Obviamente, se acostó al amanecer. Antes, se había acercado a la ventana
que carecía de vidrios, cubiertos de polvo los bastidores de madera, y
había mirado hacia abajo con sus ojos sin párpados. La oscuridad se
diluía suavemente, vencida por la luz. Pasó un ómnibus colmado de
obreros, cruzaron dos o tres coches con los focos todavía encendidos.
Nosferatu acarició el polvo de la ventana con sus largos dedos de uñas
crecidas y el polvo permaneció quieto. Miró de nuevo hacia afuera y
suspiró: podía dormir en paz. Ningún movimiento extraño lo amenazaba.
Se acostó vestido sobre el suelo lleno de tierra y no se despertó hasta
el anochecer. Durmió de un tirón, sin sueños, y la oscuridad lo despertó
como despierta la luz. Debía salir, la calle entrañaba un peligro pero
en la calle encontraba su sustento. No podía recorrerla como si fuera
otro, con un cuerpo sin más historia que la juventud o la vejez.
Asustaban su forma de caminar, su alta y negra estatura, la mirada
inmóvil que no daba el respiro del párpado.
Pensó que se habían empequeñecido sus gestos, antes lo movía la pasión y
ahora, cuando salía, consumaba un simple despojo, robaba como el más
mísero de los ladrones y con menor aptitud. La noche anterior lo habían
perseguido tenazmente. Él había actuado con una falta de prudencia que
más tarde recordó con asombro y no supo explicarse. Había agredido a un
transeúnte rezagado, caminante inerme entre las sombras y sin embargo
dueño dichoso del calor y el movimiento de su sangre. Hostigado por la
avidez y la nostalgia que conservamos hacia los deseos perdidos,
Nosferatu lo había atacado desde atrás: con una vara de hierro había
golpeado repetida, bárbaramente la nuca frágil, como si se concediera un
desquite o se castigara.
Luego, en lugar de moverse, había permanecido quieto, fascinado ante la
sangre que le provocaba una incomprensible repugnancia. Y cuando por fin
se arrodilló junto al hombre que yacía en la calle y se levantaba ya
con el botín en la mano, otros transeúntes lo habían sorprendido. Huyó
entonces y supo que su salvación la debía a una persecución emprendida
con desgano. Las piernas no le respondían. Él, que había sido capaz de
transformarse en criatura alada, estaba pegado a un cuerpo que le
hablaba sólo de necesidad y no de gloria.
Salió echando la llave, aunque no había muebles ni pertenencias en el
cuarto. Completamente vacío. Ni siquiera una luz en el techo. Sólo
tierra que había entrado durante años por la ventana sin vidrios. Tierra
seca o acompañada de lluvia, seca en seguida, como si la humedad
rehusara su lejano parentesco con la sangre. Bajó las escaleras
ocultándose de los vecinos y caminó, tratando de imitar el paso de los
otros. Se adhería demasiado a la pared, se agazapaba cuando oía risas o
murmullos, y sabía que era un error. Debía haber esperado que la noche
avanzara y la oscuridad fuera intensa, creciera solitaria como él mismo,
y sin embargo no podía hacerlo. Desfallecía. Comer, pensó, e imaginó
torrentes de sangre, océanos de sangre, fuerza y saciedad. Pero la
imaginación no lo alentaba, como quien sueña para otro.
Una vieja caminaba delante de él y se detenía cada tanto en los botes de
basura. Comenzó a seguirla por costumbre, una costumbre ancestral que
no podía abandonar aunque fuera ya inútil, gratuita y sin sentido como
tantas costumbres. La vieja intuyó su presencia porque de pronto se
volvió, enfrentándolo inmóvil.
Nosferatu vio sus ropas carcomidas, su cabellera rala. La vieja lo
miraba sin miedo, y esto lo fastidió un poco, lo atemorizó también. Sin
embargo, cuando llegó más cerca, comprendió que la vieja estaba
inmovilizada por el hambre. Mientras que en él era sequedad, en ella el
hambre rezumaba saliva, como en un animal esperando su alimento. Él
pensó en atacarla, descubrió los colmillos y apresuró los últimos pasos,
sabiendo no obstante que el simulacro no sustituiría a la acción. Ya no
podía atacar de esa manera, provocar el minuto de espanto y casi de
amor que anticipaba en sus víctimas la entrega, el éxtasis pavoroso del
deseo y de la muerte.
La vieja pronunció unas palabras que él no entendió pero que intentaban
un saludo; insinuó una temblorosa sonrisa. Cuando estuvo a su alcance,
extendió la mano hacia él con un gesto pedigüeño, ávido y remiso al
mismo tiempo.
Nosferatu le mostró los dientes como un perro que gruñe listo para el
ataque. Pasó de largo y se sintió desfallecer. A ciegas, abrazó un
tronco en busca de apoyo, por un segundo reclinó la cabeza.
—¿Qué le ocurre? —preguntó la vieja con voz educada, una sombra de afecto.
Él negó mudamente y se alejó, no sin antes depositarle unos billetes en
la mano, como si fuera ése el precio para seguir su camino, el pago del
fracaso o de la indiferencia que necesitaba.
—Gracias, señor —dijo la vieja, y después de un momento la escuchó
correr detrás de él—. Es mucho. —explicaba sin resuello, disculpándose
ella misma de esa generosidad desmedida que sólo podía ser fruto de una
equivocación.
Nosferatu no se detuvo y ella lo sujetó por la manga. Él apartó el brazo y un trozo de tela se desprendió limpiamente.
—Dios mío. —susurró la vieja con una inquietud que le nacía de las
sombras, del frío, del resultado de su gesto desprovisto de violencia.
—No es nada. —dijo él en un murmullo.
La carne brotaba lívida del desgarrón, pero no intentó cubrirse.
La vieja miró con asombro el trozo de tela que se deshizo como ceniza
entre sus dedos. Se sobresaltó, las arrugas se le profundizaron y abrió
la boca, dispuesta al grito.
Él desvió los ojos, preservándola de su fijeza inmutable, y trató de
ocultar los colmillos que habían sido temibles. Para tranquilizarla, se
encorvó aún más, empequeñeciéndose, y retrocedió unos pasos. Lo
consiguió, porque la vieja dejó de respirar aceleradamente y sonrió
avergonzada, como después de un susto sin motivo.
—Es mucho. —repitió, y justificó la fragilidad de las ropas por razones de miseria.
Pero la dádiva la desconcertaba. Escudriñó el rostro sumido y dijo:
—Usted lo necesita más.
Eligió un billete y lo guardó bajo el escote. El resto lo tendió hacia
él, pero bruscamente volvió a asustarse, se inclinó y abandonó el dinero
sobre el suelo.
Nosferatu no lo recogió, se alejó rápidamente y dobló en la primera
esquina. A lo lejos, una luz caía sobre la puerta de un bar. Apenas un
foco anémico, rodeado por la niebla, que le hería la vista como si
encandilara. Pensó que no habría alimento en la oscuridad y hacia la luz
se encaminó. Un perro vagabundo aulló a su paso, erizó el pelaje del
lomo y se escondió luego con el rabo entre las piernas. Él se apresuró,
apretando la boca para sofocar náuseas de debilidad y de vacío. Entró al
bar y se sentó, protegiéndose los ojos con la mano.
Un mozo atendía desganado, el delantal gris, las uñas largas que debían
hundirse en los platos de sopa. Temiendo la desnudez de su voz, señaló
con el índice en el menú y supo en seguida que no podía esperar tanto.
—¿Qué? —dijo el mozo.
—Leche. —repitió él, alzando apenas la voz, que se le antojó ronca, inhumana.
Pero el otro no pareció darse cuenta. Asintió y casi sin demora depositó sobre la mesa un vaso que rebasaba.
—Lo demás va marchando. —explicó por rutina, y limpió la superficie de
la mesa con el borde de su delantal sucio. Lo miró con una curiosidad
que no alimentó, cansado.
Nosferatu se abalanzó hacia la leche y bebió. Tenía ganas de morder el
vaso, pero ya no podía morder. No sabía por qué, quizá corrían otros
tiempos, otras crueldades, y el gesto se había vuelto irrisorio. El
líquido atemperó la sensación de vacío, la quemazón del hambre.
Reclinándose contra el respaldo de la silla, suspiró y se dejó estar,
como si él también pudiera adherirse a la frágil esperanza de los otros
en la ventura posible, o más modestamente, compartiera la dicha de
existir en la inadvertencia.
Un policía fornido, de uniforme, se acercó al mostrador y conversó con
el dueño del bar; debió contar un suceso hilarante porque ambos
comenzaron a reír, el dueño con carcajadas rotundas y halagadoras.
Luego, el policía giró el cuerpo y apoyando los codos sobre el
mostrador, recorrió las mesas con la vista de un modo que quería ser
inofensivo y resultaba escrupuloso. Se detuvo un instante sobre un
parroquiano, que aún de espaldas, se agitó inquieto, y en la mesa
siguiente descubrió la figura oscura que se protegía los ojos con la
mano. Entonces interrumpió el escrutinio en la certidumbre de su presa.
Nosferatu lo había percibido también, a pesar de la mano sobre los ojos,
la tensión dolorosa del cuerpo, la inmovilidad alerta, como la de un
animal aterrorizado.
El policía se separó del mostrador y se afirmó sobre sus pies,
frotándose los muslos con los dedos abiertos. Nosferatu se enderezó en
la silla, sintió el dardo de la luz e involuntariamente se incorporó
volcando el vaso, que rodó estrellándose contra el suelo. El policía
empezó a caminar hacia su mesa. Caminaba lentamente y sonreía, con una
sonrisa de reencuentro o de ternura.
Nosferatu apartó al mozo semidormido, forcejeó con los batientes de la
ventana hasta que consiguió abrirlos y saltó hacia la calle. Escuchó el
sonido odioso de un silbato señalando fuga y persecución. Ruido de
sillas caídas, pisadas. Cayó lastimándose las rodillas; se levantó y
corrió. Desvió la cabeza y miró fugazmente. Ya no era un policía
aislado, todo un grupo había emprendido una persecución tenaz. Aceleró,
pero sin ganar distancia, enloquecido por el sonido implacable, por la
secuela ininterrumpida y sorda de las pisadas en el pavimento. No podía
correr más, el corazón se le estrangulaba, las rodillas sin rótula. Se
ocultó detrás de una hilera de autos y esperó.
Los policías doblaron la esquina y se detuvieron unos segundos,
desconcertados ante la calle desierta, la brusca desaparición de la
rígida figura de negro que los precedía. Formaron un grupo compacto y
conversaron un momento entre ellos.
Nosferatu se preguntó cómo habían aparecido tan de golpe. En la ciudad
dormida, qué hacían ellos, tan despiertos. Jadeando penosamente, espió
mientras el sudor inundaba su piel que había sido reseca. Sudor de
miedo, pensó. Eran cinco, todos altos y erguidos, y uno de ellos tenía
un revólver desenfundado, apuntaba hacia las sombras de manera
imprecisa, haciendo oscilar el arma como un niño que juega. Oyó risas,
una frase pronunciada con un acento de orden. En seguida, se dividieron y
avanzaron hacia la hilera de autos.
Nosferatu se alzó y empezó a correr. Las balas silbaron por encima de su
cabeza, muy desviadas, como si no quisieran acertarle. Sin embargo,
estaban cada vez más cerca, cada vez más nítidamente escuchaba los
gritos. Y luego, no ya la sensación de peligro, la persecución que
permite una mínima esperanza, sino la realidad inevitable, los cuerpos
pesados, el resuello animal a distancia imperceptible; una mano tocó su
hombro, resbaló aferrándolo por la ropa. El saco se desprendió
enteramente, se disgregó en hilachas, polvo, ceniza.
Pero los otros no se asustaron. Rieron, rieron un poco sin aliento por
la carrera. Nosferatu dio dos zancadas, tropezó y cayó de bruces. Los
cinco se abalanzaron hacia él. Lo sujetaron y se quedó quieto y sin
resistencia mientras el silencio se instalaba entre los hombres que lo
habían perseguido. Esperó, hasta que las manos que lo aprisionaban se
levantaron y por un momento pensó que se había equivocado y que lo
favorecería una impensable justicia o misericordia, puesta fuera de esos
hombres, puesta fuera de su destino, casi fuera del mundo. Pero las
manos descendieron de nuevo sobre él y lo inmovilizaron de espaldas
contra el pavimento. El que tenía el revólver desenfundado lo guardó en
la cartuchera.
Desde el suelo, Nosferatu los miró. Parecían inmensos, gigantes. Uno de
ellos se dejó caer de rodillas a su lado y acercó el rostro. Abrió la
boca. Los dientes asomaron, muy blancos, irreales. Nosferatu gritó. El
policía le clavó los dientes en el cuello, torpemente, pero con
decisión. Atacó la carne varias veces hasta que la sangre brotó limpia.
Nosferatu volvió a gritar. Y luego, uno tras otro, se inclinaron sobre
él, con la boca abierta.
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