Escribir la lectura, Roland Barhes



¿Nunca os ha sucedido, leyendo un libro, que os habéis ido parando continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no os ha pasado nunca eso de leer levantando la cabeza?
Es sobre esa lectura, irrespetuosa, porque interrumpe el texto, y a la vez queda prendada de él, al que retorna para nutrirse, sobre lo que intento escribir. Para escribir esa lectura, para que mi lectura se convierta, a su vez, en objeto de una nueva lectura (la de los lectores de S/Z), me ha sido necesario, evidentemente, sistematizar todos esos momentos en que uno "levanta la cabeza". En otras palabras, interrogar a mi propia lectura ha sido una manera de intentar captas la forma de todas las lecturas (la forma: el único territorio de la ciencia), o, aún más, de reclamar una teoría de la lectura.
Así que he tomado un texto corto (cosa necesaria, dado el carácter minucioso de la empresa), Sarrasine, de Balzac, una novela poco conocida (¿acaso no es Balzac, por definición, "el Inagotable", aquel del que nunca lo ha leído uno todo, salvo en el caso de una vocación exegética?), y me he dedicado a detenerme constantemente durante la lectura de ese texto. Generalmente, la crítica funciona (no se trata de un reproche) o bien a base de microscopio (iluminando pacientemente el detalle filológico, autobiográfico o psicológico de la obra), o bien a base de telescopio (escrutando el enorme espacio histórico que rodea al autor). Yo me he privado de ambos instrumentos: no he hablado ni de Balzac ni de su tiempo, ni me he dedicado a la psicología de los personajes, la temática del texto ni la sociología de la anécdota. tomando como referencia las primeras proezas de la cámara, capaz de descomponer el trote de un caballo, en cierta manera, lo que he intentado es filmar la lectura de Sarrasine en cámara lenta: el resultado, según creo, no es exactamente un análisis (yo no he intentado captar el secreto de este extraño texto) ni exactamente una imagen (creo que no me he proyectado en mi lectura; o, si ha sido así, lo ha sido a partir de un punto inconciente situado mucho más acá de "mí mismo"). Entonces, ¿qué es S/Z? Un texto simplemente, el texto ese que escribimos en nuestra cabeza cada vez que la levantamos.
Ese texto, que convendría denominar con una sola palabra: un texto-lectura, es poco conocido porque desde hace siglos nos hemos interesado desmesuradamente por el autor y nada en absoluto por el lector; la mayor parte de las teorías críticas tratan de explicar por qué el escritor ha escrito su obra, cuáles han sido sus pulsiones, sus constricciones, sus límites. Este exorbitante privilegio concedido al punto de partida de la obra (persona o Historia), esta censura ejercida sobre el punto al que va a parar y donde se dispersa (la lectura), determinan una economía muy particular (aunque anticuada ya): el autor está considerado como eterno propietario de su obra, y nosotros, los lectores, como simples usufructuadores: esta economía implica evidentemente un tema de autoridad: el autor, según se piensa, tiene derechos sobre el lector, lo obliga a captar un determinado sentido de la obra, y este sentido, naturalmente, es el bueno, el verdadero: de ahí procede una moral crítica del recto sentido (y de su correspondiente pecado, el "contrasentido"): lo que se trata de establecer es siempre lo que el autor ha querido decir, y en ningún caso lo que el lector entiende.
A pesar de que algunos autores nos han advertido por sí mismos de que podemos leer su texto a nuestra guisa y de que en definitiva se desinteresan de nuestra opción (Valéry), todavía nos apercibimos con dificultad hasta qué punto la lógica de la lectura es diferente de las reglas de la composición. Estas últimas, heredadas de la retórica, siempre pasan por la referencia a un modelo deductivo, es decir, racional: como en el silogismo, se trata de forzar al lector a un sentido o a una conclusión: la composición canaliza; por el contrario, la lectura (ese texto que escribimos en nuestro propio interior cuando leemos) dispersa, disemina; o, al menos, ante una historia (como la del escultor Sarrasine), vemos perfectamente que una determinada obligación de seguir un camino (el "suspenso") lucha sin tregua dentro de nosotros contra la fuerza explosiva del texto, su energía disgresiva: con la lógica de la razón (que hace legible la historia) se entremezcla una lógica del símbolo. Esta lógica no es deductiva sino asociativa: asocia al texto material (a cada una de sus frases) otras ideas, otras imágenes, otras significaciones. "El texto, el texto solo", nos dicen, pero el texto solo es algo que no existe: en esa novela, en ese relato, en ese poema que estoy leyendo hay, de manera inmediata, un suplemento de sentido del que ni el diccionario ni la gramática pueden dar cuenta. Lo que he tratado de dibujar, al escribir mi lectura de Sarrasine, de Balzac, es justamente el espacio de este suplemento.
No es un lector lo que he reconstituido (ni vosotros ni yo), sino la lectura. Quiero decir que toda lectura deriva de formas transindividuales: las asociaciones engendradas por la literalidad del texto (por cierto, ¿dónde está esa literalidad?) nunca son, por más que uno se empeñe, anárquicas; siempre proceden (entresacadas y luego insertadas) de determinados códigos, determinadas lenguas, determinadas listas de estereotipos. La más subjetiva de las lecturas que podamos imaginar nunca es otra cosa sino un juego realizado a partir de ciertas reglas. ¿Y de dónde proceden esas reglas? No del autor, por cierto, que lo púnico que hace es aplicarlas a su manera (que puede ser genial, como en Balzac); esas reglas que son visibles muy por delante de él, proceden de una lógica milenaria de la narración, de una forma simbólica que nos constituye antes aún de nuestro nacimiento, en una palabra, de ese inmenso espacio cultural del que nuestra persona (lector o autor) no es más que un episodio. Abrir el texto, exponer el sistema de su lectura, no solamente es pedir que se lo interprete libremente y mostrar que es posible; antes que nada, y de manera mucho más radical, es conducir al reconocimiento de que no hay verdad lúdica; y además, en este caso, el juego no debe considerarse como distracción, sino como trabajo, un trabajo del que, sin embargo, se ha evaporado todo esfuerzo: leer es hacer trabajar a nuestro cuerpo (desde el psicoanálisis sabemos que ese cuerpo sobrepasa ampliamente nuestra memoria y nuestra conciencia) siguiendo la llamada de los signos del texto, de todos esos lenguajes que lo atraviesan y que forman una especie de irisada profundidad en cada frase.
Me imagino muy bien el relato legible (aquel que podemos leer sin declararlo "ilegible": ¿quién no comprende a Balzac?) bajo la forma de una de esas figurillas sutil y elegantemente articuladas que los pintores utilizan (o utilizaban) para aprender a hacer croquis de las diferentes posturas del cuerpo humano; al leer esto imprimimos también una determinada postura al texto, y es por eso por lo que está vivo; pero esta postura, que es invención nuestra, solo es posible porque entre los elementos del texto hay una relación sujeta a reglas, es decir, una proporción; lo que yo he intentado es analizar esta proporción, describir la disposición topológica que proporciona a la lectura del texto clásico su trazado y su libertad, al mismo tiempo.

1970, Le Figaro littéraire.

1 Barthes, Roland: "Escribir la lectura", en El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1994.

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