¿Nunca os ha
sucedido, leyendo un libro, que os habéis ido parando continuamente
a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a
causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de
asociaciones? En una palabra, ¿no os ha pasado nunca eso de leer
levantando la cabeza?
Es sobre esa lectura, irrespetuosa, porque interrumpe el texto, y a
la vez queda prendada de él, al que retorna para nutrirse, sobre lo
que intento escribir. Para escribir esa lectura, para que mi lectura
se convierta, a su vez, en objeto de una nueva lectura (la de los
lectores de S/Z), me ha sido necesario, evidentemente, sistematizar
todos esos momentos en que uno "levanta la cabeza". En
otras palabras, interrogar a mi propia lectura ha sido una manera de
intentar captas la forma de todas las lecturas (la forma: el
único territorio de la ciencia), o, aún más, de reclamar una
teoría de la lectura.
Así que he tomado un texto corto (cosa necesaria, dado el carácter
minucioso de la empresa), Sarrasine, de Balzac, una novela
poco conocida (¿acaso no es Balzac, por definición, "el
Inagotable", aquel del que nunca lo ha leído uno todo, salvo en
el caso de una vocación exegética?), y me he dedicado a detenerme
constantemente durante la lectura de ese texto. Generalmente, la
crítica funciona (no se trata de un reproche) o bien a base de
microscopio (iluminando pacientemente el detalle filológico,
autobiográfico o psicológico de la obra), o bien a base de
telescopio (escrutando el enorme espacio histórico que rodea al
autor). Yo me he privado de ambos instrumentos: no he hablado ni de
Balzac ni de su tiempo, ni me he dedicado a la psicología de los
personajes, la temática del texto ni la sociología de la anécdota.
tomando como referencia las primeras proezas de la cámara, capaz de
descomponer el trote de un caballo, en cierta manera, lo que he
intentado es filmar la lectura de Sarrasine en cámara lenta:
el resultado, según creo, no es exactamente un análisis (yo no he
intentado captar el secreto de este extraño texto) ni
exactamente una imagen (creo que no me he proyectado en mi lectura;
o, si ha sido así, lo ha sido a partir de un punto inconciente
situado mucho más acá de "mí mismo"). Entonces, ¿qué
es S/Z? Un texto simplemente, el texto ese que escribimos en nuestra
cabeza cada vez que la levantamos.
Ese texto, que convendría denominar con una sola palabra: un
texto-lectura, es poco conocido porque desde hace siglos nos
hemos interesado desmesuradamente por el autor y nada en absoluto por
el lector; la mayor parte de las teorías críticas tratan de
explicar por qué el escritor ha escrito su obra, cuáles han sido
sus pulsiones, sus constricciones, sus límites. Este exorbitante
privilegio concedido al punto de partida de la obra (persona o
Historia), esta censura ejercida sobre el punto al que va a parar y
donde se dispersa (la lectura), determinan una economía muy
particular (aunque anticuada ya): el autor está considerado como
eterno propietario de su obra, y nosotros, los lectores, como simples
usufructuadores: esta economía implica evidentemente un tema de
autoridad: el autor, según se piensa, tiene derechos sobre el
lector, lo obliga a captar un determinado sentido de la obra,
y este sentido, naturalmente, es el bueno, el verdadero: de ahí
procede una moral crítica del recto sentido (y de su correspondiente
pecado, el "contrasentido"): lo que se trata de establecer
es siempre lo que el autor ha querido decir, y en ningún caso
lo que el lector entiende.
A pesar de que algunos autores nos han advertido por sí
mismos de que podemos leer su texto a nuestra guisa y de que en
definitiva se desinteresan de nuestra opción (Valéry), todavía nos
apercibimos con dificultad hasta qué punto la lógica de la lectura
es diferente de las reglas de la composición. Estas últimas,
heredadas de la retórica, siempre pasan por la referencia a un
modelo deductivo, es decir, racional: como en el silogismo, se trata
de forzar al lector a un sentido o a una conclusión: la composición
canaliza; por el contrario, la lectura (ese texto que escribimos en
nuestro propio interior cuando leemos) dispersa, disemina; o, al
menos, ante una historia (como la del escultor Sarrasine), vemos
perfectamente que una determinada obligación de seguir un camino (el
"suspenso") lucha sin tregua dentro de nosotros contra la
fuerza explosiva del texto, su energía disgresiva: con la lógica de
la razón (que hace legible la historia) se entremezcla una lógica
del símbolo. Esta lógica no es deductiva sino asociativa: asocia al
texto material (a cada una de sus frases) otras ideas, otras
imágenes, otras significaciones. "El texto, el texto
solo", nos dicen, pero el texto solo es algo que no existe: en
esa novela, en ese relato, en ese poema que estoy leyendo hay, de
manera inmediata, un suplemento de sentido del que ni el
diccionario ni la gramática pueden dar cuenta. Lo que he tratado de
dibujar, al escribir mi lectura de Sarrasine, de Balzac, es
justamente el espacio de este suplemento.
No es un lector lo que he reconstituido (ni vosotros ni yo), sino la
lectura. Quiero decir que toda lectura deriva de formas
transindividuales: las asociaciones engendradas por la literalidad
del texto (por cierto, ¿dónde está esa literalidad?) nunca son,
por más que uno se empeñe, anárquicas; siempre proceden
(entresacadas y luego insertadas) de determinados códigos,
determinadas lenguas, determinadas listas de estereotipos. La más
subjetiva de las lecturas que podamos imaginar nunca es otra cosa
sino un juego realizado a partir de ciertas reglas. ¿Y de dónde
proceden esas reglas? No del autor, por cierto, que lo púnico que
hace es aplicarlas a su manera (que puede ser genial, como en
Balzac); esas reglas que son visibles muy por delante de él,
proceden de una lógica milenaria de la narración, de una forma
simbólica que nos constituye antes aún de nuestro nacimiento, en
una palabra, de ese inmenso espacio cultural del que nuestra persona
(lector o autor) no es más que un episodio. Abrir el texto, exponer
el sistema de su lectura, no solamente es pedir que se lo interprete
libremente y mostrar que es posible; antes que nada, y de manera
mucho más radical, es conducir al reconocimiento de que no hay
verdad lúdica; y además, en este caso, el juego no debe
considerarse como distracción, sino como trabajo, un trabajo del
que, sin embargo, se ha evaporado todo esfuerzo: leer es hacer
trabajar a nuestro cuerpo (desde el psicoanálisis sabemos que ese
cuerpo sobrepasa ampliamente nuestra memoria y nuestra conciencia)
siguiendo la llamada de los signos del texto, de todos esos lenguajes
que lo atraviesan y que forman una especie de irisada profundidad en
cada frase.
Me imagino muy bien el relato legible (aquel que podemos leer sin
declararlo "ilegible": ¿quién no comprende a Balzac?)
bajo la forma de una de esas figurillas sutil y elegantemente
articuladas que los pintores utilizan (o utilizaban) para aprender a
hacer croquis de las diferentes posturas del cuerpo humano; al leer
esto imprimimos también una determinada postura al texto, y es por
eso por lo que está vivo; pero esta postura, que es invención
nuestra, solo es posible porque entre los elementos del texto hay una
relación sujeta a reglas, es decir, una proporción; lo que
yo he intentado es analizar esta proporción, describir la
disposición topológica que proporciona a la lectura del texto
clásico su trazado y su libertad, al mismo tiempo.
1970, Le Figaro
littéraire.
1
Barthes, Roland: "Escribir la lectura", en El susurro
del lenguaje, Barcelona, Paidós, 1994.
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