -cuando el negro haya largado el “embuchao”- que éste fue el 
exacto momento en que Fierro “entró” a contrapuntear el “segundo canto”;
 pues a ese momento es al que volverá con la compadrada: “...pero ni 
sombras me asustan/ ni bultos que se menean”, como para que al Moreno no
 le queden dudas acerca de quién ha estado dominando la situación desde 
entonces. Esos dos versos marcan, para el lector, el instante en que la 
Payada comenzó a desarrollarse como un doble contrapunto, y la necesidad
 de volver atrás, para leer lo que estaba entre líneas y antes no 
advirtió. 
Y lo que la relectura revela es lo siguiente: Es 
cierto que Fierro, como dirá al final, ya no busca peleas. Pero aunque 
mientras cantan entiende que está por sobrevenir una, eso se verá 
después. Ahora, lo que importa es -lo dijo al disponerse a payar- hacer 
“gemir las cuerdas/ hasta que las velas no ardan”. Más irritado, pues, 
por el apresuramiento del otro que por lo amenazante de su actitud, lo 
frena -“hemos de cantar los dos/ dejando en la paz de Dios/ las almas de
 los que han muerto”-, y lo alecciona sobre las reglas de la 
competición, que el negro está violando: “siempre ha de ser comedida/ la
 palabra de un cantor”. El negro obedece y no vuelve a lanzar otra 
indirecta. ¿Por qué? Porque antes Fierro lo ha tranquilizado, por así 
decirlo, dándole a entender que ya le ha tomado la medida, no sólo como 
rival peligroso en el canto sino también en lo que habrá de dirimirse en
 “otra clase de contrapunto”-como dirá Borges:
Moreno, por tu respuestas
ya te aplico el cartabón,
pues tenés desposición
y sos estruido de yapa;
ni las sombras se te escapan
para dar esplicación.
ya te aplico el cartabón,
pues tenés desposición
y sos estruido de yapa;
ni las sombras se te escapan
para dar esplicación.
Pero cumple su deber
el leal diciendo lo cierto,
y por lo tanto te alvierto
que hemos de cantar los dos,
dejando en la paz de Dios
las almas de los que han muerto. (4169-4180, p.202)
el leal diciendo lo cierto,
y por lo tanto te alvierto
que hemos de cantar los dos,
dejando en la paz de Dios
las almas de los que han muerto. (4169-4180, p.202)
De modo que, cuando lo reconviene, le está diciendo 
que es deber de payadores que quien es respetado, respete, y se respete a
 sí mismo: si lanzó el desafío a payar con tanta arrogancia, ahora 
deberá sostenerlo hasta el final.
De allí en adelante, el negro redobla las ironías 
acerca de lo “mucho pretender” de su “inorancia”, motivo que modula una y
 otra vez en términos afines, pero siempre alrededor del concepto de que
 la ignorancia es “el principio del saber”, al tiempo que rechaza los 
crecientes elogios de Fierro, con un altanero desprecio por la mayor o 
menor habilidad con que se maneje el lenguaje, porque la verdad no 
depende de ello. Dándole a entender, en fin, que no le interesa la 
retórica sino los hechos (aludiendo, según esta lectura, al duelo que 
seguirá.) A la mayor alabanza que el otro le ha dirigido -llamarlo 
“ladino”-, responde:
Yo no soy cantor ladino
y mi habilidá es muy poca;
mas cuando cantar me toca
me defiendo en el combate,
porque soy como los mates:
sirvo si me abren la boca. (4223-4228, pp. 203-204)
y mi habilidá es muy poca;
mas cuando cantar me toca
me defiendo en el combate,
porque soy como los mates:
sirvo si me abren la boca. (4223-4228, pp. 203-204)
Martín Fierro persiste en asegurarle, con toda 
autenticidad, que tiene adentro “capital pa esta partida” -para ésta y 
para cualquiera, se deja leer. Pero, ladino también en otro sentido, lo 
derrota justamente aprovechándose de la “inorancia” que el negro tanto 
ha declamado con falsa modestia. Esto es, mostrándole para qué puede 
servir el hábil manejo de la palabra que tanto ha despreciado (ya que el
 negro quedó incapacitado de responder no por desconocimiento de la 
materia sobre la cual fue interrogado, sino por la forma como la 
pregunta fue formulada.) Sin embargo, nadie, que yo sepa, ha señalado 
cómo opera esta relación -que expresa toda una “poética” hernandiana- en
 el triunfo de Fierro.
En cuanto a por qué el Moreno no respondió a la última
 pregunta, Borges elude explicarlo: “Sospechamos que lo hace para no 
demorar su propósito íntimo”, dice en El “Martín Fierro” (OCC: 554). La boutade
 hace sospechar una pulla dirigida a la estrafalaria explicación hallada
 por Martínez Estrada para algo que el texto del Poema transparenta con 
total claridad. [4] No obstante, es certera respecto a la 
percepción que se tiene, desde el comienzo de la Payada, de que el 
Moreno está pendiente de su idea fija en la venganza. (Y, como veremos, 
es lo que Borges traducirá en “El fin”).  
El recurso usado por Fierro da la impresión de haber 
sido un intento de acobardar al Moreno respecto a seguir adelante con su
 propósito de llegar a la pelea. Sabemos, sin embargo, que, aunque lo 
acobardó para siempre como cantor, el odio del Moreno sigue intacto. 
Cuando -tras exteriorizar su ira por la trapacería usada por Fierro para
 vencerlo y lamentarse de su derrota- declara abiertamente a qué ha 
venido, es evidente que teme otro recurso hábil del enemigo para 
esquivar el duelo. No duda de la valentía de Fierro, pero ha escuchado 
su relato y su intención de volver del desierto para mejorar su vida (“a
 ver si puedo vivir y me dejan trabajar”). Por lo tanto, entiende que 
debe usar la estrategia más injuriosa para obligarlo a ser el mismo de 
antes en lo esencial, esto es, en el sentido del honor y en el coraje 
viril: darle a entender que, a cada indirecta suya, ha respondido con 
circunloquios de payador porque teme la pelea. Así que lo provoca de la 
peor manera, es decir, ironizando:
Y es misterio tan projundo
lo que está por suceder,
que no me debo meter
a echarla aquí de adivino:
lo que decida el destino
después lo habrán de saber. (4463-4468, p. 210)
lo que está por suceder,
que no me debo meter
a echarla aquí de adivino:
lo que decida el destino
después lo habrán de saber. (4463-4468, p. 210)
La burla es feroz: ya que Martín Fierro no se decide a
 pelear, habrá que esperar la decisión del destino. El efecto de la 
injuria es inmediato. El gaucho reacciona según lo calculado por el 
Moreno y le hace saber, con altanería, que toma el desafío:
Al fin cerrastes el pico
después de tanto charlar;
ya empezaba a maliciar
al verte tan enonao,
que tráias un embuchao
y no lo querías largar.
después de tanto charlar;
ya empezaba a maliciar
al verte tan enonao,
que tráias un embuchao
y no lo querías largar.
Y ya que nos conocemos,
basta de conversación;
para encontrar la ocasión
no tienen que darse priesa:
ya conozco yo que empiesa
otra clase de junción.
Yo no sé lo que vendrá,
tampoco soy adivino;
pero firme en mi camino
hasta el fin he de seguir:
todos tienen que cumplir
con la ley de su destino. (4469-4486, pp. 210-211)
[Subrayado mío.]
basta de conversación;
para encontrar la ocasión
no tienen que darse priesa:
ya conozco yo que empiesa
otra clase de junción.
Yo no sé lo que vendrá,
tampoco soy adivino;
pero firme en mi camino
hasta el fin he de seguir:
todos tienen que cumplir
con la ley de su destino. (4469-4486, pp. 210-211)
[Subrayado mío.]
“El fin” hasta el que promete seguir es, desde luego, el duelo. 
Aunque la  firmeza de Fierro se mantiene hasta el 
final del Canto XXX en lo que hace a la respuesta dada, no ocurre lo 
mismo con su ánimo. Éste flaquea por un momento en la estrofa siguiente a
 la última citada, en que desahoga su desaliento y su cansancio. Enumera
 su desgracias y las remata con estos versos inigualables: “y para 
nuevos estrenos,/ ahora son estos morenos/ pa alivio de mi vejez.” El 
momento es trágico: ya silenciada la euforia del canto,  el gaucho debe 
enfrentarse con la realidad representada por la aparición del Moreno, 
justamente cuando ha encontrado a sus hijos y apenas ha empezado a 
alimentar la esperanza de cambiar de vida. El pasado, inexorable, vuelve
 a ponerlo ante las consecuencias de cada acto de su vida, relación 
causal que él no reconoce y llama “destino”. Tampoco Hernández induce a 
esta racionalización: ya he señalado que el narrador dice que lo que 
“llevó” al Moreno a la pulpería fue la “casualidá”. En efecto, si hay 
una palabra clave en el Martín Fierro, ella es “destino”. Ser 
gaucho y ser desgraciado es equivalente: en ello consiste el destino de 
haber nacido gaucho, y así parece sentirlo, muy sinceramente, Hernández.
 Sin embargo el Moreno, como tomando vida propia, ha afirmado ahora, en 
este canto XXX, que fue a la pulpería de manera intencional, o sea, 
siguiéndole los pasos a Fierro:
Y suplico a cuantos me oigan
que me permitan decir
que al decidirme a venirno sólo fue por cantar,
sinó porque tengo a más
otro deber que cumplir. (209) [Subrayado mío]
que me permitan decir
que al decidirme a venirno sólo fue por cantar,
sinó porque tengo a más
otro deber que cumplir. (209) [Subrayado mío]
El caso es que, hacia el final de su altiva respuesta,
 a Martín Fierro se le hace incontenible decir: “Yo ya no busco peleas,/
 las contiendas no me gustan”, como si hablara sólo consigo mismo, como 
si alentara una última esperanza de que esas palabras, dichas en voz 
alta, adquirieran el poder de conjurar su destino. Hasta este 
ensimismamiento insensato -ya que sabe que al otro no le importan sus 
cambios interiores sino aquel hecho irreversible- será recogido por 
Borges en “El fin”.  Lo que le pesa a Fierro es resignarse a que ahora, 
lejos de ver si puede vivir y lo dejan trabajar, va a tener que matar 
nuevamente, volver a matrerear, y así hasta el fin de sus días. Pues es 
necesario destacar que en el Poema no hay ningún indicio de que Martín 
Fierro considere la posibilidad de que el Moreno lo mate en la pelea. 
Sólo se previene porque sabe que será ardua, y no piensa darle ventaja: 
“A hombre de humilde color/ nunca sé facilitar;/cuando se llega a 
enojar/ suele ser de mala entraña”. Pero promete al auditorio darles 
“una...historia de las mejores.” Sus últimas palabras del Canto XXX son 
de amargura por ver frustrados sus proyectos de comenzar una nueva vida,
 pero piensa que él será quien termine la cuereada y que del lance 
acabará por“salir”: 
La créia ya desollada
mas todavía falta el rabo,
y por lo visto no acabo
de salir de esta jarana;
pues esto es lo que se llama
remachársele a uno el clavo. (p.212)
mas todavía falta el rabo,
y por lo visto no acabo
de salir de esta jarana;
pues esto es lo que se llama
remachársele a uno el clavo. (p.212)
Este punto es en realidad el fundamental para 
cualquiera que tratase de dar un solo paso en el sentido de ensayar la 
interpretación completa de “El fin”. Pues no es lo mismo “leer” que Borges hizo lo que Hernández no habría querido o no habría podido hacer -que Martín Fierro pelee con el Moreno-, que, consciente de que Hernández quiso y pudo
 dejar prefigurada la pelea, con Martín Fierro como vencedor, le haya 
matado al héroe. Necesariamente, las respuestas que se ensayasen desde 
esta nueva perspectiva -en especial las referidas a Borges en relación 
con la gauchesca-, harían, como mínimo, dudar de las que se repiten 
hasta el presente.
Los dos primeros versos del Canto XXXI confirman la 
aceptación del duelo por parte de Fierro: “Y después de estas palabras/ 
que ya la intención revelan”, y los tres siguientes explican, con 
sorprendente rapidez, que los presentes procuraron que no se armara 
pendencia “y la cosa quedó quieta”. Quieta, no terminada.
Leída desde este punto de vista, la Payada exigiría un
 análisis mucho más minucioso que éste. No obstante, lo creo suficiente a
 los efectos de comprobar cómo la tensión esencial del segundo 
contrapunto se reproduce íntegra en el “El fin”, sintetizada de mano 
maestra en el diálogo. 
Martín Fierro ya le ha explicado al moreno que “ese día” evitó pelear por causa de sus hijos y agrega:
-Les di buenos consejos -declaró-, que nunca están de 
más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no 
debe derramar la sangre del hombre. (520)
En ese instante, el negro advierte que Fierro enfila 
la conversación, como lo hizo después de la Payada, hacia el tema de que
 no es el mismo de antes y ya no busca peleas. Y, como no está dispuesto
 a dejar escapar la presa por segunda vez, se muestra implacable en el 
comentario. 
Un lento acorde precedió la respuesta del negro:
-Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros. (Id. Sup.)
La seriedad de las palabras contrasta con la burla 
precedente, hecha mediante la guitarra. El moreno, como suele decirse, 
“la hace hablar”. Lo que el instrumento dice por él puede interpretarse 
de varias maneras: que el otro aprecie cuánto acopio de paciencia le 
está demandando; que el preludio le está resultando demasiado largo; que
 la paciencia se le está acabando, etc. Por mi parte, lo percibo en tono
 cómico: el acorde sirve de remate al “verso” (argentinismo por 
afirmación falsa, adornada con el objeto de engañar) que le ha “hecho” 
Fierro, acerca de esas “moralidades”-al decir de Borges-que él mismo no 
ha practicado. [5]  Eso está bien para sus hijos -le está 
diciendo el acorde-. Pero conmigo... Por eso también resulta risible y  
lastimoso a la vez que Martín Fierro, de suyo tan perspicaz, esté tan 
posesionado de su papel que se demore en captar la ironía del moreno y 
siga en el mismo tenor quejoso:
-Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si 
pensara en voz alta-: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra 
vez, me pone el cuchillo en la mano. 
Al moreno, que sabe que la “otra vez” no fue el 
destino quien le puso el cuchillo en la mano, sino que él mismo provocó 
con malevolencia la pelea, es inútil pedirle, como al lector, piedad 
para ese hombre acorralado que, aun sabiendo que no hay escape, intenta 
demorar lo inevitable. Pues es de hacer notar que, también en el cuento,
 como en el Poema, Martín Fierro no teme morir en el duelo sino volver a
 matar. En este punto, a pesar de que Borges le hace repetir a Fierro 
las mismas quejas que intercaló en su respuesta al Moreno cuando aceptó 
el duelo, hace ceder la altanería del tono y de la actitud. ¿Ya está el 
cuento apartándose del Poema en dirección a la muerte del protagonista? 
Es posible. Como sea, el cambio obedece a un motivo impuesto por la 
verosimilitud: en el Fierro de Borges está pesando la “porción de días” 
que pasó con los muchachos; mientras más tiempo se saborea la felicidad,
 más cuesta despedirse de ella para siempre. 
Literalmente sordo a lo que ya se va pareciendo a una 
súplica, el moreno usa entonces la estrategia a la que ya me he 
referido, que cualquiera que no fuera él hubiera expresado más o menos 
así: ¿Otra vez me sale con lo mismo? ¿Va a seguir con eso hasta que se 
venga la noche? ¿No será que no tiene coraje para pelear? Pero ello no 
se correspondería con la finura de palabra del Moreno y su capacidad de 
ironizar, que ha demostrado en ese portento hernandiano que es la 
Payada.
El negro, como si no lo oyera, observó:
-Con el otoño se van acortando los días.
Y, con sólo esa indirecta, consigue nuevamente la reacción esperada:
-Con la luz que queda me basta -replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
-Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro al salir, murmuró:
-Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
-En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo. 
Obsérvese que el moreno, fiel al complejo de 
inferioridad y a la consecuente mentalidad de perdedor que ha mostrado 
el Moreno del Poema, va a la pelea -como fue a la Payada- sin la 
convicción de que podrá ganarla. Y que nuevamente es Martín Fierro quien
 intenta hacerle tomar conciencia de su verdadera valía. La situación 
repite, pues, el esquema de la Payada. Si en el duelo el negro mantiene 
esa actitud, va derecho a la derrota. Ello es insatisfactorio para el 
honor de Fierro. Si gana la pelea, quiere hacerlo por merecimiento, 
etcétera. 
5.2. En el Poema, el Moreno, aunque amargado 
por la derrota en el canto, entiende que ha conseguido lo que quería. 
Martín Fierro le ha dado la respuesta que buscaba: ha aceptado el duelo.
 Pero también este negro, que es “por fuera tinieblas y por dentro 
claridá”, comprende el motivo que Fierro tiene para evitarlo en ese 
momento. Y lo comprende no sólo por su inteligencia superior sino 
también por empatía. Recuerde el lector de Martín Fierro que en 
la escala de valores del Moreno, lo primero es la familia, en especial, 
la paternidad. En algún momento de su vida -sin duda cuando decidió 
vengar a su hermano- se desligó de sus afectos familiares y se convirtió
 en un solitario, y también en un cuchillero hábil, hasta sentirse capaz
 de medirse con Martín Fierro. En la Payada ha dicho:
Pero yo he vivido libre
y sin depender de naides;
siempre he cruzado los aires
como pájaro sin nido... (197)
y sin depender de naides;
siempre he cruzado los aires
como pájaro sin nido... (197)
Pero es evidente que antes conoció un hogar “muy 
amoroso”, con un padre que  “es lo mesmo que el macá:/ cría los hijos 
bajo el ala”, y que guarda el bien de haber sido amado por padres y 
hermanos cuyo cariño “nada iguala”. Un hombre que haya experimentado 
esos sentimientos no puede permanecer insensible ante el espectáculo de 
otro hombre que ha vivido diez años sin ver a sus hijos, de los que 
nunca ha podido ser padre, y acaba de encontrar a dos de ellos y al que 
le fue encomendado por su amigo muerto. Ni, menos aún, a las desdichas 
que les ha escuchado contar a esos muchachos, por causa de su orfandad. 
Fierro sigue siendo su enemigo, tratará de matarlo, pero antes debe 
darle la oportunidad de ejercer, al menos una vez en su vida, siquiera 
un remedo del oficio de padre, y a los muchachos esa ilusión de contar 
con un padre. Esperó siete años, puede esperar una porción de días más. 
Confía en que Fierro pagará su deuda en cuanto se despida de sus hijos y
 de Picardía. Sabe que los gauchos no tienen ni el hábito ni la 
posibilidad de asociarse para asentarse en un lugar a hacer vida 
familiar. Y, menos tratándose de hombres solos, sin mujer. Sabe, en 
suma, que Martín Fierro  no va a tardar demasiado.
Como entre Fierro y el Moreno ocurre el motivo 
literario clásico de los enemigos que se entienden por sobre los demás y
 que mutuamente se admiran, en “El fin”, a Martín Fierro le produce 
hilaridad comprobar que, tal como él lo ha previsto, el moreno captó 
perfectamente el motivo por el cual debió aplazar la pelea:
-Me estoy a costumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro explicó sin apuro:
-Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los 
encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las 
puñaladas.
-Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla. (520)
Queda claro, pues, que de lo que se ríe Martín Fierro 
no es de sus propios consejos a sus hijos (a los que a continuación se 
refiere) sino de la penetración del negro. No hay cinismo en lo que 
sobre ellos dice (“les di buenos consejos, que nunca están de más..”, 
etc.) sino escepticismo. Frente al moreno, que es su igual, puede 
reconocer lo que el otro ya sabía cuando le concedió la tregua para 
pasar una porción de días con los muchachos: que a esa altura de su 
vida, ya no podía recuperar mágicamente su papel de padre. 
Esta lectura del Poema conduce a un replanteo acerca 
de los denostados consejos de Martín Fierro. En efecto, suenan de manera
 diferente si los consideramos desde el punto de vista de un Fierro que 
sabe que le quedan sólo unos días para cumplir el rol paterno que sus 
hijos y Picardía le demandan, antes de volver a sacar el cuchillo para 
pelear.  No tiene nada para dejarles. Mientras buscaba a sus hijos sin 
que nadie pudiera darle “razón de su paradero” y fue a la carrera donde 
encontró a dos de ellos, no tenía siquiera con qué apostar:
Casualmente el otro día
llegó a mi conocimiento
de una carrera muy grande
entre varios estancieros;
y fui como uno de tantos
aunque no llevaba un medio. ( Vuelta XI, 1651-1656, p.134)
llegó a mi conocimiento
de una carrera muy grande
entre varios estancieros;
y fui como uno de tantos
aunque no llevaba un medio. ( Vuelta XI, 1651-1656, p.134)
Ya es mucho que a un hombre quebrado por la vida, un 
eterno ausente, sus hijos aún lo respeten. Su único capital, lo único 
por lo que se siente digno de ser respetado, es el canto. ¿Qué otra cosa
 puede dejarles sino un lindo canto, que, al mismo tiempo que alimente 
la ilusión de los muchachos de tener un padre que se preocupa por ellos,
 acaso pueda serles útil para el futuro? ¿Qué importa si realmente sus 
consejos no se corresponden con sus propias acciones y su propia 
personalidad? ¿Qué importa una “actuación” ante los hijos, que la 
esperan, si se hace por amor, para no defraudarlos? ¿Qué padres, señores
 del jurado, no hemos hecho eso alguna vez? Sin embargo, ningún crítico 
se ha mostrado piadoso ante los consejos.  Sobre ellos se han dicho 
verdaderos disparates: que son hipocresía de Hernández por razones 
políticas, traición a los marginales, manual para amansar al  
proletariado, etc. Vimos que Borges mismo, en su papel de crítico, 
ironiza sobre los consejos, aunque no leyéndolos “desde afuera” del 
Poema, sino desde el interior del hombre bárbaro e imperfecto que es 
Martín Fierro. (Cfr. Nota 5).
Sin embargo, Borges artista no puede escapar al pathos
 de la profunda humanidad que emana de la creación de Hernández, y, en 
el cuento, acepta esa imperfección.  El jesuitismo de Fierro no deja de 
ser ridículo, pero no invalida que, al mismo tiempo, el gaucho sea 
sincero en no querer sus hijos se le parezcan. De ahí que resulte 
patético. El acto de aconsejarlos lo cumple como un deber, como una 
expresión de deseo de un hombre que lo ha pasado mal, de que sus hijos 
lo pasen mejor. Pero él ya no puede cambiar de vida. Para él es tarde. 
Ahora bien, incluso todo este conflicto está expresado en el Poema, 
donde Fierro no engaña a los muchachos con respecto a sí mismo. Lo que 
en verdad le dice es: 
Y les doy estos consejos,
que me ha costao alquirirlos,
porque deseo dirijirlos;
pero no alcanza mi cencia
hasta darles la prudencia
que precisan pa seguirlos. (Vuelta, XXXII, 1769-1774, p. 218)
que me ha costao alquirirlos,
porque deseo dirijirlos;
pero no alcanza mi cencia
hasta darles la prudencia
que precisan pa seguirlos. (Vuelta, XXXII, 1769-1774, p. 218)
Éste, pues, no es “el Fierro de Borges”, como alguien ha dicho. Es el Fierro de Hernández, que Borges lector supo comprender.
5.3. Si el Poema hubiera continuado, el lugar 
de encuentro para la pelea debía ser la misma pulpería en que payaron. 
Era el único lugar posible donde Fierro tendría la certeza de que el 
Moreno lo esperaría, al menos por unos días. Porque, tal como lo ha 
dicho Borges y se traduce en “El fin”, en el Poema también “está 
implícito” que el moreno lo estará esperando, y fijado el lugar de la 
cita. Si lo leemos bien, advertiremos que, luego de su derrota en la 
Payada, el Moreno le avisa entre líneas a Fierro que no se moverá de 
allí: 
¿No han visto en medio del campo
al hombre que anda perdido,
dando güeltas afligido
sin saber dónde rumbiar?
Ansí le suele pasar
a un pobre cantor vencido. (4397-4402, p. 209)
al hombre que anda perdido,
dando güeltas afligido
sin saber dónde rumbiar?
Ansí le suele pasar
a un pobre cantor vencido. (4397-4402, p. 209)
Exactamente así es como “El fin” presenta al moreno en
 la pulpería: “Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la 
espera de alguien”.
Mediando sólo una estrofa después de la citada, en la 
siguiente el Moreno jura enfáticamente ante el auditorio no volver a 
payar de contrapunto:
Y dende hoy en adelante,
pongo por testigo al cielo
para decir sin recelo
que, si mi pecho se inflama,
no cantaré por la fama
sinó por buscar consuelo. (4409-4414, p. 209)
pongo por testigo al cielo
para decir sin recelo
que, si mi pecho se inflama,
no cantaré por la fama
sinó por buscar consuelo. (4409-4414, p. 209)
En las seis siguientes explica con claridad a qué ha 
venido, y en los dos últimos versos de la sexta le avisa a Fierro que 
confía en su honor:
...espero en Dios que esta cuenta
se arregle como es debido. (4449-4450, p. 210)
Y de pronto, en la siguiente, parece desdecirse ante 
el auditorio de su ampuloso juramento de que no volverá a payar en 
competencia. Desde luego, no es así. Aunque comprende por qué no hay más
 remedio que aplazar el duelo, prefiere pasar por un charlatán ante la 
concurrencia antes que no le quede claro al enemigo que no ha renunciado
 a su propósito. La estrofa, dirigida exclusivamente a Martín Fierro, se
 refiere, como lo dice Borges en el cuento, a “otra clase de 
contrapunto” que completará el primero. El Moreno da por descontado que 
el otro entenderá que significan allí “payar” y “cantar”: 
Y si otra ocasión payamos
para que esto se complete,
por mucho que lo respete
cantaremos, si le gusta,
sobre las muertes injustas
que algunos hombres cometen. (4451-4456, p. 210)
para que esto se complete,
por mucho que lo respete
cantaremos, si le gusta,
sobre las muertes injustas
que algunos hombres cometen. (4451-4456, p. 210)
De modo tal que, en “El fin”, lo que Borges hace es 
nada más - y nada menos- que sintetizar de manera admirable este acuerdo
 sellado en el diálogo sesgado de ambos contrincantes. Tres palabras le 
bastan para expresar, incluso, en la voz de Fierro, la mala gana con que
 va a la pelea, sólo obligado por el honor: 
-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
- Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido. 
6. La muerte de Martín Fierro, único invento de Borges
Por consiguiente, como afirmé al comienzo, el cuento 
no admite la interpretación de que Borges, en “El fin”, “corrige” a 
Hernández.  En todo caso, corrige a quienes han leído muy mal un libro 
muy bien escrito. Todo lo contenido en el cuento está implícito en el Martín Fierro,
 tal como Borges lo dijo. Su único invento es la muerte del 
protagonista. La llamo “invento” para distinguirla de “invención”. Pues,
 artísticamente, el cuento es una invención lingüística en extremo 
elaborada sobre la otra invención originaria.
Pero, aun habiendo elegido su fin, Borges sigue
 ajustándose a la letra del Poema, antes y después de ese fin. El fin 
obra como un tajo entre ambas partes de la secuencia final del cuento, 
representado por la puñalada profunda en la que se tendió el negro. 
Cruzando el tajo, volvemos a estar tan adentro del Poema como antes de 
cruzarlo. Sólo la imaginación de Borges estaba destinada a conseguir ese
 pase de magia, por el que vemos a los personajes hacer lo mismo que ya 
hicieron, pero de manera inversa. Por ese ilusionismo, el moreno se 
transforma en Martín Fierro y Martín Fierro en el moreno y a la vez en 
el hermano redivivo del moreno, muerto en el famoso Canto VII de la Ida
 y destinado a volver a morir. Como de allí en adelante el moreno estará
 destinado a volver a matar y a seguir matrereando por el resto de sus 
días sin hallar un lugar en el mundo. 
Ahora es Martín Fierro quien se ve obligado a pelear. 
Va hacia la puerta con desgano. Sólo cuando “oyó el odio” del moreno se 
entona, y, como cumpliendo un rito de venganza, “rayó y marcó la cara 
del negro”. Es decir, lo cortó de la misma manera que a él el hermano 
del negro en la Ida, acto que determinó que lo matara:
Y ya me hizo relumbrar
por los ojos el cuchillo,
alcanzando con la punta
a cortarme en un carrillo
Me hirvió la sangre en la venas
y me le afirmé al moreno,
dándole de punta y hacha
pa dejar un diablo menos. (Ida, VII, 1223-1230, p. 57)
por los ojos el cuchillo,
alcanzando con la punta
a cortarme en un carrillo
Me hirvió la sangre en la venas
y me le afirmé al moreno,
dándole de punta y hacha
pa dejar un diablo menos. (Ida, VII, 1223-1230, p. 57)
El contrapunto y el mutuo entendimiento de los 
adversarios se repite así hasta “el fin”. Martín Fierro sabe que el 
moreno sabe que ese corte es deliberadamente afrentoso, porque en la 
pulpería le ha escuchado enfatizar sobre la afrenta imperdonable que, 
para un cuchillero, representa que lo marquen de ese modo,  cuando en el
 Canto XI de la Vuelta intentó justificar su crimen: 
...aunque si yo lo maté
mucha culpa tuvo el negro.
Estuve un poco imprudente,
puede ser, yo lo confieso,
pero él me precipitó
porque me cortó primero;
y a más me cortó en la cara
que es un asunto muy serio. (1599-1606, pp.132-133)
mucha culpa tuvo el negro.
Estuve un poco imprudente,
puede ser, yo lo confieso,
pero él me precipitó
porque me cortó primero;
y a más me cortó en la cara
que es un asunto muy serio. (1599-1606, pp.132-133)
Entre tanto, el lector también sabe que, en ese acto, 
va implícita la muerte de Martín Fierro. En cuanto al moreno, después de
 “el fin” repite todos los movimientos que aquél realizó después de 
matar a su hermano, que huelga citar aquí, pues son los elegidos hasta 
por los manuales escolares para enseñarles a los chicos que el cuento es
 una suerte de ejercicio de taller literario, donde la consigna fuera 
“cambiarle el final” a un relato ajeno. Lo cual, aunque expresado de 
modo más sofisticado, no se aparta demasiado de lo que sobre “El fin” 
han dicho los especialistas. Salvo las interpretaciones que -aun sin 
“desentrañar” el Martín Fierro como lo hizo Borges, y por ende 
tampoco “El fin”- se han escrito acerca qué “clausura” el cuento, 
estética o ideológicamente etcétera, todo ello muy provechoso, pero 
acaso no tanto como ponerse a leer por cuenta propia el Martín Fierro.  
7. “El fin” como nueva lectura del Martín Fierro
En conclusión, “El fin”, como la Payada del Poema, 
constituye un caso de doble discurso. Bajo su forma artística de cuento 
enlazado al libro más popular de la literatura argentina -que, como tal,
 es autosuficiente-, desarrolla un ensayo crítico de interpretación 
puramente textual del Martín Fierro, que pone en jaque lo que la crítica precedente dio por sacramentado. 
Algo, al menos, de lo que quiso indicarnos Borges, 
aparece claro: la insuficiencia de las lecturas políticas o 
político-ideológicas del Poema, apoyadas en datos exógenos. (Y también, 
quizá, curarse en salud,  pre-desacreditando las que podría suscitar su 
propio asesinato de Martín Fierro, no menos violento y fuera de la ley 
que los cometidos por ese gaucho “desertor” “pendenciero”, “cuchillero” y
 “asesino” que tanto lo desveló). La literatura requiere lectores que 
iluminen el interior de las obras, no comentaristas que acumulen trastos
 a su puerta obstruyendo la entrada. Esa ha sido siempre, en la 
práctica, la más grande  lección de Borges: elemental, eterna y simple.
Procurando aprovecharla, prescindiré aquí de recordar 
aquellas lecturas que han intentado, con mayor o menor ingenio, 
descontextualizar el Poema para servir a los fines de tal o cual 
facción. En este sentido, la comparación de Borges entre el “libro 
insigne” y la acomodación de Pablo en todo a todos para salvar a 
algunos, [6] no es reverente, como la mayoría interpreta, sino 
irónica. En efecto, en la Argentina no ha habido tendencia que no lo 
usara a gusto del consumidor.
Me referiré, en cambio, a las lecturas políticas que 
se atuvieron al contexto en que el Poema fue compuesto, y que siguen 
siendo interesantes, en la medida en que sobre ellas podría avanzarse. 
Partiendo de la identificación de Martín Fierro con Hernández, 
establecieron un paralelismo entre el Fierro de 1872, rebelde, matrero y
 automarginado al desierto, con el Hernández periodista -combativo del 
sistema de leva y del centralismo porteño-, revolucionario jordanista, 
perseguido por “la autoridá” nacional y exiliado; y entre el Fierro de 
1879, que vuelve con la intención de integrarse al orden social cuando 
el servicio de frontera que originó sus males se hace innecesario, y el 
Hernández que regresa al país apoyando el exterminio del indio y 
tratando de integrarse al pacto autonomista. Sin embargo, verlo sólo 
desde ese ángulo causó que el presupuesto se impusiera por sobre la 
letra del texto: si Fierro, en la Vuelta, representaba al 
Hernández conciliador, éste tenía que evitar a cualquier costo que su 
personaje volviera a desgraciarse con la ley. En consecuencia, Martín 
Fierro evitó, rechazó o rehusó pelear con el Moreno. Pero resulta que 
eso no convence a ningún lector. La “retirada” de Fierro aparece como 
inexplicable en relación con la personalidad y el carácter del 
protagonista y con el código de honor que, intempestivamente, el gaucho 
habría roto. Y así y todo, esa explicación a contrapelo del texto, que, 
aparte ciertas malevolencias, ha producido un verdadero estancamiento en
 la crítica del Poema, sigue sin revisión alguna. El “valor agregado” de
 tinte psicológico y surrealista, claro está, con que la exornó Martínez
 Estrada, no sólo no la modifica sino la oscurece: 
Las razones por las cuales Fierro evita la pelea, quedando victorioso, son sumamente adecuadas para resolver el conflicto en un pathos
 diminutivo en que toda tensión se relaja suavemente. La Payada queda, 
por ese estupendo procedimiento, envuelta en una atmósfera de sueño, y 
deja la impresión [...] de una quasi pesadilla en que una historia 
olvidada retorna y se desvanece en la conciencia. El Moreno es un 
espectro del hermano, y cuanto ocurrió en la realidad pudo haber sido 
una alucinación de Martín Fierro. Este episodio [...] interrumpe la 
acción y la deja en un suspenso, corta de pronto lo real y cierto que 
expresan los personajes. La realidad de sus personas y de sus encuentros
 saltan al plano de la ficción, y lo que es evocado en un penoso 
recuerdo devora con su presencia los signos todos de certidumbre sobre 
lo que acontece. El Moreno es un “aparecido” y la escena cobra un 
alucinante primer plano de diálogo de ultratumba. [...] Lo que sigue 
todo se mueve en las sombras, campo afuera. [...] Los que salen son 
cuatro almas que entablan un coloquio, voces y no cuerpos. La Payada ha 
hecho que se desvanezcan todas las figuras y que la historia abandone el
 mundo de las cosas reales para internarse en lo desconocido, que es 
donde se disuelven sin que ya nos atrevamos a pensar qué ha sido de 
ellas. (Muerte: IV, 968)
De quasi pesadillas como ésta, a las que la floración 
verbal de Martínez Estrada somete al lector, de lo mínimo que éste sale 
convencido es de que las escribió en el mismo estado de alucinación que 
le atribuye a Fierro. Pues si de algo se tiene certeza al terminar de 
leer el Poema es de que sus figuras, lejos de disolverse, han adquirido 
realidad tal que obligan a pensar qué ha sido de ellas. O sea, a hacer 
lo que hizo Borges con lucidez extrema.
Al “desentrañar” y “declarar” que Martín Fierro aceptó
 el desafío a duelo del Moreno, nos muestra un hombre que, liberado de 
su carga simbólica adquirida en la Ida tanto como de su función política de portavoz del autor devenido oficialista en la Vuelta,
 no está obligado a parecer congruente con lo que los críticos esperaban
 de él ni en condiciones de ser enjuiciado por lo contrario.  Así, en la
 Segunda Parte del Poema ya no vemos a  “otro hombre” distinto del que 
conocimos en la Ida sino a un hombre que, como cualquier otro, ni
 mejor ni peor moralmente de lo que fue antes, sufre los cambios del 
tiempo y sus rigores, trata de aplicar ese aprendizaje en ciertos 
cambios estratégicos de conducta, a manera de intento de sobrevivir con 
mejor suerte, y no lo consigue. Sólo por esta vía, legitimada por el 
texto mismo, el crítico estaría autorizado a interpretar por qué no puede
 conseguirlo, más allá de que a Borges le hubiera gustado o no la 
respuesta que aquél encontrase. Pues una cosa es el deber de clarificar 
el texto, que Borges se asigna a sí mismo como lector, y otra su derecho
 de creador a entablar con él-o, mejor dicho, quizás, a través de él- un
 contrapunto ideológico matando a Fierro, sin apelar a ningún 
ocultamiento.
Como vemos, de aquí a la afirmación de que Hernández 
traicionó a su personaje transmitiéndole una especie de esquizofrenia 
súbita sólo para adaptarlo a su nueva posición política o a la presión 
de la crítica oficial, hay  una diferencia abismal. Un Martín Fierro 
-hombre y la vez libro- abierto de este modo hacia una perspectiva 
humanista resuelve de manera imprevista el prejuicio que no dejó 
comprender a Martínez Estrada, a pesar de haberlo percibido, por qué la Vuelta no es tal sino un intermezzo
 del regreso, en el cual no se observa que el cambio de política con 
respecto al indio haya redundado en un mejoramiento del estado de 
indefensión de la masa rural desheredada. La visión de Borges, pues, 
replantea éstas y otras preguntas que, puestas en relación con el Canto 
XXXIII y último, impregnado de esperanza dudosa, de provisionalidad y 
hasta de amenaza, ofrecen posibilidades de hacer virar la Vuelta a
 una significación que recupere el texto original -perdido en una selva 
de resignificaciones- y aclaren ciertos aspectos de la composición que 
aún siguen pareciendo impenetrables.
Limpio así no sólo de manipulaciones - que resiste 
sobradamente- sino también de excesos interpretativos de parda 
politiquería nacionalista o no, pero siempre vestida a lo patriótico, 
acaso el Poema pueda leerse en su propio país con la misma sencillez con
 que el llamado “lector -u oyente- común” fue y sigue siendo conmovido 
por su humana grandeza. Pues lo cierto es que ante tanta cosa efímera, Martín Fierro
 perdurará en cualquier tiempo y en cualquier lugar donde represente, no
 a una facción partidaria, ni a una “clase”, ni a una doctrina, sino a 
todo ser humano que haya sufrido en carne propia el abuso de los 
poderosos, llámese éste corrupción, tiranía, opresión, miseria, 
persecución, guerra, tortura, campos de concentración, ocupación 
extranjera, pérdida de su familia, sus tierras, sus bienes. Esto es lo 
que recogió Fernando Sorrentino (“M.F., espejo de oprimidos”: En línea) 
del testimonio de muchos traductores del Martín Fierro, el 83 % 
extranjeros radicados en la Argentina, provenientes de países que, 
todavía en proporción numérica mayor que la nuestra, padecieron alguno 
de esos horrores. Lo cual explica que, como lo hizo notar, “un texto 
erizado de toda clase de dificultades, no sólo lingüísticas [...] sino 
también culturales”, haya sido traducido a tantas lenguas o dialectos 
(según informa Sorrentino, 33 hasta 1991).
De allí que, sin ahondar en la harto compleja y tormentosa relación entre Borges y el Martín Fierro,
 he creído tan importante llamar la atención sobre la apertura 
interpretativa que constituye “El fin”.  Su inadvertencia por parte de 
los críticos ha retrasado medio siglo el estudio del poema hernandiano y
 aún está esperando quien sepa aprovecharla.
NOTAS
[1] Para Emir Rodríguez Monegal, quien tampoco se 
conformó con que el “viejo gaucho extático” fuera, como mejor no pudo 
haberlo dicho Borges, una “cifra del Sur”, podría ser Don Segundo 
Sombra,“una prolongación o última decadencia” del padrino, ya que ayuda a
 Dahlmann, al darle la daga. Pero como al fin y al cabo no lo ayuda sino
 a pelear -y a morir-, concluye que no puede ser otro que Vizcacha, 
“prototipo de un personaje canallesco de Martín Fierro.” (“El Martín Fierro en Borges y en Martínez Estrada”. Revista Iberoamericana, v. 40, nº 87-88, abril-setiembre 1974, pp. 287-302). [En línea]
Como vemos, ya el gaucho viejo constituye un caso de 
triple personalidad. Pero podría llegar a ser cuádruple, quíntuple, 
etcétera. Si sólo se trata de buscar gauchos malos, reales o 
imaginarios, todavía nos quedan Juan Moreira, Hormiga Negra, Calandria, 
el mellizo sanguinario de La Flor... y hay más.
     Cabe agregar que, según Fernando Sorrentino, “extático” es una errata por “estático”, deslizada en las Obras Completas,
 1923-1924.(Emecé, 1974). En efecto, en “El Sur”, Borges escribe que el 
viejo gaucho “le tiró una daga” a Dahlmann. Por lo tanto, comenta 
Sorrentino: “Es evidente que el viejo gaucho no se halla extático, es 
decir, en éxtasis, sino estático. O sea, tal como lo había descripto 
Borges unos párrafos antes, ‘inmóvil como una cosa’.” Cfr. “Erratas en 
textos de Borges”. Borges Studies on Line. J.L. Borges Center for 
Studies and Documentation. [En línea]
[2] El poema no especifica si el Moreno ha estado o no 
entre la concurrencia desde el principio del relato de Martín Fierro. 
Terminado el de Picardía, el personaje es presentado así por el narrador
 omnisciente, en el Canto XXIX de la Vuelta:
 Mas una casualidá,
como que nunca anda lejos,
entre tanta gente blanca
llevó también a un moreno,
presumido de cantor
y que se tenía por bueno. (3891-3896, p.194)
como que nunca anda lejos,
entre tanta gente blanca
llevó también a un moreno,
presumido de cantor
y que se tenía por bueno. (3891-3896, p.194)
     Sin embargo, más adelante veremos que el propio 
Moreno se encarga de desmentir al narrador acerca de la “casualidá”: 
después de ser derrotado en la Payada, él mismo declara haber ido a ese 
encuentro por propia decisión y premeditando su venganza. Pero aquí 
importa aclarar por qué el Poema deja suponer que, desde el comienzo, 
estaba entre la concurrencia. La “tanta gente blanca”, a la cual “llevó”
 (atrajo) a la pulpería la presencia del -para esa gente- mentado Martín
 Fierro, prometedora de un segundo relato que continúe el que ya 
conocen, es la misma que ha constituido el auditorio, desde el 
principio. Por lo tanto, se infiere con bastante claridad que “entre” 
esa misma gente, estuvo, también desde el principio, el Moreno. 
También a él lo “llevó” la presencia de Fierro, y se supone que, más que
 nadie, estaba interesado en conocer a su enemigo y saber más de él. Que
 el narrador diga, en ese momento, que fue una “casualidá”, puede 
interpretarse como un recurso para no dar, tan tempranamente, el indicio
 de que se trata de un personaje vinculado al negro de la Ida, y 
no arruinar el efecto-sorpresa que, en la mayoría de los lectores u 
oyentes del Poema, causa esa revelación al final de la Payada; o, acaso,
 que la contradicción entre narrador y personaje sea involuntaria en el 
autor.
[3] En Muerte y transfiguración de Martín Fierro
 (4 vols., Buenos Aires, CEAL, 1983) señala “dos motivos de contienda en
 la Payada: el de competir en el canto por el saber en cuestiones 
abstrusas, y el de dirimir una antigua deuda de sangre. El diálogo 
transcurre simultánea y paralelamente con esa doble motivación: las 
acusaciones veladas del Moreno son respondidas por Fierro en su orden, 
sin que ninguno de los dos se desvíe del tema que han convenido como 
pretexto de “otro deber que cumplir.” [... ] “Es admirable cómo el 
Moreno va insinuando el verdadero objeto de su desafío y cómo acredita 
su valer. Desdeña, con fingida modestia, sus cualidades de payador, pero
 lo hace ya con palabras equívocas que ocultan una provocación.”[...] 
“En las respuestas del Moreno se columbra constantemente un designio 
secreto y no desperdicia oportunidad de insinuarlo...” También anota 
Martínez Estrada que, mientras el Moreno modula “esa idea persistente”, 
es Fierro quien trata de “constreñir la Payada a sus debidos términos de
 una justa dialéctica, sin dejar por eso de replicar las puyas.” (Cfr. 
v. 4, pp.967-69). Hasta allí, su interpretación no difiere de la de 
Borges, en el sentido de que, mientras cantan, Martín Fierro sabe
 a qué ha venido el Moreno, aunque no precise, como Borges, que lo sabe 
desde el principio. En cambio, aparte reconfirmar que Fierro rehúsa el 
duelo, no alcanza a percibir cómo éste aprovecha la “fingida modestia” 
del Moreno para derrotarlo, cuestión a la que oportunamente haré 
referencia. 
[4] En efecto, hacia el comienzo de la Payada, el 
negro, después de ufanarse de todo lo que sabe, ha declarado que es 
analfabeto: “en leturas no conozco/ la jota por ser redonda”. Por eso se
 enoja tanto cuando no puede responder :“De la inorancia de naides, 
ninguno debe abusar” [...] “...no voy a ninguna parte/ a dejarme 
machetiar” [...] “He reclarao que en leturas/ soy redondo como jota” 
[...] ”no me gusta que conmigo/ naides juegue a la pelota”, etc. Pues es
 ciertamente un abuso de Martín Fierro preguntarle qué “empriende”/ el 
que del tiempo depende/ en los meses que tráin erre”, sabiendo que, 
aunque como peón de estancia, el negro conoce muy bien qué trabajos 
relativos al ganado vacuno y lanar se hacen en el tiempo cálido de 
primavera y de otoño, entre septiembre y abril, no le puede contestar 
porque no sabe cómo se escriben los nombres de los meses.  La 
socarronería de Fierro, típica de nuestros paisanos -que consiste en la 
forma maliciosa en que es formulada la pregunta-, es lo que pone furioso
 al Moreno. Y aun siendo ello tan claro, Martínez Estrada dice que “el 
Moreno deja precisamente sin contestar la pregunta que le es más fácil: 
cuáles son los trabajos que se hacen en los meses que llevan erre, 
porque ahí Martín Fierro deja de lado al cantor que conoce muchas cosas 
del cielo y de la tierra, para probarlo es su oficio, como jornalero. Y 
esto ya es demasiado”. (Op. Cit., vol. 1, p 110). Y luego insiste: “La 
Payada [...] se interrumpe no cuando el Moreno carece de respuestas a la
 pregunta de Fierro, sino cuando éste abandona el plano del pensamiento 
filosófico para plantearle a su rival un tema del saber sin nobleza, 
relacionado con los trabajos del campo en la condición de peón que él 
había declarado.” (vol. 4, p. 966). 
[5] Cito dos ejemplos de lo que Borges escribió acerca de los consejos de Martín Fierro.
     En relación con la pelea de la Ida:
No necesito restaurar la perdurable escena: el hombre 
sale de matar, resignado. El mismo hombre que después nos quiere servir 
esta moralidad:
La sangre que se redama
No se olvida hasta la muerte.
La impresión es de tal suerte
Que a mi pesar, no lo niego,
Cai como gotas de juego
En la alma del que la vierte. (“La poesía gauchesca”, OC I: 195)
No se olvida hasta la muerte.
La impresión es de tal suerte
Que a mi pesar, no lo niego,
Cai como gotas de juego
En la alma del que la vierte. (“La poesía gauchesca”, OC I: 195)
     Con referencia al acto de aconsejar a sus hijos y a Picardía:
Llegan a la costa de un arroyo, se apean y ahí Martín 
Fierro, que acaba de contestar con burlas a un hermano del hombre al que
 asesinó, les dice untuosamente:
El hombre no mate al hombre
ni pelee por fantasía.
tiene en la desgracia mía
un espejo en que mirarse.
saber el hombre guardarse
es la gran sabiduría.
ni pelee por fantasía.
tiene en la desgracia mía
un espejo en que mirarse.
saber el hombre guardarse
es la gran sabiduría.
     Después de estas moralidades, resuelven separarse...(El “Martín Fierro”, OCC: 555-556).
[6]  “La aventura consta en un libro insigne; es decir,
 en un libro cuya materia puede ser todo para todos (I Corintios 9:22), 
pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones, 
perversiones.” (“Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, OC I: 561).
BIBLIOGRAFÍA
Borges, Jorge Luis. Obras Completas. V. I. Barcelona: Emecé, 1996. 
——Obras Completas. V. IV. Barcelona: Emecé, 1996.
——Obras Completas en Colaboración. Buenos Aires: Emecé, 1979
Goloboff, Mario. “Autopistas de la palabra. 
Articulación”. Primeras Jornadas sobre literatura y psicoanálisis. SEA. 5
 y 6 de octubre, 2002.  [En línea]  http://www.arteargentino.com/martinfierro/enl-mf.htm
Hernández, José. Martín Fierro. Introducción, Notas y Vocabulario de Eleuterio F. Tiscornia. 28ª ed.Buenos Aires: Losada, 1995.
Martínez Estrada, Ezequiel. Muerte y transfiguración de Martín Fierro. (4 vols.). Buenos Aires: CEAL, 1983 
Rodríguez Monegal, Emir. “El Martín Fierro en Borges y en Martínez Estrada”. Revista Iberoamericana, v. 40, nº 87-88, abril-setiembre 1974, pp. 287-302). [En línea]
Sarlo, Beatriz. Borges, un escritor en las orillas. 2ª ed. Buenos Aires: Espasa Calpe/Ariel, 1998
Sorrentino, Fernando. “Erratas en textos de Borges”. 
Borges Studies on Line. J.L. Borges Center for Studies and 
Documentation. [En línea] http://www.hum.au.dk/romansk/borges/bsol/fs2.htm
—— “Martín Fierro, espejo de oprimidos y estímulo de trujamanes”. El Trujamán. Centro Virtual Cervantes, 9 de octubre de 2003. [En línea] http://cvc.cervantes.es/trujaman/anteriores/octubre_03/09102003.htm
Artículo modificado: 13/03/2007
© Marta Spagnuolo 2005
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
 
 
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